Las
escuelas teológicas que nacen en el Medioevo son testimonio de las diferentes
cosmovisiones coexistentes. Los grandes maestros las dotaron de una estructura
fundamental, armada en base a distintas espiritualidades, perspectivas
filosóficas y principios teológicos. Las Escuelas desarrollaron orgánicamente
las sugerencias y los principios fundamentales heredados con libertad de debate
y frecuentemente con perspicacia. Sus divergencias y discusiones fueron útiles
para precisar y dar luz sobre diversos aspectos doctrinales.
Junto
a estos aportes positivos las escuelas teológicas tienen también aspectos
negativos. La falta de originalidad y el excesivo capillismo teológico las ha
llevado a radicalizar las respectivas opiniones, llegando a posturas extremistas
que no supieron matizar suficientemente las afirmaciones. A veces las tesis se
han cristalizado formulaciones inamovibles que imposibilitaron un diálogo
fructuoso.
De
todos modos creemos que lo esencial de las inspiraciones de los maestros ha sido
fielmente conservada, inclusive si el gusto excesivo por las sutilezas y el
esfuerzo cuidadoso por distinguirse a toda costa de los adversarios, amenazaron
con sofocar los elementos más fecundos.
Tomistas
y Escotistas, durante siglos y hasta
en nuestros días, se disputaron ásperamente el terreno del Primado Universal
de Cristo, con posiciones que se mantuvieron prácticamente invariadas.
F.
Suárez, con su eclecticismo característico, quiso superar las divergencias
dando inicio a una propia Escuela. Pero en realidad las posiciones respectivas
no han variado significativamente, por lo cual no es necesario seguir el
desarrollo del tema del primado en cada una de las escuelas. Descaremos
solamente algunos elementos nuevos y más explícitos que la discusión ha dado
a luz.
Por
más que haya algunos teólogos que tienen acentuaciones diversas, representa y
comenta el pensamiento y la solución de Santo Tomás. Tomás de Vio, llamado
Cayetano (+ 1534) y los Salmanticenses (Siglo XVIII) han apuntado y subrayado
algunos aspectos particulares en el tomismo; el oratoriano francés L. Thomassin
(+ 1695) llevó a extremismos inaceptables algunos conocidos principios sobre el
problema, demostrando con su lógica los defectos del punto de partida. En el
tiempo de Cayetano, las dos opiniones tienen una fisonomía tan precisa como
antitética.
La
sentencia escotista afirma que Cristo es querido antes de toda creatura, es el
centro del orden de la salvación y por lo tanto todo ha sido creado en El y por
El, tanto en la esfera de la naturaleza como la de la gracia.
La
tomista afirma que Cristo ha sido querido a causa de nosotros los hombres y por
nuestra salvación: por lo tanto ha sido querido por Dios después de la
previsión del pecado de Adán y a causa de él.
Cayetano,
al sostener ésta última opinión, no se limita a las motivaciones habituales
de S. Buenaventura y de S. Tomás. Intenta destruir desde dentro la solución de
Escoto. Trata de demostrar que los argumentos escotistas son inclusivos,
especialmente el de la predestinación y del ordinate volens, que son los
cimientos de todo su edificio.
Creemos
que desde la misma introducción al problema se aparta significativamente de
Santo Tomás. El Angélico afirma que existen dos respuestas a la pregunta
concreta, de las cuales escoge la segunda como la más probable. Cayetano
sostiene que se pueden dar dos soluciones: una si se mira la sola posibilidad
(sería la de Escoto) y otra si se atiende a la realidad efectiva: es la de
Santo Tomás. Ya hemos notado en varias ocasiones que para los teólogos del
medioevo no se trataba de distinguir entre posibilidad y realidad, sino entre
dos respuestas al orden concreto de la encarnación.
La
formulación propuesta por Cayetano no deja ninguna posibilidad de discusión.
¿Quién ha negado jamás la posibilidad abstracta de la encarnación sin el
pecado?
Dejando
aparte esta presentación equivocada y tendenciosa del problema, exponemos
crítica de Cayetano a los argumentos fundamentales de Escoto.
Cayetano
observa que en la realidad efectiva del universo actual, existen tres órdenes
distintos : el de la naturaleza, el de la gracia, y el hipostático (de
Jesucristo).
Hablando
con propiedad, deberíamos decir que el orden de la naturaleza es objeto de la
providencia divina y el de la gracia y el hipostático, lo son de la
predestinación en sentido estricto. Cuando nos referimos, pues, a la
predestinación, debemos abarcar solamente los dos últimos órdenes y no el
primero.
Los
tres órdenes no son solamente distintos entre sí, sino que históricamente
tuvieron una existencia separada. Esta afirmación es la llave de la solución
propuesta por Cayetano.
Dios
creó primero el orden de la naturaleza, que fue objeto de la Providencia
divina; Este goza, por lo tanto, de una estructura propia y una finalidad
natural: es el orden de pura naturaleza , que está al principio de la historia.
A
renglón seguido sobreviene, por libre voluntad de Dios, el orden de la gracia,
objeto de la predestinación divina. Se trata de la gracia sin Cristo, es decir
de la gracia de Dios. De modo que el hombre y el universo, ya constituidos como
naturaleza, reciben posteriormente una finalidad y una estructura nueva,
sobrenatural.
Por
fin, después de la caída de Adán, para reparar la naturaleza, Dios decreta la
encarnación; así añade otro orden, el hipostático. A partir de ese momento
los órdenes precedentes adquieren la estructura cristológica y la finalidad
cristológica y Cristo llega a ser la cabeza de la creación. Cayetano alude
claramente a las tres partes de la Suma de S. Tomás.
Cayetano
añade a esta presentación otras precisiones notables. Se pregunta a cuál de
los tres órdenes o estamentos pertenece el pecado. Responde que, sin duda
alguna, al de la naturaleza, porque pecar es propio del hombre, y no de la
gracia.
Entre
los presupuestos de las distinciones mencionadas, no computamos solamente las
cosas naturales que conforman el orden natural del universo. También vemos que
existen monstruos, que son defectos en las cosas puramente naturales; podemos
observar las enfermedades de los animales; y en los racionales hay ignorancia y
las faltas éticas o el pecado.
La
predestinación presupone, pues, la providencia del universo natural, y del
mismo modo presupone la presciencia tanto de los futuros que pertenecen al orden
del universo natural como de los defectos en esos futuros. Entre los cuales se
cuenta, evidentemente, los pecados de los hombres. Dado
que pecamos por nuestra sola fuerza, nuestro pecar no pertenece al orden de la
gracia, sino al orden de la naturaleza.
Partiendo
de estos principio, es evidente que la imaginación escotista ‑o sea el argumento
de la predestinación‑ es falaz.
La predestinación se refiere al orden de la gracia que presupone a su vez la
Providencia, o sea el orden de la naturaleza, a la cual pertenece el pecado.
Cayetano
consigue alejar aún más a Cristo del pecado insertando, entre el orden de la
naturaleza y el hipostático, el orden de la simple gracia. Es absurdo, pues,
afirmar que Cristo haya sido querido antes del pecado. Cristo presupone
necesariamente, con base lógica e histórica, la existencia de los dos órdenes
antecedentes, por lo cual será necesariamente querido por Dios, después
de los órdenes de la naturaleza y de la gracia:
Los
pecados pertenecen en parte al orden de la naturaleza y en parte al orden de la
gracia, en cuando se le oponen. Es lógico, pues, que la predestinación de
Jesucristo a ser hijo de Dios presuponga la previsión de los pecados futuros,
como relacionados a los órdenes presupuestos en el genero de las causas
materiales.
Después
de haberle quitado el fundamento al argumento principal de Escoto, que se apoya
sobre la predestinación, Cayetano enfrenta el segundo: el del
Ordinate volens.
A
éste se lo saca rápidamente de encima: Luego de hacer algunas distinciones que
todos aceptan afirma: Dios podía haber querido a Cristo antes de toda otra
creatura. Sin embargo, de hecho , la Escritura nos dice que Dios quiso a Cristo
a causa del pecado. Por lo tanto toda discusión ulterior no tiene sentido.
En
la Escritura no tenemos encarnación que no sea redentora, por lo cual afirmamos
que, aún aceptando que Dios hubiera podido querer una encarnación sin la
hipótesis de una redención futura, de hecho, no la quiso sino en el modo
actual. Dios no quiso revelar de modo diverso su voluntad, y a ésta solamente
la podemos conocer por la revelación.
No
nos queremos detener en la primera argumentación. Si es cierto que la
revelación enseña que la encarnación fue querida solamente para redimirnos
del pecado, entonces se acabó la discusión, causa
finita est. Pero ni el mismo Cayetano está persuadido, porque se detiene en
demostrar la ineficacia de las razones teológicas de Escoto.
Mucho
más interesante es la concepción de Cayetano a propósito de la
predestinación y de la sucesión histórica de los tres órdenes, el último de
los cuales presupone históricamente existentes los otros dos así como el
segundo supone el primero. Es digna de atención porque en verdad condensa el
meollo de la solución tomista, reflejando con exactitud el entramado y la
estructura de la Suma de Santo Tomás.
Y el autor la retomará constantemente.
Varios
autores ha formulado un juicio muy duro y enérgico sobre esta perspectiva de
Cayetano. [2][2]
Las teorías de Cayetano les parecen monstruosas, inspiradas por el
sectarismo, y en total disconformidad con la doctrina de S. Tomás sobre la
predestinación.
Suárez,
concordando substancialmente con el juicio de Catarino, hacía irónicamente
notar que, según los presupuestos de Cayetano, se debería decir que Dios
prevé el pecado de los crucificadores de Cristo y los del Anticristo, antes de
la predestinación del propio Cristo, puesto que el pecado pertenece al orden de
la naturaleza, que es el primero querido por Dios.
El
P. Risi, conocedor como pocos del problema y de su historia teológica,
habiéndolo estudiando por decenios con suma diligencia y perspicacia, dice que
la conclusión de Cayetano es quimérica, caprichosa, conducente a absurdos,
despropósitos, y exorbitancia de diversos tipos.
Tales
exabruptos parecen efectivamente motivados por los defectos y por las
incongruencias evidentes de las soluciones de Cayetano.
La
deficiencia fundamental radica en el hecho que Cayetano identifica la prioridad
lógica con la histórica. Más aún, hace coincidir el orden de la prioridad
histórica (el orden de la ejecución) con el de la intención (el
orden de la intención).
