Exposición
y crítica de la antropología de Sigmund Freud
Por
Michele Federico Sciacca (*)
catedrático de Filosofía Teorética
en la Universidad de Génova.
Michele Federico Sciacca (1908-1975)hace en este capítulo de su
"Filosofía hoy" (Escelicer 1973) un lúcido e inteligible análisis
de la obra de Sigmund Freud, de sus aportaciones y sus errores: El
inconsciente. La preconciencia y la conciencia. El proceso consciente. El
método psicoanalista. La líbido. El complejo de Edipo. La sublimación.
Termina con una Crítica de la antropología freudiana.
En el biologismo (naturalismo evolucionista de Darwin y de Spencer) hunde sus
raíces el psicoanálisis, que no es en absoluto una doctrina filosófica,
aunque haya sido elevada a concepción "metafísica" de la vida por
los que, además de ignorar la filosofía, están faltos de sensibilidad para
los problemas de la vida espiritual; y, como pseudofilosofía, ha tenido y
tiene todavía muchos seguidores entre el gran público y en pueblos
culturalmente faltos de madurez. En efecto, después de la primera guerra
mundial el psicoanálisis ha gozado de tan clamoroso éxito, sobre todo en los
países angloamericanos, que es de desear, en bien de la salud de la
humanidad, que los psicoanalistas lleguen a encontrar un método terapéutico
para curar las mentes de la enfermedad de su doctrina, del "complejo del
psicoanálisis" o "del complejo del complejo". Entre otros
muchos, este éxito es la prueba de la decadencia moral de nuestra época, el
indicio de su dispersión, del debilitamiento de la conciencia religiosa y del
gusto por la "buena" filosofía. Tiene en ello culpa también la
moda y el esnobismo. Y, con ellos, la necesidad de consuelo alejando las
culpas y las debilidades fuera de la conciencia, intentando una" evasión
arriesgada en la zona de la irresponsabilidad o de las anormalidades
psíquicas. Más que como doctrina marginal de la filosofía, el
psicoanálisis nos interesa aquí, circunscrito a la problemática de nuestro
libro, como indicio no edificante pero significativo de los gustos de nuestro
tiempo y como uno de los componentes (junto a ciertas corrientes pragmatistas,
marxistas, neopositivistas, existencialistas, etc.) que caracterizan una
concepción del hombre que debe ser puesta de relieve sil! atenuaciones para
hacer resaltar netamente sus presupuestos y consecuencias. Enjuiciar
críticamente al psicoanálisis (o cualquier otra doctrina) significa aceptar
todo lo que en él constituye una adquisición para la ciencia y, al mismo
tiempo, abandonar todo lo que contiene de erróneo, de groseramente
dogmático, simplista e ingenuo. ¿Quién no conoce, de nombre por lo menos, a
Segismundo Freud (1856-1939), el creador del Psicoanálisis, médico, profesor
universitario y autor de no pocas obras, muy leídas y traducidas a muchos
idiomas? [Existe en español una edición de las obras completas de FREUD,
publicada por Biblioteca Nueva. La edición alemana: Gesammelte Schriften,
Viena, 1925 y sig., publicada por "Intern. Psychoan. Verlag".]
"Zona de la vida" significa zona o fase de la vida psíquica, que,
para Freud, no se identifica en absoluto con la vida consciente. Para él, los
procesos psíquicos no son necesariamente conscientes: no es esencial para la
actividad psíquica el conocerse a sí misma, como, por ejemplo, piensa el
idealismo, que postula la identidad entre el hecho psíquico y el hecho de
conciencia. La actividad psíquica, más bien, es fundamentalmente
inconsciente, y el ser consciente es una modalidad pasajera y no un carácter
esencial y permanente de ella. "La conciencia no constituye la esencia
del psiquismo; no es más que una cualidad y una cualidad inconstante, más a
menudo ausente que presente" (Sumario de psicoanálisis).
La actividad psíquica se desarrolla en el inconsciente, una especie de centro
de tendencias, impulsos, inclinaciones elementales e instintivas, que mueve el
pensamiento y la acción del hombre, determina sus sentimientos y su conducta,
sus simpatías y antipatías. No nos damos cuenta del influjo del inconsciente
sobre nuestro comportamiento, bien por acción del medio familiar y social,
bien porque instintivamente sentimos repugnancia de llevar a la conciencia
recuerdos desagradables de nuestra infancia. El inconsciente, por tanto,
deriva de la esfera instintiva de la psique, pero no se debe confundir con
ella: es un efecto de la "represión" [La sociedad, según FREuD, es
un freno, una disciplina de los instintos del hombre; impone una censura a las
"aspiraciones profundas" de la líbido.], del réfoulement; y todos,
quien más quien menos, somos réf oulés (en este sentido la sociedad civil,
cuando la "sublimación" fracasa, produce neuróticos).
