Fundamentos morales de la metafísica

 

Por Manuel García Morente

Publicado en el libro “Lecciones preliminares de filosofía”

Nº 164 (págs. 229-238)

Ed. Porrúa, México 1985

Índice:

· La conciencia moral
· Razón práctica
· Los calificativos morales
· Imperativo hipotético e imperativo categórico
· Moralidad y legalidad
· Fórmula del imperativo categórico
· Autonomía y heteronomía
· La libertad .
· La inmortalidad
· Dios
· Primacía de la razón práctica


El resultado a que llega la Crítica de la Razón pura es la imposibilidad de la metafísica como ciencia, como conocimiento científico, que pretendiese la contradicción de conocer, y conocer cosas en sí mismas. Puesto que conocer es una actividad regida por un cierto número de condiciones que convierten las cosas en objetos o fenómenos, hay una contradicción esencial en la pretensión metafísica de conocer cosas en sí mismas. Pero si la metafísica es imposible como conocimiento científico, o como dice Kant, teorético, especulativo, no está dicho que sea imposible en absoluto. Podría haber acaso otras vías, otros caminos, que no fuesen los caminos del conocimiento, pero que condujesen a los objetos de la metafísica. Si hubiese esos otros caminos que, en efecto, condujesen a los objetos de la metafísica, entonces la Crítica de ta Razón pura habría hecho un gran bien a la metafísica misma; porque si bien habría demostrado la imposibilidad para la razón teorética de llegar por medio del conocimiento a esos objetos, demuestra también la imposibilidad de esa misma razón teorética para destruir las conclusiones metafísicas que se logren por otras vías distintas del conocimiento.

Nos resta ahora examinar el problema de si, en efecto, existen esas otras vías y cuáles son. Kant piensa, en efecto, que tras el examen crítico de la razón pura existen unos caminos conducentes a los objetos de la metafísica, pero que no son los caminos del conocimiento teórico científico. ¿Cuáles son estos caminos?

Nuestra personalidad humana no consta solamente de la actividad de conocer. Es más: la actividad de conocer, el esfuerzo por colocarnos en frente de las cosas para conocerlas, es solamente una de tantas actividades que el hombre ejecuta. El hombre vive, trabaja, produce: el hombre tiene comercio con otros hombres, edifica casas, establece instituciones morales, políticas y religiosas por consiguiente, el campo vasto de la actividad humana trasciende con mucho de la simple actividad del conocimiento.

La conciencia moral

Entre otras, hay una forma de actividad espiritual que podemos condensar en el nombre de "conciencia moral". La conciencia moral contiene dentro de sí un cierto número de principios, en virtud de los cuales los hombres rigen su vida. Acomodan su conducta a esos principios y, por otra parte, tienen en ellos una base para formular juicios morales acerca de sí mismos y de cuanto les rodea. Esa conciencia moral es un hecho, un hecho de la vida humana, tan real, tan efectivo, tan inconmovible, como el hecho del conocimiento.

Nosotros hemos visto que Kant, en su crítica del conocimiento, parte del hecho del conocimiento, parte de la realidad histórica del conocimiento. Ahí está la física matemática de Newton: ¿Cómo es ella posible? Pues, igualmente existe en el ámbito de la vida humana el hecho de la conciencia moral. Existe esa conciencia moral, que. contiene principios tan evidentes, tan claros, como puedan ser los principios del conocimiento, los principios lógicos de la razón. Hay juicios morales que son también juicios, como pueden serlo los juicios lógicos de la razón raciocinante.

Razón práctica

Pues bien; en ese conjunto de principios que constituyen la conciencia moral, encuentra Kant la base que puede conducir al hombre a la aprehensión de los objetos metafísicos. A ese conjunto de principios de conciencia moral, Kant le da un nombre. Resucita, para denominarlo, los términos de que para ello mismo se valió Aristóteles. Aristóteles llama a la conciencia moral y sus principios "Razón práctica" (Nous practikós). Kant resucita este apelativo y al resucitarlo y aplicar a la conciencia moral el nombre de Razón práctica, lo hace precisamente para mostrar, para hacer patente y manifiesto que en la conciencia moral actúa algo que, sin ser la razón especulativa, se asemeja a la razón. Son también principios racionales, principios evidentes, de los cuales podemos juzgar por medio de la aprehensión interna de su evidencia. Por lo tanto los puede llamar legítimamente razón. Pero no es la razón, en cuanto que se aplica al conocimiento; no es la razón enderezada a determinar la esencia de las cosas, lo que las cosas son. No. Sino que es la razón aplicada a la acción, a la práctica, aplicada a la moral.