Lógicamente
están antes las nociones de hombre, naturaleza, creación, y luego las de la
gracia y de la encarnación (Hombre‑Dios). De donde deduce que también
históricamente y en el orden de los valores las primeras preceden a las
sucesivas. Es decir que dado que Dios ha creado antes al hombre y después lo ha
elevado al orden sobrenatural (al menos con prioridad lógica) y, que el Hijo de
Dios se ha encarnado, Cayetano deduce que Dios, en su plan, ha seguido la misma
sucesión (orden), añadiendo un nuevo
decreto después de actuado el precedente.
Cayetano
ubica primero ‑históricamente‑ un simple orden natural ‑la
naturaleza pura‑ objeto de la simple providencia divina. Se mostró
siempre muy afeccionado a esta idea. Pero el estado de pura naturaleza no
existió jamás, es una mera hipótesis conceptual. Por lo cual, Dios no ha
podido prever como existente un orden que no existió jamás. Cayetano confunde
e identifica el ámbito de la ciencia de
la simple inteligencia ( cuyo objeto son los posibles), con el de la ciencia
de la visión (que mira a los seres realmente existentes).
A
esta altura tenemos que preguntarnos: Según Cayetano ¿a cuál estadio ‑
naturaleza, gracia, orden hipostático‑ pertenece la humanidad de Cristo?.
Estamos ante una humanidad verdadera y perfecta, como la nuestra; por lo cual
Dios la tiene que haber querido en el orden de la naturaleza, antes de la gracia
y antes de la unión hipostática. Como realidad contingente no pudo preverla y
quererla posteriormente porque no hubiera podido ser asumida luego por la
persona del Verbo. De lo cual se concluye que Dios previó y quiso la humanidad
de Cristo unida al Verbo desde el principio... Por lo cual ‑nota bien Risi‑ el
mundo ficticio de Cayetano se va en humo, O bien no abarca todos los elementos
naturales, lo cual está contra su hipótesis; o encierra la naturaleza unida (a
la persona de Cristo), lo cual está contra la hipótesis y la finalidad por la
cual ha sido hecha. [3][3]
Las
mismas advertencias en acerca del orden de la gracia sin Cristo. El mundo fue
elevado desde el principio al orden sobrenatural; pero tal orden no fue una
realidad anónima, sin Cristo; no existió jamás un orden de la gracia que haya
prescindido de Cristo, inclusive si esto sería, de por sí, posible. Como
enseña S. Pablo, Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo (Ef.
1,4); en Cristo han sido hechas todas las
cosas en el cielo y en la tierra (...); el
es el primero de todas las cosas y todo subsiste en El (Col 1, 16‑17);
el único mediador entre Dios y los
Hombres es Jesucristo (1Tim. 2,5).
Hablar
de un orden de la gracia sin Cristo, como segunda etapa; -como hace Cayetano‑
significa confundir otra vez la pura posibilidad con la realidad histórica.
Finalmente,
de la perspectiva de Cayetano se deriva la conclusión absurda de que el mundo
ha cambiado de finalidad tres veces en su historia. Primero tuvo una finalidad
puramente natural (orden de la pura naturaleza). Después tal fin ha sido
substituido por una finalidad sobrenatural (el orden de la gracia). Finalmente,
con la encarnación, Jesucristo ha resultado ser la tercera finalidad de la
creatura. ¿Cómo podríamos calificar a esta finalidad sobreañadida? O bien
quedará totalmente extrínseca a las creaturas, o mejor se deberá decir que el
mundo ha cambiado totalmente luego de cada nuevo fin sobreañadido.
El
mecanismo de Cayetano a propósito de la relación entre naturaleza y
sobrenaturaleza, manifestado en la substitución de unos fines por otros,
tendrá amplias y desgraciadas consecuencias en la teología posterior.
Permaneciendo en el ámbito de nuestro tema observamos otra incongruencia grave:
Adán tuvo dos fines sobrenaturales diferentes, uno antes del pecado y otro
después del pecado. Se encontró viendo en dos órdenes diversos, el segundo de
los cuales fue mucho más excelso que el primero. Pues bien, este progreso lo
debió precisamente al pecado, sin el cual habría tenido acceso al segundo...
Aunque
no será necesario denunciar todos los absurdos que se deducen de la concepción
de Cayetano; él mismo las aceptaba tranquilamente:
No
es absurdo decir que Dios primero previó la caída de Adán y posteriormente
predestinó a Cristo. Del mismo modo que no es absurdo decir que Dios previó
primero en el futuro a una liebre corriendo a los monstruos (qué imaginación
tétrica!) y a todas las demás cosas que están dentro del orden natural, y
posteriormente predestinó a Cristo.
Catarino
decía en su citado libro: ¡Fíjate lo
que sucede cuando se quiere defender la propia postura con celo y emulación!
(...) Pretende nada menos que los monstruos y el correr de las libres hayan sido
previstos y preordenados en la mente de Dios, con anterioridad a la existencia
de Cristo. Esto no sólo está en contra las evidencias de las Escrituras, sino
también contra lo que puede admitir el sentido común. Esta doctrina desconoce
al máximo la dignidad de Cristo. [4][4]
Para
llegar al núcleo de la cuestión, es suficiente observar que Cayetano parece no
tener en cuenta el principio conocido y comúnmente aceptado: El
fin, último en la ejecución, es el primero en la intención. Este
principio constituye, por el contrario, el alma teológica del Ordinate volens
de Escoto. Es un principio tan evidente que nadie lo ha puesto jamás en
discusión. Para S. Tomás es una de las piedras angulares no solamente de la
teología, sino también de la metafísica: el fin, último en la ejecución,
domina todo el proceso desde el comienzo, lo cualifica, lo caracteriza y lo hace
inteligible.
El
fin ‑ escribe el Angélico‑ tiene el primado entre las otras causas
y de él dependen todas las otras causas, dado que son causas en acto. El agente
no obra sino en razón del fin. [5][5]
El
fin preordena y organiza los diversos momentos del proceso de ejecución; aunque
puedan preceder temporal o estructuralmente, están siempre en función de la
plenitud y de la totalidad constituida por el fin. El orden de la ejecución se
presenta, pues, con sucesión contraria al de la intención.
Partamos
de un hecho indiscutible. El punto terminal, es decir el fin del plan de
salvación, es concreto es solamente la vida eterna en Cristo. Por lo cual
Jesucristo Cabeza fue querido y previsto por Dios antes de toda creatura, en
cuanto es la fuente permanente de su bienaventuranza. El fin determina el
existir y el obrar de todas las demás causas intermedias.
El
argumento de la predestinación y el Ordinate
volens de Escoto sólo explicitan dicha relación entre el fin y sus
momentos preparatorios. Cayetano, por el contrario, hace añicos el movimiento
unitario del plan de la salvación. Introduce tres etapas, tres finalidades,
tres órdenes, proyectando en la esfera de la intención los momentos sucesivos
de la ejecución.
La
doctrina del Primado universal de Cristo queda totalmente vaciada y recortada:
Cristo es Cabeza, sólo en el Reditus ad
Deum, de un mundo que ya existente, estructurado sin él y antes que él.
Por lo tanto la orientación del mundo hacia Cristo es extrínseca y parcial. La
finalidad cristológica del plan de la salvación es sobreañadida y sobreviene
con posterioridad. Es simple auxilio a una deficiencia moral y no ontológica de
la creatura; es puramente correctiva y no constitutiva de la existencia
sobrenatural.
La
visión de Cayetano ‑ que expresa lo esencial de la doctrina tomista‑
nos permite entender que estamos frente a una concepción de fondo, que abraza
todo el ámbito de la teología.
El
P. Garrigou Lagrange, por ejemplo, lo afirma sin reticencias:
Esta
distinción (los tres órdenes) propuesta por Cayetano ha de ser sostenida por
los tomistas posteriores, a pesar de que no todas las cosas afirmadas por él
(la ordenación de los decretos divinos acerca de los tres órdenes de la
naturaleza, gracia y unión hipostática) sean posiblemente verdaderos [6][6].
Expresa
correctamente la lógica del sistema: si aceptamos que Cristo fue querido por Dios
solo por el pecado y después de la previsión del pecado, no podemos escapar de
las consecuencias deducidas por Cayetano. Habrá que llegar a bosquejar una
teología de la creación y de la gracia sin ninguna relación con Cristo quien
intervendrá solo tardíamente como reparador de un mundo ya perfecto sin él.
Cristo será un medio, un instrumento querido en función del Hombre; el
antropocentrismo y el hamartiocentrismo son el trasfondo indispensable del
misterio de la salvación y los valores dominantes dentro de los cuales se mueve
la encarnación.
Cayetano
se mantiene fiel a los principios de S, Tomás. Los estudios actuales del plan
de la Summa y los graves problemas suscitados, de otro punto de vista ofrecen
las mismas afirmaciones y dificultades que hemos señalado a propósito de
Cayetano: su teología del mundo y de la gracia sin Cristo, la función de
Cristo reducida a medio, para posibilitar el reditus
ad Deum, la sucesión de los órdenes y de las finalidades y la consecuente
exterioridad de lo que es sobrenatural a la naturaleza. Gilson, un competente
indiscutido del pensamiento tomista, observa a este propósito: Quien se avergüence de llegar a este punto, abandona lo esencial de la
teología tomista, se avergüenza de S. Tomás de Aquino .
[7][7]
Es
bien difícil hacer concordar esta concepción con la enseñanza de la Sagrada
Escritura, especialmente con la de S. Juan y la de S. Pablo, según los cuales
son cristológicos y cristocéntricos tanto el Reditus ad Deum como el Exitus ad
Deum de todas las creaturas.
La
acusación más grave y evidente contra la solución de Cayetano es la del extrinsecismo:
las sobreposiciones meramente exteriores de un orden al precedente y en especial
cuando se aplica la doctrina a Jesucristo, concebido como medio para restaurar
un orden preexistente, con el cual no entra en comunión estructural ni esta en
él vitalmente insertado.
El
dualismo naturaleza‑gracia, mundo‑Cristo, está rigurosamente
radicado en el pensamiento de Cayetano con todas sus posibles consecuencias en
el ámbito teológico.
Los
Salmanticenses, bien conocidos teólogos carmelitas de la universidad de
Salamanca del siglo XVII, fidelísimos discípulos de S. Tomás, se dieron
perfectamente cuenta del punto débil de la exposición de Cayetano, y buscaron
remediarla enriqueciendo la tradición tomista con nuevas precisiones. [8][8]
La
presentación corregida por los
salmanticenses fue tan bien recibida que a través de estudiosos tomistas
posteriores, como Godoy, Gonet, Billuart, Gotti, llegó prácticamente a dominar
hasta nuestros días; mediante las observaciones y las sutiles distinciones de
los Salmanticenses, el tomismo creyó en la posibilidad de mantener íntegro el
patrimonio tradicional enriqueciéndolo de cuanto era de estimable en la
solución de Escoto.
