IDEA DE LA METAFÍSICA

Por J U L I Á N   M A R Í A S

 

 

Segunda edición

Primera edición:   marzo de   1954. Segunda edición:   julio  de   1956.

 

 

ESTE breve libro, que apenas es un libro, pretende dar al lector una idea de la metafísica. Para ello, tiene que hacerse cuestión de su mismo nombre, de su origen y de ciertas vicisitudes que le han acontecido; pero no se trata de su historia, sino de la presentación real de una realidad, la metafísica, que es ella misma histórica.

 

Por otra parte, en las páginas que siguen se llega a considerables innovaciones, no sólo respecto a lo que se suele entender por metafísica, sino también a las publicaciones anteriores de su autor. Pero conviene agregar que esta nueva idea de la metafísica es, en cierto sentido, tradicional: en el de que responde rigurosamente a lo que ha sido, desde su origen, la pretensión de la metafísica.

 

La novedad de algunas ideas y la concisión de este libro han obligado a extremar en él la exigencia de claridad. Pero no es posible dispensar, en tan breves páginas, de tomar en cuenta todo lo que en ellas se dice. Su comprensión, que creo fácil, reclama sólo una lectura atenta y alerta.

 

J. M.

 

Madrid, 20 de diciembre de 1953.
 


 

SUMARIO

 

I EL NOMBRE Y LA REALIDAD


II EL ORIGEN DE LA METAFÍSICA

 

III LA METAFÍSICA CLÁSICA
 

IV METAFÍSICA Y ANTIMETAFÍSICA
 

V LA "VUELTA A LA METAFÍSICA"
 

VI METAFÍSICA Y ONTOLOGÍA
 

VII METAFÍSICA COMO CIENCIA DE LA REALIDAD RADICAL
 

VIII LA TEORÍA DE LA VIDA HUMANA
 

IX EL MÉTODO DE LA METAFÍSICA
 

X VIDA Y RAZÓN
 

BIBLIOGRAFÍA

 



 

 

I  EL NOMBRE Y LA REALIDAD

 

Es bien sabida la extraña historia de uno de los nombres más ilustres de las lenguas modernas: metafísica. Al ordenar Andrónico de Rodas, en el siglo I a. de C., los escritos de Aristóteles, encuentra algunos libros cuya denominación resulta problemática; también su colocación dentro de la obra aristotélica. Al final decide ponerlos "después de los libros de física"; esta expresión, que no es un título, sino la ausencia de un título, no significa nada filosófico, no es ni siquiera un nombre; y, sin embargo, se va a convertir en la denominación dos veces milenaria de la disciplina filosófica más importante, identificada muchas veces con la filosofía sin más. ¿Cómo es esto posible? Y, sobre todo, ¿qué significa? Τà metà ta physiká (ta\ meta\ fusika/ ), "los (libros) después de los físicos". Lo primero que hay que decir es que eso no es una palabra, sino cuatro. En manos de Andrónico de Rodas o de su contemporáneo Nicolás de Damasco, los libros más importantes de Aristóteles no quedan denominados, sino sólo designados, señalados: los que están detrás de los que tratan de física. Para que llegara a existir un día el nombre metafísica, fue menester, por lo pronto, que con esas cuatro palabras se hiciera una, mediante supresión de los artículos y fusión de la preposición con el nombre. Pero hay que agregar que esta unificación no acontece en griego, sino en latín (secundariamente en árabe, y así en Averroes). Sin embargo, esto que acabo de decir resulta problemático y sólo a medias verdadero; porque la voz metaphysica ¿es latina? En modo alguno: sólo es una transcripción, alterada en forma nominal y sin traducir, de la expresión griega tà metà tà physiká. Así aparece en la Edad Media esporádicamente; de manera frecuente al in­corporarse a la escolástica —musulmana y cristiana— el corpus aristotélico, en los siglos XII y XIII.

 

Esto es precisamente lo interesante: que lo que hace fortuna de modo tan excepcional no es el nombre griego efectivo de la ciencia, ni una palabra significativa, ni una traducción, sino un vocablo arbitrario, que apenas quiere decir nada y de origen azaroso. Dicho en otros términos, que no se trata de un concepto, sino de una expresión poética; con más rigor, retórica y poética. Me explicaré.

 

Metafísico es un adjetivo, metaphysicus; la forma metaphyska es por lo pronto un plural neutro de ese adjetivo: los (libros) metafísicos; sólo tardíamente se forma el sustantivo femenino, por un proceso análogo al de otros nombres. Pero lo decisivo es que metafísico no quiere decir nada en latín (y nada interesante en griego); es una palabra recibida de otra lengua, acuñada, que no funciona primariamente como una significación, sino como un signo extraño y en cierto modo arcano; por eso digo que tiene una función retórica. Pero además ofrece una vertiente poética; porque a la palabra metafísica se le inyecta desde luego un vago sentido que en griego nunca tuvo ni pudo tener: lo que está más allá de la física; o bien, lo que se refiere a lo que está más allá de lo natural. La fortuna de la palabra metaphysika se debe a que no se la vive como una prosaica postphysica, sino como una reverberante, incitante, misteriosa transphysica; así, literalmente, en Santo Tomás, y a través de él en toda la tradición medieval y moderna.

 

Este nombre, una vez insuflada esta vaga significación, adquiere una vida singular; tiene una doble virtud: promete y no compromete. Creo que esta esencial vaguedad del nombre metafísica ha sido la razón de su larga fortuna y un carácter que importa cuidadosamente salvar y conservar; y que, por cierto, comparte con el nombre filosofía.

 

Si ahora nos preguntásemos qué es la metafísica, la respuesta podría seguir dos caminos bien distintos. El primero consistiría en un examen de las definiciones que de ella se han dado, bien para elegir una y tomarla como verdadera, para extraer una noción común a todas o, por último, para mostrar su sucesión y variación. Pero esto nos daría, más que una idea de lo que es la metafísica, la serie de significaciones atribuidas a este nombre. El otro camino se orientaría en otra dirección: se trataría de ver qué han hecho los metafísicos, cuál ha sido la realidad efectiva que ha ido aconteciendo a lo largo de la historia. Pero esto, que parece fácil, tiene una inesperada dificultad: el nombre metafísica es una designación tardía, no ya de una disciplina, sino de un libro aristotélico: la historia de la metafísica no puede limitarse a una historia de lo que se ha llamado así; esto obliga, pues, a un esencial regreso, partiendo de ese punto de arranque; antes que nada hay que remontar aguas arriba del nombre, en una problemática prehistoria. Es decir, la primera cuestión que se plantea es la del origen de la metafísica.

 

II EL ORIGEN DE LA METAFÍSICA

 

Tenemos que partir —es el único criterio se­guro— de lo primero que se ha llamado alguna vez metafísica: la obra de Aristóteles. Ahora bien, ¿cómo llama éste a la ciencia filosófica capital, la que un día va a recibir la denominación que nos ocupa? Hay que distinguir dos tipos de designaciones en el texto aristotélico: las que son propiamente denominaciones de la metafísica y las que son "definiciones" de ella, quiero decir determinaciones concretas de su contenido. Las que aquí interesan son, claro es, las primeras; de las segundas tendremos que hacernos cuestión más adelante. Las cuatro denominaciones principales son: sabiduría (sophía), filosofía primera (próte philosophía), ciencia buscada (zetouméne epistéme), "teoría de la verdad" (tês aletheías theoría). En seguida se explicará por qué pongo entre comillas esta última traducción.

 

La diferencia entre estos cuatro nombres salta a la vista y es sumamente significativa: sabiduría es un nombre recibido y tradicional, que designa la forma suprema y última de saber, la pretensión radical del "sabio"; Aristóteles va a determinar que la "sabiduría" consiste precisamente en esta ciencia que nosotros llamamos metafísica; éste es el sentido de la indagación efectuada en los dos primeros capítulos del libro I. Filosofía primera es también una designación "jerárquica" y a la vez metódica, que apunta a la dignidad y las exigencias de ese saber que se trata de establecer y fundamentar. Y esto es lo que quiere decir, justamente, la tercera expresión: ciencia buscada; esto es, ciencia problemática, definida sólo hasta ahora por sus requisitos, función y preeminencia, pero que por lo pronto no está ahí, es sólo una tarea o empresa. La cuarta expresión reclama mayor detenimiento.

 

"Teoría de la verdad", en efecto, es una versión totalmente impropia, sólo un calco literal del griego, precisamente para conservarlo y, en rigor, no traducirlo ni interpretarlo. Cuando Aristóteles designa así la metafísica, como cuando habla de los que "filosofaron acerca de la verdad", no se refiere a una teoría de la verdad, a una indagación de lo que es verdad, que no se puede encontrar en los presocráticos; al contraponer los que primero teologizaron (theologésantes) a los modernos que filosofaron "acerca de la verdad" (philosophésantes), Aristóteles apunta a la idea de alétheia como desvelamiento, descubrimiento o patencia de lo real, de lo que verdaderamente hay, de lo que las cosas son de verdad, es decir, lo que eran ya desde siempre en su fondo arcaico y primario —principio, arkhé—, y por tanto son y serán siempre. Este trasfondo último de las cosas, al cual se puede llegar, porque hay un camino o método, y que se puede poner de manifiesto, es la fuente u origen de donde brotan las cosas, y a la vez aquello que en el fondo son, aquello en que propiamente consisten: las dos ideas que viven en la noción de physis o naturaleza.

 

Cuando Aristóteles,  al comienzo de su Metafísica, rastrea los antecedentes de su propio pensamiento, distingue dos pasados de distinta actualidad:  uno, próximo   —los   "que   filosofaron",   los   presocráticos—; otro, remoto y que en cierto sentido se contrapone a aquél, pero dentro de cierta esencial comunidad —los "que   teologizaron",   diversas  formas  de   pensamiento mítico—. Con otras palabras, si la disciplina teórica que se va a llamar después metafísica tiene una función en la vida humana, tiene que descubrirse su origen en una necesidad de ésta satisfecha antes por alguna otra realidad "homologa", es decir, que ocupaba un puesto semejante dentro de la estructura vital correspondiente; y si partimos de esta realidad primaria e introducimos el movimiento histórico,  la metafísica aparecerá,  no  ya  como "homologa"  —término está­tico y por tanto reversible— sino como "vicaria" de ella, como una actividad suplente y que hace sus veces, y a la vez como originándose de ella, al producirse cambios en la situación.

 

No podemos aquí entrar en el detalle de este problema. En otros lugares he hablado con alguna precisión de la moîra como "análogo preteorético de la physis" y del descubrimiento del método o camino que permite ir de lo patente a lo latente y convertir la caprichosa e indomable "revelación" de lo que la realidad es en el fondo en activa y humana "desvelación" de la verdad. Aquí baste con citar algún antecedente especialmente claro. En la Teogonía, Hesíodo —siglo VIII a. de C.— va a poner en boca de las Musas el relato de la génesis de los dioses; se está lejos de la teoría y de la filosofía; pero, a pesar de ello, en el preludio mismo del poema hacen las Musas una singular declaración: "Sabemos decir muchas mentiras semejantes a las cosas verdaderas; pero sabemos, cuan­do queremos, proclamar verdades" (v. 27-28). Las palabras que emplea Hesíodo son sumamente significativas: mentiras o falsedades ( ψεύδεα ) se contraponen, de un lado, a e)/tuma, las cosas verdaderas o, más exactamente, auténticas, a las cuales se parecen o asemejan, por las cuales pasan o pretenden pasar; de otro lado, a a)lhqe/a, las verdades que se dicen o proclaman, es decir, las cosas que se ponen de manifiesto o hacen patentes. La verdad o alétheia descubre las realidades auténticas o étyma, usualmente encubiertas o desfiguradas por mera semejanza de las falsedades o pseúdea.

