Ente y propiedades del ente

Antonio Millán Puelles


LA voz «ente» deriva del término latino ens, que, como el vocablo griego ón, significa simplemente lo que es, lo que tiene ser. Ahora bien, la palabra «ser» puede, a su vez, tomarse en dos sentidos. En efecto, unas veces la utilizamos para atribuir a alguna cosa un cierto modo o manera de consistir, que se da en ella; y así, pongamos por caso, aplicamos a Roma la índole de ciudad, empleando para esto el verbo «ser» en su tiempo presente («Roma es una ciudad»). Pero, otras veces, en cambio, nos valemos del verbo «ser» para expresar el hecho de la existencia, el existir, tal como ocurre, por ejemplo, al afirmar que «quien piensa tiene, sin duda, ser» (en el sentido de que, evidentemente, está existiendo). Incluso cabe que no conozcamos bien qué es una cosa, por no saber con exactitud en qué consiste y, sin embargo, estemos seguros de que es, en la acepción de que existe. Y, a la inversa, cabe que sepamos bien qué es una cosa, sin que estemos seguros de su ser en tanto que no tenemos la certeza de que realmente exista.

Así, pues, la palabra «ser» puede funcionar como sinónimo de la voz «consistir» (en esto, o en aquello, o en lo de más allá) y también puede resultar equivalente al vocablo «existir». ¿En cuál de estos dos sentidos se la toma cuando se dice que ente quiere decir lo que es, lo que tiene ser?

Supongamos que se la usa en la acepción de existir. En ese caso, la palabra «ente» significa «existente». Sin embargo, si nos fijamos bien en este término, comprobaremos con facilidad que el existir no se presenta en él como algo aislado. «Existente» no significa «existir», sino algo que existe, algo que tiene existencia, y ese algo ha de tener también un consistir, pues no cabe que exista lo que en nada consiste o lo que consiste en la nada. Por tanto, hay que tener alguna esencia, algún modo de consistir, para estar dotado de existencia. En el caso de Dios, que es cabalmente lo más opuesto a la nada, el consistir y el existir se identifican (véase «Atributos divinos entitativos»). Pero ello no ha de entenderse en el sentido de que Dios sea algo así como un puro vacío de esencia, sino, al contrario, como una esencia infinita a la que nada le falta.

La índole propia de Dios, la que hay que atribuirle en exclusiva, debe considerarse como esencia en la más plena acepción de esta palabra. Cualquier otra esencia, en cambio, sólo puede tomarse en calidad de limitada o finita. No toda esencia tiene necesariamente alguna falta, pero la esencia de lo limitado ha de tenerla. Así, por ejemplo, en la índole o modo de ser de una naranja no se contiene lo peculiar de la esencia o índole de un hombre, ni en la de lo finito o limitado se contiene lo peculiar de la de Dios; pero ello se debe a que todo lo finito o limitado ha de adolecer de algún defecto, no a que toda esencia sea una falta o la lleve consigo. Las faltas no son esencias, sino negaciones de esencias, ni las esencias son faltas, pues si lo fuesen, toda forma de ser equivaldría a una forma de no-ser, lo cual sólo tendría una explicación: la de que el ser y el no-ser fuesen realmente lo mismo.

Pero volvamos al concepto del ente, manteniendo el supuesto de que la palabra «ser» esté tomada como equivalente de «existir». Sobre esta base, y como ya se dijo, «ente» equivale a «existente», pero no, en cambio, a existencia. La existencia no existe, ni tampoco puede existir, por la bien clara razón de que no es una esencia. Aunque en el caso de Dios la existencia y la esencia se identifican realmente, ello no quiere decir que la existencia divina exista de una manera necesaria. Lo que de un modo necesario existe es Dios mismo, no su existir. Y el tener que afirmar que la esencia divina existe de una manera absolutamente necesaria no impide la distinción conceptual entre esta esencia y su absolutamente necesaria existencia. Esa distinción conceptual es compatible con la identidad real de la existencia y la esencia de Dios, de un modo análogo a como la distinción entre el lucero de la mañana y el de la tarde es perfectamente compatible con la identidad real de «ambos» luceros porque efectivamente no son dos, sino uno y el mismo. Por fundado que esté nuestro juicio de que un solo lucero es tanto el de la mañana como el de la tarde, nuestros conceptos del lucero matutino y del lucero vespertino son irreductiblemente diferentes. Cada uno de ellos se refiere a un aspecto distinto de algo uno y lo mismo.

