Francisco
Javier Pancheri OFM conv
La
doctrina del Primado Universal de Cristo es, sin lugar a dudas, una tesis
típica de Escoto. Es uno de los puntos sobresalientes de su obra teológica.
Junto a la tesis de la Inmaculada Concepción de María fue visto por los
teólogos que se inspiraron en el Doctor Sutil como un elemento característico
de su magisterio. Por otra parte, entre ambas afirmaciones existe una profunda
unidad.
No
apoyamos estas ideas por orgullo de escuela o por capillismo. Estamos
convencidos de que el Primado Universal de Cristo ha sido claramente afirmado en
la revelación, y constituye como el corazón del cristianismo.
Partiendo
de sus comienzos inseguros y limitados hasta llegar al presente, nos proponemos
seguir el desarrollo de la doctrina del primado paso a paso y en sus líneas
fundamentales. Si bien es cierto que aún no hemos llegamos a formulaciones
definitivas, el tema está ocupando siempre más el lugar central y esencial que
le corresponde. [1][1]
El
desarrollo alcanzando por la doctrina del primado de Cristo entre los Padres
griegos es notable. Muchos de ellos desarrollaron una visión cristológica bien
definida y englobante. Tenían una concepción de la gracia que les permitía
comprender mejor el rol fundamental del primado de Cristo. Su Cristología
estaba dominada por la llamada teoría física de la encarnación, En ella el
misterio de Cristo se dirige y realiza especialmente en la divinización del
hombre.
San
Ireneo, San Atanasio y San Gregorio de Niza [2][2]
son los defensores más autorizados de los grandes principios inspiradores que
posteriormente conducirán explícita y necesariamente a la teología del
primado universal de Cristo. San Cirilo de Alejandría y San Máximo el
Confesor, son sus representantes más conocidos. En este texto de San Máximo
vemos formulada perfectamente la doctrina del primado de Cristo:
El
misterio de Cristo se encuentra admirablemente escondido (Cfr. Ef. 3.2.). Cristo
es el fin feliz para el cual todas las cosas han sido hechas. Esta es el
designio divino conocido antes del origen de las cosas. De este propósito
procede toda gracia y él no es efecto de ninguna otra gracia.
Dios
produjo todas las cosas con esa finalidad. En ella se conjugan tanto los fines
de la providencia divina, como los fines de las cosas que son gobernadas por
dicha providencia, en cuanto en Él han sido creadas todas por Dios.
En
este misterio se abarca toda la historia temporal, si me es permitido expresarlo
de este modo. Manifestando la Bondad paterna sin dejar lugar a dudas, y
mostrando palmariamente el fin por el cual recibieron el principio del ser las
cosas que han sido hechas. Porque por Cristo, o por el misterio de Cristo, se
han originado en Cristo toda la historia y todos los seres que han existido en
el tiempo. De Él todos han recibido el motivo y la finalidad para que nacieran
al ser.
Lo
primero que ha sido creado en el tiempo es la Unión Hipostática y ella
acabará siendo manifestada en Cristo en los últimos tiempos.
[3][3]
Con
otra perspectiva e intereses de fondo, la teología occidental comienza a
exponer el misterio del primado de Cristo en forma autónoma. El tema aparece en
el medioevo como mera reminiscencia episódica, citando algún texto de los
Padres griegos. Se le ubica dentro del marco peculiar de las preocupaciones y
predilecciones occidentales: la redención y el pecado.
Desde
sus preludios la impostación latina asume una coloración y una ambientación
diferentes del pensamiento griego. La doctrina del primado de Cristo nace
encuadrada dentro de la doctrina de la redención y por ella será dominada.
En
tal dirección San Anselmo trazará una trayectoria precisa y rigurosa. El padre
de la escolástica, como su principal punto de partida, condicionará
profundamente la doctrina del primado en la teología latina.
Más
allá de una impostación general diferente, es importante subrayar que en la
teología latina el problema asume una formulación hipotética, expresada en la
bien conocida pregunta:
¿
Si Adán no hubiera pecado, El hijo de Dios se habría encarnado?
La
sentencia es íntimamente dependiente de la mentalidad dominante con la cual se
aborda el problema: una visión polarizada en torno al pecado y la redención.
La
mentalidad hamartiocéntrica [4][4]
es la llave maestra para la comprensión de todos los demás problemas
teológicos, incluido el del primado de Cristo. El principal problema de la
teología occidental consistía en cómo entender la conexión entre pecado a
reparar y Cristo Redentor.
Desde
esta perspectiva se formulaban las siguientes preguntas:
* ¿la
función redentora de Cristo goza de una tal preeminencia como para englobar a
todas las demás finalidades de la encarnación?
* Entre
los diversos motivos concretos de la encarnación, ¿cuáles el principal y
subordinante?
* ¿lo
es por acaso la redención del pecado?
* Si
éste último es el motivo decisivo, tal como parece evidente en la Escritura,
¿Se habría encarnado Cristo si no hubiese acontecido el pecado de Adán?.
La
mentalidad hamartiocéntrica pasa naturalmente a la formulación hipotética del
asunto. La premisa general que ha conducido a la formulación hipotética del
problema, incluye evidentemente en sí misma la respuesta. Al partir del
presupuesto de que el objetivo, o fin, o motivo dominante de la venida de Cristo
es la redención del pecado, el hamartiocentrismo llega necesariamente a la
conclusión que Cristo no existiría sino hubiese intervenido el pecado de
Adán.
La
formulación hipotética contiene en sí misma una respuesta previa contenida en
la mentalidad hamartiocéntrica. Este modo de introducir el problema llegará a
ser tan común y tan obvio, que lo adoptarán inclusive quiénes luego darán
una respuesta bien diferente a la pregunta. Para estos tales la formulación
hipotética será apenas un buen estorbo.
En
conclusión: el primer lugar, la teología occidental no encara directamente la
doctrina del primado de Cristo en sí, sino en conexión con los temas del
pecado y de la redención; en segundo término, su punto de partida será la ya
tradicional formulación hipotética.
Estos
dos puntos característicos son consecuencia del antropocentrismo y
hamartiocentrismo dominantes: ésta perspectiva de fondo impedirá durante
varios siglos un verdadero estudio del primado de Cristo. El tema del primado
será apenas un pequeño apéndice de la doctrina de la redención, en vez de
ser el núcleo del misterio cristiano de la salvación.
El
famoso libro de San Anselmo: Cur Deus Homo (Porqué Dios se ha hecho hombre),
compuesto en los albores del siglo XII, es el primer tratado que examina
específicamente el tema de la redención. El problema de la finalidad de la
encarnación es planteado a partir de su sugestivo título.
La
teoría de la satisfacción, que domina la celebérrima obra anselmiana, será
uno de las cuestiones más constantes durante toda la escolástica. La teología
tridentina la ha hecho perdurar hasta nuestros días.
El
pensamiento de San Anselmo sobre la redención se apoya en dos puntos
fundamentales:
1.
La noción de Dios sapientísimo y justísimo, señor soberano del
hombre;
2.
El hecho universal del pecado original, fuente de toda otra culpa personal. Este
instala al hombre en un estado de muerte espiritual, y hace que
contemporáneamente subsista en cada persona la obligación de poseer la
justicia original. El hombre pecador mantiene el destino al fin sobrenatural al
cual Dios ha elevado a toda la humanidad.
Establecidos
estos dos puntos que la revelación enseña sin sombra de duda, Anselmo pretende
demostrar con razones necesarias tanto la conveniencia como la necesidad de la
muerte en Cruz.
Si
queremos valorar la portada exacta de las razones necesarias de San Anselmo, es
bueno recordar que el autor no se sitúa desde el punto de vista de la razón.
Al contrario, parte de la fe, de la búsqueda del nexo que une las verdades
reveladas. En ésta perspectiva anselmiana, el Cur Deus Homo (Porqué Dios se ha
hecho hombre) adquiere inmediatamente una tonalidad de fondo: la encarnación se
sitúa explícitamente en relación al pecado y a sus consecuencias. La óptica
es eminentemente hamartiocéntrica y antropocéntrica. Por añadidura la
redención aparece dominada por las nociones de justicia, débito, deberes y
derechos, pena y satisfacción.
San
Anselmo advierte que el pecado es una ofensa casi infinita a Dios. Consiste en
un defraudarlo en sus derechos y en el honor que le es debido, y esto con
ilimitada gravedad. Dado que la ofensa se mide por la persona ofendida y no por
el ofensor. Dios es persona infinita y por eso el pecado es una culpa, un robo
de gravedad ilimitada.
La
ofensa hecha a Dios con el pecado no puede quedar impune. Al contrario, exige o
satisfacción o pena proporcionada.
Es
imposible que Dios renuncie al propio honor (que ha sido defraudado por el
pecado): o bien el pecador restituye a Dios voluntariamente lo que le adeuda (es
decir, le ofrece una satisfacción); o bien Dios se la toma por sí mismo,
quiéralo o no el pecador (infligiéndole una pena proporcionada). Es necesario,
pues, que al pecado se siga o bien la satisfacción o bien la pena[5][5].
Esta
lógica ha sido dictada por las exigencias de la justicia de Dios. Apelando a la
bondad de Dios se podría pensar que éste tiene poder como para perdonar el
pecado. Pero la bondad no obra sin la justicia y por eso es que el simple
perdón es imposible: equivaldría a poner al mismo nivel al justo y al injusto.
Dios debe exigir el honor que se le es debido, dado que es justo. Los derechos
de su justicia implican exigencias incondicionales: o la pena por el pecado, o
la satisfacción proporcionada a fin de que el orden de la justicia sea
restablecido.
Sin
embargo, la pena no es una desenlace posible, dado que la humanidad entera
debería ser condenada al infierno: tal sería la pena proporcionada. Si tal
cosa sucediera, el plan divino de salvación se vería totalmente frustrado,
porque nadie se podría salvar. Sea como fuere, el plan divino tiene que llevarse a cabo, a
pesar de todas las deficiencias del hombre. Porque Dios es fiel e infalible.
Si
no tenemos más remedio que descartar el dilema: o pena o satisfacción
proporcionada, como única salida solamente nos queda la primera de las dos
alternativas... la satisfacción[6][6].
Queda en pie otra pregunta: ¿quién puede satisfacer por el pecado?
Un
hombre que no tuviera ningún tipo de pecado tampoco podría satisfacer. Ni
alguna otra creatura, ni un ángel, porque la satisfacción comporta que sea
dada a Dios algo que no le anteriormente debido por algún título. Y todo lo
que es y todo lo que posee la creatura lo debe enteramente a Dios como creador.
Todo posible homenaje creatural ya le es debido a Dios y no puede por ello ser
ni ofrecido ni aceptado como satisfacción.
Peor
aún: dado que la ofensa del pecado no tiene límite, y es de gravedad infinita,
la eventual reparación ofrecida por una creatura sería siempre finita.
Contrariamente a lo que sucede con la ofensa, la satisfacción se mide por la
dignidad de la persona que hace la reparación, no por aquella a la cual está
dirigida[7][7].
He
aquí muy bien descrita la dramática situación: Dios debe exigir una
satisfacción proporcionada al pecado, y ninguna creatura la puede ofrecer. Por
las razones aludidas tampoco es solución aceptable el escoger entre el simple
perdón y la pena generalizada.
Solo
queda una salida para que el orden pueda ser restablecido, tal como es debido:
Solo Dios puede dar una reparación adecuada a Dios.
Sin
embargo la humanidad no puede permanecer ajena a la satisfacción, dado que ella
es la culpable. Dios en cuanto tal no puede satisfacerse a sí mismo, porque tal
sería pura ficción jurídica.
Para
que sea posible una especie de satisfacción que cumpla con todos los requisitos
es necesario contar con un hombre‑Dios, Jesús Cristo.
¿Este
razonamiento no presupone afirmar que el hombre obliga a Dios a querer la
encarnación? Anselmo responde que no. Porque habiendo Dios creado libremente al
hombre, y habiéndolo libremente elevado al fin sobrenatural, el querer la
encarnación procede solamente de su voluntad salvífica. [8][8]
No
olvidemos que la formulación está en estrecha dependencia de la mentalidad
dominante hamartiocéntrica con la cual se aborda el problema.
No
acaban aquí las deducciones. ¿Con qué actos podría
Jesucristo satisfacer por el pecado? No ciertamente con aquellos que ya
les son debidos a Dios por otros títulos, como por ejemplo, con actos de
obediencia, de amor, de adoración. A Jesús le queda solamente una posibilidad
de satisfacer: la muerte voluntaria.
Jesucristo,
siendo inocente y exento de todo pecado, no tenía la obligación de morir: no
estaba sujeto a la muerte. Unicamente mediante la aceptación libre de la muerte
de Cruz, Jesucristo puede dar verdadera satisfacción. De ese modo ejecuta un
acto libre y no debido a Dios por ninguno otro título. Al ser ofrecido por el
Hombre‑Dios es una acción de valor infinito, porque su persona infinita
dignifica infinitamente sus actos[9][9].
Anselmo
concluye de ese modo su Cur Deus Homo, estableciendo la necesidad de la
encarnación y la de la muerte de Cruz. Así califica el libro de San Anselmo un
estudioso, profundo conocedor de la teología de la redención:
En
realidad es una obra magistral, tanto por su originalidad como por la influencia
que tuvo en la iglesia. Una obra que asegura a Anselmo un puesto junto a los
Padres más sublimes de la Iglesia. Aún hoy es vigente por la potencia
ideológica con que ha sido expresada. Es lo más fuerte y quizá lo más
completo que nos ofrece la literatura cristiana en torno al misterio de la
redención. [10][10]
La
terminología, la perspectiva y la temática de San Anselmo se convertirán en
clásicas en la teología occidental. Ejercerán una profunda influencia en el
pensamiento posterior. Las nociones de:
* satisfacción,
de reparación de condigno, mediante obras no debidas por otro título;
* la
entidad de la ofensa y de la satisfacción que se miden en proporción inversa;
* la
infinitud de la ofensa hecha a Dios con el pecado, las exigencias de la justicia
divina...;
y
otras ideas más, pasarán a la posteridad, determinando no sólo el método,
sino también la óptica de toda la discusión en torno a la relación entre
Cristo y el pecado.
El
antropocentrismo y el hamartiocentrismo encontraron en Anselmo un muy eficaz
portavoz. En este contexto el pecado adquiere una importancia tal como para
producir una brecha entre bondad y justicia divina, que sólo podrá ser
eliminada mediante la encarnación y por la muerte de Cruz. No se siente
repugnancia alguna al admitir que Dios haya querido la existencia de Jesucristo
por y a causa del pecado. Porque la causa precisa y adecuada de la encarnación
es la satisfacción de condigno.
¿Podremos afirmar
que Anselmo haya sido fiel a la herencia de los Padres y a las enseñanzas de la
Escritura?
Anselmo
expone la encarnación como resultante inmediato de la exigencia de los derechos
de la justicia de Dios. En este punto no es fiel a los datos de la Sagrada
Escritura. Al contrario para la Escritura la encarnación es iniciativa de la
bondad divina, y como consecuencia de tal iniciativa divina gratuita que
Jesucristo da a Dios toda gloria. No existe en la Escritura oposición alguna
entre los atributos divinos en razón del pecado.
Para
aclarar este aspecto era necesario demostrar que la redención es iniciativa del
amor que regala y que perdona. Y este es un tópico que San Anselmo no subraya
suficientemente. [11][11]
El
defecto más grave de la concepción anselmiana es su total desatención del
valor de la encarnación como misterio de divinización del universo, según la
admirable concepción de los Padres griegos. El juridicismo latino, ya presente
en Tertuliano y Agustín, predomina absolutamente en Anselmo.
Para
colmo de males este juridicismo se tiñe con matices de justicia germánica.
Esta supone que un noble ofendido debía exigir adecuada satisfacción y ésta
no de cualquiera, sino de uno de sus pares.
El
pensamiento anselmiano se nos presenta como un círculo frío y abstracto de dar‑tener,
dentro de un rígido esquema de honor
lesionado y de satisfacción adecuada. Se tiene la impresión de estar
dentro de un mundo mecánico de valores jurídicos‑morales donde se ha
perdido toda dimensión de intimidad personal.
En
el designio de la redención no entran en diálogo personas, sino conceptos que
giran y se enroscan sobre sí mismos. Anselmo fue empobreciendo la óptica
patrística al centrar la encarnación exclusivamente en torno a la noción de
satisfacción que, más grave aún, es entendida en sentido cuantitativo. La
teología occidental, que lo seguirá muy de cerca en esta senda, soportará
graves secuelas.
Si
la noción de satisfacción es el punto focal se produce una subversión en las
posturas teológicas. Desaparece en cierto modo la iniciativa de Dios que salva
al Hombre dándole por amor a su propio Hijo, y aparece en primer plano la
iniciativa del que da a Dios la satisfacción requerida, por medio de Cristo, su
representante ante él mismo.
El
límite principal de la teoría de Anselmo no es lo que él ha dicho
expresamente, sino lo que ha omitido. Habló poco y nada de la gracia, del amor
de Dios como raíz de la obra redentora de Cristo y de la gracia santificante
como resultado final. [12][12]
Si
queremos medir la distancia que separa de los Padres, especialmente de los
Griegos, la doctrina de Anselmo y sus consecuencias teológicas en relación a
los motivos fundamentales de la encarnación, tenemos que confrontarlo con San
Cirilo de Alejandría, su máximo exponente. El gran alejandrino, que es un eco
de vasta tradición, considera la encarnación como inicio de los caminos de
Dios.
Jesucristo
es el fundamento de toda realidad creada, y fue querido por Dios antes de la
fundación del mundo, como principio de nuestra elevación sobrenatural. Su
potencia divinizadora es tal que, habiendo sido la creatura racional sometida a
la prueba de la libertad limitada y habiendo caído en el pecado, el fundamento
inamovible sigue siendo Cristo, y el principio su resurrección, sin que el
pecado cambie en un ápice el designio de la bondad de Dios. [13][13]
No
cabe dudas: San Anselmo ha contribuido, y mucho, a conformar la mentalidad
teológica occidental, y especialmente a preparar la solución que encontrará
su formulación programática en la aserción: Si
el hombre no hubiere pecado, Cristo no hubiere venido (Si
homo non pecasset, Christus non venisset).
En
el medioevo la solución de San Anselmo no fue la única. Encontramos otras
opiniones divergentes que encararon el tema de modo diverso.
Entre
otros merece ser recordado Ruperto de Deutz, algo posterior a Anselmo. La
concepción de Ruperto no es sistemática. Su pensamiento sobre el tema es
fragmentario y no siempre uniforme. Sin embargo del conjunto de su obra aparece
clara esta conclusión general:
* Dios
ha creado el universo por amor y para la gloria de Cristo, para preparar su
corte y su dominio.