Los
famosos teólogos de Salamanca, abren la discusión observando que estamos
frente a dos afirmaciones fundamentales igualmente ciertas y fuera de
discusión.
La
primera constituye el núcleo de la posición tomista: Si
Adán no hubiese pecado. Cristo no hubiera venido.
Afirman
que es una tesis certísima ‑no una mera opinión‑ dado que la
escritura y los Padre la enseñan de modo inequívoco y indudable. En virtud,
pues, del decreto divino actual, sin el pecado que es su motivo, no se hubiere
dado la encarnación, que es su consecuencia. Es notorio que si eliminamos el
fin y la intención del fin, no se existen ni elección y ni actividad del medio
escogido para actuarlo; si Adán no hubiese pecado no existiría, de facto, el
motivo por el cual Dios decretó la encarnación.
El
pensamiento es clarísimo: Jesucristo es medio, el pecado a reparar el es fin.
El medio está en orden al fin, y le es subordinado. Dios, pues, prevé primero
el pecado y después a Cristo.
Eliminado
el fin o intención del fin, no tiene razón de ser ni la elección y la acción
del medio escogido en orden al fin. Si Adán no hubiese pecado, no existiría el
motivo o la razón por la cual Dios de facto decretó la encarnación (...) Dios
de facto decretó la encarnación como remedio del pecado, o sea por la
salvación de los hombres.
Los
Salmanticenses sacan la segunda afirmación ‑ igualmente indiscutible‑
nada menos que de Escoto, haciendo propia la argumentación del Ordinate
volens: Jesucristo por exigencia de su dignidad excelentísima debe haber
sido querido y intencionado primero por Dios, a modo de fin en gracia del cual
se permitió el pecado, la reparación del género humano y todas la demás
cosas existentes. Dios no puede haber querido lo que es antecedentemente supremo
motivado por lo que es inferior. Cristo, pues, tiene que tener un primado de
finalidad respecto de toda otra creatura, y tiene que haber sido querido por
Dios como el primero.
Mientras
que para Cayetano los argumentos de Escoto eran sofismas no muy inteligentes,
por el contrario para los Salmanticenses ‑que se reconoce y son también
fieles discípulos de S. Tomás‑ son de un tal valor como para fundamentar
una certeza indiscutible. Es imposible negar ‑dicen‑ que Cristo, a
causa de su excelencia intrínseca como Hombre‑Dios, no haya sido querido
antes que todas la cosas y por lo tanto como el primero.
La
historia de la teología afirmaba hasta entonces que no se podían conciliar
estas dos visiones tan radicalmente divergentes.
Los
Salmanticenses piensan que la tarea es posible, hasta el punto manera que salvadas
todas las cosas que haya que salvar, la teoría alcance un grado óptimo de
coherencia. Lo cual ‑añaden con optimismo‑ es un signo no
menospreciable de la veracidad de sus teorías.
La
clave de su exposición es la distinción entre el fin en gracia del cual (finis
cuius gratia) y el fin al cual (finis cui). En la encarnación hay una
finalidad última precisa (finis cuius
gratia), querida por Dios como fin englobante, en orden al cual han sido
queridas las otras obras y realidades. Tal finalidad en gracia
de la cual constituye la excelencia intrínseca del misterio de la
encarnación.
Pero
hay también un segundo aspecto a tener presente: el misterio de la encarnación
ha sido querido por Dios también como remedio del pecado, para provecho del
hombre (finis cui: fin para el cual), de modo que la realidad última (Cristo)
está ordenada a la redención del hombre, pero sin limitarse totalmente a ella,
teniendo en sí misma una razón de existencia que supera el fin intermedio.
El
primero (fin en gracia del cual) es fin es sentido estricto y absoluto. El
segundo (fin para el cual) es llamado impropiamente fin, en razón de la causa
material. Esto sucede porque Dios quiere concretamente unir a ambas finalidades
en la encarnación. La encarnación sería prioritaria a la salvación en razón
del fin en gracia del cual. Pero en el
ámbito del fin para el cual, en
razón de la causa material, la salvación es prioritaria a la encarnación.
Garrigou
Lagrange [9][9]
en diversas obras, hace propia y defiende la solución dada por los
Salmanticenses, juzgándola como la más completa y equilibrada exposición del
pensamiento tomista en este tema.
Según
el punto de vista adoptado, o bien Dios quiso primero a Cristo, o bien la
reparación del pecado. Tal es en resumen la solución enunciada; pero hay que
hacer algunas precisiones.
Pasemos
de largo por las observaciones que los Salmanticenses hacen sobre los signos
usados por los teólogos para nuclear diversas prioridades; teóricamente ellos
los reducen a dos; uno para el intelecto divino, y otro para la voluntad. De ser
correcto lo que afirman estaría cerrada de antemano toda posibilidad de
discusión, en cuanto eso equivaldría a negar todo camino para entender la
relación de órdenes entre las diversas obras divinas.
Pero
los Salmanticenses se desmienten en los hechos, dado que sus especulaciones
sobreabundan de signos y de instancias de razón.
La
distinción entre el fin en gracia del cual y el fin para el cual no es una novedad de
los Salmanticenses, pero es un ser en cuyo bien se ha escogida todas las demás
cosas. El objeto escogido puede tener en sí mismo, sin duda, el valor que le
otorga la elección; pero en cuanto ha sido elegido en vista de otro y
únicamente para otro solo ha sido querido, de hecho, como medio.
En
consecuencia, si admitimos que ha sido querido solamente para el bien de la
humanidad, inclusive siendo juzgado en sí mismo como superior a todo lo
existente, Cristo no es, en la intención divina la vez independiente y
dependientemente de él. Si por el contrario, son subordinadas, se tendrá que
defender o bien la sentencia escotista o bien la tomista, pero no hay lugar para
una nueva solución.
Podemos
sintetizar así el razonamiento de los Salmanticenses: Jesucristo posee una
excelencia intrínseca que determina la volición de parte de Dios como fin de
las creaturas; pero Dios lo quiere para salvar al hombre del pecado. Estas sos
dos afirmaciones evidentísimas que todos podemos subscribir, pero no clarifican
en nada la solución del problema. Recién adquieren una cualificación cuando
las unimos a sus a las premisas, es decir, cuando las consideramos mutuamente
relacionadas. Los Salmanticenses no dejan de afirmar que Cristo fue querido por
el pecado; que este es el fin, la condición, la causa, el motivo, de la
existencia de Cristo.
Aquí
precisamente radica el problema: si la conexión entre la encarnación y el
pecado es intrínseca, es decir puesta por la voluntad de Dios, se trata de
determinar ‑analizando los datos de la revelación‑ si es que Dios
quiso antes a Cristo y en dependencia de él todas las cosas, o si bien quiso
primero el universo y el hombre, previsto el pecado, y después predestinó a
Cristo. En el pensamiento de los Salmanticenses, el fin para el cual resulta ser el motivo de la existencia de
Cristo, y por lo tanto se transforma en fin
en gracia del cual. No sirve para nada repetir ‑como ellos lo hacen‑
que ambas cosas, que Cristo es mayor que todas las creaturas y que ha venido a
redimirnos (fin en gracia del cual‑ fin para el cual), ambas, son verdades
de fe y universalmente fuera de discusión.
Si
a pesar de su grandeza intrínseca Jesucristo fue querido como medio, si la
reparación del pecado fue motivo y razón de la encarnación ‑como lo
sostienen los salmanticenses‑ dejan de ser útiles para iluminar el
problema todas las distinciones entre fin en gracia del cual y fin para el cual.
Se
termina en misma conclusión de Cayetano: Cristo, inclusive habiendo sido
querido por Dios después del pecado, llega a ser el fin último de todas las
cosas en razón de su grandeza intrínseca. La solución de los Salmanticenses
tendría sentido si afirmase que el fin para el cual está totalmente subordinado al
fin en gracia del cual. Tendría que sostener ‑como lo hace la
sentencia escotista‑ que Dios quiso a Cristo en modo independiente y antes
de toda otra realidad y que en Cristo quiso la salvación de todos. En este caso
el pecado no es de por cierto el motivo o causa ni condición de la
encarnación.
El
P. Galtier observa a propósito de las dos finalidades de los Salmanticenses,
que hay sido por otros teólogos recientes:
Se
nos enseña como introducir la teoría de dos causas mutuas, que quedan cada una
en su propio orden. Esta teoría crea algo más que una nueva confusión.
Afirmamos que cuando Dios quiere un ser compuesto de materia y de forma, la
materia es querida como causa material y la forma como causa formal. Esta verdad
obvia no tiene nada que ver con los dos planos que se quieren distinguir en la
intención divina. En el orden de la intención, solamente existe el fin
verdaderamente último que es el ser en cuyo bien se ha escogida todas las
demás cosas. El objeto escogido puede tener en sí mismo, sin duda, el valor
que le otorga la elección; pero en cuanto ha sido elegido en vista de otro y
únicamente para otro solo ha sido querido, de hecho, como medio.
En
consecuencia, si admitimos que ha sido querido solamente para el bien de la
humanidad, inclusive siendo juzgado en sí mismo como superior a todo lo
existente, Cristo no es, en la intención divina, el fin propio de su elección.
Al contrario, lo son, cada uno en su propio orden, el genero humano y la
salvación que se quiere asegurarle decretando a Cristo.
[10][10]
Teniendo
en cuenta todas las implicaciones lógicas y teológicas incluidas en sus
afirmaciones, Risi había dado un juicio aún más severo pero no por eso menos
exacto y pertinente del pensamiento de los Salmanticenses.
Su
sistema es una ensalada de inconveniencias y de ideas irracionales, porque:
a)
en tal sistema todo el bien querido directamente por Dios depende de un
bien ocasionado y se relaciona sólo per accidens a la intención de Dios
creante y con su genio capaz de crear un mundo perfecto. (Jesucristo querido en
la ocasión de la culpa y por la intención directa de Dios redentor, queda
fuera de las intenciones directas de Dios creador).
b)
Un ser querido exclusivamente por un fin particular se convierte en un
fin universal fundado solamente de un título de facto mientras que no tendría
razón propia de existir entre los seres de los cuales es el fin. [11][11].
El
tentativo de los Salmanticenses ‑ aún con los matices de sus seguidores
recientes‑ no sale del esquema previsto por Cayetano y no hace avanzar un
paso la cuestión.