Los calificativos morales

Pues bien. Un análisis de estos principios de la conciencia moral conduce a Kant a los calificativos morales, por ejemplo: bueno, malo, moral, inmoral, meritorio pecaminoso, cte. Estos calificativos morales, estos predicados morales, que nosotros solemos muchas veces extender a las cosas, no convienen sin embargo a las cosas. Nosotros decimos que esta cosa o aquella cosa es buena o mala; pero en rigor, las cosas no son buenas ni malas, porque en las cosas no hay mérito ni demérito. Por consiguiente los calificativos morales no pueden predicarse de las cosas, que son indiferentes al bien y al mal; sólo pueden predicarse del hombre, de la persona humana. Lo único que es verdaderamente digno de ser llamado bueno o malo es el hombre, la persona humana. Las demás cosas que no son el hombre, coma los animales, los objetos, son lo que son, pero no son buenos ni malos.

Y ¿por qué es el hombre el único ser, del cual puede, en rigor, predicarse la bondad o maldad moral? Pues lo es porque el hombre verifica actos y en la verificación de esos actos el hombre hace algo, estatuye una acción; y en esa acción podemos distinguir dos elementos: lo que el hombre hace efectivamente y lo que quiere hacer. Hecha esta distinción entre lo que hace y lo que quiere hacer, advertimos inmediatamente que los predicados bueno, malo, los predica(los morales, no corresponden tampoco a lo que efectivamente el hombre hace, sino estrictamente a lo que quiere hacer. Porque muchas veces acontece que el hombre hace lo que no quiere hacer; o que el hombre no hace lo que quiere hacer. Si una persona comete un homicidio involuntario, evidentemente este acto es una gran desgracia, pero no puede calificarse al que lo ha cometido, de bueno ni de malo. No pues al contenido de los actos, al contenido efectivo; no pues a la materia del acto convienen los calificativos morales de bueno o malo, sino a la voluntad misma del hombre.

Este análisis conduce a la conclusión de que lo único que verdaderamente puede ser bueno o malo, es la voluntad humana. Una voluntad buena o una voluntad mala.

Imperativo hipotético e imperativo categórico

Entonces el problema que se plantea es el siguiente: ¿qué es, en qué consiste una voluntad buena? ¿A qué llamamos una voluntad buena? Encaminado en esta dirección, Kant advierte que todo acto voluntario se presenta a la razón, a la reflexión, en la forma de un imperativo. En efecto todo acto, en el momento de iniciarse, de comenzar a realizarse, aparece a la conciencia bajo la forma de mandamiento: hay que hacer esto, esto tiene que ser hecho, esto debe ser hecho, haz esto. Esa forma de imperativos, que es la rúbrica general en que se contiene todo acto inmediatamente posible, se especifica, según Kant, en dos clases de imperativos; los que él llama imperativos hipotéticos y los imperativos categóricos.

La forma lógica, la forma racional, la estructura interna del imperativo hipotético, es la que consiste en sujetar el mandamiento, el imperativo mismo, a una condición. Por ejemplo: "si quieres sanar de tu enfermedad, toma la medicina". El imperativo es "toma la medicina"; pero ese imperativo está limitado, no es absoluto, no es incondicional, sino que está puesto bajo la condición "de que quieras sanar". Si tú me contestas: "no quiero sanar", entonces ya no es válido el imperativo. El imperativo: "toma la medicina" es pues solamente válido bajo la condición de que quieras sanar".

En cambio, otros imperativos son categóricos: aquellos justamente en que la imperatividad, el mandamiento, el mandato, no está puesto balo condición ninguna. El imperativo entonces impera, como dice Kant, incondicionalmente, absolutamente; no relativa y condicionadamente, sino de un modo total, absoluto y sin limitaciones. Por ejemplo, los imperativos de la moral se suelen formular de esta manera, sin condiciones: "honra a tus padres"; "no mates a otro hombre"; y, en fin, todos los mandamientos morales bien conocidos.

