La
inteligencia al servicio de Cristo Rey
Por
Étienne Gilson (1884-1978).
«No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama
al mundo no está en él la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el
mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la
vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y
también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece
para siempre.» Bossuet recuerda estas palabras de la primera Epístola de
Juan, al final de su Tratado de la concupiscencia, y les añade este breve,
pero expresivo comentario: «las últimas palabras de este apóstol nos
muestran que el mundo del que Juan habla, es aquel que prefiere las cosas
visibles y pasajeras y eternas. » Permitidme añadir a mi vez únicamente que
si llegamos a entender el significado de esta definición, el enorme problema
que tenemos que examinar juntos se resolverá por sí mismo.
Estamos en el mundo; tanto si nos gusta como si no, es un hecho, y el estar o
deja de estar en él no depende de nosotros; sin embargo, nosotros no tenemos
que ser del mundo. ¿Cómo es posible estar en el mundo sin ser de él? Este
es el problema que ha obsesionado la conciencia cristiana desde la fundación
de la Iglesia, y que se muestra especialmente intenso y grave para nuestra
inteligencia. Es verdad que la vida cristiana nos ofrece una solución radical
a esta dificultad: dejar el mundo, renunciar del todo a él refugiándonos en
la vida monástica. Pero en primer lugar los estados de perfección serán
siempre el patrimonio de una «élite»; y lo que es aún más importante, los
mismos «perfectos» huyen del mundo para salvarle salvándose a sí mismos, y
es un hecho observable que el mundo no siempre quiere que le salven. Entre
nosotros siempre habrá almas deseosas de huir del mundo, pero no es seguro,
ni mucho menos, que el mundo les permitirá siempre huir de él; pues el mundo
no sólo se afirma a sí mismo, sino que incluso no quiere admitir que alguien
renuncie a él. Esta es la ofensa más cruel que le puede ser infligida. Ahora
bien, el uso cristiano de la inteligencia es una ofensa de esta misma clase, y
quizá entre todas ellas la que le hiere más profundamente; ya que cuanto
más se da cuenta de que la inteligencia es lo más elevado del hombre, tanto
más se desea arrogarse su homenaje y someterla sólo a sí mismo. El primer
deber intelectual del cristiano es negarle este homenaje. ¿Por qué y cómo?
Esto es precisamente lo que hemos de descubrir.
La eterna protesta del mundo contra los cristianos es que le desprecian, y que
al despreciarle entienden mal lo que constituye el propio valor de su
naturaleza: su bondad, su belleza y su inteligibilidad. Esto explica los
incesantes reproches dirigidos contra nosotros n nombre de la filosofía, la
historia y la ciencia: el Cristianismo rehúsa tomar en consideración al
hombre entero, y con el pretexto de hacerlo mejor, lo mutila obligándole a
cerrar los ojos a cosas que constituyen la excelencia de la naturaleza y de la
vida, a entender mal el progreso de la sociedad a lo largo de la historia y a
considerar sospechosa la ciencia que progresivamente va descubriendo las leyes
de la naturaleza y de las sociedades. Estos reproches que tan repetidamente
nos han sido hechos, no son ya tan conocidos que dejan de interesarnos; no
obstante es nuestro deber no dejar nunca de responder a ellos, y sobre todo no
perder de vista lo que ha de ser respondido. En efecto, el Cristianismo es una
condenación radical del mundo, pero al mismo tiempo una aprobación sin
reservas de la naturaleza; pues el mundo no es naturaleza, sino naturaleza que
hace su curso sin Dios.
Esto, que con mayor verdad decimos de la naturaleza, lo podemos afirmar con
mayor motivo de la inteligencia, que es el remate de la naturaleza. La tarde
de la creación Dios miró su trabajo y juzgó, dice la Escritura, que todo
aquello era muy bueno. Pero lo mejor de su trabajo fue el hombre, creado a su
imagen y semejanza; y si buscamos el fundamento de la semejanza divina, lo
encontraremos, dice San Agustín, in mente, en el pensamiento. Sigamos
todavía con el mismo doctor: encontramos que esta semejanza está en toda la
parte del pensamiento que es, por decirlo así, la cúspide, aquella parte por
la cual él concibe la verdad, en contacto con la luz divina, de la que es una
especie de reflejo. El destino del hombre según el Cristianismo, es
aprehender la verdad aquí abajo, por medio de la inteligencia, aunque sea de
modo oscuro y parcial, mientras espera verla en su completo esplendor.
Verdaderamente, lejos de despreciar el conocimiento, lo acaricia: intellectum
valde ama.
A menos que alguien pretenda conocer mejor que San Agustín lo que es el
Cristianismo, no puede echarnos en cara que lo traicionamos o acomodamos a las
necesidades de la causa, por seguir el consejo de este santo: ama la
inteligencia y ámala mucho. La verdad es que si amamos la inteligencia tanto
como nuestros adversarios, y a veces incluso más, no la amamos del mismo
modo. Existe un amor de la inteligencia que consiste en dirigirla hacia las
cosas visibles y pasajeras: este amor pertenece al mundo. Pero hay otro que
consiste en encaminarla hacia lo invisible y eterno: éste pertenece a los
cristianos. Es por lo tanto el nuestro; y si lo preferimos al primero, es
porque no nos niega nada de lo que el primero nos daría, y aún nos inunda
con todo lo que el otro es incapaz de darnos.
