Ética médica y píldora del día después, I
Por Gonzalo Herranz
El
autor se refiere al mecanismo de acción de la llamada píldora del día
después y se asombra de la nube de ignorancia que rodea a su efecto
antinidatorio, precisamente en el tiempo de la medicina basada en la
evidencia. En la segunda parte el profesor Gonzalo Herranz analiza el
consentimiento informado en la prescripción de este producto.
La reciente aprobación por la Agencia Española del Medicamento de la
comercialización del levonorgestrel en la forma farmacéutica de píldora del
día después (pdd) es asunto que plantea problemas ético-médicos y
deontológicos nada triviales y merecedores de comentario.
El mecanismo de acción de la pdd incluye un componente de significado ético
fuerte: impide la anidación y, con ello, el desarrollo del embrión humano.
Sabemos que lo hace, pero ignoramos cuantas veces los hace. En consecuencia,
recetar el médico o tomar la mujer la pdd son acciones con fuerte carga de
responsabilidad, en las que juegan un papel muy relevante factores de dos
órdenes. Uno que podríamos asignar al área de la ética biológica; el
otro, al de la ética profesional. El factor ético-biológico consiste en
saber qué es lo que ocurre en el organismo de la mujer cuando ella hace uso
de la pdd: sólo sabiéndolo, no daremos palos de ciego y será posible actuar
con conocimiento y racionalidad. El factor ético-profesional consiste en
analizar, a la luz de los principios y normas de la deontología médica, qué
requisitos - de información no sesgada, de respeto por las personas y sus
convicciones morales- habrían de exigirse para que un médico pueda
prescribir la pdd.
Mecanismo de acción en la penumbra
¿Qué sabemos de la pdd? Aquí, la pregunta no se refiere primariamente a su
eficacia y seguridad, a sus interacciones: de eso sabemos suficiente. Se
refiere a su mecanismo de acción, del que necesitamos saber y hablar más.
Es casi rutinario decir que la pdd ejerce un efecto diverso y multifactorial,
que depende de la relación temporal que se dé entre el momento de la
ingestión del producto y el día del ciclo menstrual o el tiempo transcurrido
desde la relación coital. En la versión oficial de los hechos, se dice que
la pdd puede inhibir la ovulación o, a través de sutiles perturbaciones de
la función del eje hipotálamo-hipófisis-ovario, retrasarla; que puede
modificar la textura del moco cervical y volverlo impracticable para los
espermios; que puede enlentecer la motilidad tubárica y con ella el
transporte de los gametos; que puede debilitar la vitalidad de los espermios y
del ovocito y mermar su capacidad de fecundarse; o que, en fin, puede alterar
el endometrio y hacerlo refractario o menos receptivo a la implantación del
huevo fecundado. Es decir, unos cambios son contraceptivos porque inhiben a la
fecundación; otros, en cambio, operan después de ésta y han de ser tenidos
como interceptivos o abortivos muy precoces.
Qué parte juega cada uno de esos factores, y particularmente ese último y
decisivo efecto antinidatorio de la pdd, en el resultado neto final de que
nazcan menos niños, nadie se ha propuesto dilucidarlo. La cosa, importante
como es, permanece envuelta en una tenaz nube de ignorancia. Sorprende que una
cosa así ocurra en el tiempo de la medicina basada en pruebas, tiempo en que,
en farmacología clínica, se hila muy fino y no están bien vistas ni la
ignorancia ni la indeterminación. Disponemos sólo de estimaciones
indirectas, aunque relativamente fiables, que permiten concluir que, aun dada
a tiempo, la pdd no inhibe la ovulación siempre; que, a pesar de los cambios
que induce en el moco cervical, la pdd no impide que los espermios pasen en
cantidad disminuida, pero suficiente, a la trompa; y que el efecto
antinidatorio endometrial juega un papel, decisivo aunque no cuantificado, en
la eficacia del tratamiento.
Claridades y ambages
Una situación así obliga a actuar en la duda, con menos datos de los
necesarios, lo cual crea conflictos. Con razón, quienes profesan un respeto
profundo a todos los seres humanos sin excepción, estiman que jamás uno de
ellos puede ser expuesto al riesgo próximo de ser destruido, aunque ese
riesgo no esté cuantificado. Basta con que la pdd sea de hecho capaz de
privar de la oportunidad de vivir al embrión humano para que la pdd sea
condenable. Quienes no profesan aquel respeto prefieren negar el problema
ético valiéndose de ciertos cambios del lenguaje. Para ellos, mudar el
nombre de las acciones transmuta su moralidad. Afirma un editorial del New
England Journal of Medicine: “…aun cuando la contracepción de emergencia
actuara exclusivamente impidiendo la implantación del zigoto, no sería
abortiva”. Pero no se nos dice qué es. Quebrar la vida de un ser humano,
por minúscula que sea la víctima, es algo que merece ser llamado de alguna
manera. Impedir la implantación del embrión humano es un hecho de notable
importancia ética que no se puede volatilizar por el fácil expediente de
dejarlo sin nombre. Su sustancia moral no desaparece aunque se recurra a la
redefinición de gestación y concepción que hace años pactaron la OMS, la
ACOG, la FIGO y las multinacionales del control de la natalidad. Pero la tal
redefinición no es de recibo: a ella se vienen resistiendo año tras año,
con una tenacidad sensata, muchos hombres y mujeres de buena voluntad, las
sucesivas ediciones de los diccionarios generales y médicos, y los libros de
embriología humana.