Moralidad y legalidad

¿A cuál de estos dos tipos de imperativos corresponde lo que llamamos la moralidad? Evidentemente, la moralidad no es lo mismo que la legalidad. La legalidad de un acto voluntario consiste en que la acción efectuada en él sea conforme y esté ajustada a la ley. Pero no basta que una acción sea conforme y esté ajustada a la ley, para que sea moral; no basta que una acción sea legal para que sea moral. Para que una acción sea moral es menester que algo acontezca no en la acción misma y su concordancia con la ley, sino en el instante que antecede a la acción, en el ánimo o voluntad del que la ejecuta. Si una persona ajusta perfectamente sus actos a la ley, pero los ajusta a la ley porque teme el castigo consiguiente o apetece la recompensa consiguiente, entonces decimos que la conducta íntima, la voluntad íntima de esa persona no es moral. Para nosotros, para la conciencia moral, una voluntad que se resuelve a hacer lo que hace por esperanza de recompensa o por temor a castigo, pierde todo valor moral. La esperanza de recompensa y el temor al castigo menoscaban la pureza del mérito moral. En cambio decimos que un acto moral tiene pleno mérito moral, cuando la persona que lo verifica ha sido determinada a verificarlo únicamente porque ese es el acto moral debido.

Pues bien, si ahora esto lo traducimos a la formulación, que antes explicábamos, del imperativo hipotético y del imperativo categórico, advertiremos en seguida que los actos en donde no hay la pureza moral requerida, los actos en donde la ley ha sido cumplida por temor al castigo o por esperanza de recompensa, son actos en los cuales, en la interioridad del sujeto, el imperativo categórico ha sido hábilmente convertido en hipotético. En vez de escuchar la voz de la conciencia moral, que dice "obedece a tus padres", "no mates al prójimo", conviértese este imperativo categórico en este otro hipotético: "si quieres que no te pase ninguna cosa desagradable, si quieres no ir a la cárcel, no mates al prójimo". Entonces, el determinante aquí ha sido el temor; y esa determinación del temor ha convertido el imperativo (que en la conciencia moral es categórico), en un imperativo hipotético; y lo ha convertido en hipotético al ponerlo bajo esa condición y transformar la acción en un medio para evitar tal o cual castigo o para obtener tal o cual recompensa.

Entonces diremos que, para Kant, una voluntad es plena y realmente pura, moral, valiosa, cuando sus acciones están regidas por imperativos auténticamente categóricos.

Si ahora queremos formular esto en términos sacados de la lógica, diremos que en toda acción hay una materia y una forma; la materia de la acción es aquello que se hace o que se omite (porque una omisión, es lo mismo que una acción, con el signo menos).

Fórmula del imperativo categórico

Pues bien; en toda acción u omisión, hay una materia, que es lo que se hace o lo que se omite, y hay una forma que es el por qué se hace y el por qué se omite. Y, entonces, la formulación será: una acción denota una voluntad pura y moral, cuando es hecha no por consideración al contenido empírico de ella, sino simplemente por respeto al deber; es decir, como imperativo categórico y no como imperativo hipotético. Mas ese respeto al deber es simplemente la consideración a la forma del "deber", sea cual fuere el contenido ordenado en ese deber. Y esta consideración a la forma pura, le proporciona a Kant la fórmula conocidísima del imperativo categórico, o sea la ley moral universal, que es la siguiente: "Obra de manera que puedas querer que el motivo que te ha llevado a obrar sea una ley universal. Esta exigencia de que la motivación sea ley universal vincula enteramente la moralidad a la pura forma de la voluntad, no su contenido.

Autonomía y heteronomía

Otra segunda consecuencia que tiene esto para Kant, es la necesidad de expresar la ley moral (y su correlato en el sujeto, que es la voluntad moral pura) en una concepción en donde quede perfectamente aclarado el fundamento de esta ley moral por un lado y de esta voluntad pura por el otro. Y esa concepción la encuentra Kant distinguiendo entre autonomía y heteronomía de la voluntad. La voluntad es autónoma cuando ella se da a sí misma su propia ley; es heterónoma cuando recibe pasivamente la ley de algo o de alguien que no es ella misma. Ahora bien: todas las éticas que la historia conoce, y en las cuales los principios de la moralidad son hallados en contenidos empíricos de la acción, resultan necesariamente heterónomas; consisten necesariamente en presentar un tipo de acción para que el hombre ajuste su conducta a ella. Pero ese hombre, entonces, ¿por qué ajustará su conducta a ese tipo de acción? Porque tendrá en consideración las consecuencias que ese tipo de acción va a acarrearle. Toda ética, como el hedonismo, el eudemonismo, o como las éticas de mandamientos, de castigos, de penas y recompensas, son siempre heterónomas, porque en ese caso, siempre el fundamento determinante de la voluntad es la consideración que el sujeto ha de hacer de lo que le va a acontecer si cumple o no cumple.

