CAPÍTULO XVI

EL HOMBRE ESTÁ DESTINADO A VIVIR EN SOCIEDAD

 

139. Hemos explicado los deberes del hombre considerado como si estuviese solo en el mundo, sin un ser semejante con el cual pudiera tener relaciones; pero esto es una hipótesis que únicamente tuvo lugar en los breves momentos que transcurrieron desde la creación de Adán hasta la de Eva, su mujer. Siempre y en todas partes se ha encontrado el hombre en relación con sus semejantes; pues no merecen atención las raras excepciones de esta regla ofrecidas por la historia de largos siglos. Los que han vivido sin comunicación con sus semejantes, han sufrido este infortunio por algún accidente: unos, desplegada ya su razón, como los náufragos arrojados a una isla desierta; otros, antes del uso de razón, ya sea que, abandonados por sus padres en la niñez, debieran a una casualidad feliz el no perecer, o bien porque se haya querido hacer en ellos una prueba, como en los niños de Egipto y de Mogol. (V. "Ideología", cap. XVI) El aislamiento que sobreviene desplegada ya la razón, es un accidente rarísimo en los fastos de la historia; el otro, a más de ser muy raro también, no cae bajo la jurisdicción de la ciencia moral, porque los individuos que se hallan en tal caso, se muestran tan estúpidos, que se duda con harto fundamento, si tienen ideas morales. ("Ibíd") Sin embargo, no será inútil el haber considerado al hombre en un aislamiento hipotético; porque esto nos ha enseñado a conocer mejor que hay en el orden moral algo absoluto, necesario, independiente de las relaciones de la familia y de la sociedad, mostrándonos la ley moral presidiendo a los destinos de toda criatura inteligente y libre, por el mero hecho de su existencia. Las relaciones en que vamos a considerar al hombre, nos llevarán al conocimiento de una nueva serie de obligaciones morales; y al propio tiempo servirán a completar la idea de las que acabamos de encontrar en el individuo aislado.

 

140. Las leyes que rigen en la generación, crecimiento y perfección del hombre físico, son un argumento irrecusable de que no puede estar solo; y las que presiden el desarrollo de sus facultades intelectuales y morales, confirman la misma verdad. Al nacimiento precede la sociedad entre el marido y la mujer, y sigue la sociedad del hijo con la madre. Sin estas condiciones, no existe el hombre, o muere a poco de haber visto la luz. La debilidad del recién nacido indica la necesidad de amparo, y el largo tiempo que su debilidad se prolonga, manifiesta que este amparo ha de ser constante. Dejadle solo cuando acaba de nacer, y vivirá pocas horas; abandonadlo en un bosque, aun cuando cuente ya algunos años, y perecerá sin remedio. La necesidad de la comunicación con sus semejantes la manifiestan con no menor claridad las condiciones de su desarrollo intelectual y moral; el individuo solitario vive en la estupidez más completa: o no tiene ideas intelectuales y morales, o son tan imperfectas, que no se dejan conocer. (Véase "Ideología", cap. XVI) De esto debemos inferir que el hombre no está destinado a vivir solo, sino en comunicación con sus semejantes, de lo contrario, será preciso admitir el despropósito de que la naturaleza le forma para morir luego de nacido, o para vivir en la estupidez de los brutos, si su vida se conservase por algún accidente feliz.

 

CAPÍTULO XVII

DEBERES Y DERECHOS DE LA SOCIEDAD DOMÉSTICA, O SEA DE LA FAMILIA

 

141. La reunión de los hombres forma las sociedades, las que son de diferentes especies, según los vínculos que las constituyen. La primera, la más natural, la indispensable para la conservación del género humano, es la de familia. Su objeto nos ha de enseñar las relaciones morales que de ella dimanan.

 

142. La especie humana perecería, si los padres no cuidasen de sus hijos, alimentándolos, librándolos de la intemperie y preservándolos de tantas causas como les acarrearían la muerte. Esta obligación se refiere en primer lugar a la madre; por esto la naturaleza le da lo necesario para alimentar al recién nacido, y pone en su corazón un inagotable raudal de amor, de solicitud y de ternura.

 

143. La debilidad de la mujer, la imposibilidad de procurarse por sí sola la subsistencia para sí y para su familia, están reclamando el auxilio del padre sobre quien pesa también la obligación de conservar la vida de individuos a quienes la ha dado.

 

144. Los discursos de la razón están de más cuando se halla de por medio la intrínseca necesidad de las cosas y habla tan alto la naturaleza: estos deberes son tan claros, que no hay necesidad de esforzar los argumentos que prueban: escritos se hallan con caracteres indelebles en el corazón de los padres; el indecible amor que profesan a sus hijos, es una elocuente proclamación de la ley natural.

 

145. Claro es que la conservación del humano linaje no se refiere únicamente a la vida física, sino que abraza también la intelectual y moral: el Autor de la naturaleza ha querido que se perpetuase la especie humana, pero no como una raza de brutos, sino como criaturas racionales. La razón no se despliega sin la comunicación intelectual: y así es que, al encomendarse a los padres el cuidado de conservar y perfeccionar a los hijos en lo físico, se les ha encomendado también el desarrollo y perfección en el orden intelectual y moral. He aquí, pues, cómo la misma naturaleza nos está indicando que los padres tienen obligación de educar a sus hijos, formando su entendimiento y corazón cual conviene a las criaturas racionales.

 

146. Este cuidado debe extenderse a largo tiempo; más todavía que el relativo a lo físico, porque la experiencia enseña que el niño llega lentamente al conocimiento de las verdades de que necesita, y, sobre todo, sus inclinaciones sensibles se depravan con facilidad, y, ahogando la semilla de las ideas morales, no las dejan prevalecer en la conducta.

 

147. El común de los hombres sólo vive lo necesario para cuidar de la educación de sus hijos: nachos son los padres que mueren antes de que éstos alcancen la edad adulta, y casi todos descienden al sepulcro sin haber podido cuidar de los menores. Esta verdad se manifiesta en las tablas de la duración de la vida, y sin necesidad de cálculos nos lo está mostrando la experiencia común. Cuando los padres tienen de cincuenta a sesenta años, sus hijos mayores no pasan de veinte a treinta; y a éstos siguen otros que no son todavía capaces de proveer a su subsistencia, y menos aún de dirigirse bien entre los escollos del mundo. Este hecho es de la mayor importancia para manifestar la necesidad de que los vínculos del matrimonio sean durables por toda la vida, cuidando unidos, el marido y la mujer, de los hijos que la Pro-videncia les ha encomendado. Sin esta permanencia en la unión, muchos hijos se verían abandonados antes de tiempo, y se perturbaría el orden de la familia y de la sociedad. El corto plazo de vida concedido al hombre le está indicando que, en vez de divagar a merced de sus pasiones, formando nuevos lazos, y dando simultáneo origen a distintas familias, se apresure a cuidar de la que tiene, porque se acerca a pasos rápidos el momento de bajar al sepulcro.

 

148. Ninguna sociedad, por pequeña que sea, puede conservarse ordenada, sin una autoridad que la rija; donde hay reunión, es preciso que haya una ley de unidad; de lo contrario, es inevitable el desorden. Las fuerzas individuales entregadas a sí solas, sin esta ley de unidad, o producen dispersión, o acarrean choque y anarquía. De esta regla no se exceptúa la sociedad doméstica; y, como la autoridad no puede residir en los hijos, ha de estar en los padres. Así, la autoridad paterna está fundada en la misma naturaleza, anteriormente a toda sociedad civil.

 

149. Los límites de esta autoridad se hallan fijados por el objeto de la misma; debe tener todo lo necesario para que la sociedad de la familia pueda alcanzar su fin, que es la crianza y educación de los hijos, de tal modo, que se perpetúe el linaje humano con el debido desarrollo y perfección de las facultades intelectuales y morales.

 

150. Antes de la sociedad con los hijos, hay la de marido y mujer; y entre éstos ha de haber autoridad, para que haya orden. La debilidad de la mujer, las necesidades de su sexo, sus inclinaciones naturales, el predominio que en ella tiene el sentimiento sobre la reflexión, la misma clase de medios que la naturaleza le ha dado para adquirir ascendiente, todo está indicando que no ha nacido para mandar al varón, a quien la naturaleza ha hecho reflexivo, de corazón nonos sensible, sin los medios y las artes de seducir, pero con el aire y la fuerza de mando. La autoridad de la familia se halla, pues, en el varón; la de la madre viene en su auxilio y la reemplaza cuando falta.

 

151. El derecho de mandar es correlativo de la obligación de obediencia; así, pues, los deberes de la mujer con el marido y de los hijos con los padres están limitados Por el derecho de sus respectivos superiores (77, 78, 79) La mujer debe a su marido, y los hijos a los padres, sumisión y obediencia en todo lo concerniente al buen orden doméstico. Cuáles sean las aplicaciones de estos deberes, lo indican las circunstancias; y no puede establecerse una regla general que fije con toda exactitud la línea hasta donde llegan, y de la que no pasan. En la instabilidad de las cosas humanas es inevitable el que haya muchos casos que parezcan pedir la ampliación o la restricción de la autoridad doméstica; y el buen orden de las familias y de los estados ha exigido que los legisladores establecieran reglas para determinar algunas de las relaciones domésticas. De aquí es el que la autoridad conyugal y la potestad patria tengan diferente extensión en los varios tiempos y países, cuyas diferencias no pertenecen a este lugar, y son objeto de la jurisprudencia.

 

152. En la infancia de las sociedades, cuando las familias no estaban unidas con vínculos bastantes para constituir verdaderos estados políticos, la potestad patria debía ser naturalmente muy fuerte; siendo el único elemento de orden privado y público, debía tener todo lo necesario para llenar su objeto. Pero, a medida que la organización social fue progresando, la potestad patria, si bien entró como un elemento de orden, no fue el único; y así es que sus facultades se restringieron, pasando algunas de ellas al poder social. En este punto ha habido variedad en la legislación de los pueblos, viéndose sociedades bastante adelantadas, donde todavía se conservaba a la potestad patria el derecho de vida y muerte; pero en general se puede asegurar que la tendencia ha sido de restricción, encaminándose a dejarle únicamente lo indispensable para la crianza y educación de los hijos y el buen orden en la administración de los asuntos domésticos.

 

153. Los innumerables beneficios que los hijos deben a sus padres, producen la obligación de la gratitud; y, así como el padre cuida de la infancia y adolescencia del hijo, así el hijo debe cuidar de la vejez de su padre. La piedad filial es un deber sagrado; las ofensas a los padres son contra la naturaleza; y así es que el parricidio se ha mirado con tanto horror en todos los pueblos, castigándole unos con suplicios espantosos, y no señalándole otros ninguna pena, porque las leyes le consideraban imposible.

 

154. La naturaleza no comunica al amor filial la viveza, profundidad, ternura y constancia que distinguen al paterno y al materno; en lo cual se manifiesta la sabiduría del Criador, que ha dado un impulso más irresistible, a proporción de que se dirigía a un objeto más necesario. Los padres viven y el mundo se conserva, a pesar del cruel comportamiento de algunos hijos, y de la ingratitud e indiferencia de muchos; pero el mundo se acabaría pronto, si este olvido de los deberes fuese posible en los padres. Un anciano desvalido molesta a los hijos que le asisten, pero la negligencia de éstos sólo puede abreviarle un poco la vida; mas si el desvalimiento de los hijos molestase a los padres, y éstos se olvidasen de cuidar de ellos, y no fueran capaces de los mayores sacrificios, el niño perecería cuando apenas empezara a vivir.

