Por qué no le cuadran las cuentas a Freud

por Antonio Orozco Delclós


La lógica del ateísmo-materialismo tiende a considerar, en todo caso, el sentimiento de culpabilidad como una enfermedad que debe ser curada, eliminada de raíz, pase lo que pase. Se construyen hipótesis, con el más puro estilo de los cuentos de hadas, aunque protagonizado por simios evolucionados, en busca de una exculpación radical y universal. Muerto el perro, se acabó la rabia. Se trata de establecer que no hay culpa real de nada. Ahora bien, una operación semejante pasa necesariamente por la negación de cualquier responsabilidad y por tanto al precio de negar la libertad. Es lo que sucede en el psicoanálisis freudiano. El materialismo ateo de Freud es implacable y llega a la consecuencia lógica de tales premisas: el «yo» no tiene espacio para la libertad real; se encuentra aplastado entre las pulsiones del inconsciente y las opresiones del «super-yo», que sería una especie de superestructura construida por los arbitrarios convencionalismos del momento y herederos de los complejos que sufrieron nuestros ancestros. La pugna entre el inconsciente y el super-ego sería la causa de las angustias o neurosis que en el mundo han sido, en las que se halla implicado el sentimiento de culpabilidad.

Como era de esperar, tal afección no dejó de ser un grave problema, fuente de perplejidades para el mismo Freud y otros psicoanalistas. Como es natural, no encajaba bien en su modelo antropológico. En carta dirigida a Reik, reconoce: «la oscuridad que todavía cubre los sentimientos inconscientes de culpa no ha sido iluminada por las discusiones que hubo acerca de ellos. La complicación sólo aumenta». Freud trató de encontrar la clave en una supuesta tendencia al masoquismo, pero tampoco encajaba en la estructura « ello (inconsciente) – yo – super-yo »

En la línea freudiana la confusión no ha cesado. Sin embargo, la simplicidad del esquema psicoanalítico, ha tenido y sigue teniendo éxito entre los no especialistas, porque siempre resulta fascinante la simplista retórica del mínimo esfuerzo. Si a usted le dicen que la maldad que ha cometido no es más que un resultado inevitable de los condicionamientos físicos, químicos, biológicos, sociológicos, etc., en los que –involuntariamente- se halla inmerso, no deja de producirle, de entrada, una sensación de alivio. Quizá de momento se sorprende y duda; pero si cede y cierra los ojos a la evidencia, puede llegar a la certeza subjetiva de que, en efecto, si usted ha cometido un crimen, no ha podido evitarlo y nadie le puede condenar, ni siquiera Dios, que «no existe». El mal es una ilusión; la maldad, a lo más, un fastidio; el culpable... ¡no comparece! El sentimiento de culpa no es otra cosa que el sufrimiento de un yo oprimido entre dos planchas de acero: el «ello» y el «super yo». Las pulsiones naturales, siempre son inocentes, y la dictadura de las convenciones sociales, ancestrales y contemporáneas, confabuladas contra usted, es decir, su «yo», despreciables. Su psique sufre unas presiones tan irresistibles que le desquician y le propinan una neurosis obsesiva sin fundamento moral alguno.

El gran interrogante aparece cuando, conociendo prácticamente todas las circunstancias y motivaciones que explican el haber sido capaz de cometer un asesinato, y cuanto más profundizo en ellas, veo con evidencia que podía haber obrado de otra manera, por mucho que me hubiera costado; en una palabra, veo que fui libre, y, en consecuencia, responsable, o sea, «culpable». Y así, además, me lo sentencia el juez, por lo que la policía me mete en la cárcel.