 

Una expresión casi literalmente coincidente con la de Hesíodo se encuentra en Homero (Odisea, XIX, 203), cuando Ulises dice "muchas mentiras semejantes a cosas verdaderas" ( yeu/dea polla\ le/gwn e)tu/moisin o(moi=a), es decir, verosímiles. Y adviértase que el epíteto que Hesíodo aplica a las Musas es artiépeiai, que se suele traducir por "veraces", pero que literalmente significa "de palabra exacta", que dicen justa y adecuadamente.

 

"Por huir de la ignorancia", dice Aristóteles, buscaron los hombres la sabiduría. La necesidad humana de saber a qué atenerse, cuando no se refiere a esta o la otra cosa, sino que es radical, reclama una referencia al trasfondo oculto de las cosas manifiestas; originariamente, el hombre no puede hacer nada para llegar a ese fondo latente; ha de ser él mismo quien se revele de una forma o de otra; en la medida en que se tiene fe en estas fulguraciones de lo real —oráculos, adivinación, etc.—, el hombre se orienta y sabe a qué atenerse. Cuando, por multitud de experiencias históricas, ensayos, fracasos, conocimientos de otros mundos, esa creencia se quebranta, sobreviene una incertidumbre; y cuando, por último, entre los "siete sabios" y, más aún, en la escuela de uno de ellos, en el grupo milesio en torno de Tales, aflora una nueva creencia, la de que las cosas son "en el fondo" lo mismo, se derivan unas de otras por generación y, por tanto, tienen una cierta consistencia por la que se puede preguntar, ese día la vieja necesidad radical cambia de sentido y se convierte en algo que —hasta cierto punto al menos— está en la mano del hombre. Su preguntar no es ya un pasivo requerir al oráculo; es dirigirse a la realidad y obligarla a responder; es el hombre mismo el que va a averiguar verificare, verum facere— lo que son las cosas. Verdad no es ya lo que verazmente se le dice al hombre, es lo que éste hace, es decir, descubre. Éste es el origen de la metafísica.

 

III  LA  METAFÍSICA  CLÁSICA

 

Creo útil servirme de esta expresión, metafísica clásica, para designar la porción más larga de su historia, que encierra esenciales diversidades, pero que está definida por un área de supuestos comunes: quiero decir desde el platonismo hasta la crisis que se produce en el siglo XVIII y culmina en Kant, esto es, hasta que se pone en tela de juicio su posibilidad. Si se quie­ren tomar los dos extremos, serían Platón y Wolff.

 

Antes de Platón, en efecto, no existe la metafísica constituida como disciplina, aunque se haya alumbrado el problema metafísico, al hilo de una serie de conceptos que arrancan del comienzo mismo de la filosofía, por lo menos desde Anaximandro. La idea de naturaleza o physis es el modelo de la interpretación filosó­fica de lo real; si las cosas proceden por generación unas de otras y de un fondo primordial, a él se reducen en virtud de una identidad radical; esta interpretación sólo se realiza conceptualmente cuando a la noción de naturaleza se agrega su interpretación como principio o arkhé; una tercera noción —cuyo origen estaría en el pitagorismo— es la de consistencia: las cosas, además de brotar de un fondo originario o naturaleza, consis­ten en algo, tienen una consistencia determinada; cuan­do Parménides sustantiva la idea de lo consistente —el ente, tò eón—, se ha llegado al concepto que va a condicionar toda esa metafísica clásica y la consiguiente polémica sobre la posibilidad o imposibilidad de la metafísica.

 

Todavía en Platón no se encuentra un cuerpo de doctrina metafísica como tal. La forma literaria de los escritos platónicos —que en modo alguno es casual— contribuye a ello. En la división que suele hacerse de su pensamiento —dialéctica, física y ética— no apare­ce una disciplina que corresponda a lo que después se llamó así, y una reconstrucción de la "metafísica" platónica tendría que recurrir a distintos elementos de las tres ciencias. Pero al decir esto hay que subrayar que la mayoría de los conceptos metafísicos que caracterizan la filosofía primera de Aristóteles y han sido canónicos desde él se encuentran ya formalmente en Pla­tón, en quien se da, por tanto, la primera metafísica madura, fundamento de todas las posteriores, aunque no en expresión literaria independiente.

 

Ésta es la de Aristóteles —si bien todavía en él conviene advertir que nunca escribió un "tratado de metafísica", pues otra cosa son los catorce libros sobre filosofía primera, escritos relativamente independientes, de diversas épocas y que nunca compusieron una obra uni­taria y sistemática—. La forma suprema del saber, la sabiduría o sophía, es una ciencia, esto es, un saber demostrativo o epistéme, capaz de demostrar las cosas des­de sus principios y a la vez de ver o contemplar éstos —que, por ser primeros, son indemostrables— mediante una visión noética. De esta ciencia, postulada así por sus exigencias, da Aristóteles una triple definición: 1) ciencia que considera universalmente el ente en cuanto tal; 2) ciencia divina (en dos sentidos: que sería la ciencia que tendría Dios, y que Dios es su objeto); 3 ) ciencia de la sustancia. Pero no se trata de tres ciencias, sino de una sola, y esta unicidad, que requiere la convergencia de las tres definiciones, es un problema para Aristóteles como lo será para toda la tradición posterior.

 

Mientras las ciencias particulares consideran sólo una parte de la realidad —por ejemplo, los números o las plantas— y desde un punto de vista parcial, para estudiar un accidente o atributo suyo —las propiedades cuantitativas o el carácter de organismos vegetales—, la metafísica se refiere a la totalidad de las cosas, pero no por lo que tiene de peculiar cada una, sino en cuanto son. Ahora bien, al examinar los diversos modos de ser, los diversos tipos de entes, Aristóteles se ve forzado a una radical innovación intelectual: frente a la idea del ente uno e inmóvil de Parménides, frente a la proclamación por los sofistas de la radical movilidad e inconsistencia de lo real, Aristóteles establece la doctrina de los modos del ser, unidos por un vínculo de analogía; el ente es uno y múltiple, se dice de muchas maneras, pero siempre por referencia a una que es primaria y fundamento de las demás; y ésta es la sustancia (ousía). La metafísica, al estudiar el ente en cuanto tal, culmina en la teoría de la sustancia; y la forma suprema de sustancia, aquella en que se realizan de modo plenario y suficientes las condiciones del ente (ón), es Dios, el "primer motor inmóvil", acto puro, en quien todo es realidad actual, sin mezcla de potencia ni materia. Por último, la contemplación de lo real en tanto que es, la theoría en la cual las cosas se patentizan y están a la luz, constituye la sabiduría, la sophía y ésta la posee sólo Dios de modo estable, permanente y propio; el hombre sólo la alcanza precariamente y a intervalos; a lo sumo, puede aspirar a un hábito, una forma de vida definida por una cierta amistad con la sabiduría; ésta es la philosophia, la ciencia divina en el doble sentido expresado; por eso en la vida teorética, cuya cima es la metafísica, el hombre alcanza una cierta semejanza con la Divinidad.

 

La metafísica aristotélica se enlaza estrechamente con la lógica de un lado, con la física de otro, con la ética por último. El ser se dice de cuatro maneras: 1) ser por esencia o por accidente; 2 ) según las categorías; 3) verdadero y falso; 4) en potencia y en acto. En todo caso, lo que se divide es el ente, pero a esta división acompañan los diversos modos de enunciación o predicación; así, las flexiones del ser son a la vez los predicamentos o categorías en que puede decirse (sustancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, estado, acción, pasión), todas las cuales están fundadas en la primera, la de sustancia, a la que se refieren las demás. Análoga relación con la lógica presenta la división del ente en verdadero y falso, pues la verdad y la falsedad se dan primariamente en el enunciado o juicio, A es B, que patentiza lo que la cosa realmente es (verdad, alétheia) o lo encubre con un ser aparente (falsedad, pseûdos). La física, por otra parte, es la ciencia de las cosas naturales o que son por naturaleza, y naturaleza (physis) es el principio del movimiento; la teoría aristotélica de la potencia y el acto, de la materia y la forma, que explica la estructura de la sustancia, hace posible el movimiento y, por tanto, el carácter real de la naturaleza; el movimiento (en su sentido general de cambio) no es un imposible paso del no ser al ser o del ser al no ser —como habría aparecido entre los eleáticos— sino un paso de un modo de ser a otro modo de ser, de ser en potencia a ser en acto. Esto muestra que la Física aristotélica —de la cual forma parte la doctrina del alma— sería un elemento de la metafísica en el sentido moderno de la palabra. Por último, la metafísica como forma acabada del bíos theoretikós o vida contemplativa, es la clave de la ética aristotélica, pues es la vida propiamente humana y aquella en que se puede dar la felicidad.

 

De este planteamiento del problema metafísico por Aristóteles ha dependido toda la historia ulterior de esta disciplina. Su cultivo como tal ha estado unido siempre a la reaparición de la obra aristotélica. Así en la Edad Media, tanto en la escolástica musulmana (Avicena, Averroes) como en la cristiana (Santo Tomás, Duns Escoto) y en cierto modo en la judía (Maimónides). Todos ellos invocan a Aristóteles, y buena parte de la obra metafísica que realizan es un comentario aristotélico. Claro es que, a pesar de este designio, la situación histórica en que se hallan y el propósito de su acción intelectual dan un sentido bien distinto a una metafísica que pretende con frecuencia ser la misma de Aristóteles. No se olvide que Santo Tomás, por ejemplo, es primariamente un teólogo, y que su obra intelectual íntegra está orientada hacia la teología. Gilson ha hablado certeramente de un orden teológico, propio de Santo Tomás, a diferencia de un orden puramente "filosófico", ajeno a la revelación, que sería "tomista" en el sentido de que se trataría de una filosofía compuesta con elementos tomados de su obra. En rigor, la escolástica no es filosofía, sino una peculiar combinación de teología y filosofía.

 

Esto condiciona incluso el detalle de la metafísica medieval. Piénsese que, a diferencia de la griega, su problema capital no es el movimiento, sino la creación; que al ser no se opone tanto el no ser (mè ón) como la nada; que el sentimiento radical del problema de la analogía no es el de los modos del ser de las cosas sino el del ser creador y el ser creado; que son consideraciones teológicas (trinidad, encarnación, pecado original, eucaristía) las que provocan y orientan el planteamiento de problemas como el de los universales o la sustancia. Pero hay que subrayar tanto como esto el hecho de que toda la metafísica de la Edad Media permanece dentro del ámbito intelectual del aristotelismo, utiliza sus conceptos y sólo difiere de él en la medida en que es inevitable.

 

Esta metafísica, distinguida de la teología en Santo Tomás, pero unida a ella, que se va desligando en el siglo XIV, alcanza su existencia como disciplina independiente y autónoma a fines del siglo XVI, en manos de Francisco Suárez (1548-1617). Las Disputationes metaphysicae (1597) son —si se prescinde del problemático Sapientiale, de Tomás de York, en el siglo XIII— el primer tratado de metafísica que ha existido, elaborado —son las propias palabras de Suárez— "distinta y separadamente". Suárez, que tiene que repensar la tradición en vista de las cosas, va a hacer una teología natural distinta de la sobrenatural o revelada; la metafísica sigue ordenada a la teología, porque Suárez es teólogo; pero es una fundamentación previa de ésta. La metafísica adquiere, pues, autonomía y figura de ciencia; tiene que hacerse cuestión de sí misma, de su tema y estructura.