 

155. A pesar de esta diferencia de sentimientos, la obligación moral de los hijos para con los padres es grave, gravísima: el amor, la obediencia, el respeto, la veneración, el auxilio en las necesidades, la tolerancia de sus molestias, el compasivo disimulo de sus faltas, la paciencia en las enfermedades y flaquezas de la vejez, son deberes prescriptos por la piedad filial; quien los olvida y quebranta, ofende a la naturaleza, y en ella a Dios, su autor.

 

CAPÍTULO XVIII

ORIGEN DEL PODER PÚBLICO

 

156. La sociedad doméstica no basta para el género humano, porque, limitada a la crianza y educación de los hijos, no se extiende a las relaciones generales establecidas por motivos de necesidad y utilidad. Sin la autoridad paterna, no sería posible la conservación del orden entre los individuos de una misma familia; sin la autoridad política, no fuera posible conservar el orden entre las diferentes familias: éstas serían a manera de individuos que lucharían entre sí continuamente, pues que, para terminar sus desavenencias no tendrían otro medio que la fuerza.

 

157. Supuesto que Dios ha hecho al hombre para vivir en sociedad, ha querido todo lo necesario para que ésta fuera posible; por donde se ve que la existencia de un poder público es de derecho natural, y que lo es también la sumisión a sus mandatos. La forma de este poder es varia, según las circunstancias; los trámites para llegar a constituirse han sido diferentes, según las ideas, costumbres y situación de los pueblos; pero bajo una u otra forma este poder ha existido, y ha debido existir por necesidad, dondequiera que los hombres se han hallado reunidos: sin esto, era inevitable la anarquía, y, por consiguiente, la ruina de la sociedad.

 

Esta doctrina es tan clara, tan sencilla, tan conforme a la naturaleza de las cosas, que no se explica fácilmente por qué se ha disputado tanto sobre el origen del poder: reconocido el carácter social del hombre, así con respecto a lo físico como a lo intelectual y moral, el disputar sobre la legitimidad de la "existencia" del poder equivalente a disputar sobre la legitimidad de satisfacer una de las necesidades más urgentes. El hombre se alimenta, porque sin esto moriría, se viste, se guarece, porque sin esto sería víctima de la intemperie; vive en familia, porque no puede vivir solo; las familias se reúnen en sociedad, porque no pueden vivir aisladas; y reunidas en sociedad están sometidas a un poder público, porque sin él serían víctimas de la confusión y acabarían por dispersarse o perecer. ¿Qué necesidad hay de inventar teorías para explicar hechos tan naturales? ¿Por qué se han querido sustituir las cavilaciones de la filosofía a las prescripciones de la naturaleza?

 

158. La variedad de formas del poder público es un hecho análogo a la variedad de alimentos, de trajes, de edificios: lo que había en el fondo era una necesidad que se debía satisfacer, pero el modo ha sido diferente, según las ideas, costumbres, climas, estado social y demás circunstancias de los pueblos. Esta variedad nada prueba contra la necesidad del hecho fundamental; solo manifiesta la diversidad de sus aplicaciones; no indica que haya dependido de la libre voluntad, sino que la necesidad, la conveniencia, u otras causas, le han modificado. La variedad de alimentos, trajes y habitaciones, no destruye la necesidad de estos medios, y el que, a la vista de la diversidad de las formas del poder público, finge contratos primitivos, por los cuales los hombres se hayan convenido en vivir juntos y en someterse a una autoridad, es no menos extravagante que quien se los imaginara unidos para convenir en vestirse, en edificar casas y en dar tal o cual figura a sus trajes, tal o cual forma a sus habitaciones.

 

159. ¿Cómo se organizó, pues, el poder público? ¿Cuáles fueron los trámites de su formación? Los mismos de todos los grandes hechos, los cuales no se sujetan a la estrechez y regularidad de los procedimientos fijados por el hombre. Debieron de combinarse elementos de diversas clases, según las circunstancias. La potestad patria, los matrimonios, la riqueza, la fuerza, la sagacidad, los convenios, la conquista, la necesidad de protección, y otras causas semejantes, producirían naturalmente el que un individuo o una familia, una casta, se levantasen sobre sus semejantes y ejerciesen, con más o menos limitación, las funciones del poder público. A veces la autoridad de un padre de familia, extendiéndose a sus ramas y dependencias, formaría el tronco de un poder, que, vinculándose en una casa o parentela, daría príncipes y reyes a las generaciones que iban sobreviniendo; a veces se necesitarían caudillos que guiasen en una transmisión, en una guerra, en la defensa de los hogares; y éstos, levantados por la necesidad de las circunstancias, permanecerían después en su elevación; a veces una colonia de pueblos más civilizados, empezando por pedir hospitalidad, acabarían por establecer un imperio; a veces un hombre extraordinario por su capacidad arrebataría la admiración de sus semejantes, que, creyéndolo enviado por el cielo, se someterían gustosos a su enseñanza y mandatos, vinculando en su familia el derecho supremo; en una palabra, el poder público se ha formado de varios modos bajo condiciones diversas; y casi siempre lentamente, a manera de aquellos terrenos que resultan del sedimento de los ríos en el transcurso de largos años.

 

Atiéndase a la formación de los estados modernos y se comprenderá la de los antiguos. ¿Acaso la Europa se ha constituido bajo un solo principio que le haya servido de regla constante? La conquista, los matrimonios, la sucesión, las cesiones, los convenios, las intrigas, las revoluciones, los libres llamamientos, ¿no son otros tantos orígenes del poder público en las sociedades modernas? Así en su origen como en su desarrollo, ¿la fuerza y el derecho no andan mezclados con harta frecuencia? Aun en nuestros días, ¿no estamos viendo cambios de formas, restauraciones, conquistas, convenios; transformándose el poder público, ora bajo las influencias de la diplomacia, ora bajo los debates de una asamblea, ora bajo la fuerza de las bayonetas o de las conmociones populares? Esta variedad, estas vicisitudes, por más lamentables que sean, son inevitables, atendida la incesante lucha en que por la misma naturaleza de las cosas se hallan las ideas, las costumbres, los intereses, y por los sacudimientos que produce el choque de las pasiones, que se ponen al servicio de los elementos combatientes. La misma transformación que van sufriendo de continuo las sociedades, adelantando las unas, retrogradando las otras, y contribuyendo todas a que se realicen los destinos que Dios ha señalado a la humanidad en su mansión sobre la tierra, es una causa necesaria de diferencias, y un insuperable obstáculo para que los hechos, con su inmensa variedad y amplitud, puedan caber en la mezquina regularidad de los moldes filosóficos. Es necesario contemplar la sociedad desde un punto de vista elevado, para no dejarse deslumbrar por teorías pobres, que pretenden explicar y arreglar el mundo con algunas fábulas, tan henchidas de vanidad como faltas de verdad.

 

160. En resumen: el objeto del poder público es una necesidad del género humano; su valor moral se funda en la ley natural, que autoriza y manda la existencia del mismo; el modo de su formación ha dependido de las circunstancias, sufriendo la variedad e instabilidad de las cosas humanas.

 

CAPÍTULO XIX

DERECHOS Y DEBERES RECÍPROCOS, INDEPENDIENTES DEL ORDEN SOCIAL

 

161. Antes de examinar los derechos y deberes que se fundan en el orden social, conviene advertir que, independientemente de toda reunión en sociedad, y hasta de los vínculos de familia, tiene el hombre obligaciones con respecto a sus semejantes. Basta que dos individuos se encuentren, aunque sea por casualidad y por breves momentos, para que nazcan derechos y deberes conformes a las circunstancias.

 

Supóngase que un hombre enteramente solo en la tierra tropieza con otro cuya existencia no conocía; ¿puede matarle, atropellarle, ni molestarle en ningún sentido? Es evidente que no. Luego, en ambos, la seguridad individual es un derecho, y el respeto a ella un deber. Al encontrar a su semejante, le ve en peligro de morir por enfermedad, por fatiga, por hambre o sed; ¿puede dejarle abandonado y no socorrerle en su infortunio? Claro es que no. Luego el auxilio en las necesidades, es otra obligación que hace del simple contacto de hombre con hombre.

 

El decir que no hay otros deberes relativos que los nacidos de la organización social, es contrario a todos los sentimientos del corazón. Un navegante en alta mar divisa a un infeliz que está luchando con las olas; ¿no sería culpable si, pudiendo, no le salvara? Aunque el desgraciado perteneciese a la raza más bárbara, con la cual no fuera posible tener ninguna clase de relaciones, ¿no llamaríamos monstruo de crueldad al navegante que no lo librase del peligro? No hay entre ellos el vínculo social, pero hay el humano; siendo notable que esta clase de actos se llaman de humanidad, y lo contrario inhumanidad, porque, haciéndolos, nos portamos como hombres, y, omitiéndolos, como fieras.

 

162. El Autor de la naturaleza nos une a todos con un mismo lazo, por el mero hecho de hacernos semejantes. La razón de esto se halla en que, no pudiendo el hombre vivir solo, necesita del auxilio de los demás  y la satisfacción de esta necesidad queda sin garantía, sin todo hombre no tiene prohibición de maltratar a otro y la obligación de socorrerle. Esta ley moral es una condición indispensable para el mismo orden físico, y de aquí es que Dios la ha escrito, no sólo en el entendimiento, sino también en el corazón, para que, no sólo la conociésemos, sino también la sintiésemos; de suerte que cuando fuese preciso obrar, el impulso natural se adelantase a la reflexión. ¿Quién no sufre al ver sufrir? ¿Quién no siente un vivo deseo de aliviar al infortunado? ¿Quién ve en peligro la vida de otro, sin que instintivamente se arroje a salvarle? En una calle vemos a una persona distraída, que no advierte que un caballo, un carruaje, le van a atropellar; ¿necesitamos acaso de la reflexión para cogerla del brazo y librarla de una desgracia? ¿Los vínculos de familia ni de sociedad son necesarios para que nos creamos ligados con este deber?

 

163. El derecho de defensa existe independientemente de la organización social. Por lo mismo que el hombre puede y debe conservar su vida, tiene un indisputable derecho a defenderla contra quien se la quiere quitar. Por idéntica razón se extiende el derecho de defensa a la integridad de los miembros y al ejercicio de nuestras facultades. Si un hombre solitario se viere golpeado por otro, tiene derecho a rechazar los golpes pagándole con la misma moneda; y, si se le quiere coartar en su libertad, por ejemplo, ligándole o encerrándole, tendría derecho a desembarazarse de su oficioso custodio. Un salvaje que quiere beber de una fuente o comer de la fruta de un árbol del desierto no puede ser coartado por otro en el uso de su derecho; y, si este último pretende lo contrario, el primero podrá usar de los medios convenientes para hacerle entrar en razón.