El problema antropológico del materialismo ateo

El problema de Freud, como el de toda la llamada filosofía moderna, a la hora de dar razón y resolver el problema del sentimiento de culpabilidad es el estricto "pre-juicio" del materialismo ateo. Ateísmo y materialismo son solidarios, como lo son el conocimiento de Dios y el conocimiento del hombre, en su dimensión específica de espíritu, encarnado, pero espíritu, es decir, ser irreducible a energía cósmica, en cualquiera de sus formas. De otro modo no se puede entender el fenómeno de la libre elección, que implica un dominio –señorío- sobre los propios actos, que puedo poner o no poner, poner éstos o aquéllos. Por eso soy responsable, porque soy libre. Con una libertad condicionada –no infinita, no omnipotente-, pero real..

Ahora bien, el fenómeno de la libertad o se funda en el ser, al que sólo cabe acceder por la vía metafísica, o es una ilusión. Negando la metafísica, la libertad naufraga en un piélago de instintos o pulsiones predeterminadas. La libertad no puede ser la conclusión de un análisis psicológico, sino un punto de partida metafísico, tras el análisis del fenómeno emergente en la conciencia personal, desde las profundidades, no oscuras, sino luminosas del yo. La persona es el ser que vive en el mundo, pero que en cierto sentido –con frase evangélica- «no es del mundo», porque no viene del mundo o cosmos, ni encuentra en el cosmos su destino. En el mundo la persona elabora su destino que «transciende» el mundo, como lo trasciende la dimensión fundamental y específica de su ser persona. Por eso, su existencia es siempre «novedad», inédita, irrepetible, irreemplazable, en el mundo. El origen de semejante novedad no se halla en el nivel de la física o de la biología, sino en la «Persona absoluta», que es Libertad absoluta, incondicionado y omnipotente. La respuesta a la pregunta ¿de dónde vengo? ¿a dónde voy?, sólo puede hallarse en el Origen absoluto, es decir, Dios. Sólo la Libertad puede ser origen de libertades de índole personal.

Pues bien, si es cierto que la persona se caracteriza por ser espíritu encarnado, su fundamental dimensión está (o, más aún, «es») proyectada a la eternidad, en tensión a la infinitud del Absoluto (Verdad absoluta, Bien infinito, Belleza inefable). Partiendo de este supuesto, cierto para nosotros, podemos afirmar a priori sin temor a dudas, que cualquier antropología atea fracasará en su intento de ofrecer una imagen verdadera de persona. También podremos sospechar con fundamento que las contradicciones internas harán su aparición casi tan pronto como nos adentremos un poco en el tejido de sus argumentos.

A continuación transcribo unos párrafos de Cornelio Fabro, en los que resume los presupuestos para entender los conceptos de "pecado", "libertad" y "resposabilidad”.


Libertad, culpa y pecado en la filosofía moderna
(Cornelio Fabro)

Se puede hablar en sentido propio de pecado, como es obvio, sólo en una filosofía de estructura teísta y personalista, fundada en la trascendencia, la cual garantiza no sólo la originalidad de la acción humana -proclamada ampliamente por las filosofías estoicas, racionalistas e idealistas-, sino sobre todo de su "imputabilidad" frente al Absoluto. Tal imputabilidad presupone algunas determinaciones metafísicas fundamentales respecto a Dios y respecto al espíritu finito y al hombre en particular.

Respecto a Dios: Dios debe ser concebido no sólo como el Ser simple, absoluto, distinto del mundo y del hombre, sino como Persona viva y, por tanto, como el único Principio creador; Dios, siendo el ser Absoluto, no tenía necesidad de crear el mundo; de esta .manera la creación del mundo es absolutamente libre, no sólo en el sentido moderno de producción absolutamente espontánea, sino en el sentido de que Dios es Persona espiritual dotada de vida absolutamente perfecta en sí misma; por tanto, así como Él podía muy bien no haber creado el mundo, así después de haberlo creado podía dejar que se sumergiese en la nada. La libertad de Dios, en este sentido, se refiere a su decisión de crear lo finito y la consiguiente elección que está siempre abierta y en suspenso ante esa libertad que tiene solo en el beneplácito de Dios el primer principio y su último fin.

