Sobre el origen del ser y la nada
por Raúl Echauri
Extracto del artículo del mismo título y autor, publicado en: Acta Philosophica, vol 3 (1994), fasc 2, pp 315/325. (Se han suprimido aquí las notas a pie de página)
El viejo y acuciante problema del origen del ser ha cobrado en los últimos
años nuevamente actualidad gracias a la conocida teoría del big bang, según
la cual una fantástica estampida originaria habría dado lugar al nacimiento
del universo. En tal sentido, S. Hawking habla de un comienzo del tiempo y,
con él, del universo, cuando era "infinitésimamente pequeño e
infinitamente denso" 1.
Dejando de lado todos los interrogantes que pueda suscitar la existencia de un
universo autoconcentrado en un punto preexistente de energía, la obra de
Hawking destaca elocuentemente, por lo menos en sus primeros pasos, que el
universo comenzó a existir en un momento determinado. Pero luego, el autor se
inclina a pensar, según lo expuesto en una conferencia pronunciada en el
Vaticano, que el universo no tuvo "ningún principio" y que, por
consiguiente, no fue creado (2).
No cabe ninguna duda de que la física actual está rondando con tales ideas
en torno al misterio mismo del ser, a su posible aurora, a su posible ocaso
incluso, ya que si amaneció gracias a la explosión del big bang, podría
también atardecer en virtud del big crunch o gran implosión. Por otra parte,
¿resulta correcto afirmar que si el universo no comenzó, carecería de
creador? Como pensamos que tales cuestiones, en última instancia, son de
naturaleza preferentemente metafísica, es decir, pertenecientes a un dominio
que excede la ciencia, aunque ella los pueda avalar desde su óptica propia,
nos permitiremos recurrir a distintos filósofos, comenzando, con Parménides
de Elea, uno de los primeros que parece haber planteado la cuestión del
origen del ser.
1. Parménides
Sorprendido ante el hecho de que el ente sea, Parménides estima que él
resulta inengendrado e imperecedero; y para reafirmar su postura, se interroga
a sí mismo, en un pasaje notable, acerca de una posible génesis u origen de
lo real, preguntándose cómo y de dónde habría podido surgir. De haber
nacido, tendría que haber nacido a partir de lo que no es; pero ello resulta
absolutamente imposible, ya que lo que no es, no es ni expresable, ni
pensable.
Nos parece evidente que lo que no es se identifica para Parménides con la
nada, y la nada, como lo había afirmado poco antes, no es (...). De lo que no
es, no puede obviamente resultar lo que es. Por otra parte, si el ente
procediese de la nada, ¿qué necesidad -vuelve a preguntar Parménides- lo
habría hecho emerger antes o después?
En efecto, si el ente hubiese nacido, ¿qué lo habría hecho nacer? Al no
visualizar Parménides ninguna razón que dé cuenta de un presunto nacimiento
del universo, concluye, una vez más, en la perennidad de todo cuanto existe:
"es necesario que sea absolutamente o no" (fr.8). Desde el momento
que el ente es, resulta imposible que no sea, ni que no haya sido. El es, por
lo tanto, absolutamente y, por ello, sin origen.
De haberse generado, señala Meliso en sintonía con esta postura, el ente
tendría que haber sido precedido por la nada; pero resulta imposible que de
la nada provenga algo: "Siempre fue lo que era y siempre será. Pues si
se hubiese generado, resulta necesario que antes de generarse no hubiese sido
nada; si antes no fue nada, jamás podría generarse nada de la nada"
(fr.1).
En este espléndido texto, Meliso pone de relieve una de las convicciones
fundamentales de toda la filosofía antigua: el universo no ha tenido origen,
porque, de tenerlo, la nada lo habría antecedido; pero como de la nada
efectivamente nada puede surgir, él es ingénito, eterno e imperecedero, tal
como lo apunta el segundo fragmento: "Porque él entonces no ha surgido,
él es, fue y siempre será, y no tiene ningún comienzo, y tampoco ningún
fin, sino que es infinito".
Tanto Parménides como Meliso, por lo tanto, han pensado y planteado la
posibilidad de un origen radical del universo, aunque la han desechado
inmediatamente, porque ella supondría su procedencia de la nada; y lo que es
no puede provenir de lo que no es, tal como también lo reitera por su parte
Empédocles de Agrigento: "Pues es imposible que algo llegue a ser a
partir de lo que no es" (fr. 12).