* El
Verbo se hizo hombre para tener hermanos de los cuales ser el primogénito.
* La
encarnación ha sido querida por Dios independientemente y antes del pecado.
* Hombres
y ángeles fueron creados en vistas del Hombre‑Dios, quien es la causa
ejemplar de la creación. [14][1]
Entre
los teólogos de la Escolástica primitiva del siglo XIII encontramos algunos
ilustres expositores del tema. El primero de ellos es Alejandro de Hales[15][2].
El
mayor mérito de la obra consiste en haber sabido encarar el problema
sistemáticamente y en profundidad. El trabajo intenta jerarquizar y valorizar
el tema de la finalidad concreta del misterio de la encarnación. Alejandro
expone variados argumentos para ilustrar la independencia de la encarnación en
relación al pecado. El principal es el conocido: bonum est diffusivum sui,
fundamental para explicar la existencia del mundo en el pensamiento platónico y
neoplatónico.
Dios
es el Sumo Bien, observa Alejandro. La difusión, la expansión de tal bondad se
efectúa primero al interior (ad intra) de Dios y produce las personas divinas.
Tal efecto no agota todas las posibilidades contenidas en el principio
enunciado, dado que aún es posible pensar en una expansión hacia afuera (ad
extra).
Si
es verdad que al Bien le corresponde la suma expansión, es conveniente que se
difunda en la creatura. La difusión no puede ser en verdad suma si el sumo Bien
no alcanza a unirse a la creatura. Por tal motivo fue conveniente que Dios se
uniera a la creatura, y muy especialmente a la humana, tal como lo he
demostrado. Ello supone que aunque tal creatura no hubiese caído, aún así se
uniría a ella el Sumo Bien. [16][3]
Estamos
ante un argumento a priori, deducido de la misma naturaleza de Dios. Dado que
Dios es el Sumo Bien tiene que comunicarse de modo sumo, inclusive hacia el
exterior de sí mismo. Esta afirmación equivale a establecer apriorísticamente
la encarnación. Los argumentos de la Summa Fratris Alexandri pueden ser
calificados, pues, de apriorismos. Recordemos, por ejemplo, el argumento montado
sobre las nociones de persona‑naturaleza en Dios, y el de la creatura
racional enteramente beatificable. El problema fundamental de toda la
argumentación es que estamos ante argumentos a
priori.
Otra
cita análoga: Si aceptamos que lo es perfecto ha de ser atribuido a Dios,
deberíamos afirmar la encarnación. En efecto:
* En
el misterio trinitario tenemos una naturaleza -la divina‑ in pluribus
personis (en varias personas).
* Subsiste
abierta una posibilidad no actuada: la existencia de una persona en varias
naturalezas.
* Esto
no es posible sino mediante la encarnación, es decir mediante la Unión
Hipostática. En ella se abre la posibilidad de que una persona divina se una
con una naturaleza creada además de la divina, porque dos naturalezas infinitas
no son posibles.
* Es,
pues, conveniente que la naturaleza divina se una con la naturaleza creada para
mostrar la perfección de la personalidad Divina.
* Ya
explicamos como tal unión no conviene a cualquier creatura sino a la humana.
* También
dejamos en claro que tampoco es conveniente para cualquiera de las personas en
la Trinidad, sino solo al Hijo.
De
lo cual se concluye que mas allá de la hipótesis de la caída de la naturaleza
humana, tenemos que deducir la conveniencia de la unión en la persona del Hijo[17][4].
La naturaleza humana, síntesis del universo entero, es beatificable
según el alma y según el cuerpo. Pero si
lo consideramos en sí mismo y en su propia naturaleza, Dios no tiene sentidos
que puedan ser beatificados, sino solamente el intelecto... Por esta razón es
conveniente que Dios sea corporal y sensible si es cierto que todo el hombre
será beatificado. De lo cual se deduce la conveniencia de la encarnación[18][5].
Este argumento ha sido tomado de una obra erróneamente atributiva a San
Agustín. [19][6]
Encontramos
otro argumento de carácter positivo aducido por la Suma para responder a la
objeción extraída de la liturgia (el felix culpa). La Sagrada Escritura nos
permite entrever que Lucifer y los suyos cayeron porque rehusaron aceptar a
Jesucristo, el Hombre-Dios, como a su propia fuente de beatificación
sobrenatural. Por lo cual la encarnación fue antecedente a toda previsión del
pecado.
En
la Suma Halensis se nos ofrecen un gran abanico de argumentos a favor de la
encarnación. Un panorama rico y variado en motivaciones. Hemos de dejar bien
claro que no estamos ante razones necesarias, sino sólo ante motivos de
conveniencia. Un primer grupo de argumentos se apoya en la bondad y en la
omnipotencia ordenada de Dios. La Suma articula de este modo su presentación:
Dios
es bondad suma y poder sapientísimo. Era, pues, de esperar una obra tan
maravillosa como la encarnación, comunicación perfecta de Dios hacia su
exterioridad. Tal obra, de hecho, en realidad existe. No tenemos más remedio,
por lo tanto, que concluir, que tiene su razón de ser en la bondad y en el
poder sapientísimo de Dios. Por tal razón en ningún modo depende del pecado,
sino que ha sido querida por Dios con antecedencia.
La
Summa Fratris Alexandris deduce de la Escritura un segundo grupo de
argumentaciones. Trae a colación un texto exegético de San Bernardo que
relaciona la caída de Lucifer y la encarnación. Es un comentario a las
palabras del libro de Jonás, 1,12: Por mi
causa se originó la tempestad[20][7].
Lucifer
supo que en el futuro el Hijo de Dios iría a asumir la naturaleza humana. Vidit
et invidit; unde invidia fuit causa casus diaboli (vio y envidió, por ello
es que la envidia fue la causa de la caída del diablo). Su pecado de soberbia
consistió en la rebelión contra Cristo, Hombre‑Dios. Más adelante,
convirtiendo la naturaleza humana en pecadora, procuró imposibilitar la
encarnación para el hombre. Por lo cuales evidente que Lucifer conoció la
unión de la naturaleza humana a Dios, sin que existiese aún el pecado. Por
consiguiente, los motivos de la encarnación prescinden del pecado. [21][8]
El argumento fue vuelto a usar por varios teólogos posteriores, entre
los cuales Suárez y Scheeben.
Otra
prueba se toma de la enseñanza de San Agustín: Dios
se ha hecho hombre para beatificar al hombre total [22][9],
para ser verdad y vida para el hombre. Esto ocurrió en prescindencia del
pecado. Aunque no existiese naturaleza humana caída, estarían dadas las
condiciones para probar la conveniencia de la encarnación.
Hemos
planteado varios argumentos de la Suma que quisieron probar que la encarnación
es independiente del pecado. Creo que ha sido posible medir la perspectiva
global y la capacidad persuasiva de los argumentos. Por más que la encontramos
profusamente en la misma Summa, es claro el deseo de escapar de la mentalidad
anselmiana, al menos en parte. [23][10]
El
autor busca por todos los medios romper con la perspectiva antropocéntrica y
hamartiocéntrica, poniendo en evidencia el valor intrínseco de la
encarnación. La creatura es ontológicamente inferior a la encarnación y ésta
superior en todo a la creatura. Por lo cual, en cuanto a su existencia, la
encarnación tiene que ser independiente de la creatura.
Los
argumentos de mayor peso no se fundamentan en la Sagrada Escritura, sino que se
deducen de consideraciones apriorísticas de la naturaleza divina. Uno de los
defectos más de fondo y la debilidad mayor de los argumentos radica en que los
motivos de la encarnación no se formulan a partir de la historia salutis y
consecuentemente en la libertad divina. El problema es que se intenta
comprenderla a partir de la naturaleza divina y de sus propiedades (bondad,
sabiduría, omnipotencia, comunicabilidad).
Un acontecimiento ‑ es decir una realidad dependiente de la libertad
divina‑ no puede ser deducido partiendo de la inmediatez de la naturaleza
divina.
El
razonamiento de la Summa sigue en este asunto a San Anselmo, quien una vez
aceptada la realidad del pecado, deducía,
directamente de los atributos divinos (la bondad, la justicia
y la sabiduría de Dios) la
necesidad de la satisfacción por la obra del Hombre‑Dios.
No
podemos aceptar las razones necesarias, que son la consecuencia del modo
deductivo de encarar el tema de la encarnación. Así lo demostraron con Santo
Tomás los teólogos posteriores. Sea los acontecimientos en sí, como sus modos
posibles de existencia dependen de la libertad divina. No pueden ser deducidos
de la naturaleza sino solamente de la revelación. En caso contrario la
creación y todas las obras divinas ad extra serían necesarias.
Menos
aún podemos deducir, a partir de la Bondad y de la Omnipotencia divina, obras
que por ser creadas por Dios fuera de sí mismo tendrían que ser totalmente
proporcionadas a dichos atributos divinos. En ese caso deberíamos afirmar que
Dios, sumo bien y por lo tanto sumamente comunicable, debería producir
necesariamente obras que fueran infinitas.
La
Summa mantiene en vigor y confiere más autoridad a la persuasión de que la
encarnación no depende exclusivamente del pecado. Sus razones de conveniencia
no lo tienen en cuenta. Pero su demostración no es muy acertada, puesto que no
se fundamenta en la revelación sino en motivos a priori, deducidos de la
naturaleza divina.
Hablando
de la predestinación de Cristo ‑en la cuestión siguiente‑ la Summa
afirma que Cristo es la causa de la predestinación de todos [24][11].
Pero no usa el argumento de la predestinación, que será fundamental para
Escoto en la defensa de su propia tesis.
Las
motivaciones apriorísticas reaparecen cuando se considera la encarnación en su
relación con el universo. Parecería que la Summa presenta a la encarnación
como perfección del universo, como su vértice, y por lo tanto casi como
deducible de la valoración del mismo universo. Esta manera de proponer el tema
es totalmente errónea porque Cristo termina subordinado al universo. La
encarnación no está siendo comprendida a la luz de la revelación, sino
deducida apriorísticamente del conocimiento del mundo, del mismo modo que en
los argumentos precedentes era deducida partiendo de la naturaleza de Dios.
El
método apriorístico es aquí menos concluyente, porque el mundo no exige la
encarnación como su culminación. Lo contrario sería negar el mundo de lo
sobrenatural. Jesucristo no aparece como corona del universo, sino como su
raíz, fuente, y finalidad, lo cual es totalmente diverso.
Para
apreciar las argumentaciones de la Summa tenemos que tener en cuenta sus puntos
de vista. Propone solamente demostraciones de conveniencia, ilustraciones de las
verdades que nos enseña la fe, y nunca demostraciones estrictamente racionales.
Es importante tener presente tanto los motivos teológicos como los temas
desarrollados en la Summa. Por una parte serán refutados por los teólogos
posteriores que también sostuvieron que la existencia de la encarnación es
independiente del pecado. Y por otra muchos de sus adversarios repetirán
frecuentemente las argumentaciones de la Summa como si ellas fueran las únicas
pruebas de dicha tesis.
El
doctor Seráfico pretende discutir amplia y cuidadosamente el problema. Signo
evidente de su interés es que entre los grandes doctores del Medioevo es él
quien lo estudia con mayor resolución y energía.
Teniendo
en cuenta el horizonte teológico contemporáneo, la temática con la cual
presenta los argumentos en favor de ambas soluciones es muy variada. La
discusión es minuciosa. El análisis es completo. Por lo cual San Buenaventura
es un punto de referencia obligado y fundamental en la evolución de la doctrina
de la relación entre encarnación y redención.
Tenemos
que examinar atentamente la doctrina del Doctor Seráfico sobre la tema que
estamos estudiando, dado que ha sido motivo constante de inspiración ‑no
siempre confeso‑ para los que defienden que la encarnación depende de la
previsión del pecado.
San
Buenaventura introduce el problema hablando de la congruitas (congruencia) de la
encarnación [25][12].
Tal congruencia o conveniencia es analizada de modo especial ex parte Dei. Si
por la fe admitimos el hecho como revelado podemos afirmar que éste no repugna
(es contrario) a la santidad divina. Se nos presenta, por el contrario, como
absolutamente digno de Dios y conveniente a su perfección. Bajo todo punto de vista la obra de la encarnación conviene, es de gran
coherencia con el ser de Dios, tanto en cuanto a su infinitud, como en cuanto a
su perfección, su piedad y liberalidad.
En
la encarnación resplandecen maravillosamente el poder, sabiduría y bondad de
Dios [26][13].
Buenaventura
presenta diversas motivaciones analíticas de tal conveniencia:
1.‑
El poder, la sabiduría y bondad infinitas de Dios deben manifestarse de
modo perfecto y esto sucede solamente cuando Cristo es producido. El es su
efecto en cierto modo infinito.
2.‑
La perfección del orden del universo exige que el Primero se asocie con
el Ultimo en la serie de los seres. El Primero, por quien fueron hechas todas
las cosas es el Verbo de Dios. El Ultimo creado ha sido el hombre. Por esta
razón, a fin de que el círculo fuese perfecto, era conveniente que el Verbo se
uniera al Hombre.
3.‑
En la única naturaleza
de Dios existen tres personas divinas. A fin de contar con una total perfección
en el orden de la comunicación, era conveniente que existiese también una
persona divina en varias naturalezas. Tal cosa solamente puede ser realizada en
la unión de la persona divina con la naturaleza limitada.
4.‑
Dios es remunerador infinito. Era conveniente que beatificase al hombre
según toda su naturaleza, alma y cuerpo. Pero los sentidos exteriores del
cuerpo no pueden ser beatificados sino con la visión corpórea. Por tal razón
era conveniente la encarnación: de ese modo también el cuerpo podría ser
beatificado en la visión de Cristo glorioso, Hombre‑Dios.
5.‑
Para superar la enfermedad del pecado del hombre, se requería un
mediador que fuese Hombre y Dios. Por eso se advierte que la obra de la
encarnación es congruente en grado sumo a la piedad divina
[27][14].
Es
fácil constatar la variedad de los motivos aducidos para evidenciar la
conveniencia de la encarnación.
En
su serie de motivos de congruencia, San Buenaventura se apropia de todos los
argumentos de la Summa Fratris Alexandri, añadiendo algunos más, subrayando
reiteradamente que solamente son reflexiones a partir del conocimiento del hecho
de la encarnación, y jamás deducciones que puedan exigirla a partir del
análisis de la naturaleza de Dios y del universo.
No
se pretende plantear la ratio que fundamenta el hecho de la encarnación, sino
de mostrar cómo ésta no desdice de la perfección de Dios, a fin de responder
a eventuales objeciones, y para hacer comprender mejor la unidad que existe
entre el hecho y los atributos divinos.
Un
argumento de conveniencia nunca es una demostración. Cuando San Buenaventura
los pone en la mesa, deja bien en claro su posición, y redimensiona la
tentativa de los teólogos precedentes que parecían confundir el argumento de
conveniencia con el demostrativo.
Luego
de librar el terreno de toda interferencia equívoca, el Seráfico entra en lo
más vivo del problema : ¿cuál es la razón interna de la encarnación?
Hay
que notar que la finalidad extrínseca está totalmente fuera de tema. Dios, en
cuanto autor de la encarnación, en su obrar se orienta siempre por su
sapientísima voluntad de comunicar y manifestar su gloria. Y el fin último de
su obrar no puede ser otro que él mismo. [28][15]
No
se trata de probar si la encarnación es conveniente o no. No se quiere
demostrar la posibilidad de ambas hipótesis. La encarnación en cuanto tal ha
sido querida por Dios en la actual economía de salvación. Toda la discusión
versa sobre un hecho, preciso y bien determinado. Por más que en su discurso
recurren expresiones hipotéticas, San Buenaventura no pretende jamás referirse
a hechos hipotéticos.
La
pregunta central se formula de modo siguiente: ¿Cuál es el sentido y la
función fundamental de la encarnación en el presente orden de la salvación ?
¿Cuál es su ratio principal?.
San
Buenaventura utiliza una terminología irreprochable. No se pregunta por el
motivo, sino por la razón de la encarnación. El primer término refiera una
realidad que influye desde el exterior, y sólo el mismo Dios puede mover a Dios
a obrar. El segundo término, por el contrario, quiere evidenciar el significado
interior de la acción, el principio íntimo de su inteligibilidad, lo que se
denomina y determina como el primero de sus componentes. San Buenaventura, al no
querer hablar de un motivo, y al referirse solo a una razón de la encarnación,
demuestra haber entendido el sentido exacto de la cuestión.
El
seráfico apela a la autoridad de los teólogos :
Estamos
frente a una doble opinión de los maestros en torno al tema que nos ocupa. Esta
frase evidencia que en su tiempo existían dos opiniones nítidas sobre el
argumento, a cada una de ellas se les reconocía efectiva probabilidad. Para que
podamos apreciar su valor intrínseco y la formulación de los argumentos, antes
de exponer su propia opinión, refiere ambas sentencias con todo cuidado y
exactitud,
Expone
una primera opinión que aduce la distinción entre la naturaleza de la
encarnación y la modalidad pasible de su concreta existencia. Aceptada la
distinción, se afirma que la ratio principal de la naturaleza de la
encarnación, el sentido fundamental del misterio, es la múltiple perfección
del hombre que dimana de la dignidad misma de la acción. La encarnación está
orientada a la perfección del hombre, y consiguientemente a la perfección del
universo, en cuanto éste completa y culmina al ser humano, en su triple
dimensión de naturaleza, gracia y gloria.
[29][16]
Podemos
entendemos fácilmente cómo la encarnación es la plenitud y perfección del
hombre en el triple orden de la naturaleza, de la gracia y de la gloria.
En
el orden natural la encarnación es la consumación de toda posible modalidad de
existencia humana, y porque de ese modo el hombre, la mejor obra de Dios, se
une a lo Primero, que es el Verbo.
En
el de la Gracia, dado que Cristo, Cabeza de la Iglesia, confiere un esplendor
particular a todos sus miembros, y porque
todos los méritos provienen de y se aumentan con el mérito de Cristo.
En
el de la gloria, porque Cristo es fuente de gozo muy especial para el hombre,
precisamente porque él es Hombre‑Dios.
Podemos
tener en cuenta también otras consecuencias. Por ejemplo, el de haber satisfecho
todas las aspiraciones de la naturaleza humana. La naturaleza humana era
altamente capaz de existir unida con la naturaleza divina. Esta capacidad, que
era sólo potencia, se convierte en una realidad plena por el hecho de la
encarnación. La encarnación produce tales efectos prescindiendo de la
condición moral de la humanidad, es decir del pecado original. Se concretizan
directamente como una nueva relación con la humanidad en cuanto tal. La ratio principal de la encarnación no tiene ninguna relación con el
pecado.