Solamente es autónoma aquella formulación de la ley moral que pone en la voluntad misma el origen de la propia ley. Ahora bien; esto obliga a que la propia ley que se origina en la voluntad misma no sea una ley de contenido empírico, sino una ley puramente formal. Por eso la ley moral no puede consistir en decir: "haz esto", o "haz lo otro", sino en decir "lo que quieras que hagas hazlo por respeto a la ley moral". Por eso la moral no puede consistir en una serie de mandamientos, con un contenido empírico o metafísico determinado, sino que tiene que consistir en la acentuación del lugar psicológico, el lugar de la conciencia, en donde reside lo meritorio, en donde lo meritorio no es ajustar la conducta a tal o cual precepto, sino el por qué se ajusta la conducta a tal o cual precepto; es decir, en la universalidad y necesidad, no del contenido de la ley, sino de la ley misma. Esto es lo que formula Kant diciendo: "Obra de tal manera que el motivo, el principio que te lleve a obrar, puedas tú querer que sea una ley universal."

La libertad

Mas esta autonomía de la voluntad nos abre ya una pequeña puerta hacia lo que desde el principio de esta lección vamos buscando; nos abre ya una pequeña puerta fuera del mundo de los fenómenos, fuera del mundo de los objetos a conocer, fuera de la tupida red de condiciones que el acto de conocimiento ha puesto sobre todos los materiales con que el conocimiento se hace. Porque si la voluntad moral pura es voluntad autónoma, entonces esto implica necesaria y evidentemente el postulado de la libertad de la voluntad. Pues, ¿cómo podría ser autónoma una voluntad si no fuese libre? ¿Cómo podría ser la voluntad moralmente meritoria, digna de ser calificada de buena o de mala, si la voluntad estuviese sujeta a la ley de los fenómenos, que es la causalidad, la ley de causas y efectos, la determinación natural de los fenómenos?

En la Crítica de la Razón pura hemos visto que nuestras impresiones, cuando reciben las formas del espacio, del tiempo y de las categorías, se convierten en objetos reales, en objetos a conocer para la ciencia. Este conocimiento de la ciencia consiste en engarzar inquebrantablemente todos los fenómenos, unos en otros, por medio de la causalidad de la substancia, de la acción recíproca y por las formas y figuras en el espacio y de los números en el tiempo.

Ahora bien: si nuestra voluntad en sus decisiones internas estuviese irremediablemente sujeta, como cualquier otro fenómeno de la física, a la ley de la causalidad, sujeta a un determinismo natural, entonces, ¿qué sentido tendría el que nosotros vituperásemos al criminal o venerásemos al santo? Pero es un hecho que nosotros al malo lo censuramos, lo vituperamos; y es un hecho también que al santo lo respetamos, lo alabamos, lo aplaudimos. Esta valoración que hacemos de unos hombres en el sentido positivo y de otros en sentido negativo (peyorativo), es un hecho. ¿Qué sentido tendría este hecho si la voluntad no fuese libre? Es pues absolutamente evidente, tan evidente como los principios elementales de las matemáticas, que la voluntad tiene que ser libre, so pena de que se saque la conclusión de que no hay moralidad, de que el hombre no merece ni aplauso ni censura. Pero es un hecho que a nadie se lo convence de que los hombres no merezcan aplausos o censuras, sino que hay hombres que son malos y otros que son buenos . . . y otros regulares, como la mayoría.