2. Platón
Por otra parte, es esta última expresión, "lo que no es" (to mé
ón), aquella cuyo sentido trata de dilucidar Platón en El sofista y ante la
cual manifiesta su perplejidad. Si el no ser no fuera, no se podría explicar
a su juicio la existencia de lo falso, ya que lo falso alude justamente a lo
que no es. Sin embargo, Platón recuerda los versos de Parménides antes
citados, según los cuales es imposible que el no ser sea. ¿Cómo compaginar
entonces la existencia de lo falso, o sea de lo que no es, con la absoluta
inexistencia del no ser proclamada por Parménides?
Intrigado por esta cuestión, Platón ya no sabe qué designa el no ser, ni a
qué objeto o a qué realidad correspondería (237 c). Resulta imposible, al
respecto, concebir el no ser, decirlo, pronunciarlo o comprenderlo (238 c). No
obstante, así como lo falso acreditaba, en cierta manera, la realidad del no
ser, también la mentira la respalda, pues el que miente dice lo que no es.
Temiendo convertirse en un parricida, al contradecir a su padre Parménides,
Platón sostiene que lo que no es, en cierto modo es, en tanto que lo que es,
de alguna manera, no es (241 d). Si lo frío y lo caliente son, prosigue
Platón, ¿qué puede significar el "ser" que conviene a ambos?
Indudablemente, Platón se asocia aquí a lo que él llama una "lucha de
gigantes" en torno a la realidad.
Finalmente, Platón culmina sus reflexiones sobre el no ser, con una pieza
dialéctica, modelo ejemplar de su pensamiento y que constituye, a juicio de
Brochard, la piedra angular de todo el platonismo. Cinco géneros o ideas
supremas participan mutuamente entre sí: lo que es, el movimiento, el reposo,
lo mismo y lo otro. Indudablemente, el movimiento es, asegura Platón, en
tanto que participa de lo que es, pero no es, en tanto que participa de lo
otro, lo cual lo hace distinto del ser y, por ello mismo, no ser. "Es por
lo tanto inevitable que haya un ser del no ser, no solamente en el movimiento,
sino en toda la sucesión de los géneros. En toda la serie, en efecto, la
naturaleza de lo otro hace de cada uno de ellos otro que el ser, y, por eso
mismo, no ser. Así todos, universalmente, bajo esta relación, diremos
correctamente que no son, y, por el contrario, en tanto que participan del
ser, diremos que son y los llamaremos seres" (256 e).
Alrededor de cada forma, por ende, hay multiplicidad de ser, infinita cantidad
de no ser; y dado que el ser mismo resulta diverso del resto de los géneros o
ideas, toda vez que estos son, el ser no es, y toda vez que el ser es, las
otras formas no son. De esta manera, Platón se ve como forzado a sostener la
realidad del no ser, en un texto incomparable, que señala un hito en su
filosofía: "Cuando enunciamos el no ser ( ), esto no significa, parece,
enunciar alguna cosa contraria ( ) al ser sino solamente alguna cosa distinta
( ) (257 b).
La naturaleza de lo otro hace de cada forma que participa de él, otro que el
ser, y, por ello mismo, no ser. El género "lo otro" resulta así la
condición o el fundamento del no ser. ¿Se ha convertido Platón realmente en
un parricida, al afirmar contra Parménides la realidad del no ser, que éste
rotundamente negaba? Quizás sea una osadía de nuestra parte decir que
Platón no comprendió la visión parmenídea acerca del no ser, pues cuando
el filósofo de Elea habla del no ser, se refiere a él como a un vacío
ontológico, del cual el ente no habría podido surgir. En cambio, cuando
Platón afirma que las cosas, al participar de lo otro, no son, no niega que
existan, o sea que no sean en absoluto, sino que son distintas. Por tal
motivo, mientras para Parménides el no ser indica la nada, para Platón el no
ser señala lo otro.
De este modo, tanto la expresión ser como la de no ser poseen para
Parménides un sabor existencial, del que están desprovistas para Platón.
"Uno puede estar seguro de encontrarse en la tradición del platonismo
auténtico -anota Gilson- cada vez que las nociones de existencia y de nada
son remitidas a las nociones puramente esenciales de lo mismo y de lo otro, de
eodem et diverso".