Haber llamado la atención sobre el inconsciente constituye un mérito
innegable de Freud, que corrige la abstracción idealista de reducir la psique
humana a la zona única de la conciencia; pero el haber reducido toda la
actividad psíquica al juego único de las fuerzas inconscientes, del que la
actividad consciente es sólo una cualidad insignificante, constituye su
error. Por otra parte, el inconsciente y su importancia en la vida del hombre
no son un descubrimiento del psicoanálisis: para no ir muy lejos (por
ejemplo, Plotino), baste recordar a Leibniz y sobre todo al Rosmini de la Psicología,
que corrige, precisamente en este sentido, sin negar la conciencia y la
libertad, la abstracción idealista. Y además, una cosa es lo
"psíquico" y otra lo "espiritual".
Además del inconsciente, las otras dos fases o zonas ("sistemas
psíquicos" o "instancias psíquicas"), en que se desarrolla
progresivamente la vida psíquica, cada una gobernada por leyes propias, son
la jpreconciencia y la conciencia. El proceso normal del desarrollo
psíquico procede de lo inconsciente a lo consciente; el proceso de la
involución, en la degeneración patológica, sigue un movimiento inverso. La
conciencia, que no se identifica con la vida psíquica, es una zona luminosa
de ésta, rodeada por la penumbra de lo preconsciente y por las tinieblas de
lo inconsciente. El paso de un sistema psíquico a otro encuentra resistencias
que o lo impiden o lo detienen: hay salud psíquica cuando la resistencia es
vencida y el proceso se desarrolla normalmente; enfermedad psíquica cuando la
resistencia impide y detiene el proceso.
Para Freud, el estado normal del yo (proceso consciente) consiste en
descubrir el "medio más favorable y menos arriesgado para obtener una
satisfacción de nuestras necesidades" en armonía con el mundo exterior
y con los deberes morales. En este estado normal y de equilibrio, el yo,
dueño de sí mismo, no piensa en que tiene su origen en el inconsciente, ni
se plantea este problema. Pero si el orden y el equilibrio se rompen, si una
necesidad se impone de un modo poderoso y se exaspera a causa de los frenos
del medio y de la moral, entonces el yo sale del estado normal; e ignorando el
origen y la naturaleza de su necesidad, cae en el desequilibrio y en el
desorden. Así aparece el estado de neurosis que dura hasta que el yo adquiere
conciencia del inconsciente, causa de aquél, y no desplaza la resistencia
para reconquistar su estado normal.
De aquí el método de los psicoanalistas: la psique se cura cuando se
consigue encauzarla de nuevo, es decir, cuando los motivos inconscientes, que
provocan la neurosis, se convierten en conscientes. Como dice Freud, la
neurosis es "la consecuencia de una especie de ignorancia, de no
conocimiento de los procesos psíquicos de los cuales se debería tener
conciencia". El paso da lo inconsciente a la conciencia tiene, pues, en
el método psicoanalítico, una función catártica y, como tal beneficiosa,
por cuanto elimina un desorden o una disfunción remontándose a la fuente (la
represión) de un instinto o de una impresión desaparecida de la conciencia,
pero no por ello menos operante sobre el yo. Se trata, en el fondo, de una
recuperación de la personalidad que se libera de impedimentos y de complejos
patológicos. El método responde al principio, filosófica y
científicamente apreciable, de estudiar la enfermedad psíquica en su proceso
formativo, en su origen y no en su última fase [Este método de expulsar
del refugio del inconsciente las ideas y los instintos reprimidos y no
"sublimados", causa de los síntomas neuróticos, mediante la
remoción del control y de las inhibiciones, presenta indudablemente una
positividad y no excluimos que pueda ser beneficioso para ciertos enfermos
psíquicos. Pero adoptar este método como higiene mental normal, el
"hacerse analizar" en definitiva porque siempre hay algo que actúa
en el inconsciente y es mejor sacarlo a la luz de la conciencia, según una
manía que ha tomado pie especialmente en los países nórdicos y anglosajones
(lo que se explica porque son los más descristianizados, los más
"civilizados" y menos "cultos", los más
"exteriores" y "puritanos" - y el puritanismo tiene un
fondo de inmoralidad que concuerda con el amoralismo del psicoanálisis), es
peligrosísimo y denota la carencia de vida espiritual. Turbar las habituales
relaciones entre lo consciente y lo inconsciente significa, como dice BERGSON,
"correr unos riesgos", significa hacer estallar un conflicto, romper
un equilibrio. La fortuna del psicoanálisis entre los normales y la
curiosidad morbosa que suscita es debida al desorden moral del hombre de hoy.