Pero
no podemos olvidar que en su concretez histórica la encarnación asumió la
modalidad pasible y mortal. La razón principal de la pasibilidad es la
redención del pecado, la liberación del género humano. De modo que solamente
la modalidad pasible y no la substancia de la encarnación está en relación
con el pecado. Podemos concluir que solamente la pasibilidad y la substancia de
la encarnación es consecuencia de la previsión del pecado [30][17].
Con
cierto entusiasmo, San Buenaventura elenca a favor de esta opinión una larga
serie de argumentos distribuidos a lo largo de los sed
contra introductorios a la discusión. Son tomados de los atributos divinos
y de la reflexión sobre el ser del hombre y el del universo.
Allí
recuerda las consecuencias
insostenibles que se deducen de la opinión contraria, que sostiene que la razón
principal de la encarnación es la reparación del género humano, probando
dicha afirmación con muchas razones de congruencia. La redención se convierte
hasta tal punto la razón principal,
en relación a toda otra consideración, que, a no ser
que el género humano no hubiere caído, el Verbo de Dios, no se habría
encarnado. No se hace ninguna distinción entre substancia y modalidad de la
encarnación: substancia y modo están condicionados por la redención.
Consecuentemente la encarnación ha sido querida por Dios después
de la previsión del pecado.
Una
vez que hubo expuesto ambas opiniones, aún antes de formular las razones que
las motivan, el Seráfico Doctor expresa un juicio de fondo:
Solamente
puede decir cuál de las dos opiniones es la más verdadera aquel que se ha
dignado encarnarse por nosotros. Es difícil optar por alguna de las dos, puesto
que ambas sentencias son católicas y son sostenidas por varones católicos.
Ambas, de modo diverso, excitan el alma a la devoción.
Sin
embargo Buenaventura opta decididamente por la segunda opinión. Después de sus
mismas observaciones parecería una opción injustificada. Pero un motivo
general interviene en favor de la segunda:
Parecería
que la primera opinión es más coherente con el juicio de la razón, mientras
que la segunda, tal como aparece explicada, está más de acuerdo con la piedad
creyente (pietatis fidei).
La
razón fundamental de su opción es que la segunda sentencia está más de
acuerdo con la piedad creyente, con la enseñanza de la Escritura y con los
Santos Padres. No podemos nosotros afirmar cosas contrarias a lo que nos ha sido
revelado por las palabras sagradas cuándo éstas nos ofrecen argumentos tan
importantes y nobles. Parecería más coherente con la piedad creyente afirmar
que la razón principal de la encarnación es la liberación del género humano,
que no sostener la opinión contraria.
Entre
los textos explícitamente citados por el Seráfico encontramos a Mt. 18 y Gál.
4,45. Para él no entra en discusión que toda la Sagrada escritura sostiene y
enseña tal doctrina. Entre los Padres cita a San Agustín, en el comentario a
la primera carta a Timoteo: Vino a este
mundo para salvar a los pecadores (1,1). La glosa aludida sobre el mismo
texto, pertenece a San Bernardo.
Además
de este motivo, para él concluyente, San Buenaventura nos presenta otras
razones teológicas para demostrar que
la segunda opinión es más consonante con la piedad del creyente. La primera
sentencia, observa, se apoya fundamentalmente en una subordinación de Cristo al
universo. Si afirmamos que la encarnación es postulada por la perfección del
universo, estamos suponiendo que de algún modo Dios
está aprisionado dentro de los límites del universo. Si afirmamos que en caso
contrario Dios no concluiría la obra comenzada, suponemos algún tipo de
necesidad de la encarnación.
El
misterio de la encarnación está por encima de todas las exigencias creaturales,
y es una obra absolutamente gratuita del amor de Dios. Es por eso que la segunda
opinión, que pone en relieve esta realidad fundamental, es más acorde con la
piedad. Para San Buenaventura esta es la objeción capital y decisiva contra la
primera sentencia.
Los
demás motivos son de menor peso. Dice, por ejemplo, que para la segunda
opinión el misterio de la encarnación es de tal magnitud que no
debe acontecer sino por una causa de máxima importancia. Tal causa no puede
ser ni el hombre ni el universo, sino solamente Dios, o sea, para
aplacar la ira divina y restaurar todas las cosas. La redención en cuanto
satisfacción es la razón principal para la encarnación.
Pensar
que Dios se encarna para destruir las culpas del hombre inflama
más al fiel que meditar en la consumación de las obras comenzadas. Es
preferible adoptar la perspectiva más conforme con las auctoritates (Escritura,
Padres), porque contribuye en mayor grado a la piedad agradecida para con Dios.
Teniendo
en cuenta tales motivos debemos optar por la segunda opinión, aunque
no aparezca tan sutil como la precedente, porque es más conforme con la piedad
creyente, honra más a Dios, enaltece más el misterio de la encarnación, e
inflama más ardientemente nuestro afecto. [31][18].
Consecuente
con estas premisas, San Buenaventura, refuta profusamente la larga serie de
argumentos a favor de la primera opinión.
Los
cuatro primeros no son de gran peso, porque se centran apriorísticamente sobre
las exigencias de la creatura en relación a la encarnación, siendo ésta
absolutamente gratuita. El Doctor Seráfico tiene buen cuidado en mostrar su
insuficiencia.
Los
otros cinco son de orden diverso. Se apoyan efectivamente sobre la preeminencia
de Cristo en el orden actual de la encarnación. El quinto afirma que si la
encarnación tiene su razón principal en la redención, Jesucristo aparece
entonces como un opus occasionatum (obra ocasionada), lo cual es absurdo. El sexto
acentúa aún más el absurdo, observando que la ocasión para la encarnación
del Hijo de Dios sería el pecado y la malicia del hombre, de modo que al hombre
la malicia le reporta ventajas.
El
séptimo y octavo argumentos parten del hecho de que Cristo en el orden actual
es Cabeza de la Iglesia, y no sólo según la naturaleza divina, sino también según la humana.
Dado que el orden de la salvación es históricamente único, de tal hecho se
deriva que Cristo Cabeza ha sido querido por Dios, antes de la previsión del pecado. Por último, el matrimonio, por
institución divina y tal como lo enseña San Pablo (Ef. 5,32), significa la
unión de Cristo con la iglesia. Pero el matrimonio fue establecido antes de
la previsión del pecado, y por lo tanto también Cristo lo fue con anterioridad
[32][19].
San
Buenaventura no se encuentra ya tan cómodo cuando responde a esta serie de
argumentos. En cuanto a la ocasionalidad de la predestinación de Cristo observa que no es
verdad que en la segunda opinión Cristo sea predestinado en ocasión de. Dios libremente quiere a Cristo después de la
previsión del pecado. Habiendo creado al hombre, previendo su culpa, queriendo
su redención, hizo de modo tal que
reconociera la necesidad de ser sanado. Lo principal en la intención fue la
reparación del pecado, en relación a la condición posible de la caída. La
respuesta no es para nada satisfactoria.
La
respuesta salta del orden de la ejecución al de la intención, y no aclara
nada. El problema radica precisamente en determinar si en el plan divino actual,
en el orden de la intención, la predestinación de Cristo, es o no es
dependiente de la previsión del pecado, y por ende ocasionada por ella. San
Buenaventura afirma que Dios prevé al hombre y a su pecado y quiere su
reparación en Cristo. Por lo cual éste existe después de la previsión del
hombre pecador, y es ocasionado por el pecado. [33][20]
Es
también poco satisfactoria la respuesta que da a la argumentación basada en el
único orden de la salvación, del cual Cristo, Hombre‑Dios, es cabeza
única de un orden único. En este punto San Buenaventura extrae todas las
consecuencias implícitas en la postura que sostiene. Con toda lógica termina
afirmando francamente que hay dos órdenes de salvación, uno antes del pecado,
del cual Dios es directamente la cabeza, y otro después del pecado, del cual
Cristo es la cabeza, en cuanto Hombre‑Dios. Los ángeles, por lo tanto no
son miembros del cuerpo místico de Cristo. [34][21]
* ¿Esta
solución está en armonía con la revelación?
* ¿Se
puede defender que existen dos órdenes de salvación?.
* ¿No
es Jesucristo el único mediador para todos?.
* La
lógica de la segunda opinión sostenida por San Buenaventura reclama
necesariamente la afirmación de dos órdenes de salvación. Tal conclusión es
inconciliable con la revelación. ¿Este dato debería ser suficiente para ver
que sus premisas son frágiles e insostenibles?
Sea
como fuere, una vez admitido el principio, San Buenaventura deduce lealmente las
consecuencias.
Las
mismas observaciones se imponen también en lo que concierne al significado
tipológico del matrimonio. Responde que el matrimonio tiene dos significados: la
unión de Dios con la Iglesia por el amor, y la unión en la unidad de la
persona.
El
primer significado, según la caridad, habría existido inclusive aunque el
hombre no hubiera pecado. El segundo es, en propiedad, el orden actual de la
salvación. A pesar que San Pablo afirma expresamente que el matrimonio de Adán
inocente es símbolo de la unión de Cristo con la Iglesia. Para salvarse de tal
argumento, San Buenaventura se ve obligado a aceptar dos órdenes de salvación,
lo cual es insostenible, por más que se deduce necesariamente de sus premisas.
No
podemos negar que San Buenaventura ha examinado el problema con extremo cuidado,
con amplitud de miras, analizando cada uno de sus posibles matices. A pesar de
que toda la persona del autor participa intensamente en la discusión del tema,
éste no alcanza a ocupar todo el horizonte de su teología. En el conjunto de
su pensamiento es sin duda un tema muy importante y no marginal, pero sigue
siendo uno entre tantos problemas teológicos.
Para
medir adecuadamente el peso del primado de Cristo en la teología de San
Buenaventura, hay que recordar la función esencial que Jesucristo asume en toda
su teología, tal como aparece, por ejemplo, en las Quaestiones
disputatae, en De scientia Christi,
De perfectione evangelica, en el
famoso sermón: Christus unus omnium
magister, y en
las Collationes: De decem
praeceptis, de Septem donis, e In Exameron. [35][22]
En
estos escritos Jesucristo aparece enérgicamente como principio de todo
conocimiento y fuente de toda vida. La teología bonaventuriana es
cristocéntrica en su estructura. La cuestión del primado de Cristo en el orden
efectivo de la salvación conquista, por derecho propio, una importancia
fundamental en el pensamiento del Seráfico, aunque el mismo doctor no la
desarrolla explícitamente de ese modo. Es necesario poner en evidencia que el
cristocentrismo de San Buenaventura es difícilmente conciliable con la razón
principal que él mismo le asigna a la encarnación.
Otro
aspecto a destacar es el modo general de impostar el problema. Buenaventura da
un paso decisivo en relación a los teólogos precedentes. Distingue claramente
el ámbito de las conveniencias, que nacen del examen del misterio de la
relación de la encarnación con Dios y con el hombre. El campo de la
individuación de la razón principal es intrínseco al misterio mismo en el
orden global de la salvación.
Aquí
radica el verdadero problema. La encarnación es un opus
ad extra, y por lo tanto está en dependencia de la libre voluntad de Dios.
No podremos, pues, entender su razón principal mediante el examen de la
naturaleza y de los atributos esenciales de Dios, sino sola y únicamente en la
revelación sobrenatural que nos notifica y manifiesta el designio de la
salvación.
El
progreso alcanzado por San Buenaventura a este propósito, será una
adquisición definitiva en el estudio de la cuestión.
Al
optar entre las dos opiniones San Buenaventura se guía únicamente por el
examen de las fuentes de la revelación. Adopta y defiende la segunda porque le
parece más fundada en el dato revelado. Esta ha de ser preferida porque es más
acorde con la piedad creyente, a pesar de que la primera parezca más armónica
con el juicio de la razón.
El
argumento ex pietate es decisivo en
la solución adoptada. La argumentación ex pietate es frecuente en San
Buenaventura. Un estudioso de su teología la define así:
Entre
dos posiciones teológicas, una de las cuales es teóricamente más cercana a la
verdad, y otra prácticamente más religiosa... ésta es más verosímil.
[36][23]
El
encarar la razón principal de la
encarnación por el lado de la reparación del género humano, nos permite
conocer a Dios del modo más sublime como Bondad Misericordiosa, y nos inflama
en grado sumo para amarlo. Tal como lo atestigua la revelación, debemos adoptar
tal punto de vista, porque es más consonante con la piedad.
Dos
son los motivos capitales que determinan la opción de San Buenaventura: la
argumentación ex pietate, y el convencimiento de que la revelación afirma la
liberación del hombre del pecado es la razón principal de la encarnación.
El
Santo no condena la distinción introducida por la primera opinión entre
substancia y modalidad de la encarnación. Confiesa que esta distinción es más
sutil que la segunda, más lógica en su impostación, más
coherente con el juicio de la razón.
Con
todo sabe captar con maravillosa precisión la debilidad de algunos argumentos
teológicos a favor de la primera opinión traídos a la discusión por autores
precedentes, quiénes se apoyaron sobre la concepción de la encarnación como
culminación y perfección del universo. San Buenaventura recuerda que si se
pone a Cristo como corona del universo de algún modo se está aprisionando a
Dios dentro de los límites de la perfección del universo, e se introduce en
Dios cierta necesidad frente a la encarnación. No se podría expresar mejor la
fragilidad y la inutilidad de deducir la encarnación tanto a partir del
universo, como de la capacidad perfectible del hombre.
Equivaldría
a subordinar a Cristo a las creaturas. Esta es la conclusión que quiere
subrayar de modo absoluto, y de todas las maneras posibles. Por lo cual la
crítica de Buenaventura a este tipo de argumentos es valiosísima.
Lo
mismo podemos decir de sus observaciones a propósito de los argumentos que en
la primera opinión son deducidos de la noción del primado de Cristo. Aquí se
palpa cómo San Buenaventura intenta, aunque no lo logra, escapar a toda costa
del antropocentrismo y del hamartiocentrismo que por otra parte son inmanentes a
la posición que adopta. Sus respuestas no son convincentes, y al final se
encuentra atrapado por la lógica ineluctable de su posición, no teniendo más
remedio que afirmar dos órdenes de salvación. Uno sin Cristo, antes del
pecado, y otro con Cristo, después del pecado. No consigue superar el escollo
inaceptable de hacer depender a Cristo del pecado y de la malicia del hombre.
Aquí se demuestra de modo evidente la debilidad intrínseca de la segunda
opinión. De todos modos San Buenaventura no vacila en sacar todas las
consecuencias implícitas en su opción.
Concluyendo,
podemos decir que el Doctor Seráfico ha sabido delinear la temática y las
motivaciones capitales de la segunda opinión con rigor y decisión singular.
Entre los muchos discípulos y seguidores que dicha sentencia encontrará a
través de los siglos y hasta en el presente, nadie sabrá darle una
formulación más completa, aducir argumentos más probatorios, y con mayor
fuerza y coherencia. Nadie ha dicho más y mejor sobre nuestro argumento de lo
que él ha escrito.
La
segunda opinión recibirá luego el
nombre de tomista. Pero nos
parecería más conveniente el de bonaventuriana,
si con tal adjetivo queremos referirnos a su origen y al autor que la ha
formulado de modo más completo.
El
Doctor Angélico trata el presente argumento en muchas de sus obras que se
escalonan lo largo de todos los años de su actividad teológica. Con excepción
de algunos matices, su pensamiento se mantiene constante. [37][24]
No enfrenta directamente la cuestión del primado de Cristo, sino la
relación entre encarnación y redención dentro del itinerario del pensamiento
anselmiana.
En
la exposición del Angélico tenemos que hacer hincapié en el modo general de
impostar la cuestión. Mientras que San Buenaventura pretendía formular la
razón principal de la Encarnación, Santo Tomás emplea siempre la formulación
hipotética.
Utrum
si homo non pecasset, si
por acaso si el hombre no hubiese pecado, Deus
incarnatus fuisset, Dios se hubiera
encarnado. Formulación que ulteriormente se generalizaría. La diferencia
con San Buenaventura no es sólo superficial. Tomás es explícita y
directamente dependiente del Cur Deus
Homo de Anselmo.
El
Doctor Seráfico llega a la proposición condicional al fin de la discusión del
problema: Si el hombre no hubiese pecado,
Dios no se habría encarnado. Su perspectiva general y la investigación no
están para nada ligadas a tal hipótesis. San Buenaventura entiende
individualizar, a la luz de la revelación, la razón principal, o sea la
inteligibilidad interior de la encarnación y el significado del misterio en el
orden concreto actual, querido por la providencia.
Por
más que evidentemente no intenta examinar una pura hipótesis, una posibilidad
abstracta, sino que quiere iluminar una realidad de hecho, Santo Tomás propone
siempre la cuestión en forma hipotética. Es importante poner de relieve la
divergencia desde la apertura misma del problema. En diversos estudios de la
cuestión encontramos afirmaciones que a este propósito responden poco a la
verdad.
Frecuentemente
se enfatiza que mientras Santo Tomás es siempre concreto y realista en su modo
de proceder, los otros por el contrario juegan siempre en el terreno de lo
irreal y se hamacan entre hipótesis. No podemos aceptar, por ejemplo, el juicio
de un discípulo reciente de Santo Tomás, según el cual Santo
Tomás se rehusa cambiar por hipótesis el terreno de la realidad histórica, no
quiere ser conducido por mucho tiempo en el terreno de lo hipotético. La
solución de Santo Tomás es impuesta por el realismo de su punto de partida.
[38][25]
Al
contrario, en los hechos fue la autoridad de Santo Tomás la que hizo prevalecer
la impostación hipotética en la formulación problema. Sin embargo es también
verdadero que Angélico, en su forma hipotética de formular el problema,
solamente asumió lo que ya había sido formulado en algunos textos
patrísticos. Notamos la expresión algunos textos patrísticos, porque no es ésa la forma más
habitual con la que los Padres tratan el problema, ni siquiera en aquellos que,
como San Agustín, la adoptan explícitamente. [39][26]
Por
ejemplo, así se expresa San Agustín en un Sermón: Si
homo non perisset, Filius Hominis non venisset [40][27].
Este texto no sólo fue conocido por Santo Tomás, sino que es citado
expresamente en el artículo correspondiente de la Summa.
Santo
Tomás coincide con San Buenaventura en la solución de la cuestión y asume las
mismas motivaciones. Sólo que Santo Tomás adhiere con menos entusiasmo,
diríase que con más cautela. Parece estar menos convencido.