Platón, por lo tanto, no contraría a Parménides, sino que utiliza las
palabras ser y no ser con un sentido decididamente esencialista. De aquí, que
Platón use indistintamente los términos ser, ente y esencia, por cuanto para
él ser es ser algo (ov) o algo que se es. Para Parménides, en cambio, ser no
significa ser lo que se es, sino que el ser (E. GILSON, Le Thomisme, Vrin,
Paris 1965, 6ª ed., pp. 54-55) designa la condición o estado mismo de lo
real, pues el ente es o está siendo, y el no ser la ausencia absoluta de
realidad, pues la nada no es. Por tal motivo, Platón no distingue entre el
"es" copulativo y el "es" existencial; mejor dicho,
Platón reduce el "es" existencial al copulativo, lo cual es otra
manera de decir, que el ser goza para él de un sentido puramente esencial.
Sin duda alguna, el ente es, tanto para Parménides como para Platón; pero
que sea significa para el primero que está ejerciendo el ser, mientras que
para el segundo significa que es tal o cual cosa. Decir simplemente "la
flor es" significaría para Parménides que ella está siendo, mientras
para Platón que ella es tal o cual cosa o que ella está siendo lo que es.
3. Aristóteles
Por su parte, Aristóteles estima que el "es" sólo posee una
dimensión copulativa. Las expresiones ser o no ser, "en sí mismas, en
efecto, no son nada (...), pero ellas agregan a su propio sentido una cierta
composición que es imposible de concebir independientemente de las cosas
compuestas".
Nuevamente aquí, igual que para Platón, ser significa ser esto o lo otro,
jamás ser en el sentido fuerte o existencial del término, tal como era el
caso de Parménides. El verbo ser se reduce a simple cópula verbal, mero nexo
de unión entre un sujeto y su atributo o predicado. Por ello, siempre que
Aristóteles habla de un tránsito del no ser absoluto al ser, sólo se
refiere al paso del no ser tal o cual cosa, al ser esa cosa. En todos los
casos, se trata siempre de la generación, sea sustancial, sea accidental, que
únicamente afecta al rostro esencial del ente, nunca a su faz existencial.
El no ser aristotélico, por tanto, no indica la nada, sino la ausencia de una
forma, sustancial o accidental, que puede nacer por generación o morir por
corrupción. Como dice Tricot, no hay para Aristóteles ni generación ex
nihilo, ni corrupción ad nihilum. Por ello, no existe en la obra
aristotélica la más mínima alusión a un origen radical de los seres, ni
mucho menos a su creación, aunque, de hecho, no haya habido en ella nada que
se opusiera a la misma, tal como lo señala Jolivet.
4. Filón
Si bien la idea de creación estaba virtualmente contenida en el primer
versículo del Génesis (Bereschit bara Elohim), parece haber sido Filón de
Alejandría el primero en advertirla, tal como lo destaca G. Reale:
"Filón es el primer pensador que introduce en la filosofía la doctrina
de la creación".
El mismo Gilson, por su parte, corrobora tal juicio, otorgándole a Filón la
paternidad de tal idea, aunque durante los primeros años de su magisterio se
la había negado.
Indudablemente, asistimos con Filón a los primeros albores de una idea,
quizás no completamente perfilada en su pensamiento, ya que la acción
creadora de Dios parece confundirse a veces con la acción meramente
configuradora del demiurgo platónico. El texto del Génesis utiliza el verbo
bara, que la versión griega de los Setenta traduce por epoihsen. En tal
sentido, Dios hizo el cielo y la tierra; pero el demiurgo también los hizo,
lo cual no significa que los haya creado, ya que su actividad se reduce a
modelar y configurar una materia preexistente. Por tal motivo, al no existir
en el léxico griego el verbo "crear", Filón tiene que recurrir al
verbo que significa "fundar" y "construir", para expresar
el acto creador. Por ello, y para distinguir la creación, de la mera
formación, Filón escribe: "Dios no sólo ha conducido las cosas a la
luz, sino que ha hecho aquellas cosas que antes no eran; él no es solamente
demiurgo, sino incluso creador.
A partir de este momento, y gracias al contacto con el texto bíblico, la
cuestión del origen del ser, débilmente sospechada, alcanza una relevancia
especialísima. Habiendo desestimado tanto Parménides como Meliso y
Empédocles la posibilidad de un surgimiento radical del universo, por cuanto
nada puede proceder de la nada, la idea de creación introduce una alternativa
frente a la idea rectora y dominante del pensamiento griego, tal como lo ha
subrayado E. Bréhier: "Nada viene de la nada, nada retorna a la nada.
