La conciencia moral
Por
J.R. Ayllón
Vivo mejor con la conciencia tranquila que con una buena cuenta
corriente.
Tom Cruise
Es mucho menos pesado tener a un niño en brazos que cargarlo sobre la
conciencia.
Dr. Lejeune
14.
El juicio más necesario
Ingrediente fundamental de la buena vida es la buena conciencia. Algo tan
inmaterial como pesado, pues quizá nada pese más sobre nuestra propia
conducta. Al final de su larga vida Kant confesó que las dos cosas que más
le habían asombrado eran la contemplación de la noche estrellada y la
conciencia humana: "El cielo estrellado fuera de mí, y el orden moral
dentro de mí".
Se refería a la conciencia moral. Porque "conciencia" tiene dos
acepciones: una psicológica y otra moral. Conciencia psicológica es el
conocimiento reflejo, el conocimiento de uno mismo, la autoconciencia.
Conciencia moral, en cambio, es la capacidad de juzgar la moralidad de la
conducta humana (propia o ajena). Es, por tanto, una capacidad de la
inteligencia humana. De una inteligencia que tiene diversas capacidades, que
es polifacética, porque hay -entre otras- una inteligencia estética, una
inteligencia matemática, una inteligencia emocional, una inteligencia moral o
ética.
Los animales no tienen conciencia. El ser humano tiene conciencia por ser
animal racional, pues la razón es la facultad de juzgar. Conciencia moral es
precisamente la razón que juzga la moralidad: el bien o el mal. No el bien o
el mal técnico o deportivo -el que nos dice si somos un buen dibujante o un
mal tenista-, sino el bien o mal moral: el que afecta a la persona en
profundidad. Hay acciones que afectan a la persona superficialmente, y
acciones que la afectan en profundidad. Lavarse la cara afecta a la
exterioridad de la cara; en cambio, mentir afecta a la interioridad de la
persona. Un periodista preguntaba a la modelo Valeria Mazza:
-¿Ha rechazado algún tabajo?
Y la respuesta es:
-Sí. Nunca hice un desnudo o pasé ropa transparente. Al principio me costaba
mucho negarme, porque lo que quieres es trabajar, pero me daba cuenta de que
eso afecta a tu personalidad.
Esas acciones que afectan al núcleo de la persona son las que sopesa la
conciencia moral. ¿Qué importancia tiene la conciencia? La misma que un STOP,
un "ceda el paso" o un semáforo. La importancia de lo que nos
permite vivir como seres humanos. Porque si la razón no impone su ley, se
impone la ley de la selva. Y entonces no vivimos como seres humanos, sino como
monos con pantalones. Ésta es la alternativa: conciencia o selva.
15. De Sócrates a Gandhi
La conciencia es una curiosa exigencia de nosotros a nosotros mismos. No es
una imposición externa que provenga de la fuerza de la ley, ni del peso de la
opinión pública, ni del consejo de los más cercanos. Sócrates dice a
Critón que las razones que le impiden huir "resuenan dentro de mi alma
haciéndome insensible a otras". Los que, a lo largo de la historia, han
actuado en conciencia contra la autoridad establecida, no lo han hecho por
afán de rebeldía, sino por el pacífico convencimiento de que hay cosas que
no se pueden hacer. Gandhi, acusado de sedición, se defiende en el más grave
de sus procesos con estas palabras: "He desobedecido a la ley, no por
querer faltar a la autoridad británica, sino por obedecer a la ley más
importante de nuestra vida: la voz de la conciencia".
La conciencia juzga con criterios absolutos porque puede juzgar desde el más
allá de la muerte. Un "más allá" que es precisamente lo que está
en juego. Por la presencia de ese criterio absoluto, intuye el hombre su
responsabilidad absoluta y su dignidad absoluta. Por eso entendemos a Tomás
Moro cuando escribía a su hija Margaret, antes de ser decapitado: "Ésta
es de ese tipo de situaciones en las que un hombre puede perder su cabeza y
aun así no ser dañado".
Y entendemos que el abogado Átticus Finch, en un país racista, se enfrente a
la opinión pública de toda su ciudad, por defender a un muchacho negro:
Antes que vivir con los demás tengo que vivir conmigo mismo: la única cosa
que no se rige por la regla de la mayoría es la propia conciencia.
Y entendemos también a Platón, cuando nos dice que la verdadera salvaguarda
de la justicia está en el más allá: en un juicio de los muertos seguido de
premios y castigos. Por eso, la República, ese inmortal ensayo de filosofía
política, concluye con el mito de Er, una narración escatológica para poner
de manifiesto que la última garantía de la justicia está después de la
muerte.
