CAPÍTULO IX

LA CANTIDAD

 

1. Naturaleza de la cantidad

 

La forma más elemental y primaria de la movilidad física es la que se manifiesta en la traslación o simple movimiento topográfico. Mediante este, el cuerpo natural, permaneciendo idéntico en todos sus aspectos absolutos, se limita a cambiar de posición: toma un nuevo lugar en el conjunto de las realidades materiales. Tal movimiento, pues, no afecta a las estructuras más hondas de las cosas mutables; en sí mismo las deja completamente intactas, y esta es la razón por la que el filósofo de la naturaleza, procediendo de un modo gradual en el estudio de su objeto propio, debe plantearse en los comienzos el problema del ente físicamente móvil, sólo como problema de la movilidad local del ser.

 

Según lo cual, la pregunta primera -no la temática y fundamental- de la filosofía de la naturaleza es la que consiste en proponerse esta simple cuestión: ¿qué es menester, en general, para que un ente sea susceptible de cambio topográfico? O dicho de otra forma: ¿cuál es el presupuesto entitativo de la posibilidad misma de la traslación?

 

Fácilmente se advierte que estas preguntas se parecen poco a las de la física llamada positiva. Al puro hombre de ciencia no le importa otra cosa que el "fenómeno" del cambio topográfico en tanto que es matemáticamente expresable. La misma realidad del ser cambiante, en el que aquel fenómeno tiene su asiento, se halla desdibujada para él.  Mucho menos, por tanto, puede preocuparle cuál sea la estructura entitativa que hace posible la movilidad local.  Acaso interpretara esas preguntas como una interrogación por lo que hace que un cuerpo se ponga en movimiento, y entonces su respuesta sería esta: una fuerza o sistema de fuerzas por las que el cuerpo en traslación es impulsado.  Lo que en el mismo cuerpo hace posible que mediante esa fuerza o sistema de fuerzas la traslación se dé no entra como tal en el dominio de la ciencia física. Y, sin embargo -tal vez por ello mismo-, es algo real.  Es lo que en el ente localmente movible constituye, en principio, la posibilidad misma de su locomoción; algo sin lo que ningún ente puede ser trasladado en el espacio. Tal condición o propiedad real es, en último término, lo que en filosofía se llama cantidad, por virtud de la cual los seres corpóreos ocupan un lugar en el universo de las cosas sensibles.

 

El cambio topográfico, en efecto, supone en su sujeto la posibilidad de ocupación (no simultánea, sino sucesiva) de diversos lugares, lo que a su vez requiere que, en general, le sea lícito ocupar un lugar, es decir, que se trate de algo apto para estar localizado.  Semejante aptitud no se halla en los seres carentes de extensión o dilatación en el espacio, y en los que la poseen es justamente una consecuencia de tal extensión. De tal manera que si pudiera darse un ente corporal carente de ella, no podría hablarse de un lugar del mismo. Pero, a su vez, semejante extensión en el espacio que envuelve y rodea al cuerpo es consecuencia de la interior distensión que este posee.  Para que algo pueda ocupar o "llenar" un lugar se necesita, en efecto, que sus partes no estén compenetradas, sino que sean, por el contrario, mutuamente difluentes. El filósofo denomina entonces "cantidad' a lo que hace que el cuerpo tenga esa difluencia o distensión de partes, de la que dimana la localización en el espacio, y que a través de esta es la condición imprescindible para el cambio local.

 

El tema de la cantidad se plantea, pues, en la filosofía de la naturaleza como una exigencia del conocimiento de los supuestos entitativos del cambio topográfico. Este último implica que su sujeto sea realmente apto para localizarse en el espacio; lo que, a su vez, exige que posea una interna distensión o dilatación de partes, pues si estas se hallasen confundidas, el todo que integraran no podría ocupar un ámbito espacial. La cantidad es así el -accidente por el que los cuerpos se constituyen en todos provistos de partes difluentes; o lo que es igual: aquella propiedad por la que los cuerpos tienen una estructura que no implica de suyo diversidad cualitativa interna.

 

En un sentido estricto, la cantidad no puede definirse. Pero la cantidad, en su condición de idea elemental y primaria, es intelectualmente aprehendida, y, por tanto, ya que no de definición estricta, es susceptible, al menos, de una cierta descripción. Antes la hemos caracterizado como una propiedad' por la que el cuerpo tiene la distensión o interna difluencia de sus partes. Para expresar esta propiedad, la Escuela se sirve de la fórmula ordo partium in toto[1], entendiendo este orden en un sentido exclusivamente posicional.

 

Orden se opone, aun en el lenguaje ordinario, a confusión. Implica, pues, la idea de una cierta pluralidad o multitud -lo que se llama "cantidad trascendental", que no se limita a los entes corpóreos-; pero añade algo más, a saber: la idea misma de que tal multitud tiene sus partes organizadas de una cierta forma, relacionadas en algún sentido.  Una multitud dispersa y sin ninguna articulación no es un conjunto "ordenado" de partes. La idea de orden equivale, así, a la de estructura u organización, en el sentido más amplio de la palabra.  En ella se reúnen la diversidad y la unidad, la multitud de partes y la conexión o relación entre estas.  En el caso del orden posicional, se trata, por tanto, de que las partes del todo cuántico se relacionan entre sí por virtud de una cierta conexión que respeta su misma pluralidad de posiciones.  Ahora bien: una pluralidad meramente posicional de partes sólo puede encontrarse conexa, sin dejar de ser pluralidad, merced a una vinculación que también sea estrictamente posicional; en resolución: uniéndose las partes de tal modo, que donde una acabe empiece otra.

 

Cuando ello acontece, hay realmente una pluralidad, pues cada parte tiene su posición y no se confunde con ninguna, pero hay a la vez una unidad que reviste la forma de la continuidad. El orden posicional de las partes en el todo es la relación que entre estas hay, por la que unas continúan a otras.  La unidad es aquí precisamente la negación de una solución de continuidad. Si el corte se produce, ya no hay, en rigor y propiamente hablando, una cantidad, sino dos cantidades, cuyo conjunto puede denominarse "cantidad discreta".  La propiedad por la que la cantidad continua puede ser escindido, dando lugar a una cantidad discreta, recibe el nombre de "divisibilidad", y es un efecto de la estructura u ordenación interna de que venimos tratando. Pero esta divisibilidad no la tiene precisamente la cantidad, sino el sujeto afectado por ella, el cual es uno -constituye un todo- en la medida misma en que es continuo. La continuidad es, de esta suerte, la unidad de la cantidad.

 

La idea de "difluencia" expresa también esta relación interna de las partes del todo cuantitativo.  Difluencia significa, por de pronto, una cierta distinción o diferencia, que aquí se toma en un sentido estrictamente posicional. Dado un todo homogéneo, sus partes son difluentes en tanto que posicionalmente distintas: cada cual tiene su posición. Pero esta misma idea contiene también la de una "fluencia" por la que las partes de aquel todo se prolongan y enlazan las unas a las otras.  Merced a esta fluencia, la continuidad se distingue de la simple "contigüidad" por la que dos miembros de un conjunto se encuentran posicionalmente presentes, esto es, en contacto.  La ordenación llamada "cantidad" es otra cosa que un simple contacto.  Cuando este se produce entre dos cuerpos, hay una relación, que no se encierra en ninguno de ellos: ese mismo contacto por el que cada cual se halla presente al otro.  La cantidad es, por el contrario, algo que cada cuerpo tiene, independientemente de los demás. Tanto el contacto como la distancia necesitan dos cuerpos para constituirse. La cantidad, en cambio, sólo requiere uno.  Cabe hablar, sin embargo, de una cierta distancia interior entre las partes de un mismo cuerpo; pero esta no es otra cosa que el resultado de la distensión cuantitativa y se halla compensada por la fluencia o continuidad.