Este principio, martillado en los versos del viejo Lucrecio, ha quedado la
gran idea rectora de todos los pensadores griegos, desde los físicos
presocráticos hasta los últimos platónicos".
Dos cosmovisiones se encuentran ahora enfrentadas. El mundo no ha tenido
principio, ni tendrá fin, o, por el contrario, ha tenido un origen; en otras
palabras, o es eterno o ha sido creado. Pero si el mundo es eterno, su
eternidad no puede ser la misma que la de Dios, dado que el universo visible
está afectado por el tiempo, en tanto que Dios, no. Por ello, aunque el mundo
no haya tenido ni principio, ni fin, no se lo puede calificar de eterno a
juicio de Boecio, porque si bien posee una duración ilimitada, no abarca todo
el pasado y el porvenir en un solo instante. Sólo Dios es eterno, por cuanto
"en su presente reúne la infinidad de los momentos del tiempo que
fluye". En tal sentido, Boecio atribuye la eternidad exclusivamente a
Dios, mientras que al mundo le reserva la perpetuidad.
5. Santo Tomás
Santo Tomás, por su parte, se solidariza plenamente con Boecio, negando la
coeternidad del mundo con Dios, ya que "incluso si el mundo siempre
existió, no sería coeterno con Dios" (Deo coaetemus), pues su duración
no sería totalmente simultánea; lo cual es requerido por el sentido de la
eternidad. Pues la eternidad es, como allí mismo se dice, la posesión
totalmente simultánea y perfecta de una vida interminable. Pero la sucesión
del tiempo resulta causada por el movimiento, como dice el Filósofo. Por lo
cual, lo que está sometido a la mutabilidad, aunque siempre haya existido, no
puede ser eterno; y a causa de esto, Agustín dice que ninguna creatura puede
ser coetema con la invariable esencia de la Trinidad" (De pot., q.3, a.
14).
Según Santo Tomás, no se puede hablar de una creatura coetema con Dios, si
asignamos a la palabra "eternidad" el mismo sentido, cuando la
atribuimos a la creatura y cuando la atribuimos a Dios. Primero, porque la
duración del mundo, de ser eterno, no sería tota simul como la de Dios; y
segundo, porque las cosas están sometidas a una mutabilidad completamente
extraña a la esencia divina. Sin embargo, sabemos ciertamente por la fe, que
el mundo no existió siempre; pero ello no se puede demostrar racionalmente
"por cuanto la novedad del mundo (novitas mundi) no puede recibir una
demostración por parte del mismo mundo" (S. Theol., la., q.46, a.2). Por
lo tanto, que el mundo haya comenzado, y sea una novedad, resulta objeto de
fe, pero no se puede demostrar, ni saber: unde mundum incoepisse est credibile,
non autem demonstrabile vel scibile (S. Theol., la., q.46, a.2).
No obstante, Santo Tomás estima que el mundo podría no haber comenzado, o
sea que podría haber sido creado desde toda la eternidad (ab aetemo). Tal es
lo que trata de mostrar en su penetrante opúsculo De aeternitate mundi, que
entre otras cosas, marca la autonomía del pensamiento filosófico con
respecto a la fe religiosa; y hablamos de la autonomía de la razón, porque
si bien Santo Tomás sabe por su fe que Dios creó el mundo en el tiempo, o si
se quiere, que el mundo y el tiempo comenzaron, considera racionalmente
posible que el mundo y el tiempo no hayan comenzado, con lo cual creación del
mundo y eternidad del mundo no se excluyen entre sí.
Escrito contra los que murmuran que tales ideas sean compatibles, Santo Tomás
estima plausible que podría haber existido algo eterno, siempre y cuando toda
su realidad hubiese sido causada por Dios. En tal caso, el universo carecería
de un principio de duración (principium durationis), es decir, no habría
comenzado. Ello podría repugnar al entendimiento por dos razones. En primer
lugar, porque, de ser así, Dios como causa agente, piensan algunos, tendría
que haber precedido a lo creado en duración. Dicho con otras palabras, como
siempre una causa precede a su efecto, sería menester que Dios antecediese a
la creatura, lo cual no sería posible si el mundo fuese eterno. Sin embargo,
Santo Tomás piensa que un efecto puede ser producido súbita e
instantáneamente por su causa, con lo cual no existe ningún orden de
prelación temporal entre ésta y aquél.