Respecto al hombre: El hombre es criatura espiritual; como criatura está completamente sometida a su creador no es un simple momento de su desarrollo. El hombre, así como ha recibido de Dios una estructura de su ser, ha recibido también de Dios una ley de su propio obrar en conformidad con este mismo ser para la consecución de su último fin, que es Dios mismo. Como criatura espiritual, todo hombre es verdaderamente persona y goza de libertad de elección, también respecto a Dios: es esta elección el acto más original y calificativo de su vida espiritual. En su elección el hombre califica de manera distinta su ser espiritual según que elija ante todo a Dios como fin, o bien el ser en el tiempo de su realidad existencial. En el primer caso el hombre reconoce la trascendencia de modo metafísico, es decir, la necesidad de salvarse en Dios o de perderse fuera de Dios; en el segundo, se habla sólo de estructura óntica y de trascendencia como realidad histórica. Es claro que, mientras la primera concepción es propia de la filosofía cristiana, esta segunda solución, en cambio, es propia del pensamiento moderno y anuncia ya la concepción que el existencialismo se ha formado de la culpa y del pecado. Concluyendo, se puede afirmar con Kierkegaard que se puede hablar de pecado en sentido auténtico sólo delante de Dios, según una relación rigurosa de persona espiritual entre Dios y el hombre. En sentido moral-religioso se puede hablar de pecado solo cuando existe "algún grado de malicia" que se funda en la posibilidad de elección; desde el -punto de vista estrictamente metafísico es este el momento decisivo, el fundamento mismo para determinar las relaciones entre Dios y el hombre, como el tejido mismo de la vida espiritual.

Hay, por tanto, una distancia insalvable también aquí -como en todas las relaciones del hombre con el Absoluto entre la concepción filosófica del pecado según el pensamiento moderno, que lo resuelve en la finitud del ser, en la negatividad de la conciencia, en un momento dialéctico de su devenir... y la del pensamiento teísta cristiano, que lo concibe como la "ruptura" de la relación de amistad personal entre Dios y el hombre, de la cual el hombre es responsable como "individuo" delante de Dios.

Pero hay más. El pecado como "culpa" deliberada, de la cual el individuo es verdaderamente responsable, ha recibido su plena claridad sólo en la religión bíblica revelada, la cual enseña que la primera raíz de todo pecado ha sido la caída voluntaria y culpable de la primera pareja humana; y que la reparación de esta culpa ha sido realizada por Jesucristo, Verbo Eterno encarnado en el tiempo para la salvación del mundo. Sólo la muerte reparadora y propiciatoria de Cristo en la Cruz ha aclarado al hombre la verdadera naturaleza del pecado y los daños, algunos ya irreparables, que ha acarreado al cuerpo y al alma del hombre. Por tanto, solo una filosofía "abierta" a la revelación puede acoger entre sus categorías la de "pecado", como culpa voluntaria del individuo merecedora de los castigos divinos que pueden llegar hasta la privación de la felicidad suprema. La filosofía moderna, cómo se ha dicho, no admite y no puede admitir el pecado en su sentido teológico, sin el cual se desvanece en la necesidad del devenir de la subjetividad humana.

[Hasta aquí Cornelio Fabro, AA. VV., El pecado en la filosofía moderna, en el capítulo de Fabro "El problema del pecado en el existencialismo", Ed. Rialp, 1963, pp. 130-132.]

Continúo:

El «sentimiento de finitud» y el «sentimiento de culpa»

Sigmund Freud ofrece una hipótesis realmente pintoresca para explicar el origen del sentimiento de culpa en la humanidad. El trabajo de Pericle Felice El pecado en el panxesualismo psicoanalítico, publicado en esta misma sección, nos exime de mostrar los errores del método y discursos del psicoanalista vienés. Jean Paul Sartre, al menos reconocía en el origen de la humanidad una especie de misteriosa falla (término metafórico obtenido de la geología) o sismo, que explicaría de algún modo el mal pie con el que comenzó a discurrir nuestra especie.

