Discurso de M. Henri Bergson
Madrod,
1916. En Manuel García Morente, "La Filosofía de Henri Bergson".
Ed. Espasa Calpe, 1972. pp. 13-18
Señores:
Ante todo, dejadme que os manifieste mi alegría de hallarme entre vosotros y
mi gratitud por vuestra amable invitación. Hace ya tiempo que me fue hecha, y
ha pasado, por decirlo así, por dos fases sucesivas. Fue primero una
invitación que los estudiantes dirigieron al profesor de filosofía. Al
recibirla, me sentí conmovido, regalado, mas no sorprendido. No fue para mí
una sorpresa, porque ya estoy algo acostumbrado a que, donde quiera que voy,
los estudiantes me traten como a un camarada. Sin haberme visto nunca, sólo
por haberme leído, adivinan que soy un viejo estudiante. ¡Y tienen mucha
razón! La filosofía, según yo la entiendo, exige que no se pierda nunca la
disposición de espíritu en que estáis vosotros en la Universidad, que no se
retroceda nunca ante el estudio de un nuevo objeto, y aun de una ciencia
nueva.
El filósofo, en mi concepto es, ante todo, el hombre que está siempre
dispuesto, cualquiera que sea su edad, a volver a ser estudiante. Y es que aun
en filosofía, no debe hablarse más que de lo que se sabe; y aun en
filosofía, no se sabe una cosa hasta que no se ha aprendido. Durante mucho
tiempo, es cierto, fue el filósofo un hombre que para todo tenía respuesta,
que asentaba unos principios simples, y deducía de ellos la explicación de
lo real y de lo posible. Así construía un sistema, de hermosa arquitectura
acaso, pero necesariamente frágil. Venía luego otro filósofo quien, con
otros principios, labraba un nuevo edificio sobre las ruinas del primero.
Concebida de esta suerte, la filosofía corre el riesgo de tener siempre que
volver a empezar; muchos pensarán que es un mero entretenimiento del ingenio,
una especie de juego, y que la ciencia sola es un trabajo serio. Bien distinta
es la idea que debemos hacernos de la filosofía. Es esta una investigación,
cuyo método difiere, en algunos puntos, del método de la ciencia positiva,
pero tan susceptible de precisión y de rigor como la ciencia misma. Pero el
filósofo deberá resignarse, como el científico, a no estudiar más que un
corto número de puntos, a no plantear más que un corto número de problemas;
sólo con esta condición obtendrá resultados duraderos. Otros filósofos
continuarán su labor; y así la filosofía, como la ciencia, se hará en
colaboración, y progresará indefinidamente, en lugar de tejerse y destejerse
sin cesar como la tela dé Penélope. La unidad de la filosofía ya no será
la de una cosa hecha, como la de un sistema metafísico; será la unidad de
una continuidad, de una curva abierta que cada pensador prolongará
tomándola. en el punto en que otros la dejaron. Pero la filosofía, así
concebida, si no exige ya que el filósofo tenga genio requiere, en cambio,
una labor mucho más prolongada, un esfuerzo mucho más penoso que si se
tratara simplemente de construir un sistema metafísico con la dialéctica por
instrumento y las imaginaciones, por material. Pues el método filosófico,
tal como yo me lo represento, comprende dos momentos e implica dos acciones
sucesivas del espíritu. El segundo momento, "el acto final, es el que yo
llamo intuición, un esfuerzo muy difícil y muy penoso, por medio del cual se
rompe con las ideas preconcebidas y con los hábitos intelectuales hechos para
colocarse simpáticamente en el interior de la realidad. Mas antes de que
sobrevenga esta intuición, que es la operación propiamente filosófica, es
necesario un estudio científico de los contornos del problema.
Ahora bien, esos contornos pueden ser de los más inesperados. El que emprende
una cierta dirección filosófica, no puede saber de antemano cuáles van a
ser los problemas científicos que encontrará en su camino y que deberá
profundizar para seguir adelante. Podrán ser problemas de mecánica, de
física, de biología, de sociología, de una ciencia cualquiera. Pero ¿y si
no es matemático, o físico, o biólogo, o sociólogo? Tendrá que llegar a
serlo. Pero eso no se hace en un día. Cierto que no; eso puede exigir años;
pero el filósofo consagrará a ello los años que hagan falta. Por eso decía
yo que el filósofo debe estar dispuesto en cualquier momento de su carrera a
volverá ser estudiante. Ignoro, por mi parte, si soy filósofo, pero sé bien
en qué punto me hallo en este momento. El desarrollo de las conclusiones a
que he llegado hasta ahora me ha situado frente a un problema nuevo, y este
nuevo problema me ha puesto en el trance, si quiero obtener su solución, de
emprender estudios nuevos para mí. ¿Que no consigo alcanzar su término?