 

Naturalmente, el término "fluencia" tiene aquí un sentido puramente formal y nada tiene que ver con la idea de producción.  La mutua difluencia de las partes no significa que cada una de ellas sea un efecto real de la que le precede.  Hay, desde luego, un orden de precedencia y posterioridad entre las partes, pero no en un sentido realmente genético, como si la simple secuencia de posición fuese una relación de causa a efecto.  Ninguna parte es causa real de otra, sino que cualquier parte es, para la siguiente, algo en cuyo final esta comienza.  No hay, en suma, recepción del ser, sino tan sólo incepción o comienzo de la posición.  La parte "B" no recibe su ser de la parte "A", pero comienza a estar donde esta acaba.

 

***

 

La cantidad no es el cuerpo al que distiende, sino un accidente o propiedad real presente en él.  Si se reduce el cuerpo a su cantidad, como hace DESCARTES[2], sin distinguir entre el sujeto (la sustancia corpórea) y lo por él tenido o sustentado (en este caso, la propiedad de la cantidad), se hace imposible fundamentar la diferencia entre cuerpos contiguos.  Dos distcusiones o cantidades puestas en contacto, sin espacio o distancia que las separe, forman una sola cantidad, si no es que pertenecen cada una a un cuerpo diferente. Lo que real y entitativamente las distingue es su respectiva pertenencia a distintas sustancias. Puede ocurrir que dos cuerpos se hallen en tan estrecho contacto que nuestros medios de observación no permitan llegar a distinguirlos; sin embargo, realmente y en sí mismos, siendo dos entidades diferentes, tendrán tan sólo un mero contacto, no una verdadera identidad. Pero, a su vez, si las diversas partes de una determinada cantidad carecen de sujeto, el conjunto integrado por ellas no será ya un sistema, sino una arbitraria colección que puede adicionarse a otra colección cualquiera.  Toda distensión es realmente un sistema en la medida en que hay un sujeto que unifica sus partes y las refiere a una misma unidad entitativa. En cada cuerpo las partes dispersas se relacionan entre sí en la forma de la continuidad: se continúan las unas a las otras; pero además de esta "unidad de continuidad" se necesita una previa "unidad de sustentación", que es, por cierto, la que hace posible a aquella, pues si las partes se sustentasen a sí mismas v no estuvieran, en consecuencia, referidas a un mismo sujeto, no' habría razón alguna para que integrasen un sistema unitario en el que la distancia entre sus miembros es, a veces, mayor que la que existe entre uno de estos y la parte contigua de un sistema distinto. De ahí que sea lícito decir que la continuidad de la distensión es un reflejo y como traducción accidental de la interna unidad sustantiva de todo ser corpóreo.

 

La consecuencia más rigurosamente filosófica de la eliminación de un sujeto o soporte entitativo de la cantidad es la que termina considerando a esta como algo irreal, meramente existente en nuestro espíritu. En esta interpretación se niega la existencia de un sujeto real de la cantidad, pero se reconoce la necesidad de algún sujeto que centre y unifique a la pluralidad cuantitativa; lo que ocurre es que ese sujeto, no siendo nada que se dé fuera de la mente, lo constituye nuestro propio espíritu, que hace un sistema y una estructura con lo que por sí mismo no tiene ningún orden. Tal es la posición de LEIBNIZ[3], renovada por LACHELIER[4]. Pero es indudable que si la cantidad no es nada real, tampoco puede serlo la localización en el espacio, que es efecto de ella; y, en consecuencia, el movimiento local será irreal también.

 

2. El problema del continuo

 

La cantidad es algo real en el sujeto que la posee.  Ello no obstante, puede ser estudiada en sí misma, independientemente del sujeto en que inhiere; es lo que hacen las matemáticas, desentendidas de la condición entitativa de sus objetos, y que por ello no se hacen cargo de los problemas filosóficos concernientes a estos. La filosofía, por el contrario, estudia la cantidad como algo real presente a una cierta clase de entidades, v más especialmente la filosofía de la naturaleza viene a considerarla en tanto que constituye la estructura de la cual formalmente depende la posibilidad del ser locomovible.

 

Ya se ha mostrado antes cómo la cantidad hace, en efecto, apto, al ser que la posee, para la propiedad del cambio topográfico. Pero, a su vez, la misma cantidad debe ser algo apto para encontrarse en un sujeto real.  Para que en realidad haga de este un ser locomovible es preciso, primero, que "pueda hallarse" en él, esto es, que se trate de algo compatible con el carácter de “ente” que su sujeto tiene y que además no se da en este den cualquier manera, sino precisamente como una propiedad suya.

 

La concepción subjetivista de la cantidad, señalada al final del anterior epígrafe, también sostiene la presencia de ella en un sujeto real, el espíritu humano; pero no en el sentido de que se halle en él como una dimensión constitutiva de su propia entidad, sino únicamente como algo que el espíritu mismo elabora o construye y a lo cual objetiva.  Mas si la cantidad es algo real, su presencia en el ser no puede consistir en "ser objeto" de conocimiento para el ser que la finge; se requiere algo más, y es, justamente, que esa presencia sea entitativa, de tal manera que lo que tiene la cantidad la posea, por cierto, como una forma o determinación de su realidad misma.

 

Ello, a su vez, supone que la cantidad así tenida sea compatible con el carácter de ser de su sujeto. Y esto es lo que entra en juego cuando se habla filosóficamente del llamado "problema del continuo", porque la propia continuidad, que el ente "cuanto" tiene, se torna de algún modo problemática si se la compara con la esencial unidad que semejante ente -en tanto que es real ha de tener. ¿Hay, tal vez, una cierta repugnancia entre tal unidad y la pluralidad, aunque ordenada y fluidamente coherente, que se halla supuesta en la continuidad?; ¿no representaría la cantidad, en vez de algo real en un sujeto, un cierto tipo de relación que hay entre varios?

 

El capital problema de lo uno y lo múltiple -que ya surgió en la lógica de los universales- hace aquí una segunda aparición. La cantidad hace de su sujeto algo continuo; en consecuencia, algo en lo que hay una pluralidad posicionalmente distribuida. ¿Cómo hacer compatible esta pluralidad con la unidad del ser que la sustenta?  Por otra parte, el continuo es un ente que puede ser objeto de división indefinidamente reiterada.  Cabe, en efecto, discernir en él una serie de partes que, a su vez, se dividan en un mismo número de porciones iguales, sobre cada una de las cuales puede llevarse una nueva división, etc.; lo que equivale a decir que el continuo es infinitamente divisible. ¿Cómo se explica -habrá que preguntarse- que algo realmente uno pueda ser el objeto de una división infinita?  He aquí otra perspectiva del problema de la continuidad, que no hay que confundir con la anterior.  En la primera lo que está en cuestión es el nexo posible entre la unidad del continuo y la pluralidad inmediatamente determinada en él por la estructura que hemos llamado cantidad. En la segunda perspectiva, en cambio, el nexo por el que se pregunta es aquel que enlazase la unidad del continuo con la mediata y sucesiva pluralidad que en él se determina gradualmente por una división indefinidamente reiterable. Cada uno de los aspectos del problema pide el tratamiento respectivo.

 

Antes de dividirlo, el continuo posee una estructura u orden posicional de partes, ya que de lo contrario la distensión determinada por la cantidad no tendría sentido. Por ello mismo, no es posible decir que el continuo esté exento de partes. Estas se dan en él, aunque de una manera coherente y por virtud de una cierta recíproca difluencia.  Si más tarde se hace una división del continuo, no se puede decir que su resultado sean las partes de este, sino unos cuantos todos que pueden funcionar cada cual por su cuenta, lo que no es, en efecto, propio de las partes.  Estas, por el contrario, sólo tienen sentido, como tales partes, en la unidad del todo por ellas integrado; si esta unidad se rompe, las que eran partes devienen todos mutuamente ajenos.