Llámese como se quiera. El cristianismo lo llama «pecado», término que tiene que ver con «pié» (pes) y alude precisamente a un cierto «perder pie», caída. ¿De dónde a dónde? Desde una altura muy próxima a Dios, con quien «se paseaba a la brisa de la tarde», según la descripción del Génesis, al abismo de una lejanía responsable, por ser consecuencia de una libre elección. Los primeros humanos no aceptaron el límite inherente a la condición creatural. Quisieron alcanzar por sí mismos la «ciencia del bien y del mal», es decir, esa especie de ciencia que mete en un mismo puchero lo bueno y lo malo, lo humano y lo divino confundiéndolo todo en una extraña mixtura que necesariamente ha de resultar letal.

Romper límites para alcanzar lo ilimitado o la infinitud ha sido siempre la gran tentación diabólica. Precisamente, Heidegger, Jaspers, y otros, han atribuido a lo que aquí podemos llamar «sentimiento de finitud», la causa del «sentimiento de culpabilidad». Ciertamente, el sentimiento de finitud –real es la finitud- puede suscitar ese sufrimiento tan peculiar y agobiante que es la angustia. «Agustia» viene de «angostura». La estrechez o carencia de horizontes tanto en el espacio como en el tiempo puede ser causa de angustia, de neurosis, en fin, de desequilibrios que hacen sufrir profundamente a la persona. Justamente, porque su horizonte natural es la infinitud. La mente necesita un horizonte infinito para pensar; el corazón requiere un bien infinito para amar y ser amado. Cualquier límite puede desquiciar. Lo que no es razonable es concluir que el límite es lo que crea necesariamente el sentimiento de culpa.

Lo que puede suscitar la finitud es el sentimiento de injusta opresión y, como consecuencia, de rebeldía. Esto puede suceder, justamente, porque el ser humano es esencialmente finito y a la vez operativamente infinito (Carlos Cardona, Leonardo Polo, etc.). Ningún acto de conocimiento o de amor colma a la persona, al contrario, le dilata la capacidad de conocer o de amar. La persona está constitutivamente «en tensión» al Infinito. Lo demuestran una auténtica vida intelectual y un amor verdadero. No hay inconveniente en llamar Dios a la Infinitud; y a la condición natural del ser humano en el mundo «un ansia siempre insatisfecha de infinito» (J. Escrivá de Balaguer).

Cuando la persona, con cierto grado de madurez, no reconoce a Dios, y más aún si lo rechaza de un modo expreso, se topa con un sustancial estrechamiento de su horizonte vital. Esto - es natural -, se traduce en una dolorosa sensación de angostura, que llamamos angustia, en cuya construcción el sujeto puede haber intervenido libremente. Locual bastaría para explicar muchas angustias inexplicadas, y muchas neurosis no resueltas.

¿La finitud tiene que ver con la culpa? Ciertamente. Pero de lo que somos culpables no es de la finitud, sino de «angostarla» libremente más y más, en lugar de «transcenderla», que es lo natural para un ser que es esencialmente finito y operativamente infinito. En nuestra naturaleza racional está la capacidad de trascender la finitud. Más aún, no sólo somos capaces de trascenderla, sino que además estamos constitutivamente equipados y proyectados, en tensión, hacia la Infinitud, como la flecha en el arco tenso. La persona es a un tiempo arco y flecha. Si no trascendemos, si no nos «disparamos», lo natural es ser consciente de sufrir una violencia injusta, lo cual explica la angustia: una angustia evitable, porque somos capaces de «dispararnos»; tenemos naturaleza y libertad para ello. De ahí que el «sentimiento de culpabilidad» sea justo y natural. La responsabilidad de la angustia es nuestra, al negarnos libremente a responder trascendiendo.