El carácter contradictorio de las objeciones que dirigen al Cristianismo,
muestra claramente que hay en él algo que sus adversarios no acaban de
entender. Pero es también un consuelo para nosotros el notar que sus
objeciones permanecen en tales confusiones. Pues le reprochan el poner al
hombre en el centro de todo, pero también que menospreciamos su grandeza. Y
yo quiero admitir que podemos equivocarnos diciendo una cosa o la otra, pero
no afirmando las dos al mismo tiempo. Y lo que es verdad del hombre en
general, es verdad de la inteligencia en particular. Yo le permitiría a uno
que reprochara a Santo Tomás de Aquino por haber traicionado el espíritu del
Cristianismo exaltando indebidamente los derechos de la inteligencia, o que le
reprochara por haber traicionado el espíritu de la filosofía exaltando
indebidamente los derechos de la fe, pero no puedo entender cómo pudo hacer
ambas cosas al mismo tiempo. ¡Qué misterio, por lo tanto debe esconderse en
las profundidades del hombre cristiano para que sus pasos más espontáneos y
sólidos parezcan tan misteriosos a quienes los observan desde fuera!
Este misterio, ya que se trata realmente de un misterio, es el misterio de
Jesucristo. Es suficiente estar informado de lo que es el Cristianismo, aunque
sea vagamente, para conocer en qué consiste este misterio. Por la
Encarnación Dios se hizo hombre; es decir las dos naturalezas, divina y
humana, se encontraron unidas en la persona de Cristo. Lo que no es tan bien
conocido para aquellos que se adhieren a este misterio por la fe, es la
sorprendente transformación que él introdujo en toda naturaleza y por lo
tanto en la manera en que debemos concebirla desde entonces. Mejor sería
decir transformaciones sorprendentes, pues este misterio incluye en sí tantos
otros, que nadie podría agotar sus consecuencias.
Démonos aquí por satisfechos examinando una de ellas: la que nos conduce
directamente al núcleo de nuestro tema. Desde el momento en que la naturaleza
humana fue asumida por la naturaleza divina en la persona de Cristo, Dios ya
no domina y gobierna la naturaleza únicamente como Dios, sino también como
hombre. Si entre todos los hombres hay uno solo que realmente merece el
título de Hombre-Dios, ¿cómo puede dejar de ser el jefe y el soberano de
todos los otros , dicho más brevemente, su rey? He aquí por qué Cristo no
es sólo el soberano espiritual del mundo, sino también su soberano temporal.
Pero sabemos por otro lado que la Iglesia es el cuerpo místico, es decir,
según la doctrina de San Pablo, los miembros de Cristo; todos los fieles son
por lo tanto sacerdotes y reyes en la medida en que son miembros de Cristo. Et
quod est amplius, dice Santo Tomás, omnes Christi fideles, in quantum sunt
membra ejus, reges et sacerdotes dicuntur. Así pues, desde entonces en todo
cristiano hay como una imagen e incluso como una participación de este
supremo misterio, la humanidad divinizada por la gracia, revestida en su
verdadera miseria por una gracia sacerdotal y real al mismo tiempo, que
constituye el misterio del hombre cristiano.
En Pascal tenemos una profundísima interpretación de esta prodigiosa
transformación de la naturaleza por la Encarnación; esto es lo que da a su
obra la plenitud de su sentido. Que nosotros sólo conocemos a Dios, a través
de la persona de Cristo, que era Dios mismo viviendo, hablando y actuando
entre nosotros, Dios mostrándose a sí mismo como hombre para ser conocido
por los hombre, todo ello es demasiado evidente; pero el gran descubrimiento,
o redescubrimiento de Pascal es haber entendido que la Encarnación, al
cambiar profundamente la naturaleza del hombre, se ha convertido en el único
medio existente para conocer al hombre. Esta verdad aporta un nuevo
significado a nuestra naturaleza, a nuestro nacimiento, a nuestro fin. «No
sólo» escribió Pascal, «conocemos a Dios únicamente a través de
Jesucristo, sino que nosotros mismos sólo nos comprendemos a través de
Jesucristo. Entendemos la vida y la muerte sólo a través de Jesucristo.
Fuera de Jesucristo no sabemos ni qué es la vida, ni qué es la muerte, ni
qué es Dios, ni qué somos nosotros mismos. »
Apliquemos estos principios al ejercicio de nuestra inteligencia;
inmediatamente veremos que la del cristiano, en oposición a una que no conoce
a Jesucristo, sabe que ha caído y que ha sido redimida, que es incapaz, por
lo tanto, de alcanzar su pleno retorno sin la gracia, y en este sentido, así
como la realeza de Cristo domina el orden de la naturaleza y de la sociedad,
así domina el orden de la inteligencia. Quizá nosotros, católicos, lo
tenemos demasiado olvidado, quizá incluso nunca lo hemos entendido, y si
alguna vez ha existido una época que necesite entenderlo, es sin duda la
nuestra.
