La bondad en la conducta

Por Antonio Orozco-Delclós

 

En nuestro artículo anterior comprobábamos que la bondad está en las cosas; que no es una invención de la mente o fruto del capricho de la voluntad. Sobre lo que es bueno o malo no caben opiniones, a no ser por ignorancia de la realidad. Precisamente concluíamos que existe un criterio objetivo: es bueno lo que acerca a Dios; es malo lo contrario. Porque Dios es nuestro último fin, es decir, donde, en último extremo, se halla nuestra perfección. De modo que en la medida en que podemos saber qué es lo que acerca a Dios, podemos también saber qué es lo bueno.

Ahora bien, una cosa es la bondad de "las cosas", y otra la bondad de los actos humanos que inciden sobre las cosas o permanecen en el interior de nosotros mismos. Esta última es la que nos ha de ocupar en este artículo; y es del mayor interés, porque con nuestras acciones es como nos labramos la perfección personal o la ruina. La cuestión es: ¿cuándo son buenos los actos humanos? ¿qué condiciones se requieren para poder calificar de moralmente buenos a nuestros actos? ¿de qué depende su bondad? ¿cuándo nos acercan o separan del último fin, que es Dios?

Lo primero que hemos de tener en cuenta al examinar nuestra conducta en vistas a su calificación moral es lo que hemos hecho, es decir, el "objeto" de nuestro acto: ¿Es bueno ese objeto?, porque ya vimos que el bien es algo objetivo, como "la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios gobierna el mundo universo y la comunidad humana" (1). Por eso se dice que "el objeto es la primera fuente de moralidad". ¿Está conforme lo que he hecho con la objetiva ley divina, natural o evangélica?.

Esta es la primera pregunta necesaria; pero no sólo el objeto -lo que hacemos- es fuente de moralidad. No basta la consideración del objeto para saber si un acto humano es moralmente bueno o malo. Es más -enseña Juan Pablo II-"la moral -lo que es moral- es cosa esencialmente íntima, interior", reside en la conciencia y en la voluntad, que es donde, con sus actitudes y elecciones se expresa el "hombre interior" (2).

IMPORTANCIA DE LA INTERIORIDAD

El Papa advierte que "lo moral" de nuestras obras tiene, como es obvio, una dimensión exterior, digamos visible, apreciable desde fuera (pasear, comprar, comer, trabajar), que está en relación con las normas objetivas de la conducta humana (no robar, no atentar contra la vida propia o ajena, etc.). Sin embargo, este hecho--la existencia de esta dimensión exterior--en nada modifica el hecho precedente, a saber, que la moral es un asunto de conciencia y que sus exigencias incumben a la interioridad del hombre.

"Cristo enseñaba moral. El Evangelio y los demás textos del Nuevo Testamento lo demuestran sin lugar a dudas". Sabemos que el Decálogo, o sea, los Diez Mandamientos de la ley moral natural -indicados expresamente por Dios a Moisés-, fue confirmado por el Evangelio (3). Y recuerda Juan Pablo II que, al enseñar la moral, Cristo tenía en cuenta estas dos dimensiones: la exterior, o sea, visible, social e, incluso, "pública" y la interior. Pero, conforme a la naturaleza misma de la moral, de "lo que es moral", el Señor concedia importancia primordial a la dimensión interior, a la rectitud de la conciencia humana y de la voluntad, es decir, a lo que en términos bíblicos, se llama "corazón" (4). En diversos momentos y de diferentes maneras, Jesucristo enseñó que: "lo que sale de la boca procede del corazón y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre" (5): el mal que reside en el corazón, es decir, en la conciencia y en la voluntad.

El Señor, por tanto, indica lo que está mal, las obras que son malas --y en consecuencia contaminan al hombre, lo dañan--, y que son externas, visibles. Pero indica también donde se encuentra la causa, la raíz de esas obras que, en definitiva, son una manifestación de lo que hay en el interior. Si se extirpara la mala raíz no habría malos frutos. Gráficamente lo expresaba el Papa en su mensaje de paz de 1984: "es el hombre quien mata y no su espada y sus misiles"; "la guerra nace del corazón del hombre".