En
el comentario a las Sentencias abre su pensamiento con la afirmación un poco
escéptica que San Buenaventura había antepuesto a la discusión:
Respondo
diciendo que la verdad de esta cuestión sólo la puede saber el que nació y se
entregó porque libremente lo quiso [41][28].
La
misma postura la encontramos en la Summa Teológica. Luego de haber presentado
las dos posiciones, dice que parecería
que hay que asentir más a la sentencia de quiénes sostienen que el Verbo
no se habría encarnado si el hombre no hubiese pecado [42][29].
La razón de tal preferencia se fundamenta en la enseñanza de la Escritura.
Solamente la revelación puede darnos a conocer las verdades que están sobre
toda exigencia natural y que dependen de la libre voluntad de Dios. Puesto que en la Sda. Escritura se afirma en todos los pasajes que la
razón de la encarnación es el pecado del primer hombre, es más conveniente
decir que la encarnación es una obra ordenada por Dios para remedio del pecado.
De modo que no existiendo el pecado no existiría la encarnación.
Hay
que aclarar que tal afirmación es verdadera sólo cuando se habla del orden
actual, porque Dios, en abstracto, podría encarnarse aunque el hombre no
hubiese pecado. [43][30]
Al
tratar de la conveniencia de la Encarnación, Santo Tomás refiere algunos de
los argumentos que apoyan la primera opinión:
* es
conveniente que los misterios invisibles de la vida divina se manifiesten
visiblemente;
* Dios
es Suma Bondad, y por lo tanto era conveniente que se manifestase ad extra de
modo perfecto....
Considera
otros argumentos en el artículo de la Suma que trata del motivo concreto de la
encarnación. Son aquellos que se deducen de la capacidad de la naturaleza
humana, y en este campo, tanto Santo Tomás, como San Buenaventura, tienen buen
recaudo en señalar que la encarnación no es de ningún modo deducible de la
naturaleza humana considerada en sí misma.
Es
menos convincente la réplica al argumento extraído de la predestinación de
Cristo [44][31].
El Angélico no adjudica a esta argumentación ningún peso decisivo en la
solución del problema. El la considera más consecuencias que puntos de
partida.
La
posición de Santo Tomás, como ya dijimos, es menos resuelta que la de
Buenaventura. Para el Doctor Angélico el problema no parece revestir una
importancia decisiva para la cristología, y menos aún para la concepción
global de la teología. Se trata de un problema marginal.
En
el comentario de las Sentencias su solución presenta aún más matices. Luego
de haber expuesto los argumentos (idénticos a los de la Suma) a favor de la
sentencia que hace depender la encarnación del pecado, añade :
Otros
afirman que por la encarnación del Hijo de Dios no solamente ha sido consumada
la liberación del pecado, sino también la exaltación de la naturaleza humana
y de todo el universo. Y que aunque no hubiese existido el pecado, la
encarnación, por esta doble causa, hubiese acontecido. Esto puede ser sostenido
con probabilidad. [45][32]
Santo
Tomás adopta finalmente la segunda opinión, a la cual parece que hay que dar
más asentimiento a causa de la enseñanza de la Escritura y de los Padres. Pero
no la respalda con la misma convicción de San Buenaventura.
En
este punto nos vemos obligados a trazar
una línea divisoria bien marcada entre Santo Tomás y los tomistas, como
observa Risi [46][33].
El autor, luego de advertir el equilibrio de Santo Tomás, nota que por el
contrario los tomistas no siempre se
mantuvieron en los justos límites. Violentando textos clarísimos, inventaron
teorías caprichosas, y algunos dijeron extravagancias y exorbitancias apenas
creíbles, que chocan con el buen sentido y la razón.
El
tomismo posterior sostiene la única tesis válida es que la previsión del
pecado es antecedente a la de Cristo. Defiende que es la única en armonía con
la Sagrada Escritura, cuando la opinión preferida por Tomás fue considerada
por él mismo la opinión más probable,
la más conveniente, nunca una certeza teológica. Para él la opinión
contraria goza de verdadera probabilidad, aunque menor, y no es una sentencia
errónea. El mismo Santo Tomás dice que los grados del asentimiento son
variados, según estemos ante categorías de juicio dudoso, probable o cierto. [47][34]
Para
entender el pensamiento del Angélico sobre este tema, es necesario recordar que
para él la gracia de los ángeles y de Adán inocente depende de Cristo de modo
esencial y no solo accidentalmente, como afirman muchos tomistas. [48][35]
Para
Santo Tomás ángeles y hombres son miembros del cuerpo místico de Cristo, y
por lo tanto Cristo es verdadera cabeza unívoca y universal. En otras palabras:
la predestinación de todos es consecuente y dependiente de la de Cristo. De
estas premisas tendría que deducirse evidentemente que Cristo fue predestinado
antes de la previsión del pecado e independientemente de él. Santo Tomás, sin
embargo, no formula nunca una conclusión que habría hecho insostenible la
segunda opinión calificada como probable. ¿Cuál es la razón ?.
En
primer lugar el argumento de la predestinación no fue nunca elemento
determinante en el tratamiento que el Angélico da a este problema. En segundo
lugar ‑ este nos parece el motivo principal‑ en razón de su modo de
concebir la finalidad, más como ordenación física que metafísica. Los
ejemplos de los cuales se sirve para ilustrar su pensamiento siempre son de
orden físico [49][36].
En tal concepción la finalidad tiene una relación casi extrínseca, exterior,
con el ser que en ella alcanza su objetivo.
Por
tal motivo Dios pudo modificar el fin, tanto de un ser individual como del mismo
universo, sin que estas modificaciones cambien su naturaleza. Para esta
concepción ficisista de la finalidad
no resulta imposible ni contradictorio que Dios, después del pecado, haya
cambiado el fin sobrenatural. Antes
era un orden de gracia que no incluía a Cristo. Después, al contrario, tal orden tuvo en Cristo su fin, sin que
sufriese por ello una mutación sustancial.
Este
es el punto más importante para comprender el sucederse de dos órdenes
sobrenaturales, ya apuntados en San Buenaventura, y que posteriormente serán
tradicionales en la Escuela tomista, por más que ordinariamente no se le presta
la debida atención.
Más
adelante veremos que Escoto pondrá en evidencia con incomparable lucidez y
profundidad metafísica el equívoco insostenible en la concepción ficisista de
la finalidad. Por tal razón el argumento de la predestinación tendrá para
Escoto una importancia decisiva. Importancia que no le atribuyen ni San
Buenaventura ni Santo Tomás.
Risi
ha resumido correctamente la posición del Angélico al respecto:
En
la época del Santo Doctor se traían a colación algunos textos bíblicos que
parecían formular claramente la segunda sentencia. Análogamente se citaban
algunos testimonios de dos o tres padres que para la encarnación del Verbo
parecían excluir todo otro motivo excepto el remedio del pecado. El Angélico,
que asociaba docilidad suma a sumo ingenio, en deferencia a la autoridad y
especialmente en obsequio a San Agustín, se decidió por la segunda sentencia.
[50][37]
Santo
Tomás nunca fue partidario de la otra sentencia porque creyó ver en la Sagrada
Escritura y en la tradición de los Santos Padres el argumento que debería
prevalecer sobre toda otra consideración teológica, por más seductora que
fuese. Lo mismo dígase de la Inmaculada Concepción de María.
Creyó que estaba fuera de toda duda que en
toda la Sagrada Escritura la razón de la Encarnación debe ser atribuida al
pecado del primer hombre. Este dato debía decidir el problema.
La
posición de Santo Tomás se evidencia más por la estructura general de la Suma
más que por la lectura de textos que tratan directamente del argumento que nos
ocupa. Una visión global hará entender mejor la perspectiva general de su modo
de entender la situación de Cristo en ámbito global de la teología. Podremos
valorar los motivos profundos por los cuales la encarnación asume un rol bien
determinado en coherencia con unos principios generales. Estudiando el plan de
la Summa veremos porqué el tomismo posterior va más allá de la letra de los
artículos dedicados por el Angélico a la cuestión. El tomismo comprendió
bien lo que estaba implícito en los principios generales de Santo Tomas.
[51][38]
El
criterio redaccional de la Summa es el camino de acceso indispensable para
lograr una inteligibilidad global del pensamiento del Angélico y de su visión
total de la teología. Es más fácil y más justo leer y entender los análisis
y las afirmaciones de las distintas cuestiones y de cada uno de los argumentos a
la luz sintetizante de los motivos de fondo, de la estructura que rige toda la
obra. Lo impone una metodología correcta. [52][39]
La
investigación sobre la estructura de la Suma llega a algunas afirmaciones
fundamentales, que pueden ser resumidas en algunos puntos claves.
Santo
Tomás opta por un Ordo disciplinae proveniente del concepto aristotélico de ciencia
que le sistematiza la teología. Para Aristóteles, la ciencia y especialmente
la filosofía, es un conocimiento per
altissimas causas (mediante las causas últimas) de la realidad, de acuerdo
al cuádruple aspecto de la causalidad: eficiente‑final; material‑formal.
Es un conocimiento que posee el carácter de universalidad y necesidad. En este
entramado aristotélico Santo Tomás inserta el principio neoplatónico del exitus‑redditus
(salida y retorno) de las creaturas en relación a Dios.
La
Summa se divide en partes en base a estas premisas, a la vez que las partes
adquieren cohesión por el orden lógico que de ellas deriva. La Historia de la
salvación se valora con mucha dificultad en esta sistematización. En cuanto
obra contingente, gratuita y libre de Dios, no posee caracteres de necesidad. Santo
Tomás introduce a Jesucristo al fin de la Obra (en la Tertia Pars.), una vez
terminada toda la teología, inclusive cuando había acabado ya de tratar no
solamente todo el orden de la naturaleza, sino también todo el orden
sobrenatural.
Encontramos
en la Summa una sucesión de tres planos: uno universal, el de la creación;
otro particular, el de la gracia, que supone el primero, y finalmente el
hipostático del Hombre‑Dios, que supone los dos anteriores [53][40].
La
teología de la creación, la de la gracia y la del orden sobrenatural son en la
Suma antecedentes y prescindentes de la aparición de Cristo. Jesucristo es
pensado como modalidad concreta del
retorno a Dios. Esta visión complexiva nos permite descubrir las
motivaciones profundas que determinan a Santo Tomás a ver la encarnación como remedio
para el pecado, y condicionada, por lo tanto, al pecado. La cristología no
ocupa un puesto central en el plan de la Summa. Aparece, al contrario como un
anexo a una realidad totalmente ya constituida en sí misma según principios
metafísicos universalmente necesarios. Aparece como medio
para actuar el retorno impedido por el obstáculo del pecado.
Jesucristo
no es concebido como cabeza del universo, sino que lo va deviniendo en el
decurso de la historia. Cristo es un sobreañadido a la noción‑realidad
de la gracia como amistad con Dios, la cual de gracia
de Dios se convierte en gracia de
Cristo.
No
es por efecto casual observa Person,
que la cristología ha recibido el puesto que ocupa en la obra principal de
Tomás. Tal lugar es consecuencia natural y necesaria de la estructura
fundamental del pensamiento de Santo Tomás en relación con el conjunto de la
exposición. [54][41]
Dicho
ordenamiento, y especialmente el rol que en él le cabe a Jesucristo, provoca
objeciones de extrema gravedad.
* ¿Refleja
esta especulación la enseñanza de la escritura acerca de Cristo y su primado
universal, que le corresponde en todos los órdenes?
*
¿Podemos aceptar la afirmación que Jesucristo no es el motivo y la
razón del exitus, de la salida de Dios, sino solamente camino de regreso, o
mejor, solo una modalidad del regreso?
* ¿Podemos
por ventura conciliar la afirmación clave en la Suma, de que Cristo es medio,
con todo lo que dice la escritura acerca de su función fundamental como cabeza
de toda creatura, en la cual Dios nos ha predestinado antes de la fundación del
mundo (Ef. 1,4), y en la cual han sido hechas todas las cosas en el cielo, y en
la tierra, de modo que él existe antes que todas las cosas, y todo subsiste en
él (Col, 1, 16‑17)?.
* ¿Podemos
compartir la afirmación de que Cristo sea solamente una modalidad redentora en
el orden sobrenatural, preexistente o no?
*
¿No tenemos que afirmar, por el contrario, que la elección y la
adopción de hijos son realidades que derivan totalmente de Cristo?
* ¿No
parece imposible encajar la noción bíblica de la historia de salvación dentro
del cuadro griego de una metafísica de salvación?.
E.
Gilson, haciendo una recensión del estudio de P. Chenú, en el cual se
demostraba que el plan de la Summa es el que acabamos de mostrar, acepta
completamente tanto sus premisas como sus conclusiones. El que quiere ser
tomista tiene que aceptar no sólo el plan de la Summa, sino sus conclusiones
implícitas. Añadía, sin equívocos ni medios términos: Quien
se avergüenza de llegar hasta este punto, no aferra la esencia de la teología
tomista: se avergüenza de Santo Tomás.
[55][42]
El
P. Congar también está de acuerdo con la afirmación anterior, y concluye que
la Summa presenta aquí una opción ineludible [56][43].
Sea como fuere, la estructura de la Summa nos permite captar
el pensamiento de Santo Tomás sobre el primado de Cristo con mayor
precisión que el artículo que le dedica expresamente a la cuestión, titulado:
Utrum si homo non pecasset, Deus
incarnatus fuisset (Si acaso el hombre no hubiera pecado, Dios se habría
encarnado).
En
la elaboración sistemática de su pensamiento teológico, a través de la
mediación teológica de Cayetano, el tomismo posterior, con pleno derecho,
reclamará dicha sentencia para Santo Tomás de Aquino. Teniendo en cuenta las
ideas generales que dominan la estructura de la Summa, no se puede menos que
concordar con la siguiente conclusión lógica:
La
predestinación de Cristo a Hijo de Dios presupone necesariamente la presencia
del pecado de Adán de acuerdo al decreto actual de la encarnación, tal cual
nos es revelado por la Sagrada Escritura (...).
Para
el Angélico no solamente la esencia de la encarnación y las acciones del Verbo
Encarnado están ordenadas a la Redención, como a su fin próximo, para ser
causa de nuestra salvación, sino que la existencia misma de la encarnación
está vinculada, de hecho, a la voluntad de Dios que quiere la redención
humana. [57][44]
La
figura de Escoto reviste una importancia teológica decisiva, tanto para la
cuestión de la inmaculada Concepción como para el tema del primado de Cristo.
La
autoridad de San Buenaventura y de Santo Tomás en favor de la dependencia de la
encarnación en relación a la previsión del pecado era de tal peso que sólo
un genio de la talla de Escoto podría asegurar a la sentencia contraria la
posibilidad de consolidarse. Con su genio teológico y su influencia decisiva
Escoto supo renovar completamente la perspectiva teológica de dicha tesis,
eliminándole toda imprecisión. Expuso la doctrina en su real portada, y por
más que no haya deducido explícitamente todas las consecuencias de sus
esclarecedores principios estructurantes, logró hacer adivinar que la doctrina
del primado de Cristo es capital para la misma concepción del cristianismo y de
la teología.
Escoto
no ingresa al tema global a través de la puerta estrecha del si el hombre no
hubiera pecado..., sino que lo presenta en sí mismo, directamente. Poniéndose
en el corazón del misterio de Cristo y de la salvación ve que es necesario
abandonar las estrecheces y las ambigüedades del antropocentrismo y del
hamartiocentrismo, para fijar la atención en el centro mismo del misterio de la
salvación: la gratuita y libre vocación de la humanidad en Cristo a la vida
eterna, querida por Dios en su bondad predestinante.
La
discusión sobre el primado de Cristo no es presentada como una de las
cuestiones teológicas, sino como el problema esencial y englobante de toda la
Teología. Si queremos aferrar convenientemente la novedad y la profundidad de
la solución de Escoto, tenemos que tener presente los puntos fundamentales de
su pensamiento, indispensables para abarcar en su luminosidad y grandeza reales
la cuestión del primado. Esta dimensión se olvida con frecuencia.
Entre
los principios básicos de Escoto recordamos especialmente su concepción de la
libertad y de la contingencia. En este punto podemos entrever el núcleo de la
visión escotista de la realidad y la llave maestra para captar todo su
pensamiento. No se trata de conceptos puramente filosóficos elaborados a partir
de la experiencia humana. Es una concepción eminentemente teológica: Escoto
supo puntualizar la noción bíblica de Dios y del hombre, en contraposición a
la naturalística y ficisista del pensamiento griego aristotélico.
Una
larga y cómoda tradición hostil intenta siempre presentar la noción de
libertad y voluntad en Escoto como ciego voluntarismo.
Para mejor comprensión del tema recomendamos la admirable y científica
obra de Hoeres. Fácilmente demuestra que la doctrina escotista de la libertad
constituye el punto más alto del pensamiento cristiano ante el naturalismo de
la filosofía Griega.
La
noción de libertad como autodeterminación y como decisión por el bien
conforma el marco teológico general. Está a la base de todo problema
concerniente a la relación entre el mundo y Dios, entre la suma libertad divina
y la libertad del hombre. Por eso en Escoto la salvación cristiana aparece
esencialmente como Historia Sagrada y no como metafísica naturalística. La
doctrina del primado de Cristo constituye el centro y la esencia misma del
misterio de la salvación, la substancia de la Historia
Salutis. Campea por doquier la
libertad como raíz y fuente propia de la historia.
No
parece incomprensible que algunos estudiosos vean en la solución dada por
Escoto al problema del primado de Cristo la aplicación del principio
naturalístico neoplatónico del bien difusivo de sí, en el sentido de la necesidad de comunicación
existente en Dios. ¡Escoto es, por el contrario, el teólogo que estructuró
todo su pensamiento en la noción de libertad, rechazando radicalmente ‑como
ningún otro lo ha hecho jamás‑ el necesarismo greco‑aristotélico!.
El amor según Escoto, es esencialmente diverso y distinto de todo obrar
meramente natural. De toda necesidad en cuanto la voluntad es siempre, en todo
operante, libre por esencia. La teología de Escoto es diametralmente opuesta a
la mentalidad neoplatónica como de la naturalística aristotélica.
No
se podrá jamás entender la profundidad de la solución de Escoto, su
originalidad y sus motivos intrínsecos sin un adecuado conocimiento de su
doctrina sobre la libertad. Precisamente en la libertad‑amor es que se
traduce la persona en su valor más alto y exacto. La historia de la salvación
es ininteligible si no descubrimos en ella la actuación concreta del amor‑libertad.
Aquí se manifiesta radicalmente la diversidad profunda entre mentalidad físico‑naturalística
griega y mentalidad histórica‑personalista‑cristiana. La opción
debe ser hecha a este nivel.