Salvo en el caso de Dios, la distinción entre la esencia y la existencia no es conceptual únicamente, sino también real. Ello se explica en virtud de que todo lo limitado tiene un modo de ser –una esencia– cuya existencia no es absolutamente necesaria. Claro que si algo limitado está en efecto existiendo, es absolutamente necesario el afirmar su existencia, pero no el afirmar que ella misma es absolutamente necesaria. Esto último equivaldría a sostener que algo limitado está existiendo con una completa independencia respecto, incluso, de Dios. En suma: la tesis según la cual en todo lo limitado la esencia y el existir se distinguen realmente, tiene su fundamento en la distinción, también real, entre Dios y cualquiera de las demás realidades. Para que la esencia y la existencia se identifiquen realmente, es necesario, de una manera absoluta, que sean la esencia y la existencia propias del Ser Absolutamente Necesario.

El concepto del ente es, en principio, el de la estructura bipolar de la esencia y de la existencia. Esta estructura es meramente lógica –no real, no ontológica– en el único caso de la realidad simplicísima de Dios; en todos los demás casos, es también una estructura ontológica. En ella cabe acentuar o destacar, como hemos hecho hasta aquí, el polo de la existencia, pero sin aislarlo enteramente. No podemos por menos de concebir la existencia como existencia de una cierta esencia, aunque en el caso de Dios el valor de ese «de» no sea más que conceptual. Pero, a la inversa, también si se destaca o acentúa el otro polo estructural del ente, no por ello lo aislamos por completo. Concebimos la esencia como esencia de un ente, de un existente en acto o en potencia. No cabe ninguna esencia, ningún modo de ser, que lo sea de un ente absolutamente imposible. Tal esencia sería la de la nada, es decir, no sería esencia alguna. Y aunque una esencia puede ser concebida sin incluirla en un ente que la esté poseyendo, lo que entonces ocurre es que la concebimos como una entidad completa: la tratamos «como si fuera» una esencia existente, no por juzgar que lo sea, sino por concebirla de ese modo.

De ello resulta que, aunque el concepto del ente nos muestra una estructura bipolar, es, sin embargo, el más simple de todos nuestros conceptos. Sólo de un modo aparente son más simples que él las nociones de esencia y existencia, porque, como ya se ha señalado, lo más que cabe es destacar o acentuar una de ellas, sin que la otra deje de estar connotada. De ahí la clásica distinción entre el ente tomado como nombre y el ente usado como participio. En cuanto nombre, denota el ente la esencia, connotando, no obstante, la existencia (efectiva o posible). Y, en tanto que participio, denota, en cambio, la efectiva existencia, pero sin dejar de connotar la esencia. Se trata de algo comparable a lo que ocurre con la palabra «estudiante» –es el ejemplo que se suele poner–. Como nombre se aplica a alguien a quien compete estudiar, aunque no esté estudiando, mientras que como participio se la usa para destacar o subrayar el efectivo acto del estudio, aunque sin dejar de connotar en él un sujeto que lo realiza. Lo mismo puede ocurrir, por poner otro ejemplo, con la voz «cognoscente». No siempre el cognoscente está ejerciendo el acto de conocer, pero no cabría llamarle de ese modo si estuviese privado de la respectiva aptitud. De un modo similar, se llama ente, tomando esta palabra como nombre, a lo que tiene aptitud para existir, aunque de hecho no exista, mientras que, usado como participio, ente denota sólo lo que existe, y justo en tanto que existe. En ambos casos se da la estructura de la esencia y de la existencia: algo que puede existir y el existir de ese algo.

Por el contrario, un absoluto imposible no tiene ninguna esencia ni ninguna existencia (ni siquiera de un modo potencial). En virtud de ello, y hablando con propiedad, no se le llama ente. De un modo impropio, cabe llamarlo así, pero entonces se trata sólo de un puro y simple «ente de razón» o mera ficción mental, no de un ente efectivo, por más que lo podamos concebir –no juzgar con verdad– como si lo fuera. Y de algún modo, sin duda, hemos de pensarlo, ya que lo distinguimos del auténtico ente. Lo concebimos «como si lo fuera» (ad instar entis). De lo contrario, no podríamos juzgar que no lo es (para juzgar hay que pensar lo juzgado).