 

Las Disputaciones metafísicas se inician con una discusión sobre el objeto de la metafísica; Suárez examina diversas opiniones y las critica, para llegar a su propia definición: el ente en cuanto ente real es el objeto total de la metafísica; y teniendo en cuenta el grado de abstracción que le es propio, la define como "la ciencia que contempla al ente en cuanto ente, o en cuanto prescinde de materia según el ser" (Disp. I, sect. III). La metafísica así entendida es una ciencia especulativa y no práctica, cuyo fin es la contemplación de la verdad por sí misma; se ocupa del conocimiento de las cosas y las causas más altas, de los entes más nobles y las nociones más universales y más abstractas; es, en suma, sabiduría, y la ciencia más apetecible naturalmente para el hombre en cuanto hombre.

 

Finalmente, el esquema de la metafísica sufre una última inflexión en el siglo XVIII. Descartes había renovado la expresión aristotélica en el título latino original de sus Meditationes de prima philosophia, y había centrado este saber en las cuestiones de la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. A partir de aquí y especialmente de la distinción cartesiana entre la sustancia pensante y la sustancia extensa, toda la metafí­sica del siglo XVII —Malebranche, Spinoza, Leibniz, Berkeley— va a tener como tema central el problema de la comunicación de las sustancias, en conexión estricta con la realidad del mundo exterior y la existencia de Dios. Cuando se llega, en manos de Wolff (1679-1754), a un "escolasticismo" de la filosofía mo­derna, aparece un esquema de la metafísica que va a influir sobre todo en la neoescolástica tomista desde la segunda mitad del siglo XIX. Para Wolff, la metafísica se divide en metafísica general u ontología y metafí­sica especial, que comprende tres ciencias: cosmología racional, psicología racional, teología natural. Ésta es la última forma de lo que podemos llamar "metafísica clásica", anterior a la crisis que, iniciada en la filosofía inglesa desde el siglo XVII, alcanza su forma madura en la Crítica de la razón pura, de Kant. Al ponerse en duda la posibilidad misma de la metafísica, se hace necesaria una reflexión distinta y más honda sobre sus supuestos y su justificación; y toda metafísica posterior a la crisis kantiana está condicionada por venir de ella, por haberse constituido y afirmado teniéndola en cuenta y, por consiguiente, absorbiéndola e incluyéndola en sus entrañas.

 

IV METAFÍSICA Y ANTIMETAFISICA

 

desde el Renacimiento se origina cierta hostilidad a la metafísica; al principio se trata sólo de ciertas formas de ella; así entre los humanistas, que reprochan a los escolásticos sus disputas abstractas y estériles; en Descartes, que hace metafísica y usa este nom­bre, hay pasajes en que recoge un matiz de aversión a la palabra; expresiones de sentido análogo se encuentran en Hobbes y en Locke. El fondo de estos reproches es doble: de un lado, inaccesibilidad o problematicidad de los objetos de que trata la metafísica —cuando se insiste en su carácter inmaterial y suprasensible —; de otro lado, oscuridad de las nociones que maneja, de manera que se pueden hacer raciocinios muy claros y rigurosamente encadenados sin saber de qué se habla. Todo esto se acentúa en el siglo XVIII, en tres direcciones. Los enciclopedistas franceses insisten en la di­versidad de los metafísicos y el poco caso que unos hacen de otros (d'Alembert) o ironizan, como Voltaire, sobre el carácter "transnatural" e "inmaterial" de los objetos de la metafísica, de la que dice que con fre­cuencia es "la novela del espíritu". Hume, por su parte, al llevar a sus últimas consecuencias la actitud empirista y sensualista, hace una crítica general de los conceptos de sustancia, alma y causa, y disuelve el cuerpo de la metafísica tradicional, a la vez que su eliminación del argumento ontológico suprime el puente que Dios establecía entre la mente y las cosas en el idealismo del siglo XVII, que va a ser calificado por Hume de "dogmatismo". En este punto, finalmente, se inserta la "revolución copernicana" de Kant, la peripecia más grave de la historia de la metafísica.

 

La idea que Kant tiene del conocimiento lo lleva a una inversión de la perspectiva habitual: en lugar de adaptarse el pensamiento a las cosas, son éstas las que tienen que ajustarse a la estructura del pensamiento; este paradójico "giro copernicano" se funda en el descubrimiento kantiano de que lo que el hombre conoce no es la "cosa en sí", inaccesible por necesidad, sino el "fenómeno", constituido mediante la cooperación de lo "dado" y lo "puesto" por el sujeto, es decir, la estructura misma de la subjetividad (espacio y tiempo como intuiciones puras o formas a priori de la sensibilidad, categorías o formas a priori del entendimiento). Kant cree, de un lado, que el conocimiento, para ser universal y necesario, ha de ser a priori, es decir, no fundado en la experiencia; pero de otro lado, para que el conocimiento sea real, a los principios formales y apriorísticos ha de añadirse la sensación o la experiencia. De estos supuestos nace la crítica kantiana de la metafísica.

 

El punto de partida de Kant es doble: la idea de la metafísica de Wolff, con su división en metafísica general u ontología y metafísica especial, dividida en cosmología racional, psicología racional y teología racio­nal o natural; negativamente, la crítica de Hume, que lo "despertó de su sueño dogmático", según la famosa frase kantiana. Al aceptar el esquema de Wolff, la metafísica aparece ante Kant como un conocimiento puro, es decir, a priori, de tres objetos: el mundo como totalidad, el alma y Dios; ahora bien, Kant muestra en la Crítica de la razón pura que esos tres objetos están más allá de toda posible experiencia; son "síntesis infinitas", esto es, yo no puedo poner las condiciones necesarias para tener una intuición de ellos; el conocimiento que obtengo por mero raciocinio no tiene fundamento real, es decir, no es un auténtico conocimiento. La metafísica aparece, pues, como un imposible, si se la toma corno disciplina especulativa; por eso no ha encontrado todavía "el seguro camino de la ciencia"; no lo ha encontrado ni lo puede encontrar. La metafísica existe como "tendencia natural", como Naturanlage que lleva al hombre hacia lo absoluto. Pero su papel dentro del sistema kantiano ha de ser muy preciso: ciencia de las Ideas regulativas que sólo tienen validez incondicionada dentro de la razón práctica, como postulados de és­ta; o bien el nombre que se da a la porción pura (apriorística) de las disciplinas filosóficas (metafísica de la naturaleza, metafísica de las costumbres).

 

No es necesario aquí exponer en detalle la doctrina kantiana, ni criticar sus fundamentos; lo que interesa es señalar que todo el pensamiento filosófico desde fines del siglo XVIII acepta más o menos formalmente el punto de vista de Kant y niega o por lo menos discute la legitimidad de la metafísica. Esto se une en algunos casos a una especulación metafísica incluso intemperante, como ocurre dentro del idealismo alemán; otras veces, a una metafísica larvada y que se ignora a sí misma —lo que se podría llamar la metafísica de los antimetafísicos—: así, los positivistas. La situación dominante en el siglo XIX es ésta: la metafísica está desprestigiada y proscrita; se llega a descalificar una doctrina o un razonamiento sin más que ponerle el rótulo metafísico. Los contados intentos de hacer metafísica en el siglo pasado tienen con frecuencia una curiosa actitud: no darse por enterados del kantismo, volverse de espaldas a él, como si Kant no hubiese nacido y escrito la Crítica de la razón pura. Algunos otros esfuerzos, los más originales y nuevos, que van a preparar el terreno para la filosofía actual, discuten las tesis kantianas; pero hay que advertir que se resienten alternativamente de uno de estos dos defectos: o rechazan algunos argumentos kantianos contra la metafísica, dejando intacto el sentido general de esa crítica y por tanto su fuerza principal, o bien atacan el kantismo como un error total, como una desviación del pensamiento filosófico, sin echar de ver su gran porción de acierto y su papel insustituible; esto es, sin dar razón de la filosofía de Kant, de su verdad y de su error. Por esto, los intentos metafísicos del XIX están minados por la ignorancia de Kant o por la exclusión de lo que Kant aporta a la filosofía, incluso a una metafísica hecha contra sus supuestos radicales.

 

La actitud antimetafísica no pertenece al pasado. Las direcciones "cientificistas" del pensamiento actual, sobre todo el empirismo lógico, niegan la posibilidad de la metafísica. Su punto de vista se enlaza con el de Comte y se concentra en el análisis lógico del lenguaje. Para los más extremados empiristas, los enunciados metafísicos, simplemente, no tienen sentido; ésta es la última forma, la más radical, del movimiento cuyas etapas hemos visto.

 

LA  "VUELTA A LA  METAFÍSICA"

 

Lα metafísica se convierte en el siglo XIX en una "cuestión disputada"; los que la niegan, como los positivistas, la hacen: cuando afirman que la realidad son los hechos sensibles, están haciendo una metafísica, y, lo que es más grave, sin saberlo; es decir, irresponsablemente, confundiendo una interpretación con la realidad misma. La actitud de Comte estaba justificada por los excesos de la especulación idealista en el primer tercio del siglo, por el espíritu de sistema y la idea de la filosofía como un pensamiento constructivo; la voluntad de atenerse a la realidad de las cosas, sin añadir construcciones mentales, era legítima; pero lo que no lo era tanto era la identificación de lo real con lo dado, y de lo dado con lo que se da en la experiencia sensible. Al advertirse lo que esto tiene de excesivo y apresurado, se inicia una reacción contra el kantismo y el positivismo, y con ello una "vuelta a la metafísica".

 

A las revoluciones suele seguir un "espíritu de res­tauración"; a la revolución copernicana de Kant sucedió también una actitud análoga, con el supuesto ha­bitual: "aquí no ha pasado nada". No se puede olvidar que buena parte de los movimientos filosóficos que proponen el regreso a la metafísica se basan en la pura y simple omisión del kantismo, de sus antecedentes —filosofía inglesa— y de sus consecuencias positivistas. De esto se resienten incluso muchas tendencias actuales. Pero necesito aclarar que al decir esto no echo de menos que la filosofía actual sea más kantiana o po­sitivista de lo que es, sino justamente al contrario: encuentro que lo es demasiado, porque no lo ha sido eficazmente; en la medida en que un pensamiento es, por ejemplo, "prekantiano", está expuesto a ser kantiano, a reincidir en ese punto de vista y, por consiguiente, a que su evidente justificación parcial lo lleve a lo que tenía también de error, hoy arcaico y superado.

 

No olvidemos que la variación histórica de una doctrina depende en gran parte de la atención concentrada sobre sus temas. Los problemas se descubren o se abandonan, y esto no tanto porque un día queden resueltos, sino porque se desvanece su problematicidad, porque el hombre deja de sentirse obligado a preguntarse por ellos, a saber a qué atenerse respecto a su contenido. La historia de la filosofía está condicionada por la historia de lo que pudiéramos llamar el horizonte de la problematicidad. La pérdida de la metafísica en los siglos XVIII y XIX tuvo como origen principal el cambio de dirección de la atención, la preocupación primaria por los problemas del origen de las ideas, el conocimiento y las ciencias de la naturaleza. El hecho de que ciertos grupos intelectuales mantuviesen el interés por los temas preteridos fue una de las causas que hicieron posible el regreso a la metafísica. Me refiero a los teólogos, y muy especialmente a los católicos. Aunque la especulación metafísica después de Suárez decae rápidamente y carece de impulso creador, queda sin embargo "conservada". El intento, tan prometedor, de una teología moderna, en cierta medida cartesiana, a fines del siglo XVII — Bossuet, Fénelon, etc.—, en que se enlaza la tradición agustiniana y es­colástica con el pensamiento de Descartes y de Leibniz, queda pronto interrumpido, por razones complejas. Pero, en todo caso, el cultivo de la teología, aun en sus formas menos vivaces, mantiene el contacto con los grandes metafísicos; y así se encuentran entre los eclesiásticos católicos los primeros gérmenes de la restauración del pensamiento metafísico: Bolzano, Rosmini, Gioberti, Gratry, Brentano y, por supuesto, los que en las mismas fechas o un poco posteriores inician el movimiento neotomista —Liberatore, Sanseverino, Kleutgen—.