La angustia no es el mal

Ahora bien, la angustia no es el mal o pecado. Todos los médicos afirman que el dolor no es el mal del enfermo, al contrario, es un mecanismo de defensa. Si el enfermo no sufre ningún dolor, la enfermedad, si es grave, progresará y causará la muerte sin remedio. La angustia existencial debiera ser interpretada como una inestimable advertencia de que algo no funciona en la intimidad personal e investigar - sin necesidad de técnicas sofisticadas, cuando se trata de una persona normal (corriente)- sobre la actitud básica ante Dios, ante sí mismo y ante los demás.

La mente se trasciende a sí misma yendo más allá de la propia subjetividad como tal, abriéndose a ese Ser que Agustín descubre «más íntimo a mí mismo que yo mismo», reconociendo que mi existencia, siendo finita, es regalo, don total, a fondo perdido. El Creador nos da la existencia con el riesgo de «perderla», porque la libertad creada es finita y por eso falible; pero también nos la da con la «esperanza» de ganar una respuesta de gratitud amorosa, de correspondencia en el amor. De este modo, criatura y Creador se encuentran no en dolorosa tensión dialéctica sino en lo que me gustaría llamar «tensión sosegada». Si el Creador es recibido libremente por la criatura, en ella se goza; y la criatura se encuentra con su finitud trascendida, disfrutando de su ser recibido, libre, generosa, amorosamente donado, y donado en la situación de franca apertura al Infinito. La tensión permanecerá hasta la plena comunión con el Infinito, cosa imposible en el tiempo, puesto que todo lo temporal es caduco, parcial y amenazado. Pero será una tensión no angustiosa, porque ya se ha trascendido la finitud. Y será «sosegada», porque la misma comunión con el Infinito, aunque sea imperfecta y débil por parte de la criatura, satisface más que cualquier bien finito.

Naturalmente, «el sosiego de la tensión» implica tener en el horizonte una vida eterna, lo cual sería muy problemático sin alguna promesa o compromiso divino. Ahora bien, el mismo hecho de la creación ya es una suerte de compromiso o «alianza», porque quien da libremente y por pura generosidad (amor) no va a quitar cuando más se necesita. Pero, además, el Creador se revela a lo largo de la historia, de mil maneras, por la misma creación y por los profetas y «últimamente –dice el apóstol Pablo-, por Jesucristo».

Pues bien, la vida es don, y don inmenso, pero siempre queda la finitud. La finitud es del estatuto inevitable de la criatura. El único bien que la criatura no debe querer en absoluto es ser el Absoluto. La existencia humana es esencialmente don recibido. El que quiere no deber nada a nadie, está perdido, porque no trasciende, se encapsula en su finitud y se queda sin aire.

La existencia humana es recibir. Por cierto, a imagen de Dios Hijo, que en el seno del Padre lo recibe todo y cabe decir que es el «Puro Recibirlo Todo». Por eso es capaz de darlo todo a la criatura, en plenitud gozosa. Recibir el bien no es indigencia vil, sino dignidad de ser objeto de amorosa donación. Soy porque recibo. Y la persona es porque ha recibido un ser a imagen hecha a semejanza de Dios. Por lo mismo que recibo, soy; y por lo mismo que soy lo que soy, poseo una dignidad «quasi divina», porque siendo finito, de algún modo tengo el Infinito en lo más íntimo de mi ser, en mi origen, en mi raíz, en mi existencia temporal y en mi destino eterno. Esta es la grandeza de la dignidad del ser personal.

Ahora bien, para que esa grandeza no se devalúe ni se desquicie en la sobreestima de sí, es preciso no perder de vista el don. La vida es don y la persona «ser donal». Si me despreocupo del Origen, me angosto y me angustio. Si no doy a mi vida un sentido donal, no trasciendo y niego la esencia de mi vida. El sentimiento de culpa es inevitable a no ser por anestesia total de la conciencia –cosa muy difícil, por cierto, pero posible-, que es como la negación de sí y del Otro, lo cual a la corta o a la larga resulta asfixiante, como el colapso de la persona.