En este sentido: el hombre de hoy siente la necesidad de descargarse de toda
responsabilidad, de liberarse de la libertad, de salirse del hombre que es, o
sea de su naturaleza humana. Sentirse decir que no es responsable de sus
propias acciones y de sus desviaciones morales, que no existe libre elección,
que no se le puede imputar su vida consciente porque es el inconsciente el
que, sin que él lo sepa, lo hace todo, constituye un "placer", una
coartada y un alivio para el hombre de hoy, falto del sentido de lo humano y
de personalidad; es como sentirse justificado no del pecado sino de no haber
pecado. El psicoanálisis tiende, en este sentido, a una "moral sin
pecado", en cuanto da una explicación patológica del mal moral. Y es
coherente: una vez se ha negado la libertad, se ha negado el pecado y asimismo
el bien pero queda el gran pecado, al negar la libertad y con ella la moral y
toda la vida espiritual, de negar al hombre, de sacarlo de su naturaleza. Nos
parece.ahora más claro el por qué de la fortuna del psicoanálisis en los
países citados y en general en los protestantes: 1) el pecado, en el
protestantismo, especialmente en el calvinista, es obsesivo; aceptar el
psicoanálisis es reaccionar contra la opresión del pecado, liberarse de él
(la "inocencia del estado de naturaleza" de ROUSSEAU fue una
reacción contra el jansenismo y el calvinismo); 2) la teología protestante
enseña que el pecado original ha destruido casi la naturaleza humana y la
libertad hasta el punto de que el hombre, sin la gracia, no puede hacer nada
que no sea malo u obra diabólica; falto del sentido de la libertad, le es
fácil, al mundo protestante, aceptar a FREÜD y a sus teorías. En el fondo
se trata de substituir una explicación teológica que no hace ya presa, dado
el avanzado estado de descristianización de aquellos países, por una
explicación biológico-psíquica, con la ventaja de que desaparece el peso de
las prohibiciones y condenas y de poder decir que, en definitiva, se trata de
un problema del inconsciente de inhibiciones y de que los hombres son unos
pobres neuróticos inocentes. Y esto también constituye un discutible
consuelo]
Naturalmente, los sistemas inconscientes no son descriptibles en términos de
conciencia: falta la representación del espacio y del tiempo, no hay
diferencias entre la realidad material y la espiritual, no hay dudas ni
contrastes; existen sólo presencias. Más comprensibles para la
conciencia son los sistemas preconscientes.
El mismo Freud (El yo y el ello, 1923) precisa así la relación entre
el inconsciente y la conciencia: "Un individuo es para nosotros un ça
(Es) psíquico, desconocido e inconsciente, al que se agrega
superficialmente el yo", que es "la parte del ça modificada por la
influencia directa del mundo exterior a través de las percepciones
conscientes... El yo se esfuerza también para hacer valer, frente al ça,
la influencia del mundo exterior, así como sus propias intenciones; trata de
sustituir el principio de realidad al de placer que domina sin impedimentos en
el ça... El yo representa lo que podría llamarse la razón y la actitud
refleja en oposición al ça que contiene las pasiones".
Desde el punto de vista psiquiátrico, la doctrina del subconsciente ha
llevado a Freud a una innovación evidentemente muy conocida por la
psicología filosófica, pero siempre merecedora de mención: las enfermedades
psíquicas no siempre son debidas a una alteración o lesión somática.
Existen enfermedades psíquicas que no presentan lesión orgánica alguna, que
tienen un origen psíquico y que deben ser curadas con medios propios del
orden psíquico. Pero no es fácil reconstruir, a través de sus lentas
deformaciones, el proceso involutivo de la psique.