El
oratoriano francés L. Thomassin (+1695) es conocido, en la historia de la
teología, como continuador y émulo del Jesuita Petau. En sus Dogmata
Theologica ‑tres macizos volúmenes, escritos en un latín sintético
e impecable‑ Thomassin es un óptimo continuador de la teología positiva,
y explorador del pensamiento de los Padres. Puso esta antigua herencia junto a
la escolástica a fin de obtener una síntesis más amplia y completa del
pensamiento cristiano.
Thomassin
no es recordado jamás cuando se habla de la cuestión del primado de Cristo a
pesar de que tiene un significado y una importancia no menospreciable. Ha sabido
llevar hasta las últimas consecuencias‑ con extremismo radical‑ los
motivos de fondo que rigen la solución tomista a la cual se adhiere con
entusiasmo en su latín puro y áulico [12][12].
Más
aún, Thomassin repropone el problema en el marco teórico de S. Anselmo,
implicando la relación entre los atributos divinos y el pecado y la
encarnación.
Para
el elocuente oratoriano francés es absolutamente cierto que el Verbo se
encarnó para redimirnos y consecuentemente que fue querido después de la
previsión del pecado y a causa de él. Y no solamente porque explícitamente lo
enseña la Escritura, como justamente enseñan los tomistas, sino también
porque de otro modo la encarnación sería incompatible con la dignidad de Dios
y por lo tanto imposible.
La
solución de Escoto es ofensiva a los atributos divinos y especialmente contra
la santidad y la justicia de Dios; consiguientemente deber ser absolutamente
condenada, si no queremos atribuir a Dios un modo indigno y absurdo de obrar.
Aquí, precisamente, está el aspecto interesante del pensamiento de Thomassin y
su originalidad.
La
encarnación es esencialmente un abajamiento del Verbo (exinanitio Verbi), una
verdadera Kenosis:
Tanto
la encarnación del Verbo como la predestinación de encarnar el Verbo, en
primer lugar y de por sí, no es inteligible sino por el abajamiento y la
inclinación divina a la total condescendencia.
La
encarnación, en el lenguaje de la Escritura y de los Padres, no es tanto una
exaltación de la humanidad cuanto más bien una humillación de Dios. No porque
el Verbo haya asumido una humanidad pasible, sino porque se encarnó y se
despojó hasta prácticamente aniquilarse:
Al
volverse semejante a la naturaleza creada, inclusive permaneciendo revestido de
inmortalidad y beatitud, el Verbo de Dios se anonadó, se deshonró, se sometió
a un esquema servil
El
hecho de la encarnación, esta humillación radical del Verbo, exige una causa
proporcionada, si es que nuestra lógica alcanza a concebir una. Tal causa
plausible únicamente es la redención del pecado.
La
redención, sin embargo, según nuestra lógica humana, es una causa
desproporcionada a la humillación del Verbo; por ende la fe en este misterio
requiere un cierto vaciamiento de nuestra lógica: Es necesaria cierta temeridad
de la fe para hacer posible los imposibles, para que creerlos y para
predicarlos.
El
docto Thomassin acumula textos de los Padres que apoyan su tesis y Risi lo juzga
aparentemente hábil en enrolar a los Padres en su modo de pensar.
El
teólogo oratoriano mira en la reparación del pecado la sola causa plausible de
la encarnación. Todo otro motivo que no sea la reparación de condigno del
pecado, sería incompatible con la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios,
y por lo tanto inadmisible. El se dedica fogosamente a demostrar que la
sentencia de Escoto es substancialmente blasfema.
Dejemos
pasar que si se excluye la redención entonces la encarnación es repugnante a
la sabiduría divina, dado que esta afirmación se apoya por entero en el
ontologismo de Thomassin.
Llega
a decir que la encarnación, en la hipótesis de una humanidad sin pecado, y en
beneficio de Adán inocente, ¡sería absurda y ofensiva para el hombre, porque
le aprisionaría su mirada y su atención en Cristo, hombre‑Dios, y por lo
tanto ocultaría la divinidad tras la humanidad, impidiéndole contemplar a Dios
directamente, de lo cual sería capaz!
La
encarnación en el estado de inocencia habría sido dañosa e irracional tanto
para Dios como para el hombre. Si seguimos a Thomassin deberíamos decir que en
el paraíso la visión de Jesucristo glorioso ¡será un gran impedimento para
los bienaventurados en cuanto constituye una distracción de la visión de Dios!
La
encarnación, además, sin su dependencia del pecado y su función esencialmente
redentora, repugnaría totalmente a la bondad de Dios.
Solamente
la culpa del hombre justifica la humillación de Dios encarnado. Es precisamente
en esta humillación reparante que resplandece la bondad de Dios: en el hecho
que El ha venido a ser hombre por mí, se ha humillado encarnándose por mí.
Porque Dios quiso la encarnación después y por motivo del pecado es que El me
revela el misterio de su bondad condescendiente.
Si
yo, por el contrario, sostengo con Escoto que la encarnación del Verbo fue
predestinada y querida antes e independientemente del pecado, no solamente quito
el único motivo válido que hace la encarnación posible para Dios, sino que
también destruyo la razón de la manifestación máxima de su bondad. Admiro la
bondad de Dios precisamente porque se que se ha hecho hombre por mí a causa del
pecado. Si se me dice que está determinado a venir por otro motivo, admitiendo
que éste pueda existir, mi admiración de vacía de sentido, deja de existir.
Por
lo tanto: si el Hijo de Dios se hubiese encarnado por otro motivo que no sea la
reparación del pecado pondría en duda la bondad de Dios hacia mí.
Si
más allá de la ruina del pecado se hubiera Dios abajado al Hombre, y remediado
sus carencias (...) se pondría en duda la bondad y largueza del Creador.
Es
lenguaje de Thomassin es duro y muy extremista: ¡si no fuese por el pecado la
encarnación sería indigna de Dios! Más aún, si el Hijo de Dios se hubiese
encarnado por cualquier otro motivo fuera de la reparación del pecado, Dios
habría revelado una bondad ultrajante hacia el hombre, humillante para ambos:
Intempestiva
sería una tal bondad que haciendo bien infama. No es bondad misericordia y por
lo tanto bondad verdadera la que no socorre la miseria de los demás; la
encarnación es solamente inteligible si es reparación:
Es
muy insolente imaginar un tal acto de amor, sino para socorrer al caído,
auxiliando al amigo desesperado.
El
teólogo francés revela la médula de su pensamiento con una expresión
acabada: la misericordia es la forma suprema de la bondad. Dios no puede amarnos
sino de modo perfecto, consiguientemente con amor misericordioso. Solo este tipo
de amor hacia nosotros es imaginable en Dios: toda otra forma de amor es indigna
de El, repugna a su perfección y por lo tanto es imposible.
Como
enseña S. Tomás la misericordia es la
voluntad dispuesta a eliminar y borrar la miseria del otro [13][13];
la misericordia supone un defecto, una necesidad, una indigencia a quitar, a
curar, a reparar; es liberación gratuita de un estado de miseria. Aquí tenemos
una conclusión evidente: debiendo Dios amarnos con amor misericordioso y no de
otro modo, y dado que tal misericordia se manifiesta de modo sumo en la
encarnación, esta presupone necesariamente el estado de pecado, o sea la
miseria que hay que sanar en el hombre. De otro modo El amor de Dios no sería
misericordioso, que es la forma suprema del amor y por lo tanto especialmente
conveniente a Dios. La encarnación, pues, supone el pecado, la miseria humana
que hay que curar.
Thomassin
lleva este principio hasta formular una paradoja intolerable. En este punto sus
deducciones no han sido condivididas por los teólogos tomistas. Queda en pie,
sin embargo, el hecho de haber puesto en evidencia el punto de partida claro,
que a renglón seguido otros retomarán explícitamente.
Thomassin
identifica la bondad de Dios con su misericordia. Para él el summum de su
bondad de Dios es la misericordia, que para manifestarse exige un pecado previo;
por lo cual la bondad‑misericordia de Dios supone la miseria en el objeto
de sus aciones. En nombre de la misericordia y bondad de Dios, pues, tenemos que
afirmar que la encarnación ha sido querida después del pecado.
Muchos
teólogos tomistas sostienen que la misericordia de Dios es la raíz primera de
la encarnación. El P. Garrigou‑Lagrange ‑con varios discípulos‑
lo afirma clara y decididamente: la sentencia tomista apela directamente a la
misericordia de Dios y no a su bondad.
En
el tomismo la encarnación aparece como el hecho supremo del universo (...) en
el cual se manifiesta el amor libre de Dios hacia nosotros per modum
misericordiae, según la misericordia. [14][14]
Motivum
incarnationis fuit motivum misericordiae (la encarnación estuvo motivada por la misericordia) es el título de
uno de sus estudios [15][15].
El P. Ciappi O.P. da el mismo título a uno de sus libros: De
divina misericordia ut prima causa operum Dei. [16][16]
Pero
es imposible poner la misericordia como causa
primera de las obras de Dios. Sea como fuere esta afirmación nos conduce a
descubrir el punto central de la tesis tomista. Las consideraciones que
Thomassin hace a propósito del atributo de la justicia de Dios nos permitirán
ver mejor el núcleo especulativo que gobierna la lógica del sistema.
Dice
Thomassin que la encarnación sin el pecado que la determina sería contraria no
solo a la sabiduría y a la bondad de Dios, sino también contraria e
incompatible con la justicia divina. Para querer la humillación de la
encarnación sin ofender el recto orden de la justicia, Dios tuvo que tener una
razón de tal envergadura como para equilibrar la balanza.
La
doctrina común sostiene que el pecado para ser expiado y satisfecho en modo
condigno, de acuerdo a estricta justicia, exigía un Hombre‑Dios. No
existen otras exigencias de justicia de tan extrema gravedad que postulen y
justifiquen la encarnación. Admitir, pues, la encarnación antes
del pecado ofende la justicia de Dios, que habría querido tal sacrificio de su
gloria sin una laguna o deficiencia proporcionada. Habría decretado una
expiación sin una culpa, y por lo tanto sin razón suficiente, lo cual es
absolutamente incompatible con la perfecta justicia de Dios.
Aquí
reaparece la bien conocida teoría de S. Anselmo, suficientemente tratada, que
domina y serpentea en tanta teología occidental. Entendida de modo exclusivo y
preeminente en el valorar la encarnación, lleva necesariamente a ver en la
redención no ya la expresión más sublime del amor de Dios (de la bondad y no
de la misericordia), sino el medio con el cual se aplaca y reconcilia la
tensión entre justicia y bondad de Dios.
El
hombre ha ofendido a Dios en modo infinitamente grave: la justicia de dios exige
la reparación: la creatura no puede ofrecerla: la misericordia de Dios decreta
al Hombre‑Dios que reparará en modo condigno y semejante a la ofensa;
así justicia‑bondad de Dios han sido reconciliadas: este es el esquema
que conduce directamente a concebir la encarnación en función del pecado (hamartiocentrimso).