¿Qué nos enseña, en efecto, este misterio con respecto a los límites y
naturaleza de la inteligencia?
Al igual que la naturaleza coronada por ella, la inteligencia es buena; pero
esto sólo es así si en ella y por ella toda la naturaleza mira hacia su fin,
que es conformarse a Dios. Pero al tomarse a sí misma como su propio fin, la
inteligencia se ha apartado de Dios apartando consigo la naturaleza, y sólo
la gracia puede ayudar a ambas a volver a lo que es realmente su fin, puesto
que es su origen. El «mundo» es precisamente esta negativa, que separa a la
naturaleza de Dios, a participar en la gracia, y la inteligencia pertenece al
mundo en cuanto se une con él rechazando la gracia. La inteligencia que
acepta la gracia es la del cristiano. Y es al abandono precisamente de este
estado cristiano de la inteligencia, a lo que el mundo, por el odio que siente
hacia el, nos empuja a que le acompañemos.
Esto es lo que constituye el auténtico peligro para nosotros. No tenemos
dudas acerca de la verdad del Cristianismo; estamos firmemente resueltos a
pensar como cristianos; pero ¿sabemos lo que hay que hacer para realizarlo?
¿Conocemos exactamente en que consiste el Cristianismo? Los primeros
cristianos lo sabían, porque entonces el Cristianismo estaba muy cerca de sus
comienzos, y el enemigo contra el que luchaba no podía permanecer desconocido
o malentendido por nadie; era el paganismo, es decir, ignorancia al mismo
tiempo del pecado que condena y de la gracia de Jesucristo que redime. Por
esto la Iglesia, no sólo entonces sino a través de los siglos, ha recordado
especialmente al hombre la corrupción de la naturaleza por el pecado, la
debilidad de la razón sin la Revelación y la impotencia de la voluntad para
hacer el bien si no es ayudada por la gracia. Cuando San Agustín luchó
contra Pelagio, que se llamaba a sí mismo cristiano y como tal se
consideraba, el gran doctor luchó en realidad contra un intento del paganismo
de restaurar el antiguo naturalismo e introducirlo en el mismo corazón del
Cristianismo. El naturalismo del Renacimiento fue otro intento de la misma
índole, y aún hoy, estamos en un mundo que se cree naturalmente sano, justo
y bueno, porque al haber olvidado e1 pecado y la gracia considera su
corrupción como la regla de su propia naturaleza.
En todo esto no hay nada que el cristiano no pueda e incluso no deba esperar.
Sabemos que la lucha del bien contra el mal sólo acabará con el mundo mismo.
Lo que es más grave es que el paganismo constantemente puede intentar
penetrar dentro del propio Cristianismo, como en tiempo de Pelagio, y que
puede conseguirlo. Es un peligro siempre latente para nosotros y que sólo con
gran dificultad podemos evitar. Es muy difícil y casi imposible vivir como
cristianos, sentir como cristianos y pensar como cristianos en una sociedad
que no es cristiana, cuando no vemos, oímos o leemos casi nada que no ofenda
o contradiga al Cristianismo; cuando la vida nos da una obligación y la
caridad nos impone el deber de no romper visiblemente con las ideas y
costumbres que reprobamos. Esta es también la razón por la que continuamente
estamos tentados de disminuir o adaptar nuestra verdad, para aminorar la
distancia que separa nuestras formas de pensar de las del mundo, o con la
esperanza, a veces sincera, de hacer el Cristianismo más aceptable al mundo y
así secundar su labor de salvación.
De aquí los errores, la flojera de pensamiento y las componendas contra las
que se ha rebelado en todo tiempo el celo de ciertos reformadores. Restaurar
la Cristiandad en la pureza de su esencia, fue en efecto la primera intención
de Lutero y Calvino; ésta es aún hoy, la del ilustre teólogo calvinista
Karl Barth que emplea todos sus esfuerzos en purificar el protestantismo
liberal del naturalismo, y en restaurar la Reforma en un respeto incondicional
a la palabra de Dios. Todos sabemos cuan enérgicamente persigue su objetivo.
Dios habla, dice Barth; el hombre escucha y repite lo que Dios ha dicho. Por
desgracia. Desde el momento en que el hombre se pone a sí mismo como
intérprete ocurre inevitablemente que: Dios habla, el barthiano escucha y
repite lo que Barth ha dicho. He aquí la razón del porqué, si creemos en
este nuevo Evangelio, se atribuirá a Dios el haber dicho que desde el primer
pecado la naturaleza está tan corrompida que no queda nada de ella, excepto
su propia corrupción, un montón de ruina que la gracia aún puede perdonar
pero que nada, de aquí en adelante, podría purificar. Así pues para luchar
mejor contra el paganismo y el pelagianismo, esta doctrina os invita a
desesperar de la naturaleza, a renunciar a todo esfuerzo para salvar la razón
y recristianizarla.