De todas formas, aun en medio del ocultamiento y la indeterminación, no
faltan quienes, superado todo escrúpulo ético ante el aborto y la
contracepción dura, se manifiestan con sincera franqueza. Un par de muestras:
en la versión española, pero curiosamente no en la inglesa, de la página
del Population Council en Internet, se lee: ”lo que hacen las píldoras
anticonceptivas de emergencia y las minipíldoras de emergencia es,
principalmente, modificar el endometrio (la capa de mucosa que recubre el
útero), para así inhibir la implantación de un huevo fecundado”. Y Émile
Etienne Baulieu acuñó el concepto de contragestivos para agrupar junto a la
RU-486, la píldora abortiva que él había diseñado, los métodos de control
de la fertilidad que son abortivos muy precoces, entre los que incluye los
dispositivos intrauterinos, la contracepción hormonal a base de gestágenos y
la contracepción postcoital. “De hecho –afirmó en su discurso al recibir
la Medalla Lasker- la interrupción posterior a la fecundación, que tendría
que ser considerada como abortiva, es algo que está a la orden del día […]
Por esa razón, hemos propuesto el término “contragestión”, una
contracción de “contra-gestación”, para incluir en él la mayoría de
los métodos de control de la fertilidad”.
Eso es hablar claro y sin tapujos. La evolución histórica de la
contracepción ha seguido una trayectoria bien definida: de la anovulación a
la intercepción, del ovario al endometrio, de antes de la fecundación a
después de ella. El modo, lugar y tiempo de su actuación han ido cambiando a
lo largo de los últimos 45 años. Pero se sigue hablando de contracepción,
como si nada hubiese ocurrido.
El médico que profesa un profundo respeto a la vida y que no ignora el efecto
antinidatorio de la pdd rehusará prescribirla, para lo que no necesita, a la
vista de los términos que constan en la reciente autorización del
levonorgestrel, recurrir a la objeción de conciencia. Pero, si un día se
incluyera la pdd entre las prestaciones de las aseguradoras privadas o del
sistema nacional de salud, el médico podría presentar objeción de
conciencia a su prescripción, al igual que lo hace ante el aborto de
embriones y fetos de mayor edad.
Gonzalo Herranz.
Departamento de Humanidades Biomédicas.
Universidad de Navarra
En Diario Médico, 4 y 5 de abril de 2001. TRIBUNA
Ética médica y píldora del día después, II
Por Gonzalo Herranz
Aunque
es altamente cuestionable que la píldora del día después (pdd) pueda
considerarse como un medicamento convencional, de momento, en España ha de
prescribirse y dispensarse como si de un medicamento genuino se tratara. El
farmacéutico sólo podrá dispensarla cuando la haya recetado un médico.
Conviene, pues, preguntarse qué normas deontológicas son especialmente
pertinentes al caso. Son dos los artículos del vigente Código de Ética y
Deontología Médica que, a mi parecer, las contienen.
El artículo 25 del Código de Ética y Deontología Médica
Este artículo dice que “el médico deberá dar información pertinente en
materia de reproducción humana a fin de que las personas que la han
solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad”.
El Código declara que la información sobre la reproducción humana es un
área privilegida, especial. En nuestro caso, impone al médico, en especial
al ginecólogo y al médico general, el deber de informar sobre la pdd, no de
modo rutinario, sino cualificadamente, pues la información que dan a quienes
le preguntan ha de servirles a éstos para tomar decisiones con conocimiento
suficiente y con suficiente responsabilidad. Tal información ha de ser
objetiva, inteligible, adecuada.
Con datos parciales, oscuros o sesgados no puede llegarse a decisiones
responsables. Es criterio general que el consentimiento del paciente no sería
genuino, esto es, ni libre ni informado, si el médico le ocultara
información que el paciente tuviera por éticamente significativa. Con
respecto a la pdd, quien ha de juzgar es la propia mujer. El artículo 25
reconoce la especial e intransferible responsabilidad de cada uno en materia
de reproducción humana, que, en el pluralismo ético de hoy, admite
diferentes versiones: para unos, se trata de ejercer una maravillosa
cooperación con el poder creador de Dios; para otros, se trata de expresar la
centralidad que la reproducción humana ocupa en su plan de vida personal;
para otros, finalmente, se trata de ejercer el derecho de transmitir al hijo,
a través del material genético, la imagen de la propia identidad.