 

164. Infiérese de esto que, independientemente de toda sociedad doméstica y política, tiene el individuo derechos y deberes; derechos a lo que necesita para la conservación de la vida y el racional ejercicio de sus facultades; deberes de respetar esos mismos derechos en los demás, y de socorrerles en sus necesidades, según lo exijan las circunstancias. Estos derechos y deberes se fundan en el hombre como hombre, y no como individuo de una sociedad organizada; nacen de una ley de sociedad universal, que ha establecido Dios entre todos los individuos de la especie humana, por el mismo hecho de criarlos.

 

165. Conviene tener bien entendida y presente esta doctrina sobre los derechos y deberes individuales, para comprender a fondo los que nacen de la organización social, o de la reunión permanente de los hombres en sociedad. El hombre no lo recibe todo de esta reunión; lleva a ella un caudal propio, que está sujeto a ciertas condiciones, pero del cual no es lícito despojarle sin justos motivos.

 

CAPÍTULO XX

VENTAJAS DE LA ASOCIACIÓN

 

166. La reunión de los hombres en sociedad acarrea a los asociados inmensas ventajas. La seguridad individual es garantida contra las pasiones; los medios para la conservación de la vida se aumentan; las fuerzas para dominar la naturaleza y hacerla contribuir a la satisfacción de las necesidades, se multiplican con la asociación; las facultades intelectuales se acrecientan notablemente, participando todos de las ideas de todos. Manifestémoslo con un ejemplo.

 

Algunas tribus de salvajes se hallan desparramadas por un valle plantado de árboles, de cuyo fruto se sustentan. Mientras los árboles se conservan bien, hay abundancia de alimentos; mas, por desgracia, suele acontecer que en el tiempo de las lluvias el valle se inunda, y los árboles destruyen o deterioran. La causa de la inundación está en que unas enormes piedras impiden que las aguas corran con libertad por su cauce; si fuera posible apartarlas, el peligro desaparecería; y, además, colocándolas en la embocadura del valle por donde se desborda el torrente, en lugar de dañar como ahora, aprovecharían mucho, pues servirían de dique y asegurarían para siempre la conservación de los árboles. Un salvaje concibe esta idea, acomete la empresa, forceja, se fatiga, pero en vano: cada una de las piedras pesa mucho más de lo que puede mover un hombre. A los esfuerzos del uno suceden los del otro con igual resultado; aunque los salvajes fuesen un millón, las piedras sufrieran los impulsos "sucesivos", y permanecerían en su puesto. He aquí los efectos del aislamiento. Introducid ahora el principio de asociación. Cada piedra necesita la fuerza de diez hombres: como la gente sobra, se reúnen diez para cada una; las piedras eran veinte; acometiendo la empresa a un mismo tiempo los necesarios para todo, que serán doscientos, una obra que antes era absolutamente imposible, se lleva a cabo en un abrir y cerrar de ojos.

 

Fácil sería multiplicar los ejemplos análogos. Tomad mil individuos, exigidles que trabajen por separado sin unión de sus fuerzas: aunque sean todos excelentes ingenieros y arquitectos, no alcanzarán a construir un dique regular, ni a levantar un miserable edificio.

 

167. La asociación es una condición indispensable para el progreso; sin ella el género humano se hallaría reducido a la situación de los brutos. ¿Por qué dominamos a los animales aun cuando alguno de ellos se declare en insurrección? Porque ellos no se ayudan recíprocamente y nosotros sí. Un caballo se rebela contra su jinete y se propone derribarle o no dejarle montar, o atropellarle con mordiscos y coces; por poco tiempo que haya, acuden al socorro del jinete cuantas personas le pueden auxiliar, y el caballo tiene que someterse a la fuerza, porque no puede contra tantos. Si los demás caballos se hubiesen asociado a la insurrección, y reuniéndose con el que diera la señal, hubiesen dado una batalla en regla, el triunfo de los hombres habría sido harto más difícil; y probablemente en la primera refriega quedara dueño del campo el ejército caballar.

 

168. En la asociación, las fuerzas no se suman, sino que se multiplican; y a veces la multiplicación no puede expresarse por la ley de los factores ordinarios. La fuerza de diez, unida a otra de diez, no hace sólo veinte, sino ciento, y a veces mucho más. Un individuo quiere no ver un peso que exige la fuerza de dos: no consigue nada; su fuerza es nula para el efecto: la reunión de otra fuerza como uno, no sólo compone la suma de dos, sino que multiplica la otra por un número infinito, pues que, siendo antes un valor nulo, lo convierte en un valor verdadero. Las fuerzas de los individuos A y B, consideradas en sí, eran algo cada una; mas, para el efecto de mover el peso, no eran nada. Así, los efectos "sucesivos" no estaban representados por 1 más, 1 igual a dos, pues entonces hubieran movido el peso; sino por 0 más 0. Se las reúne, impelen a un mismo tiempo, y el cero se convierte en 2. Luego la reunión hace el efecto de la multiplicación por un número infinito, Porque, considerando al cero corno cantidad infinitamente pequeña, no puede elevarse a la cantidad finita, 2, sin multiplicarse por un factor infinito.

 

169. La acumulación de los medios para proveer a las necesidades de todas especies, es otro de los resultados importantes de la asociación. Ella liga a los hombres distantes en lugar y tiempo, y hace que las generaciones presentes se aprovechen del trabajo de las pasadas. Cada generación consume lo que necesita y transmite el residuo a las futuras, y este residuo forma un caudal inmenso, cuya pérdida nos haría retroceder a la barbarie, dejándonos en la más espantosa pobreza. Suponed que una nación pierde de repente todo lo que le legaron sus antepasados, y que se queda únicamente con lo que ella ha hecho; se hallará de repente sin ciudades, sin pueblos, sin aldeas, con poquísimos edificios para vivir; los ríos sin puentes y sin diques; la tierra sin establecimientos de labor; las comarcas sin caminos; los mares sin naves, sin puertos, sin faros; las bibliotecas sin libros; los archivos sin papeles; las artes sin reglas; nada quedará, porque puede llamarse nada lo que cada generación tiene de obra propia, si se compara con lo heredado. Desgraciada humanidad si perdiese el enlace de la asociación en el espacio y en el tiempo: si en el espacio, los hombre se quedarían aislados y reducidos a la condición de grupos errantes; si en el tiempo, la ruptura con lo pasado equivaldría a un diluvio universal; y ese rico patrimonio de que nos gloriamos, se trocaría en destrozadas tablas en que apenas sobrenadarían algunos miserables restos.

 

170. Admiremos en esto la sabiduría del Autor de la naturaleza, que, imponiéndonos la ley de asociación, nos ha enseñado un medio necesario para adelantar; y compadezcámonos de esos habladores que han declamado contra la sociedad, dando una evidente prueba de su orgullosa irreflexión. El que condena la sociedad, el que la mira como un mal o como un hecho inútil, se puede comparar al hijo insolente que desdeña la protección de su padre, y le exige una liquidación de cuentas; las cuentas se liquidan, y el resultado es que el insolente pierde hasta la ropa que lleva, y se queda desnudo.

 

CAPÍTULO XXI

OBJETO Y PERFECCIÓN DE LA SOCIEDAD CIVIL

 

171. Para conocer a fondo los derechos y deberes que nacen de la organización social, y cómo en ella deben regularizarse los que son independientes de la misma, conviene tener presente que la sociedad no es para bien de unos ni de pocos, sino de todos; y, por consiguiente, el poder público que la gobierna no debe ni puede encaminarse al solo bien de un individuo, de una familia, ni de una clase, sino al de todos los asociados. Este es un principio fundamental de derecho público. Los hombres gobernados no son una propiedad de quien los gobierna: están, sí, encomendados a su dirección, y para que la dirección pudiese ejercerse con orden y provecho se les ha prescripto la obediencia. Esta doctrina no puede desecharse, a no ser que se quiera anteponer el bien de uno al de todos, sosteniendo que Dios ha criado a los hombres de una concisión semejante a la de los brutos, los que no viven para sí, sino para las necesidades y regalo de otro. No se realza de esta suerte la dignidad del poder público, antes bien se la rebaja: la verdadera dignidad del mando está en mandar para el bien de los que obedecen, cuando el mando se dirige al bien particular del que impera, y no al público, la autoridad se degrada, convirtiéndose en una verdadera explotación.

 

Esta doctrina, sólida garantía de los derechos de gobernantes y gobernados, es una luz que se difunde por todos los ramos de la legislación política y civil.

 

172. El interés público, acorde con la sana moral, debe ser la piedra de toque de las leyes; por lo cual debemos también fijar con exactitud cuál es el verdadero sentido de las palabras interés público, bien público, felicidad pública, palabras que se emplean a cada paso, y por desgracia con harta vaguedad. Y, sin embargo, es imposible conocer bien los principios y las reglas de la legislación, si el sentido de dichas expresiones no está bien determinado. No iremos a un punto, si no sabemos dónde está; ni acertaremos en un blanco, si no lo vemos clara y distintamente.

 

La necesidad de fijar con exactitud el sentido de las palabras bien, felicidad de los pueblos, la manifiestan las varias acepciones en que se las toma. Para unos la felicidad pública es el desarrollo material, para otros el intelectual y moral; ora se mira como más feliz al pueblo que se levanta sobre los otros por su poderío, ora al que vive tranquilo y calmo so disfrutando de la ventura del hogar doméstico. De aquí procede la confusión que reina en las palabras adelanto, progreso, mejoras, desarrollo, prosperidad, felicidad, civilización, cultura, que cada cual toma en el sentido que bien le parece, queriendo, en consecuencia, imprimir a la sociedad un impulso especial, por el camino de lo que se llama felicidad pública.

 

173. No creo imposible, ni siquiera difícil, el fiar las ideas sobre este punto. El bien público no puede ser otra cosa que la perfección de la sociedad. ¿En qué consiste esta perfección? La sociedad es una reunión de hombres; esta reunión será tanto más perfecta, cuanto mayor sea la suma de perfección que se encuentre en el conjunto de sus individuos, y cuanto mejor se halle distribuida esta suma entre todos los miembros. La sociedad es un ser moral; considerada en sí, y con separación de los individuos, no es más que un objeto abstracto; y, por consiguiente, la perfección de ella se ha de buscar, en último resultado, en los individuos que la componen. Luego la perfección de la sociedad es en último análisis la perfección del hombre; y será tanto más perfecta, cuanto más contribuya a la perfección de los individuos.

 

Llevada la cuestión a este punto de vista, la resolución es muy sencilla: la perfección de la sociedad consiste en la organización más a propósito para el desarrollo simultáneo y armónico de todas las facultades del mayor número posible de los individuos que la componen. En el hombre hay entendimiento, cuyo objeto es la verdad; hay voluntad, cuya regla es la moral; hay necesidades sensibles, cuya satisfacción constituye el bienestar material. Y así, la sociedad será tanto más perfecta, cuanta más verdad proporcione al entendimiento del mayor número, mejor moral a su voluntad, más cumplida satisfacción de las necesidades materiales

 

174. Ahora podemos señalar exactamente el última término de los adelantos sociales, de la civilización, y de cuanto se expresa por otras palabras semejantes, diciendo que es:

 

La mayor inteligencia posible, para el mayor número posible; la mayor moralidad posible, para el mayor moralidad posible, para el mayor número posible; el mayor bienestar posible, para el mayor número posible.