Si la vida es don, donar es esencial y naturalmente gozoso. Si no me dono al Otro y a los otros donde está el Otro, no trasciendo. Entonces, ¿qué hacer, cuando me he abismado en el vacío de mí, con un voluntario y humanamente irreversible estrechamiento de mi horizonte vital?

Es menester recuperar la trascendencia; en otros términos, la comunión con Dios. Una vez rota la amistad con Dios, la criatura no puede recomponerla. Hay cosas que podemos deshacer y sin embargo no podemos hacer. Yo puedo deshacer «Las Meninas», de Velázquez, pero no las puedo rehacer. Puedo recibir un don infinito, la comunión amorosa con Dios. Puedo romperla, negándome a corresponder al don recibido, pero no puedo rehacerla. En tal circunstancia, el sentimiento de culpabilidad, en una conciencia normal, aparece claramente, doliéndose del bien perdido y suspirando por recuperarlo. A veces, la persona no confía en Dios y desespera.

Pero Dios es fiel a su compromiso, y vuelve a ofrecerse como raíz y fundamento, como sustento y destino. La encarnación del Verbo y su entrega a la muerte en la Cruz es la manifestación suprema de su voluntad - una vez más -, libérrima, de reconciliación. Y para que su misión continúe hasta el fin de los tiempos en la tierra tras su marcha al Cielo, instituye una Iglesia -«su» Iglesia-, para de un modo visible, las criaturas humanas tengamos la certeza de que somos amados «hasta el extremo» y con las puertas siempre abiertas a la justificación, mediante signos sensibles portadores de la gracia divina: los sacramentos: bautismo, confirmación, penitencia (reconciliación), eucaristía...

Ahí está el remedio más que suficiente para desprenderse de la culpa y curar la mordedura que produce en el espíritu – el «re-mordimiento» -, a la vez que se recupera la trascendencia de la finitud, abriéndose de nuevo la intimidad de la criatura a la intimidad del Infinito que me es más íntimo a mí mismo que yo mismo.

Me lo decía, hace pocos días, mi médico: ¡no siempre se debe quitar el dolor! En ciertos casos sería fatal. Eliminar el sentimiento natural de la culpa verdadera es el suicidio del espíritu. Lo procedente es andar el camino de la gran reconciliación, tal como Dios lo ha trazado.

El sentido del deber

Por último debemos considerar otro factor del sentimiento de culpa, en conexión con el sentido de la finitud. Es la inadecuación original entre lo que soy y lo que debo ser. Por más que el positivismo lo ignore o lo niegue, el «ser» se encuentra en tensión a lo que «debe ser», lo cual es muy fácil de comprender si se observa un poco la naturaleza. Todo lo que vive ha comenzado a ser muy simple y menudo, pero «tiende» a desplegarse hacia grados de complejidad hasta alcanzar una cierta perfección dentro de su especie. Desde el momento en que la vida decae, comienza el proceso que conduce a la muerte. Es natural «crecer». El obrar sigue necesariamente a ser, especialmente si es vivo. Si el ser humano se encuentra sometido por su cuerpo al mismo ciclo, no lo está del mismo modo en su dimensión espiritual. El ser espiritual tiene como horizonte la eternidad y si no fuera por el límite de la muerte o de graves enfermedades psíquicas, podría crecer siempre en sus valores peculiares. Ese «poder» es de alguna manera «deber». Las diversas direcciones por las que legítimamente la persona puede optar no obstan para el perfeccionamiento de la persona. Podemos procurar el perfeccionamiento de determinadas habilidades o de otras. Lo que no «debemos» es abandonar el principio del crecimiento. Si se quiere se puede llamar al deber «imperativo categórico», pero el imperativo viene del ser, que a su vez viene de Dios.