Escoto
vincula el tema global del primado universal de Cristo a la doctrina sobre la
predestinación de Cristo. Propone al primado como la esencia y el contenido
mismo de la predestinación divina actuada en el orden concreto de la
salvación, de modo tal que predestinación y primado de Cristo coinciden
esencialmente [58][1].
Después
de haber tratado sobre la predestinación en relación a la gloria de Cristo y a
la unión hipostática, Escoto introduce el argumento preguntándose:
Aquí
tenemos dos dudas. La primera, si tal predestinación (la de Cristo) preexija
necesariamente el pecado (lapsum) de la naturaleza humana, lo cual aparecen
asentir muchas autoridades.
La
presentación del problema es absolutamente nueva. Escoto conduce el tema a sus
auténticas raíces, le da fisonomía propia y plenitud teológica. Remitirse a
la predestinación es entender el rol y la función de Cristo en el plan de
salvación y por lo tanto en su relación con la creación entera, con las obras
de Dios ad extra. Implica referir todo el orden sobrenatural y natural a la
voluntad libre y sapientísima de Dios, a su amor soberano y gratuito como
principio eminente que todo conduce, ilumina y gobierna.
La
idea de predestinación, en su acepción generalísima y fundamental, significa
en primer lugar que la voluntad de Dios no está de ninguna forma condicionada
por las escrituras al realizar el plan de salvación: es libre y soberana en
grado sumo. La libertad, o sea el amor de Dios, es el principio de cada cosa, la
explicación última del orden de salvación que comprende naturaleza y gracia.
Escoto
define así la noción general de predestinación:
En
primer lugar la predestinación es la preordenación de alguien a la gloria y en
segundo lugar de las otras cosas que están en orden a la gloria.
[59][2]
De
modo inmediato, la predestinación supone la ordenación a la gloria eterna, que
es como su fin propio. En modo derivado implica también lo que está en orden a
la gloria, a saber, las modalidades, los medios, las realidades concretas y
necesarias para poder obtener tal fin.
En
esta noción Escoto concuerda con San Tomás, aunque en ambos sea diferente la
referencia de la predestinación a la voluntad divina. El Angélico define la
predestinación como la Razón de la conducción de la creatura racional hacia la vida eterna,
eternamente existente en la mente divina [60][3].
Ambos enseñan que el fin y el término propio y total de la predestinación es
la gloria. La gracia, los méritos, la cooperación de la voluntad, son elementos
que están ordenados al fin (ea quae sunt ad finem). Los medios, para
designarlos con términos mecanicistas. Son dependientes y subordinados al fin.
Tanto por Escoto como para San Tomás la predestinación es ante
praevisa merita, es decir, absolutamente gratuita. Es fruto del amor libre y
creador de Dios, es un puro querer bien,
un don excelso de Dios que participa la propia vida a la creatura.
Si
la predestinación, prosigue Escoto, es don gratuito de Dios que no depende bajo
ningún concepto de la creatura, se deberá afirmar a fortiori, que precede a la
previsión del pecado que es defecto y privación. No puede estar condicionada
por nada positivo en la creatura, y mucho menos por lo negativo. La
predestinación en su noción y realidad general y esencial es absolutamente
anterior e independiente de la previsión del pecado. Escoto observa que si eso
vale para todos, hombres y ángeles, deberemos afirmar que es especialmente
válido para Cristo, el mayor de los predestinados: la noción común se realiza
en él de modo, perfecto Esto es mucho más verdadero que la predestinación del alma que será
predestinada a la gloria suprema. [61][4]
Por
consiguiente de ningún modo la predestinación de Cristo puede depender de la
previsión del pecado. Es fruto del amor especialísimo de Dios que libre y
gratuitamente quiere comunicarse y participar perfectísimamente la propia vida
divina a Cristo. En efecto, éste no es uno de los tantos predestinados, sino
que es querido para el máximo de gloria y unión con Dios, en cuanto Hombre‑Dios.
La
argumentación saca a relucir la relación ontológica y causal de la
predestinación de Cristo en relación a las demás predestinaciones. Aquella se
revelará más independientemente aún del pecado. Es el famoso argumento que se
apoya en el Ordinate volens, piedra
angular de la demostración de Escoto:
El que quiere ordenadamente, sin
excepción alguna, debe querer primero lo que está más cercano al fin. Se ha
de querer la gloria con anterioridad a la gracia. Entre los predestinados a la
gloria, antes tendría que querer la gloria para quien está más próximo a la
obtención del fin. Quiere la gloria para el alma de Cristo antes de quererla
para cualquier otro. Para todos los demás antes quiere la gracia y la gloria y
luego prevé sus hábitos opuestos, el pecado y la condenación. Por lo tanto,
antes que prever la caída de Adán, quiso la gloria del alma de Cristo. [62][5].
Para
valorar en su justa medida el valor teológico de la argumentación, hay que
recordar que la voluntad es racional en grado sumo, y que para Escoto lo es de
modo muy especial la voluntad divina. No es solamente autodeterminación sino
también determinarse hacia el bien preconocido. La voluntad no es una potencia
indeterminada, indiferente; es
consciente autodeterminación por el bien. Cuánto más perfecto es el
conocer ‑que sin embargo jamás es causa del acto libre‑ tanto más
perfecta es también la voluntad‑libertad.
La
libertad, inseparable de todo acto de voluntad, no es para Escoto como para
Santo Tomás, capacidad de elección, pura indiferencia frente a varias
alternativas, consecuencia el último juicio de la razón. Según esta
concepción, cuanto más crece la claridad en el conocer, la evidencia, tanto
más disminuye la libertad. La fe es libre porque es oscura. En la vida eterna
el acto beatífico de la voluntad no será ya libre, porque allí está la
visión beatífica, etc. Para Escoto, por el contrario, el acto de voluntad
será tanto más libre cuanto más perfecto el conocimiento previo, por lo cual
la libertad será total en la vida eterna. La libertad en su valor absoluto,
existe en acto infinito en el que Dios se ama y se quiere a sí mismo. Estamos,
pues, ante concepciones profundamente diversas.
El
Ordinate volens, referido a Dios,
indica precisamente una voluntad que expresa, vive en sí el máximo de la
intelectualidad y de la santidad. Así como siempre la libertad exige el previo conocimiento, así la
libertad plena supone la suma comprensión previa. [63][6]
En
segundo término, también para Escoto es válido el conocido principio: Ens
et bonum convertuntur. El bien es propiedad trascendental del Ser.
El
objeto adecuado y propio de la voluntad‑libertad divina es el ser infinito
de Dios, sumo Bien. La perfección de la voluntad de Dios tiene por lo tanto dos
aspectos: actividad de la naturaleza divina y relación libre con el bien sumo
que es la misma naturaleza divina. La primera es la perfección ontológica. La
segunda es la perfección moral.
Escoto
distingue estos aspectos con extraordinaria claridad. La primera, la perfección
ontológica, compete al querer cuando se lo considera en sí mismo. La segunda
compete a la voluntad en cuanto se relaciona con el objeto. Las dos perfecciones
dependen estrechísimamente una de la otra, porque el contenido exacto de la
esencia de la voluntad libre está en su ordenación a lo racional. [64][7]
Una
vez admitidos estos aspectos de la voluntad divina, libertad perfecta y santa
por esencia, no es posible afirmar, sin negar tal perfección, que Dios haya
subordinado lo que es más perfecto a lo que es menos. Así como el ser se
ordena al ser, así el bien se orienta al bien. La gradación ontológica de los
seres expresa en su relación una jerarquía de ser‑bien que es
manifestación del Ordinate Volens. Afirmar que el hombre fue hecho para el
perro o para criar perros, de modo que el bien del perro condicione la
existencia del hombre y agote su finalidad sería la negación de la
racionalidad y santidad de la voluntad divina.
Afirmar
que Cristo fue ocasionado por el pecado de Adán y que fue querido como remedio
para el pecado, implica invertir la escala de valores del Ser‑Bien.
Equivale a declarar que la máxima creatura, el Hombre‑Dios, es ocasionada
por el pecado y subordinada al hombre. Incluyendo la negación del ordinate volens y de la perfección moral de la voluntad divina.
Invirtiendo esta solución imposible afirmamos, al contrario, que Dios quiere a
Cristo, Hombre‑Dios no sólo independientemente del pecado y nunca
esencialmente en función del pecado, sino que quiere a hombres y ángeles en
función de Cristo. Porque éste está
más cercano al fin. O sea que Dios quiere a Cristo como Arquetipo, Fuente y
Mediador de todo predestinado. Y puesto que la predestinación precede por naturaleza propia a la previsión del pecado y no
depende de él, a fortiori la
predestinación de Cristo será independiente del pecado.
El
Orden Natural de hecho es querido por
Dios en vistas del Orden sobrenatural, que tiene su principio y su fin en
Jesucristo. Basados, pues, en el mismo axioma del Ordinate
volens dedujimos que también el universo es querido por Dios en función de
Cristo y no viceversa.
Escoto,
en su latín duro y descarnado, nos presenta la predestinación como acto y
fruto del amor gratuito de Dios. Este se dona libremente ad
extra. Se comunica en gradación diversa y por ende jerárquica, a las
diversas creaturas, teniendo como centro de ella a Cristo, Hombre‑Dios.
Dios quiere comunicarse de modo tan sublime como para introducir en Jesucristo a
todas las creaturas en el seno mismo de la Trinidad. La
suprema obra de Dios que es Cristo, es el primero, el arquetipo y el
paradigma de toda otra comunicación, tanto en el orden de la gracia como en el
de la naturaleza. Contemplando la historia
de salvación, viendo entrecruzarse las causalidades en el orden
efectivamente querido por Dios, Escoto escribe:
Dios
se ama a sí mismo. Amándose, Dios se conoce infinitamente digno de amor. Y
quiere comunicar a otros su amor, no por interés indigno, sino por amor
ordenado (amor puro). Así El quiere ser amado por otro que lo ame con el
máximo amor; se entiende otro que esté fuera de sí, pero al cual esté
perfectamente unido. [65][8]
Ese
tal es Cristo, Hombre‑Dios, y en Cristo Dios se comunica a todas las
demás creaturas.
Queda
perfectamente encuadrada y delineada la doctrina de la predestinación con todo
lo que implica en relación a Cristo y a las restantes creaturas. Hemos
descartado los argumentos conocidos por la tradición teológica, y que
aparentemente pueden ser adoptados como pruebas del Primado de Cristo, pero que
en realidad sólo lo entienden a medias y carecen de valor.
En
primer término el origen y la causa de la predestinación es el amor de Dios.
No necesitamos recordar que para Escoto el amor es sinónimo de libertad y de
voluntad: acto de amor y acto libre coinciden. Sólo desde el amor‑libertad
divinos podemos entender exactamente la relación entre Dios y las creaturas. La
contingencia esencial de las creaturas encuentra en el amor libre de Dios la
razón de su existencia. Ningún otro teólogo ha logrado delinear como Escoto
este punto fundamental de la relación entre Dios y la Creatura.
Escoto
no se cansa de repetir que la voluntad es potencia libre por esencia,
oponiéndola al obrar naturalmente. Este no es libre y se ubica dentro de a las
formas de causalidad ajenas a la voluntad.
El
modo de producir la acción no puede ser sino doble, escribe Escoto. O bien la
potencia está determinada intrínsecamente a obrar de forma que, en cuanto de
ella depende, no puede dejar de obrar sino impedida desde el exterior. O al
contrario la potencia no está determinada intrínsecamente a obrar, sino que
puede hacer lo opuesto, puede obrar o no obrar. La primera se llama naturaleza,
la segunda voluntad. Por lo cual la división radical de los principios activos
está entre el obrar como naturaleza y como voluntad [66][9].
La potencia volitiva, según su razón formal, es libre.
[67][10]
Con
mayor razón tenemos que ubicar la raíz del orden sobrenatural solamente en el
amor gratuito de Dios, en su bondad creadora. El producto más sublime del amor
de Dios ad extra ha de ser un amante
excelso, alguien que es capaz de amar a Dios perfectamente. Al amor creador de
Dios (razón última y dominante de su comunicarse ad extra) corresponde el amor
de la más perfecta de sus obras ad extra como respuesta al amor de Dios. El
amor es el valor sumo y fundamental tanto de la actividad de Dios como de la
creatura racional. El amor, que es libertad racional, es la expresión suprema
de la relación Dios‑Cristo, Dios‑Hombre. El amor no es realmente
relación entre dos cosas, entre dos
objetos, entre dos seres, sino
entre dos personas. Y el amor
libertad es precisamente lo que califica la persona como tal en su modo preciso
de existir y de obrar. Entre otras posibles consecuencias de esta amplísima
visión, será suficiente señalar que para Escoto, el amor‑libertad, el
amor‑donación, es la llave maestra para poder determinar teológicamente
la esencia y el valor de todas las
acciones de Cristo, que son respuesta de amor al amor Creante de Dios.
Es
evidente y queda fuera de toda discusión que Escoto transforma fundamentalmente
los diversos argumentos ya conocidos en pro de la independencia de Cristo en
relación al pecado. Especialmente los argumentos derivados del axioma
neoplatónico del Bien difusivo de sí y a los que se basaban sobre la
concepción de Cristo como perfección y corona del universo y de la humanidad.
Alejandro Hales hizo de ellos muy buen uso.
Escoto
rechaza y refuta absolutamente la idea que Cristo sea producido por las
exigencias impuestas por el bien difusivo de sí, que sea el resultado de la lógica del bien
que se debe expandir. No hay nada que sea tan contrario al pensamiento de Escoto
como este obrar necesario referido a
Dios y a su actividad. Si existe un modo de pensar que repugna a Escoto y que
contrasta diametralmente con su teología es el emanatismo físico‑naturalista,
impersonal, propio del platonismo. El obrar se divide, según Escoto, en dos
modalidades esenciales. El obrar naturalmente propio de las realidades infra‑personales,
obrar en base a movimientos instantáneos o recibidos del exterior; también el
intelecto es potencia que obra
naturalmente. El segundo modo de obrar el obrar libre competencia exclusiva
de la voluntad; es movimiento por autodeterminación, desde lo intrínseco. Esto
es lo que constituye el valor específico de la persona. Escoto no ceja en
declarar que la libertad divina es la única razón de la contingencia de la
creatura. Que la voluntad es por esencia libertad. Que la libertad es un modo
radicalmente diverso del obrar naturalmente. Basta recurrir a estas ideas‑fuerza
de Escoto para entender por qué y en qué medida rechaza la conocida
argumentación que se apoya sobre el bien difusivo
de sí, entendida como exigencia necesaria de comunicación en el sentido
neoplatónico.
A
raíz de un grave y gratuito desconocimiento de su pensamiento, frecuentemente
se presenta a Escoto como corifeo de un voluntarismo ciego. Según las
conveniencias se lo presenta como adherente del necesitarismo griego, con igual
ignorancia de su teología. Un autor escribe en relación al primado de Cristo: Postulado
como el primer contenido de los decretos divinos, en función de las exigencias
de la difusión del Bien supremo, la encarnación puede aparecer en el escotismo
como una especie de realidad metafísica, metahistórica, atemporal, de derecho.
Primer inteligible a interpretar en una lógica absoluta de la difusión del
Bien. Se ha comprendido a Escoto a partir de la lógica del Diffusivum sui.
Es difícil poder atribuir a Escoto, en una frase tan breve, tantas ideas
equivocadas y totalmente infundadas. Lo mínimo exigible es referirse al
pensamiento real de Escoto y no a una cómoda caricatura.
En
este punto el Doctor Sutil se diferencia por lo tanto de la Suma
Fratris Alexandri. No así San Buenaventura que presenta sus mismos
argumentos. En Escoto no encontramos traza de deducción a priori a partir de la
naturaleza divina y de su bondad esencial. Sus motivaciones, al contrario, se
apoyan todas en la libertad de Dios, y tienden a ilustrar la historia de
salvación como historia sagrada, vale decir como expresión de la libertad
divina. Este es un punto de importancia decisiva para ver como Escoto supo
encarar con precisión el problema y resolverlo de la única manera teológica
apropiada.
El
mismo destaque debe realizarse a propósito de los motivos de la tradición
precedente, fundada en la relación de la encarnación con el hombre y con el
universo. Argumentos que con justicia Buenaventura refutaba, porque destruían
la libertad divina, y porque deduciendo desde abajo la necesidad de la
encarnación, le negaban la sobrenaturalidad.
Afirmar
que la encarnación tiene como fin principal la perfección del universo y del
hombre implica incluir a Cristo dentro del universo y de la humanidad como sus
exigencias necesarias. Por lo tanto ‑observa correctamente San
Buenaventura‑ se encierra de algún modo a Dios dentro de la perfección
del universo y pone en la encarnación algún tipo de necesidad, al decir que no
es causa de la perfección de los demás [68][11].
La
afirmación de que Cristo fue querido, independientemente del pecado, como corona
del universo y de la humanidad, que tan frecuentemente se ha hecho pasar por
doctrina escotista, es un modo de ver diametralmente opuesto al suyo. En virtud
del principio base que el menos es ordenado en función de lo más según el
ordinate volens, se debe afirmar que el universo y el hombre son queridos en
razón de Cristo y no viceversa. O sea que Cristo no es corona o vértice del universo y del hombre, sino su fuente, su
término, su motivo de existir. Y no por exigencia apriorística deducible del
universo y del hombre, sino porque Dios quiere que todas las cosas estén
centradas en Cristo, y lo quiere libre y gratuitamente, en su propio designio
efectivo de salvación.
La
razón de la encarnación no radica
en la perfección del universo ni en la del hombre, y ni siquiera en la
perfección intrínseca del Hombre‑Dios, de Cristo; o en la gloria que
Cristo rinde a Dios. Tal razón solo ha de encontrarse en la libre voluntad de
Dios que libremente quiere comunicarse ad extra. La existencia de Cristo y de
todos los beneficios que tal existencia comporta para el hombre y para el
universo, derivan primeramente del amor libre de Dios y de Cristo, y en Cristo primer
querido se difunden hacia las demás creaturas.
Este
es el sentido profundo de las lapidarias afirmaciones de Escoto en el famoso
texto citado que traduce el ordinate volens:
Dios
se ama a sí mismo. Y amándose, Dios que se conoce infinitamente digno de amor,
quiere comunicar a los otros su amor. No por indigno interés, sino por amor
ordenado. Así quiere él ser amado por otro que lo ame con el máximo amor. Se
entiende de otro que esté fuera de sí pero al cual esté también
perfectamente unido.