¿Existe un principio al que puedan referirse todas las alteraciones como
origen común de ellas? Sí: según Freud, la zona inconsciente está llena de
una energía a la que da el nombre de líbido o principio de placer. No es
fácil definir lo que los psicoanalistas quieren decir con este término; no
llega a ser el instinto sexual en la doble forma del apareamiento y
autoerotismo (narcisismo), sino un estado indiferenciado y no traducible en
términos de conciencia, una energía a la que se enlazan todas las tendencias
que se resumen comúnmente con la palabra eros. El amor sexual es el
núcleo principal, pero junto a él existe una gran variedad de amores (de sí
mismo, de los padres, de los hijos), expresiones de un mismo conjunto de
tendencias que en algunos casos llevan a la unión sexual y en otros se
desvían de ella y la impiden (P. V. BRUNO, La vida a la luz del
psicoanálisis, Módena, Guanda, 1934, página 70). La líbid, en pocas
palabras, es la "voluntad de placer" y de ella la
"libídine" verdadera es sólo la forma fundamental. Esta voluntad
de placer o de satisfacción de las necesidades es implacable en la naturaleza
humana: quema como el fuego e irrumpe como la lava. Por más que se la
satisfaga, al igual que la voluntad de vivir de Schopenhauer, está siempre
sedienta de satisfacciones nuevas. Todo el hombre, cuerpo y espíritu, es
reducido por Freud a este principio, es decir, situado en un plano puramente
animal. Cuando tropieza con obstáculos, se retira y se inhibe, se pierde en
los subterráneos de lo inconsciente, y determina allí alteraciones,
substituciones y sublimaciones. Del abismo del inconsciente brotan las fuerzas
psíquicas y a él vuelven cuando su camino es impedido.
Fundándose en el único principio de la líbido, los psicoanalistas explican
las enfermedades psíquicas o las neurosis. Como es sabido, éstas son
producidas por paros o regresiones de la actividad psíquica en el camino del
inconsciente al consciente, y los paros son, a su vez, expresiones del
conflicto entre la líbido y los impedimentos que se oponen a su libre
satisfacción. Curar a un neurótico, según el método psicoanalítico,
significa, por tanto, individualizar la forma de líbido que ha causado la
neurosis.
El médico tiene la misión de interpretar los símbolos en los que se traduce
esa líbido. A ese fin, el neurótico debe decir con franqueza todo lo que
piensa, sin las reservas que impone la conciencia, y las ideas y los
"sueños", que proporcionan la mejor clave. En este aspecto (no
discutimos las eventuales ventajas desde el punto de vista médico) el
psicoanálisis ha caído en groseras exageraciones, a menudo grotescas. Todo
sueño, incluso el más ingenuo, ha sido interpretado en el lenguaje poco
decente del erotismo. Para los psicoanalistas, los niños que sueñan con
hadas, escalinatas de oro, castillos brillantes, ángeles y paraísos,
manifiestan la profunda naturaleza bestial del hombre; en el sueño de las
cosas más bellas y más puras se ocultan instintos sexuales y fermenta la
ardiente sed de la líbido en su variadísima y a veces repugnante gama de
formas. Muchos lectores saben ciertamente que Freud ha escrito todo un libro
sobre Leonardo da Vinci para demostrar nada menos que el arte y la vida de
este genio se explican interpretando, con un lenguaje indecente, un sueño que
el mismo Leonardo cuenta que tuvo de muchacho y precisamente de un milano que
con la cola quería abrirle la boca.
Con la teoría de la líbido, el psicoanálisis invierte un principio
fundamental de la vida moral: moralidad es disciplina de los instintos y de
los sentimientos según normas racionales, elevación del ser del hombre al
deber ser. Para Freud, en cambio, es un mal reprimir los instintos, puesto
que, repelidos al subsuelo de la conciencia, corroen los fundamentos del
equilibrio de la vida psíquica. Por ello, precisamente para evitar
corrupciones y alteraciones, es necesario dar libre desahogo a la naturaleza
tal como es, es decir, al principio del placer. En la satisfacción de éste
reside precisamente la felicidad. Si para ser virtuosos hay que sacrificar los
instintos, la virtud se obtiene solamente inmolándole la felicidad.
Hay en esto algo de verdad: la represión o la compresión de los instintos,
impulsos y tendencias naturales, altera el equilibrio de la psique sin elevar
el espíritu al verdadero momento moral. Comprimir, por ejemplo, los deseos
sexuales y esforzarse en reprimirlos y vencerlos no es superarlos, es
enturbiar la conciencia y convertirse en sensuales inhibidos.