En el ente real –o sea, en el que puede, con propiedad, llamarse ente–, la esencia es a la existencia como la potencia al acto, salvo en el caso de Dios, que es Acto Puro, aunque también los dos polos se distinguen en Él, como ya se advirtió, según nuestra manera de pensarlos. La esencia es lo actualizado –o, al menos, lo actualizable– por la existencia, y ésta es, a su vez, el acto correspondiente. Un mero ente posible es aquel cuya esencia no está existencialmente actualizada. Se halla sólo en potencia de existir y en esta situación únicamente se da como objeto de pensamiento. Y, si llega a existir, resulta, por ello mismo, actualizado, pero sin dejar de ser, en cierta manera, potencial, ya que no es puramente su existir y, por tanto, ha de tener también otro componente, a saber: la potencia de existir, sino que actualizada. Esa potencia es, pues, la esencia, con relación a la cual la existencia se comporta como acto. La expresión actus essendi, acto de ser, puede significar la existencia no como aislada, sino como actualizante de la esencia. Dicho con otros términos: el ser, simplemente en cuanto existencia, es sólo acto, pero, en cuanto existencia de una esencia, connota la potencialidad propia de ésta, sin confundirse con ella en modo alguno.

La manera en que el ser, como existencia, se comporta respecto de la esencia es también comparable con el modo en el que la forma se comporta respecto de la materia. Así, Tomás de Aquino sostiene que el ser es considerado como algo formal (ipsum esse consideratur ut formale, Sum. Theol., 1, q. IV, a. 1, ad 3), de donde resulta que la esencia debe considerarse como lo material en el sentido de lo actualizado por la forma (no en la acepción de que consista en un cuerpo, o en la materia de él, cosa que sólo ocurre cuando se trata de entes materiales). Ahora bien, aunque el ser, en cuanto existir, se comporta respecto de la esencia como la forma respecto de la materia, ello no significa que sea forma. El propio Tomás de Aquino lo dice de una manera bien explícita: «el mismo ser es la actualidad de todas las cosas, y también de las mismas formas» (ipsum esse est actualitas omnium rerum, et etiam ipsarum formarum; ibíd.).

Como ya se observó, a pesar de tener una estructura (al menos, lógica), el concepto del ente es el más simple de todos nuestros conceptos. Por ello mismo, es también el más universal. De ahí la absoluta imposibilidad de definirlo. En tanto que es el más simple, está presente sin excepción alguna en los demás, y es cosa bien conocida que lo definido no ha de entrar en la definición. Y, por ser el más universal, no cabe encuadrarlo en otro que fuese respecto de él como el género respecto de la especie, según el modo en el que, por ejemplo, definimos al hombre enmarcándolo en el género «animal» y delimitándolo, a su vez, dentro de éste, en virtud de la diferencia específica expresada con la voz «racional». En suma: cualquier concepto que se utilizara para definir el del ente estaría ya suponiéndolo, tanto según su extensión (es decir, por lo que atañe al conjunto de todo aquello a lo que cabe aplicarlo) cuanto también según su comprehensión (o sea, por lo que concierne a las notas que integran su contenido).

Ello no obstante, cabe una cierta descripción del ente. No es lo mismo inscribir que describir. Inscribir el ente en un concepto que le sirva de marco es imposible, por las razones ya expuestas. Pero, en cambio, es viable el describirlo, y algo de ello se ha hecho en las consideraciones anteriores, precisamente al examinar la estructura de la noción de entidad. Mostrarla como integrada por la esencia y por la existencia es ya, evidentemente, un cierto análisis y, en consecuencia, también una descripción. En el caso del ente no es posible ese otro modo o forma de describir que se efectúa conjuntando varias notas eventuales, o accidentes, que, por no tener más que ese valor, no expresan nada radical en lo descrito, pero que, por el hecho de que sólo en él se congregan, sirven así para diferenciarlo de cualquier otra cosa. Tal es, por ejemplo, el caso de la descripción que del hombre se hace con la fórmula que lo caracteriza como «animal bípedo e implume» (si bien es cierto que la nota de animal sobrepasa el nivel del accidente). En el caso que nos ocupa no cabe hacer una descripción de este tipo, ya que todas las notas que con esa finalidad se utilizaran estarían implicando el concepto del ente, y porque, al describirlo en general, no puede emplearse nada que convenga tan sólo a algún ejemplar de él.