Pues bien; si la conciencia moral es un hecho, tan hecho como el hecho de la ciencia; y si del hecho de la ciencia hemos extraído nosotros las condiciones de la posibilidad del conocimiento científico, igualmente del hecho de la conciencia moral tendremos que extraer también las condiciones de la posibilidad de la conciencia moral. Y una primera condición de la posibilidad de la conciencia moral es que postulemos la libertad de la voluntad. Pero si la voluntad es libre ¿es que entonces entramos en contradicción con la naturaleza? Si la voluntad es libre, entonces parece como si en la red de mallas de las cosas naturales hubiéramos cortado un hilo, roto un hilo. ¿Entramos, pues, acaso, en contradicción con la naturaleza? No; no entramos en contradicción con la naturaleza. Aquí, en este punto, es donde se concentran todas las precauciones con que Kant hubo de desarrollar la Crítica de la Razón pura. En ella Kant ha ido constantemente advirtiendo que el conocimiento físico, científico, es conocimiento de fenómenos, de objetos a conocer, pero no de cosas en sí mismas. Mas la conciencia moral no es conocimiento. No nos presenta la realidad esencial de algo, sino que es un acto de valoración, no de conocimiento; y ese acto de valoración, que no es de conocimiento, es el que nos pone en contacto directo con otro mundo, que no es el mundo de los fenómenos, que no es el mundo de los objetos a conocer, sino un mundo puramente inteligible, en donde no se trata ya del espacio, del tiempo, de las categorías; en donde espacio, tiempo y categorías no tienen nada que hacer; es el mundo de unas realidades suprasensibles, inteligibles, a las cuales no llegamos como conocimiento, sino como directas intuiciones de carácter moral que nos ponen en contacto con esa otra dimensión de la conciencia humana, que es la dimensión no cognoscitiva, sino valorativa y moral. De modo que nuestra personalidad total es la confluencia de dos focos, por decirlo así: uno, nuestro yo como sujeto cognoscente, que se expande ampliamente sobre la naturaleza en su clasificación en objetos, en la reunión y concatenación de causas y efectos y su desarrollo en la ciencia, en el conocimiento científico matemático, físico, químico, biológico, histórico, etcétera. Pero, al mismo tiempo ese mismo yo, que cuando conoce se pone a sí mismo como sujeto cognoscente, ese mismo yo es también conciencia moral, y superpone a todo ese espectáculo de la naturaleza, sujeta a leyes naturales de causalidad, una actividad estimativa, valorativa, que se refiere a sí misma, no como sujeto cognoscente, sino como activa, como agente; y que se refiere a los otros hombres en la misma relación.

Así pues, la conciencia moral nos entreabre un poco el velo que encubre este otro mundo inteligible de las almas y conciencias morales, de las voluntades morales, que no tiene nada que ver con el sujeto cognoscente.

La inmortalidad

El postulado primero con que Kant inaugura la metafísica extrayéndolo de la ética, es ese postulado de la libertad. Y ya una vez que por medio de este postulado de la libertad hemos puesto pie en ese mundo inteligible de cosas en sí que esta allende el mundo sensible, en otro plano, completamente, del mundo sensible de los fenómenos, podemos proseguir nuestra labor de postulación y encontramos inmediatamente el segundo postulado de la razón práctica, que es el postulado de la inmortalidad.

Si la voluntad humana es libre, si la voluntad humana nos permite penetrar en ese mundo inteligible, nos ha enseñado que ese mundo inteligible no está sujeto a las formas de espacio, de tiempo y categorías. Esto ya es suficiente. Si nuestro yo, corno persona moral no está sujeto a espacio, tiempo y categorías, no tiene sentido para él hablar de una vida más o menos larga o más o menos corta. El tiempo no existe aquí; el tiempo es una forma aplicable a fenómenos, aplicable a objetos a conocer, a esos objetos que están esperando ahí, con su ser, a que yo alcance ese ser por los medios metódicos de la ciencia. Pero el alma humana, la conciencia humana moral, la voluntad libre, es ajena al espacio y al tiempo. Y tiene que serlo, por esta razón además: esa libertad de la voluntad, Kant la concibe muy justamente de dos maneras: de una manera metafísica, que acabo de explicar a ustedes, pero luego de otra manera que es, por decirlo así, histórica. En el transcurso de nuestra propia vida, en este mundo sensible de los fenómenos, cada una de nuestras acciones puede, en efecto, y debe ser considerada, desde dos puntos de vista distintos. Considerada como un fenómeno que se efectúa en el mundo, tiene sus causas y está determinada íntegramente. Pero, considerada como la manifestación de una voluntad, no cae bajo el aspecto de la causa y la determinación, sino bajo el aspecto del deber; y, entonces, bajo el aspecto de lo moral o inmoral. Dentro de nuestra vida concreta, en el mundo de los fenómenos, para que se cumpla íntegramente la ley moral es preciso que cada vez más, de un modo progresivo, como quien se acerca a un ideal de la razón pura, el dominio de la voluntad libre sobre la voluntad psicológica determinada sea cada vez más íntegro y completo. Si el hombre pudiera por los medios que sea, de la educación, de la pedagogía, o como fuera, purificar cada vez más su voluntad en el sentido de que esa voluntad pura y libre dependa sólo de la ley moral; si el hombre va poniéndose cada vez más, sujetando y dominando la voluntad psicológica y empíricamente determinada; al cabo de esta tarea tendríamos realizado un ideal, tendríamos un ideal cumplido. Se habría cumplido el ideal de lo que Kant llama la santidad. Llama Kant santo, a un hombre que ha dominado por completo, aquí, en la experiencia, toda determinación moral oriunda de los fenómenos concretos, físicos, psíquicos o psicológicos, para sujetarlos a la ley moral. Pero a esto que llama Kant santidad, no se le puede conceder otro tipo de realidad que la realidad ideal. Mas si esta realidad ideal es el único tipo de realidad que puede concedérsele en este mundo fenoménico, en cambio, en ese otro mundo metafísico de las cosas "en sí mismas “-a las cuales nos da una leve y ligera abertura el postulado de la libertad- en ese otro mundo, ese ideal se realiza. Esto es todo cuanto contiene nuestra creencia inconmovible en la inmortalidad del alma.

