Razones
del filosofar
Por Javier
Aranguren, en "Lo que pesa el humo"
Ediciones Rialp, Madrid 2001.
En
estos tiempos de marketing no es extraño que las empresas, y los colegios, y
las universidades, las películas, las salas de fiesta, lo que sea, hagan de
todo por promocionarse: hay que ayudar a la libertad humana a centrar la
atención en alguna de las múltiples ofertas que se le ofrecen, y por eso
existe la publicidad y la propaganda. Lo que nunca había visto, en cambio, es
que los que tomen la iniciativa en la actividad de propagar sean los mismos
clientes. Y en este caso ocurrió: un grupo de alumnos de cuarto curso de
Filosofía se decidieron a organizar unas jornadas con las que decir al
público que aquella es una carrera maravillosa.
La reunión tuvo lugar en la biblioteca de un Instituto de Pamplona:
habitación antigua, con estanterías hasta el techo, y un mobiliario lleno de
carteles que reclamaban el silencio de los presentes y el cuidado de las
mesas. Consistían las jornadas en un conjunto de testimonios sobre la
necesidad de la actividad filosófica en nuestro mundo de empresas y
eficacias. Algunos profesores disertaron sobre el sentido, y la necesidad de
plantearse cuestiones; un ex-futbolista ahora empresario, y un banquero antes
filósofo, trazaron su propia biografía intelectual y personal de la mano de
la pregunta acerca del ente, y todo en su boca eran elogios. Para terminar,
cuatro alumnas del último curso describieron su proceso de enamoramiento
hacia la sabiduría, coincidiendo todas en subrayar la pequeña tragedia
doméstica que supuso su decisión contemplativa (una porque su padre es
chapista y no entendía, otra porque su padre quería que fuera diplomática,
y tampoco entendía).
La conclusión de tan curioso evento nos pareció evidente: ¿por qué
estudiar filosofía? Porque los años de universidad son suficientemente
serios como para tener que dedicarlos a las cosas que importan; porque
cualquier otra decisión podría haber sido muy eficaz -quién sabe- pero
hubiera resultado vacía; porque aquí somos tan pocos, y tan locos, que
necesariamente nos queremos.