Estos dos peligros nos acosan incesantemente y para que nuestro pensamiento se
vea libre de todo ataque, a veces nos reducen a un estado de incertidumbre
acerca de lo que es o no es cristiano. Olvidamos la regla dorada que determina
todas las decisiones y hace desaparecer toda confusión, una regla que debemos
tener presente en el pensamiento como la luz que no puede resistir oscuridad
alguna. Es que el catolicismo enseña antes que nada la restauración por la
gracia de Jesucristo de la naturaleza herida. La restauración de la
naturaleza: en primer lugar tiene que haber naturaleza, y ¡de qué valor, ya
que es la obra de un Dios que la creó y la volvió a crear adquiriéndola de
nuevo a precio de su propia sangre! Así pues la gracia presupone la
naturaleza y la excelencia de la naturaleza que viene a sanar y transfigurar.
En su oposición al calvinismo y al luteranismo, la Iglesia se niega a
desesperar de la naturaleza, como si el pecado la hubiera corrompido
totalmente, sino que se inclina con ternura sobre ella para curar sus llagas y
salvarla. El Dios de nuestra Iglesia no es sólo un juez que perdona, sino que
es un juez que puede perdonar únicamente porque primero es un médico que
cura. Pero si la Iglesia no desespera de la naturaleza, tampoco espera que
ésta pueda curarse por sí misma. Así como se opone al desespero del
calvinismo, así también se opone a la loca esperanza del naturalismo que
busca en la misma enfermedad el principio de su curación. La verdad del
Catolicismo no es un punto medio entre dos errores, que participaría de
ambos, sino una verdad real, es decir, una cumbre desde la cual es posible
descubrir a la vez en qué consisten los errores y qué es lo que determina su
naturaleza. Para el calvinista un católico respeta tanto la naturaleza, que
no se distingue en nada de un pagano, salvo por una ceguera adicional que aún
le lleva a degradar el propio Cristianismo hacia el paganismo. Pero el
católico sabe bien que no hay tal; y que es el calvinista quien, confundiendo
la naturaleza con el mundo, no puede ya amar a la naturaleza bajo el mundo que
la reviste, o, lo que es lo mismo, amar la obra de Dios y odiar, a un tiempo,
pecado que la deforma.
Para el pagano, el santo cristiano es un enemigo de la naturaleza, que se
lanza furiosamente, en un arrebato de locura, torturarla e incluso a
mutilarla; pero el católico sabe perfectamente que castiga la naturaleza
sólo por amor a ella: el mal contra el que él lucha ha entrado demasiado
profundamente en ella para que pueda ser arrancado sin hacerla sufrir. Así
como el calvinista desespera de la naturaleza creyendo desesperar sólo de su
corrupción, así el naturalismo pone su esperanza sólo en la corrupción,
cuando cree que la está poniendo en la naturaleza. Sólo el Catolicismo sabe
exactamente lo que es la naturaleza y lo que es el mundo y lo que es la
gracia, pero lo sabe únicamente porque mantiene los ojos fijos en la unión
concreta de naturaleza y gracia en el Redentor de la naturaleza, la persona e
Jesucristo.
Nuestra norma ha de ser imitar a la Iglesia si deseamos poner nuestra
inteligencia al servicio de Cristo Rey. Pues servirle es unir nuestros
esfuerzos a los suyos; hacernos, según San Pablo, sus cooperadores, es decir
trabajar con Él o permitirle trabajar en y a través de nosotros para la
salvación de la inteligencia cegada por el pecado. Pero para trabajar así
nos será necesario seguir el ejemplo que Él mismo nos da: liberar la
naturaleza que el mundo nos encubre, hacer de la inteligencia el uso al que
Dios la destinó al crearla.
Es aquí, me parece, donde debemos volver sobre nosotros mismos y preguntarnos
si estamos cumpliendo con nuestro deber, y de modo especial, si lo cumplimos
bien. Todos hemos encontrado, sea en la historia, sea a nuestro alrededor,
cristianos que afectando una indiferencia, a veces rayana en desprecio, hacia
la ciencia, la filosofía y el arte, creen estar rindiendo homenaje a Dios.
Pero este desprecio puede expresar una suprema grandeza o una suprema
pequeñez. Me gusta oír decir que toda la filosofía no vale una hora de
inquietud, cuando el que me lo dice se llama Pascal, es decir un hombre que al
mismo tiempo es uno de los más grandes filósofos, uno de los más grandes
científicos y uno de los más grandes artistas de todo tiempo. Una persona
siempre tiene derecho a desdeñar aquello que ella sobrepasa especialmente si
lo que desdeña no es tanto la cosa en sí como el apego excesivo que nos
encadena a ella. Pascal nunca despreció ni la ciencia ni la filosofía, pero
nunca les perdonó el haberle ocultado el misterio más profundo de la
caridad. Tengamos cuidado pues nosotros, que no somos Pascal, en no despreciar
lo que quizá nos sobrepasa pues la ciencia es una de las más altas alabanzas
de Dios: el entender lo que Dios ha hecho.
Esto no es todo. No importa cuán elevada pueda ser la ciencia, pero está
más que claro que Jesucristo no vino a salvar a los hombres por medio de la
ciencia o de la filosofía; vino a salvar a todos los hombres, incluso los
filósofos y científicos; y aunque estas actividades humanas no con
indispensables para la salvación, sin embargo tienen necesidad de ser
salvadas como la tiene el orden entero de la naturaleza que la gracia ha
venido a reconquistar. Pero es necesario andar con cuidado para no salvarlas
movidos por algún celo indiscreto, que, con el pretexto de purificarlas
completamente, sólo lo conseguiría con la corrupción de sus esencias. Hay
motivos para temer que esta falta se cometa muy a menudo, y esto con la mejor
intención del mundo, en vista de lo que ciertos defensores de la fe llaman
uso apologético de la ciencia. Una excelente fórmula, sin duda, pero
únicamente cuando se sabe no sólo lo que es la ciencia, sino también lo que
es la apologética.