Por otra parte, hay también descripciones imaginarias o imaginativas del concepto del ente. Podemos representarlo, en cierto modo, como una especie de isla en el mar de la nada, de forma que cada ente resultaría, así, pensado como una excepción hecha al no-ser. Sin duda, la fantasía puede «colaborar», a su manera, en nuestro modo de concebir los entes en cuanto entes, y ello tiene, además, en su favor la mayor intensidad con que los objetos se nos muestran al contraponerlos entre sí (por ejemplo, lo blanco sobre fondo negro, lo negro sobre fondo blanco). Pero una vez más hay que advertir el peligro que encierra el dejarse llevar de la imaginación. Cierto que todo ente contradice a la nada, mas ningún ente tiene necesidad de ella en modo alguno. Una cosa es que concibamos cada ente como contradictorio de la nada, y otra que la nada sea indispensable para el ser de los entes, tal y como es preciso para el ser de las islas el del mar. La tensión «conceptual» que se establece al concebir el ser como opuesto al no-ser no es ninguna tensión «real» en ningún ente, y el llamarla tensión no sobrepasa los límites de una simple metáfora, si con ese término se entiende un conflicto o choque de energías. Pues si la nada fuese una energía, o de alguna forma la tuviera, ya no «sería» la nada, sino ese mismo poder, o aquello que lo tuviese.

El filosema de Heidegger, «todo ente proviene, en tanto que ente, de la nada» (omne ens, qua ens, ex nihilo fit, no es admisible en su sentido literal, porque la nada, en su más radical significado, no tiene capacidad para existir ni, por tanto, para funcionar como un origen del que algo realmente venga y del cual esté hecho. Ni tampoco se puede interpretar esa frase de Heidegger como si con ella en definitiva se dijese lo que afirma Aristóteles al hablar de la privación como principio del cambio (Phys., 1, 7, 190 b 11). La privación o carencia de algún modo de ser es necesaria para toda transformación, porque el sujeto de ésta no cambiaría en modo alguno si no adquiriese ninguna novedad, es decir, algo que antes del cambio no tuviera; pero la falta o la privación de algún modo de ser presupone algún ser, ya que tan sólo se da en algo existente, no en el no-ser absoluto o pura nada. Así, por ejemplo, la ignorancia se da en el ignorante y, aunque éste adolece de ese defecto o falta, no se reduce a un absoluto no-ser. Y la enfermedad no se da suelta o aislada, sino precisamente en el enfermo, de tal modo y manera que sin éste no puede haber ninguna enfermedad; mas tampoco es posible enfermo alguno que no posea ningún ser, ni a su vez la curación sería posible si el sujeto de ella no existiese con ciertas determinaciones positivas. Y, por último, el cambio no es el único modo en que puede surgir un ente, ni lo creado proviene de la nada en el sentido de que la nada se comporte como una cierta materia de la que Dios se sirva para implantar un ente en la realidad (véase «Creación»).

Queda todavía, sin embargo, otra posible descripción del ente: la que consiste en analizar sus propiedades. En la terminología filosófica se da el nombre de «propiedades del ente» a las características o notas que convienen al ente en general, o sea, a todos los entes, pero que no aparecen de una manera explícita en el concepto de lo común a todos ellos. En realidad, esos atributos o notas son idénticos al sujeto que los posee y, en consecuencia, también idénticos entre sí. Su manera de distinguirse unos de otros, y todos ellos del ente, es sólo conceptual, no real, como corresponde a los diversos aspectos de algo uno y lo mismo. Por no estar explícitos en el concepto de lo común a todo ente, derivándose de él, se les denomina «propiedades», de una manera análoga a como se llama propiedad de la circunferencia a la igualdad de ésta con el producto simbolizado en 2pr y que no se da, de un modo explícito, en el concepto de las figuras de esta clase, aunque se infiere de esa misma noción.