Es lógico pues que se afirme que de las dos dimensiones de la moralidad de los actos humanos, la que posee importancia primordial sea la interior: la dimensión "hacia adentro" del hombre. Además, "existen normas --dice Juan Pablo II-- que atañen de un modo directo a actos exclusivamente interiores. Vemos ya en el Decálogo dos mandamientos que empiezan por estas palabras: "No desearás..." y "No codiciarás..." y que, por consiguiente no se refieren a ningún acto exterior, sino sólo a una actitud interior, relativa, en el primer caso, a "la mujer de tu prójimo"; y, en el segundo, a "los bienes ajenos". Cristo lo subraya con más fuerza todavía. Sus palabras pronunciadas en el monte de las Bienaventuranzas, cuando llama "adúltero de corazón" al que mira a una mujer deseándola, fueron para mí --dice el Papa-- punto de partida de largas reflexiones sobre el carácter específico de la moral evangélica en esta materia" (6).

Importancia pues de la dimensión interior de "lo moral"; importancia de la interioridad, de las intenciones, de las actitudes. "Pero --continúa Juan Pablo II-- no es eso todo. Sabemos que el Sermón de la montaña habla también de las buenas obras, como la oración, la limosna, el ayuno, que el Padre ve en lo oculto" (7).

Que la dimensión interior del acto humano tenga primordial importancia no quiere decir que la exterior —"lo que se hace"— no afecte a la persona y no tenga relevancia moral. La tiene, y mucha. "La ética católica no es sólo un conjunto de normas, mandamientos y reglas de conducta" (8). No es sólo eso, pero es también eso. Cristo tenía en cuenta las dos dimensiones del acto humano; que son justamente dos dimensiones de un acto que es uno, aunque complejo. Por tanto, una simple "moral de intenciones" o "de actitudes" que no valorase el objeto, las obras en las que se plasman las actitudes e intenciones, seria una moral mutilada y, por tanto, falsa, como un folio rasgado por cualquiera de sus lados ya no es un folio. El folio tiene dos dimensiones, largo y ancho; si lo rompo por cualquiera de las dos deja de ser lo que era. Un plato o manjar exquisito, con ingredientes de primera calidad, pero aderezado con unos gramitos de arsénico, todo él resulta mortal de necesidad, aunque se haya elaborado con la "buena intención" de alimentar al cliente.

Cualquier cosa mala, por muy buena que sea la intención con que se haga, no deja de causar el mal; y el acto humano que la realiza--compuesto de lo subjetivo y lo objetivo--resulta enteramente malo y daña siempre a la persona.

En efecto, el mismo Papa, que subyaraba la importancia de la dimensión interior de los actos humanos, aclara que "no es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y hacer crecer a los demás en humanidad; pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la del otro se reconozca en su obrar" (9). Hace falta, además, que lo que se quiere sea de verdad bueno.



LA LIBERTAD: CONDICION DE BONDAD MORAL

Juan Pablo II sigue ahondando en la cuestión: "¿En qué consiste la bondad de la conducta humana? Si prestamos atención a nuestra experiencia cotidiana, vemos que, entre las diversas actividades en que se expresa nuestra persona, algunas se verifican en nosotros, pero no son plenamente nuestras; mientras que otras no sólo se verifican en nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas actividades que nacen de nuestra libertad: actos de los que cada uno de nosotros es autor en sentido propio y verdadero. Son, en una palabra, los actos libres (...) La bondad es una cualidad de nuestra actuación libre. Es decir, de esa actuación cuyo principio y causa es la persona; de lo cual, por tanto, es responsable" (10).

No significa esto que por el hecho de ser libre el acto humano sea moralmente bueno, sino que la libertad es una de las condiciones varias de la bondad moral. Una condición también importante, porque "mediante su actuación libre, la persona humana se expresa a sf misma y al mismo tiempo se realiza a sí misma" (11); es decir, va realizando en sí misma un incremento de bondad, si la conducta es moralmente buena; si fuera mala, el sentido de la libertad se vería frustrado.

IMPORTANCIA DE LAS OBRAS

En efecto, "la fe de la Iglesia fundada sobre la revelación divina, nos enseña que cada uno de nosotros será juzgado según sus obras" (12). Son muchos, por cierto, los momentos de la Sagrada Escritura en que se afirma que Dios retribuirá a cada uno según sus obras; por ejemplo: Mt 5, 16; Apoc 2, 23; 22, 12; cfr. Rom 2, 6; Eccli 16, 15; 2 Tim 4; Sant 1, 21-25. "Nótese--indica el Papa--:

es nuestra persona la que será juzgada de acuerdo con sus obras. Por ello se comprende que en nuestras obras es la persona que se expresa, se realiza y--por así decirlo--se plasma. Cada uno es responsable no sólo de sus acciones libres, sino que, mediante tales acciones se hace responsable de sf mismo" (13).

No parece que se pueda iluminar mejor la relevancia moral de lo objetivo, de las obras, de los actos externos. Seremos juzgados por nuestras obras, porque ellas son "criaturas" de nuestra libertad en las que nos hemos expresado y forman parte de nosotros mismos.