Es el esquema subyacente a la opinión tomista. El esquema que es parcial e
insuficiente. Si se lo absolutiza, inclusive equivocado.
La
bondad de Dios y no su misericordia es la raíz todo el proceso. Bondad y
misericordia no son sinónimos. La encarnación no es el medio para reconciliar
la justicia con la bondad. Es la efusión de la bondad de Dios que quiso
comunicarse ad extra.
Estas
son los principios que sostenemos y que hemos iluminado profusamente, hablando
de la redención y de la encarnación. Tendremos que mostrar brevemente la
diferencia entre bondad y misericordia y hacer ver que la bondad es la raíz,
tanto de la justicia como de la misericordia, aclarando un equívoco
fundamental. La encarnación es el hecho supremo del universo en el cual se
manifiesta el amor libre y soberano de Dios, es decir, su bondad. La bondad de
Dios y no su misericordia, es la causa primera de las obras de Dios.
La
bondad divina es la causa de la existencia de todas la cosas; la voluntad de
Dios amando crea los objetos de su amor y los produce sin condicionamientos,
como donación total, sin ser provocado por cosa alguna, fuera de Dios mismo.
El
objeto de la voluntad divina es la bondad de Dios, que es su misma esencia. Por
lo cual así como la voluntad de Dios es su esencia, no es movida desde fuera de
sí misma, sino solamente por sí misma. [17][17]
El
movimiento que termina en la
producción de las creaturas nace ab intrinseco (desde el interior) en Dios, de la inclinación libre
y soberana de la bondad que quiere comunicarse, que no tiene como razón sino el
amor de Dios, libre, independiente, creador. El amor de Dios no puede suponer
ningún moviente o condicionante externo
a Dios, no podemos presuponer ninguna ocasión extrínseca.
Dios
quiere las cosas diversas de sí mismo en razón del fin. Esta finalidad es su
misma bondad. Su voluntad no es movida por ninguna realidad distinta a sí
mismo, sino solo por su misma bondad. [18][18]
No
tendríamos porqué insistir, tratándose de una doctrina común. Pero también
aquí es necesitamos una idea exacta de la libertad para esconder correctamente
la creación y la comunicación de Dios ad extra.
El
amor creador de Dios, considerado en su origen, es idéntico a sí mismo e
inmutable, porque se identifica con la misma naturaleza divina. ¿Cómo
explicamos que no todos los seres son iguales, siendo que la misma bondad de
Dios causa la existencia de todos? S. Tomás dice la explicación tiene en
cuenta no tanto el punto de vista de la voluntad del sujeto que quiere, sino que
hay que mirar el bien que ha sido querido, es decir, creado:
En
este sentido es necesario decir que Dios ama algunas cosas más que otras. Dado
que el amor de Dios es causa de la bondad de las cosas, si Dios no quisiera a
uno más que a otro, ningún ser tendría que ser mejor que otro. [19][19]
El
mismo S. Tomás reporta en el Sed Contra de su artículo este conocido texto de
S. Agustín:
Dios
ama todas las cosas que ha creado y entre ellas ama más las creaturas dotadas
de razón; entre todas ama aún más aquellas que son miembros de su Unigénito;
a su Unigénito lo ama en grado sumo.
La
bondad divina está, pues, al origen de la existencia de todas las cosas. En su
amor creador no está motivada o condicionada por cosa alguna fuera
de Dios mismo, porque eso sería incompatible con su infinitud. La diversidad de
las creaturas depende únicamente del mayor o menor bien que Dios quiere para
cada una de ellas.
Se
puede, pues, y se debe decir que en este sentido las creaturas son objeto de
tanto mayor amor de parte de Dios cuanto más intensa o en mayor grado
participan del ser. Su consistencia en la jerarquía del ser es reveladora del
bien querido para ella por Dios. El Hombre‑Dios, Jesucristo, es
consecuentemente amado por Dios de manera incomparablemente más grande que
cualquier otra creatura, o del universo entero, porque la unión hipostática es
el máximo de los bienes creados. Toda criatura, toda realidad existente, es
fruto de la libertad‑bondad incondicionada de Dios.
Al
principio de todas las obras de Dios está la bondad, que es comunicación
libre, gratuita, creadora.
La
misericordia es distinta de la bondad, que comunica el bien sin condiciones. La
misericordia implica rectificación, expulsión del mal o de la imperfección.
Es una intervención ulterior, que supone la bondad:
El
motivo de la misericordia está en el ámbito de la miseria; se llama
misericordia porque alguien tiene un corazón compasivo hacia la miseria de
otro. [20][20]
Al
contrario que la bondad, la misericordia supone en su contexto, el impulso de la
ocasión externa. La misericordia de Dios se ejerce sobre una creatura ya
existente y afectada por una imperfección o por el mal. S. Tomás describe así
sintéticamente las relaciones entre bondad y misericordia de Dios:
La
comunicación de las perfecciones en modo absoluto compete a la bondad.
En
cuanto las perfecciones han sido dadas por Dios a las cosas según una
proporcionalidad propia, es competencia de la justicia.
En
cuanto Dios no atribuye las perfecciones a los diversos seres para su propia
utilidad, sino motivado solo por su bondad, estamos en el campo de la
liberalidad.
En
cuanto las perfecciones dadas a las cosas por Dios eliminan todo defecto, es
competencia de la misericordia. [21][21]
La
misericordia es una expresión posterior a la bondad divina, en cuanto esta
elimina los defectos o el mal de las creaturas, o bien en cuanto enriquece a las
creaturas de dones que no hubieran sido exigidos por su propia naturaleza.
La
distinción radical entre la bondad y la misericordia radica fundamental en que
la bondad es comunicación sin presupuestos o razones condicionantes
preexistentes: es absolutamente creadora. La misericordia supone la ocasión o
la razón externa preexistente para remediarla o corregirla.
No
se puede, pues, hacer coincidir la bondad y la misericordia de Dios, como lo
hace Thomassin, porque así llegamos al absurdo de afirmar que la bondad‑misericordia
de Dios se manifiesta solamente en la redención y fuera de esta sería
imposible. La bondad de Dios es el fundamento y la guía de todo su obrar; la
liberalidad, la justicia, y la misericordia son derivaciones de la bondad de
Dios. En su actuar suponen el ser y la naturaleza creada ya constituidas (en su
ser ideal o concreto). Aquellas actúan sobre la creatura, mientras que la
bondad es pura y libre comunicación y participación de Dios ad extra sin que
nada sea presupuesto. La bondad suprema de Dios, pues, puede expresarse y obrar
antecedentemente y prescindiendo de su misericordia.
No
se puede siquiera sostener que la misericordia sea el motivo de la encarnación.
Porque la bondad de Dios es la razón primera (no el motivo)de la encarnación.
La encarnación, pues, no está condicionada o motivada por ningún presupuesto
en la creatura; Dios la ha querido no por misericordia, sino por bondad, aunque
en su realizarse haya actuado todas las nociones de justicia y de misericordia,
entendida ésta como sobreabundancia de bondad. La encarnación, así
considerada, será una gratuita y soberanamente libre comunicación de Dios ad
extra, que encontrando en la bondad de Dios su razón última y no dependiendo
en su existir de ningún defecto o mal para corregir, es querida por Dios en
modo independiente y como comunicación fontal de la cual derivan también todos
los bienes, las riquezas, las liberaciones y el fin de todas las demás
creaturas.
Incluso
concediendo que la bondad de Dios es la razón y el fin de la encarnación, como
además lo es de toda otra creatura, la tesis tomista sostiene que la
misericordia es su fundamento preciso, dado que el pecado a reparar es la
condición, el motivo, la ocasión, la razón de la encarnación.
Los
tomistas dicen que el pecado , en cuanto pecado, fue la ocasión de la
encarnación. El pecado, en cuando objeto de redención, fue la causa, o motivo,
o razón o condición sine qua non de la encarnación. [22][22]
Hemos
de concluir que, en la medida nos fueren reveladas las intenciones divinas, la
redención del género humano aparece como el verdadero motivo por
el cual Dios se determinó a querer la encarnación de su Hijo. [23][23]
Los
únicos motivos por los cuales Dios ha podido determinarse a querer la
encarnación son: o bien la propia gloria en el modo más completo, que se
concretará en la manifestación de su amor; o bien la gloria de Cristo
Salvador, en el cual se consumará la perfección del universo creado; o en fin
la redención y la salvación de los hombres. [24][24]
El
último texto citado presenta tres hipótesis posibles; la tercera, sin embargo,
es la que fue realmente querida por Dios. La primera hipótesis propone a la
bondad como razón dominante (escotista); la segunda es la seudo‑escotista,
que ubica a Cristo por la perfección del universo (es insostenible); la tercera
es la tesis tomista que se funda sobre el motivo de la misericordia:
Es
cierto, Dios ha permitido nuestra caída; pero inmediatamente el corazón de
Dios se conmovió ante nuestra miseria. La miseria ha provocado la misericordia,
y la misericordia divina ha decretado la encarnación. [25][25].
La
misericordia ha sido indudablemente provocada desde fuera, por el mal de la
culpa: para socorrerlo Dios quiso la encarnación; el presupuesto de la
encarnación ‑llamado causa, condición, motivo, etc., es el pecado.
Si
ponemos la misericordia como fundamento de la encarnación, se derivan algunas
consecuencias inevitables.
La
primera es que la encarnación es
vista globalmente en función de la redención; si el motivo de la encarnación
el de redimir al hombre, si tal es su fin, la consecuencia necesaria será que
el fin subordina a sí todo el proceso, todos los momentos intermedios. El
redimir es un acto, una operación del Hombre‑Dios y toda operación
supone el ser. El ser es siempre superior y tiene un valor más grande, anterior
y preeminente a todas sus operaciones. Afirmar que la redención es el verdadero motivo de la encarnación significa, pues, subordinar el todo a la
parte, la existencia a las operaciones. La recta razón y la jerarquía del ser,
nos dice al contrario; el obrar es medio o camino para la realización del ser
del cual dimana. Por ejemplo, comemos en función de la vida, filosofamos para
alimentar la vida del espíritu y no viceversa. No hay razones para invertir
esta jerarquía de valores en Jesucristo; en todo caso tendríamos que
reforzarla aún más.
La
raíz de la encarnación no es la misericordia, sino la bondad de Dios, puesto
que la bondad de Dios no presupone en su obrar
condiciones en la creatura. Es la razón de la existencia de todo ser, y por
lo tanto también de Cristo.