 

Quítese una cualquiera de estas condiciones, la perfección desaparece. Un pueblo inteligente, pero sin moralidad ni medios de subsistir, no se podría llamar perfecto; también dejaría mucho que desear el que fuese moral, pero al mismo tiempo ignorante y pobre; y mucho más todavía si, abundando de bienestar material, fuese inmoral e ignorante. Dadle inteligencia y moralidad, pero suponedle en la miseria: es digno de compasión; dadle inteligencia y bienestar, pero suponedle inmoral: merece desprecio: dadle, por fin, moralidad y bienestar, pero suponedle ignorante: será semejante a un hombre bueno, rico y tonto: lo que ciertamente no es modelo de la perfección humana.

 

CAPÍTULO XXII

ALGUNAS CONDICIONES FUNDAMENTALES EN TODA ORGANIZACIÓN SOCIAL

 

175. El poder público tiene dos funciones: proteger y fomentar: la protección consiste en evitar y reprimir el mal; el fomento, en promover el bien. Antes de fomentar, debe proteger: no puede hacer el bien, si no empieza por evitar el mal. Esto último es más fácil que lo primero; porque el mal, en cuanto perturba el orden de una panera violenta, tiene caracteres fijos, inequívocos, que guían para la aplicación del remedio. Todavía no se sabe con certeza cuáles son los medios más a propósito para multiplicar la población: es decir, que es un misterio el fomento de la vida; pero no lo es su destrucción violenta: el homicidio no da lugar a equivocaciones. La producción y distribución de la riqueza es un fin económico, para el cual no siempre se han conocido los medios, ni se conocen del todo ahora; pero la destrucción de la riqueza es una cosa palpable: desde el origen de las sociedades se ha castigado a los incendiarios. Los medios de adquirir una propiedad pueden estar sujetos a dudas; pero no lo está el despojo que el ladrón comete en un camino, o asaltando una casa.

 

176. Sin embargo, ni aun en las funciones protectoras son siempre tan claros los deberes del poder público, como en los ejemplos aducidos; porque la protección, no sólo se encamina a impedir la violencia, sino también todo aquello que de un modo u otro ataca el derecho, lo cual produce dificultades y complicaciones. A primera vista parece que la sociedad política debe considerarse como otra cualquiera, en que cada miembro lleva su caudal, para percibir su ganancia o exponerse a la pérdida; pero en esta comparación no hay cumplida exactitud; pues que algunos de los derechos principales, entre ellos el de propiedad, si preexisten en algún modo a la organización social, se hallan en un estado muy imperfecto. Así hay muchas cosas en la sociedad que el individuo no lleva a ella, sino que nacen de la misma; por lo cual es necesario prescindir de la comparación, y dar a la ciencia del derecho público una base más ancha, cual es la que llevo indicada (174)

 

El hombre individual tiene el deber de conservar la vida y la salud, de atender a sus necesidades, y desenvolver sus facultades en el orden físico, intelectual y moral, con arreglo al dictamen de la razón, reflejo de la ley eterna. Estos objetos no puede alcanzarlos viviendo enteramente solo, y así necesita reunirse con otros para el auxilio común. Esta asociación, de la cual resultan tantos bienes (cap. XX), ofrece, sin embargo, el inconveniente de limitar en ciertos puntos ese mismo desarrollo, porque, obrando simultáneamente las facultades de los asociados, la extensión del ejercicio de las de uno es un obstáculo para la dilatación de las del otro.

 

Un sistema de ruedas en una máquina produce efectos a que no alcanzaría una sola: hay más fuerza, más regularidad, mejor aplicación del impulso, más garantías de duración; pero estas ventajas no se consiguen, sin que cada rueda pierda, por decirlo así, una parte de su libertad, pues que, para concurrir al fin, es necesario que todas se subordinen a las condiciones del sistema general.

 

177. Ni la protección ni el fomento pueden realizarse sino bajo ciertas condiciones que limitan en algún modo la libertad individual; limitación que se compensa abundantemente con los beneficios que de ella dimanan. Las condiciones fundamentales de la organización social re harán palpables con algunas explicaciones.

 

Si el hombre viviera solo, atendería a sus necesidades echando mano de los medios que le ofreciese la naturaleza; cogería el fruto del primer árbol que le ocurriera; se guarecería en las cuevas donde hallase más comodidades; o, si levantase alguna choza, elegiría el sitio y la forma de la construcción según sus necesidades y capricho. El mundo sería suyo: y la posesión y el usufructo no conocerían más límite que el de sus fuerzas. Desde el momento que el hombre se reúne con otros, esta libertad se hace imposible: si todos conservasen el derecho a todo, resultaría que nadie tendría derecho a nada.

 

Si en un paseo público se halla una persona sola, podrá disfrutarle de la manera que bien le pareciere, andando de prisa o despacio, tomando la dirección que se le antoje, variándola con frecuencia y según cuadre a sus caprichos. Todo el paseo es suyo, sin más limitación que sus fuerzas. Llega otra persona: la libertad ya se restringe: porque es claro que ninguna de las dos puede echar a correr por donde se halla la otra, tropezando con ella y lastimándola. Van acudiendo otros, y la libertad se va restringiendo más, a proporción que el número se aumenta; hasta que, si el paseo se llena, es indispensable mucho orden para que no resulte la mayor confusión. Si, estando muy concurrido, unos van hacia delante otros hacia atrás, unos cruzan en direcciones perpendiculares, otros en diagonales, sin cuidarse nadie del vecino, sino tomando cada cual la primera que le ocurre, el resultado será formarse un remolino de gentes que se sofocarán, y ni siquiera podrán andar. ¿Cuál es el medio de conservar el orden y la posible libertad para todos? El quitar un poco de libertad a cada uno, subordinando su paseo a las necesidades del orden general Si los que van toman la derecha, y los que vienen la izquierda, y los que quieren atravesar lo hacen sólo en puntos determinados, donde el paseo tenga más anchura, resultará que, por mucha que sea la gente, habrá orden, todos andarán, todos disfrutarán del paseo con la libertad posible, atendido lo numeroso de la concurrencia. He aquí uno de los hechos fundamentales de la organización social; restringir la libertad individual lo necesario pare mantener el orden público, y la justa libertad de todos.

 

El labrador que cultiva un campo, en cuyos alrededores no hay propiedades de otro, será libre de dirigir por donde le pareciere las aguas que le sobran; de lo contrario, no podrá dirigirlas de modo que vayan a parar a campos ajenos, inundándolos, y causando así grave perjuicio. La propiedad del uno restringe, pues, la libertad del otro: siendo todos los hombres propietarios de algo, tienen su libertad limitada por la propiedad de los demás.

 

178. Por esta doctrina se puede apreciar en su justo valor la profundidad de los que hablan de la libertad individual, como de una cosa absoluta, a que no es lícito tocar sin una especie de sacrilegio: creen emitir una observación filosófica, y en la realidad dicen un solemne despropósito. La libertad individual absoluta es imposible en cualquiera organización social; los que la proclaman, es necesario que empiecen por descomponerlo todo, dispersando a los hombres por los bosques, para que vivan como las fieras.

 

CAPÍTULO XXIII

DERECHO DE PROPIEDAD

 

SECCIÓN I

Estado, importancia y dificultades de la cuestión

 

179. La propiedad, tomada esta palabra en su acepción más general, es la pertenencia de un objeto a un sujeto, asegurada por la ley. Si esta ley es natural, la propiedad será natural; si positiva, positiva. En el primer sentido, podremos decir que el hombre es propietario de sus facultades intelectuales, morales y físicas; porque la ley natural le garantiza esta pertenencia, de suerte que infringe la ley quien le perturba en el uso de ellas. Ya se entiende que aquí se habla de propiedad, sólo en cuanto se refiere a los demás hombres, pues que, considerando al individuo con relación a Dios, esta propiedad no es más que un usufructo, y en esto hemos fundado una de las razones que prueban la inmoralidad del suicidio (capítulo XV, sección V)

 

La muchedumbre y variedad de las relaciones sociales producen complicaciones difíciles en la adquisición y conservación de la propiedad; y la jurisprudencia halla un vasto campo donde explayarse, combinando los principios de justicia y equidad con la conveniencia pública. Dejando la parte que no corresponde a la filosofía moral, nos limitaremos a fijar los principios generales que rigen en esta materia, empezando por examinar los cimientos en que estriba el derecho de propiedad.

 

180. ¿En qué se funda el derecho de propiedad? ¿Por qué unas cosas pertenecen a un individuo con exclusión de los demás? ¿Por qué no tienen todos derecho a todo?

 

En la actualidad es más necesario que en otros tiempos el estudiar a fondo el principio del derecho de propiedad, porque se halla vivamente combatido por escuelas disolventes, y amenazado por sectas audaces, que probablemente causarán profundas revoluciones en el porvenir de las sociedades modernas.

 

181. El derecho de propiedad ¿puede fundarse en el "solo" trabajo "individual" empleado para la adquisición de un objeto? No. A un mismo tiempo nacen dos niños: el uno no tiene más amparo que un hospicio; el otro es dueño, de inmensas riquezas; y, no obstante, el segundo no ha podido trabajar más que el primero; ambos acababan de ver la luz.

 

182. ¿Puede acaso fundarse el derecho de propiedad en las necesidades que se han de satisfacer? No. De lo contrario, sería de derecho la distribución de todo por partes iguales; porque en el orden natural, todos los hombres tienen idénticas necesidades, y las diferencias que resultan sólo serían relativas a las cualidades físicas de cada uno: por ejemplo, el ser más o menos comedor o bebedor, el sentir más o menos el calor o el frío. En este supuesto, no podrían entrar en consideración las necesidades facticias, porque en ellas la desigualdad resulta de la riqueza, y, por lo tanto, de un hecho que, en tal caso, sería contrario al principio del supuesto derecho.

 

183. El trabajo "personal" en la adquisición explica en algún modo la propiedad en sus primeros pasos, pero no en su complicación, tal como se presenta en las sociedades, por poco adelantadas que se hallen. El salvaje que mata una fiera, es propietario de ella, y el derecho a alimentarse de su carne y cubrirse con su piel, se funda en el trabajo que le ha costado el adquirirla. En un bosque de árboles frutales, cada salvaje es propietario de lo que necesita para saciar el hambre; este derecho se funda en las mismas necesidades que ha de satisfacer; y se aplica a una fruta especial, por sólo el trabajo de cogerla.

 

184. Pero, esta sencillez del derecho de propiedad dura muy poco; no se conserva ni entre las hordas errantes. El salvaje propietario de la piel de la fiera, quiere trasmitirla a otro; aquí ya encontramos un nuevo título; el segundo ya no la posee por su trabajo, sino por donación. El salvaje, antes de morir, lega a sus hijos o parientes las pieles que posee: aquí hallamos un título nuevo, la sucesión. Todavía en estos títulos vemos un objeto: la satisfacción de las necesidades de los individuos a quienes se transmite la propiedad; pero ésta puede tomar un aspecto nuevo: el dueño establece que desde la muerte de uno de sus sucesores, posea el otro que él determina: aquí hallamos la propiedad limitada por el difunto; éste continúa en cierto modo dominándola, pues que arregla las transmisiones sucesivas. Aun puede esforzarse más la dificultad: el difunto no ha querido que nadie poseyese su propiedad, sino que se la conservase como un recuerdo de la habilidad y osadía del cazador, aquí continúa su dominio después de la muerte, pues que excluye la posibilidad de que otro se haga propietario.