 

Por consiguiente, lo correcto es decir que las partes se encuentran "actualmente" en el todo continuo, coexistiendo con él, o mejor dicho, coexistiendo en él.  Esta coexistencia de las partes en el todo continuo no significa que cada una de ellas sea un "ente en acto".  Lo que posee realmente este carácter es el todo que de ellas se compone.  De ahí que cuando este se divide no se produzcan partes, sino, a su vez, otros nuevos todos, cada uno de los cuales es un ente en acto, que antes lo era en potencia.

 

Para salvar la unidad del continuo, HOENEN -tal vez el más agudo de los recientes tratadistas del problema- sostiene que las partes en cuestión no son entes en acto, pues si así aconteciera cada una de ellas sería un ente, y el continuo, por ende, no uno sólo, sino un conjunto o agregado de entes.  Conviene, sin embargo, distinguir entre ser ente en acto (lo que, sin duda, es propio del todo) y encontrarse actualmente como parte dentro de lo que es un todo real. Las partes del continuo no son entes en acto, pero coexisten actualmente en el continuo, en la medida en que este, merced a la cantidad, es un todo posicionalmente distribuido. Para el mencionado tratadista, las partes del continuo son "entes en potencia próxima al acto", fórmula indudablemente atinada y certera, porque mediante ella se salvan a la vez dos propiedades fundamentales del continuo: su esencial unidad, que sería desgarrada si las partes del mismo fuesen entes en acto, y por otro lado, la especial situación en que el propio continuo se halla respecto de los entes que de él surgen por virtud de una simple división.  El continuo, en efecto, no necesita ser sustancialmente alterado para que surjan de él, por división, nuevos entes continuos. Su potencialidad o predisposición respecto de estos es la mayor que cabe, y la causa eficiente que de él extrae las entidades nuevas tiene, por el contrario, una intervención mínima.  No ha de hacer otra cosa que escindirlo en ellas.

 

De ahí que sea oportuna la consideración de las partes del continuo como entes en potencia próxima al acto. Pero esa misina fórmula no sería, sin embargo, enteramente correcta si, por virtud de una cierta equivocidad que puede deslizarse, viniera a significar que las partes del ente continuo se dan en él, no de un modo actual, sino tan sólo potencialmente, aunque sea con la mayor proximidad posible al acto. Porque si es cierto que como entes completos las partes sólo son en potencia propincua, no lo es, en cambio, que como tales partes se hallen en esa misma situación en el continuo. La semilla, que es en potencia árbol, actualmente es semilla, y, en general, para ser algo en potencia se necesita también ser algo en acto. Las partes del continuo son, pues, en potencia, "todos", pero actualmente son "partes", esto es, no entidades perfectas, no verdaderos entes capaces de existencia por sí mismos, sino ingredientes de un ser plenario con el cual y en el cual "coexisten". Sin esta coexistencia en el continuo, no se puede decir que las partes sean entes (completos) en potencia próxima al acto; no serían absolutamente nada; pero entonces no podría aplicárselas la mencionada formula, y lo único correcto sería la afirmación de que el continuo (no, por cierto, sus partes), aunque ente uno en acto, es en potencia propincua una pluralidad de entes[5].

 

Por lo que toca a la segunda perspectiva del llamado problema del continuo (al que LEIBNIZ, consciente de su extremada dificultad, denominaba laberythus continui), importa precisar desde el comienzo mismo de su planteamiento lo que se quiere decir con el concepto de "infinitamente divisible", que es, por cierto, el que se halla en colisión -al menos aparente- con el de la unidad del ente al que la cantidad afecta. Los cuerpos naturales realmente existentes no pueden dividirse y subdividirse sin llegar a un límite, a partir del cual pierden su específica naturaleza. El agua, por ejemplo, deja de ser agua cuando se la divide hasta aquel límite en que surgen hidrógeno y oxígeno.  Ya en este sentido los antiguos filósofos emplearon el término minima naturalia para significar los cuerpos físicos en tanto que provistos de dimensiones no disminuíbles sin pérdida de la respectiva especificidad.  Tal conexión de lo cualitativo y lo cuantitativo es, por otra parte, un argumento más en favor de la existencia, en los cuerpos físicos, de un sujeto o sustancia (contra la tesis cartesiano y las que de ella derivan).  Importa, sin embargo, reparar en que al ser dividido un cuerpo físico más allá de sus límites naturales, lo que resulta, aunque específicamente distinto de lo que antes había, son igualmente cuerpos, y si estos, a su vez, se dividieran, sobrepasando sus dimensiones mínimas, la consecuencia, como anteriormente, serían distintos cuerpos.  Por consiguiente, es preciso distinguir dos clases de divisibilidad en los seres corpóreos: una finita y, por así decirlo, intraespecífica, regida en cada caso por la naturaleza respectiva del cuerpo en división, y otra infinita y genérica, que afecta a todo cuerpo en cuanto cuerpo, independientemente de su manera peculiar de ser.  Solamente esta última interesa cuando lo que se estudia no es otra cosa sino la cantidad en cuanto tal, y es pura ignorancia del asunto pretender negar la infinita divisibilidad genérica del cuerpo aduciendo en contrario la finitud de su división intraespecífica.

 

Por otros motivos, sin embargo, son llevados algunos filósofos a la negación de la infinita divisibilidad del ser corpóreo, aun reconociendo la necesidad "matemática" de ella. Hay para algunos un cierto divorcio entre filosofía v matemática, pues mientras en esta debe pensarse que toda cantidad es divisible, parece haber razones de índole filosófica para pensar que la cantidad real ha de tener un límite en su división, independientemente de toda referencia a la condición específica de su sujeto.  No en tanto que es un determinado cuerpo real, sino, en general, en cuanto cuerpo real, el continuo tendría forzosamente un límite en su división, del cual los matemáticos pueden dispensarse porque su objeto no es la cantidad real, sino la abstracta; no el cuerpo natural, sino el matemático, y este se reduce a una pura extensión, siempre divisible, por pequeña que sea; mas un cuerpo real, ¿cómo podría ser uno siendo, al tiempo, infinitamente divisible?

 

Escolásticos tales como ARRIAGA, OVIEDO, ULLOA y LOSSADA[6] entienden que la infinita divisibilidad del ser corpóreo conduciría a la admisión, en él, de una multitud actualmente infinita de partes integrantes. (Una posición análoga sustenta el neokantiano RENOUVIER.) Frente a este argumento no basta pensar que no es lo mismo ser infinitamente divisible que estar infinitamente dividido, pues podría replicarse -si no se precisa el exacto sentido de la distinción- que lo que está en potencia para algo, justamente lo está en la medida misma en que es capaz de ser en acto ese algo; de lo contrario se daría una potencia para un término respecto al cual se es impotente.  Según esto, la afirmación de un ente infinitamente divisible sería lo mismo que la admisión de una realidad que alguna vez estaría actualmente dividida en una infinita multitud de partes, lo cual es imposible.  Y, en consecuencia, lo acertado es juzgar que los cuerpos reales sólo son divisibles hasta un cierto límite, lo que equivale a considerarlos como integrados, en definitiva, por partes inextensas, va que tan sólo estas son absolutamente indivisibles.