Segunda
consecuencia. El motivo de la
misericordia lleva a la conclusión que Jesucristo es querido por Dios en razón
de las demás creaturas. Si es pensado para redimirlo, tiene una razón de medio
en relación al hombre. Dice el P. Héris, en el texto citado más arriba:
Nuestra
miseria ha provocado la misericordia y la misericordia divina la decretado la
encarnación.
Esta
provocación es de tal gravedad que
resulta ser el motivo verdadero de la encarnación. Escribe el P. Garrigou‑Lagrange,
OP:
El
pecado que tenía que ser redimido fue la causa, o el motivo, o la razón y
condición sine que non de la encarnación.
De
todas la formas posibles se quiere afirmar que la encarnación encuentra su
culminación en la redención, y su fin, motivo, razón, condición, etc., en la
liberación del pecado.
Si
estas palabras tienen un sentido, significan que Jesucristo es querido por Dios
como medio para realizar un fin: la salvación del pecado. Este, en cuanto fin,
gobierna y domina todas las cosas que dicen relación al fin, y por lo tanto
también a Jesucristo. Nuevamente vemos invertidos valores de modo inadmisible.
Ni las argucias de Cayetano ni los arabescos dialécticos de los demás no
consiguen disfrazar este problema: Jesucristo, la más excelente de las obras
divinas, resulta ser medio para actuar la redención del hombre, y por lo tanto
subordinado a esa realidad.
Esto
no solo contradice el sentido común, sino directamente a la Escritura.
Jesucristo es el agapetós, el Querido, el Amado de Dios por excelencia [26][26].
Es el objeto de la bondad y del amor de Dios en modo único y perfecto. Si el
mundo, los ángeles y el hombre son frutos de la bondad incondicionada de Dios,
y no de su misericordia, Jesucristo lo es a
fortiori; su existencia no está condicionada y aún menos motivada por la
deficiencia de las creaturas, sino querida por Dios como comunicación pura de
su amor; la bondad y no la misericordia está a la raíz de la encarnación. No
es Jesucristo el que está en función del hombre; sino el hombre en función de
Cristo. [27][27]
El
Cardenal Pacelli escribía:
Jesucristo
es la obra maestra de Dios, la más grande de sus obras y cualesquiera sean el
momento y las circunstancias de su manifestación en el tiempo, ha sido lo que
Dios ha querido en primer lugar, y en vista del cual han sido concretizadas
todas las otras cosas. [28][28]
El
afirmar, como hacen algunos, que el pecado es fin motivo y causa de la
encarnación, pero que de todos modos Dios ha querido a Cristo en primer lugar a
causa de grandeza intrínseca (teoría de las dos finalidades) es simplemente
contradictorio. O bien Cristo es querido por nosotros o bien nosotros hemos sido
queridos por Cristo: no hay una tercera posición posible.
Repugna
que Dios sapientísimo subordine lo que es mayor a lo que es menor, tal como
dice S. Tomás: El imperfecto existe siempre en razón del perfecto y la parte menos
noble por la más noble.
Siguiendo
los pasos de San Atanasio, San Cirilo de Alejandría desarrolló el mismo
argumento contra los Arrianos que sostenían que el Verbo fue querido por Dios
en vistas de nuestra creación; en una postura análoga a la que sostiene que
Dios ha querido a Cristo en vistas de nuestra redención. San Cirilo respondía:
Existe
otro argumento muy agudo. Si los arrianos dicen que el Hijo de Dios ha sido
creado para que Dios nos crease a nosotros por su intermedio, ¡observen en qué
impiedad caen! En esta sentencia el Hijo aparece (querido) por nuestra causa.
Pero, al contrario, somos nosotros los que hemos sido hechos por él; nosotros
somos la obra, El es el instrumento (...) Si, pues, el Hijo ha sido creado por
causa nuestra y no nosotros por él, no quedan dudas que nosotros somos más
nobles que él. Pero esto es un absurdo. [29][29]
Tomando
la misericordia como principio de la
encarnación, inevitablemente se presenta el problema del motivo
o fin de la encarnación. El amor misericordioso supone una miseria o
carencia que subsanar; si no existiese la carencia (necesariamente la
perspectiva hipotética) no se daría la consecuente acción de la misericordia.
La
formulación hipotética y la búsqueda del motivo
de la encarnación son los momentos esenciales de la tesis tomista. El motivo
no coincide con la razón
sapientísima que guía siempre el obrar de Dios. Se está buscando mas bien la
ocasión, el presupuesto en la creatura (el pecado a redimir), que entonces
viene a ser causa y motivo de la encarnación. O la búsqueda de cualquier otra
realidad siempre que indique aquel presupuesto que permita el obrar consecuente
de la misericordia. Si no existiese
este presupuesto ‑el pecado‑ no se daría la encarnación: el si es
determinante de todo el proceso. La perspectiva hipotética no es solamente un
formulación tangencial o restringida del problema sino una actitud global.
La
opinión escotista que relaciona la encarnación a la bondad de Dios que quiere
comunicarse en Cristo de modo supremo, y mediante Cristo a todas las creaturas,
es una perspectiva que concierne el primado universal de Cristo y excluye toda
formulación hipotética ‑por más que algunos escotistas la admitan como
forma expositiva‑ así como también la búsqueda del fin o motivo de la
encarnación en sentido propio.
El
amor creador de Dios es soberanamente libre y no está dominado por ningún
motivo o fin en sentido estricto. Solo vemos razones
propias de su sabiduría infinita. Realizando su plan mediante la encarnación,
Dios enriquece la creatura con todo género de bienes: les regala la existencia,
la gracia, la redención, la gloria; a los ángeles, a Adán inocente y a María
Santísima les da la santidad. Pero Cristo, siendo querido por bondad y no por
misericordia no es el medio para obtener estos bienes; ellos no son el motivo o
el fin de su existencia. El es el principio de difusión, la fuente del cual
todos beben, el centro hacia el cual todos convergen.
Dios,
al crear, no viene a ser medio respecto de la creatura beneficiada, porque crear
quiere decir comunicar por amor y por bondad libre. Análogamente el primado de
Cristo es fuente de enriquecimiento y de salvación para todos sin estar
subordinado a nada; es querido por bondad y por lo tanto es pura e
incondicionada expresión del amor soberano de Dios. El quiere comunicarse en
Cristo a todas las creaturas y por eso lo quiere y lo preordenó antes e
independientemente de todas las cosas, precisamente porque lo quiso como fuente
universal de todo bien. [30][30]
Poner
como fundamento de la encarnación o bien la bondad o bien la misericordia de
Dios implica decidirse por una o por otra opinión. Las características propias
se fundan en esta raíz última. En la perspectiva de Escoto el primado
universal de Cristo está dominado por la bondad de Dios.
Dios
se ama; amándose, Dios que se reconoce como infinitamente digno de amor, quiere
comunicar a otros su amor no por celos indignos, sino por amor ordenado. El
quiere ser amado por una alteridad que lo ame con el amor más excelso; por
otro, claro está, que exista fuera de Sí mismo, pero al cual esté
infinitamente unido. En Cristo
amó, eligió y quiso a todas las creaturas.
Si
tomamos, al contrario la misericordia como punto de partida, lógicamente
llegamos formular de modo hipotético la cuestión. Terminamos buscando la
condición o motivo subyacente en la creatura que tiene que ser sanada.
Necesitamos la provocación del pecado
para que Dios pueda decretar la encarnación a fin de llevar cabo una
reparación de condigno con todas las consecuencias que hemos señalado.
En
los últimos decenios ha vuelto a renacer y a profundizarse la disputa secular;
cada vez queda más claro que no estamos ante un problema marginal, sino ante
uno de los fundamentos más fecundos y decisivos de la teología.
El
tomismo actual mantiene muy firmes las afirmaciones seculares de la escuela: si
Adán no hubiese pecado, el Verbo no se habría encarnado; el pecado es el
motivo, el fin, la condición de la encarnación, etc. Pero ha hecho un buen
intento de ensanchar el horizonte y de recuperar en su síntesis la afirmación
capital de la sentencia escotista, vale decir, la doctrina del primado universal
de Cristo [31][31].
Es un intento que ya habían iniciado formalmente los teólogos de Salamanca. [32][32]
Si
atendemos a la terminología prácticamente no hay ya teólogo tomista que no
atribuya a Cristo un primado, un verdadero primado.
Para
el P. Féret, O.P. el primado de Cristo en la creación es un dato de fe, anterior a toda
teología particular, y se le impone. Estamos ante una certeza elemental del
cristianismo. [33][33]
El
P. Garrigou‑Lagrange dirá: En la sentencia tomista Cristo mantiene el primado de perfección,
porque lo retiene en orden de la causa final, eficiente y ejemplar. [34][34]
El
P. Bouessé, O.P. observa: Es imposible que todas las obras de Dios no hayan sido ordenadas en la
primera y única intención de su Providencia universal (...) por la exaltación
de la divina obra maestra. [35][35]
Y
así muchos otros, con poquísimas excepciones. Por ejemplo el P. M. Corvez O.P.,
que le niega decididamente a Cristo el primado de finalidad y de intención,
reconociéndole solamente un primado de excelencia, pero sin influjo universal. [36][36]
¿Abandono
en masa de una doctrina tomista tradicional? Quizá en la terminología, pero no
en realidad.
Conciliar
la tesis capital del tomismo: si Adán no hubiese pecado... con la doctrina
escotista del primado universal de Cristo es lo mismo ‑escribe el P.
Bonnefoy‑ que querer unir el agua
con el fuego. [37][37]
El
P. Hugon, O.P. hablando del esfuerzo hecho por los Salmanticenses, observa: Se
fatigan (...) queriendo demostrar que también en esta teoría (tomista) Cristo
puede ser llamado, en sentido legítimo, el centro de la creación y el
primogénito de todos los predestinados. [38][38]
Se
fatiga queriendo demostrar que en
sentido legítimo... Quiere decir que
también existe un sentido no legítimo, capcioso, derivado, impropio de la
noción del primado universal de Cristo. Los tomistas recientes otorgan al
primado de Cristo este sentido no legítimo, y quieren persuadirse de la
posibilidad de conciliar el agua con el
fuego. Los equívocos terminológicos no resolverán el problema; mientras
esté presente la tesis capital tomista: el Verbo se ha hecho carne a causa del
pecado, es imposible elaborar una doctrina legítima del primado. Estará sujeta
a tales restricciones y retruécanos, que saldrá del intento esquelética y
desnuda.
Concretamente
el primado universal de Cristo se articula en tres momentos: causalidad
ejemplar, meritoria (eficiente) y final.