Dios al donar el ser, con ciertas facultades y capacidades, pone al ser en tensión hacia su perfección. Si la persona , en uso de su real libertad, se niega a crecer, es lógico y natural que sufra violencia en su espíritu y acaso también en su cuerpo. Es natural que entonces comparezca el sentimiento de culpabilidad; y, esquivarlo del modo que sea, es el modo de sufrir la angustia de una angostura voluntaria y, por ello mismo, culpable.

Así, pues, tenemos en nuestro ser, desde el primer momento de nuestra existencia, un sufrimiento: no ser exactamente como debemos ser. La carencia de Gracia divina y de la consiguiente amplitud de apertura a la infinitud de la Verdad y del Bien, de la Sabiduría y del Amor, la cierta herida que la «caída» inicial produce en toda la descendencia humana, son causa de sufrimiento, que podríamos llamar «existencial»: acompaña a toda existencia humana en el tiempo. Como consecuencia, acompaña también a la vida de la persona un desajuste entre su ser –a imagen de Dios- y su obrar. El mismo san Pablo, a pesar de su lucha heroica por la santidad, reconoce que a veces «no hago el bien que quiero y, en cambio, hago el mal que no quiero». El sufrimiento es «natural» en la existencia humana.

Pero aquí, por un momento, podríamos invocar a Freud (¡!) para que nos facilite el método de liberación. El remedio pasa por la búsqueda en el fondo del alma de lo que a veces se niega a aparecer en la conciencia. Freud pretende que emerja mediante el psicoanálisis, el análisis de los sueños, etc. En resumen, curar diciendo al enfermo: no te preocupes ese sufrimiento no tiene fundamento, es por un motivo ilusorio que viene de curiosas aberraciones de nuestros antepasados incivilizados, heredadas y alojadas en tu inconsciente; y de tu complejo de Edipo, y de todos los convencionalismos sociales en lo que te encuentras inmerso. Líbérate de todo esto... califícalo de vana superchería.

El Evangelio viene a decir: ese sentimiento de culpa no es vano, es revelación de cierto encerramiento de tu yo en la estrechura de tu finitud cerrada a la trascendencia. Has nacido con algunas deficiencias lamentables debidas al pecado de origen. Repáralas en el Bautismo. A menudo haces el mal que no quieres y omites el bien que quieres; te alejas de la Bondad y de tu perfección. Reconcíliate con Dios en el sacramento de la reconciliación. Nútrete con el pan eucarístico, entrando en comunión con el Cuerpo y la Sangre del Verbo encarnado y participarás ya de su vida eterna. Estás libre de la finitud agobiante y de la culpa que te re-muerde. Cuida de no caer de nuevo. Pero si reincides, no debes angustiarte. Dios es Amor, te sale al encuentro, viene en tu busca. Reconcíliate y recobrarás la paz, sosegarás las tensiones que te impulsan hacia lo Absoluto y estarás en camino hacia la felicidad eterna.

En la práxis cristiana, el «médico espiritual» no miente. Invita a reconocer la culpa donde la hay, sin inventarla. Ayuda a discernir lo real de lo imaginario y da los medios adecuados – humanos y sobrenaturales - para vencer cualquier angustia y vivir en el gozo y la paz de una existencia bien asentada en su fundamento real y proyectada a su destino último.

Cuando el sentimiento de culpabilidad y la angustia y las neurosis son patológicas, entonces el cristiano, como cualquiera, acude al médico, que aplicará la farmacopea y la logoterapia que la ciencia bien experimentada le dicte. Afortunadamente la psiquiatría ha avanzado mucho en la buena dirección. Lo lamentable es que, como se dice en otro artículo de esta misma sección, Freud haya retardado en decenios el verdadero progreso. Y que se sigue presentando en algunos foros como el genio conocedor de la “psicología profunda” del ser humano.

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