¿Cuáles son esas propiedades que no dejan de darse en ningún ente, a pesar de no estar explícitas en la noción de lo común a todos ellos? Todo ente puede ser considerado sin ponerlo en relación con ningún otro –de una manera aislada o absoluta–-, o bien de un modo relativo o comparativo. Considerado de una manera absoluta, todo ente se nos presenta positivamente como cosa y negativamente como uno. El concepto de cosa o realidad es por completo idéntico al de ente. Lo concebido de una manera explícita en aquél es exactamente lo mismo que lo que en éste de un modo explícito se concibe. No hay que hacer ninguna deducción para que un ente aparezca como realidad o como cosa. Así, pues, el concepto de cosa o de realidad no es ninguna de esas propiedades por las que nos habíamos preguntado. Por supuesto, el sentido en que aquí se toma la voz «cosa» es el más amplio de los que ésta tiene en el lenguaje común, donde no siempre se hace la distinción entre cosa y persona. Ese concepto de cosa o de realidad (en latín, res), que puede aplicarse a todo, es positivo, tanto como el de ente, por no implicar ninguna negación. «Cosa» es lo que tiene (en potencia, o en acto) ser (= realidad), no lo carente de ello, y de ahí que sólo se aplique este concepto a los entes reales. Los puros y simples entes de razón no son cosas, sino más bien «cuasi-cosas» o, como quien dice, «quisicosas».

¿De qué manera puede todo ente, en sí mismo considerado, mostrar una faceta negativa? Ningún ente es negativo de sí mismo, pero lo sería, sin duda alguna, si se encontrase dividido en sí, en su propio ser, o, dicho de otra manera, si careciese de toda intrínseca unidad. La unidad es, en cada ente, la negación de la división de su ser. Todo ente, en sí mismo, es uno. Su intrínseca división le convertiría en un imposible. Por ejemplo, un hierro que sea madera no es un ente ni puede serlo, como tampoco lo es, ni lo puede ser, un león que consistiese en una encina, etc. En consecuencia, la unidad, en tanto que negación de la división intrínseca del ser, es una propiedad de todo ente, un atributo del que ningún ente puede estar desprovisto, aunque esto no lo captemos de una manera explícita en el concepto del ente.

Pasemos ahora a la consideración relativa o comparativa que de toda cosa cabe hacer. Aun en el caso de que no hubiera más que una, esa cosa sería distinta de la nada, es decir, sería algo. La voz «algo» designa lo que no es la nada (non nihil). Lo que así queda expresado es también una propiedad de todo ente, ya que ninguno, por muy escasa que pueda ser su entidad, se encuentra en la situación de no ser algo, y porque el ser distinto de la nada se deduce de la positividad de todo ente. Hay también otros dos sentidos de la palabra «algo»: el de esencia o «quiddidad» (aliqua quidditas) y el de «distinto de cualquier otro ente». En el primero de estos dos sentidos, el atributo «algo» está ya explícito en el concepto del ente, por ser la esencia que en este concepto se enlaza con la existencia. Y el «ser distinto de los demás entes» se deduce de la «unidad», por lo cual es más bien una propiedad de una de las propiedades mencionadas.

Aunque cada uno de los entes se distingue de los demás, puede existir alguno que convenga con todos, no sólo por ser un ente, sino por su aptitud para entenderlos y para quererlos. Todo ente dotado de entendimiento y voluntad se halla abierto, en principio, a los demás entes. Lo que es cualquiera de ellos puede también, como objeto de intelección y volición, darse a su modo en él. Para esto es indispensable que ellos mismos se presten a ser entendidos y queridos, es decir, hace falta que ningún ente sea de tal índole que resulte contradictorio todo entenderlo y quererlo. Mas ningún ente puede estar en ese caso. Lo que puede ocurrir es que alguno supere la capacidad intelectiva de un determinado entendimiento y que, por tanto, no pueda tampoco ser querido por el sujeto de éste. Pero lo que rebasa la capacidad intelectiva de un determinado entendimiento no es superior a éste por una falta de ser, sino por tener más ser que él. Ahora bien, puede existir otro tipo de entendimiento que lo conozca de una manera cabal. Más aún: ese tipo de entendimiento ha de existir, porque, de lo contrario, habría algún ente que de un modo infinito desbordaría toda capacidad de intelección, lo cual es contradictorio, ya que ese ente habría de ser infinito y, por tanto, no podría carecer de la capacidad de conocerse de una manera absoluta.