Dios

Y, por último, el tercer postulado de la razón práctica, es la existencia de Dios. La existencia de Dios viene igualmente traída por las necesidades evidentes de la estructura inteligible moral del hombre. Porque en esa estructura inteligible moral del hombre, que nos ha permitido llegar a ese mundo de cosas en sí, que no es el mundo de los fenómenos, ahí nos encontramos con un cierto número de condiciones metafísicas que han de cumplirse, puesto que son condiciones de la conciencia moral misma. Ya hemos visto una de ellas: la libertad de la voluntad. Otra de ellas es la inmortalidad del alma. La tercera es el aseguramiento de que en ese mundo no hay abismo entre el ideal y la realidad; el aseguramiento de que en ese mundo no hay separación o diferenciación entre lo que yo quisiera ser y lo que soy, entre lo que mi conciencia moral quiere que yo sea y lo que la flaqueza humana en el campo de lo fenoménico hace que sea.

La característica de nuestra vida moral, concreta, en este mundo fenoménico, es la tragedia, el dolor, el desgarramiento profundo, que produce en nosotros esa distancia, ese abismo entre el ideal y la realidad. La realidad fenoménica está regida por la naturaleza, por el engarce natural de causas y efectos, que son ciegos para los valores morales. Pero nosotros no somos ciegos para los valores morales, sino que al contrario, los percibimos y encontramos que en nuestra vida personal, en la vida personal de los demás, en la vida histórica, esos valores morales, la justicia, la belleza, la bondad, no están realizados. En nuestra vida nosotros nos encontramos con que quisiéramos ser santos, pero no lo somos, sino que somos pecadores. En nuestra vida colectiva encontramos que quisiéramos que la justicia fuese total y plena y completa, pero nos encontramos con que muchas veces prevalece la injusticia y el crimen. Y en la vida histórica lo mismo.

Hay, pues, esa tragedia del abismo que dentro de nuestra vida fenoménica, en este mundo, existe entre la conciencia moral, que tiene exigencias ideales, y la realidad fenoménica que, ciega a esas exigencias ideales, sigue su curso natural de causas y efectos, sin preocuparse para nada de la realización de esos valores morales. Por lo tanto es absolutamente necesario que tras este mundo, en un lugar metafísico allende este mundo, esté realizada esa plena conformidad entre lo que "es" en el sentido de realidad y lo que "debe ser" en el sentido de la conciencia moral.

Ese acuerdo entre lo que "es" y lo que "debe ser", que no se da en nuestra vida fenoménica, porque en ella predomina la causalidad física y natural, es un postulado que requiere una unidad sintética superior entre ese "ser" y el otro "debe ser". Y a esa unión o unidad sintética de lo más real que puede haber con lo más ideal que puede haber, la llama Kant Dios.

Dios es, pues, aquel ente metafísico en donde la más plena realidad está unida a la más plena idealidad; en donde no hay la más mínima divergencia entre lo que se considera bueno, pero no existente y lo que se considera existente.

Nosotros pensamos un ideal de belleza, de bondad; y lo que encontramos a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos está bien distante de ese ideal de belleza y de bondad. Pero necesariamente, entonces, tiene que haber, allende al mundo fenoménico en que nosotros nos movemos, un ente en el cual, en efecto, esa aspiración nuestra de que lo real y lo ideal estén perfectamente unidos, en síntesis, se verifique. Ese es, justamente, Dios.