 

En varias direcciones vuelve a su actualidad la metafísica y recobra la vigencia, que había perdido. No se olvide, sin embargo, que este proceso es lento y no sin resistencias. La mayor parte de los pensadores de la segunda mitad del siglo XIX y aun de los primeros decenios del nuestro están sumergidos en la vigencia antimetafísica; esto llega hasta Dilthey y Husserl: recuérdese con cuánta suspicacia y aun hostilidad acogió éste las derivaciones metafísicas de la fenomenología; análogas restricciones se encuentran en Bergson. Pero desde fines del siglo pasado se quebranta la universal creencia de que la metafísica es un imposible anacronismo, y se logra un ámbito en el cual va a poder germinar de nuevo. Insisto en este aspecto negativo porque es esencial: no se trata tanto de que en cierta fecha se plantee de nuevo y por razones suficientes el problema metafísico, como del hecho de que la actitud antimetafísica resulta discutible e insuficientemente justificada. La última inconsecuencia del positivismo fue un factor decisivo; recuérdese que Husserl pretende hacer, frente al parcial positivismo dominante, un positivismo total y efectivo; su fidelidad a esa actitud lo lleva, más que a nadie, a afirmar el suelo sobre el que volverá a brotar, incluso a pesar suyo, la metafísica.

 

Se pueden distinguir tres grupos de motivos que conducen hacia esta restauración. Los primeros son inicialmente extrafilosóficos, en particular teológicos, y significan una voluntad de reivindicar la metafísica y justificarla, casi siempre en sus formas escolásticas y como reacción contra la filosofía moderna —no sólo la que es específicamente adversa a la metafísica, sino en su totalidad—. Los segundos, cuyo primer antecedente se encontraría en Bolzano y su plenitud en Brentano, significan la reconquista de la objetividad: a través de Marty, Meinong, von Ehrenfels y, sobre todo, Husserl, se desemboca en una filosofía que, al superar todo subjetivismo y todo psicologismo, se enfrenta nuevamente con el tema de la realidad. El tercer grupo de motivos es particularmente sutil: se trata del descubrimiento de ciertas realidades o aspectos de la realidad cuyo carácter general es la irreductibilidad: el "hecho primitivo" de Maine de Biran, la "existencia" en Kierkegaard, la triple realidad del "sentido" en Gratry, la "vida" y la "historia" en Dilthey; estas realidades, que en cierto modo provocan una crisis irracionalista en la filosofía, la hacen trascender de los supuestos cientificistas, explicativos y positivistas y la enfrentan con los problemas radicales. Este triple origen condiciona los caracteres con que se presenta la metafísica actual y es la razón de no pocas de sus dificultades internas.

 

VI  METAFÍSICA Y ONTOLOGÍA

 

Al llegar aquí empezamos a adivinar que no es del todo claro qué se entiende por metafísica. Desde el siglo XVII, con más frecuencia desde el XVIII, se la designa con un nombre que se suele tomar como sinónimo de ella, al menos de su parte más general: ontología. Esta denominación data, hasta donde se sabe, de 1646, y fue usada por el cartesiano y ocasionalista alemán Johann Clauberg en su libro Elementa philosophiae sive Ontosophia; en los prolegómenos emplea, junto a este término, el de Ontologia, entendida como scientia, quae contemplatur ens quatenus ens est. Este nombre, que reaparece en la segunda edición (1681) de la Philosophia vetus et nova de J.-B. du Hamel, es el título de uno de los libros de Jean Le Clerc, Ontologia, sive de ente in genere (1692), muy anterior a la obra de Wolff, Philosophia prima sive Ontologia, cuya primera edición es de 1729, y que se suele considerar como el primer tratado de ontología bajo este título.

 

Todos ellos creen ser fieles al punto de vista de Aristóteles; Le Clerc lo dice del modo más expreso, y al llamar ontología a esta ciencia piensa no hacer sino recoger la definición aristotélica. Pero no olvidemos que la definición de Aristóteles es triple; no se trata en él de una sola definición suficiente, como ciencia del ente en cuanto tal, ni tampoco de que las tres definiciones respondan a tres partes de la ciencia —como puede ocurrir en Wolff y en algunos neoescolásticos—, sino que la misma ciencia es ciencia, del ente, de la sustancia y de Dios, al mismo tiempo y por la misma razón. Es decir, las tres "definiciones" son más bien nociones a posteriori, tesis internas. Se trata de conocer la realidad, a la que el movimiento hace inconsistente; hay que ir de las cosas naturales o por naturaleza (physei ónta) a la naturaleza (physis). La tradición griega anterior había dejado el movimiento fuera del ser (Parménides, en cierto modo la idea de elemento o stoikheîon) o bien había puesto la consistencia fuera de las cosas, que sólo tienen una consistencia participada (Platón). Aristóteles va a fundar la teoría del ente en la idea de que el eîdos está en la cosa misma, informándola como morphé, y va a considerar cada cosa real como algo que tiene un "haber" o "hacienda" propio, de donde brotan sus propias posibilidades, como naturaleza, en suma; y ésta es la noción de ousía, sustancia, cuya realización plena es el theós, Dios. Ahora bien, las dificultades internas de la idea aristotélica de sustancia y de los esquemas conceptuales con que intenta explicarla —materia y forma, potencia y acto—, precisamente cuando se trata de verdaderas sustancias (los vivientes, el hombre, Dios), muestran que "sustancia" es más que una solución el título de un problema.

 

Decía antes que a las revoluciones suele seguir un espíritu de restauración, y que la "revolución copernicana" del kantismo no fue excepción a la regla. Quiero decir que la vuelta a la metafísica fue desde luego —y mucho más que antes de Kant— recaída en la ontología. Las razones de ello son muchas —aparte de la inercia— y no todas fáciles de desentrañar; retengamos tres: 1) el terminus a quo del kantismo había sido una metafísica ontológica (Wolff); 2) hay un fuerte componente escolástico en la "vuelta a la metafísica"; 3) frente a todas las formas de subjetivismo, se trata de reconquistar la "objetividad", y la ontología aparece como la forma suprema de la teoría del objeto.

 

Pero hace un cuarto de siglo se produce una innovación: la distinción entre el ens y el esse, tradicionalmente confundidos, hasta el punto de que en la mayoría de las lenguas sólo se usa una palabra: être en francés, being en inglés. En español es clara la distinción entre ente y ser, y Heidegger no tuvo dificultad para hacerla en alemán: Seiendes y Sein. Para Heidegger, la filosofía ha olvidado obstinadamente el problema del ser, para ocuparse sólo del ente; el sentido del ser en general, der Sein des Seins überhaupt, es su problema; la cuestión queda así radicalizada, trasladada del ente a aquello que hace que el ente sea, es decir, al ser.

 

Pero las relaciones entre ser y ente no aparecen con suficiente claridad. El propio Heidegger ha modificado esencialmente algunas tesis, de una edición a otra de su ¿Qué es metafísica? En su último libro, Introducción a la metafísica (1953), se queja de que esa cuestión no ha tenido resonancia suficiente y se cultiva una "ontología" en el sentido tradicional, por lo cual —añade— puede convenir en lo futuro renunciar a términos como "ontología" y "ontológico". Probablemente, Heidegger piensa en el hecho notorio —y bien significativo— de que el existencialismo ha recaído en la idea del ser, con todas sus consecuencias: ser y nada, ser en sí, ser para sí, esencia y existencia, ontología.

 

Sin embargo, por debajo de estas dificultades surge una más importante y radical: ¿es lícito identificar ontología y metafísica? (No se puede partir del ser sin más: hay que derivarlo y justificarlo. Porque el ser es una interpretación de la realidad, es decir, de lo que "hay". Ortega ha mostrado algo decisivo: que el preguntarse por el ser, el buscar qué "son" las cosas, tiene un su supuesto: la creencia en el ser, la creencia preteorética y —en ese sentido— injustificada de que las cosas "son", tienen un ser o consistencia que podemos buscar y encontrar. El ser no es la realidad sin más, sino una interpretación de ella, repito, de lo que "hay" —expresión que nos parece sumamente vaga y que en efecto lo es porque es previa a todas las interpretaciones—. Lo que hay es un constitutivo mío, porque yo soy yo al tener que habérmelas con lo que hay.

 

La universalidad del ser, en que ha insistido tradicionalmente la filosofía (Aristóteles, Santo Tomás), tiene un fundamento claro: una vez que he llegado a esa interpretación que es el ser, es decir, una vez que estoy en la creencia de que "hay ser" y me sitúo en la actitud de preguntarme por él y buscarlo, esto es, en la actitud que llamamos conocimiento, me aparece todo (todo lo que hay, toda la realidad) sub specie entis, como algo que es. La universalidad procede de que todo es considerado desde ese punto de vista, sometido a la nueva interpretación. No por ello es el ser menos derivado. Hay que reparar en un equívoco que amenaza; si se dice: "el ente es lo que ya había", se tiene la impresión de que se trasciende de la situación actual y se descubre en el ente un carácter "absoluto"; pero basta con sustituir la palabra "ente" por su significación: al decir "lo que es es lo que ya había", se advierte que lo afectado por la determinación "ya" no es el "es", sino el "lo", con otras palabras, la realidad: eso mismo que es lo que ya había; es decir, interpreto como ser, ahora que me he situado en la actitud cognoscente, la misma realidad que antes de llegar a esa interpretación había.

 

Nos parece que el mundo está compuesto de "entes", tal vez que él mismo es un ente; pero todo ello es consecutivo a la interpretación llamada ser. No es cierto que el hombre no-teórico, en caso extremo el primitivo, esté rodeado de entes, los maneje, trate y utilice; lo que sucede es que para mí —y no siempre, sino sólo cuando estoy en actitud definida por la creencia en el ser— son entes las mismas realidades con las cuales ese hombre no-teórico (incluso yo mismo en la dimensión radical en que lo soy) tiene que habérselas.