En consecuencia, todo ente es inteligible (al menos, por el Supremo Entendimiento). Lo único que no admite intelección «es» la nada (si bien cabe entender que no es posible entenderla). Y todo ente es también apetecible por lo que tiene de ente, no por lo que le falta. Sólo la nada carece, en sentido absoluto, de razón suficiente para poder ser querida, porque en ella no hay realmente nada que querer. (Querer la nada no es ningún querer. Siempre se quiere algo, aunque tal vez ese algo no sea «nada» de lo que anteriormente se quería.) Pues bien, a todo ente, en calidad de inteligible, se le denomina verdadero y, en tanto que apetecible, bueno. También la verdad y la bondad, tomadas en esta forma irrestrictamente universal, son propiedades que se dan en todo ente, atributos no explícitos en la noción común a todas las realidades, pero que se deducen de esa misma noción.

Examinemos algunos puntos esenciales en el análisis de las ideas de lo uno, lo verdadero y lo bueno. (El concepto de algo, como propiedad de todo ente, no plantea otros problemas que los que surgen de hacer de su contrapelo –la noción de la nada– un concepto ficticiamente positivo. Para los efectos que aquí importan, es suficiente esta sumaria indicación.)

a) Salvo en el caso de Dios, la unidad no se opone a una cierta composición o estructura real. En el Máximo Ente, la unidad ha de ser máxima también, excluyendo, de esta manera, todo tipo de partes. Tal unidad es, en suma, absoluta simplicidad. De ahí que se haya de distinguir entre la «unidad de simplicidad» y la «unidad de composición». También ésta es realmente una verdadera unidad si los elementos que implica componen un individuo. La palabra «individuo» quiere decir, antes que nada, indiviso, no dividido en sí; mas como quiera que no es imposible que haya varios, y la experiencia certifica que los hay, cada ser individual ha de estar, en alguna forma, dividido de los otros seres individuales (indivisum in sé, et divisum a quolibet alio).

La diferencia entre ser uno y ser único resulta enteramente imprescindible para entender la unidad de composición que se da en cada ser individual que no es Dios, sin confundirla con la cuasi-unidad que varios de ellos pueden constituir. El todo constituido por varios seres individuales no es, propiamente, uno, vale decir, no es, en rigor, un ser, sino varios seres. Cierto que ninguno de estos seres es el único ser, pero el conjunto que entre varios forman no está, a su vez, en el caso de carecer de intrínseca división, sino que está dividido en los seres individuales que lo integran. Y aunque cada uno de estos seres –si tiene una naturaleza material– puede llegar a descomponerse, a dividirse, ello no significa sino que su descomposición o división les hace dejar de ser como individuos. Mientras son individuales, su ruptura se da tan sólo en potencia, no en acto, y cuando su ruptura se da en acto, ya no son individuales. En cambio, el todo o conjunto integrado por ellos tiene ya en acto la división que necesariamente se da en él por constar de individuos.

Como ya se observó, puede ocurrir que varios seres individuales necesiten los unos de los otros. Tal es, evidentemente, el caso en el que se encuentran los individuos humanos. Todo hombre es, por naturaleza, un ser social –tiende, naturalmente, a convivir–, sin ser una mera parte de la sociedad en la que existe (véase «Sociedad»). La convivencia implica, por lo menos, dos individuos reales. De lo contrario, no es, en realidad, un con-vivir, sino el vivir de un individuo solo, el cual consistiría en la sociedad. Pero, en tal caso, habría que considerar ilusoria la conciencia que cada hombre tiene de su propio ser como individuo. ¿Por qué no hacer otro tanto con la conciencia, que también cada hombre tiene, de formar parte de la sociedad? Y a esto debe añadirse que cada una de las partes integrantes de un individuo humano se encontraría, en relación a éste, en la misma situación en que él se halla respecto a la sociedad. ¿Por qué esas partes no tienen conciencia de sí mismas como individuos y, en cambio, cada hombre se da cuenta de que él mismo es un ser individual?