Para ser un apologista eficaz, primero es necesario ser un teólogo; incluso
llegaría a decir, un excelente teólogo. Esto es más raro de lo que
podríamos suponer, lo cual será un escándalo para aquellos que hablan de
teología sólo de oídas, o se contentan repitiendo sus fórmulas sin haber
tenido tiempo de profundizar en sus significados. Pero si uno quiere hacer una
apologética de la ciencia, no es suficiente con que sea un excelente
teólogo, ha de ser también un excelente científico. Digo científico
adrede, y no simplemente un hombre inteligente y culto, con un barniz m o
menos ligero de ciencia. Si uno desea practicar la ciencia por Dios, la
primera condición es que la practique por ella misma, o como si la practicara
por ella misma, pues este es el único medio para adquirirla. Lo mismo vale
para la filosofía. Es engañarse a sí mismo, pensar que se sirve a Dios
cogiendo un cierto número de fórmulas que dicen lo que uno sabe que hay que
decir, sin entender por qué es verdad lo que dicen. Tampoco se le sirve
denunciando errores por muy falsos que puedan ser cuando al mostrarlos ni
siquiera se entiende en qué sentido son falsos. Al menos podemos decir que
esto no es servirle como un científico o como un filósofo, que es todo lo
que por el momento nos interesa demostrar. Y añadiré que lo mismo vale para
el arte, pues es necesario poseerlo antes de ponerlo al servicio de Dios. Se
nos ha dicho que es la fe la que construyó las catedrales de la Edad Media.
Sin duda, pero la fe no hubiese construido nada si no hubiese habido
arquitectos, y si es cierto que la fachada de Notre Dame de París es un
anhelo de las almas hacia Dios, ello no impide que al mismo tiempo sea una
obra geométrica. Es necesario saber geometría para construir una fachada que
puede ser un acto de amor.
Católicos que confesamos el valor eminente de la naturaleza porque es obra de
Dios, demostremos por lo tanto nuestro respeto por ella implantando como la
primera regla de nuestra acción que la piedad nunca prescinde de la técnica,
pues la técnica es aquello sin lo cual incluso la más viva piedad es incapaz
de usar la naturaleza para Dios. Nadie ni nada obligan al cristiano a ocuparse
de la ciencia, del arte o de la filosofía, pues no faltan otros modos de
servir a Dios; pero si este es el modo de servir a Dios que ha escogido, el
mismo objetivo que se ha propuesto al estudiarlos, le obliga a la excelencia.
Está obligado por la misma intención que le guía, a ser un gran
científico, una gran filósofo o un gran artista. Este es, para él, el
único medio de llegar a ser un buen servidor.
Tal es, después de todo, al enseñanza de la Iglesia, y el ejemplo que nos ha
transmitido. ¿Acaso no dijo San Pablo que «desde la creación del mundo, lo
invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son desconocidos mediante
las criaturas»? Este es el porqué tantos doctores que fueron también
sabios, se inclinaron amorosamente ante la obra de su creación. Para ellos,
estudiar es estudiar a Dios en sus obras; un San Alberto Magno jamás pensó
saber lo bastante acerca de la naturaleza, pues cuanto mejor la conocía,
tanto mejor conocía también a Dios. Pero no existen dos modos de conocerla:
una persona posee la ciencia o no la posee, estudia las cosas científicamente
o se resigna a no sabes jamás nada de ellas. San Alberto Magno se convirtió
por lo tanto ante todo en un sabio, en el propio sentido de este término. De
los que se asombran o escandalizan dice que, bestias irracionales, blasfeman
de lo que no conocen. Él sabe lo que hace: él no espera hasta que la
solicitud de reparar un mal ya cometido le obligue a ocupare él mismo de la
ciencia, para repararlo. No cree en la táctica de dejar que los adversarios
lo hagan todo con la intención de unirse más tarde a ellos para aprender
laboriosamente el uso de las armas que volverá contra ellos. Alberto no
estudió las ciencias contra nadie, sino para Dios. Un hombre de esta clase no
gasta su tiempo probando que la enseñanza de la ciencia no contradice la de
la Iglesia: suprime la cuestión con su propio ejemplo, mostrando al mundo que
un hombre puede ser un hombre de ciencia, porque es un hombre de Dios. Tal es
pues la actitud que la Iglesia nos recomienda. Al escoger a San Alberto Magno
como patrón de las escuelas católicas, la Iglesia nos recuerda
permanentemente que estas escuelas nunca deben tener miedo de colocar
demasiado alto el nivel de sus enseñanzas y de sus exigencias científicas.
Todo lo que se puede hacer bien, puede ser hecho por Dios.