 

A idéntica conclusión llega LEIBNIZ por otro camino[7].  Partiendo de la base de que en la realidad las partes son anteriores al todo, ínfiere, con una lógica impecable, que este, en último término, debe constar de partes inextensas, ya que no siendo el todo más que el agregado de sus partes, debe, en resolución, haber algunas que sean "las primeras" (es decir, que no sean, a su vez, "todos", porque estos, para existir, necesitan de la previa existencia de sus partes), y esas partes primeras sólo pueden ser tales si son indivisibles, esto es, inextensas.  Como en el caso de los mencionados escolásticos, también aquí se llega a la construcción (!) de lo extenso con lo inextenso, extremo en que asimismo incurre CANTOR, dentro del campo de la matemática, por su concepción del “conjunto" como multitud de puntos actualmente infinita. (Tal concepción dentro del campo matemático fue ya atacada por POINCARÉ y ha sido abandonada e impugnada también por los dos máximos representantes de las escuelas matemáticas vioentes: el formalista HILBERT Y el intuicionista BROUWER). La posición leibniziana, sin embargo, no se extiende hasta el campo matemático, donde, por el contrario, reconoce la infinita divisibilidad del continuo.

 

La posición aristotélica, v con ella la de la Escuela en la casi totalidad de sus representantes, es totalmente opuesta a la finitud de la división potencial del cuerpo en cuanto cuerpo.  Es de ARISTÓTELEs el lapidario esquema que define el continuo: τό διαιοετόν είς διαιρετα lo divisible en siempre divisibles[8]. La teoría filosófica del continuo no contradice, así, a la geometría, sino que está de acuerdo y en conformidad con esta.  Pero ello no significa que pueda sustentarse con las mismas razones en que los matemáticos se apoyan. Las teorías filosóficas deben ser filosóficamente elaboradas Y mantenidas. En este sentido, la concepción aristotélica ha sido objeto de un largo desarrollo por parte de los más eminentes filósofos de la Escuela, desplegando un trabajo en el que pueden apreciarse, en ocasiones, ciertas diferencias de matices y de opiniones parciales, pero cuyo núcleo fundamental es esencialmente homogéneo. Reducida a sus líneas esenciales, esta teoría comienza por la afirmación de que las partes de un ser extenso deben asimismo ser extensas. La inextensión no puede ser la causa de lo que es precisamente su contrario, e inversamente: lo que es extenso se divide también en extensiones, ya que en el caso opuesto no habría división, sino una aniquilación de la cantidad.

 

Pero si esto es así, si todo ser extenso, por pequeño que sea, es infinitamente divisible, ¿cómo salvar su unidad?

 

Antes se dijo que no es lo mismo ser infinitamente divisible que estar infinitamente dividido; mas también se añadió que si esta distinción no se aclara, puede levantarse desde ella una grave objeción a la unidad del continuo. Son, en efecto, posibles, en principio, dos modos de entender la infinita divisibilidad del ente extenso. Habría, en primer lugar, un modo de entenderla, según el cual la infinita potencia de división sería una potencia de división en infinitas partes actualmente dadas (todas en algún momento).  De esta manera conciben la infinitud potencial del ser continuo los que con razón la consideran como algo incompatible con la unidad de este mismo ser.  Pero hay también otro modo distinto de entenderla, compatible con tal unidad, y que no consiste en una potencia para la división en infinitas partes actualmente dadas, sino en una potencia para la infinita división en sin numero siempre finito de partes actuales.

 

En el primer caso, la división se "agotaría" al aparecer la multitud infinita de partes; en el segundo, la división sería infinitamente reiterable, y de esta suerte lo infinito estaría constituido, no por el término de la división, sino por la misma posibilidad de esta. En cada momento se habría hecho un numero finito de divisiones reales, pero siempre cabría la posibilidad de efectuar otra. De donde se desprendo que el número de partes convertidas en todos actualmente existentes sería, en cada momento, el determinado por la última división hecha hasta entonces; las anteriores ya han desaparecido al ser subdivididas, y las futuras no existen todavía. No podría decirse, en consecuencia, que esta infinita divisibilidad reiterativa diera lugar al conjunto infinito de los grupos finitos de "subtodos" establecidos en cada división, porque este conjunto habría de ser la suma de unos sumandos totalmente heterogéneos: los subtodos reales actualmente existentes y los que no poseen actualidad por haberla perdido o por estar aún privados de ella.  Sería, en una palabra, pretender sumar algo existente con algo inexistente.

 

La célebre "aporía" de ZENÓN DE ELEA, según la cual, por pequeña que fuese la distancia entre Aquiles y una tortuga, nunca lograría el primero alcanzar a esta, por ser toda distancia algo infinitamente divisible y, por tanto, una infinita suma de subdistancias o distancia total infinita, se desvanece si se tiene en cuenta que no hay tal suma de infinitas subdistancias, sino en cada momento y a cada división un número finito y determinado de ellas, que por lo mismo puede ser recorrido, como quiera que para obtener aquella infinita suma --que sería algo puramente mental- habría que añadir a las subdistancias actuales las que ya no existen (por haber sido divididas) y las que no existen todavía (por no haber sido divididas aún las actuales).  Lo contrario puede ejemplificarse con el absurdo de que un todo estuviese integrado, pongamos por caso, por seis subtodos, apoyando esta afirmación en que los dos primeros en que se le hubiera dividido v los cuatro que surgen de desdoblar a estos suman seis en total. Por la misma razón (o falta de ella) podría decirse, tras una nueva dicotomía, que el número de subtodos es el de 4+8=12, siendo así que el número de subtodos actualmente existentes a la tercera dicotomía es solamente el de ocho. (Aquel "seis" y ese "doce" serían tan necesarios como la "infinitud" de la distancia que haría inalcanzable a la tortuga.)

 

3. El "ubi" y el lugar

 

Uno de los efectos de la cantidad -el de mayor significación para el estudio del cambio topográfico- es la "localización" del ser corpóreo. Cuando esta varía se produce, por cierto, el movimiento local, la realidad del cual supone, en consecuencia, que sea también real la localización.

 

Tal propiedad, que se conoce en la terminología filosófica con el nombre de ubi, no es en los cuerpos una determinación absoluta, de carácter completamente intrínseco. El ubi no es el lugar donde está un cuerpo, sino el mismo[9] accidente por el que este se halla en tal lugar. No es para el cuerpo su "donde está", sino precisamente su "estar" mismo. Sin relación al lugar, el ubi no se puede constituir, y es asimismo cierto que cada nuevo lugar viene a determinar un nuevo ubi, aunque el cuerpo sea el mismo. En este sentido no se puede dudar que el ubi es un accidente extrínsecamente determinado; pero no se reduce a una pura denominación extrínseca, irreal para su sujeto, como lo sea para este papel el hecho de "ser visto". Si así ocurriera, el movimiento local, condición de cualquier otro movimiento, no tendría verdadera realidad, ni habría, por tanto, diferencia entre el que considero un movimiento efectivo de mi cuerpo al aproximarse a alguien que me espera, y el desplazamiento, indudablemente ficticio, puro modo de hablar, que el que me aguarda sufre cuando voy hacia él.

 

Aunque dependiente de algo extrínseco, el ubi es un accidente real del ser corpóreo, y para cuya efectiva privación se necesitaría, en la ordenación natural de las cosas, la ausencia misma de la cantidad (el punto separado, en cuanto niega toda dimensión, carece de lugar y, por tanto, de ubi) o la falta de cuerpo circunscriptivo, localizante (tal es el caso de la totalidad del universo).  El ubi, en efecto, resulta de la presencia de un ser corpóreo en un lugar.  Y esta presencia exige, por parte de lo que está localizado, que se trate de algo posicionalmente distenso; y en lo que concierne al lugar mismo, que este se encuentre determinado, como efectivo ámbito localizante, por una realidad, que no puede ser la de aquello que en él está presente.  Pero esto nos lleva a transitar de la consideración del ubi a la del lugar que externamente se halla supuesto en él.