Así, pues, por estos caminos que no son los caminos del conocimiento científico, sino que son vías que tienen su origen en la conciencia moral, en la actividad de la conciencia moral, no en la conciencia cognoscente, por estos caminos llega Kant a los objetos metafísicos que en la Crítica de la Razón pura había declarado inaccesibles para el conocimiento teorético.

Por eso termina en general toda la filosofía de Kant con una gran idea, que es al mismo tiempo la cumbre mas alta a donde llega el idealismo científico del siglo XVIII, y desde lo alto de la cual se otean los nuevos panoramas de la filosofía del siglo XIX.

Primacía de la razón práctica

Kant escribió a fines del siglo XVIII, y termina su sistema F filosófico con la proclamación de la primacía de la razón práctica sobre la razón pura.

La razón práctica, la conciencia moral y sus principios tiene la primacía sobre la razón pura. ¿Que quiere esto decir? Quiere decir, primero, que en efecto la razón practica tiene una primacía sobre la razón pura teórica, en el sentido de que la razón práctica, la conciencia moral, puede lograr lo que la razón teórica no logra, conduciéndonos a las verdades de la metafísica, conduciéndonos a lo que existe verdaderamente, conduciéndonos a ese mundo de puras almas racionales, libres, y que al mismo tiempo son santas. De modo que esa libertad no es una libertad de indiferencia, sino voluntad de santidad, voluntad libre, regida por el Supremo Hacedor, que es Dios, en donde lo ideal y lo real entran en identificación.

La conciencia moral, pues, la razón práctica, al lograr conducirnos hasta esas verdades metafísicas de las cosas que existen verdaderamente, tiene primacía sobre la razón teorética. Pero, además, la razón teorética está, en cierto modo, al servicio de la razón práctica; porque la razón teorética no tiene por función más que el conocimiento de este mundo real, subordinado, de los fenómenos, que es como un tránsito o paso al mundo esencial de esas "cosas en sí mismas" que son Dios, el reino de las almas libres y las voluntades puras.

Por consiguiente, todo el conocimiento es un conocimiento puesto al servicio de la ley moral; todo el saber que el hombre ha logrado necesita recibir un sentido. ¿Por qué es por lo que el hombre quiere saber? Pues, para mejorarse, para educarse, para procurar la realización, aunque sea imperfectamente en este mismo mundo, de algo que se parezca a la pureza moral del otro mundo. Aquí, Kant pone todo el conocimiento teorético científico al servicio de la moral. Y entonces, toda la historia, de pronto, todo el desarrollo de la vida humana, desde los primeros tiempos más remotos a que puede llevarnos la prehistoria, hasta hoy, adquiere a la luz de esta primacía de la razón práctica un sentido completamente nuevo. Aparecen unas ideas que hasta ahora no habían aparecido en los siglos XVII y XVIII; y entre ellas aparece la idea histórica de progreso. Progreso no tiene sentido ni para Leibniz, ni para Descartes, ni para los ingleses; no empieza a tener profundo y verdadero sentido sino hasta cuando se llega a una metafísica, para la cual los objetos metafísicos son al mismo tiempo ideales, focos hacia los cuales la realidad histórica camina.

La realidad histórica, entonces, puede calificarse como más o menos próxima a esas realidades ideales. La realidad histórica, entonces, adquiere sentido. Podemos decir que tal época es mejor que tal otra; porque, como ya tenemos con las ideas y los postulados de la razón práctica un punto de perfección al cual referir la relativa imperfección de la historia, entonces cada uno de los períodos históricos se ordena en ese orden de progreso o regreso. La historia aparece en el horizonte de la filosofía como un problema al cual la filosofía inmediatamente le va a echar mano.

Así, desde lo alto de esta primacía de la razón práctica, oteamos ya los nuevos problemas que la filosofía va a plantearse después de Kant. Estos problemas son, principalmente, estos dos: primero: la explicación de la historia, la teoría de la historia, el esfuerzo para dar cuenta de esa ciencia llamada la historia; y el propósito de poner la voluntad, la acción, la práctica, la moral, por encima de la teoría y del puro conocimiento.

Algunos de los sucesores de Kant cumplen este programa con ejemplaridad grande; de algunos de ellos les hablaré a ustedes en la próxima lección.

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