 

Si la misión de la metafísica es hacer que sepamos a qué atenernos sobre la realidad, no puede admitirse su identificación a priori y obvia con la ontología; la expresión metaphysica sive ontologia (metafísica u ontología) es inadmisible, porque hipoteca ya el contenido de la metafísica y, por tanto, la priva de radicalidad. La metafísica no puede "definirse" previamente por su contenido, porque esto la invalida automáticamente respecto a su pretensión; la única "definición" posible consiste en determinar su función, lo que reclamamos de ella. Toda otra precisión respecto a su contenido o su estructura tiene que ser una tesis interna de la metafísica, por consiguiente nunca previa; quiero decir que es ella misma, una vez puesta en marcha, la que tiene que hallar y justificar qué clase de saber es, cuál es la condición de esa realidad respecto a la cual nos va a dar una certidumbre radical. Si la metafísica fuese ontología, esta identidad no podría enunciarse en el título, sino que sería una afirmación perteneciente al contenido de la metafísica, la cual, en cierto momento, descubriría tal presunta iden­tidad. Pero ni siquiera a posteriori es aceptable la identificación entre metafísica y ontología, puesto que, como hemos visto, el ser es una interpretación de lo real, a la cual se llega en virtud de ciertos supuestos, y que tiene que ser "derivada" y justificada. Toda metafísica que empiece con el ser, que "parta" del ser, se deja ya a su espalda la cuestión decisiva, justamente la derivación del ser, y renuncia a una certeza radical; es decir, no es metafísica. Y adviértase que desde este punto de vista es indiferente que se entienda por ontología la ciencia del ente o la ciencia del ser, porque no se puede partir tampoco de éste ni de la "comprensión del ser" como de algo radical y sin supuestos, no se olvide, sin embargo, algo decisivo: la realidad es siempre pensada —y no sólo pensada, sino también vivida— desde una cierta interpretación. El intento de eludir ésta sería quimérico e ilusorio. Cuando se habla de un saber "sin supuestos" hay que ser sumamente cauteloso, no sea que la idea de que puede existir sea un supuesto más, aceptado a ciegas. Por esto la metafísica, que no puede comenzar con una doctrina del ser, menos todavía puede iniciarse con un "olvido" o una "omisión" del ser y de las demás interpretaciones de la realidad. Bajo la pretensión de simplicidad suele esconderse un arcaico y anacrónico primitivismo, que está en los antípodas de la verdadera radicalidad. Quiero decir con esto que, al intentar dar razón de la realidad para saber a qué atenernos respecto a ella, encontramos absolutamente sus interpretaciones, y entre ellas el ser, que constituye nuestra tradición intelectual. Es menester, por tanto, una regresión de las interpretaciones a la realidad nuda, en lo que podemos llamar, ahora con pleno sentido, su verdad radical. La metafísica, pues, tiene que hacer, y no poco, con la ontología: dar razón de ella y del ser desde la realidad radical. Hay que trascender del ser hacia la realidad. Pero no se piense que esto es fácil y que basta con decirlo para poder hacerlo; porque el instrumento del conocimiento, el lógos, se había identificado tradicionalmente con los atributos del ser, y viceversa. Y esto pone en cuestión el método de la metafísica, y por tanto su posibilidad.

 

VII  METAFÍSICA COMO CIENCIA DE LA REALIDAD RADICAL

 

realidad radical es aquella en que tienen su raíz todas las demás, es decir, en que aparecen en cualquier forma como realidades, y por eso las "encuentro" y tengo que habérmelas con ellas. En ese sentido, todas las otras realidades son "radicadas", se constituyen como realidades en ese "dónde" o ámbito que es la realidad radical, cualquiera que sea la índole de eso que en cada caso es real; de otro lado, realidad radical es lo que queda cuando elimino todas mis ideas, teorías e interpretaciones; lo que resta cuando me atengo a lo que, quiera o no, encuentro irreductiblemente y me obliga a forjar ideas, teorías e interpretaciones. La realidad radical —ésta es una tesis central del pensamiento de Ortega— es la vida humana; más exactamente, mi vida, la de cada cual. Cuando prescindo de todo lo que mi pensamiento agrega a la realidad, cuando me quedo con la realidad nuda, encuentro: las cosas y yo, yo con las cosas, quiero decir, yo haciendo algo con las cosas; y esto es vivir, esto es mi vida. Toda realidad, cualquiera que sea, se me presenta o aparece en mi vida; ésta es el ámbito o área donde se constituye toda realidad en cuanto realidad; esto quiere decir, aparte de lo que acontezca a "eso que es real"; por ejemplo, si algo es independiente de mi vida, es independiente de mi vida, y lo encuentro en ella como inde­pendiente; si algo es trascendente a mi vida, en ésta acontece mi "encuentro" con ello, que es lo único que me permite hablar de ello y descubrir su trascendencia; si, por último, algo es imposible, y por tanto no existe en ningún sentido, ni en mi vida ni fuera de ella, en mi vida se da, sin embargo, mi encuentro con su "realidad", que en este caso es su imposibilidad.

 

Pero hay que subrayar desde el primer momento que no se trata de Dasein o de existencia; tampoco se trata del hombre. El camino de Heidegger es inverso del nuestro. Aunque su problema es el sentido del ser en general, tiene que fundamentar la ontología en una previa analítica existencial del existir (existenziale Analytik des Daseins), en la cual, por cierto, se demora hasta el punto de que constituye la porción principal de su obra publicada. Es decir, Heidegger va del Dasein al ser; nosotros, en cambio, vamos del ser a la vida, del ser como una interpretación de la realidad a la realidad radical allende todas las interpretaciones. Esto muestra ya que Dasein no es lo mismo que vida humana. La "vida humana" no es el hombre, y la teoría de la vida humana no es en modo alguno antropología. Tampoco lo es, ciertamente, la analítica del existir en Heidegger; pero para él la antropología estudia ese ente que es el hombre, y la analítica existencial del existir se pregunta por el "modo de ser" de ese ente que se llama Dasein y que somos nosotros. Nuestro punto de vista es esencialmente distinto: mi vida es la realidad radical que comprende las cosas y a mí mismo ("yo soy yo y mi circunstancia", Ortega, 1914) y que es anterior a ambos términos; es decir, que es la realidad de la cual dependen los dos términos abstractos —yo, cosas—, polarmente contrapuestos y en dinámica coexistencia que consiste en un quehacer: tener yo que hacer algo con la circunstancia, para vivir.

 

El hombre no es en modo alguno la realidad radical; es una realidad radicada que descubro en mi vida, como las demás. Incluso el hombre que soy yo, en cuanto hombre, es una interpretación de lo que soy, una elaboración teórica de cierta porción de realidad que encuentro al vivir. En rigor, "hombre", lejos de ser la realidad radical, es una teoría.

 

Mi vida, pues, no es el hombre, ni es el yo, ni es el modo de ser de un ente privilegiado que somos nosotros. La vida no se agota en el yo —éste es sólo un ingrediente o momento abstracto suyo—, ni es cosa alguna, porque toda cosa se encuentra en alguna parte, y la vida es, por el contrario, el "dónde" en que las cosas aparecen. Es el área en que se constituyen las realidades como tales, en que acontece mi encuentro con ellas, mi tener que habérmelas con ellas. Y en la medida en que esto ocurre, todas ellas son ingredientes de mi vida. Mi vida comprende, pues, conmigo, las cosas que me rodean, mi circunstancia o mundo, incluido, claro está, su horizonte, el trasmundo latente, sus últimos planos o ultimidades.

 

Por esto, la teoría de la vida humana no es una preparación o propedéutica para la metafísica, ni una fundamentación de ésta, sino que es desde luego la metafísica, es decir, la busca de la certidumbre radical acerca de la realidad radical.

 

Pero ahora empieza precisamente el problema; porque si no se toman en todo su rigor las palabras que acabo de escribir, si se resbala sobre ellas o se las entiende inercialmente y desde otros supuestos, prescindiendo, por tanto, de lo que significan de esencial innovación, se convierten en una colosal trivialidad. He empleado por dos veces la palabra "radical", como adjetivo que califica primero a "certidumbre", después a "realidad"; del sentido preciso de ese adjetivo pende toda esta idea de la metafísica.

 

Ante todo, por lo que se refiere a la certidumbre. Certidumbre no es mero "saber" o "noticia": es saber a qué atenerme; y esto supone, por lo pronto, que recae sobre algo acerca de lo cual necesito saber a qué atenerme. Si se me dice que el nombre de la persona que pasó esta mañana a las 8 y 17 minutos por delante de la Frauenkirche de Munich es Weber, aunque sea verdad, ¿puede llamarse una certidumbre? La noticia de que la temperatura de la cerveza que después beberá el Sr. Weber es exactamente de 6,72 grados centígrados, no es certidumbre, a menos que por alguna razón necesite saberlo; es, pues, mi necesidad quien le confiere carácter de certidumbre, no su simple "verdad" o exactitud. Infinitas ignorancias nos traen sin cuidado; infinitos saberes nos dejan en la incertidumbre respecto a lo que nos importa. Más aún: muchas certidumbres efectivas nos son insuficientes, incluso ellas mismas, por lo que tienen de parciales, o, por su carácter no claramente conciliable, nos provocan la incertidumbre. Por eso recomendaba antes cautela frente a la idea de un "saber sin supuestos"; todo saber tiene supuestos, y lo que importa es qué hace con ellos, es decir, qué función desempeñan respecto de ese saber.

 

La vida está llena de cuestiones respecto a las cuales no tenemos certidumbre; a la inversa, estamos en innumerables certidumbres, y por eso hay muchas realidades que no nos son cuestión ni nos lo han sido nunca; cuando, por último, algo nos es cuestión y llegamos a una certidumbre, alcanzamos una verdad en sentido estricto. Cuando se está en una certidumbre radical, la vida no es cuestión, aunque puede muy bien estar llena de cuestiones; por el contrario, todas las certidumbres parciales sobre los contenidos de la vida son insuficientes para que yo sepa a qué atenerme respecto a ésta. Y cuando esto sucede, es menester esa certidumbre radical, hay que buscarla o hacerla, si se cree que es posible, es decir, que en alguna medida al menos está en mi mano conseguirla. Por otra parte, el adjetivo "radical" califica a la realidad. Al decir que la realidad radical es mi vida, he tenido buen cuidado de añadir que mi vida no soy yo, ni el hombre, sino que "yo soy yo y mi circunstancia", y en mi circunstancia entra toda realidad que pueda hallar de cualquier modo. Tomada así la idea de la vida, ¿no equivale a introducir en ella todo lo imaginable, a convertirla en el todo de la realidad, en la suma de todo lo real? Si mi vida se identifica con la realidad toda, ¿añade algo llamarla "vida"? Y ¿no es recaer en un esquema abstracto del tipo del fichteano "yo y no-yo" el hacer ingre­sar en la noción de vida el todo de la realidad, con pretexto de que todo lo real o es yo o no lo es? Éste es el problema.

 

Hay que tomar en serio la expresión realidad radical, esto es, la distinción entre realidad radical y realidad radicada; esta distinción —a diferencia de lo que ocurría en Descartes con la res cogitans y la res extensa— es operante, quiero decir que afecta a la realidad misma. Esto muestra ya que no se trata de tomar "toda" la realidad por igual, como una suma o conjunto. Pero hay que guardarse de otro riesgo: entender radicalidad como sinónimo de simplificación. Tampoco se trata de retraerse a una situación "elemental", por ejemplo al funcionamiento del organismo humano entre las nudas cosas físicas. ¿Quién nos asegura que esa marcha hacia un hipotético "atrás" es una marcha hacia el principio? ¿Quién nos dice que la "destrucción" de lo que realmente encontramos no es tan "construcción" como el partir de todo el saber acumulado en la historia? Sabemos muy poco de Adán, y lo que en él fue la vida humana está condicionado por sus referencias sobrenaturales; es decir, lejos de ser lo inmediato, Adán es una teoría.

 

Al decir que necesito saber a qué atenerme respecto a la realidad radical, y que en ésta, es decir, mi vida, se incluye de algún modo toda realidad, hay que subrayar que lo que importa de ese "todo" es que nada queda excluído, no la suma de "todas las cosas reales". Necesito saber a qué atenerme respecto a la índole o estructura de la realidad en cuanto tal. Pero no resbalemos otra vez: ¿qué quiere decir en cuanto tal? Es una expresión circunstancial, cuyo sentido cambia en cada caso, al reduplicar aquello de que se trata; en este caso quiere decir "en cuanto realidad". Y como realidad es aquello con que me encuentro, realidad en cuanto tal quiere decir: realidad en cuanto me encuentro con ella. Hay que superar de una vez el milenario intento de omitir la referencia a mí en la realidad, o en otro caso "subjetivizarla"; yo soy ingrediente de la realidad, y no de un modo subrepticio o vergonzante, sino como constitutivo de la realitas de todo lo que es real, aunque yo no sea componente o parte de eso que es real.