b) Todo ente es inteligible y, por ello mismo, verdadero –capaz de fundamentar una verdadera intelección de la índole que él posee–. El término «verdadero» se toma aquí en una acepción distinta de aquella en la que se dicen verdaderos los actos intelectivos que captan la realidad. Lo que se quiere expresar al llamar verdadero a todo ente consiste en que cada uno de los entes tiene toda la aptitud que le hace falta para ser el objeto de una intelección verdadera. No cabe duda de que algunos entes se prestan, en cierta forma, a que un entendimiento limitado y materialmente condicionado, como lo es el del hombre (véase «Entendimiento»), los tome por otros entes, o sea, por lo que no son. Una moneda falsa, por su parecido con la auténtica, da ocasión a que se la juzgue erróneamente, pasando, de esta manera, inadvertida en su auténtico ser. También ella es verdadera en su índole propia, no en la que nos «parece» que es la suya. Incluso su mismo parecerse a la moneda auténtica es, en efecto, una semejanza real, una verdadera semejanza. Ello no obstante, la semejanza no es la identidad, y el error que cabe cometer consiste precisamente en confundir lo uno con lo otro en algún caso concreto, aunque de un modo abstracto o general nadie hace ese quid pro quo.

Para que pueda darse la intelección verdadera, hace falta que el ente al que se refiere tenga en sí un modo de ser que también pueda estar presente, como objeto, en el sujeto de la intelección. En consecuencia, todo ente es inteligible porque su modo de ser está dotado de la aptitud precisa para que algún ente inteligente lo posea también, no como parte suya, sino como algo que le está siendo presente. La presencia de lo entendido es doble: por una parte, se da en alguna cosa que puede no entender nada, y, por otra, se da, aunque de otro modo, en el sujeto de la intelección. Y también puede darse el caso de que en realidad sean uno solo el sujeto que entiende y lo entendido por él. Ese caso se da, hasta cierto punto, en el hombre, y de un modo absoluto en Dios.

c) Todo ente posee una cierta aptitud para ser el objeto (no el sujeto) de un acto de voluntad. Para poder ser querido no es necesario tener una bondad o perfección absoluta, de la misma manera en que para ser no hace falta tener una absoluta entidad, es decir, no hace falta ser Dios. De ello resulta que en cada uno de los entes hay una cierta bondad, no en el sentido ético de esta palabra, sino en su acepción ontológica. La bondad ontológica es la aptitud que todo ente posee, ni más ni menos que por lo que él mismo es, para poder ser querido. Esa aptitud, por tanto, se identifica realmente con el ser en el que se da, de modo que si ese ser es limitado, también su bondad es limitada; pero no cabe quererlo por lo que en él haya de no-ser, sino por lo que de ser haya en él mismo. Se le puede querer con sus limitaciones, pero no en virtud de ellas o por ellas.

La bondad ontológica y el ser coinciden radicalmente. De ahí que el mal consista siempre en un defecto, en una cierta privación de ser.

Por tanto, el mal ontológico absoluto es absolutamente imposible, como la nada absoluta. Sólo cabe el mal ontológico de índole relativa, por la misma razón por la que el no-ser es posible tan sólo en tanto que relativo. De todo lo cual se infiere que los «valores» (tanto los deseables o de índole positiva, cuanto los no deseables o dis-valores) no se dan en un plano diferente del que es propio del ser. Ese plano sería el de la nada, es decir, ningún plano. Todo valor positivo es tenido por algún ente (o por un ente en potencia, o por un ente en acto), y todo valor negativo o disvalor se da también en algún ente actual o en algún ente en potencia. La distinción de los planos del «valer» y del «ser», tal como ha sido propuesta por la «axiología» o teoría de los valores, no puede en modo alguno mantenerse a la luz de un examen ontológico rigurosamente efectuado. Cierto que cabe ser, sin tener, sin embargo, un determinado valor, pero no cabe que un ser no tenga ningún valor, ni que un valor sea una nada. Incluso los disvalores son no-seres en un sentido únicamente relativo.

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