La
historia de la salvación queda así sustraída a todo necesitarismo y
naturalismo y es aceptada en su valor esencial: fruto de la libertad creadora y
gratuita de Dios. Contemporáneamente, Jesucristo, producto supremo y
perfectísimo de tal amor‑libertad, aparece como centro‑fuente y
término de toda donación ulterior, de acuerdo a la relación del Esse‑Bonum
que guía racionalmente la voluntad moralísima de Dios, Ordinatissime Volens.
Escoto
se ubica en el punto exacto: para explicar la doctrina del primado de Cristo se
pone en la perspectiva de la historia de salvación. Además expone los
principios teológicos‑bíblicos fundamentales para comprenderlo e
ilustrarlo. Rompe un horizontalismo estrecho, refuta los argumentos
inconsistentes, abre el verdadero panorama de una cristología consecuente. La
noción de predestinación ‑con lo que implica de libertad divina y de
orden‑ es la puerta que le permite entrar en el edificio por el camino
justo.
Los
dos teólogos que han tratado con mayor profundidad el argumento del primado de
Cristo ‑M.J. Scheeben y el protestante K. Barth‑ demuestran el valor
decisivo de la perspectiva de Escoto. Por caminos e inspiración diversos
reproponen el problema de la misma manera y con idéntica amplitud de miras.
Justamente ambos ven en la doctrina del primado de Cristo la esencia misma y el
corazón de la revelación y de la doctrina cristiana.
La
predestinación de Cristo, con lo que implica, es el centro de la historia de
salvación. Es el principio y el término de todas las obras de Dios: todo orden
de las creaturas, todo don y realidad están centradas ‑por voluntad
divina‑ en Cristo. Creación y gracia, gloria, fe y teología son
cristológicas.
El
primado de Cristo se sitúa al interior de la misma densidad ontológica de
todas las realidades creadas, y en el valor salvífico que Dios produce en
ellas. Tal cosa no es ni exigido ni reclamado por el hombre o por el universo.
Tampoco, cualquier modo que fuese, se le impone a Dios en virtud de sus
atributos esenciales. Es así porque Dios ha querido libremente este orden
concreto. No se trata, pues, de saber lo que Dios podría haber hecho, sino de entender las líneas
fundamentales del plan efectivamente actuado por Dios.
Se
equivocan algunos manuales que afirman que Duns
Escoto, partiendo de la creación, intenta establecer una necesidad puramente
abstracta de la encarnación. Inclusive sin culpa original Dios se habría hecho
hombre, porque la unión con la humanidad hubiese sido necesaria para dar a la
obra de la creación perfecto acabamiento. Es totalmente errado por tres
motivos: primero, porque Escoto es el teólogo que más ha elaborado la doctrina
de la libertad de Dios ante la creación, eliminando toda forma de necesitarismo;
segundo, porque Escoto no habla nunca de la encarnación como perfeccionamiento
de la creación, sino que afirma exactamente lo opuesto; tercero, porque Escoto
no trata jamás de la cuestión en abstracto, sino que parte siempre del orden
actual concreto.
A
fortiori la encarnación no puede
estar determinada por el pecado. La misma noción de predestinación lo excluye,
y es incompatible con la racionalidad y moralidad del Ordinatissime
Volens que es Dios. A estas afirmaciones Escoto añade otros argumentos
secundarios, que son como corolarios.
Es
imposible sostener que la encarnación sea un bien ocasionado ‑por el
pecado o por el hombre‑ mientras que la gloria de los demás elegidos y
predestinados, ángeles y hombre, no es nunca ocasionada, sino querida
directamente por Dios antes de la
previsión de otros acontecimientos, antes de todas las cosas que están
ordenadas al fin.
Es
inverosímil e insostenible que Adán haya sido destinado a una gloria mucho
menor antes del pecado y a otra mayor después de la caída. En primer instancia
predestinado a la gloria sin Cristo. Después del pecado y a causa de él a la
gloria en Cristo, intrínsecamente más perfecta que la primera. Si Cristo fuese
sólo predestinado como redentor del pecado, debería alegrarse por la caída de
Adán, dado que debería la existencia a su pecado.
Ninguna
criatura es predestinada debido a la previsión del pecado ajeno (tantum
quia alius praevisus est casurus). En la hipótesis manejada sólo Cristo,
el mayor de los predestinados, se encontraría en esta singularísima y
humillante situación: posee, claro está, la propia predestinación a Dios,
pero premisa y requerida la caída de Adán como condición.
Algunos
teólogos ven en la exposición de Escoto una antropomorfización de Dios,
puesto que distingue un antes y un después en la
naturaleza simplicísima de su voluntad. El plan del Ordinate Volens supone que primero
Dios se ama a sí mismo, luego se ama
a sí mismo en provecho de los demás, después
quiere a Cristo, etc.
Esto
parece contradictorio con la simplicidad de Dios. Molina sostenía que por tal
razón han de ser desechadas las instancias de Escoto. Molina, ¡el teólogo de
la ciencia media, virtuoso inigualable
en atribuir a Dios momentos antecedentes, intermedios y consecuentes! Varios
teólogos tomistas siguen la opinión de Molina para quitarse de encima el
molestísimo argumento del Ordinate Volens.
Admitamos
‑escribe el P. Ciappi, O.P.‑ que el hombre actúe de acuerdo al
ordinate volens, queriendo primero el fin y luego los medios ordenados al fin.
De nuestra parte nos contentamos, con el Atquinate, de saber que en la voluntad
divina, al igual que su inteligencia, no hay prioridades de tiempo o volición o
causalidad, dado que allí es simultáneo.
¿Qué
teólogo ha negado alguna vez la absoluta simplicidad divina?. A pesar de lo
cual tomistas y molinistas se sirven hasta la exasperación de las instancias de
razón en la controversia sobre la predestinación y la gracia. Se admite
pacíficamente el recurso a las instancias de razón en los tratados de Dios
Trino y De gratia. Es necesario... si es que se quiere afirmar algo de Dios.
Pretender excluir las instancias de razón solamente a propósito de la
Encarnación da la impresión de eludir el argumento. Cuando el tomismo afirma,
por ejemplo, que la predestinación de Cristo presupone en Dios la previsión
del pecado hace también recurso a las instancias de razón.
La
necesidad de distinguir entre un antes y un después en el decreto divino deriva
de una realidad que supone un orden en el cual las distintas partes o elementos
están interrelacionados. Según se trate del orden lógico y ontológico
tendremos prioridades lógicas o causales‑ontológicas, y las dos
prioridades no siempre coinciden. Todo orden contingente depende de Dios, por lo
cual es necesario que la razón de ser del
orden de las cosas hacia el fin preexista en la mente divina, decía San
Tomás. [69][12]
Los
hombres estamos ligados, por nuestro modo de discurrir, a las categorías de
tiempo y espacio. Por eso traducimos frecuentemente según prioridades espacio‑temporales
nociones que están más allá del tiempo y del espacio.
Decimos
que la causa está antes del efecto, por más que la relación causal de por sí
no implica temporalidad. El antes no
sirve solo para designar el modo de relación entre dos términos. Cuando
decimos que Dios existe antes que el mundo empleamos una expresión temporal
para expresar una relación cualitativa causa‑efecto, sabiendo bien que en
Dios no hay tiempo. Distinguir un antes
y un después en la voluntad o en la inteligencia de Dios no implica
antropomorfizar a Dios. Solo pretende expresar el orden de causa‑efecto
que existe entre las cosas en cuanto éstas tienen su origen en Dios.
Es
indispensable distinguir el orden lógico del orden ontológico para apreciar
correctamente la solución de Escoto acerca del primado de Cristo y para superar
muchas dificultades de las objeciones. El orden lógico concierne al ámbito de
la pura posibilidad: el perfecto es anterior al menos perfecto, el simple anterior del compuesto, etc.
La
prioridad lógica no es temporal, sólo es racional. En el orden ontológico, a
la inversa, la causa es anterior al efecto. El ser mayor anterior al menor. Por
más que sea formulada con terminología propia del ámbito espacio‑temporal
la prioridad ontológica no es reducible al tiempo‑espacio. Abrahán, por
ejemplo, es anterior a Isaac, porque es su padre. Pero Abrahán existe en Dios
eternamente, no temporalmente como causa de Isaac, y por esa razón decimos que
quiere primero a uno y luego a otro, sin por ello introducir temporalidad en
Dios.
San
Francisco de Sales escribe inequívocamente a propósito de tales instancias de
razón escribe nítidamente San Francisco de Sales:
Teniendo
en cuenta el orden de la voluntad, cuando digo que Dios ha visto y querido
primero una cosa y luego otra, es evidente que entiendo que en El todo sucede en
un único y simple acto de voluntad. Sin embargo, no es menos verdadero aplicar
a Dios el orden, la distinción, la dependencia de las cosas, como si se
hubiesen sucedido varios actos de su inteligencia y voluntad. Cuando una
voluntad recta se determina a querer diversos objetos, ama más al que es más
amable. Consecuentemente la soberana providencia de Dios, en el designio eterno
de todo lo que habría de producir, primero quiso y amó como preferencia y
excelencia al más amable objeto de su amor, nuestro Salvador. Y luego, por
orden, las demás creaturas, según que pertenezcan en menor grado a su
servicio, honor y gloria. [70][13]
Otro
presupuesto que no podemos dejar de lado para entender el pensamiento de Escoto
es la bien conocida distinción ente el ordo
intentionis y el ordo executionis.
Ambos miran al concretísimo orden de salvación querido por Dios, pero desde
puntos de vista diversos. El orden de la intención no se refiere, como algunos
quieren hacer creer, al mundo de los puros posibles, así como el Orden de la
ejecución se tendría que referir sólo al ámbito de la realidad. Al
contrario, los dos son momentos del mismo orden concreto.
Siguiendo
el ejemplo de San Pablo [71][14],
el plan divino de salvación puede ser considerado como designio de Dios en su
actuar ordenadamente en el tiempo. Es la actuación gradual del designio de Dios
en la historia sagrada. Solo al final, en la escatología, el orden de la
ejecución realiza totalmente el orden de la intención.
El
conocimiento del orden de la intención es de extrema importancia para conocer y
valorar el orden de la ejecución, en cuanto revela sus líneas, su sentido. El
Plan global que influye en las diversas partes, en cada uno de sus momentos
puede ser entendido correctamente sólo desde el todo que los conduce.
El
Orden de la intención del plan de salvación no puede ser deducido de la
noción de Dios, del hombre, o del universo, porque es un acto libre de Dios. Lo
podemos entrever solamente por la revelación y de lo que se nos manifiesta a
través del mismo orden de ejecución. La historia sagrada ha llegado a su
término en Jesucristo, a pesar de que aún no ha producido todos sus efectos.
El ésjaton, en el cual se conjugan los dos órdenes, nos permitirá conocer el
orden de la intención del modo más apropiado. El punto terminal de la historia
sagrada nos proporcionará el criterio y la medida para valorar las partes
individuales de la misma historia. Será la llave para leer exactamente cada uno
de sus momentos.
El
ésjaton consiste, según la revelación, en la participación de las creaturas
en la vida eterna como miembros del cuerpo de Cristo. Consiste en ser
introducido como hijos en el Hijo en
la koinonía de las personas divinas. Tal es el plan de salvación en su
realización terminal. Partiendo de Cristo, centro y principio global de
salvación podemos entender las grandes líneas del plan divino y percibir el
valor de cada uno de los momentos de la historia sagrada en su relación al todo
que es Cristo.
Jesucristo
es el primero en el orden de Ser (in
ordine essendi) del plan de salvación. Es también el primero en el orden
de conocer (in ordine cognoscendi). Es el supremo principio de inteligilibidad
de todas las cosas: del universo, del hombre, de la gracia y de la gloria. En el
Orden concreto querido por Dios no es posible, fuera de Cristo, una teología de
las realidades creadas o una teología de lo sobrenatural. Es solo cuestión de
no olvidar nociones teológicas muy comunes. Las recordamos porque el
pensamiento de Escoto es frecuentemente mal comprendido por no tenerlas en
cuenta.
Las
consecuencias fundamentales de la perspectiva y de la solución de Escoto al
problema del primado de Cristo aparecen especialmente en torno a las cuestiones
capitales de la unidad del plan de salvación y de la relación entre bondad y
justicia divina. Afirmando la unidad y la irreversibilidad del plan divino de
salvación que tiene en Cristo su centro, Escoto supera y resuelve el dualismo
de la solución de San Buenaventura y de San Tomás.
No
existen dos órdenes de salvación: uno antes del pecado, que no incluía a
Cristo, y otro, después del pecado, que se centra en Jesucristo. Este no puede
haber llegado a ser la cabeza de un universo pre‑existente y ya finalizado
inclusive en el plano sobrenatural. El es cabeza de todas las creaturas desde el
inicio del designio Divino. No sobreviene, no se inserta tadíamente sino que
preside el origen de cada cosa. La fractura ocasionada por el pecado no es
decisiva en el sentido que cambie el plan divino. No es ruptura total: permanece
siempre la orientación sobrenatural en Cristo.
Cristo,
según la voluntad predestinante de Dios, es inconmovible fundamento de la adopción
‑como la llaman los Padres latinos‑ o de la divinización ‑como
prefieren designarla los Padres griegos‑ desde el inicio de las obras de
Dios: ninguna creatura, o acción de la creatura puede hacer ineficaz, mutable,
reversible, el plan divino. La Escritura enseña siempre que Dios es fiel, para
subrayar la infalible ejecución de su designio.
Es
inconcebible pensar cómo un orden ya constituido y finalizado puede ser
substituido por otro con un fin diverso sin implicar una ruptura metafísica
entre el antes y el después. Jesucristo no puede llegar
a ser, devenir, un fin nuevo sin implicar una nueva creación, al menos si
queremos dar al término fin su
verdadero valor.
Jesucristo
no es solamente el centro del reditus,
del regreso de las creaturas a Dios, como quieren San Buenaventura y San Tomás.
Es también el principio y centro del exitus
a Deo. No solo quien nos conduce a Dios, sino también aquel en el cual
salimos de Dios. La vuelta a Dios en Cristo ‑asumida en su real valor‑
postula necesariamente también el salir en Cristo de Dios. La Sagrada Escritura
‑especialmente San Pablo‑ enseña claramente que todas las obras de
Dios ad extra están regidas por Cristo en todo momento y en todo
sentido. El momento terminal, es ésjaton, lo revela sin duda alguna. Por eso es
que la creación no es una premisa cristiana. Todo es, ya desde el inicio,
cristológico y cristocéntrico.
Es
la superación de un pensamiento inconsecuente que tiende a desplazar a Cristo
hacia el margen. La voluntad divina sustituye a la metafísica. La formulación
hipotética queda superada. El motor o motivo del obrar es intrínseco a la misma libertad.
Para
Escoto libertad no es pura indeterminación, y ni siquiera solamente
autodeterminación. Esto equivaldría a indiferencia o espontaneidad irracional
y por ende incompatible a la persona en cuanto tal. La libertad es
autodeterminación por el bien, decisión autónoma por el bien: es obrar
sumamente moral. La noción‑realidad del bien es constitutivo esencial de
la libertad. La voluntad jamás es movida desde
fuera: no es movida, se mueve por autodecisión, porque de lo contrario no
sería ya voluntad‑libertad.
La
relación de la voluntad al bien puede ser considerada bajo dos aspectos: como
bien distinto de la voluntad, exterior a ella, y por eso como bien a conseguir :
en este sentido es término de la voluntad y no causa de la volición.
O
como bien querido por sí mismo, en cuanto bien o sumo bien. Tampoco en este
caso puede ser motivo de la voluntad
de Dios. No podemos concebir un bien que le sea externo
y que la determine a obrar. Un bien cuya consecución completaría la persona
que realiza el acto volitivo. Nada hay que pueda ser para Dios un bien a
conseguir, siendo él el bien por excelencia.
No
puede existir ningún moviente intrínseco capaz de atraer la voluntad divina:
no existe ningún motivo para su
obrar. La voluntad moralísima de Dios ama y quiere únicamente como donación,
como comunicación. En este proceso de donación, la voluntad actúa en armonía
con el Bien y la Sabiduría absolutas que están en su naturaleza infinita. Es
el Ordinatissime Volens.
Debe
existir, pues, una ratio sapientísima que guía su querer
ad extra, pero nunca un motivo de la creación. La noción bíblica de la
centralidad absoluta de Cristo, es una de las conquistas más relevantes, ricas
y bíblicas de la teología de Escoto, e inclusive de toda la teología.
El
presupuesto de la encarnación no es el pecado, la redención, sino el amor
libre de Dios. El efecto fundamental de la encarnación en relación a los
hombres es la elección sobrenatural, la adopción o divinización en Cristo. No
es la reparación o restitución de una alienación histórica, de un acto
pecaminoso, sino la orientación total originaria de la humanidad entera. No es
la superación de una deficiencia de orden moral, sino la elevación
sobrenatural y la superación divina de la deficiencia metafísica del hombre, por la cual de pura creatura
ha sido hecha hijo adoptivo de Dios en Cristo, partícipe de la misma vida
divina.
En
esta diferente perspectiva, o la superación de la deficiencia moral, o la
superación de la deficiencia metafísica de la creatura, es que las dos
concepciones evidencian su diversidad profunda. Para la primera Cristo es
solamente medio para el retorno, con
todo lo que eso implica de marginalidad y de ocasionalidad. Para la segunda
Cristo es el centro de la salida y del retorno a Dios, Camino, Verdad y Vida,
con todo lo que ello comporta. Es el primado universal de Cristo en su
significado bíblico y teológico.
El
actual y concreto orden de salvación en Jesucristo aparece esencial y
primariamente como orden del amor, entendiendo por esto la comunicación
gratuita, libre e incondicionada de la vida divina en Jesucristo.
El
Ordo amoris que preside la obra de la encarnación nos conduce a la
consideración de otro de los aspectos importantísimos de la solución
escotista al problema del primado de Cristo: la relación entre encarnación y
redención.
A
esta altura es claro que para Escoto la redención está enmarcada dentro del
gran cuadro de la encarnación. Es uno de sus momentos. Contrariamente a cuanto
afirman San Buenaventura y San Tomás, la encarnación no está en función de
la redención sino exactamente al revés.
La
divinización‑adopción en Cristo, que significan esencialmente la
superación de la deficiencia metafísica del hombre, no postulan como punto de
partida el pecado, sino la finitud falible del hombre. La liberación del pecado
es por eso un momento posterior, un caso en el cual se aplica la función
divinizante de la encarnación. Dado que, por el pecado, el hombre ya no es
finitud falible, sino falibilidad actuada en el obrar. Sin embargo este hecho no
cambia el sentido y la dimensión fundamental de la encarnación. Para el mismo
Cristo la muerte tiene el valor de pasaje a la resurrección. Es la encarnación
en su devenir, en su desarrollo histórico en vistas a alcanzar el esjaton, la
plenitud. Es el actuarse de la encarnación como historia.