 

El lugar es definido por ARISTÓTELES como "el primer límite inmóvil de lo circunscriptivo"[10].   Ante todo, se trata de algo que no radica en el cuerpo localizado; antes bien, es justamente este el que se encuentra en él.  La presencia del cuerpo en el lugar no significa, sin embargo, que el lugar mismo sea un cierto sujeto que entitativamente soportase la realidad de lo localizado; es decir, algo en lo que este sea, como el accidente cantidad es en la sustancia corpórea. Ya el hecho del movimiento topográfico nos advierte que el cuerpo continúa siendo, pese a la diferencia de lugar; lo que sería imposible si el cuerpo se encontrara sustentado, y no meramente localizado por cualquiera de ellos.  Y aunque no es falso decir que el cuerpo es en el lugar, la realidad de aquel no se anota en su "ser cabe" éste. La flexibilidad verbal de nuestra lengua se alza aquí a un punto de filosófica precisión: habida cuenta de la mencionada diferencia, no decimos que el cuerpo es en el lugar, sino que está en él. En dos sentidos, no obstante, permanece ideológicamente correcta la afirmación de que el cuerpo es en el lugar: de un modo negativo y enteramente obvio, ya que, en efecto, el cuerpo no deja de ser por encontrarse localizado; pero también de un modo positivo, con el que puede ser significada la condición real del accidente ubi, pues no es tan precaria su entidad que deje de añadir a su sujeto una peculiar determinación. "Estar en el lugar" es, en efecto, algo, si es que es algo el cambiar de lugar.

 

La manera en que el cuerpo se halla en el lugar es una especie o modalidad de presencia, que tampoco consiste en la parcial contigüidad realmente existente entre un grave y su apoyo, y es, desde luego, ajena a toda idea de gravitación. Trátase solamente de aquella clase de contigüidad por la que un cuerpo se contiene o aloja en un recinto.  No hay entre el lugar y lo localizado una relación de continuidad: se tornarían partes de una misma sustancia corpórea.  Pero el contacto de ambos es de tal especie que ni una sola parte de lo localizado puede quedar fuera del lugar de ahí el concepto de lo "circunseriptivo", incluido en la fórmula aristotélica.

 

El lugar circunscribe y envuelve a lo localizado, siendo algo en lo que este se aloja.  Mas así como el cuerpo no tiene nada "fuera del lugar", inversamente, tampoco este ha de tener "dentro" nada que no sea el solo cuerpo localizado. En consecuencia, no es propiamente lugar el ámbito común a varios cuerpos; por ejemplo, el estante respecto de los libros colocados en él, pues tal "colocación" es una vaga localización que afecta a todos y a ninguno de ellos en concreto. El ámbito en que varios cuerpos se contienen es el "lugar común" de una cantidad discreta, no el "lugar propio" de una cantidad continua, y en la medida en que el lugar es el correlato del ubi propio de cada cuerpo en un determinado momento, debe ser también un lugar propio. Justamente por ello ha de ceñir a lo localizado, circunscribiéndolo sin residuo alguno. Tal condición únicamente puede cumplirla la superficie del cuerpo localizante contigua o inmediata al que es localizado, la cual es como un límite entre ambos, y el primero o más próximo del cuerpo contiene con relación al que hace de contenido.

 

Se podría pensar que semejante límite primero fuese algo irreal. Así ocurre, de hecho, cuando el lugar se entiende como una posición en el espacio puramente ideal de los geometras. Pero aquí hablamos no del simple cuerpo matemático, sino del cuerpo real, que si realmente tiene el accidente ubi, también debe tener un lugar real.  De lo contrario el cambio topográfico estaría asimismo desprovisto de términos reales, como no fuera que el ubi constituyese una propiedad absoluta tenida por los cuerpo independientemente de toda relación a un "donde" locativo, lo que es contradictorio con su misma esencia, La superficie, pues, que constituye el límite primario de lo circunscriptivo, es algo que termina un cuerpo real, cabe el cual se cobija o alberga lo localizado. Toda la realidad de esta superficie estriba en su carácter de ser terminativa de algo real, aunque su misma función  locativa no consiste en ello, sino en determinar una posición en la totalidad del universo corpóreo.

 

Si se supone ahora un cuerpo dentro de otro, en perfecto contacto locativo, se nos presentan dos posibilidades. Puede ocurrir que el sistema completo esté en reposo, o que, por el contrario, se halle en traslación. Cuando muevo la mano enguantada, pongo en marcha el "conjunto" de la mano y el guante. Aquella se halla en este, pero ahora ambos cambian de lugar. ¿Puedo decir entonces que es el guante -o su más inmediata superficie- lugar de mi mano?  En él, sin duda, "está"; pero no es menos cierto que se "está moviendo", y no precisamente dentro de él, sino con él. Tal movimiento es de índole local, esto es, un cambio de lugar, pero el guante -o su más interno límite- continúa siendo el mismo; por consiguiente, no se puede decir, en un sentido radical y último, que en verdad constituya el lugar de mi mano. Cuando esta se mueve no está en ningún lugar: "pasa por" varios, y no es, por cierto, el guante nada por lo cual la mano pase, sino algo, a su vez, en movimiento por los varios lugares por que pasa.

 

De aquí se sigue que lo que está en movimiento no puede ser lugar, o lo que es igual, que el lugar ha de ser, como pide la fórmula aristotélica, algo inmóvil, por relación a lo cual el cuerpo se desplaza.  Lo contrario sería interpretar la fórmula "cambio de lugar" como si el lugar mismo se moviera, llevándose consigo a lo localizado.  El movimiento se determina como cambio local, no en sentido "subjetivo", sino "terminativo", lo que equivale a decir que no es el lugar su sujeto, sino su doble término o extremo, inicial y final (respectivamente, "desde" y "hacia").  En el movimiento, el lugar se representa realmente no como el móvil, sino como algo que a este atañe bajo un doble título: en cuanto término que se abandona y en cuanto término que se llega a alcanzar; nada de lo cual ocurriría si el lugar mismo fuese, a su vez, movido en la traslación de lo localizado.

 

En el caso de un cuerpo que estuviera fijo en el seno de un flúido en traslación (agua o aire, por ejemplo), tendríamos un lugar común (ese aire o agua) sometido al cambio topográfico, y cuyo límite próximo al cuerpo localizado estaría renovándose de continuo; tal límite, pues, como superficie determinativa del flúido en movimiento, no sería inmóvil y, por ende, tampoco un lugar, ya que el correr del flúido le apartaría de lo localizado.  Pero tan cierto como ello es que, mientras el cuerpo permanece en quíetud dentro del flúido, existe siempre una superficie de este que circunscribe y envuelve a aquel. Si comparamos lo que aquí ocurre con lo que acontece en el caso de un cuerpo inmerso en un flúido y que con este se halla en traslación, no podremos por menos de advertir una singular diferencia.  En el segundo caso, la superficie del flúido en contacto con el cuerpo inmerso es materialmente la misma, como en la hipótesis de la mano enguantada que cambia de lugar, pero en cada momento tiene una posición distinta, como le ocurre al guante que envolviendo la mano se traslada con ella. Por el contrario, la situación es justamente la inversa en el caso del cuerpo quieto en el flúido que so traslada. La superficie de este, que circunscribe a aquel es materialmente distinta, puesto que a cada instante se renueva, pero posee, en cambio, la misma posición.

 

En dos sentidos puede, por tanto, hablarse de la inmovilidad de la superficie locativa: de un modo material y de una manera formal o posicional. Cuando un cuerpo se encuentra cabe otro que no se traslada, la superficie del segundo, que localiza al primero, es, a la vez, material y formalmente inmóvil. Si el cuerpo continente se halla en tránsito, y con él, asimismo, el contenido, la superficie que localiza a este es materialmente inmóvil, puesto que es la misma -no se cambia en otra-, pero formal o posicionalmente móvil, con la movilidad del cuerpo a que pertenece. Pero si el contenido permanece quieto, aquella superficie es materialmente móvil -a cada momento se renueva-, v formalmente, en cambio, idéntica o inmóvil.  Por último, cuando el contenido se desplaza dentro de un continente flúido con movimiento diferente al de este, la superficie por la que ambos se hallan en contacto es, a la vez, material y formalmente móvil o distinta.