 

Ahora bien, mi encuentro con y en la realidad no es inerte ni meramente teórico: me encuentro viviendo. Encuentro la realidad en figura de escenario de mi vida o mundo en el sentido más lato del término. Es decir, cualquier porción, aspecto o interpretación de la realidad presupone mi vida, el área en que se da y constituye. La vida es, por tanto, la organización real de la realidad —frente a toda teoría, como lo es la idea del "todo de la realidad"—, y por consiguiente la realidad radical en el sentido literal de estas palabras.

 

Se trata, pues, de no suplantar la realidad misma por esquemas interpretativos, especialmente por los que, en virtud de su simplicidad, son más difíciles de descubrir: cosas, todo, universo. El sentido de la realidad pende de su hallazgo originario, que no es otro sino mi encuen­tro con ella, viviendo. Vivir —no ser— es el sentido radical de la realidad. En el vivir acontece la constitu­ción de lo real en cuanto tal. Sólo la investigación de las estructuras de mi vida me descubre el ámbito de la reali­dad radical, en la que aparece y cobra su carácter real toda realidad radicada. La metafísica, por tanto, al po­nerse en marcha y tratar de cumplir su función de hallar una certidumbre radical, encuentra que es teoría de la vida humana.

 

VIII   LA TEORÍA DE LA VIDA HUMANA

 

Lα metafísica no es una certeza en que "se está"; es una certeza a que "se llega"; supone, pues, un estado de previa incertidumbre, es derivada y originada. Tiene que justificarse a sí misma, tiene que dar razón de cada una de sus verdades. En ese sentido —pero sólo en ése— es sin supuestos. Porque no es posible el adanismo no se hace metafísica desde cero, sino desde una situación que obliga a hacerla; esta situación está definida por diversas certidumbres y, a despecho de ellas, una incertidumbre radical; con esas certidumbres cuenta la metafísica, parte de ellas; pero como realidades, no como certidumbres; es decir, no deriva la suya de éstas, sino al revés: éstas la reclaman y postulan. Cuando la situación vital se radicaliza y el hombre se pone en busca de esa certidumbre radical, está haciendo metafísica, sea cualquiera la idea que tenga de esta ciencia; y por eso se puede hablar con pleno sentido de la metafísica de los antimetafísicos, de la que han hecho los que negaban su posibilidad, es decir, una cierta figura de ciencia que habían encontrado en su tradición inmediata.

 

Pero al decir que la metafísica es teoría de la vida humana, conviene dar algunas precisiones sobre el carácter de esta teoría. Porque surge una dificultad: hemos dicho que se trata de la realidad radical, y que ésta es justamente lo que queda cuando elimino todas las ideas, teorías e interpretaciones, cuando me quedo con lo que, por ser la nuda realidad con la cual tengo que habérmelas, me obliga a hacer esas teorías e interpretaciones; y se ocurre preguntar: "la vida humana" ¿no es una teoría?

 

Sin duda alguna. Lo que es realidad estricta es mi vida, es decir, yo con las cosas, yo haciendo algo con mi circunstancia. Hablar en general de "vida humana" es ya una interpretación, teoría o doctrina, todo lo justificada y verdadera que se quiera, pero no por eso menos teórica. La vida humana "en general" no existe, no es real; la que lo es es mi vida —la de cada cual, en la medida en que cada uno va dando su significación a esta expresión circunstancial—; mi vida, que no sólo es ésta en el sentido de ser vida individual, sino en otro más profundo y decisivo: que es una absoluta posición de realidad irreductible, circunstancial y concreta. Y si no hubiese más que esto, no tendría siquiera sentido hablar de "vida humana"; esta noción es una interpretación a la cual llego en virtud de ciertas razones sumamente precisas.

 

No puedo exponerlas aquí en forma; baste con indicar la primera, suficiente por sí sola para forzarme a elaborar esa interpretación. Mi vida me aparece como convivencia; quiero decir que encuentro en ella, en mi circunstancia, como ingredientes suyos, ciertas realidades en las que reconozco otros "yo" que son por su parte sujetos de otras vidas, de suerte que funcionan como centros de circunstancias de las cuales formo yo parte; es decir, mi vida —única realidad irreductible e inmediata— incluye la referencia a algo que me veo obligado a considerar como "otras vidas"; esto tiene dos consecuencias: primero, me hace descubrirme como un yo frente a un —secundariamente un él o ella—, y por tanto confiere un primer sentido a la expresión "mi vida"; segundo, me muestra el carácter "disyuntivo" de la vida (el ser ésta o ésta o ésta), y de este modo me remite a una nueva noción, "la vida", que tiene una peculiaridad decisiva: no es tanto un universal, una especie o género, digamos la vida en general, sino que la forma concreta en que aparece ese extraño "universal" que es "la vida" es: la vida de cada cual.

 

Resulta, pues, que mi vida, la realidad radical, me aparece secundaria pero inexorablemente como esta vida concreta, como una disyunción circunstancial de la vida, pero ésta, por su parte, y también inexorablemente, es la vida de cada cual. Esto implica que la relación entre "mi vida" y "la vida" no se parece mucho a la de un individuo con su especie. En este último caso, dada la especie —en sí misma suficiente, al menos como objeto ideal—, puede acontecer que, mediante un "principio de individuación", se individualice en diversos individuos que en cierto respecto —a saber, el de la especie— son intercambiables; o a la inversa, dada una pluralidad de individuos, se descubren en ellos algunas "notas" comunes, de tal manera que, si atiendo a ellas solas y prescindo del resto de su realidad, me ofrecen un aspecto coincidente, que es precisamente el de la especie. Con la vida no ocurre así. Mi propia vida está condicionada por la convivencia; en ella acontece el hecho insoslayable de los otros, y su realidad intrínseca está constituida por el componente histórico-social de las interpretaciones recibidas, a las cuales llamo "cosas". En mi vida se da ya, pues, una referencia a otras vidas, y por tanto a la vida humana. Por el contrario, mientras puedo descansar en un universal cualquiera, la noción "la vida humana" es impensable sin circunstancializarla, sin fundarla en la intuición directa de esta vida, más concretamente de mi vida, única que me es directamente accesible, y sin la cual la "vida en general" es pura y simplemente ininteligible. Frente a todo accidentalismo de la individuación o de la especificidad, la relación entre la estructura funcional e irreal "vida humana" y la realidad singular, circunstancial y concreta "mi vida" es absolutamente in­trínseca y necesaria.

 

La consecuencia de todo esto resultaría, sin este recorrido, inesperada y sorprendente: si bien es cierto que "la vida" no es realidad estricta, sino teoría, esta teoría no es en modo alguno arbitraria, innecesaria o gratuita, sino que viene impuesta por la aprehensión de esa realidad irreductible que es mi vida; y no es esto lo más grave, sino que esta aprehensión tampoco es innecesaria, sino que pertenece a la realidad misma de la vida; con otras palabras, que la vida no es posible —entiéndase bien, posible— sin aprehensión de sí misma, sin proyección imaginativa de su figura, es decir, sin presencia ante sí misma de su estructura como tal "vida humana". A la vida le pertenece intrínsecamente, para poder hacerse, una peculiar "transparencia" en que su propia consistencia se manifiesta. Y esto constituye la justificación última de la metafísica: si recordamos la idea de las funciones "homologas" y "vicarias" y prescindimos, por tanto, de lo que la metafísica tiene de teoría filosófica precisa para retener sólo su función vital, encontramos que ésta pertenece inexorable e intrínsecamente a la vida humana. Dicho con otras palabras, la metafísica no es sino una forma histórica concreta de realizarse uno de los requisitos constitutivos de la vida humana.

 

IX EL MÉTODO DE LA METAFÍSICA

 

hay que retener esta última consecuencia, porque de ella deriva, como veremos en seguida, el método de la metafísica. Y conviene advertir desde luego que esta expresión debe entenderse, no en el sentido de que la metafísica tiene un método, sino en el de que lo es, puesto que es un camino hacia la realidad misma. Se trata, pues, de precisar en qué consiste ese método que es la metafísica.

 

Recuérdese que la dificultad principal, apuntada al final del capítulo VII, es la tradicional identificación del ser con el lógos. Desde Platón, si se apuran las cosas ya desde Parménides, se han definido —más o menos subrepticiamente— de manera recíproca. ¿Cómo es posible para el pensamiento trascender el ser, derivar el ser? La predicación está fundada sobre la identidad y la permanencia. Como otras veces he mostrado en detalle, cuando digo A es Β, Α funciona dos veces: primero cuando digo A, después cuando digo de él que es B, porque este Β es el Β de A; con otras palabras, el A inicial tiene que ser el mismo que es B; A tiene que ser uno y permanente; de ahí la dificultad de predicación acerca de todo lo viviente, y en rigor de todo lo que es real, ya que toda realidad, y de modo eminente la que es viva, es esencialmente inexacta.

 

La realidad aparece como consistencia o "talidad": ser real significa ser tal realidad. Ahora bien, la forma tradicional del conocimiento ha sido la explicación, explicatio, despliegue de los componentes elementales de una realidad. Como durante siglos ha interesado sobre todo el manejo de las cosas —manejo con las manos, en sentido literal (técnica) o manejo mental (ciencia)—, la idea del conocimiento se ha fundado en la reducción: reducción de lo compuesto a sus elementos simples, reducción del efecto a sus causas, reducción, en el mejor de los casos, de lo principiado a su principio. Cuando conozco el mecanismo de esta reducción puedo, a la inversa, componer la cosa compleja partiendo de sus elementos, deducir el efecto de su causa, derivar lo principiado de su principio, en una pa­labra, manejar estas realidades en todos sentidos.

 

Sólo falta que esto sea suficiente. En todo caso, la reducción me lleva de la cosa que quiero conocer a otra; se dirá que ésta es más importante, porque es elemento, causa o principio; sí, pero es otra; es decir, a cambio de ella me quedo sin la primera, sin la primaria. Si ésta no me interesa por sí misma, sino sólo su manejo, por ejemplo su producción, dirección, previsión, medida, etc., no hay dificultad. La dificultad comienza cuando no puedo renunciar a la realidad primaria, cuando ésta se me presenta como incanjeable, insustituible, en suma, irreductible. Piénsese, para tomar un ejemplo sencillísimo, en un color: el verde de la túnica de San Juan del Greco; se me puede explicar ópticamente la longitud de onda de todas las vibraciones cromáticas que lo producen; se me puede explicar igualmente con qué mezclas de especies químicas se obtiene en la paleta; todo eso es excelente si lo que me interesa es "localizar" ese color, situarlo con precisión en una escala, reproducirlo; todas esas explicaciones son válidas para un ciego; pero si lo que me importa es el color mismo, como le sucede al pintor o al contemplador del cuadro, todo eso no me sirve de nada; lo único es abrir los ojos y verlo; entonces tengo delante ese color en su mismidad, en su propia, irreductible realidad de tal color.

 

El descubrimiento  de lo irreductible  —existencia, vida, historia— hizo sentir la radical insuficiencia de todo conocimiento explicativo; y como apresuradamente se había identificado este conocimiento con la función de la razón, se vino a parar, muy razonablemente, en el irracionalismo, que es la historia de dos tercios de siglo de filosofía. . . y de los rezagados y anacrónicos de un tercio más.