La conciencia es una brújula para el bien y un freno para el mal: el hombre
no lucha como los animales, sólo con uñas y dientes, sino también con
garrotes, arcos, espadas, aviones, submarinos, gases, bombas. Para bien y para
mal, la inteligencia desborda los cauces del instinto animal y complica
extraordinariamente los caminos de la criatura humana. Pero la misma
inteligencia, consciente de su doble posibilidad, ejerce un eficaz autocontrol
sobre sus propios actos, un control de calidad. Confucio define la conciencia
con palabras sencillas y exactas: luz de la inteligencia para distinguir el
bien y el mal. Y las grandes tradiciones culturales de la humanidad, desde
Confucio y Sócrates, han llamado conciencia moral a ese muro de contención
del mal, y le han otorgado el máximo rango entre las cualidades humanas.
Un repaso a la historia revela que ese sexto sentido del bien y del mal, de lo
justo y de lo injusto, se encuentra en todos los individuos y en todas las
sociedades (porque todo individuo, desde niño, es capaz de protestar y decir:
¡No hay derecho!). La conciencia es un juicio de la razón, no una decisión
de la voluntad. Por eso, la conciencia puede funcionar bien y, sin embargo, el
hombre puede obrar mal. Con otras palabras: la conciencia es condición
necesaria, pero no suficiente, del recto obrar.
Hay personas que no escuchan la voz de la conciencia y se extravían. En las
tragedias de Shakespeare la conciencia se escucha pero no se sigue. Es
testigo, fiscal y juez al mismo tiempo, pero Hamlet o Macbeth buscan en su
interior testigos falsos, sobornan a su íntimo fiscal y corrompen su propio
juicio. Dice Macbeth, antes de asesinar a su rey:
¡Baja, horrenda noche, y cúbrete bajo el palio de la más espesa humareda
del infierno! ¡Que mi afilado puñal oculte la herida que va a abrir, y que
el cielo, espiándome a través de la abertura de las tinieblas, no pueda
gritarme: basta, basta!
Ése es precisamente el problema de Hamlet: una fina conciencia aliada con una
mala voluntad.
Yo soy medianamente bueno, y, con todo, de tales cosas podría acusarme, que
más valiera que mi madre no me hubiese echado al mundo. Soy muy soberbio,
ambicioso y vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para
concebirlos, fantasía para darles forma o tiempo para llevarlos a ejecución.
¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los cielos
y la tierra.
El juicio moral es en Hamlet correcto, pero su voluntad no consigue rectificar
su deseo de venganza. De ahí el sentimiento de mala conciencia.
16. El error de Nietzsche
La realidad de la mala conciencia ha llevado a algunos filósofos a pensar que
la solución es cortar por lo sano y eliminar la conciencia. Es la pretensión
del superhombre de Nietzsche: "Existe un feroz dragón llamado tú debes,
pero contra él arroja el superhombre las palabras yo quiero". Nietzsche
también afirma:
Hasta ahora no se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al
establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuera verdad
lo contrario?
Durante demasiado tiempo, el hombre ha contemplado con malos ojos sus
inclinaciones naturales, de modo que han acabado por asociarse con la mala
conciencia. Habría que intentar lo contrario, es decir, asociar con la mala
conciencia todo lo que se oponga a los instintos, a nuestra animalidad
natural.
En el fondo de estas palabras hay una suposición falsa: sin conciencia no
habría sentimiento de culpa, y sin sentimiento de culpa viviríamos felices.
Si como hombres nos es negada la felicidad, quizá como superhombres podamos
alcanzarla. Y seremos superhombres si nos atrevemos a levantar la máscara del
deber moral, esa artimaña del débil para dominar al fuerte.
La importancia de Nietzsche en la configuración cultural del siglo XX es
enorme. Lo sepamos o no, nos guste o no nos guste, el actual pensamiento
occidental en en gran medida nietzscheano. Nietzsche predicó la inversión de
todos los valores, y evaluaba las consecuencias de su pretensión con enorme
clarividencia:
Mi nombre estará un día ligado al recuerdo de una crisis como jamás hubo
sobre la tierra, al más hondo conflicto de conciencia, a una voluntad que se
proclama contraria a todo lo que hasta ahora se había creído, pedido y
consagrado. No soy un hombre, soy una carga de dinamita.
Para lograr la inversión de los valores, Nietzsche debe arrancarlos de su
raíz fundamental. Así se entiende su obsesión por decretar la muerte de
Dios: "Ahora es cuando la montaña del acontecer humano se agita con
dolores de parto. ¡Dios ha muerto: viva el superhombre!". La conclusión
de Nietzsche es expresada por Dostoiewki con fórmula que ha hecho fortuna:
"Si Dios no existe, todo está permitido". En el mismo sentido,
diversos pensadores han afirmado, a modo de ejemplo, que contra la libertad de
asesinar no existe, a fin de cuentas, más que un argumento de carácter
religioso. Porque la imposibilidad de matar a un hombre no es física, es una
imposibilidad moral que nace al descubrir cierto carácter absoluto en la
criatura finita: la imagen y los derechos de su Creador.