No debemos olvidar nunca que es por Él por quien se hace cuanto hacemos, y
sin embargo, olvidar esto, constituye el segundo peligro que nos amenaza. Para
servir a Dios por la ciencia o el arte es necesario empezar por practicarlos,
como si estas disciplinas fueran en sí mismas sus propios fines; y es
difícil hacer un esfuerzo así, sin ser absorbidos por él. Es tanto más
difícil cuando estamos rodeados de sabios y artistas que los tratan
efectivamente como fines. Su actitud es una expresión espontánea del
naturalismo, o para darle un viejo nombre que es su nombre de todo tiempo, del
paganismo, en el cual la sociedad tiende siempre a caer de nuevo, porque no lo
ha dejado del todo. No obstante, importante liberarnos de él. Es imposible
colocar la inteligencia al servicio de Dios, sin respetar íntegramente los
derechos de la inteligencia: de lo contrario no sería la inteligencia la que
estaría puesta a su servicio; pero todavía es más imposible hacerlo sin
respetar los derechos de Dios: de lo contrario, ya no es a su servicio a lo
que está puesta la inteligencia. ¿Qué hay que hacer para observar esta
segunda condición?
Aquí me veo obligado a representar el ingrato papel de quien denuncia
errores, no sólo entre sus adversarios sino entre sus amigos. Para excusar mi
manera de proceder, es necesario recordar que el que acusa a sus amigos se
acusa a sí mismo en primer lugar. El ardor de su crítica expresa sobre todo
la conciencia de la falta que él mismo ha cometido y en la cual siempre se
siente en peligro de recaer. Por lo tanto creo que debo decir que uno de los
más grandes males que padece el Cristianismo hoy en día, es que los
católicos ya no están orgullosos de su fe. Esta falta de orgullo no es
incompatible, desgraciadamente, con una cierta satisfacción por lo que el
Catolicismo hace o dice, o con un aire optimista más propio en una fiesta que
en una Iglesia. Lo que yo siento es que en vez de confesar con toda
simplicidad lo que debemos a nuestra Iglesia y a nuestra fe, en vez de mostrar
lo que nos aportan y lo que no tendríamos sin ellas, juzgamos que es una
buena táctica para los intereses de la propia Iglesia, el actuar como si
nosotros, después de todo, no nos distinguiéramos en nada de los demás.
¿Cuál es la mejor alabanza que muchos de nosotros desearíamos? La más
grande que el mundo puede darles: es un católico, pero es realmente muy
aceptable, nunca hubiese pensado que es un católico.
¿Acaso no se debe desear justamente lo contrario? Realmente, no los
católicos que llevan su fe como una pluma en el sombrero, sino los católicos
que hacen entrar el catolicismo en sus vidas y obras cotidianas, de tal manera
que los incrédulos se preguntan con asombro qué secreta fuerza anima aquel
trabajo y aquella vida, y una vez descubierta, se dicen a sí mismos, por el
contrario: es un hombre muy bueno, y ahora ya sé el porqué, es porque es un
católico.
Para que puedan pensar así de nosotros es necesario que nosotros mismos
creamos en la eficacia de la obra divina al transformar y redimir la
naturaleza. Creamos en ella, y digámoslo a su debido tiempo, o al menos no lo
neguemos cuando nos lo pregunten. Esto no es lo que hacemos siempre. Si existe
un principio que nos hayan transmitido y recomendado insistentemente nuestros
doctores, es que la filosofía es la esclava de la teología. Ni uno sólo de
los grandes teólogos ha dejado de decirlo; ni uno de los grandes Papas ha
dejado de recordárnoslo. Y sin embargo es raro que se diga hoy día, incluso
entre los católicos. Los hombres se esfuerzan más bien en probar que la
fórmula no significa lo que parece significar. Creen inteligente presentar
como buen filósofo al cristiano que filosofa como si no fuera cristiano.
Dicho en pocas palabras, precisamente porque es un hombre bueno, es un buen
filósofo; no se advierte que sea católico. Lo que sería interesante, por el
contrario, sería un filósofo que igual que Santo Tomás o Duns Scoto,
adquirieran la primacía en el movimiento filosófico de su tiempo,
precisamente por el hecho de ser católicos.
Parece que a veces se piensa que un filósofo que se confiesa a sí mismo
católico quedaría desacreditado desde un principio, y que para que acepten
su verdad, el modo más inteligente es presentarla como si no tuviera nada que
ver con el Catolicismo. Temo que éste es también un error de táctica. Si
nuestra filosofía tradicional no encuentra hoy en día el prestigio que
nosotros desearíamos para ella, no es porque se sospeche que está mantenida
por una fe, sino que es más bien, porque siendo en realidad así, pretende no
serlo, y porque nadie quiere tomar en serio una doctrina que empieza negando
la más evidente de sus fuentes. Recorred la historia de la filosofía
francesa en estos últimos años; veréis que los pensadores católicos han
sido tomados en serio por los no creyentes en la medida exacta en que han
puesto en primer lugar lo que para ellos es realmente lo primero: la persona
de Jesucristo y su gracia. Dejad que nos nazca un Pascal o un Malebranche el
día de mañana, yo les prometo que nadie les reprochará el ser católicos,
pues todo el mundo sabrá que su catolicismo es la fuente de su grandeza. Se
preguntarán extrañados de dónde les viene su grandeza y quizá desearán
para sí la fe que se la ha dado.