 

De las dos clases de inmovilidad cuyas distintas combinaciones acabamos de ver, únicamente la posicional o formal es requerida por la naturaleza del lugar. Este, en efecto, aunque no es el cuerpo contenido, tampoco se identifica al continente materialmente considerado (es decir, con independencia de su oficio o papel locativo). Todo lo que en el cuerpo continente es ajeno a este oficio resulta indiferente para el ser del lugar.  Lo único que aquí importa es la determinación de una posición fija, y para ello es igual que el continente cambie sus propiedades materiales y hasta que se renueve por completo, no siendo uno determinado v permanente, sino "una serie" indefinida de ellos. La pluralidad o la unidad del cuerpo locativo es algo que a este afecta, independientemente de su oficio formal con relación a lo localizado. Y así como es posible que un mismo cuerpo ocupe, no simultánea, sino sucesivamente, una pluralidad de lugares, inversamente también puede ocurrir que sean varios los cuerpos que circunscriban v determinen un mismo lugar, pero no, por supuesto, al mismo tiempo, sino uno tras otro, como es el caso cuando, permaneciendo fijo en la corriente, el cuerpo en ella inmerso va sufriendo el contacto de la flúida serie de sus partes.

 

***

La presencia de un cuerpo en un lugar, vista desde lo que hace de continente, es una cierta medida o circunscripción por la que resulta en lo localizado el accidente ubi.  Considerada desde el cuerpo circunscrito, esa misma presencia se manifiesta como tina ocupación por la que un ser corpóreo "llena" un cierto espacio, aplicando sus propias dimensiones a las que determinan el lugar.  Existe, pues, una esencial correlación entre el lugar y lo localizado, cada uno de los cuales es formalmente tal, por referencia o comparación al otro.  Cabo, no obstante, plantear el problema de si un mismo lugar puede estar ocupado simultáneamente por dos cuerpos distintos. Naturalmente, ello dejaría de ser problema si por lugar se entiende lo que hemos llamado un "lugar común".  Y tampoco tendría dificultad, si la ocupación de un lugar propio por dos cuerpos distintos fuera sucesiva y no simultánea. La cuestión surge cuando se pregunta si el lugar totalmente ocupado por un cuerpo puede ser, a la vez, lugar de otro, o lo que es lo mismo, si puede darse la compenetración local entre dos cuerpos.

 

La mayoría de los filósofos coinciden en que, dentro del orden natural, la compenetración es imposible[11]. Por de pronto, es completamente imposible la compenetración interna de las partes de un mismo cuerpo, ya que lo que hace la cantidad es ordenarlas según la posición. Pero si esto acontece entre las partes de un mismo cuerpo, dentro del cual existe una continuidad, con mayor razón ha de ocurrir entre dos cuerpos distintos, provistos, cada uno, de si¡ cantidad propia.  Para DURANDO, la compenetración no sólo es naturalmente imposible, sino que lo probable es que también lo sea incluso en el supuesto de una sobrenatural intervención de la potencia divina.

 

La sentencia común de los teólogos -que aquí interesa en la medida en que contribuye a aclarar, filosóficamente también, la manera de ser del accidente "cantidad"- es que, si bien en el orden puramente natural la compenetración entre dos cuerpos es por completo imposible, no repugna, en cambio, su existencia en el supuesto de una especial intervención divina, lo cual infieren, a posteriori, de hechos sobrenaturales, tales como el nacimiento de CRISTO, o su salida, tras la resurrección, del sepulcro cerrado, sin que en ninguna de estas circunstancias se produzca fractura de materia; o también, del hecho mismo de la presencia del cuerpo eucarístico en el lugar ocupado por las cantidades de las especies del pan y del vino.

 

Para que tales hechos hayan sido posibles, se necesita que ninguno de ellos sea esencialmente contradictorio en el supuesto de una intervención sobrenatural. Algunos teólogos estiman que lo que hace impenetrable a los cuerpos es una cierta fuerza de resistencia, suspendida la cual por la potencia divina, no hay obstáculo de la compenetración. Mas si el efecto primario de la cantidad no es una fuerza de resistencia, sino la ordenación forma de las partes de un todo (de la que se sigue, cuando hay un cuerpo circunscriptivo la impresión de un lugar), la explicación no vale, ya que tal orden posicional se sigue dando aun cuando e cuerpo no tenga aquella fuerza.

 

 Conviene, sin embargo, distinguir el efecto primario de la cantidad y lo que es sólo un efecto secundario de ella. Lo que el accidente "cantidad" determina propia y formalmente es la districidente u ordenación de las partes de su sujeto de una manera posicional, es decir, la difluencia posicional de estas parte, dentro de un mismo todo. Sin necesidad de fuerza alguna, tales partes son entre sí impenetrables, pura v simplemente porque cada cual tiene su propia posición

 

Para que esta recíproca y puramente pasiva impenetrabilidad de las partes fuese suprimida se necesitaría  también la supresión de la cantidad que la determina.  Pero este no es el caso en los hechos sobrenaturales que hemos aducido. En todos ellos el cuerpo de CRISTO conserva su cantidad, y en consecuencia, ni la especial intervención divina puede suprimir la mutua impenetrabilidad de sus partes, es decir, el efecto primario y absoluto de la cantidad.

 

La ocupación de un lugar no es, sin embargo, nada que convenga a los cuerpos de una manera absoluta, sino precisamente con relación u orden a un cuerpo circunscriptivo, de tal manera, que si este se suprime también aquella desaparece.  Y así es posible que un cuerpo tenga realmente cantidad y no se halle localizado, por ausencia de cuerpo circunscriptivo (la totalidad del universo material se encuentra en este caso). En semejante situación, hay una ordenación interna de las partes del todo, mas como este no toma contacto con un continente, no hay localización ni puede hablarse de ella como no sea de una manera enteramente imaginativa.

 

De todo lo cual se desprende que tener cantidad no es lo mismo que ocupar un lugar.  Y si es posible que, por la falta de continente, se produzca ya en el orden puramente natural la pérdida absoluta de toda ocupación de lugar, debe serlo también el que, aun existiendo el continente, por modo sobrenatural se suspenda en un cuerpo, no su completa capacidad de ocupación con relación a todo lugar posible, sino tan sólo el efectivo ejercicio de la que tiene respecto de un lugar determinado.

 

La situación inversa a la compenetración sería la multilocación o presencia de un mismo cuerpo en varios lugares con efectiva y propia ocupación de todos ellos. La multilocación sin ocupación efectiva v propia de ningún lugar, o con la de uno solo, no plantea problema. Y por lo que toca a la multilocación propiamente dicha, debe afirmarse su absoluta y total imposibilidad si se repara en que aquello que efectivamente se encuentra en un lugar nada puede tener fuera de este, mientras que un cuerpo que estuviese ocupando dos lugares tendría, por cierto, toda su cantidad fuera de cada uno: justamente por haber de tenerla también toda en el otro.