"Es necesario--insiste el Romano Pontífice-- subrayar esta relación fundamental entre el acto realizado y la pcrsona que lo realiza". Nuestras obras expresan siempre lo que somos o, al menos, algo de lo que somos; y con ellas no sólo "hacemos cosas", "nos hacemos" también a nosotros mismos: sabios o ignorantes, justos o injustos, prudentes o imprudentes, lujuriosos o castos.

Pues bien, "a la luz de esta profunda relación entre la persona y su actuación libre podemos comprender en qué consiste la bondad de nuestros actos, es decir, cuáles son esas obras buenas que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos" (...). Cuando el acto realizado libremente es conforme al ser de la persona, es bueno".

"La persona está dotada de una verdad propia, de un orden intrínseco propio, de una constitución propia. Cuando sus obras concuerdan con ese orden, con la constitución propia de persona humana creada por Dios, son obras buenas, que Dios preparó de antemano para que en ellas anduviésemos. La bondad de nuestra actuación dimana de una armonía profunda entre la persona y sus actos, mientras, por el contrario, el mal moral denota una ruptura, una profunda división entre la persona que actúa y sus acciones. El orden inscrito en su ser, ese orden en que consiste su propio bien, no es ya respetado en y por sus acciones. La persona no está ya en su verdad. El mal moral es

precisamente el mal de la persona como tal" (14). Esa ruptura, esa profunda división en el interior del hombre se produce siempre que se obra mal, aunque sea con "buena intención", pensando que se obra bien, porque es un hecho que entonces la persona no está obrando conforme a la verdad de su ser. Quiérase o no, "la persona humana realiza la verdad de su ser en la acción recta, mientras que, cuando actúa no rectamente, causa su propio mal, destruyendo el orden de su propia ser. La verdadera y más profunda alienación del hombre consiste en la acción moralmente mala: en ella la persona no pierde lo que tiene, sino lo que es, se pierde a sf misma" (15).

Cuando es moralmente mala, la acción exterioriza o manifiesta el ser personal de modo monstruoso. Cabe decir de tal acción lo que dice Santo Tomás del error de la mente: es "un parto monstruoso". Se ha engendrado un monstruo, un ser deforme, que deforma y carcome el propio ser, por la íntima conexión entre la persona y su obra.

PECADO "FORMAL" Y PECADO "MATERIAL"

Y es de advertir que esto puede suceder sin culpa, cuando --sin culpa-- se ignora que realmente lo que se hace es moralmente malo. En este caso no hay pecado formal (como se dice en Teología), y Dios no castigará la mala acción. Pero no ha dejado de producirse un pecado material, es decir, una obra objetivamente mala, y que por tanto daña realmente a la persona. Es preciso no olvidar que, lejos de lo que pensaba Lutero, lo que prohibe Dios no es malo porque Dios lo prohiba, sino que Dios lo prohibe porque es malo: daña al hombre, si no en el cuerpo, al menos en el alma, que es lo que más importa.

De hecho, cuando se obra mal, aunque sea por ignorancia, la voluntad se adhiere al mal, y de este modo no puede hacerse buena, ni incrementar su bondad y su habilidad para el bien. Es más, con tal adhesión, si se continúa largo tiempo, existe el grave riesgo de que, al descubrir el error y salir de la ignorancia, la afición al mal se haya hecho tan grande que ya no se quiera abandonarlo; lo cual llevaría consigo la aparición del pecadoformal, responsable ya, y culpable.

Es muy importante tener en cuenta esa realidad, también en el tratamiento de enfermedades psíquicas y situaciones extremas o de crisis que inclinan más fuertemente a ciertos pecados. En un discurso a médicos psiquiatras, enseñaba el Papa Pio XII: "Una última observación a propósito de la orientación trascendente del psiquismo hacia Dios: el respeto a Dios y a su santidad debe refliejarse siempre en los actos conscientes del hombre. Cuando estos actos se apartan del modelo divino, aun sin culpa subjetiva del interesado, van, sin embargo, contra su último fin. He aquí por qué aquello que se llama pecado material es una cosa que no debe existir y constituye por lo mismo, en el orden moral, una realidad que no es indiferente".

"Una conclusión se deriva para la psicoterapia: ante el pecado material, no puede permanecer neutral. Puede tolerar lo que de momento es inevitable. Pero debe saber que Dios no puede justificar esta acción. Todavía menos la psicoterapia puede dar al enfermo el consejo de cometer tranquilamente un pecado material, porque lo hará sin falta subjetiva; y ese consejo sería igualmente equivocado, aunque tal acción pudiera parecer necesaria para el reposo psíquico del enfermo y, por consiguiente, para la finalidad de la curación. Nunca se puede aconsejar una acción consciente que sería una deformación, y no una imagen, de la perfección divina" (16) que el hombre es.