En
cada uno de estos ámbitos, el primado universal de Cristo, profesado como
enunciación, resulta prácticamente vaciado o reducido a solas afirmaciones
compatibles con el si Adán no hubiese pecado...
La
causalidad ejemplar de Cristo no se extiende ‑según ellos‑ a Adán
inocente, a los ángeles, al orden de la creación; es causa ejemplar solamente
de los hombres en el orden de la gracia que deriva de la redención. Lo mismo
digamos de la causalidad meritoria (o eficiente segunda).
La
escuela tomista es unánime en negar que la elevación de nuestros progenitores
a la vida sobrenatural sea debida a los méritos de Cristo. La mayor parte de
sus representantes, remitiéndose mucho más a la lógica del sistema que a la
autoridad del maestro (S. Tomás), y de la tradición, no quiere atribuir a los
méritos de Cristo la gracia y la gloria de los ángeles, defendida en la Suma
de S. Tomás y en el Catecismo del Concilio de Trento. Los ángeles son
excluidos del cuerpo místico de Cristo. [39][39]
El
P. Garrigou‑Lagrange, que enuncia y define así las tesis corrientes
tomistas: Cristo, en cuanto hombre, no fue
Cabeza de los primeros padres inocentes, en cuanto a la gracia esencial.
La
razón es la acostumbrada: Dios quiso a Cristo después del pecado y como
redentor; por lo tanto Adán inocente no tenía ninguna relación con Cristo, no
teniendo ninguna necesidad de redención.
Lo
mismo vale para los ángeles: Cristo, en cuanto hombre, no fue responsable de la gracia esencial y la
gloria de los ángeles. La
razón es la misma que la primera.
Cristo
es la Cabeza del Cuerpo místico, consecuentemente también de los ángeles,
pero solamente a causa del influjo de la gracia accidental, es decir
marginalmente... Quiere demostrar que, inclusive siendo cabeza de los ángeles
en modo accidental, su capitalidad es suficiente:
No
es necesario que en cuanto cabeza moral de los ángeles, haya infundido en ellos
la gracia esencial. La cabeza natural no difunde en los miembros del cuerpo la
vida esencial, pues el acto primero proviene del alma, forma substancial, De la
Cabeza depende solamente algún movimiento vital en acto segundo.
[40][40]
En
realidad es un modo muy extraño de razonar, puesto que la metáfora del cuerpo
no ha sido jamás utilizada biológicamente de modo semejante. Por el mismo
motivo podríamos decir que Cristo es la cabeza accidental de los hombres, no
la cabeza natural que de todos modos tampoco infunde en sus miembros la vida
esencial.
La
noción de causalidad final subyace a todas estas distinciones y retruécanos.
Cristo es la causa final de los hombres redimidos en cuanto redimidos. Pero en
el orden de la creación, los Angeles y Adán no tienen en Cristo su fin
original, sino solamente su cabeza y un fin adquirido. Todo ha sido ordenado y
orientado a Cristo, pero después de la previsión de la caída y de la
redención. Primitivamente nada era finalizado en Cristo, después todo fue
ordenado a él como fin.
Como
ya observamos esto equivale anegar la finalidad universal de Cristo dado que
nadie y en ningún modo puede llegar a ser fin de un orden ya provisto de fin sin caer en un
absurdo metafísico. Jesucristo, en cuanto fin adquirido, será siempre
extrínseco, tardío, marginal, respecto al universo.
El
P. Corvéz. O.P. que postula una vuelta pura y simple al tomismo antiguo,
renunciando recuperaciones imposibles,
declara abiertamente que Jesucristo no puede llegar a ser fin de un orden
preexistente y que por lo tanto los tomistas le asignan a Cristo una seudo
finalidad. Falsa o privada de un sentido
legítimo según la expresión del P. Hugon.
Inclusive
siendo el fin de las creaturas (Cristo) no se lo podrá jamas poner como fin de
la creación, porque la producción primera de los seres se ha dado
independiente de él. [41][41]
El
denso volumen recientemente escrito por el P. Emilio Sauras, O.P., El
cuerpo místico de Cristo, es un ejemplo precioso que nos permite entender
como el tomismo actual intenta inserir en su antiguo marco teórico el primado
universal de Cristo. El problema del primado de Cristo ha sido tratado
ampliamente en el Cap. II y en muchas otras partes de la obra.
Sauras
afirma que a Jesucristo le corresponde un verdadero primado de orden y de
finalidad respecto a todas las creaturas. No
hay escuela teológica o teólogo que lo ponga en duda, por más que no todos
concuerden en la manera de explicarlo. Estamos ante una supremacía universal
que corresponde a Jesucristo, al Verbo encarnado, tal como lo enseña S. Pablo
sin sombra de dudas.
Algunas
páginas después Sauras se olvida de estos principios: No
podemos olvidar un particular de sumo interés, que cuando S. Pablo habla de
la supremacía de Cristo como principio y fin, a veces se refiere al Hombre‑Dios,
a veces solamente al Verbo, prescindiendo de la encarnación.
Los
textos citados por el autor son: Col. 1, 15‑20; Ef. 1, 20‑22; Rom.
8,29. Es muy difícil sostener de un punto de vista exegético que el Apóstol
se refiera al Verbo no encarnado, al menos si no queremos violentar en modo
ilógico y caprichoso la absoluta evidencia de los textos.
Igualmente
difícil es conciliar el pensamiento de Sauras. Mientras, citando los textos
mencionados, primero defiende que el primado de Cristo sobre todas las creaturas
ha sido atestiguado reiteradamente por San Pablo, pocas páginas después nos
quiere hacer creer que los mismos textos se refieren al primado del Verbo, es
decir de Dios, sobre todas las creaturas.
Establecida,
de todos modos, la proposición principal que concierne al primado universal de
Cristo en la línea de la finalidad y del orden (Cristo es Cabeza y posee la
supremacía por la encarnación), el autor hace la pregunta crucial:
¿El
verbo se hizo Carne precisamente con el fin de obtener esta supremacía y esta
función Capital? Esta es la cuestión: no se trata de afirmar un hecho, cuanto
de buscar la razón.
En
palabras más claras: el primado de Cristo ¿deriva de una preordenación divina
o bien depende de la previsión del pecado?
Sauras
responde que la escritura ofrece dos series de textos; la primera serie afirma
claramente que Cristo es Cabeza de toda la Creación, fin de todas las cosas y
su principio, anterior a todo y en el cual todo encuentra su explicación.
Pero
también existe otra serie de textos en
los cuales se afirma que la existencia de Cristo depende de un fin concreto: la
redención de los hombres.
Evidentemente,
las dos tesis no pueden ser contradictorias en la Escritura, ¿pero cómo pueden
ser reconciliadas? ¿Cuál de las es subordinante cuál la subordinada?
Sauras
busca una conciliación metiendo en primer plano la segunda aserción,
subordinando la encarnación a la reparación del pecado. Es la tesis tomista.
De
muchos modos se nos ha manifestado en la Escritura que el motivo determinante de
la encarnación es la redención de los hombres; mediante la redención Cristo
toma posesión de toda la creación; es decir llega a ser fin y principio de la
creación preexistente. He aquí, manifiesto y claro, el fin de la encarnación,
salvar al hombre.
Los
términos son límpidos: la redención de los hombres es el motivo determinante,
el fin de la encarnación. Si las palabras tienen sentido es indudable que
Jesucristo fue querido por el pecado, y por lo tanto después de la previsión
del pecado. Si aún así lo llamamos Cabeza de todas la creaturas, será en
cuanto Cabeza sobreadveniente, tardía, añadida de las creaturas.
Es
la conclusión del mismo Sauras: Se llega
siempre a la misma conclusión; la supremacía de Cristo existe de hecho; Cristo
es el fin de todas las cosas. Pero esta supremacía de orden, tal como aparece
en la Escritura, debe ser explicada a través de la redención de los hombres.
El
autor no se remite solo a la Escritura que para él no asigna otro fin a la
existencia de Cristo, sino que también apela a la tradición (¿?) que propone
tal finalidad como exclusiva, hasta llegar a la consecuencia extrema que si el
hombre no hubiese pecado y no hubiese tenido necesidad de ser redimido, ¡Dios
no se habría encarnado y Cristo no existiría!
No
hay ninguna ambigüedad: la Escritura afirma que la redención del pecado es el
único fin de la encarnación; la tradición habla de este único fin: si Adán no hubiese pecado....
Llegados
a este punto, lógicamente se tendría que acabar toda discusión. ¿Cómo se
pude seguir hablando de supremacía de Cristo si El fue querido en razón del
pecado?
¿Dónde
queda su primado universal ‑enseñado por la escritura, como lo afirma el
mismo Sauras‑ si la reparación de la culpa es el fin único, exclusivo,
determinante de la encarnación? El resultado de tanta esfuerzos será la
afirmación puramente verbal del primado de Cristo; en los hechos una efectiva
subordinación de la encarnación al bien del hombre. La supremacía no compete
a Cristo sino al hombre, porque el medio (Cristo) está subordinado al fin (la salvación del hombre).
Esta
postura recuerda la distinción de los tres órdenes de Cayetano (naturaleza,
gracia, hipostático), entre los cuales el segundo supone el primero y el
tercero los otros dos. El pecado pertenece al primero y al segundo orden. Se
impone la acostumbrada conclusión: Es
natural, pues, que el decreto de la permisión del pecado sea anterior al de la
encarnación; la previsión de la encarnación es posterior a la previsión del
pecado.
Otra
consecuencia gravísima: el mundo y el primer orden de la gracia han sido
previstos por Dios independientemente de Cristo. Existió primero un mundo y un
orden sobrenatural sin Cristo. La gracia de Adán inocente y de los Angeles no
era gracia de Cristo, no deriva de
Cristo, como lo afirma expresamente el autor. El mundo, y los ángeles fueron
sometidos al dominio de Cristo, el cual llegó a ser después su Cabeza. El
sobreponerse de los fines y su mutación sucesiva es consecuencia necesaria del
sistema, en el cual Cristo aparecerá siempre sobreañadido, pegado, tardío.
Nuestro
autor, sin embargo, conoce bien el valor de la supremacía de finalidad:
Puesto
que el fin es contemporáneamente también el principio en la intención, esta
supremacía de orden hace que quien la posee sea principio y fin de las cosas
ordenadas. Cristo la posee y por lo tanto es el principio y el fin de todo lo
que está ordenado a El. San Pablo dice que es principio y fin de todas las
cosas., Consecuentemente también de los ángeles y de todas las gracias de los
ángeles.
¡Optimo!