 

195. ¿En qué se fundan estos derechos? ¿Por qué se han introducido en la sociedad? ¿cuál es su límite? ¿cuáles son las facultades, del poder público para ampliarlos, restringirlos o modificarlos? He aquí unas cuestiones que afectan profundamente a la organización social, y de que depende la mayor parte de la legislación civil.

 

El derecho de propiedad no se comprende bien, si no se le abarca en todas sus relaciones; los puntos de vista incompletos, conducen a resultados desastrosos. En pocas materiales acarrea errores más trascendentales un método exclusivo; éste es un conjunto cuyas partes no se pueden separar sin que se destrocen. En el derecho de propiedad se combinan los eternos principios de la moral, con las necesidades individuales, domésticas y públicas, y con miras económicas; y también con el fin de evitar el que la sociedad esté entregada a una turbación continua.

 

Examinemos estos elementos y veamos la parte que a cada uno corresponde.

 

SECCIÓN II

El Principio fundamental del derecho de propiedad es el trabajo

 

186. Suponiendo que no haya todavía propiedad alguna, claro es que el título más justo para su adquisición, es el trabajo empleado en la producción o formación de un objeto. Un árbol que está en la orilla de mar, en un país de salvajes, no es propiedad de nadie; pero, si uno de ellos le derriba, le ahueca, y hace de él una canoa para navegar, ¿cabe título más justo para que le pertenezca al salvaje marino la propiedad de su tosca nave? Este derecho se funda en la misma naturaleza de las cosas. El árbol, antes de ser trabajado, no pertenecía a nadie; pero ahora no es el árbol propiamente dicho, sino un objeto nuevo; sobre la materia, que es la madera, está la forma de canoa; y el valor que tiene para las necesidades de la navegación, es efecto del trabajo: representa las fatigas, las privaciones, el sudor del que lo ha construido; y así la propiedad, en este caso, es una especie de continuación de la propiedad de las facultades empleadas en la construcción.

 

El Autor de la naturaleza ha querido sujetarnos al trabajo; pero este trabajo debe sernos útil; de lo contrario, no tendría objeto. La utilidad no se realizaría si el fruto del trabajo no fuese de pertenencia del trabajador; siendo todo de todos, igual derecho tendría el laborioso que el indolente; las fatigas no hallarían recompensa y así faltaría el estímulo para trabajar.

 

Luego el trabajo es un título natural para la propiedad del fruto del mismo; y la legislación que no respete este principio, es intrínsecamente injusta.

 

187. La ocupación o aprehensión, que suele contarse entre los títulos de adquisición de propiedad, se reduce a la del trabajo, pues que toda ocupación supone una acción en quien se apodera de la cosa. Así es que esta propiedad se extiende, según las huellas que deja en lo ocupado el trabajo del ocupante. En una tierra que no fuera propiedad de nadie, no bastaría para adquirirla el que uno se presentase en ella y dijese: "es mía", ni tampoco el que la recorriese en todas direcciones. No sería justo su dominio, ni tendría derecho a excluir a los otros, sino cuando la hubiese mejorado; por ejemplo, labrándola, cercándola con un vallado que asegurase la conservación del fruto, o acarreándole agua y disponiendo los surcos para regarla.

 

SECCIÓN III

Cómo el principio del trabajo se aplica a las transmisiones gratuitas

 

188. El individuo no limita sus afecciones a sí propio; las extiende a sus semejantes; y muy particularmente a su mujer, hijos y parientes. Cuando trabaja, no busca solamente su utilidad, sino también la de las personas que ama, y que dependen de él, a cuyo bienestar puede contribuir. Esto se funda en los más íntimos sentimientos del corazón; y la aplicación del fruto del trabajo del hombre a la utilidad de las personas de quienes debe cuidar el operario, es una condición indispensable para la conservación de las familias. Luego el que los bienes del padre pasen a los hijos es un principio de derecho natural, que no se puede contrariar sin cegar en su origen el amor al trabajo, y perturbar las relaciones de la sociedad doméstica.

 

189. La transmisión de los bienes a los descendientes, ascendientes y colaterales es una aplicación del mismo principio; la ley sigue la dirección de las afecciones del propietario; garantiza la propiedad transmitida, en el mismo orden que supone a las afecciones del dueño; y no considera extinguido el derecho, hasta que supone haber llegado al límite de la afección.

 

El hombre no tiene solamente las afecciones de familia; las circunstancias le crean muchas otras; y, aun prescindiendo de los sentimientos, su libre voluntad se propone objetos a cuya consecución dedica el fruto de su trabajo, el respeto, la admiración, le ligan con ciertas personas fuera del círculo de su parentela; o le hacen distinguir entre los individuos de ella, dando a unos preferencia sobre otros, sin atenerse a la rigurosa escala de mayor o menor proximidad. Miras de utilidad pública, el deseo de perpetuar su nombre, u otros fines, hacen que quiera aplicar a un establecimiento, a una obra, una parte de sus bienes. En todos estos casos media la voluntad del propietario; y es digna de respeto por motivos de equidad y de conveniencia. Cuanto más se respete esta voluntad, más estímulo tiene el hombre para trabajar; pues que, inclinado a pensar ama, siente que sus fuerzas se enervan y su actitud decae, tan pronto como ve señalado un límite a la libre disposición de lo que adquiere con su trabajo. De aquí dimanan la justicia y la conveniencia de respetar las donaciones y los testamentos, esto es, las transmisiones que del fruto de su trabajo hace el hombre durante su vida, o para después de su muerte.

 

190. Tenemos, pues, que el principio fundamental de la propiedad, considerada en la región del derecho, es el trabajo; y que las transmisiones de ella, reconocidas y sancionadas por la ley, vienen a ser un continuo tributo que pagan las leyes al trabajo del primer poseedor. Este luminoso principio manifiesta cuán sagrado es el derecho de propiedad, y con cuánta circunspección debe procederse en todo cuanto la afecta de cerca o de lejos; pero también enseña cuán mal uso harían de sus riquezas los que, habiéndolas heredado de otro, no las empleasen para el bien de sus semejantes, y consumieran en la indolencia el fruto de la actividad del primer poseedor, valiéndose de la protección de la ley para contrariar el fin de la misma ley.

 

SECCIÓN IV

Cómo el principio del trabajo se aplica a las transmisiones no gratuitas

 

191. La transmisión de la propiedad no siempre es gratuita; a veces no hay más que un cambio: se transmite la una para adquirir la otra. El comprador transmite al vendedor la propiedad del dinero; pero es con la mira y la condición de adquirir la propiedad del objeto comprado. Como toda propiedad se funda primitivamente en el trabajo, resulta que todos los cambios entre los hombres se reducen a cambiar una cantidad de trabajo. El cultivador da a sus operarios el alimento y el vestido, los cuales le han costado a él o a sus mayores un trabajo físico o intelectual; pero es en cambio del trabajo que los jornaleros le han hecho, y cuyo valor permanece en la tierra, mejorada con labranza. Supongamos que el pago del jornal se hace en dinero; éste no lo ha adquirido el dueño sin trabajo suyo o de los suyos; cuando les da, pues, el dinero, les da el fruto de un trabajo. Los jornaleros con el dinero adquieren lo necesario para su manutención; es decir, que llevan en el dinero un signo del trabajo que han hecho para otro; de manera que la moneda viene a ser un signo de una serie de trabajos en todas las manos por las que va pasando. Es un valor fácil de manejar que los hombres han adoptado por signo general; y se han empleado metales preciosos, con el fin de que sea más difícil adulterarle, y de que el trabajo esté garantido en el mismo valor intrínseco del signo que representa. Esto me conduce a decir dos palabras sobre un punto que ha servido de tema a muchas declamaciones.

 

SECCIÓN V

La usura

 

192. Siendo el trabajo el origen primitivo de la propiedad, se echa de ver cuánta justicia, cuán profunda sabiduría, cuánta previsión, cuánto caudal de economía política se encierra en la ley moral que prohíbe las adquisiciones sin trabajo: los que han combatido la prohibición de la usura, se han acreditado de muy superficiales, porque la usura no se refiere precisamente al interés del dinero; su principio fundamental es el siguiente:

 

No se puede exigir un fruto de aquello que no lo produce.

 

193. Bien mirada, pues, la prohibición de la usura, es una ley para impedir que los ricos vivan a expensas de los pobres, y los que no trabajan abusen de su posición para aprovecharse del sudor de los que trabajan.

 

Desde este punto de vista, y sabiendo hacer las aplicaciones debidas, se puede responder a todas las dificultades, inclusas las que resultan de la nueva organización industrial y mercantil, en que han adquirido especial importancia los valores monetarios en metálico o en papel.

 

CAPÍTULO XXIV

LA SOCIEDAD EN SUS RELACIONES CON LA MORAL Y LA RELIGIÓN

 

194. Resulta de la doctrina precedente que la seguridad personal, y el respeto a la propiedad, son los objetos preferentes de la sociedad en cuanto protege; la parte que le incumbe en cuanto fomenta, no pertenece a la filosofía moral sino en lo que puede rozarse con los principios morales. Me contentaré, pues, con breves indicaciones.

 

195. A juzgar por la doctrina de algunos publicistas, la sociedad civil debe ser del todo indiferente a cuanto no pertenezca, o al bienestar material, o al desarrollo de las ciencias y de las artes. Para ellos el adelanto de los pueblos es el aumento de su riqueza; y el término de su perfección, la abundancia de goces materiales, fomentados y refinados por las bellas artes, y adornados con el esplendor de las ciencias, como la luz de antorchas que brillan alrededor de un festín. Formarse semejantes ideas de la perfección social, es desconocer la dignidad de la naturaleza humana, y olvidarse de su elevado destino, aun en lo tocante a su vida sobre la tierra. Claro es que los deberes de la potestad civil no deben confundirse con los de la religiosa, y que no se ha de pretender que le incumba el cuidar del hombre interior, cuando puede influir únicamente sobre el exterior; pero de aquí a deducir que la sociedad haya de ser atea en religión y epicúrea en moral, va una distancia inmensa que no es lícito salvar. Si se postergan en el orden civil los deberes morales, considerando al derecho como un simple medio de organización externa, se mina por la base el mismo edificio que se quiere consolidar. Las relaciones sociales se simplifican en apariencia; pero en la realidad se la complica espantosamente, porque no hay complicaciones peores que las que surgen de las entrañas de un pueblo corrompido.

 

196. El derecho civil, considerado como un simple medio de organización, y sin relación alguna a los principios morales, es un cuerpo sin alma, una máquina que ejerce sus funciones por la pura fuerza, y cuyos movimientos se paran desde el instante en que cesa de recibir el impulso externo. El derecho, siendo la vida de la sociedad civil, no puede ser una cosa muerta; que, si lo fuera, sería incapaz de vivificar el cuerpo social: sería una regla de administración, sin más resguardo que un escudo: las leyes penales.