El médico ha de reconocer que quienes creen que la vida del ser humano
comienza con la fecundación actúan con plena racionalidad cuando rechazan un
tratamiento que pueda destruir una vida humana naciente, aun cuando la
frecuencia absoluta de tal evento fuera baja. Es cierto que, en el proceso de
consentimiento informado, el médico no está obligado a referir riesgos muy
raros, pero esa norma decae cuando se tengan indicios razonables de que esa
rara posibilidad es tenida por el paciente como importante, muy importante.
Esos indicios se obtienen informando y preguntando. No hacerlo equivaldría a
viciar el consentimiento, que ya no sería informado. Se sabe que se dan
efectos psicológicos negativos —sentimientos de engaño, culpabilidad o
tristeza, reacciones de rabia o depresión— en mujeres que creen que la vida
humana comienza con la fecundación y que más tarde se enteran de que la pdd
pudo haber eliminado una de esas vidas, sin que se les hubiera informado y
dado oportunidad de expresar su voluntad. La falta de consentimiento en un
caso así puede exponer al médico a enojosas consecuencias deontológicas y
judiciales.
El artículo 8 del Código
Este artículo dice que “en el ejercicio de su profesión, el médico
respetará las convicciones de sus pacientes y se abstendrá de imponerles las
propias”. Respetar a las personas es respetar sus convicciones. Como es
lógico, las convicciones que el médico no puede imponer no son sólo las
políticas, ideológicas o religiosas. Son también las técnicas y
científicas. El médico ha de manifestar sus opiniones y recomendaciones que
hagan al caso, pero ha de hacerlo sin abusar de su posición de poder. Si
piensa el médico que el embrión humano es respetable sólo después de
haberse implantado o incluso más tarde, esa es su opinión, pero no puede
imponerla a quien tiene a la fecundación por comienzo de la existencia
humana. No puede olvidar el médico que, para mucha gente, son inaceptables
aquellas formas de regulación de la reproducción que permiten la
fecundación y provocan luego la pérdida del embrión.
En su relación con el paciente singular, el médico no puede aplicar los
criterios asignados, por las encuestas sociológicas, a las mayorías. Los
sondeos de opinión pueden decir que la opinión prevalente es que el embarazo
indeseado o inesperado tiene su destino más apropiado en el aborto, o que la
pdd es la opción que ha de ofrecerse sin más averiguación a quien solicita
contracepción urgente. Pero esa bien puede no ser la opinión de muchos
otros. Incluso puede estar en contradicción con otras estadísticas. Así,
por ejemplo, entre las adolescentes, que constituyen al respecto el grupo más
vulnerable, las circunstancias (sociales, culturales, religiosas, familiares)
que intervienen en la decisión de abortar o de continuar el embarazo son muy
complejas e impredecibles, y obligan a prestar al asunto una atención
individual y libre de prejuicios. En todo caso, el más justificado sería el
prejuicio a favor de la vida. En efecto, los datos relativos al millón
aproximado de adolescentes que anualmente quedan embarazadas en los Estados
Unidos suelen mostar con notable constancia que deciden abortar sólo un
tercio de ellas (35%), mientras que los otros dos tercios (65%) lo continúan,
aunque una séptima parte del total (14%) terminan en un aborto espontáneo.
El médico no puede prejuzgar que la persona que tiene delante participa de
las mismas convicciones éticas que él. Y, menos todavía, puede dar por
supuesto que esa persona prefiere ignorar o no dar importancia a las
implicaciones morales o religiosas del uso de la pdd. Y, dado que hay pruebas
que sostienen que la pdd ejerce un efecto antinidatorio y siendo imposible que
el médico sepa de antemano si la mujer que le consulta objetará o no a su
empleo, no se puede sostener que sea buena práctica médica privar a la mujer
de la información imprescindible para que ella preste su autorización. No
dar esa información sería a la vez un engaño y un abuso, que expropiaría a
la mujer de su autonomía.
La situación definida como contracepción de urgencia no exime de ese
diálogo singular y libre de prejuicios entre el médico y la mujer. No
pertenece la prescripción de pdd al pequeño número de situaciones de
urgencia extremada en las que puede prescindirse del consentimiento informado.
En el caso de la presunta prescripción de la pdd no puede prescindirse de
entablar con la mujer una relación inteligente, informativa, éticamente
respetuosa, que tenga en cuenta sus creencias y valores.
La autorización para comercializar la pdd trae a primer plano esos dos
aspectos básicos de la ética profesional de la medicina: el respeto a las
convicciones del paciente y la comunicación de la verdad. Queden los que no
han sido tratados aquí para otra ocasión.
Gonzalo Herranz.
Departamento de Humanidades Biomédicas.
Universidad de Navarra