 

Hubo un momento en que se creyó que el problema estaba resuelto con la descripción: en ella nos quedamos con la cosa misma, con lo irreductible, con esa realidad a la que no podemos renunciar. Y así es sin duda; únicamente, la descripción no basta, y esto por motivos radicales. Porque su insuficiencia no deriva de que las exigencias del conocimiento sean más altas, sino de que no es posible vivir sin ir más allá de la descripción. El irracionalismo no tiene más que un inconveniente importante: que es imposible. La vida me es dada, pero no me es dada hecha —una antigua y decisiva tesis de Ortega—; yo me encuentro con las cosas, en una circunstancia, y tengo que hacer algo para vivir; tengo, pues, que proyectar sobre las facilidades y dificultades con que me encuentro un cierto proyecto o pretensión que imagino, y que a su vez sólo es posible en función del programa total, pretensión o vocación que me constituye. Al proyectar dicho proyecto, las circunstancias me aparecen como posibilidades —o imposibilidades—, entre cuyo repertorio tengo que elegir. ¿Cómo es posible la elección? Si yo no tuviese más que lo que la descripción me puede dar, no tendría más que notas o datos inconexos, y nunca podría decidir. Para ello necesito saber a qué atenerme respecto a la situación total en que me encuentro, hacerme cargo de ella, aprehenderla en su totalidad y en su conexión. Ahora bien, esto es lo que se llama razón. Para dar una "definición" de ella, hace años, me limité a un análisis de lo que quiere decir esta palabra en el uso del lenguaje, en no menos de diez acepciones en que funciona; y la fórmula hallada no fue ni más ni menos que ésta: la aprehensión de la realidad en su conexión. Es decir, para vivir hace falta ir más allá de la descripción, llegar a una razón o teoría, que no ha de ser la vieja teoría predescriptiva, sino la que viene exigida e impuesta por ella misma y por la necesidad vital de decidir y elegir.

 

Pero con esto no se ha hecho más que empezar. Hay que repensar con algún rigor esa idea de la razón; porque la conexión resulta problemática; no basta con tomar las notas juntas, o ligadas por mera adición, ni siquiera unidas por un vínculo simplemente lógico. La relación de "fundación" que Husserl reclama para las notas integrantes de una esencia es de carácter irreal, y además sólo encuentra su aplicación en cierto tipo muy particular de esencias. Haría falta determinar por qué ciertas notas son notas de una realidad. Aprehensión de la realidad en su conexión, he dicho: ¿cuál es ésta?

 

"Lo real" , "el mundo" , "las cosas" , "la conciencia" son sólo abstracciones, se entiende, de la unidad real en que se constituyen. La conexión efectiva de la realidad es el sistema de la vida misma, es decir, del vivir. La realidad en su forma concreta es mi vida. Sólo el verbo vivir, mejor dicho, el verbo vivir personalmente conjugado —yo vivo— es concreto. Unicamente en él transparece a la vez la conexión y la concreción de la realidad. Vivir es encontrarse en una situación concreta, que se hace transparente y conexa en el sentido de que sus componentes quedan realmente ligados en una figura a la cual se llama mundo. La decisión en que consiste en cada instante la vida, ese hacer algo con las cosas de mi circunstancia, por algo y para algo —sin eso, como ha mostrado Ortega, hay sólo "actividad", no hacer humano—, se ejecuta aprehendiendo la situación real en que me encuentro; se entiende, en que me encuentro con las cosas. Vivir es, pues, y esto intrínsecamente, aprehender la realidad en su efectiva conexión, en aquella que tiene, quiera yo o no, aparte de mis ideas, como situación en que me encuentro y de la que yo, con mi pretensión, soy un ingrediente esen­cial. Dicho en una palabra, la vida es la forma concreta de la razón.

 

Pero, vistas las cosas de otro lado, la vida no es nunca un automatismo, aunque sin mecanismos automáticos no sería posible. Quiero decir que la acción no se desencadena nunca sin más, de un modo obvio y, repito, automático, sino que supone una esencial detención previa, que quita al hacer humano el carácter reactivo y la convierte en hacer originario —brotado de mí mismo— en vista de las cosas. No puedo vivir sin saber a qué atenerme, porque vivir es justamente eso: hacer esto y no lo otro, dadas las circunstancias y en vista de lo que pretendo; pero para saber a qué atenerme tengo que hacer algo, hacerme cargo de mi situación, aprehender lo real en su conexión efectiva, aquella en que lo encuentro al vivir. Y eso es exactamente razonar, pensar. Si por una parte la vida es la razón, su forma concreta, como antes decía, por otra parte la vida sólo es posible mediante la razón.

 

Veíamos antes que la realidad radical, mi vida, no es posible sin aprehensión de sí misma, sin proyección de su figura, por consiguiente sin esa mínima "teoría intrínseca" —si se me permite la expresión— que es "la vida". Ahora encontramos que el vivir requiere la puesta en marcha de la razón, y que la función de ésta —aprehender la realidad en su conexión efectiva y concreta— sólo se ejecuta viviendo. A esta coimplicación o complicación necesaria de razón y vida es a lo que llama Ortega desde hace cuarenta años razón vital, en su doble vertiente: la razón sin la cual no es posible la vida; la razón que es la vida en su función de apre­hender la realidad. Si la realidad radical es la vida, y la metafísica pretende hallar la certidumbre radical acerca de esa realidad, su método, quiero decir el método en que consiste, el camino efectivo para aprehender, poseer y dominar esa realidad en tanto que realidad —por tanto, en tanto que la encuentro y me encuentro con ella, viviendo—, ese método no puede ser otro que la razón vital.

 

X VIDA Y RAZÓN

 

La realidad radical, previa a las teorías o interpretaciones, es mi vida, la vida concreta, singular, circunstancial de cada uno. Pero a esta vida le pertenece necesariamente una presencia de sí misma, puesto que, al no estar hecha ya de antemano, tiene que hacerse y, para ello, proyectarse imaginativamente. La vida —suele decir Ortega— es futurición y faena poética. No es posible mi vida, por consiguiente, más que cuando es entendida como "vida", esto es, cuando doy razón de ella. Vivir es dar razón, y sólo se da razón de algo viviendo, es decir, haciéndolo funcionar realmente en el ámbito o área de mi vida.

 

Esto significa que la realidad humana presenta una doble vertiente inseparable. La única vida real, la individual, es algo que acontece a mí, aquí y ahora, en estas precisas circunstancias, y el modo de acceso a ella es contarla; la forma de "enunciación" que corresponde a ella es el relato, la narración, y por eso la razón vital es una razón narrativa. Pero, por otra parte, no puedo contar o narrar nada, no puedo entender mi vida más que desde un esquema en que la estructura de la vida se manifiesta. Pero no se olvide lo que antes dije: "la vida" no tiene realidad, no existe en ninguna parte, no es "suficiente" ni siquiera como objeto ideal; es decir, ese esquema sólo se puede obtener mediante un análisis de la vida individual —primariamente de la mía—, gracias al cual descubro en ella ciertas estructuras, condiciones o requisitos sin los cuales no sería posible. No se trata, pues, de una teoría general independiente de mi vida, que pudiera pensarse y formularse aparte de ella, sino que es extraída o abstraída de la concreción singular de mi vida propia. Y adviértase que, de mo­mento, no tiene ningún carácter "genérico", sino que se trata de una determinación constitutiva de mi vida individual: en ella encuentro y de ella extraigo esa estructura o "teoría" que llamo "vida", y sin la cual no puede realizarse. Pero tan inexacto como atribuirle un carácter directamente genérico sería suponer que las otras vidas no tienen nada que hacer en ella; lo que ocurre es que los otros, a quienes radicalmente encuentro, los encuentro en mi vida, como realidades secundarias respecto a ésta, o sea radicadas en ella.

 

La universalidad de esta interpretación "vida" es derivada: procede de que, puesto que contiene los requisitos o condiciones sin las cuales no hay vida, al encontrar que cada uno de los demás tiene también su vida, infiero que en ellas tienen que darse las mismas estructuras, por sí mismas irreales, sólo realizadas en la singular concreción que corresponde a la circunstancialidad de cada una de ellas. Sólo por esto la noción "vida humana" se convierte en "vida humana en general".

 

La narración de la vida singular no es posible, pues, más que gracias a una teoría abstracta —secundariamente universal—, la cual, a su vez, sólo es posible, incluso como teoría, como objeto ideal complejo, fundada en esa vida concreta que es la mía. Con otras palabras, esa teoría es analítica, se obtiene mediante análisis de la efectiva realidad de mi vivir; pero éste, en su radical inmediatez, sólo es posible ejecutando, siquiera en forma rudimentaria, ese análisis, que todo hombre lleva a cabo y que le permite entenderse y proyectarse imaginativamente en lo futuro.

 

Conviene aclarar que ese "llevar a cabo" el análisis de la vida humana no es ejecutado originalmente por cada hombre, al menos en su mayor parte. La condición histórica y social de éste hace que la vida concreta funcione siempre a un cierto nivel, y esto quiere decir que mi vida y sus contenidos me son ya interpretados por el contorno social que me rodea, es decir, que yo vivo dichos contenidos elaborados, teorizados, y se me inyecta desde luego, al ir viviendo, una interpretación, muy precisa y condicionada circunstancialmente, de la vida humana. El trato con los demás, el lenguaje, el sistema de los usos, las funciones adscritas previamente a las cosas que me rodean, el contorno artificial que me envuelve, el matiz afectivo y valorativo con que las cosas me son presentadas, todo ello hace que la realidad tal como la encuentro —por tanto, la verdadera realidad— sea ya interpretada y responda a una idea de la vida humana. Esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que la vida es intrínsecamente histórica y social; y a la vez resulta claro que todo "adanismo" es una abstracción; y en la medida en que pretende presentarse como una radicalización de las cosas, una falsedad.

 

Y todavía hay que tener en cuenta, entre la realidad singular y concreta de mi vida y las estructuras necesarias —y por eso universales— que descubre la teoría analítica o abstracta, una tercera zona intermedia, obstinadamente desconocida por el pensamiento, y que es lo que he denominado la estructura empírica de la vida humana: aquellas determinaciones que, sin ser condiciones sine quibus non, requisitos constitutivos de toda vida, sin aparecer, por tanto, en el mero análisis de ella ni ser contenidos de la teoría abstracta, no son tampoco determinaciones puramente empíricas e individuales de esta o la otra vida concreta. El que, aparte de la condición circunstancial y mundana de la vida, el mundo sea precisamente éste, con la estructura determinada que tiene; el que, además de ser corpóreo, el hombre tenga esta forma concreta de corporeidad y no otra en principio posible; el que la duración de la vida humana, sobre ser limitada, tenga una cierta cuantía media y previsible; el que la cualificación en edades del tiempo vital tenga un cierto ritmo; el que la vida humana tenga una condición sexuada; todo esto, que no pertenece a los requisitos constitutivos de la "vida", que no es a priori, sino empírico, que en principio podría ser de otra manera, es sin embargo estructural y estable. La estructura empírica es la forma concreta de la circunstancialidad, y es un margen de posible variación histórica. Y la vida singular y concreta aparece recortada y realizada dentro del marco, no sólo de las determinaciones necesarias y puramente analíticas de toda vida, sino también de las de la estructura empírica en que se encuentra inserta.