 

El legislador no puede nunca perder de vista que la legitimidad no es sinónimo de legalidad externa; y que las leyes, para ser respetadas, necesitan de algo más que los procedimientos con que se forman, y las penas con que se sancionan. A los ojos del género humano, sólo es respetable lo justo; y las leyes dejan de ser leyes cuando no son justas; y pierden el carácter de justas cuando, aunque entrañen justicia, no son presentadas sino como medios externos que no tiene más principio que el de la utilidad, ni más sanción que la fuerza. Esta utilidad misma es bien pronto disputada merced a la variedad de aspectos ofrecidos por las relaciones sociales; y esta fuerza es bien pronto vencida, porque nada pueden unos pocos que gobiernan, contra los muchos que obedecen, cuando éstos no quieren continuar en la obediencia. A los hombres se los debe atraer por la esperanza del bien, y contenerlos por el temor del mal; es cierto; pero ambas cosas han de estar dominadas por las ideas de justicia y moralidad, sin las que las acciones humanas se reducen a operaciones de especulación en que cada cual discurre a su modo, y acomete unas u otras según las probabilidades de buen o mal resultado. Entonces el dique contra el mal es la intimidación; y el fomento del bien, los medios de corrupción; es decir, que la sociedad se mueve por los dos resortes más bajos: el egoísmo y el miedo.

 

No, no es así como deben organizarse las sociedades: esto equivale a depositar en su corazón un germen de muerte, que se desenvuelve con tanta mayor rapidez, cuanto son mayores los adelantos de las ciencias y las artes, y más copiosos y refinados los goces sensibles. La sociedad, compuesta de hombres, gobernada por hombres, ordenada al bien de los hombres, no puede estar regida por principios contradictorios a los que rigen al hombre. Este no alcanza su perfección con sólo desenvolver sus facultades intelectuales, y proporcionarse bienestar material; por el contrario, si, alcanzando ambas cosas, está falto de moralidad, su depravación es todavía mayor; y, lejos de que los goces le hagan feliz su vida devorada por la sed de los placeres, o gastada por el cansancio y fastidio, es una continua alternativa entre la exaltación del frenesí y la postración del tedio, y en lugar de la dicha que busca, encuentra un manantial de sinsabores, y padecimientos.

 

197. La naturaleza del hombre y la sana razón están, pues, enseñando que la moral es un verdadero y muy grande interés público: y que se le debiera colocar en primera línea, siquiera por los bienes que produce y los desastres que evita. Pero conviene advertir que la moral, aunque altamente "útil", no quiere ser tratada como un objeto de mera utilidad; quiere que se la respete, se la ame, por lo que es en sí; y que los saludables efectos, sí bien se esperen de ella con entera seguridad no se le prefijen, como a una máquina los productos de elaboración. Cuando se empieza por ensalzar a la moral sólo como cosa conveniente, el discurso pierde su fuerza; la cuestión se reduce a cálculo, en cuyo caso los hombres no están dispuestos a escuchar exhortaciones a la virtud. Mucho más se daña a la moral si se la proclama como un medio de dirigir las masas, "supliendo" con la moralidad la ignorancia del mayor número: esto equivale a predicar la inmoralidad, porque interesa en favor de ella una de las pasiones más poderosas del hombre: el orgullo. Desde el momento en que la moral no sea más que la regla del vulgo necio, nadie querrá ser moral, para no llevar la humillante nota de ignorancia y necedad.

 

198. Lo que se dice de la moral, puede aplicarse a la religión: proclamada como un hecho de mera conveniencia, como un medio de gobierno para los ignorantes, pierde su augusto carácter: deja de ser una voz del cielo, y se convierte en un ardid de los astutos para dominar a los tontos. La religión produce indudablemente bienes inmensos a la sociedad, hasta en el orden puramente civil; contribuye poderosamente para fortalecer la autoridad pública y hacer dóciles y razonables a los pueblos; suple la falta de conocimientos del mayor número, porque ella por sí sola es ya muy alta sabiduría; templa las pasiones de la multitud con su influencia suave, su bondad encantadora, sus inefables consuelos, sus sublimes verdades, sus pensamientos de eternidad; mas para esto necesita ser lo que es: ser religión, ser cosa divina, no humana; ser un objeto de veneración, no un medio de gobierno.

 

199. ¡Qué horror! ¡qué ceguera! ¡mirar a la religión y a la moral como resortes solo adaptados a la ignorancia, a la pobreza y a la debilidad! ¿Acaso los diques han de ser menos fuertes, a proporción que es mayor el ímpetu de las aguas? ¿Por ventura el caballo necesita menos del freno cuanto es más indócil y brioso? Las luces sin moral son fuego que devasta; la riqueza sin moral es un incentivo de corrupción. El poder sin moral se convierte en tiranía. Las luces, la riqueza, el poder, si les falta la moral, son un triple origen de calamidades. La inmoralidad impele por el camino del mal, la luz y la riqueza multiplican los medios; el poder allana todos los obstáculos: ¿se concibe acaso un monstruo más horrible que el que desea el mal con ardor, y lo sabe ejecutar de mil maneras, y dispone de recursos de todas clases, y domina todas las resistencias? No, no es verdad que la religión y la moral sean únicamente para el pobre y desvalido: no, no es verdad que la religión y la moral no deben penetrar en la mansión del rico y del poderoso. La choza del pobre sin moral, es un objeto repugnante, pero inspira más lástima que indignación; el palacio del magnate, con el cortejo de la inmoralidad, es un objeto horrible: el oro, la pedrería, la misma púrpura, no bastan a ocultar la asquerosa fealdad de la corrupción, como ni los aromas, ni el esplendoroso aparato, ni las preciosas colgaduras, ni los ricos vestidos, son suficientes a disminuir el horror de un cadáver pestilente. La religión y la inmoralidad, cuando están abajo, despiden un vapor mortífero que mata al poder público; y, cuando están arriba, son una lluvia de fuego que todo lo convierte en polvo y ceniza.

 

CAPÍTULO XXV

LA LEY CIVIL

 

200. A la luz de los principios establecidos, y explicado ya en qué consisten la ley eterna y la natural, al tratar del origen y esencia de la moralidad, podremos formarnos ideas claras sobre la ley civil.

 

La ley, ha dicho con admirable concisión y sabiduría Santo Tomás, es "una ordenación de la razón, dirigida al bien común, promulgada por el que tiene el cuidado de la comunidad". "Rationis ordinatio, ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet promulgata".

 

201. Ordenación de la razón: "Rationis ordinatio" Los seres racionales deben ser gobernados por la razón, no por la voluntad del que manda. La voluntad, sin la razón, es pasión o capricho; y el capricho o la pasión gobernando, son arbitrariedad y tiranía. Y nótese aquí la profundidad filosófica que se encierra en el lenguaje común: arbitrariedad se llama al procedimiento ilegal del gobernante: consignándose en esta expresión la verdad de que en gobierno no ha de procederse por voluntad o "arbitrio", sino por razón.

 

La moral, no sólo pertenece a la razón, sino que constituye una parte de su esencia; y es, además, su complemento, su perfección, su ornato. Cuando, pues, se dice, ordenación de la razón, se entiende también ordenación conforme a los eternos principios de la moral; las leyes intrínsecamente inmorales no son leyes, son crímenes; no favorecen a la sociedad, la pervierten o la hunden: no producen obligación, no merecen obediencia; basta que, sin obedecerlas, se las oiga promulgar con paciencia.

 

Decir que toda la ley, por sólo ser formada, es ley y obligatoria, es arruinar los fundamentos de la moral, es contradecir al sentido común, es borrar la historia, es mentir a la humanidad, es proclamar la tiranía, es legitimar el crimen. ¡.Qué otras adulaciones desearon Tiberio y Nerón, y cuantos tiranos han devastado la faz de la tierra, costando a la humanidad torrentes de sangre y de lágrimas? Esto no es fortalecer la autoridad pública, es matarla; a ella se la conduele al abuso de sus atribuciones, y a los pueblos se les viene a decir: "estáis condenados a obedecer cuanto se os mande, siquiera sea lo más injusto e inmoral" ¡Ay del día en que se hablase a los pueblos con este lenguaje sacrílego! Desde entonces se considerarían en peligro de ser víctimas de la tiranía, y su paciencia se acabaría tan pronto como tuviesen medios para sacudir el yugo.

 

202. Dirigida al bien común: "ad bonum commune". El cimiento de la ley es la justicia; su objeto, el bien común. Las leyes no deben hacerse para la utilidad de los gobernantes, sino de los gobernados: los pueblos no son para los gobiernos; los gobiernos son para los pueblos. Cuando el que gobierna atiende a su utilidad propia y olvida la pública, es tirano; y, aunque su autoridad sea legítima, el uso que de ella hace es tiránico. En esto no cabe excepción de ninguna clase: toda ley, sea la que fuere, debe estar encaminada a la utilidad pública; si le falta esta condición, no merece el nombre de ley. (Véanse los capítulos XVIII y X)CV)

 

203. Las leyes pueden distinguir favorablemente a ciertos individuos y clases determinadas; pero esta distinción ha de ser por motivos de utilidad general: si este motivo le faltase, sería injusta; porque los hombres, así como no son patrimonio del gobierno, no lo son tampoco de clase alguna. La aristocracia de diversas especies que hallamos en la historia de las naciones, tenía este objeto; y, cuando se ha desviado de él, ha perecido. Las distinciones y preeminencias que se otorgan a los individuos y a las clases, no son títulos dispensados para nutrir el orgullo y complacer a la vanidad; cuanta más elevación, mayores obligaciones. Las clases más altas tienen el deber de emplear sus ventajas y preponderancia en bien de las inferiores: cuando así lo hacen, no dispensan una gracia, cumplen un deber; si lo olvida, su altura deja de ser conveniente; la ley que la protege, pierde su vida, que consistía en la razón de conveniencia pública que justificaba la elevación; y bien pronto la Providencia cuida de restablecer el equilibrio, dejando que se desencadenen las tempestades, y dispersen como un puñado de polvo la obra de los siglos.

 

204. "Promulgata". La ley no conocida no obliga, y no puede ser conocida, si no está promulgada. Los actos morales necesitan libertad; y ésta supone el conocimiento.

 

205. Por el que tiene el cuidado de la sociedad. "Ab eo qui curam communitatis habet". La ley debe emanar del poder público. Sea cual fuere la forma en que se halle constituido, monárquico, aristocrático, democrático o mixto, tiene la facultad de legislar, porque sin esto le es imposible llenar sus funciones. Gobernar es dirigir, y no se dirige sin regla; la regla es la ley.