Ahora bien, la castidad no consiste solamente en la abstención por
compresión (y acaso el deseo es vivo y trastorna por dentro y nos vuelve
turbios e inmorales de verdad), sino que alcanza su verdadero sentido cuando
es norma interior. Pero Freud, aparte la unilateralidad de reducir todo el
hombre al principio de la líbido, comete el error de no tener en cuenta que la
disciplina es algo muy diferente de la compresión y no constituye un
impedimento: significa seguir libremente una norma o una regla; no es
comprimir o reprimir, sino dirigir. Una vez negado en el hombre el sentido
moral, Freud no podía darse cuenta del significado espiritual y disciplinador
(libremente) del freno moral, entendido no como compresor sino como liberador.
Para Freud y sus seguidores (y en verdad no solamente para ellos) existe
solamente la libido, y la civilización, la sociedad, el progreso y la
historia son frutos de la compresión de los instintos y, por consiguiente,
son los responsables de la humana infelicidad, de los extravíos y de las
corrupciones de la psique. Desde este punto de vista, el freudismo representa
una rebelión del individuo contra la sociedad y la civilización,
impedimentos que hacen de él un inhibido, capas de plomo que sofocan, sin
apagarla, el fuego de la libido primitiva. Para Freud, el individuo se halla
en estado de guerra con la sociedad, que exige, según dice, "una buena
conducta sin preocuparse de las tendencias colocadas en su base y así
acostumbra a un gran número de hombres a obedecer y a someterse sin que su
naturaleza participe de esta obediencia. La represión ejercida por la vida
civilizada origina así los más diversos fenómenos patológicos, las
deformaciones más peligrosas del carácter. No debe creerse, sin embargo, que
porque la mayor parte de los hombres se uniforman en la sociedad, sean
civilizados: no es más que hipocresía. Para que el individuo pueda vivir
"según la verdad psicológica" no existe más que un remedio: que
viva según sus instintos contra la civilización y la sociedad". De
aquí que haya en Freud, como ha sido observado, un "adamismo" o
"primitivismo" que es contrario, por ejemplo, al de Rousseau. No es
nueva en la historia del pensamiento la llamada pesimista a un "retorno a
la naturaleza", que responde a la siempre renaciente nostalgia de una
vida sencilla, espontánea, como la primitiva, fuera de todas las pesadas
construcciones sociales, libre de las tradiciones históricas y de las
cristalizaciones culturales, una vida que estalla violenta y espontánea, como
se hincha la flor en la yema a los primeros rayos del sol primaveral. Es un
motivo muy querido, además que por Rousseau y otros pensadores, por muchos
escritores del romanticismo (recuérdese la romántica "libertad de la
naturaleza"); pero mientras para Rousseau el "retorno a la
naturaleza" significa vuelta a la bondad primitiva del hombre y al libre
desarrollo de su personalidad, y para el romanticismo afirmación de la
espontánea y genuina creatividad del espíritu, para Freud, médico
psiquiatra, significa retorno a la pura animalidad del hombre, al que
el principio que rige toda la concepción freudiana niega la humanidad. Sopla,
dentro de Freud, en cierto modo, el viento de algunas (digo
"algunas") páginas de Nietzsche, pero sopla arrastrándose siempre
por los bajos fondos del plano material de la vida, una vida - si el hombre
está todo en este plano- que no se comprende por qué Freud y los
psicoanalistas se obstinan en seguir llamando humana. Ciertamente, en el
animal instintivo de Freud no se reconoce al hombre de carne, huesos y
espíritu que somos cada uno de nosotros y que cada uno de nosotros, por
suerte y para consuelo de su dignidad, encuentra en sí mismo, aunque no
siempre.
El complejo de Edipo
La manifestación de la líbido y Deus ex machina de toda la
doctrina de Freud es el "complejo de Edipo" [(1) FREUD interpreta a
su manera (y demostrando ignorar o entender al revés el sentido verdadero y
profundo de la concepción griega de lo "trágico") la leyenda de
Edipo, que mata a su padre y se casa con su madre, y por ello ve en los
trágicos episodios de la vida del infortunado rey lo que en el hombre son las
tendencias innatas al incesto y a la hostilidad hacia el padre.]