En segundo lugar, dado que el mundo ha sido hecho de la nada, también
repugnaría al entendimiento la idea de su eternidad, porque, en tal caso, su
no ser tendría que haber precedido en duración a su ser. Haber sido hechas
de la nada significa que las cosas no han sido hechas a partir de algo
preexistente, de modo tal que la nada no ha precedido a lo creado, "como
si fuera necesario que la nada fuese antes de lo que fue hecho e
inmediatamente después exista algo". En todo caso, resulta lícito decir
que primero es la nada que el ser, en el sentido de que la creatura,
considerada en sí misma y por sí misma, no es nada, "por lo cual hay
que decir que naturalmente tiene antes la nada que el ser".
No existe, por ende, la menor repugnancia en pensar que "algo ha sido
creado por Dios y que este algo siempre existió". Si hubiese existido
alguna incongruencia al respecto, San Agustín la habría notado, según Santo
Tomás, sobre todo porque habría sido la manera más eficaz para él de negar
la eternidad del mundo.
Sin embargo, a pesar de no haber nunca admitido la eternidad de la creatura,
San Agustín parece no rechazarla, en opinión de Santo Tomás, por haber
citado un argumento usado por los platónicos, según el cual Dios habría
causado desde siempre a la creatura, sin precederla, tal como acontece con un
pie que deja su huella en el polvo. El pie podría haber estado posado en el
polvo desde toda la eternidad causando su huella; del mismo modo, Dios podría
haber creado las cosas desde siempre, en cuyo caso la causa y el efecto
serían concomitantes.
No obstante, algunos opinan que no puede existir una creatura coeterna con
Dios, como sostienen Juan Damasceno, Hugo de San Víctor y el mismo San
Agustín. Pero la explicación última de esta postura, según Santo Tomás,
la brinda Boecio, cuando en su Consolación de la filosofía escribe:
"Una cosa es ser conducido a través de una vida interminable, lo cual
atribuye Platón al mundo, otra cosa distinta es que toda la presencia de una
vida interminable sea igualmente abarcada, lo cual resulta manifiesto que
sólo es propio de la mente divina". En otros términos, mientras la vida
de la creatura está extendida en el tiempo, la vida divina está concentrada
en un punto. La eternidad de la creatura, por lo tanto, afectada por el
cambio, el movimiento y la duración es temporal; por el contrario, la
eternidad de Dios, ajena a ellos, resulta atemporal.
En este sentido preciso, tampoco para Santo Tomás se puede hablar de una
creatura coetema con el creador, porque la eternidad de la creatura no tiene
el mismo carácter que la de Dios. Sin embargo, se puede hablar de una
creatura coetema con Dios, en el sentido de que la creatura, móvil y
temporal, podría haber coexistido desde siempre con su Creador, inmóvil y
atemporal. El tiempo y la eternidad podrían haber coexistido paralelamente,
no obstante la radical heterogeneidad de sus naturalezas respectivas. Dicho de
otro modo, lo que para Santo Tomás resulta congeniable es la eternidad de
Dios y la perennidad temporal del mundo.
Tal postura no desdice, por otro lado, la doctrina de Santo Tomás sobre el
esse, primer efecto de la causa suprema: primus effectus est esse et non est
ante ipsum creatum aliquid (De pot.,q.7, a.2). Dado que crear es dar el esse
(prima rerum creatarum est esse), Dios podría haber conferido el actus
essendi a las cosas desde toda la eternidad, o, por el contrario, ellas
podrían haber comenzado a ser. La creación es una relación de dependencia
por parte de la creatura con respecto al Creador, y esa dependencia pudo haber
sido eterna, aunque sabemos por la Revelación que ha sido temporal: et sic
creatio nihil est aliud realiter quam relatio quaedam ad Deum cum novitate
essendi (De pot., q.3., a.3).
El universo, por tanto, de ser eterno, no habría tenido principio de
duración, pero aun en este caso, habría tenido principio de origen (principium
originis), ya que Dios lo causa y produce. Podría haber carecido de un inicio
temporal, pero nunca de origen, porque él depende totalmente de Dios.