EL FIN NO JUSTIFICA LOS MEDIOS

Por supuesto, es peor hacer el mal con mala intención que con "buena intención". Pero hacerlo con "buena intención" también es malo, aunque sea para conseguir un bien todo lo grande que se quiera. Elfin no justifica los medios. El buen fin hace bueno un medio indiferente y puede aumentar la calidad moral de una buena acción, como cuando se hace un acto de simple justicia pero por amor a Dios. Lo que no puede hacer nunca un buen fin es convertir en bueno un medio que de suyo sea malo. Cuando se quiere el mal, aunque sea como medio para el bien, la voluntad, con su adhesión, ya se ha contaminado, ya se ha hecho mala, y también su acto en su entera realidad.

Por otra parte, es un craso error pensar que de un mal puede seguirse algún bien para la persona en su integridad. Podrá seguirse tal vez un bien físico, material, económico, pero nunca un bien moral que es lo que realmente perfecciona a la persona.

Sólo Dios puede hacer que de las consecuencias del mal --no del mal en sí mismo-- se sigan auténticos bienes para los que le aman. Pero Dios no puede querer el más mínimo mal moral; por tanto, el hombre tampoco puede quererlo jamás.

Así por ejemplo, cuando se provoca el aborto, aunque sea con la "buena intención" de procurar el bienestar material o psíquico, o social, de la madre, de hecho se produce el peor mal para ella: se niega, o se pretende negar, con inhumana violencia, lo que ella realmente es en lo más profundo: madre, dadora de vida; al tiempo que se asesina a una persona inocente, su hijo.

Lo mismo cabe decir de los que ciegan artificiosamente las fuentes de la vida; los que pretenden disolver el matrimonio; los que justifican-"por amor", dicen--las llamadas relaciones prematrimoniales, u homosexuales; los que no dan importancia a la masturbación; los que con apariencia de justicia niegan los derechos humanos, etc.

Suele decirse que "el infierno está empedrado de buenas intenciones". Y es muy posible que sea cierto. La sabiduría popular comprende que no basta querer hacer el bien, sino que es menester hacerlo; y para ello es indispensable la voluntad realmente buena, sincera, de conocer el bien, de aprender a discernir el bien del mal. De lo contrario, sería una vil hipocresía hablar de "buena voluntad"o de "buena intención".

MIRAR LA REALIDAD

Y, por importante y fundamental que sea--como ya hemos visto--la intención, "quienquiera conocer y hacer el bien debe dirigir su mirada al mundo objetivo del ser. No al propio "sentimiento", no a la "conciencia", no a los "valores", no a los "ideales" y "modelos" arbitrariamente propuestos. Debe prescindir de su propio acto y mirar a la realidad"; porque "ser bueno quiere decir estar de acuerdo con el ser objetivo; es bueno lo que corresponde "a la cosa"; el bien es la adecuación a la realidad objetiva" (17). *Todas las leyes y normas morales se pueden reducir a una--decía Goethe--: la verdad". "Todas las leyes y normas morales se pueden reducir-dice Joseph Pieper--a la reaiidad" (18); "el hombre que quiere realizar el bien mira, no al propio acto, sino a la verdad de las cosas reales" (19). Precisamente la reallidad es el fundamento de lo ético. Lo que debe-ser está inscrito en el ser, en la verdad de las cosas. Es bueno quien obra la verdad. Así lo dice Nuestro Señor Jesucristo: *"el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios" (20).

En las obras se plasma la persona; la persona se revela en sus obras. El mismo Jesucristo decía: "las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado" (21); "si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre" (22).

¿Y cuál es la verdad más profunda que debe expresar nuestras obras? La que nos recuerda el Papa: "la persona no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un don: lo que ella es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. "Somos hechura suya", nos enseña el Apóstol, "creados en Cristo Jesús" " (23). Somos criaturas de Dios, somos de Dios, y Dios ha querido además que seamos sus hijos. Somos hombres que, por gracia, son hijos de Dios. No somos hijos del mono. Por tanto, para que sea buena nuestra conducta ha de conformarse con esta realidad maravillosa: la de nuestra filiación divina. Todas nuestras obras han de revelar ese nuestro ser-hijos-deDios; han de manifestar que al menos luchamos por ser buenos hijos, según el mandato amoroso y sapientísimo del Señor: "Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto".


Antonio OROZCO

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