Desde
esta perspectiva Escoto critica los mismos fundamentos y revierte el
hamartiocentrismo de San Anselmo, de influencia decisiva en la teología
posterior.
Abordando
el argumento de la redención, Escoto expone primero la sintética teología
anselmiana del Cur Deus Homo y la condensa en cuatro postulados, Según San
Anselmo:
Primero
|
hay que afirmar que fue necesario redimir al Hombre
|
Segundo
|
que no pudo ser redimido sin la satisfacción.
|
Tercero
|
que la satisfacción
tenía que ser hecha por un Dios-Hombre.
|
Cuarto
|
que el modo más conveniente fue por medio de la pasión de
Cristo. |
Escoto
niega el carácter necesario de las cuatro conclusiones. En la redención, como
en la encarnación, el principio es siempre el Orden
del amor de Dios, y por lo tanto el de la libertad y de la gratuidad, nunca
el de la necesidad. En la muerte de Cruz se debe manifestar la libre actuación
del camino histórico de Cristo, sin una determinación desde abajo. Es
solamente la soberana voluntad de Dios ‑libremente cumplida por Cristo‑
quien decidió la serie de sucesos de la salvación:
Todas
las cosas que fueran hechas por Cristo en relación a nuestra redención no
fueron necesarias, a no ser que presupongamos la ordenación divina que así lo
haya mandado. Por lo cual sólo con necesidad de consecuencia fue necesario que
Cristo padeciera. Sin embargo el todo fue simplemente contingente (Contigens
simpliciter), tanto de modo antecedente como consecuente.
[72][15]
Escoto
comprende correctamente los aspectos negativos de la solución anselmiana a la
vez que repropone el motivo central de la suya propia. El plan de salvación,
obra exquisitamente libre de Dios, no admite ningún tipo de necesidad, y menos
aún un tipo de necesidad impuesta por la culpa del hombre. La ordenatio divina
es la única fuente. La existencia de Cristo, su vida y su muerte, son efectos
del amor libre, no dictados de la lógica
del pecado‑satisfacción. Escoto excluye, desde su misma raíz toda forma
de necesitarismo, sea cual fuere. La voluntad se mueve, jamás es movida desde
el exterior, particularmente la voluntad divina.
No
existe ninguna lucha o tensión entre el Orden del Amor y el Orden de la
Justicia. Este es la expresión del Orden el Amor. No existe justicia que exija
de modo necesario, con la muerte del Hombre‑Dios, satisfacción. Siempre
en toda circunstancia será la intervención libre de Dios ‑y como
respuesta la de Cristo‑ la única llave y el sólo punto de vista correcto
para entender la ratio del plan de salvación. Inclusive la modalidad concreta
de la encarnación, la vida sufriente y la muerte en Cruz han de ser juzgadas y
entendidas en el marco del Orden del Amor. De aquí nace nuestra filial
admiración y reconocimiento hacia el designio divino:
El
hombre podría haber sido redimido de otro modo. A pesar de lo cual, Dios lo
redimió así, por su libre voluntad. Mucho le debemos, y mucho más que si su
obrar hubiera sido necesario y no hubiéramos podido ser redimidos de otro modo.
[73][16]
Escoto
opone siempre su respuesta fundamental a toda la argumentación anselmiana en
base a la necesidad. No es la necesidad sino la libertad divina la que campea
por doquier. El orden del amor resplandece y aparece siempre. El Orden de la
justicia está dentro del primero, y de él es una manifestación admirable, no
una oposición.
¿Cómo
juzgar el hamartiocentrismo de San Anselmo con el antropocentrismo derivado, y
la tensión entre bondad y justicia divina, originada por el pecado, tensión
que sólo la muerte del Hombre‑Dios puede aplacar, y que por lo tanto debe
aplacar, porque estamos ante atributos divinos?
Concluye Escoto:
Si
queremos salvar a Anselmo digamos que todas sus razones se aducen presuponiendo
la ordenación divina que así determinó que el hombre fuese redimido; (...)
porque no existió ninguna necesidad. [74][17].
Para
salvar a Anselmo hay que abandonar su hamartiocentrismo y el consecuente
necesitarismo y poner siempre al origen y como razón de todo la libertad
divina, el Orden del Amor. ¿Qué queda entonces, de la perspectiva y de la
literalidad del Cur Deus Homo? Sea
como fuere, la de Escoto es una concepción radicalmente opuesta a la de San
Anselmo y a la de sus seguidores.
Con
estas acentuaciones Escoto rechaza totalmente la concepción anselmiana porque
es incompatible con el primado de Cristo y el Orden del Amor que lo fundamenta,
porque es incompatible con el plan de salvación. El mundo de Escoto es el
bíblico de la libertad: excluye cualquier tipo de necesitarismo y por lo tanto
se ubica como alternativa radical a la concepción naturalística o
intelectualista del pensamiento griego.
Escoto
da una solución clara y profunda al problema del primado. El tema es conducido
a sus verdaderas raíces y encarado en su justa dimensión. Jesucristo, en el
orden actual y concreto de la historia de salvación, es el primer predestinado
y por lo tanto causa ejemplar, eficiente, final ‑para usar de la
terminología aristotélica‑ de la elección y de la predestinación de
todas las creaturas: Jesucristo no está en función de las creaturas sino
viceversa.
Se
repetía continuamente que a tal solución se oponen las
Autoridades de la Escritura y de los Padres. San Buenaventura y San Tomás
estaban persuadidos que la Escritura enseñaba que el Hijo de Dios
por nosotros y por nuestra salvación descendió de los cielos, excluyendo
toda argumentación en contrario. Aceptar que el
Verbo de Dios no se hubiese encarnado sin que el hombre hubiese caído es
para San Buenaventura más acorde con la piedad de la fe. Porque es más
coherente con las autoridades de los Santos y de la Sagrada Escritura. Para San
Tomás en todos los pasajes de la
Escritura se asigna al pecado del primer hombre la razón de la encarnación.
Escoto
responde que, sin duda, tales autoridades
testifican un hecho revelado. Pero no es lícito extender sus enseñanzas más
allá del hecho mismo. No es legítimo hacer de una proposición asertiva una
proposición exclusiva, porque caeríamos en un paralogismo que nos conduciría
continuamente al absurdo. Una cosa es afirmar que el Verbo Encarnado se encarnó
para redimirnos, otra es decir que se encarnó solo para redimirnos.
Todas
las autoridades pueden resumirse así: Cristo
no hubiese venido como Redentor, a no ser que el hombre pecase, y quizá lo
mismo pueda decirse de la pasibilidad. [75][18]
El
Doctor Sutil recurre a la distinción ya conocida por San Buenaventura y San
Tomás entre la substancia de la encarnación y su modalidad pasible. La
substancia es predestinada antes de toda creatura y a fortiori antes del pecado.
La modalidad, en cambio, es querida por Dios después de la previsión del
pecado.
En
esta respuesta de Escoto ‑retomada luego por casi todos sus discípulos‑
destacamos algunas afirmaciones. En primer lugar Cristo no hubiese venido en cuanto
Redentor a no ser que hombre cayese. En segundo lugar: la redención no
hubiese tenido lugar si el hombre no hubiese pecado.
Parece,
pues, evidente que para Escoto redimir y liberar del pecado son sinónimos.
Aquí concuerda con la mentalidad de la teología del tiempo. Admitido lo
anterior, la conclusión se impone evidente: la modalidad de la pasión, en la
encarnación, debe ser querida por Dios después
de la previsión del pecado. Y aún más, si es que la pasión y la muerte de
Cristo, al menos de hecho, son queridas a causa del pecado, el sentido primero
de la muerte de Cristo es expiatorio‑satisfactorio.
Aquí
Escoto se enrola en la tradición anselmiana. Pero encontramos otro elemento que
vuelve a diferenciarlo: la pasión y la muerte de Cristo están ligadas a la
reparación del pecado libremente de parte de Dios. Nos proceden de una
necesidad de satisfacción de condigno por la culpa, como pretendía San Anselmo.
Cristo
no hubiese venido como Redentor si el hombre no hubiese pecado, quizá lo mismo
se haya de decir de la modalidad pasible.
La pasibilidad no fue exigida por la encarnación, la cual es también posible
sin incluir la pasibilidad. Pero ni siquiera el pecado la postula
necesariamente. Porque, prescindiendo del pecado, la pasibilidad no es
incompatible con la encarnación. Escoto afirma que si no existiese el pecado
quizá la encarnación hubiese sido impasible, pero no necesariamente. La
pasibilidad es, pues, una modalidad querida libremente por Dios como remedio del
pecado. Pero de ningún modo impuesta desde abajo, porque aún sin el pecado
Dios podía querer una encarnación pasible. Aunque es más probable que en esta
hipótesis hubiese sido impasible.
De
nuevo aquí Escoto se opone a toda forma de necesitarismo de tipo Anselmiano. El
amor del Padre haría posible una reparación de condigno por el pecado aún si
Cristo fuera impasible. No solamente la encarnación es totalmente gratuita, lo
es también la pasibilidad y la muerte de Cruz.
Todas
las cosas que hizo Cristo acerca de nuestra redención no fueron necesarias sino
presupuesta la ordenación divina.
El
amor libre de Dios preside todo momento y toda modalidad de la historia de
salvación. Se puede pensar que Dios haya querido la modalidad de la pasibilidad
de Cristo, su muerte en Cruz, para revelar mejor su amor, y no por necesidad
objetiva de una reparación de condigno, que puede ser también realizada de
otros modos:
Para
acicatear nuestro amor hacia él, según creo, hizo estas cosas: porque quiso
que el hombre estuviese más agradecido a Dios. Está siempre presente el gran
tema del amor como razón última de todo.
El
nervio de la demostración de Escoto contra las bien conocidas razones
anselmianas, que fueron luego las de tantos teólogos posteriores, radica en
ésta consideración fundamental: Para que Cristo redima al Hombre mediante su
muerte no concurre ninguna otra necesidad fuera de la necesidad de consecuencia,
es decir supuesto que Dios haya ordenado tal modo de redención.
Por
ejemplo: si corro, me muevo; tal es la necesidad de consecuencia. Tanto el
antecedente como el consecuente son simplemente (simpliciter) contingentes,
tanto el correr como el moverme. Análogamente fue contingente que Cristo
padeciera la muerte, así como contingente fue la previsión de que hubiera de
padecer. No concurre ninguna otra necesidad fuera de la de consecuencia. Si
previó que habría de padecer, padecerá, quedando como contingentes tanto el
antecedente como el consecuente.
Donde
hay contingencia es decir en todo lo que no es Dios, debemos poner la libertad
divina como causa y principio resolutivo último, nunca la necesidad. Porque
ninguna causa de otra causa puede exonerar de la contingencia. A no ser que
pongamos la causa primera como causa inmediata que actúa de modo contingente.
Es este punto Escoto se aparta notablemente de San Tomás.
La
doctrina de Escoto a propósito de la relación entre redención y pecado es muy
clarificadora.
La
tradición Anselmiana, adoptada por Santo Tomás, afirmaba que la encarnación
era necesaria en la hipótesis que Dios haya querido una satisfacción de condigno
por el pecado. Dice el mismo San Tomás el pecado cometido contra Dios tiene
cierta infinitud, a causa de lo infinito de la divina majestad: la ofensa es
tanto más grave, cuanto mayor es aquel contra el cual se delinque [76][19].
Por tal motivo ninguna pura creatura es capaz de dar a Dios una satisfacción de
condigno por la culpa del pecado. En caso de Dios querer una satisfacción de
condigno debe querer un Hombre‑Dios.
Escoto
rechaza, y por varias razones, esta manera de ver el problema. El pecado no
reviste una infinita gravedad. Una pura creatura, dotada por Dios de suma
gracia, podría satisfacer de condigno por el pecado, en caso de Dios haber querido escoger
esta solución. La conexión entre redención por obra de Cristo y el pecado es
extrínseca y depende de la pura voluntad de Dios; no es postulada por ninguna
exigencia intrínseca, y ni siquiera por la hipótesis de la satisfacción de
condigno.
La
redención, como la encarnación, es pura manifestación del amor de Dios: Todas
las cosas que han sido hechas por Cristo en orden a nuestra redención no fueron
necesarias, a no ser que presupongamos la ordenación divina que así lo haya
establecido. Solo con necesidad de consecuencia fue necesario que Cristo
padeciera. La obra global fue simpliciter contingente, tanto lo antecedente como
la consecuente [77][20].
En la obra de Escoto el Orden del amor es verdaderamente dominante en todo
instante de la vida de Cristo, todo es expresión del amor gratuito y libre de
Dios y del amor de Cristo.
Algunas
observaciones nos harán percibir algunas incongruencias, acentuadas por sus
seguidores, con los principios ya expuestos sobre el primado de Cristo. Es
óptima y totalmente pertinente la observación básica que jamás se debe hacer
de una afirmación asertiva otra exclusiva. Si bien la Escritura enseña que el
Verbo se encarnó para salvarnos y redimirnos, no podemos concluir sin más que
se encarnó solamente por tal motivo. Ni siquiera principalmente por él. Tanto
San Buenaventura como San Tomás, quiénes consideraban su sentencia más
probable que la contraria, confiesan implícitamente que no existen enseñanzas
reveladas categóricas y de valor exclusivo para la propia opinión.
La
enseñanza indudable del primado absoluto de Cristo por parte de la Escritura
nos induce más bien a considerar las afirmaciones concernientes a la redención
en su contexto más amplio y capital, tal como lo hace Escoto.
Sin
embargo, no parece totalmente armónica con el primado de Cristo la distinción
entre substancia de la encarnación, querida antecedentemente de la previsión
del pecado, y su modalidad pasible, decretada después de la previsión del
pecado. ¿No se hace así depender la obra máxima de Cristo del pecado del
Hombre? Lo que había sido expulsado por la puerta se mete por la ventana. Si
Cristo no está subordinado al pecado en el ser, ¿no lo aparece en el obrar?
Escoto,
a diferencia de tantos discípulos suyos, subraya con total energía la gratuita
disposición divina en el querer la muerte de Cristo. Esta no es requerida como
condición necesaria para redimir el pecado. Es modalidad que expresa de modo
maravilloso el amor de Dios y de Cristo. De modo que el vínculo entre la
posibilidad y pecado es reducido al mínimo. El pecado es simplemente una
conditio sine qua non, y no causa de la pasibilidad y de la muerte. Pero el
vínculo permanece y es una sombra en la doctrina del primado.
No
sin razón los tomistas siempre han puesto graves dificultades frente a la
distinción entre substancia y modalidad. Dios quiere la encarnación de modo concreto y
determinado con un acto único, como substancia y como modalidad. No se puede
admitir que Dios haya querido primero la substancia de modo indeterminado y
luego de la previsión del pecado haya determinado el modo concreto. La primera
volición indeterminada es incomprensible e inoperante. O bien se deberá decir
que Dios quiso a Cristo impasible (substancia y modo) y que luego de la
previsión del pecado cambió la modalidad (pasible). Pero esto es absurdo y
equivaldría admitir lo que Escoto quiere excluir a toda costa: una
determinación desde abajo que se refleja en Cristo.
Los
tomistas concluyen correctamente que se deberá admitir que la predestinación
concierne, tanto a la substancia como a la modalidad, como acto único eficaz.
Si Cristo es querido antes del pecado, se debe decir que fue querido como Cristo‑Redentor.
Admitida ésta premisa exacta concluyen que, dado que la redención supone el
pecado, es necesario afirmar que Cristo fue querido por Dios después del pecado
y por el pecado. Esta deducción cuestiona la doctrina certísima del primado, y
es refutada decididamente por Escoto.
Debe
haber un punto oscuro, equivocado, que esté causando la aparente
insuperabilidad de las dos posiciones. La misma perspectiva de Escoto genera
incongruencias y contrastes, y nos parece que el punto oscuro está ubicado en
la noción de redención.
Redimir
equivalía exclusivamente a liberar el pecado. Las sucesivas controversias con
el pensamiento protestante agudizaron en las respectivas escuelas respectivas
tal persuasión de fondo. De allí nacen las oposiciones insalvables.
Escoto,
con intuición de genio, había logrado desbloquear el pensamiento teológico en
relación a la Concepción Inmaculada de María. Esto parecería chocar, en un
callejón sin salida, con la noción de la redención universal de Cristo.
Escoto introduce el concepto de redención perfecta y allana el camino desarrollando y profundizando
la idea que parecía obstáculo insuperable.
En
la doctrina del primado de Cristo la noción de redención sigue siendo el
obstáculo fundamental. También aquí Escoto tuvo la genialidad de ubicar la
relación de los hombres con Cristo en la dimensión ontológica más que en la
dimensión moral. La elección, la adopción o divinización de los hombres en
Cristo, es el significado primero y fundamental de la encarnación y no la
reparación de una alienación operativa. Estamos ante el problema de la
superación de la deficiencia metafísica de la creatura, antes y mucho más que
de la superación de una deficiencia orden moral.
El
Doctor Sutil echó las bases para profundizar y liberar la excesivamente
estrecha noción de redención. Pero
en éste punto no llegó a una formulación límpida, explícita, decisiva, tal
como había hecho para la Inmaculada. Esta sombra, agravada por sus secuaces,
pesará durante siglos sobre la solución al problema del primado de Cristo.
La
exposición esquemática de la peculiar articulación del pensamiento de Escoto
nos ha hecho avizorar inmediatamente la profunda originalidad de su teología
sobre el primado de Cristo. En este tema es realmente pionero. Tanto por la
novedad de la perspectiva, como especialmente por el horizonte vastísimo en el
que sitúa el problema.
Quiénes
trataron el tema antes que él no lograron verlo dentro del amplio espectro
propio de tal doctrina, y por ende no pudieron sustraerla a cierta marginalidad.
Ubicaron el Primado dentro de las premisas de la encarnación, como elemento
casi ajeno al misterio en sí mismo. Para Escoto en cambio, el problema atañe a
toda la cristología. Constituye la concepción‑base de todo el misterio.
La
noción de predestinación como elección y realización del plan divino de
salvación es la llave de su perspectiva y de su solución. La predestinación
en vista en su concretez y actualidad de libre donación divina, de
participación voluntaria de la vida divina.
La
concepción rigurosa de la libertad como modalidad esencial de la comunicación
divina es la condición fundamental para comprender como la donación es acto de
amor personal y no pura necesidad natural.
Partiendo
de la idea de predestinación en el sentido pleno que tiene en la Sagrada
Escritura, Escoto la identifica radicalmente con la predestinación de Cristo.