6. Leibniz
Como señala Leibniz al respecto en su opúsculo De rerum originatione
radicali, aunque el mundo sea eterno, debe haber una razón última de su
existencia. En tal sentido, existen cosas más bien que nada, dado que cada
esencia posible tiene la pretensión de existir según el grado de realidad o
perfección que encierra. La existencia, por ende, resulta algo exigido por
aquellas esencias aptas para alcanzar su actualidad. Pero Dios se manifiesta
como la razón última y como la fuente misma tanto de los seres posibles como
de los actuales.
Leibniz habla, en este sentido, del "gran principio", según el cual
"nada se hace sin razón suficiente". "Asentado este principio,
la primera pregunta que tenemos derecho a formular será por qué hay algo
más bien que nada. Pues la nada es más simple y más fácil que algo".
Lo que nos llama la atención en este notable texto, no es tanto la
formulación de lo que se ha llamado "la cuestión fundamental de la
metafísica", sino más bien su referencia: la simplicidad de la nada,
con la cual, por otra parte, debería haber comenzado el texto, ya que más
que una conclusión resulta una premisa. En este sentido, dado que la nada es
más simple y fácil que algo, ¿por qué hay cosas? Dicho de otro modo,
sería más lógico o más comprensible que no hubiese nada en absoluto, ya
que la nada es más simple y fácil que el ser. Sin embargo, hay ser, y éste
resulta, obviamente, mucho más difícil de justificar que la nada.
No obstante, lo más maravilloso que hace un ente es ser. Y el ser que el ente
ejerce lo constituye y establece como tal, ya que si no lo ejerciera no sería
y no habría entonces nada en absoluto. En tal sentido, Leibniz parece
inscribirse en la nómina de aquellos pensadores que lo han detectado, al
interrogar por qué existen las cosas y no más bien la nada, tal como
también lo presume Gilson: "Por haber escrito esa frase, es necesario,
sin duda, que Leibniz se haya sorprendido y admirado, al contacto con el acto
misterioso que llamamos el ser, aquél en virtud del cual uno dice de los
entes que ellos son".
Pero la diversidad de los espíritus es una cosa admirable y para verificarlo
bastará que nos remitamos al filósofo de la duración, para quien el
problema del origen del ser resulta un problema fantasma por cuanto la idea de
nada es, a su juicio, una pseudo-idea.
7. Bergson
Al comienzo de su recordado análisis de esta cuestión en
L"évolution créatrice, Bergson escribe: "La existencia se me
aparece como una conquista sobre la nada. Yo me digo que podría, que debería
incluso no haber nada, y me sorprendo entonces que haya alguna cosa. 0 bien,
me represento toda realidad como extendida sobre la nada como sobre un tapiz:
la nada era en primer lugar y el ser ha venido por añadidura. 0 bien aún, si
siempre ha existido alguna cosa, es necesario que la nada le haya siempre
servido de substrato o de receptáculo y sea, en consecuencia, eternamente
anterior".
Según Bergson, resulta imposible imaginar la nada, pero podríamos tratar de
concebirla, al pensar en un objeto inexistente. Pensemos, en primer lugar, en
un objeto existente. La idea de este objeto no es más que la representación
pura y simple de ese objeto, pues no se puede representar un objeto "sin
atribuirle por eso mismo, una cierta realidad. Entre pensar un objeto y
pensarlo existente, no hay absolutamente ninguna diferencia".
Pero si pensamos el objeto como inexistente le agregamos algo, a saber,
"la idea de una exclusión de este objeto particular por la realidad
actual en general". Representarse un objeto como inexistente implica
conferirle, por lo menos, una existencia puramente ideal, la de un puro
posible; negada la existencia sustancial del objeto, aparece la existencia
atenuada de lo simplemente posible, con lo cual resulta absolutamente
imposible pensar en un objeto inexistente y, con ello, pensar en la nada.
“En otros términos, y por extraño que pueda parecer nuestra aserción, hay
más, y no menos, en la idea de un objeto concebido como "no
existente" que en la idea de este mismo objeto concebido como
"existente", pues la idea del objeto "no existente" es
necesariamente la idea del objeto "existente" con la
representación, además, de una exclusión de este objeto por la realidad
actual tomada en bloque".