 

4. El espacio

 

El orden posicional o distensión de las partes del todo continuo establece entre estas un doble tipo de relación, que no tendrían, en cambio, si estuviesen confusas, reducidas a una simple unidad sin estructura. Merced a la cantidad hay, en efecto, dentro de un mismo cuerpo, relaciones de proximidad y de distancia, que tienen por extremos a las partes de un todo continuo. Aunque enlazadas y reunidas en el sistema que este constituye, esas partes mantienen entre sí aquella doble especie de relación por la que son vecinas o distantes en diferente grado.  Por otra parte, se da también una relación de distancia --que, a diferencia de la anterior, puede llamarse "externa"- entre dos cuerpos no continuos. Esta distancia no se determina por una cantidad sola; necesita de dos, respectivamente pertinentes a cada uno de los cuerpos distantes. Por último, los extremos del ámbito locativo en que puede instalarse un ser corpóreo fundan también una re­lación de mutua distancia, que, como la primera, sólo requiere una cantidad -en este caso, la del continente- para ser sustentada.

 

En todos estos casos, pese a sus diferencias, la distancia apa­rece de la misma forma: a modo de intervalo que hay entre dos extremos, sean del mismo cuerpo, sean de cuerpos distintos. ARISTÓTELES la define precisamente así: como un "medio entre ex­tremos" διάστημα τί τό μεταξύ τών έσχάτν[12]. Tal es precisamen­te la significación de la palabra "espacio" en el uso idiomático común cuando nos referimos, por ejemplo, a cuerpos "espaciadas" entre sí, con lo que quiere decirse que estos cuerpos sustentan, en uno u otro grado, la relación de una distancia mutua. Con el verbo "espaciar" no se pretende, en efecto, expresar para cada cuerpo su efectiva y real ocupación de una determinada parte del "Espacio", ni menos la actividad por la que la entendiésemos ser causa de una porción al menos de este último, sino tan sólo aque­llo que se hace cuando se determina entre dos entes —de un modo topográfico o de una manera cronológica— la relación de una cier­ta lejanía.

 

No importa por ahora la alusión cronológica que la palabra "espacio" pueda contener. Por el momento es de más urgencia recoger el equívoco latente en ese ejemplo y que ha sido la cau­sa de que, líneas atrás, haya sido escrito con mayúscula. El es­pacio-intervalo entre dos cuerpos (o entre dos partes de uno y el mismo cuerpo) no es otra cosa que una relación de distancia; en consecuencia, algo necesitado, como se ha dicho antes, de dos extremos en mutua relación. Pero el término "espacio" significa también el ámbito universal del ser corpóreo, la infinita extensión cabe la cual se hallan todos los cuerpos reales y podrían encontrarse los posibles. Más que el alejamiento entre dos cuerpos, diríamos -si se permite el juego de palabras- que connota la idea de un absoluto alojamiento de ellos.  Esta universal vivienda de los cuerpos no es ya una relación que ellos sustenten; antes, por el contrario, son los cuerpos lo que requiere hallarse en aquel ámbito, de tal manera, que, suprimido el espacio, no tendrían "donde" ser, mientras que, en cambio, totalmente desierto de sustancia corpórea, este seguiría siendo como el esquema, puramente formal, de una incondicionado distensión.

 

A diferencia del espacio-distancia, que constituye una magnitud finita (por ende, mensurable), este otro espacio se nos aparece como algo infinito, por modo de una absoluta inmensidad en la que se contiene cualquier cantidad dada, por extensa que sea.  Ello es consecuencia de su propio carácter absoluto.  El espacio-distancia se "termina", es decir, tiene límites, por ser una relación que se halla sustentada por dos "términos". Por el contrario, el espacio infinito no es una relación entre dos cuerpos algo, por tanto, que estos sustentasen-, sino precisamente al revés: el ámbito absoluto en que se dan los cuerpos, y, con ellos, todas sus relaciones de distancia. Y hay, en fin, otra fundamental disparidad entre ambas suertes de espacio. La idea de una distancia finita puede ejemplificarse, apoyarse en los casos concretos que la experiencia muestra de parejas de términos más o menos remotos entre sí; tal vez, si la distancia es muy considerable, no sea posible su íntegra percepción en un único acto, mas queda siempre la posibilidad de aprehender sensiblemente todas v cada una de sus partes.  El espacio infinito, en cambio, no puede ejemplificarse con nada sensorialmente aprehendido en la realidad. Nadie ha visto el espacio infinito ni puede recorrer la totalidad (¡e sus partes; ¿cómo se forma entonces tal noción?

 

La idea universal de distancia finita, como quiera que es predicable de toda distancia determinada y concreta, puede obtenerse a partir de una cualquiera de ellas. Basta con universalizar sus términos. Si una distancia concreta es la determinada por una concreta pareja de extremos, la idea de cualquier distancia es la determinada por la de cualquier pareja de ellos. Pero la idea del espacio infinito no se puede obtener a partir de un determinado espacio infinito que fuera uno de sus inferiores lógicos. Se trata de algo que no es predicable de varias entidades. Si es posible, en efecto, un espacio infinito, ya no es posible otro, porque la dualidad de estos espacios limitaría la respectiva extensión de cada uno de ellos. Mas si el espacio infinito no es objeto de una aprehensión sensible ni tampoco de una abstracción intelectual a partir de un inferior concreto, ¿de dónde viene al hombre su noción?, ¿cómo puede pensarlo?

 

No es correcto tampoco decir que la imaginación lo repre­senta. Quien así lo creyese tendría un concepto demasiado opti­mista del poderío de la imaginación y muy pobre realmente del espacio infinito. Se "imaginan", por cierto, con frecuencia cosas excesivamente extraordinarias sobre el alcance de la imaginación, cuando la realidad es que esta ni siquiera es capaz de acompañar al entendimiento en algunas de sus más modestas audacias mate­máticas. Si ni siquiera es posible imaginarse simultáneamente las unidades de una cantidad relativamente crecida, ¿cómo podríamos imaginarnos el espacio infinito, esto es, tener una imagen de él? La denominación "espacio imaginario", que con frecuencia se usa como sinónimo del espacio absoluto es en este sentido, y en tanto que sinónimo, completamente desafortunada. La infinidad del espacio absoluto no es imaginable ni siquiera de un modo sucesivo. Por muchas ampliaciones que se hagan de una extensión finita, la inmensidad espacial las trascenderá siempre. Y la imaginación hará muy pocas ampliaciones, porque se pierde pronto, mucho más pronto de lo que se suele creer.

 

Tan cierto como esto es que la idea de "ampliación de una cantidad dada" se nos presenta siempre como intelectualmente posible, por muy grande que sea esa cantidad. Ocurre en esto jus­tamente lo mismo que en el caso de la infinita divisibilidad del


 

ser corpóreo. De la misma manera que la extensión, por pequeña que sea, puede siempre disminuirse, así también, por grande que pueda ser una extensión, siempre cabe pensar otra mayor que ella (aunque no la haya en realidad). De esta manera, las extensiones que van resultando de las ampliaciones sucesivas nunca son infinitas. Lo que aquí es infinito es la posibilidad misma de ampliar con el pensamiento una extensión finita, cuyo tamaño escapa ya tal vez a la imaginación. Pero tal infinito nunca es una extensión actualmente dada, sino la infinitud potencial del pensamiento para pensar en algo mayor que cualquier extensión.  No se trata, por tanto, del espacio, sino del pensamiento, y no de una infinitud actual, sino potencial y sucesiva, cuyas partes no pueden sumarse.

 

El espacio infinito, por tanto, no es visto, ni abstraído, ni imaginado, ni alcanzado jamás por el pensamiento, por muchas "ampliaciones" que este haga. Cuando se quiere probar que el espacio es infinito lo que se hace no es otra cosa sino la mostración de que siempre es posible pensar una amplitud mayor que cualquier otra dada.  Pero lo que esto prueba es la potencial infinitud del pensamiento, no la actual existencia de un espacio infinito, ya que, si esta fuese alcanzada por la demostración, se habría llegado a una amplitud tal, que no podría pensarse otra mayor que ella.  La conclusión, en suma, sería contradictoria con su mismo principio. La idea de una amplitud absolutamente máxima carece de valor, porque siempre se puede pensar en una cantidad superior a otra dada, por muy grande que sea la que se ponga, y si esto es, por cierto, lo que quiere decirse con la fórmula "el espacio es infinito", hay que reconocer que la expresión es muy poco feliz: se asemeja lo menos posible a aquello mismo que trata de expresar.