17. El éxito de Nietzsche y sus consecuencias
Vemos en nuestros días que la psicología del superhombre ha triunfado. Al
menos, en el sentido que MacIntyre denuncia cuando escribe que "los
ácidos del individualismo han corroído nuestras estructuras morales".
Desde la Revolución Francesa, el deber moral fue definitivamente aligerado de
su fundamento divino, y sólo quedó apoyado en un fundamento civil. Hoy
estamos más empeñados que nunca en la vieja pretensión del superhombre:
acabar con el mismo deber y sustituirlo por el individualismo, conquistar una
autonomía moral casi absoluta, implantar sobre la tumba del deber el reinado
de la real gana.
A los ojos de los actuales herederos de Voltaire, toda ética basada en el
deber aparece como imposición rigorista e intransigente, dogmática,
fanática y fundamentalista, saturada por el imperativo desgarrador de la
obligación moral. Ahora, como dice Lipovetsky en El crepúsculo del deber,
hemos entrado en la época del posdeber, en una sociedad que desprecia la
abnegación y estimula sistemáticamente los deseos inmediatos. En este Nuevo
Mundo sólo se otorga crédito a las normas indoloras, a la moral sin
obligación ni sanción. "La obligación ha sido reemplazada por la
seducción; el bienestar se ha convertido en Dios y la publicidad en su
profeta".
Como se aprecia, Nietzsche goza ahora de una salud que no tuvo en vida. Sus
ideas han dado lugar, después de Hitler, a millones de pequeños superhombres
domesticados. Pero tampoco nos salen las cuentas. Lipovetsky reconoce que la
anestesia del deber contribuye a disolver el necesario autocontrol de los
comportamientos, y a promover un individualismo conflictivo. Cita como
ejemplos elocuentes la durísima competencia profesional y social, la
proliferación de suburbios donde se multiplican las familias sin padre, los
analfabetos, los miserables atrapados por la gangrena de la droga, las
violencias de los jóvenes, el aumento de las violaciones y los asesinatos.
Son efectos de una cultura -dice- que celebra el presente puro estimulando el
ego, la vida libre, el cumplimiento inmediato de los deseos.
Los predicadores de la desvinculación moral siempre han soñado con la muerte
del deber y el nacimiento del individualismo responsable. Pero el vacío
dejado por el deber ha mostrado deficiencias estructurales. Lipovetsky
advierte que en la resolución de esos conflictos nos jugamos el porvenir de
las democracias: "No hay en absoluto tarea más crucial que hacer
retroceder el individualismo irresponsable". Si su libro El crepúsculo
del deber se abría con un optimismo que sonaba a música celestial compuesta
para la coronación del buen salvaje, doscientas páginas después, Lipovetsky
empieza a desdecirse y denuncia las trampas de la razón posmoralista, apela
con todas sus fuerzas a la ética aristotélica de la prudencia, explica cómo
en todas partes la fiebre de autonomía moral se paga con el desequilibrio
existencial, y reconoce abiertamente que la solución a nuestros males
"exige virtud, honestidad, respeto a los derechos del hombre,
responsabilidad individual, deontología".
Como hemos visto, la autonomía absoluta es inviable en sociedad. Sería
posible si fuésemos dioses o bestias. Por eso las cárceles están llenas de
individuos que ejercieron alguna vez la autonomía sin límites: una
prerrogativa que tiende a convertirse en mecanismo de destrucción.
18. Educación de la conciencia
No podemos olvidar rasgos de la vida humana que son necesarios y casi
inevitables en cualquier sociedad, cuya presencia impone ciertos criterios
valorativos a los que no se puede escapar. Se trata de formas básicas de
verdad y de justicia imprescindibles en todo grupo humano. Al mismo tiempo, no
parece posible prescindir de cualidades como la amistad, la valentía o la
veracidad, por la simple razón de que el horizonte vital de los que ignorasen
tales cualidades se restringiría hasta lo insoportable. Transcribo un
párrafo de la Historia de la ética, de MacIntyre:
Hay reglas sin las cuales no podría existir una vida humana reconocible como
tal, y hay otras reglas sin las cuales no podría desenvolverse siquiera en
una forma mínimamente civilizada. Éstas son las reglas vinculadas con la
expresión de la verdad, con el mantenimiento de las promesas y con la equidad
elemental. Sin ellas no habría un terreno donde poder pisar como hombres.