 

Esto muestra algunos caracteres importantes de la idea de la metafísica que estoy trazando, probablemente con excesiva concisión. Ante todo, lo que quiere decir en ella el término "vida". Se ha hablado mucho de ella —con este nombre o el de existencia, o bien con el heideggeriano Dasein o "existir"—, especialmente desde Dilthey; pero no se trata exactamente de lo mismo, ni aun con gran distancia —y esto hace que algunas críticas justificadas que se hacen a estas formas de pensamiento resulten totalmente inoperantes a una actitud intelectual que va más allá de esas objeciones e incluye previamente lo que tienen de certero—. Vida humana, en su forma concreta mi vida, no quiere decir el hom­bre, ni menos aún la "subjetividad". Es realidad radical, el área en que toda realidad en cuanto tal se constituye, en que adviene a algo ese carácter que llamamos realidad. Es —decía antes— la organización real de la realidad, frente a cualquier modo abstracto de referirse a ella y ordenarla. Y esa organización no es meramente "localización", no se agota en el simple "estar en", sino que el modo efectivo de estar es estar viviendo. Vivir, y no ser o estar, es el sentido radical de la realidad, el fundamento de todo ser y todo estar, de todo descubrimiento de "cosas" —entre ellas el hombre—, de mí mismo como un "yo".

 

Utilizando en un contexto en el cual él no la ha empleado una terminología de Ortega, podríamos decir que, si bien mi vida no implica toda realidad, sí la complica. Es decir, no toda realidad es ingrediente o componente de mi vida, no forma parte de ella, no es momento, nota o porción de ella, pero se encuentra esencialmente ligada a mi vida en la medida en que puedo referirme a ella como realidad. Decir de algo que es realidad significa, sépase o no, referirlo a mi vida, y esto es lo que significa "radicarlo" en ella.

 

Si Ortega, hace cuarenta años, se hubiese limitado a investigar la vida, no habría hecho sino marchar por el camino que siguen, antes, al mismo tiempo y después que él, muchos filósofos. Sin embargo, hizo —y esto desde su primer libro— algo más; a primera vista, muy poco; de hecho, lanzar la metafísica por un camino distinto; tan distinto, que —por debajo de indudables coincidencias, nacidas sobre todo de la coetaneidad, es decir, del nivel de los problemas comunes— lleva a muy otros destinos, como se irá viendo cada vez con mayor claridad. Lo que hizo Ortega fue unir las palabras "vida" y "razón", referir la una a la otra, mostrar que, lejos de ser opuestas e inconciliables, son inseparables. En lugar de una "filosofía de la vida" o cualquier forma de "existencialismo", inició otra cosa bien distinta: una "metafísica según la razón vital".

 

Y esto es lo decisivo: la razón vital. De otro modo, la filosofía se queda en fenomenología, en descripciones fenomenológicas —indispensables, con frecuencia espléndidas— que no llegan a la aprehensión de la realidad en su conexión, que no dan razón de ella, que pro­meten y nunca cumplen la realización de una metafísica. O en otro supuesto, se da un brinco a la razón abstracta y se hace teoría de una realidad de la cual se ha amputado justamente su concreción, su constitución efectiva en mi vida, su organización intrínseca como tal realidad.

 

Porque sólo si se hace que la vida misma funcione como ratio, que se vuelva hacia la realidad tal como la encuentro, en el viviente encontrarme en ella y encontrarla conmigo, sólo así se rebasa la esfera de las "vivencias", actos o contenidos de la vida, por una parte; sólo así se trasciende de las interpretaciones, y sobre todo de esa interpretación decisiva que es el ser, por otra parte, para captar y entender —comprender— la vida misma como realidad radical. Lo cual, por supuesto, no es posible más que con una doble condición: ir más allá de la fenomenología, de toda "descripción" y de la conciencia —que, lejos de ser la verdadera realidad, ni siquiera es realidad, sino una teoría o interpretación—, al sistema real de la vida efectiva; y en segundo tér­mino, ir de la lógica abstracta, de la lógica de la identidad, fundada en la idea del ser, a una lógica del pensamiento concreto, órgano del trato pensante con la realidad, con una teoría de las formas de situación, una morfología del pensamiento en su concreción efectiva, y no sólo un catálogo de las formas esquemáticas del pensamiento abstracto, una teoría de las formas de conexión y, por tanto, de las posibilidades —mucho más ricas de lo que se sospecha, mucho más variadas— de fundamentación.

 

Todo esto tiene una consecuencia final. He insistido varias veces en que la teoría de la vida humana, así entendida, no es una propedéutica de la metafísica, no es su preparación, sino que es la metafísica. Como la filosofía tiene estructura sistemática y por tanto circular, no será inoportuno renovar y reforzar la evidencia que esta tesis debió tener páginas antes con la que vierte sobre ella la visión desde otro círculo concéntrico. La teoría de la vida humana, en efecto, estudia la estructura del vivir, más inmediatamente de mi vivir, y por necesidad intrínseca, pero secundaria, de la vida humana "en general". Empieza, pues, en cierto sentido, conmigo; habla de cosas que me pasan, del yo, la circunstancia, el hacer, la inseguridad y la certeza, el naufragio, el tiempo y la historia, la autenticidad, los temples vitales, el ensimismamiento o la alteración, las creencias y las ideas, tal vez de la angustia y hasta, si se quiere, de la náusea y el asco, o acaso también de la felicidad. Pero si la teoría de la vida humana se toma en serio a sí misma, es decir, si se compromete a ser teoría —no mera des­cripción—, esto es, a dar razón de su tema, y si éste es la vida humana en su mismidad, no simples vivencias o contenidos parciales suyos, entonces se ve obligada a afrontar el problema decisivo de su estructura, de la di­námica polaridad entre un yo o quién y una circunstancia que con ese yo abstracto constituye el yo real y concreto que soy yo como efectiva realidad viviente. Y con ello tiene que hacerse cuestión de los diversos planos de la perspectiva, de la articulación efectiva de ellos al vivir, de la corporeidad que me constituye, del mundo en que estoy viviendo, del horizonte de ese mundo y de la orla de ultimidades que da unidad y figura a mi vida. Y con esto llegamos al punto decisivo: la teoría de 3a vida encuentra ese carácter suyo de complicación de toda realidad; y el dar razón de la vida requiere por tanto dar razón de esa dimensión suya en virtud de la cual "complica" todo lo que aparece como realidad. La investigación de esa estructura esencial del vivir que es la complicación exige, pues, el hacerse cuestión de toda realidad. Pero entiéndase bien: de toda realidad en cuanto complicada en mi vida. El estudio de las di­versas realidades corresponde a las ciencias que de ellas tratan; su consideración en tanto en cuanto aparecen complicadas en mi vida pertenece a la teoría de ésta, es decir, a la metafísica. Algo de esto entrevió la fenomenología al decir que los objetos intencionales reaparecen salvados en la conciencia reducida, como términos de las vivencias o actos intencionales de la conciencia pura; pero la diferencia entre esta posición y la nuestra es esencial: aquí no se trata de intencionalidad ni de conciencia, sino de la vida efectiva y las relaciones de real complicación con otras realidades. Es decir, por ser la teoría de la vida humana ciencia de la realidad radical, es también ciencia de la radicación; y, por tanto, de las realidades radicadas, si bien sólo en tanto que radicadas. Lo cual significa que la metafísica —y con ello se cierra un ciclo abierto en Kant— se ve inexorablemente remitida a la trascendencia, no por ninguna decisión o conveniencia caprichosa, sino porque la trascendencia es la condición misma de la vida.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

En esta bibliografía se indican unos pocos libros importantes que pueden ayudar a comprender los problemas tratados en cada uno de los capítulos. Se incluyen en ella también otros escritos del autor, en los cuales, aunque en forma distinta, ha tocado cuestiones conexas con las aquí tratadas.

 

1.   A. lalande, Vocabulaire technique et critique de la philosophie (6a ed., París, 1951). J. ferrater mora, Diccionario de Filosofía (3a ed., Buenos Aires, Sudamericana,  1951).

 

2.   aristóteles, Metafísica,  libros  I  y II.  julius stenzel,   Metaphysik  des  Altertums   (Munich   y  Berlín, 1934).  werner jaeger,  La teología de los primeros filósofos griegos (México,  1925). X. zubiri, Naturaleza, Historia, Dios (Madrid, 1944). J. marías, Introducción a la Filosofía (4a ed., Madrid, 1956); Historia de la Filosofía (8a ed., Madrid,  1956); Biografía de la Filosofía (2a ed., Buenos Aires, Emecé, 1956); J. ortega y gasset, Stücke aus einer "Geburt der Philosophie" (en Offener Horizont, ho­menaje a K. Jaspers, Munich, 1953).

 

3.   J. marías, Historia de la Filosofía; Biografía de la Filosofía; Introducción al Discurso de metafísica de Leibniz (Madrid, 1944). gredt, Elementa philosophiae aristotélico-thomisticae (6a ed., Friburgo de Brisgovia,  1932).

 

4.   kant, Kritik der reinen Vernunft. M. G. moren-te, La filosofía de Kant (Madrid, 1917); Lecciones preli-minares de filosofía (5a ed., Buenos Aires, Losada, 1952). M.  heidegger,  Kant und das Problem der Metaphysik (Bonn,  1929). J. ortega y gasset, Kant. Reflexiones de centenario  (1924);   Filosofía pura (anejo a mi folleto "Kant")   (Madrid,  1929).

 

5.  X. zubiri, Naturaleza, Historia, Dios. J. marías, Historia de la Filosofía; La filosofía del P. Gratry (2a ed., Buenos Aires,  1948).

 

6.  A. lalande, Vocabulaire technique et critique de la phisolophie. J. ferrater mora, Diccionario de Filosofía. R. eisler, Wörterbuch der philosophischen Begriffe (Ber­lín,   1910). baldwin, Dictionary of Philosophy and Psy-chology (Londres,  1902). E. gilson, L'étre et l'essence (París, 1948). heidegger, Sein una Zeit (Halle, 1927); Was ist Metaphysik? (5a ed., Frankfurt a. M., 1949); Ein-führung in die Metaphysik (Tübingen,  1953). N. hart-mann, Zur Grugdlegung der Ontologie (Berlin y Leipzig, 1935);   Neue  Wege  der  Ontologie   (Stuttgart y  Berlín, 1942). J.-Ρ. sartre, L'étre et le néant (París, 1935). G. marcel, Le mystère de l'être (París,  1951). K. jas-pers, Philosophie  (Berlín,   1932).   J. wahl, Traité de métaphysique  (París,   1953).  J.   marías,  Introducción  a la Filosofía.

 

7.   J.  ortega y  gasset,  Meditaciones del Quijote (Madrid,    1914);   El tema de nuestro tiempo   (Madrid, 1923); "La metafísica y Leibniz" (1926); En torno a Galileo (Madrid, 1933); Historia como sistema (Madrid, 1935). J. marías, Filosofía actual y existencialismo en Es­paña (Madrid, 1955); Introducción a la Filosofía.

 

8.  J. ortega y gasset, "Para un Museo Romántico" (1922); Goethe desde dentro  (Madrid,   1932);  "Misión del bibliotecario"    (1935);    Ensimismamiento  y  alteración (Buenos Aires,    1939);   Ideas y creencias (Buenos Aires, Espasa-Calpe,   1940).  J.  marías,  Introducción a la filo-sofía.   F.   romero,   Teoría   del   hombre   (Buenos   Aires, Losada, 1952).

 

9.   J. ortega y gasset, Meditaciones del Quijote; "Verdad y perspectiva" (1916); "Ni vitalismo ni racionalismo" (1924); "Apuntes sobre el pensamiento: su teurgia y su demiurgia" (1941); Prólogos a una Historia de la Filoso­fía (1942) y a un Tratado de Montería (1942). J. ma­rías, Introducción a la Filosofía; Filosofía actual y existen-cialismo en España. A. N. whitehead, The Function of Reason (Princeton, 1929).

 

10. J. marías, Introducción a la Filosofía; Filosofía actual y existencialismo en España; "La vida humana y su estructura empírica" (en Ensayos de teoría, Barcelona, 1954).