En el niño, "ya en la época de la lactancia", existe una tendencia
al incesto (la "succión" es una manifestación de aquélla) y la
aversión hacia el padre, en el que ve a un rival. El seno materno constituye
el punto de partida de la líbido, que, desarrollándose, lleva al niño a ver
en el padre un obstáculo que hay que eliminar. Por esto, como dice Freud, el
primer objeto sobre el que se concentra el deseo sexual del hombre es de
naturaleza incestuosa (la madre o, la hermana) y sólo a fuerza de severas
prohibiciones se consigue reprimir esta inclinación. Con la prohibición del
incesto surge la civilización humana. En el neurótico podemos ver al
salvaje, al hombre de la naturaleza, agitado por deseos encontrados,
desgarrado por ambivalencias. El salvaje, cogido en la tenaza del complejo de
Edipo, es un animal incestuoso, que se enamora de la madre y asesina al padre.
Contra el jefe de la horda, feroz y brutal, que toma para sí a las mujeres y
mata a los hijos, se forma el clan fraternal, la asociación de los hijos que
matan al padre. Para conservar el clan constituido, los hermanos parricidas
adoptan. la exogamia y veneran al animal tótem. El padre, odiado y matado, se
convierte en el ideal, y de la admiración por él nace el culto del animal
totémico, bajo cuya semblanza se venera precisamente al padre. Así, para
Freud, "la civilización humana emerge lentamente del turbio limo del
complejo de Edipo. Bestias llenas de estupor feroz y de desordenada libídine
están acumuladas en nuestro pasado; y estas bestias volverían a aparecer con
sus gritos y sus gestos horribles, tras las pecheras y los vaporosos
decolletés de las sociedades refinadas, si la líbido no se viese frenada por
la estratificación de las leyes que la desvían de sus fines primitivos
" [L. Giusso, Tres perfiles (Dostoievski, Freud, Ortega y Gasset),
Nápoles, Guida, s. d., pág. 103. Como el primitivo, al que se halla cercano,
el niño es, según FREUD, "puramente instintivo"; y, como el
primitivo, posee los dos instintos principales de la agresividad y de la
sensualidad (en el sentido de busca del placer). Por lo tanto, su primer amor
no es tierno; es instintivo, agresivo, posesivo, celoso; manifestaciones que
se explican por el complejo de Edipo].
Pero precisamente la líbido frenada y coaccionada suscita los ideales del yo
y, con éstos, la civilización humana. Tiene lugar una especie de "desexualización"
y de "sublimación" de los instintos del yo y nace el Yo ideal (Ich-Ideal)
o Super-yo. La líbido sexual hacia el objeto se transforma en líbido
narcisista, que se dirige a fines diferentes. Típico en este sentido es el
poeta. Para Freud, es un narcisista: no dirige su líbido a los objetos, sino
que la guarda en sí. Las tendencias y los impulsos contradictorios del yo
llevan a la "perversión" neurótica, pero también a la
"sublimación". El instinto sexual tiene precisamente esta capacidad
de transformar y de desviar la sensualidad inhibida en su ejercicio normal,
dando lugar a los estados "superiores", tales como la inspiración
poética y el amor místico. Por consiguiente, el amor del bien, de la
belleza, etc., es sensualidad transfigurada y sublimada. Igualmente, midiendo
la distancia entre el yo y el super-yo, el hombre experimenta el sentimiento
de humanidad religiosa; y midiendo la distancia entre las exigencias de la
conciencia moral y las manifestaciones del yo, el de la culpabilidad. De .esta
manera se realiza el proceso de la formación del yo ((1) Agudamente ha sido
observado (A. STOCKER, Psicología del sentido moral, Ginebra, 1949, pág.
160) que la sublimación freudiana "rappelle un peu l"hommage que le
vice rende á la vertu, de La Rochefoucauld", homenaje "rendu par
une psychologie vétérinaire á des superstructures morales...").