No depende de nosotros el ser un Pascal, un Malebranche o un Maine de Biran,
pero podemos preparar el terreno que favorecerá la acción sus sucesores,
cuando vengan. Podemos actuar de tal manera que resulte fácil para sus
sucesores el sobrepujar estas grandes mentes aclarando la zona de
dificultades, que evitables en sí mismas, podrían de otro modo retardar su
acción. Nosotros sólo lo conseguiremos restableciendo en su plenitud los
valores cristianos, es decir, restableciendo del todo la primacía de la
teología.
Aquí, como antes, y quizá con un énfasis aún mayor, diré que el peligro
más grande consiste en pensar que para la inteligencia que desea referirse a
Dios la piedad no necesita de la técnica. Uno puede sentirse tentado de
dirigir el reproche opuesto a quienes se inclinan en aquella dirección, y
decirles que actúan como si para ellos la técnica tomara el lugar de la
piedad; pero no creo que esto sea lo que ocurre. Tales hombres no sólo han
adquirido un impecable dominio de su ciencia o arte, y son a veces la
admiración de sus iguales, sino que también han conservado la fe más
íntegra, unida a la piedad más viva. Lo que les falta es que no saben que
para unir la ciencia que han adquirido con la fe que han preservado, es
necesaria una técnica de la fe, lo mismo que una técnica de la ciencia. Lo
que yo veo en ellos - digamos mejor, lo que vemos en nosotros mismos - como
una dificultad siempre presente, es la incapacidad de conseguir que la razón
se guíe por la fe, porque para tal colaboración la fe ya no sirve: lo que es
necesario es aquella ciencia sagrada que es la clave del edificio en el cual
todas las demás deben tomar su lugar; es decir, la teología El teólogo más
ardiente, animado por buenas intenciones, hemos dicho, hará más daño que
bien si intenta utilizar a las ciencias sin haberlas dominado pero el sabio,
el filósofo, el artista, animado por !a más ardiente piedad, corre hacia las
peores desgracias si pretende referir su ciencia a Dios sin haber, si no
dominado, al menos practicado la ciencia de las cosas divinas. Y digo
practicado, porque esta ciencia igual que las otras, sólo se adquiere
practicándola. Puede enseñarnos solamente cuál es el fin último de la
naturaleza y de la inteligencia: poniendo ante nuestros ojos aquellas verdades
que el mismo Dios ha revelado y que enriquecen con tan profundas perspectivas
aquellas verdades que la ciencia nos enseña. Como una transposición por lo
tanto de lo que dije a propósito del apologista, diré aquí que es posible
ser un sabio, un filósofo y un artista sin haber estudiado teología, pero
que sin ella es imposible llegar a ser un sabio, un filósofo o un artista
cristiano. Sin ella podemos realmente ser por una parte cristianos y por la
otra sabios, filósofos y artistas, pero nuestro cristianismo jamás
descenderá hasta nuestra ciencia, filosofía o arte para reformarlos desde
dentro y vivificarlos. Para ello no sería suficiente ni la mejor voluntad del
mundo. Es necesario saber cómo hacerlo, para poder hacerlo; y como todas las
otras cosas, no puede saberse sin haber sido antes aprendido.
Si por lo tanto atribuimos a nuestro catolicismo, nuestro respeto por la
naturaleza, la inteligencia y la técnica por la cual la inteligencia
investiga la naturaleza, también le atribuimos el conocimiento acerca de
cómo dirigir esta ciencia hacia Dios que es su Autor; Deus scientiarium
dominus. Y así como me permití recomendar la práctica de las disciplinas
científicas o artísticas a aquellos cuya vocación es servir a Dios en estos
campos del saber, así me permito recomendar con todas mis fuerzas el aprender
y practicar la teología a aquellos que habiendo dominado estas técnicas
desean referirlas a Dios seriamente.
No debemos ocultarnos que tanto en un caso como en el otro, se trata de
emprender un largo esfuerzo. Será necesaria nada menos, la colaboración de
todas las buenas voluntades capacitadas para triunfar en esto. Nos encontramos
frente a un nuevo problema, que reclama una solución nueva. En la Edad Media
las ciencias fueron privilegio de los clérigos; es decir, aquellos que por su
propio estado poseían la ciencia de la teología. El problema por lo tanto no
surgió para ellos. Hoy en día, debido a una evolución, cuya investigación
no está ahora en nuestro propósito, los que saben teología no son los que
hacen ciencia, y los que hacen ciencia, incluso cuando no desprecian la
teología, no ven el menor inconveniente en no conocerla. Nada más normal de
parte de los que no son católicos, pero nada más anormal de parte los que
profesan el Catolicismo. Pues incluso si experimentan el más sincero deseo de
poner su inteligencia al servicio de su fe, no lo lograrán nunca, ya que les
falta la ciencia de la fe. Para que lo consigan es necesario que se les diga,
no cómo hacerlo (pues son ellos quienes deben encontrarlo), sino qué es esta
verdad sagrada en la que su inteligencia quiere inspirarse.