¿Pero cómo se puede entonces sostener que la creación, el orden sobrenatural,
la previsión del pecado han sido queridos y previstos por Dios antes que la
encarnación? ¿Cómo se puede defender que la gracia de los ángeles y de Adán
inocente no son gracia de Cristo? La contradicción resulta inevitable, si se quiere
sostener la posición tomista y al mismo tiempo afirmar el primado de Cristo.
¡No se pueden conciliar dos contradictorios!
Sauras
no parece tener mucho miedo de afirmar y negar la misma cosa. Primero declara
solemnemente que la previsión de la encarnación es posterior a la previsión del pecado;
que el decreto (divino) de la permisión del pecado es anterior al de la
encarnación; que al Hombre‑Dios se ordenan la creación, a la elevación
y a la permisión del pecado, o sea que los dos órdenes de la naturaleza y
de la gracia de la teoría de Cayetano, fueron orientados hacia Cristo, último
querido y previsto. Luego se apresura a declarar con igual energía todo lo
opuesto. Jesucristo, Cabeza de todas las creaturas, como enseña San Pablo, fue
querido primero que cualquier otra cosa.
La
parte principal de este decreto es Cristo: El está en la mente de Dios cuando
Dios crea las cosas, cuando crea el hombre, cuando lo eleva, cuando permite su
caída(...) Es por lo tanto evidente que Cristo presidía en la mente divina
todas las obras de Dios, y cuando vino al mundo recapituló todo lo que Dios
hizo.
Todo
esto es evidente si nos ponemos del punto de vista de la opinión escotista: no
es tan evidente y parece evidentemente contradictorio con cuanto el autor había
firmado antes exponiendo la sentencia tomista: La
prevención de la encarnación es posterior al previsión del pecado.
Afirmar el primado universal de Cristo exige necesariamente atribuirle prioridad
en el orden de la intención sobre todas las creaturas. No es posible al mismo
tiempo sostener la opinión tomista que pone la previsión del pecado antes de
la encarnación como su motivo y fin determinante. Es una empresa desesperada e
imposible; a menos que no juguemos con las palabras.
Terminamos
esta exposición sintética de la opinión tomista, tal como se ha ido
configurando después de S. Tomás y especialmente por obra de Cayetano. Nos
parece que en su substancia es inaceptable, porque es inconciliable con la
doctrina del primado de Cristo, que es el núcleo mismo del misterio de la
salvación.
Este
rechazo no es exclusivo de los teólogos que siguen la opinión llamada escotista,
los cuales ponen el eje de su pensamiento en el primado de Cristo. Como veremos,
su actitud es compartida por otro muchos.
La
teología protestante actual, rechazando el magisterio de la Iglesia quiere
fundamentarse solamente en la Sagrada Escritura. En ella el cristocentrismo es
unánimemente considerado como la misma esencia de la revelación y de la
Sagrada Escritura.
Más
adelante expondremos las líneas fundamentales de la Kirchliche Dogmatik de K.
Barth, donde encontramos una exposición riquísima de la doctrina del primado
de Cristo como centro de la teología cristiana. Su parecer es compartido por
muchos otros estudiosos no católicos. Recordemos a H.W Schmidt, que estudiando
las dos famosas opiniones de la teología católica encuentra perfectamente
conforme a la Escritura la doctrina escotista del primado de Cristo, e
inaceptable la visión hamartiocéntrica del tomismo.
[42][42]
O.
Culmann, en sus conocidas obras, afirma que sólo en Cristo está condensado el
misterio de la salvación y que en él se encuentra la explicación última de
todos lo que existe en los cielos, sobre la tierra y en los infiernos. [43][43]
La
teología ortodoxa apela al gran filón de los Padres Griegos, los cuales ven en
la deificación y en la teoría
física de la encarnación la esencia del cristianismo. La doctrina del primado
universal de Cristo encuentra en la perspectiva ortodoxa, eminentemente
cristocéntrica, toda centrada en el misterio de la encarnación, que engloba en
su marco toda la actividad de Cristo, inclusive la redención, su raíz y su
fundamento más noble [44][44].
¿Tenemos,
pues, que rechazar todo lo que está sostenido en la opinión tomista?
No
aceptamos ni la impostación general, ni la tesis, ni la demostración propia de
esta teoría. Pero hay un punto, una instancia y una afirmación que no puede
ser perdido de vista y que constituye una contribución positiva al estudio
teológico del primado de Cristo.
Nos
referimos a esta afirmación enérgica: encarnación y redención no pueden ser
concebidos como dos momentos, como dos actos de los cuales la primera sea
prevista y querida por Dios antecedentemente a todas las cosas, mientras que la
segunda habría sido querida por Dios después
del pecado.
La
instancia válida de la opinión tomista radica en subrayar que el designio
divino concerniente a Cristo debe ser comprendido en su totalidad y en modo
unitario, sin que intervengan rupturas o decretos sucesivos. Contra la gran
mayoría de los escotistas el tomismo afirma correctamente que no se puede
hablar de un Cristo impasible querido por Dios antes de la previsión del pecado
y de otro Cristo en su forma pasible querido después de tal previsión.
El
decreto divino tiene que abarcar unitariamente la encarnación y la redención
así como también la resurrección. Este relieve propio de la escuela tomista
es de máxima importancia para la misma doctrina del primado universal de
Cristo.
Lo veremos más claramente examinando la sentencia escotista!
[1][1] Cayetano expone
su pensamiento en el gran "Comentario"
a la Summa Theologica de S. Tomás. Citamos a este Comentario por la "Edición
Leonina" de las obras de Santo Tomás. Ver S,Tomás, Opera Omnia,
pág. 15 ss.
[2][2] Ambrosio
Catarino O.P., en una obra que se titula "Pro eximia praedestinatione Christi annotatio specialis in Commentaria
Domini Caietani" Roma, 1551 (citado por Risi, op, cit. pag.
124=128), disintiendo sobre este argumento de la escuela tomista observa:
"Creo
que Cayetano está totalmente equivocado en este comentario. Al punto que
‑salvo el debido respeto‑ no me parece digno de ser puesto a
discusión (...) Apenas, pues, pondré a consideración esta doctrina. Me
tomaré el trabajo solo por la celebridad del autor".
[3][3]
op.cit. vol I, pag, 117
[4][4] Risi. op cit.
pág 127
[5][5] Contra Gent.
III, 127
[6][6] De
Cristo Salvatore, Torino 1945
[7][7] Bulletin
Thomiste 8 (1947‑1953) pag. 9‑10
[8][8] El grupo de los
teólogos Salmanticenses trabajó más de cincuenta años para preparar el
famoso "Cursus theologicus,
Summam Theologicam Divi Tomae Angelici complectens" ‑
Salamanca 1631 ss vol. 9 in‑fol. E'. Probablemente es la producción
más consistente de la escuela tomista en el siglo XVII. La doctrina sobre
la encarnación está contenida en tomo VII
[9][9] Le
Principe de finalité, en Revue Thomiste , 1921, pág. 419 ss.
[10][10]
Les deux Adam; Paris 1947; pag 102, en nota
[11][11] op.cit. Vol. I,
pág. 317
[12][12] Cfr,
Dogmata Theologica, II, De
Incarnatione, cc. 4‑11
[13][13] Sum.Theol.
I, q 21. a., 3
[14][14] Para una
exposición algo más reciente de la posición tomista véase: MICHEL A.,
Art. Incarnation, en Dictionaire Théol. Cth. VII, coll. 1446‑1539; CORVEZ M., O.P.,
Le Sauveur du Monde, Chambery,
1951; FERET H.M., O.P., Creati in
Christo. Essai de critique théologique, en : Rev. des scienc. phil. et
théol., 1941‑1942, págg. 96‑132; AUDET TH. A., O.P., Approches
historiques de la Summa Theologiae, en: Etudes
d'Histoire litt. et doctr. 1962 (XVII), Montréal‑Paris, Págg. 7‑29
[15][15] en Angelicum
(1930) págg. 289‑302
[16][16] La
divina misericordia como causa primera de las obras de Dios, (Roma,
1930)
[17][17] Summ.
Theol. I. q. 19. ad 3um. a. 20 a. 2.
[18][18] Id. q.19. a. 2
ad 2um
[19][19] Id. q. 20, a. 3
[20][20] d. II‑II
q.30, a.1
[21][21] Id. I, q. 21,
a. 3
[22][22] GARRIGOU‑LAGRANGE
R. O.P., De motivo Incarnationis,
en Acta Pontif. Academiae romanae S.Th. Vol X, Roma, 1945, pág 35
[23][23] HERIS C.V., O.P.,
Il mistero di Cristo, trad. ital. Brescia 1945, 2da.ed. pág. 32
[24][24] Id. pág. 31‑32
[25][25] ib, pág. 33
[26][26] Cfr. Mt. 3, 17;
17, 15; Mc. 9, 7; Lc. 9, 35
[27][27] Cfr. Ef. 1,4 ss;
Col, 1, 15ss
[28][28] Discursos
y panegíricos, II, pág. 633
[29][29] Thesaurus,
The XV. Migne, P.G. 75. col,. 258
[30][30] Cfr. BONNEFOY, Il
Primato, etc. pág. 189‑206
[31][31] Sobre este
argumento de prospectiva del tomismo actual, Cfr. BONNEFOY, Il
Primato... pág. 213 ss)
[32][32] Cfr.
DEMAN TH, O.P., art. Salamanque (Théologiens de) en D.TH C. t XIV, col 1030
[33][33] Creati
in Christo Jesu, en Rev. des
Scienc. phil. et théol. (1941‑1942) pág. 99
[34][34] De
motivo incarnat. op.cit. pág. 17
[35][35] Le
saveur du monde, pág. 130
[36][36] Le
motif de l'incarnation. en Rev. Thom. (1949) págg. 103‑121
[37][37] BONNEFOY, op.
cit. pág. 215
[38][38] Le
motif de l'incarnation, en Rev. Thom,. 1923, pág. 281
[39][39] BONNEFOY, op.
cit. pág. 217
[40][40] De
Christo Salv. Pág. 232, 240‑241
[41][41] Op. cit. pág
118 (Sobre este punto Cfr.
Bonnefoy, La place du Christ dans le
plan divin de la Création, en Mélanges
des scienc. rel. (1947) pág. 237‑284) (1948 Pág. 39‑62)
[42][42] Die
Christusfrage. Beitrag zu einer Chrislichen Geschicht‑philosophie,
Gütersloh, 1929. Cfr. Bonnefoy, op. cit. pág. 223
[43][43] Ver: Christus
und die Zeit, Zurich, 1946; Théologie
du Nouveau Testament, Neuchâtel 1958
[44][44] Cfr., GROSS J.,
La divinisation du Chretien d'après
le Pères Grecs, Paris 1938