Después de todo lo dicho, entendemos que la conciencia es una pieza
insustituible de la personalidad humana. No es correcto concebir la conciencia
como un código de conducta impuesto por padres y educadores, algo así como
un lavado de cerebro que pretende asegurar la obediencia y salvaguardar la
convivencia pacífica. En cierta medida, la conciencia es fruto de la
educación familiar y escolar, pero sus raíces son más profundas: está
grabada en el corazón humano. La conciencia es una pieza necesaria de la
estructura psicológica del hombre. También hemos sido educados para tener
amigos y trabajar, pero la amistad y el trabajo no son inventos educativos
sino necesidades naturales: debemos obrar en conciencia, trabajar y tener
amigos porque, de lo contrario, no obramos como hombres.
Si tenemos pulmones, ¿podríamos vivir sin respirar? Si tenemos inteligencia,
¿podríamos impedir sus juicios éticos? Desde este planteamiento se entiende
que la conciencia moral, lejos de ser un bello invento, es el desarrollo
lógico de la inteligencia, pertenece a la esencia humana, no es un pegote,
forma parte de la estructura psicológica de la persona. No podemos olvidar
que el juicio moral no es un juicio sobre un mundo de fantasía, sino sobre el
mundo real. Puedes impedir el juicio de conciencia, y también puedes negarte
a comer, o conducir con los ojos cerrados. Lo que no puedes es pretender que
los ojos, el alimento y los juicios morales sean cosas de poca monta, sin
grave repercusión sobre tu propia vida. Precisamente por ser una pieza
insustituible se puede hablar así:
* Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos.
Dotados como están de dignidad y conciencia, deben comportarse fraternalmente
los unos con los otros. * Toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión (Declaración Universal de Derechos
Humanos, artículos 1 y 18).
* Vivo mejor con la conciencia tranquila que con una buena cuenta corriente (Tom
Cruise).
* Es mucho menos pesado tener a un niño en brazos que cargarlo sobre la
conciencia (Jèrôme Lejeune).
Ante la necesidad de decidir moralmente, resulta necesario educar la
conciencia. Una educación que debe empezar en la niñez y no interrumpirse,
pues ha de aplicar los principios morales a la multiplicidad de situaciones de
la vida. Una educación protagonizada por la familia, la escuela y las leyes
justas. Una educación que lleva consigo el equilibrio personal y que supone
respetar tres reglas de oro:
* Hacer el bien y evitar el mal.
* No hacer a nadie lo que no queremos que nos hagan a nosotros.
* No hacer el mal para obtener un bien.
La educación de la conciencia es incompatible con el relativismo moral, con
la concepción subjetivista del bien. Dicho de otra manera: educar la
conciencia es enseñarla a respetar la realidad, a no manipular lo que es
objetivo. La inteligencia es la capacidad de conocer la realidad y conocerse a
uno mismo. Y educar la inteligencia es entrenarla para reconocer las cosas
como objetivamente son, no como subjetivamente pueden parecer o nos conviene
que sean. Lo cual no es nada sencillo. Pongo un ejemplo literario: Lo que para
Sancho Panza es bacía de barbero, para Don Quijote es el yelmo de Mambrino.
Pero los dos no pueden tener razón. De igual manera, lo que para Don Quijote
son gigantes enemigos, para Sancho son molinos de viento.
Son ejemplos suficientemente grotescos como para no sentirnos aludidos. Nos
parece que nadie en su sano juicio ve la realidad tan distorsionada. Pero, por
desgracia, no es así: entre un terrorista y un ciudadano pacífico, entre un
defensor del aborto y un defensor de la vida, entre un ateo y un creyente,
entre un nazi y un judío, entre un homosexual y un heterosexual, entre un
vendedor de droga y un vendedor de helados, entre el que vive fuera de la ley
y el que vive dentro, entre el que conduce sobrio y el que conduce borracho,
las diferencias pueden ser mayores y más dramáticas que las diferencias
entre Don Quijote y Sancho.
Estas comparaciones no son exageradas ni teóricas. Ojalá lo fueran. Como
profesor, me afectan personalmente, pues conozco en mis alumnos y en mis
antiguos alumnos las consecuencias de no reconocer que la realidad es como es,
con sus leyes propias. Me refiero a ciertas consecuencias lamentables de esas
distorsiones de la realidad: el suicidio, la muerte por sida, por sobredosis o
por conducir borracho. En este sentido se ha dicho que Dios perdona siempre,
que el hombre perdona algunas veces, y que la naturaleza no perdona nunca.
Pero el castigo de la naturaleza nunca es a traición, pues avisa previamente
por medio de la conciencia.
Gentileza
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