 

Para KANT[13], ese espacio no es objeto de conocimiento sensorial (nadie ve una extensión infinita), ni de concepto intelectual (porque todo concepto es común a varias sensaciones, y no hay más que un espacio). Por consiguiente, no siendo nada conocido (ni tampoco el cognoscente), debe ser algo "mediante lo cual" este conozca, un a priori del conocimiento, y como quiera que sólo in­terviene en las sensaciones exteriores, es, en definitiva, una for­ma pura de la sensibilidad externa. La irrealidad del espacio absoluto queda así establecida, pero también la incapacidad del co­nocimiento para captar realmente cosas exteriores, ya que jamás se las vería en sí mismas, sino a través de un a priori sensorial que velaría su verdadero aspecto.

 

Para salvar este inconveniente sin incurrir en la afirmación de la existencia del espacio infinito[14], la única solución posible es considerar a este como un ente de razón. El ente de razón úni­camente existe ante el entendimiento que lo piensa, mas no es un a priori del conocimiento, sino un objeto de él; no constituye algo a cuyo través las cosas se conozcan, sino una entidad fingida, cuyo único ser es ser objeto de pensamiento. El espacio infinito seda pensado así de un modo negativo, como el término in-alcanzable por la indefinida ampliación de las extensiones reales. Y en efecto, un término en el que nunca es posible terminar no es otra cosa que un ente de razón, ya que no existiendo realmente (pues nunca en él se termina), el entendimiento lo concibe comparativamente con los términos reales, precisamente para negarlo. No por ello, no obstante, puede decirse que el espacio infinito potencial se halle desprovisto de todo fundamento. Tiene, por el contrario, un fundamento doble: la finitud de las extensiones reales y la potencial infinitud del entendimiento para ampliar sucesivamente estas extensiones.

 

No existe, pues, ese inmenso recipiente de la totalidad de los cuerpos que sería el espacio infinito. La idea de un "dónde" universal de las cosas corpóreas es contradictoria, porque el lugar supone la cantidad, no sólo en lo que está localizado, sino también en el ser localizante, que es, de este modo, un cuerpo, al que también compete estar en un lugar, etc.  Hallarse en un lugar es consecuencia, y no causa, de la circunscripción de lo localido por la superficie de un cuerpo locativo. Y por tanto, si este cuerpo falta, no ocurre más sino que también falta la localización de lo anterior.  Exigir un lugar para cada cuerpo es invertir el orden de las cosas, a la vez que iniciar un proceso infinito, contradictoriamente terminado por un espacio que no tiene fin.

 

Pero son realidades, en cambio, los espacios finitos o distancias concretas que hay entre cada dos cuerpos.  Tales distancias son relaciones que sin duda se dan entre los cuerpos reales que constituyen sus términos. Y la idea general de un espacio finito, predicable de toda distancia, no se confunde, pese a su universalidad, con la del espacio infinito.  Pensar "espacio finito" no es concebir determinadamente ninguna dimensión; mas tampoco es pensar una dimensión infinita, sino determinada de una forma o de otra. De esta manera, mientras que el espacio infinito sólo permite la predicación tautológica, la idea universal de "espacio finito" puede ser predicada de todo intervalo y distancia real.

 

BIBLIOGRAFÍA Cap IX

 

ARISTÓTELES: Categ., VI, 4 y 5; Phys., 1, 2; SANTO Toméis: In Boët. de Trin., Sum. Theol., 1, 50, 2; SUÁREZ: Disp. met., disp. 40, sect. 4, n. 6 y 9; ]DAN DE SANTO Tordas: Nat. Philos., 1, q. XVI, a. 1-5; q. XX, a. 1-2; DESCARTES: Principia Philoso­phiae, II, c. IX y c. XXI; LEIRNIZ: Philos. Schrift. (ed. Gerhardt), II, pág. 144; KANT: Crítica de la razón pura, "Estética trascend.", sección 1.• (del espacio, pars. 2 y 3); Met. Anfangsgr. der Nat., II, 2; BEROSON: Essai sur les données inmédiates de la consciente.

 

BALMES: Filosofía fundamental; O. BEGRER: Mathematische Existenz; VAN BIEMA: L'espace et le temps chez Leibniz et Kant; L. DE BRBGLIE: Continu et discontinu en Physique moderne; FRAEN­REL: Einleitung in die Mengenlehre; A. MAIER: An der Grenze non Scholastik und Naturwissenschaft; D. Nys: La notion d'espace; A. POIRIER: Essai sur quelques caractéres des notions d'espaces et de temps; O. WEYL: Philosophie der Mathematik und Natur­wissenschaft.

 


[1] Cf. SANTO TOMÁS: Summ.  Theol., q. 14, a. 12, ad 1.

[2] Principia Philosophiae, 1 p., c. LXIII.

[3] Philosophische Schrifte, (ed.  Gerhardt).  B, II, pag. 435

[4] Le fondément de I'induction, pilg. 128.

[5] La posición sustentada por JUAN DE SANTO TOMÁS, y que comparte y esquematizada J. Greda (Elementa philosophiae aristotelico-thomisticae, edit. Cit I págs. 263-65), no es propiamente la de que las partes sean entes, en acto, sino que se dan en acto, como tales partes, en el continuo; lo que no es tan incompatible, como HOENEN piensa, con la tesis de que las partes son entes en potencia próxima al acto (al menos, si se aclara que estos entes no habrían de ser completos y totales).

[6] Pertenecientes a la escolástica española del Siglo de Oro: no se les tome, pues, por neoescolásticos.

[7] Philosophische Scrifte, III, pág. 622.

[8] Phys., VI, 2, 232 b, 24.  No supera a esta fórmula la del matemático FRAENKEL: "La propiedad fundamental del continuo es la de tener partes, cuya división puedo ser infinitamente reiterada." (Einleitung in die Mengenlehre, 3ª ed., pág, 39.)

[9] Cf. SANTO TOMÁS: In Met., XI, lect. 10.

[10] Phys., IV, 4, 212 a 20.

[11] Cf.  SANTO TOMÁS,: in Boët, de Trin., q. 4, a 3.

[12] Phys.. IV, 4, 211 b 7.

[13] Crítica de la razón pura, "Estética trascendental", sec. 1ª,, pars. 2 y 3.

[14] Ya LEIBNIZ habla negado la existencia real del espacio, considerán­dolo como el orden, puramente ideal, de los cuerpos coexistentes, algo tan fenoménico como lo son estos mismos cuerpos dentro del sistema leibniziano. Esta teoría anuncia la de KAM, prefigurando el espacio como la forma en que el sujeto cognoscente se representa y ordena los fenómenos corpóreos.

En un sentido completamente opuesto entiende el espacio DEMÓCRITO, que lo considera como el vado absoluto en el que los cuerpos se mueven (algo que no sería espíritu ni tampoco materia); NEWTON, que vagamente lo asemeja a la inmensidad de Dios, no dejando en claro lo que por esta semejanza entiende: CLARKE, que resueltamente lo identifica a la inmensidad divina (confundiendo la Infinitud simplicísima del Ser Supremo con la di-visible de una extensión absoluta), y Descorres, que lo reduce a una pura extensión, representada imaginativamente como algo indefinido. (A la tesis de DEMÓCRITO se adhiere el atomista GASSENDI, y a la de LEIBNIZ—no ata de DESCARTES, como algunos afirman—, BALMES.)