Entre pensar un objeto y pensarlo existente no hay para Bergson ninguna
diferencia, siempre y cuando la reducción que él propone de lo realmente
existente a lo pensado, o la identificación del ente actual con su idea sea
genuina. En efecto, no hay ninguna diferencia desde un punto de vista
puramente conceptual; pero si lo real encierra además de su esencia, objeto
de concepto, el ser o la existencia como algo no incluido en la esencia o
distinto de ella, la realidad no se identificaría, ni coincidiría con su
idea o concepto. La realidad no es reductible a mera idea, o, dicho de otro
modo, ella excede el plano lógico, dado que el misterio de la existencia no
es susceptible de ser apresado por un concepto.
Por otra parte, "creemos figurarnos -apunta Bergson- que el ser ha venido
a llenar un vacío y que la nada preexistía lógicamente al ser".
Bastaría, sin embargo, recordar a Parménides y a Meliso, para invalidar tal
aseveración. Ni el ser ha venido a colmar un vacío, ni la nada lo ha
precedido, como también lo asegura Santo Tomás.
Su noción de la nada, por tanto, como un vacío ontológico previo al ser, no
tiene la vigencia que Bergson parece asignarle. Por otra parte, ¿cómo
imaginar o concebir lo que no es, tal como lo propone? ¿Qué otra cosa se
puede decir de la nada, sino que ella no es? Pero aunque la nada no sea ni
pensable, ni imaginable, ella es una idea exigida por el pensamiento cuando
éste se aboca a la cuestión del origen del ser. Por tanto, ella ha jugado un
papel relevante no sólo en las concepciones creacionistas del universo, sino
también en aquellas cosmovisiones que, sin afirmar la creación se asomaron
al problema de un presunto advenimiento del ser.
8. Heidegger
Pero la pregunta fundamental de la metafísica ha sido retomada en
nuestros días por Martin Heidegger, sin brindar, por otra parte, no obstante
la expectativa suscitada, ninguna respuesta satisfactoria al respecto.
En primer lugar, Heidegger estima que un cristiano no puede acceder a la
cuestión planteada, porque de antemano tiene la solución, ya que cree que
Dios creó al principio el cielo y la tierra. Prescindiendo de que esa
proposición sea "verdadera o falsa para la fe", ella no se
relaciona, por lo tanto, con la pregunta fundamental, ni la admite, porque el
creyente queda dispensado por su fe de tal interrogación.
Sin embargo, lo absolutamente importante, a nuestro juicio, consistiría en
saber si tal idea, verdadera para la fe, es también verdadera para la razón,
en cuyo caso la creación explicaría el origen radical del ser, satisfaciendo
la pregunta fundamental. Rechazar la idea de creación, porque ella está
asociada a una determinada Revelación, implica un cierto filosofismo, desde
el momento que el pensamiento, en tal caso, está decidido a no aceptar otras
ideas más que las que él mismo descubre.
Si la idea de creación le brinda al filósofo una respuesta atendible al
problema del ser, sería absurdo despreciarla por el solo hecho de no haber
sido advertida por su reflexión.
Por otra parte, la creación es una verdad de orden natural, a juicio de Santo
Tomás, que la inteligencia humana habría podido conquistar, aunque de hecho
ella la deba a la Revelación. En tal sentido, Dios no sólo ha revelado
verdades de carácter sobrenatural, como su paternidad o la Trinidad, sino
también de índole natural por ser de difícil acceso a la razón, tales como
la creación.
Pero nuestro filósofo está reñido con tal idea; incluso, en uno de los
poquísimos textos sobre el particular, Heidegger atribuye al tomismo una
visión hylemórfica del acto creador. En tal sentido, lo creado es lo
confeccionado, y crear significa, por ende, según Heidegger, fabricar.
Conviene recordar, sin embargo, que para Santo Tomás, Dios no procede como un
artesano, porque el objeto inmediato del acto creador es el esse, el ser mismo
del ente, el cual actualiza a la materia y a la forma, esto es, a la esencia,
resultando a su vez restringido y limitado por ella.
Pero los equívocos de Heidegger abundan. Tal como lo señala en Was ist
Metaphysik?, el pensamiento cristiano considera a la nada como la ausencia
total de realidad, lo cual implicaría, en su opinión, que Dios, al crear,
tendría que haberse vinculado con ella. Sorprende bastante que un metafísico
de su talla piense que Dios pueda relacionarse con la nada, como si ésta
fuese una zona sin ser que coexistiría con Dios.