Es importante por lo tanto entender que vivimos en un tiempo en que la
teología ya no puede ser el privilegio de algunos especialistas dedicados a
su estudio por el estado religioso que han abrazado, sin duda los clérigos
deben considerarla como su propia ciencia, y mantener su dominio en este
campo, pues les pertenece con pleno derecho; y no simplemente mantenerlo, sino
ejercitarlo en toda su plenitud, pues es una cuestión de vida o muerte para
el futuro de la vida cristiana tanto en las almas como en la sociedad. Tan
pronto como la teología renuncia al ejercicio de sus derechos, es la palabra
de Dios la que renuncia a hacerse oír, la naturaleza la que se separa de la
gracia y el paganismo el que reclama los derechos que nunca ha abandonado.
Pero inversamente, si se desea que la palabra de Dios se haga oír, se
necesitan oyentes para recibirla. Es necesario que aquellos que quieren
trabajar como cristianos en la gran obra de la ciencia, filosofía o arte,
sepan cómo oír su voz Y no sólo estén instruidos en sus principios, sino
que también y sobre todo, estén imbuidos de ellos.
Aquí, menos que en cualquier otra parte no es ni el número ni la extensión
de los conocimientos lo que importa; será suficiente escoger un número muy
reducido de principios fundamentales, con tal que la mente de quienes los
reciben esté impregnada por ellos, y que la informen desde dentro hasta el
punto de llegar a ser una sola cosa con ella, de vivir con ella y a través de
ella como una rama injertada que atrae toda la savia del árbol hacia sí para
hacerle alimentar su fruto. El escoger estos principios, organizar la
enseñanza de los mismos, darlos a los que ella cree que vale la pena, es la
tarea de la Iglesia que enseña, no de la ya enseñada. Pero si esta última
en ningún caso puede aspirar al dominio, al menos puede hacer valer sus
demandas y dar a conocer sus experiencias. Esto es todo lo que he querido
hacer al pedir que la verdad de la fe sea enseñada en su plenitud, y que la
función magisterial de la teología recobre su plena autoridad.
Alimentaría la más ingenua de las ilusiones si creyera que ahora estoy
exponiendo opiniones populares. No lo son entre los no creyentes, los cuales
van a acusarme (algunos ya lo han hecho) de querer encender de nuevo las piras
funerarias de la Inquisición y encomendar el control de la ciencia a dicho
tribunal. Tampoco lo son incluso entre ciertos católicos; quienes sabiendo
que, tales ideas conducen a tales réplicas, no juzgan oportuno, en interés
de la propia religión, el exponerse a ellas. No obstante para responderles no
es necesario abrir de nuevo la discusión acerca de lo que fue la Inquisición
y el asunto de Galileo. Sea lo que sea lo que ocurrió en tiempos anteriores,
la doctrina oficial y constante de la Iglesia es que la ciencia es libre en
todos sus dominios. Nadie pretende que la filosofía y la física puedan o
deban ser deducidas de la teología. Santo Tomás incluso enseñó exactamente
lo contrario, en contra de algunos de sus contemporáneos que hacían de lo
que hoy llamamos ciencia positiva, un caso particular de la Revelación. El
pedir que la ciencia y la filosofía se regulen a sí mismas bajo la
teología, es en primer lugar pedirles que estén de acuerdo en reconocer sus
límites, que se conformen con ser una ciencia o una filosofía, sin pretender
transformarse en una teología, tal como vienen haciendo constantemente. Esto
es, pues, pedirles que tomen en consideración ciertas verdades enseñadas por
la Iglesia respecto al principio, al fin y al naturaleza del hombre, no
siempre con la intención de transformarlas en otras tantas verdades
científicas y enseñarlas como tales (pues pueden ser objeto de pura fe),
sino para evitar en sus investigaciones aventuras sin objeto, que en último
término son mucho más prejudiciales para la ciencia mismo de lo que pueden
serlo para la Revelación. Cuanto más grande es la autoridad de la fe, tanto
más prudente deben ser, antes de comprometerse, aquellos que no están
capacitados para hablar en su nombre, pero cuanto más exactas y rigurosas son
las disciplinas científicas en las pruebas, tanto más escrupulosas deben ser
los científicos en conseguir una valoración ecuánime de todas las
afirmaciones que enseñan: el hecho observado, la hipótesis controlada por un
experimento, y la teoría que, eximida de todo control experiencial
propiamente dicho, será reemplazada mañana por otra, aunque hoy es impuesta
a todo intento y propósito como un dogma. Una visita al cementerio de las
doctrinas científicas que fueron irreconciliables con la Revelación, nos
pondría delante de sepulturas gigantescas. En el curso de nuestra vida, ¿en
nombre de cuántas doctrinas, abandonadas ya por sus propios autores, no hemos
sido llamados a renunciar a las enseñanzas de la Iglesia? ¿De cuántos
falsos pasos se hubieran salvado los historiadores y sabios, si hubieran
escuchado la voz de la Iglesia cuando les advertía que estaban excediendo los
límites de su competencia?
[Cortesía
de Universidad Virtual Santo Tomas (UVST)- Balmesiana]
Gentileza de www.arvo.net para la BIBLIOTECA
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