Pues entonces liquidaré cuanto pueda tener aún que decir acerca delos
problemas a que he dado ya la vuelta; mas sobre problemas nuevos nada
escribiré; nunca se está obligado a hacer un libro.
Pero hasta ahora sólo he hablado de la primera fase de la invitación y, a
este propósito, me he dejado ir a un comentario, quizá demasiadamente largo,
de la relación que establezco entre el filósofo y el estudiante. He aquí
que vengo a Madrid; y no vengo solo; como acaso lo creísteis primero, sino
acompañado por varios de mis colegas del Instituto de Francia, pertenecientes
al mundo de la ciencia y del arte. Y, en consecuencia, no sólo habéis
deseado recibirnos a todos juntos, sino que habéis querido no ser vosotros,
los estudiantes, los únicos que nos recibieran; habéis ensanchado el marco
de vuestra invitación; habéis convocado aquí a los más eminentes
representantes de la política, de la ciencia, del arte y de la literatura.
Nos hacíais con ello un gran honor, que de antemano nos ha conmovido. Mas en
el momento de penetrar aquí, otro sentimiento ha venido a sumarse al primero,
sentimiento muy dulce. Sumidos en una atmósfera de cordialidad, hemos creído
sentirnos levantados, al mismo tiempo, por una ola de simpatía. Y bien
comprendíamos que esta simpatía no se dirige únicamente a nuestras
personas. Dirígese también -dirígese sobre todo, así lo esperamos- a lo
que nosotros representamos aquí. A través de nosotros, por encima de
nosotros, se dirige a Francia.
A Francia, la que por su parte ama a España. A Francia, cuya admiración
siempre fue grande por el arte español, por la literatura española, por
todas las contribuciones que España ha aportado a la ciencia, a .la
filosofía, a la civilización. Ninguna nación está mejor dispuesta para
comprender la vuestra, para simpatizar con las corrientes de pensamiento y de
sentimiento del alma española -alma que siempre estuvo bien viva, pero que
está más viva hoy que nunca, y cuya actividad, en todos los campos, va
camino de una renovación.
Mucho se ha hablado de esta simpatía y admiración recíproca que siempre ha
existido entre ambas naciones, aun en las épocas en que las circunstancias
políticas no las unían. Pero ¿hanse profundizado bastante las causas?
Decía Aristóteles que la amistad sólida está cimentada en la virtud.
Referíáse a la amistad entre individuos. Pero otro tanto podría decirse
de" la amistad entre naciones. No puede haber simpatía profunda entre
dos naciones, no pule siquiera haber comprensión recíproca sino en la medida
de la elevación moral que tienen una y otra.
Esta elevación moral la encontramos en vuestro arte, en vuestra literatura,
en vuestra historia. Hasta en el libro, inmortal en que Cervantes, cuyo
aniversario celebráis este año, ha ridiculizado la caballería, adivínase,
siéntese desde el principio hasta el fin, un continuo homenaje al espíritu
caballeresco. Inmanente en el alma española hay un ideal de generosidad, que
es también el nuestro. He ahí por lo que podemos comprendernos y simpatizar.
Algunas naciones son naciones nobles. Llamo "nobles" a las naciones
que han conservado algo del ideal caballeresco, que anteponen el derecho a la
fuerza, que creen en la justicia y conocen la generosidad. Francia y España
son de esas naciones.
Así como hay una cota de altura material para los diferentes lugares del
planeta, también hay una cota de altura moral para los diferentes pueblos que
lo habitan. Éstos están situados moralmente en niveles distintos. Las
naciones cuyo nivel moral es idéntico, las naciones situadas a una misma
altura moral, en un mismo plano moral, están destinadas a encontrarse y a
marchar juntas.
No quiero decir que las cuestiones de interés carezcan de importancia en las
relaciones entre los pueblos. Pero, en primer lugar, son cada vez menos
decisivas, conforme se va ascendiendo en la escala moral de las naciones. Y,
además, donde no haya más que una comunidad de interés, necesariamente
accidental, no podrá ser duradera la unión y estrecho el lazo; mientras que,
donde hay una comunidad de elevadas aspiraciones, donde hay estimación y
simpatía recíprocas, se acabará siempre por encontrar intereses comunes; y
este terreno común, una vez hallado, no cesará de agrandarse. Tal es el
caso, seguramente, dé Francia -y de España.
Una señal de esta amistad es para mí, repito, la reunión de hoy. Saludo
cordialmente a todos los que se han congregado aquí. Unos -estudiantes-
representan la España de mañana. Otros –hombres ilustres- son la España
de hoy, la España de que antes hablaba diciendo que está animada de una
nueva vitalidad. Nuestro vocablo francés "juventud" tiene una doble
significación: designa el conjunto de los jóvenes y expresa también una
cierta disposición del alma, un ardor y un aliento. Dejadme que .tome esa voz
en sus dos sentidos y que salude a un tiempo en sus estudiantes y en sus
hombres ilustres, a la juventud española.