 

206. Es de notar que en esta definición de la ley no entra la idea de fuerza, ni siquiera como pena: su profundo autor creyó, y con razón, que la sanción penal no era esencial a la ley; la pena es el escudo, o, si se quiere, la espada de la ley; mas no pertenece a su esencia. Por el contrario, la pena es una triste necesidad a que apela el legislador para suplir lo que falta a la influencia puramente moral. La legislación más perfecta sería aquella en que no se debiese nunca conminar, por aplicarse a hombres que no necesitasen del temor de la pena para cumplir lo mandado. Cuando el hombre obedece sólo por el temor de la pena, procede como esclavo: compara entre las ventajas de la desobediencia y los males del castigo; y, encontrando que éstos no se compensan con aquellas, apta por la obediencia. Pero, si en vez de obrar por temor obedece por razones puramente morales, porque éste es su deber, porque hace bien, entonces la obediencia le ennoblece; porque, procediendo con entera libertad, con pleno dominio de sí mismo, no se somete al hombre, sino a la ley; y la ley no es para él una regla meramente humana: es un dictamen de la razón y de la justicia, un reflejo de la verdad eterna, una emanación de la santidad y sabiduría infinita. Desde este punto de vista, la ley es de derecho natural y "divino"; y los que han combatido este último epíteto y le han mirado como emblema de esclavitud, debieron de ser bien superficiales cuando no alcanzaron a ver que ésta era la única y sólida garantía de la verdadera libertad.

 

CAPÍTULO XXVI

LOS TRIBUTOS

 

207. No es posible gobernar un Estado sin los medios convenientes; de aquí nace la justicia de los tributos. La sociedad protege la vida y los intereses de los asociados; luego éstos deben contribuir en la proporción correspondiente para formar la suma necesaria a los medios de gobierno.

 

208. El modo de exigir los tributos está sujeto a trámites que varían según las leyes y costumbres de los diversos países; pero hay dos máximas de que no se puede nunca prescindir: 1ª, que no es lícito exigir más de lo necesario para el buen gobierno del Estado; 2ª, que la distribución de las cargas debe hacerse en la proporción dictada por la justicia y la equidad.

 

209. Que no se puede exigir más de lo necesario, es indudable. El poder público no es el dueño de las propiedades de los súbditos; cuando éstos le entregan una cierta cantidad, no le pagan una deuda como a dueño, sino que le proporcionan un auxilio para gobernar bien. Si el poder público exige más de lo necesario, merece a los ojos de la sana moral el mismo nombre que se aplica a los que usurpan la propiedad ajena. Este nombre es duro, pero es el propio; agravado más y más por la circunstancia de que quien atropella es el mismo que debiera proteger.

 

210. La equitativa distribución de las cargas es otra máxima fundamental. A más de que a esto obliga la misma fuerza de las cosas, so pena de que, agobiando igualmente al pobre que al rico, se destruyan los pequeños capitales y se vayan segando los manantiales de la riqueza pública, media en ello una poderosa razón de justicia Quien tiene más recibe en la protección un beneficio mayor; por lo mismo que su propiedad es mayor, ocupa en mayor escala la acción protectora del gobierno; y así está obligado a contribuir en mayor cantidad. Permítaseme aclarar la materia con un ejemplo sencillo. De dos propietarios, el uno no tiene más que pocas casas en una calle; el otro posee todo, el resto de ella: si se ha de poner un vigilante para la comodidad y seguridad de la calle, ¿quién duda que deberá contribuir en mayor cantidad el que la posee casi toda?

 

211. Otra máxima fundamental hay en la materia, y que se extiende no sólo a la recaudación e inversión de los tributos, sino también a todo lo concerniente a la gobernación del Estado, cual es, que el poder público no debe ser considerado nunca como un verdadero dueño, ni de los caudales ni de los empleos públicos, sino como un administrador que no puede disponer de nada a su voluntad, sino que debe proceder siempre por razones de utilidad pública, reguladas por la sana moral. Los caudales públicos sólo pueden invertirse en bien del público; los mismos sueldos que se dan a los empleados, no son otra cosa que medios de sostener con decoro las ruedas de la administración. Los empleos no pueden proveerse por otros motivos que los de utilidad pública; quien se aparta de esta regla, dispone de lo que no es suyo: es un verdadero defraudador. Los destinos no deben crearse ni conservarse para ocupar a las personas; por el contrario, la ocupación de éstas no tiene más objeto que el desempeño del destino: cuando los empleos son para los hombres, y no los hombres para los empleos, se invierte el orden, se comete una injusticia; se gastan los caudales de los pueblos, y el acto no es menos inmoral porque se haga en mayor escala, por lo mismo será más grave la responsabilidad.

 

212. Estos son los verdaderos principios de razón, de moral, de justicia, de conveniencia, aplicados al gobierno del Estado. ¡Qué importa el que la miseria y la maldad de los hombres los hayan desconocido con frecuencia! No cesemos por esto de proclamarlos; inculquémoslos una y otra vez: grábense profundamente en la conciencia pública, cuyo poder es siempre grande para evitar males. Cuando haya mucha corrupción, pensemos que sin el freno de la conciencia pública, sería infinitamente mayor; y, así como las miserias y las iniquidades individuales no impiden el que se proclame la moral como regla de la vida privada, las injusticias y los escándalos no deben nunca desalentar para que dejen de proclamarse la moral y la justicia como reglas de la conducta pública.

 

La sinrazón, la injusticia, la inmoralidad, nunca prescriben; nunca adquieren un establecimiento definitivo, siempre tiemblan; y cejan o no avanzan tanto en su carrera, cuando oyen las protestas de la razón, de la justicia y de la moral.

 

CAPÍTULO XXVII

PENAS Y PREMIOS

 

213. El orden del universo debe tener medios de ejecución y garantías de duración. El maquinista toma sus precauciones para que su máquina ejerza del modo conveniente las funciones que él se ha propuesto; y, en general, quien desea llegar a un fin, emplea los medios aptos para conseguirlo. En los seres destituidos de libertad, el orden se realiza y mantiene por leyes necesarias; mas éstas no son aplicables cuando se trata de agentes libres. Por lo que es preciso que haya un suplemento de esta necesidad; un medio que, respetando la libertad del agente, garantice la ejecución y conservación del orden. Si así no fuera, el mundo de las inteligencias resultaría de inferior condición al universo corpóreo. Este medio, esta garantía de la ejecución y conservación del orden moral, es la influencia moral por el temor o la esperanza: la pena o el premio.

 

214. Dios ha prescripto a las criaturas el orden que deben observar en su conducta; ellas, en fuerza de su libertad, pueden no ejecutar lo que les está mandado; si suponemos que no hay premio ni pena, la realización y la conservación del orden establecido se halla completa-mente en manos de la criatura; y el Criador se encuentra, por decirlo así, desarmado, en presencia de un ser libre que le dice: "no quiero". Esto manifiesta la profunda razón en que estriba la doctrina del premio y del castigo: con estos dos resortes, la voluntad queda libre, pero no sin restricción; para evitar el que diga: "no quiero", se la halaga con la esperanza del premio, y se la intimida con la amenaza del castigo; y, si ni aun con esto se consigue el impedirlo, y la criatura insiste en decir: "no quiero", el orden que no se ha podido conservar en la esfera de la libertad, se restablece en la de la necesidad; la pena impuesta al culpable es una compensación del desorden; es una satisfacción tributada al orden moral.

 

215. La pena es un mal aflictivo aplicado al culpable a consecuencia de su culpa. Sus objetos son los siguientes: 1°) Amenazada, es un preventivo de la falta; y, por consiguiente, un medio de realización y conservación del orden moral. 2°) Aplicada, es una reparación del desorden moral y, por tanto, un medio de restablecer el equilibrio perdido. 3°) Una prevención contra ulteriores faltas en el culpable, y una lección para los que presencien el castigo.

 

De aquí resulta que la pena tiene los caracteres de sanción, expiación, corrección y escarmiento. Sanción, en cuanto afianza la ley garantizando su observancia. Expiación, en cuanto es una reparación del desorden moral. Corrección, en cuanto se encamina a la enmienda del culpable. Escarmiento, en cuanto detiene a los que la ven aplicada a otros.

 

216. El carácter de corrección se halla en toda pena que no sea la última. Así, en la sociedad, la multa, la prisión, la exposición, el destierro, el presidio, son correccionales; pero la de muerte no lo es; no se encamina a corregir al culpable, pues que acaba con él.

 

217. El único carácter esencial a toda pena aplicada, es el de expiación; porque, si suponemos una sola criatura en el mundo, y ésta peca, y por el pecado se le aplica una pena final, no habrá objeto de corrección para el castigado, ni tampoco de escarmiento, por no haber otros que puedan escarmentar.

 

218. Tocante al carácter preventivo, lo que la hace sanción de la ley, tampoco es absolutamente necesario. Por lo mismo que existe la obligación moral, el que falte a ella con el debido conocimiento, se hace responsable y se somete a las consecuencias de su responsabilidad; por manera que, si suponemos que el delincuente, advirtiendo perfectamente toda la fealdad de la acción que comete, ignora la pena señalada, no dejará de ser penable, a no ser que la pena esté únicamente impuesta para el caso de ser conocida y arrostrada.

 

219. Infiérese de esta doctrina que el mirar las penas únicamente como medios correccionales, es desconocer su naturaleza. La pena tiene otros objetos fuera del bien del culpable; a veces atiende a dicho bien, a veces prescinde de él, y se dirige únicamente a la expiación y escarmiento. La doctrina que atribuye a las penas el solo carácter de corrección, es una consecuencia del sistema utilitario: según éste, el bien moral es lo útil con respecto al mismo que lo ejecuta; el mal, lo dañoso; así la reparación, o la pena, no debe ser otra cosa que una especie de lección para que el culpable conozca mejor su utilidad, y un medio para que la busque.

 

Con semejante doctrina, se ennoblecen todas las penas, no hay ninguna vergonzosa: el criminal castigado no es más que un infeliz que erró un cálculo, y a quien se enseña a calcular mejor. En tal supuesto, no puede haber ninguna pena final, ni aun en lo humano; y habría mucha inconsecuencia, si no se condenase la pena de muerte.

 

220. La doctrina que quita a las penas el carácter de expiación, y les deja únicamente el de corrección, parece a primera vista muy humana: ¿qué cosa más filantrópica que atender tan sólo al bien del mismo culpable? Sin embargo, examinándola a fondo, se la encuentra inmoral, subversiva de las ideas de justicia, contraria a los sentimientos del corazón, y altamente cruel.

 

221. Si la pena no tiene otro objeto que la corrección del culpable, se sigue que el orden moral no exige ninguna reparación, sean cuales fuesen las infracciones que padezca; esto equivale a decir que no hay moralidad, que semejante idea es del todo vacía. El equilibrio de la naturaleza tiene sus medios de conservación y restablecimiento; ¿y se pretenderá que de ellos carezca el mundo moral? Dios quiere el bien moral; la criatura, en fuerza de su libertad, no lo quiere: ¿prevalecerá la voluntad de la criatura contra la del Criador, no sólo en la consumación del acto malo, sino también en todas sus consecuencias, quedando Dios sin medio alguno para restablecer el equilibrio moral y el orden destruido?

 

222. Otra consecuencia se sigue de esta doctrina, y es, que la pena debiera ser tanto menos aplicable, cuanto menos esperanza hubiese de enmienda; por manera que, si suponemos una voluntad tan firme, que, una vez decidida por el mal, fuese muy difícil apartarla de él, la pena casi no tendría objeto; y, si hubiese certeza de que no se apartaría del mal, la pena no debiera aplicarse. ¿A qué la corrección, cuando no hay esperanza de enmienda? Esta doctrina es horrible, porque, en vez de aumentar la pena en proporción de la maldad, la disminuye; y al extremo del crimen, a la obstinación en cometerle, le otorga el privilegio de la inmunidad de todo castigo.