Queda así perfectamente clara la razón fundamental del primado universal de
Cristo. A la vez que se constituye en el corazón mismo de toda la teología, en
lugar de aparecer como una de sus tesis marginales. Porque Cristo es centro,
manantial, término del plan divino de salvación y por lo tanto de todas las
obras de Dios ad extra.
El
Padre J. Bissen ofm. observa justamente a éste propósito:
Esta
cuestión de la predestinación de Cristo puede ser considerada o en sí misma o
en conjunción con la encarnación. Del primer modo es tratada por Alejandro de
Hales, San Buenaventura y San Tomás, y no aparece que en éstos autores se
establezca especial relación de un asunto con otro. Del segundo modo la
encontramos en Pecham y especialmente en Escoto, quien se pregunta abiertamente
sobre el motivo de la encarnación como cuestión secundaria en relación a la
principal de la predestinación de Cristo. [78][21]
La
consecuencia fundamental de tal modo de encarar el problema del primado de
Cristo es el predominio absoluto del Orden del Amor sobre el Orden de la
Justicia. La predestinación es un acto libre, gratuito de Dios, procede de su
iniciativa soberana y es manifestación sobrenatural de su bondad. Es por lo
tanto incondicionada e independiente de las creaturas, es fruto gratuito de su
amor que quiere comunicarse. Expresión perfecta del amor comunicante de Dios
que es Jesucristo, quien se manifiesta como el sumo amante entre aquellos seres
que son distintos de Dios. Es respuesta excelsa del amor donante de Dios.
Si
en la raíz de la predestinación está el amor infinito y gratuito de Dios, en
el centro del ser ‑término máximo de tal amor fecundísimo‑ está
el amor reflejo y respuesta al amor de Dios. Se trata, pues, de una verdadera
metafísica del amor que no excluye la metafísica del ser, sino que la incluye
y engloba en el modo perfecto del ser que es la persona. Al amor divino ‑la
realidad más sublime de la vida infinita que es Dios‑, corresponde en
Cristo el amor como punto focal máximo. Esta visual nos abre un horizonte
amplísimo y nos proporciona el principio fundamental para captar el sentido, el
valor fundamental y la dimensión dominante de la vida de Cristo: de su pasión,
de su muerte, de su resurrección.
Todo
hamartiocentrismo y todo antropocentrismo queda así descartado de raíz. El
centro y el alma de la actividad y de la vida de Cristo es el amor hacia el
Padre. Este es el valor determinante, de modo que nociones tales como expiación
y satisfacción, deben ser comprendidas como aspectos muy reales pero
secundarios y derivados del dominante y frontal. Lo mismo podemos afirmar de las
nociones de muerte sacrificial y reparación. Tienen que ser leídas y
entendidas dentro del cuadro absolutamente preeminente y determinante del amor
de Cristo como respuesta al amor gratuito y creativo del Padre. En resumen: el
Orden de la Justicia no es independiente y ni siquiera paralelo al Orden del
amor, siendo solo uno de sus aspectos derivados.
No
se puede hablar, en rigor de términos, de un motivo o causa de la encarnación,
sino solamente de su razón. En efecto, el amor de Dios es soberano y creativo:
no ama lo que encuentra amable, como sucede entre las creaturas. Produce lo que
ama, porque Dios no depende de cosa alguna.
San
Tomás hace ésta observación de fundamental importancia para entender la
naturaleza del amor de Dios:
Nuestra
voluntad no es causa de la bondad de las cosas, al contrario, se mueve por ella
como hacia un objeto. El amor con el que queremos a alguien no es causa de su
bondad, al contrario, sea verdadera o solo estimada, es ella la que provoca el
amor con el cual queremos, y con el que queremos conservar el bien poseído y
alcanzar el aún no habido: con éste fin obramos. Pero el amor de Dios es el
que infunde y crea la voluntad en las cosas. [79][22]
No
hay, pues, un motivo de la
encarnación, sino solo una razón. Es
decir, una explicación e inteligibilidad interior, que consiste precisamente en
el ser comunicación suprema del amor libre y omnipotente de Dios. Donde hay
libertad no puede coexistir un moviente externo, una causa exterior que
determina y mueve, porque en tal caso quedaría destruida la libertad. El plan
de salvación es historia y no metafísica.
De
los dos principios y consideraciones principales señaladas se desprende una
tercera afirmación fundamental: hay una cierta jerarquía entre las creaturas
fundada en su grado de ser ‑natural y sobrenatural‑, el cual es
consecuencia y término de la predestinación de Dios y de su amor creativo.
Esto vale particularmente para los seres que son personas (Cristo, ángeles,
hombres), en cuanto son capaces en sentido pleno del orden sobrenatural.
En
virtud de tal jerarquía la Sagrada Escritura nos dice que el hombre, como
imagen de Dios, es rey y centro de las creaturas. No solo por el dominio que
ejerce sobre ellas, sino porque en el hombre existen realizados todos los
valores de las demás creaturas, amén de los valores de persona‑libertad
que lo distinguen. Cristo es Hombre‑Dios, valor supremo fuera de Dios en
sí mismo y por lo tanto es centro y fin de todas las demás creaturas.
Su
persona divina hace que Cristo sea el valor supremo de todas las demás personas
creadas y que su amor sea manantial, norma y vida de todos los demás amores.
Así como el universo es un reflejo del hombre, así todas las creaturas son un
reflejo de Cristo. Es él su arquetipo, el primogénito, el motivo y el fin. De
él reciben su sentido último. La respuesta del amor de Cristo es fuente de
toda otra respuesta creada. Por lo cual Cristo, cual primer predestinado, es
primero en todo orden y bajo todo aspecto. Nunca puede estar condicionado desde
abajo, porque él es siempre condicionante y dominante.
La
perspectiva y los principios apuntados conducen a conclusiones vastísimas, que
pueden ser resumidas de este modo:
1.-
Puesto
que Cristo posee un verdadero primado universal, debemos afirmar que no solo el
reditus in Deum es cristocéntrico, sino vigor y motivo lo es el exitus a Deo.
2.-
El
orden de salvación es único y tiene a Cristo en su
centro, por lo que no podemos hablar de un orden sobrenatural
sin Cristo antes del pecado, y de otro con Cristo a la
cabeza después del pecado.
3.-
El
pecado de Adán no ha roto ni cambiado el orden de la salvación: ¡Dios es
fiel!
4.-
Todo
el plan de salvación tiene su raíz en la libertad de
Dios y no en el naturalismo necesitarista del Bonum diffusivum sui.
5.-
Porque
dominada por el necesitarismo y por el hamartiocentrismo, hay que rechazar la
teología anselmiana del Cur Deus homo, por más que haya tenido una acogida
casi universal entre los teólogos escolásticos.
6.-
Jesucristo
y el orden de salvación no pueden ser deducidos de lo alto es decir de la
naturaleza de Dios (principios neoplatónicos del bien difusivo de sí). Tampoco
pueden deducirse desde abajo, es decir del universo o del hombre. Jesucristo no
es corona del universo ni perfección del hombre, sino todo lo opuesto: gracia.
Hombre y universo han sido hechos por Cristo, son difusión y dilatación de
Cristo. Menos aún podrá ser consecuencia del pecado del hombre y de la noción
de satisfacción de condigno por la culpa.
7.-
Si
Jesucristo es el principio, centro y término de toda creatura, en el orden
concreto querido por Dios, también es el principio supremo de intelección de
todo lo existente, la respuesta definitiva de toda la realidad. Por lo tanto la
teología es cristología por naturaleza propia, dado que no puede ser sino
teología de la historia de la salvación.
8.-
El
necesitarismo naturalista greco‑aristotélico deberá ser sustituido por
la visión bíblico‑cristiana, fundada sobre la persona y la libertad. El
cristianismo debe ser concebido como historia sagrada de salvación. Como toda
historia, la sagrada supone la libertad de Dios y de Cristo y del hombre. La
concepción cristiana apoyada sobre la libertad se ubica como
antítesis de la griega, dominada por la necesidad impersonal.
Se
trata de vastísimas perspectivas que implican una concepción global de la
teología. Escoto ha incluido la redención dentro del marco de la encarnación
y ha delineado la salvación como superación de la deficiencia ontológica de
la persona y de la libertad de la creatura antes y mucho más que como
superación de la deficiencia moral (la del pecado). Por eso hay quiénes lo
acusan de haber desvalorado la redención. Se dice que de ése modo se opone a
San Francisco: mientras que el Santo de Asís gozó de un sentido y piedad
vivísimos por la pasión de Cristo, Escoto y los franciscanos que lo siguieron
se orientan por caminos opuestos.
La
acusación es inconsistente. Escoto, al contrario, permite entrever el motivo
profundo de la piedad de San Francisco hacia la pasión de Cristo. El Orden del
Amor, dominante en su teología, evidencia el aspecto más esencial de la
pasión y de la muerte de Cristo. El alma de San Francisco, eminentemente
evangélica, no está dominada por el esquema jurídico del Orden
de la justicia, sino por el Orden del
Amor.
Con
éstas notas conclusivas no queremos afirmar que Escoto haya elaborado una
teología perfecta y definitiva del primado de Cristo, y así lo demuestra la
historia de la teología. Hay en él puntos poco felices que parecen
incompatibles con sus propios principios fundamentales, especialmente el de la
distinción entre substancia y modalidad
de la encarnación y la noción restringida y excesivamente jurídica de la
redención, que amenazan todo el edificio.
Sobre todo Escoto carece, como todos los teólogos medievales de una investigación bíblica más abierta y segura sobre el tema, tanto que da la impresión de estar elaborando una audaz construcción teológica más que una lectura atenta de la revelación. ¡Cuánto mayor fuerza adquiriría su pensamiento con un estudio bíblico exegético‑positivo!. Pero no podemos acusar de tal carencia a la época en que le tocó vivir. A pesar de tal deficiencia no se puede negar a su teología del primado de Cristo una inspiración central claramente bíblica. Tampoco se puede negar que Escoto constituye un punto firme y fundamental en la historia teológica de éste problema verdaderamente capital en la teología cristiana.
[1][1] La
bibliografía sobre el argumento del primado universal de Cristo es
vastísima, como podemos fácilmente imaginar. Indicamos solo algunas obras,
en las cuales abundan a su vez referencias bibliográficas, dado el
carácter histórico‑teológico de la investigación sobre la materia:
RISI F. Sul motivo primario dell'incarnazione del Verbo, vol. 4, la
tradición escolástica y al pensamiento teológico hasta la época del
autor.‑ BONNEROY G.F.,OFM, Il
Primato di Cristo nella teología contemporánea, en: Problemi
e orientamenti di Teología dogmática II, Milano,1957; ID. La primauté
du Christ selon l'Ecriture et la
Tradition, Roma, 1959; muy abundante especialmente en el primer estudio
son las indicaciones bibliográficas.‑ GALTIER P. S.J., Les deux Adam, París 1947.‑ GRILL MEIERA., Zumrich‑Kóln,
1957, pág. 269‑299. KUNG H., Rechtfeertigung,
Einsiedeln, 1957, pág. 277‑300.‑
ALFARO G., S.J., Sur le motif
de l'encarnation, en Problémes
actuels de Christologie, a cargo de BOUESSE H. y LATOUR J.J. (1962)
pág. 35‑80.
[2][2] Cfr. GROSS J. La
divinisation du chretien d`aprés les Peres grecs, París 1938.‑
MERSCH E. Le Corps Mystique du Christ,
3a. ed. Bruxelles 1951.
[3][3] Ad
Thalasium, q. 60; P.G. Migne 90, pág. 585
[4][4]
"Hamartía" en griego
significa pecado, y por eso la expresión se podría traducir por algo así
como "pecado‑céntrica".
[5][5] Cur
Deus Homo, I cc 14‑15
[6][6] Ib. I cc 11‑19
[7][7] Ib. c 23
[8][8] Ib.II cc 4‑9
[9][9] Ib. cc 10‑19
[10][10] RIVIERE,
Le dogme de la Redemption au début du Moyen Age, pág. 391
[11][11] RICHARD,
op. cit. pág. 136
[12][12] OGGIONI, Il
mistero della redenzione, en Problemi
e orientamenti de teologia domestica, vol. II, Milano, pág. 227
[13][13] Cfr. de
S. Cirilo, Thesaurus. V. Asert. 15; PG, vol. 75 pág. 293 296
[14][1] Ver la obra de Ruperto de Deutz en PL (Migne) vol 167‑170
15
2 La "Summa
Theologica Fratris Alexandri" ha sido atribuida por siglos a Juan
de la Rochelle (libros I y III) y a Guillermo de Melitón (libro IV), y a un
tercer autor (quizás Eudes Rigaud para el libro II). Estos autores
extrajeron la materia de sus trabajos de obras de S. Alejandro de Hales,
incluyendo algo de sus propios escritos. Es probable que el inspirador del
plan de la obra sea el mismo Alejandro. La Summa Fratris Alexandri ha sido
editada críticamente por Quarachi, en 1924 y siguientes, acompañada de
amplísimos estudios críticos. Para un juicio complexivo acerca de la
unidad de la gran obra y de sus líneas fundamentales, véase a GOESMANN
Elisabeth; Eine theologische
Untersuchung del Summa Halensis, Munchen, 1964.
[16][3] Sum.
Theol. II Quaest. un. trac. I, q 3, tit. 2; Opera Omnia. IV, pág. 41 42
[17][4] Ib.
pág. 42
[18][5] Ib.pág.
41
[19][6] Ver
: De Spiritu et Anima, PL vol.40
col. 785
[20][7] PL
183, pág. 37 Sermo I De Adventu
[21][8] Ib.pág.
42
[22][9] Ib.
[23][10] Véase
por ejemplo,en Inq. un. Trac. I, q.1, cc. 1‑7, donde el "Cur
Deus homo" de S. Anselmo está presente, no sólo en las grandes
citas, sino como motivación dominante de toda la doctrina.
[24][11] Op.cit.,q.
III, Op. Omn. 46‑47
[25][12] III
Sent.Dist. I ar. 2. q. 1, Opera Omnia pág. 19‑21
[26][13] Ib
[27][14] Ib
[28][15]
Ver II Sent. Dest. I, p.II, a2. q.1
[29][16] Ver
en III Sent. Dist. I, a.2; q.2. Conclusio
[30][17] Ib
[31][18] Op.
cit. q.2
[32][19] Ib. Op. Omnia, pág. 22‑23
[33][20] Para
un examen más detallado de la solución bonaventuriana, ver: RISI, op. cit.,
vol. I pág. 21 ss
[34][21] Cfr.
III Sent. Dist. XIII, a.2; q.3
[35][22] 38
de estos escritos de S.Buenaventura han sido editados en el vol. V de la
Opera Omnia
[36][23] BOUJEROL,
op.cit.ib
[37][24] Cfr.
q.29,a.4; Comm. in I Tim; Summ Theol.
III q.1, a3
[38][25] P.
PERET, O.P.; A propós de la primauté du Christ; en Revue des Scienc. philos. et Théol. 1983. pág. 69‑70; 112
[39][26] Cfr.
SPINDELER A., Cur
Verbum caro factum, Das Motiv der Menschwerdung und das Verhaltniksder
Erlosung zur Menschwerdung Gottes in den christologischen Glaubenskampfen
des vierten un funten christilichen Jahrbunderts. Muchen 1936
[40][27] PL
38 pág. 940
[41][28]
III
Sent. dist. I, q 1, a 3
[42][29] S.Th.
III, q1, a3
[43][30] Ib
[44][31] Ib.
ad 3um, 4um, y 5um
[45][32] IIISent.
Dist.I, a3, respondeo dicendum
[46][33] Op.
cit. I, pág. 35
[47][34] ver. S.Th. III, q2, a9
[48][35] S.Th.
III, q8, a34
[49][36] De
Ver. q22, a8; Sum. contra Gent. III
88;S. Th. I‑II, q9, a6
[50][37] Op.
cit. pág. 35
[51][38] En
estos últimos años el plan de la Summa ha sido objeto de mucha atención,
y no tanto bajo el aspecto histórico‑literario, sino bajo el
temático‑metodológico. Para una presentación y valoración crítico‑teológica
de los estudios sobre este tema, ver a : BUFFI,I; Un bilancio delle recenti discussioni sul piano della Summa Theologica;
en La Scuola Cattolica, Suppl. 2,
\1963\, pag. 147‑176;
Suppl.3 /1963/, pag. 295‑326
[52][39] Los
estudiosos recientes que han marcado una huella profunda en esta búsqueda,
y con resultados substancialmente idénticos, son especialmente: CHENU,M.D.,
O.P.; Introduzzione allo studio di S.Tomasso d'Aquino, Firenze 1953 (La
primera edición francesa es del 1950). HAYEN A.,O.P.; Saint Thomas d'Aquin et la vie de l' Eglise, Louvain, 1952; PERSON
E. Le Plan de la Somme Theologique et
le rapport "Ratio-Revelatio, en Revue
philosophique de Louvain, 56 /1958/ pág. 547‑572.
[53][40] Cfr.
PERSON, art cit. pag. 563
[54][41] Ib.
pág. 553
[55][42] Bulletin
Thomiste, 1953, pág. 10
[56][43] Cfr.
La Foi et la théologie, Tournai, 1962, pág. 203‑205
[57][44] CIAPPI
L., O.P.; Il
motivo dell`incarnazione et "Les Deux Adam" di P. Galtier, en Sapienza,
1950, pág. 103/104
[58][1] Ver III Sent.
Dist. III q. 3
[59][2] III Sent. Dist.
III q.3
[60][3] San Th. I, q.
27, a. 1
[61][4] III Sent. Dist.
III, q. 3, n. 2
[62][5] Idem
[63][6] I Sent. Prol.
q. 4; n. 34
[64][7] HOERES. op. cit.
pág. 91
[65][8] Reportatio
parisiensis, en III Sent. Dist. 7. q. 4...
[66][9] Metaphys
IX, cap. 15, n.4
[67][10] Col. 16, n.8
[68][11] San Buen. II
Sent. 1; a.2; q.2
[69][12] Necesse
est quid ratio ordinis rerum in mente divina preexistat: San Th.
I.p. 20, a.1
[70][13] Tratado del
amor de Dios, II.c.4.
[71][14] Ef. 1,3ss
[72][15] Idem. 10
[73][16] Idem
[74][17] Idem
[75][18] III Sent. Dist.
7, q. 3
[76][19] San Th. III, q.
1, a. 2, ad 2um
[77][20] Oxon. III,
q.20, n.20
[78][21] Antonianum,
n.12, pág. 4
[79][22] San Th. I.
q.20, a.2