Antes de la creación, no existían simultáneamente la nada y el ser, como lo
asienta Santo Tomás, sino sólo Dios, el ser mismo puro y subsistente, que
todo lo llenaba y todo lo inundaba; y si El todo lo colmaba antes de su fiat
creador, también lo sigue colmando después, pues Dios está presente en
todas las cosas (adest omnibus) como causa de su ser. Por otra parte,
Parménides, Meliso y Empédocles tuvieron mil veces razón, al negar que el
ente pudiese provenir de la nada. Y Santo Tomás los confirma plenamente,
porque el ente no procede de la nada, sino de Dios como fuente absoluta y
única de todo lo que es. Sólo el Ser puede engendrar el ser. En tal sentido,
la creación tiene el carácter de un acontecimiento constituido por el don
del ser, aunque tal don no presuponga evidentemente un receptor.
A nadie se le puede escapar la resonancia heideggeriana de estas ideas, por lo
menos tal como se pueden apreciar en Zur Sache des Denkens. Sin duda, la
noción de Ereignis ocupa allí un lugar central entendida como el
acontecimiento que trae aparejado el obsequio del ser: "El don (Gabe) del
estar presente es lo peculiar del acontecer". Pero una vez que el suceso
tiene lugar, el ser desaparece como tal, y sólo queda en la superficie el
ente: "Cuando el ser es visualizado como el acontecimiento, desaparece
como ser”.
Estas reflexiones heideggerianas, un poco esotéricas, pueden ser esclarecidas
a la luz de la doctrina tomista de la creación. Indudablemente, la creación
ha constituido un acontecimiento fundamental, ya que gracias a ella ha
comenzado realmente a existir lo que no existía. Pero el esse mismo, lo más
íntimo y profundo del ente, se disimula en el seno de éste. Sólo podemos
percibir el ente, pero el ser mismo en virtud del cual él es o existe, se
sustrae a la captación tanto sensible como conceptual. Si bien el ente indica
"lo que es", el espíritu humano recala espontáneamente en el
"lo que", sin reparar en el "es", o sea en el ser. Y es
natural que así sea, porque el "lo que" señala la esencia del
ente, y ésta constituye el objeto adecuado y connatural del entendimiento
humano. Sin embargo, resulta necesario exceder la esencia, el "lo
que", para divisar el esse como la raíz secreta de todo cuanto existe.
Expresado ahora en términos heideggerianos, "el ser es, con respecto al
ente, aquello que muestra, que hace visible, sin mostrarse a sí rnismo”.
También el esse toniista hace visible al ente, por cuanto lo hace existir; y
también él, igual que el Sein heideggeriano, no se muestra a sí mismo, ya
que se entraña íntimamente en el seno del ente como el fundamento invisible
de la realidad visible. Este parentesco entra la idea tomista de creación y
la noción heideggeriana de Ereignis, que ha acudido espontáneamente a
nuestro espíritu, también ha sido advertida por J. Lotz en un texto que nos
complace citar: "Reencontramos aquí una vecindad profunda entre
Heidegger y Santo Tomás, en cuanto que el evento original de aquél y la
creación de éste, indican simplemente la comunicación del ser”.
Efectivamente, creatio y Ereignis designan el acontecimiento del ser, o, si se
quiere, ambos han tenido como objeto la dádiva del ser, obsequio admirable
que nos permite contemplar el fantástico espectáculo de los entes y cuyo
misterio siempre estimulará la reflexión del espíritu humano.
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Algunas obras citadas por el autor:
S.W. HAWKING, Historia del tiempo, Grijalbo, Buenos Aires 1988, p. 26.
G.W. LEIBNIZ, Escritos filosóficos, Charcas, Buenos Aires 1982, p. 601.
E. GILSON, Constantes philosophiques de l"étre, Vrin, Paris 1983, p.
147.
H. BERGsoN, L"évolution créatrice, P.U.F., Paris 1948, p. 276.
H. BERGSON, La pensée et le mouvant, P.U.F., Paris 1950, p. 65.
M. HEIDEGGER, Introducción a la metafísica, Nova, Buenos Aires 1956, p. 43.
M. HEIDEGGER, Zur Sache des Denkens, Max Niemeyer, Tubingen 1969, p. 22.
J.B. LOTZ, Il valore religioso nella filosofía dell"essere di M.
Heidegger, «Sapienza», 3 (1978),
Gentileza
de http://www.arvo.net/
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