De todo lo expuesto acerca de las doctrinas freudianas consideradas sólo
desde un punto de vista filosófico, se destaca un motivo central: el
principio de la vida humana es biológico, es una compleja fuerza irracional,
impulsiva, ciega, despótica, que se califica como líbido en el
sentido más amplio del término. El hombre está reducido a sus instintos y a
sus "impulsos" (Triebe). La actividad humana no es la
manifestación armónica y progresiva de la Idea o del Espíritu universal
(Hegel), no es un proceso dialéctico que resuelve las antítesis y los
contrastes en armonías, donde lo positivo es siempre lo bueno y lo verdadero,
sino que es antítesis de impulsos elementales, retorno de ferocidades
originarias, en un alternarse de inversiones, de desviaciones y de
sublimaciones. El hombre "todo virtud", ciudadano honrado y buen
padre, portador activo de una razón eterna, mensajero del Espíritu, que no
conoce las angustias y las contradicciones, o que, conociéndolas, las supera
victoriosamente y se enaltece en la conciencia de sí mismo, no es el hombre
real, sino un personaje mítico creado primero por el siglo de las luces y
después vestido de nuevo por la fantasía idealística y romántica. El
hombre real es contraste y no armonía, instinto ciego y no razón, deseo de
lujurias y no sabiduría y virtud, en eterna lucha consigo mismo, entre su yo
primitivo y bestial y el yo convencional de la sociedad. El hombre de Freud es
dos hombres en uno: el hombre "aparente", formado, con la coacción
de los instintos, por la razón y por la sociedad; y el .hombre
"profundo", primigenio, que se manifiesta en el sueño, en el
complejo de Edipo, en la neurosis, en el narcisismo; que rompe los protocolos
convencionales de la conciencia, hace saltar los sellos artificiosos de la
sociedad e irrumpe bestial y deformado por la disciplina y aspira a volver a
ser lo que fue, puro instinto de ferocidad, fresco y libre desahogo de la
libido. El sueño, la paranoia, la neurosis, no son más que salidas furiosas
del instinto a través de la espesa red de las normas sociales, irrupciones
salvajes más allá de la verja de la conciencia convencional. Estas evasiones
violentas producen un doble efecto: o la sublimación de la libido reprimida,
cuando el individuo consigue someterla a otros fines; o la neurosis y el
desequilibrio, cuando en la represión el individuo sucumbe.
Pero ¿cómo se explica la sublimación? ¡Misterio! ¿Misterio y
contradicción desde el punto de vista del pansexualismo freudiano? Misterio
si la civilización y la historia y todo lo que de elevado existe en el
hombre, no son más que líbido transformada; contradicción si, además de la
líbido, Freud admite una razón autónoma que la dirige y la frena. El mismo
Freud; por otra parte, excluye esta segunda hipótesis; y entonces la
misteriosa sublimación del inconsciente no se explica ya de ningún modo
plausible. Un mundo de valores espirituales que nace de la hez de la lascivia,
de los incestos y de los asesinatos familiares, es en verdad algo
sorprendente. Pretender que los salvajes primitivos transformen sus gritos ,de
violencia y sus actos de ferocidad en las armonías de la Divina Comedia o en
la caridad de San Francisco mediante la sublimación de la libido, pero
sosteniendo al mismo tiempo que el fondo único de la historia es esa libido,
significa hacer una alquimia maravillosa, pretender obtener oro del barro.
Como ha observado muy bien Scheler, la "sublimación" debería tener
lugar por la compresión ejercida en la líbido por la sociedad, por las leyes
morales, etc. Pero es precisamente de la sublimación de donde deberían salir
los frutos del bien, de ideales de la moralidad, etc. De aquí la
contradicción: por afina parte la moral debería ser antes y fuera de la
líbido, ejercerse contra ella; por otra debería brotar de la profundidad
misma de la líbido. ¡La líbido es verdaderamente una esencia mitológica! (
M. SCHELER, Naturaleza y formas de la simpatía).
Para combatir y vencer lo abstracto del racionalismo y del idealismo moderno,
que considera como procesos en línea recta, perfectabilidades infinitas sin
grietas, idilios que, aun dialécticos, son idilios de una vida sin errores ni
males, Freud, como otros, coloca la materia en el lugar del espíritu, el
instinto e incluso la locura en el lugar de la razón. Pero reducir la
antropología a biología, perder el espíritu y la razón, no significa en
modo alguno vencer al racionalismo y reintegrar la concreción y la plenitud
del hombre; significa perder el hombre para encontrar a un bípedo que,
aturdido, no se da cuenta de cómo su bestialidad ha podido crear imponentes
edificios de civilización y siglos cargados de historia. La reivindicación
de la vida espontánea, la victoria sobre la virtud árida y mortificante no
se obtienen, como cree Freud, con la rebelión de la vida animal contra el
espíritu y con el avasallamiento de la razón por parte del instinto, sino
con la elevación de la vida, de toda la vida, a la altura del espíritu.
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