 

Véase, pues, con cuánta verdad he dicho que la pretendida dulzura de la corrección era profundamente inmoral: no es nuevo que se cubran con el manto de la filantropía las apologías del crimen.

 

223. El culpable castigado por pura corrección no está bajo la mano de la justicia, sino de la medicina: ¿con qué derecho se cura, si él no quiere? He aquí el diálogo entre el penado y el juez:

 

-Has cometido un delito, y se te aplican seis años de prisión. -¿Con qué objeto?

 

-Para que te corrijas.

 

-¿Conque se trata solamente de mi bien?

 

-No de otra cosa.

 

-Pues entonces, yo renuncio a este favor.

 

-No se admite la renuncia.

 

-¿Por qué? ¿no se trata de mi bien? Pues, si yo no lo quiero, ¿con qué razón se me obliga a aceptar el bien de estar encerrado?

-Es preciso que la ley se cumpla.

 

-De esta precisión me quejo, y digo que es injusta. Se me quieren hacer favores, y a la fuerza se me obliga a aceptarlos.

 

Si el juez no apela a las ideas de escarmiento para los demás, ya que no quiera hablar de expiación, es necesario confesar que no puede responder a las objeciones del delincuente; pero, si habla de algo que no sea pura corrección, apártase de teoría, y entra en terreno común.

 

224. Si se admitiera semejante error, se trastornaría el lenguaje. No se podría decir: "el culpable merece tal pena"; sino: "al culpable le conviene tal pena". Merecer es ser digno de una cosa; y, en tratándose de castigo, envuelve la idea de expiación. Faltando ésta, falta el merecimiento, la idea moral de la pena; y así resulta una simple medida de utilidad, no un efecto de la justicia.

 

¿Quién no ve que esto subvierte todas las ideas que rigen en el mundo moral y social, destruyendo por su base todos los principios en que estriba la autoridad de la justicia al imponer una pena?

 

225. La infracción del orden moral excita un sentimiento de animadversión contra el culpable. ¿Quién no lo experimenta al ver un acto de injusticia, de perfidia, de ingratitud, de crueldad? En aquel sentimiento instantáneo, ¿hay, por ventura, algún interés por el culpable? No: por el contrario, dirige la indignación contra él. Se dirá tal vez que esto es espíritu de venganza; pero adviértase que con harta frecuencia el sentimiento de indignación es del todo desinteresado, pues que el acto que nos indigna no se refiere a nosotros ni a nada nuestro; en cuyo caso será trastornar el sentido de las palabras el aplicarle el nombre de venganza. Se replicará, tal vez, que nos interesamos también por los desconocidos, y que por esto se nos excita el sentimiento de venganza cuando vemos un mal comportamiento con otro cualquiera; pero, aun dando a la palabra una acepción tan lata, no se resuelve la dificultad; pues que una acción infame o vergonzosa, aunque no se refiera a otro, por ser puramente individual, también nos inspira el sentimiento de animadversión contra quien la comete.

 

226. Además, aquí se omite el atender al objeto del sentimiento de ira, considerado en sus relaciones morales, lo que da a la cuestión un aspecto nuevo. La palabra venganza, en su acepción común, expresa una idea mala, porque significa el deseo de reparar una ofensa de un modo indebido. Pero, si miramos la ira como un sentimiento del alma que se levanta contra lo malo, la ira tiene un objeto bueno, y puede ser buena; y, si la venganza no significase más que una reparación justa y por los medios debidos, no expresaría ninguna idea viciosa. Esto es tanta verdad, que la idea de vengar se aplica a Dios; y él mismo se atribuye este derecho. Las leyes humanas también vengan; y así decimos: "está satisfecha la vindicta pública; con el castigo del culpable la sociedad ha quedado vengada".

 

En este sentimiento del corazón, que con harta frecuencia acarrea desastres, encontramos, pues, un instinto de justicia; lo cual es una nueva prueba de que el mal, aplicado al culpable como pena, no tiene sólo el carácter de corrección, sino también, y principalmente, el de expiación. Quien infringe el orden moral, merece sufrir: cuando el corazón se subleva instintivamente contra una acción mala obedece al impulso de la naturaleza, bien que luego la razón añade: que la aplicación de la pena merecida no corresponde al particular, sino a la autoridad humana y a Dios. El instinto natural nos indica el merecimiento del castigo; la ley nos impide aplicarle; porque no puede concederse este derecho a los particulares, sin que la sociedad caiga en el más completo desorden, y sin dar margen a muchas injusticias.

 

227. La crueldad es otro de los caracteres de la doctrina que estamos combatiendo. Hagámoslo sentir, pues que ésta es excelente prueba en semejantes casos. Un infame abusa de la confianza de un amigo; le hace traición; se conjura contra él; le roba, y por complemento le asesina. El criminal cae bajo la mano de la justicia. Al aplicarle la pena, la ley mira a la víctima del crimen, mira a la sociedad ultrajada, mira a la amistad vendida, mira a la humanidad sacrificada: con la ley está el corazón de todos los hombres; todos exclaman: "¡Qué infamia! ¡qué perfidia! ¡qué crueldad! Desventurado, ¿quién le dijera que había de morir a manos del mismo a quien daba continuas muestras de fidelidad y de amor? Caiga sobre la cabeza del culpable la espada de la ley; si esto no se hace, no hay justicia, no hay humanidad sobre la tierra". En esta explosión de sentimientos, el filósofo de la "pura corrección" no ve más que necedades. No se trata de vengar a la víctima, ni a la sociedad; lo que se debe procurar es la enmienda del culpable; aplicarle, sí, una corrección; pero el límite de ella ha de ser la esperanza de la enmienda. Sin esto, la pena sería inútil, sería cruel... Bueno sería aconsejar al filósofo que semejante discurso lo tuviese en monólogo, y que no lo oyese nadie; pues, de lo contrario, sería posible que las gentes le aplicasen a él un correctivo de sus teorías, sin esperar intervención del juez.

 

228. He aquí a lo que se reduce la pretendida filantropía: una crueldad refinada, a una injusticia que indigna. Se piensa en el bien del culpable, y se olvida su delito; se favorece al criminal, y se posterga a la victima. La moral, la justicia, la amistad, la humanidad, no merecen reparación; todos los cuidados es preciso concentrarlos sobre el criminal, tratándole como a un enfermo a quien se obliga a tomar una medicina repugnante o a quien se hace una operación dolorosa. Para la moral, la justicia, la víctima, para todo lo más sagrado e interesante que hay sobre la tierra, sólo olvido; Para el crimen, para lo más repugnante que imaginarse pueda, sólo compasión.

 

Contra semejante doctrina protesta la razón, protesta la moral, protesta el corazón, protesta el sentido común, protestan las leyes y costumbres de todos los pueblos, protestan en masa el género humano. Jamás se han dejado de mirar los castigos como expiaciones; jamás se ha considerado la pena como simple medio de corrección; jamás se ha limitado a la mejora del culpable, prescindiendo de la reparación debida a la justicia.

 

229. El carácter expiatorio de la pena es conforme a las costumbres religiosas de todos los pueblos, quienes han creído siempre que, para aplacar a la divinidad, era preciso ofrecer una mortificación del culpable o de algo que le represente. De aquí la efusión de sangre en los sacrificios; de aquí la consumación de las víctimas por el fuego; de aquí las penas voluntarias que se han impuesto los individuos y los pueblos, cuando han querido desarmar la cólera divina. Los culpables vengaban en sí propios la culpa para prevenir la venganza del cielo. ¡Tan profundamente grabada tenían en su espíritu la idea de la necesidad de reparación, y de restablecer el equilibrio moral con el castigo de los contraventores!

 

230. En este caso, como en todos los demás, se hallan en pro de la verdad, la razón, el sentido común, los sentimientos, las costumbres, la conciencia del género humano, la legislación, las tradiciones primitivas; la verdad, que es la realidad, se halla en armonía con las otras realidades; el error, que es la ficción humana choca con todo, y no puede descender al campo de los hechos sin desvanecerse como el humo.

 

231. Nótese bien que, al combatir la doctrina contraria, no me propongo sostener que las penas, no hayan de ser correccionales; por el contrario, afirmo que, en cuanto sea posible, no debe el legislador perder nunca de vista un objeto tan importante. El carácter expiatorio se realza y embellece cuando, a más de ser una justa reparación en el orden moral, es un medio para la enmienda del culpable: ¿qué más puede desear el legislador que reparar el desorden en sí mismo, y restituir al orden al que lo había infringido? Las leyes humanas deben proponerse este objeto, en cuanto sea compatible con la justicia; imitando en ello a la ley divina, la cual no castiga sino para mejorar, excepto el caso en que, llenada la medida, cierra el Juez supremo los tesoros de su misericordia y descarga sobre el culpable el formidable peso de la justicia.

 

232. La mayor parte de los desórdenes llevan consigo cierta pena en sus efectos naturales: la gula, la embriaguez, la destemplanza, la pereza, la ira, todos los vicios producen males físicos que pueden considerarse como otras tantas penas que al propio tiempo nos sirven de freno contra el desorden, y de paternal amonestación para que no nos apartemos del camino de la virtud. Dios ha establecido en nuestra misma organización un sistema penal de corrección, castigando el desorden con el dolor, y haciendo necesarias las privaciones para el restablecimiento del orden. El glotón satisface su apetito desordenado, pero sufre en consecuencia las molestias y dolores de la indigestión; siendo notable que la ley física de su restablecimiento es una privación: la dieta.

 

En los demás vicios hallamos un orden semejante: la pena tras el delito, la privación del goce, para curar el mal físico; así las leyes mismas de la naturaleza nos ofrecen una serie de penas correccionales y expiatorias, manifestándose en esto la sabiduría que ha presidido al orden físico y moral, e indicando que es una sola mano la que lo arreglado todo, pues que, entre cosas tan diferentes, hallamos tal enlace, tal concierto y armonía.

 

CAPÍTULO XXVIII

INMORTALIDAD DEL ALMA - PREMIOS Y PENAS DE LA OTRA VIDA

 

233. Por el orden mismo de la materia nos hallamos conducidos a tratar de los premios y penas de la otra vida, lo cual se liga con la inmortalidad del alma y demás doctrinas religiosas. ¿A qué se reduce la religión, si después de esta vida no hay nada? Si el alma muere con el cuerpo, es inútil hablarle al hombre de moral y religión: este sería el caso en que, sin duda, respondiera: comamos y bebamos, que mañana moriremos. En la fugacidad de la vida, en ese bello sueño que pasa y desaparece, los instantes de placer son preciosos, si a ello se limita nuestra existencia; no hay entonces razón alguna para dejar de aprovecharlos; la conducta epicúrea es consecuencia muy lógica de las doctrinas que niegan la inmortalidad del alma.

 

234. Así como el principio de una cosa puede ser por creación o por formación, según que empieza de nuevo en su totalidad, o se compone de algo que antes existía; así también el fin puede ser por aniquilamiento o por disolución, según que se reduce a la nada, o se descompone por la separación de las partes. Una máquina no empieza en su totalidad absoluta cuando se la constituye, pues que sus partes existían ya de antemano; y cuando se deshace no se anonada, pues sus partes continúan existiendo, aunque separadamente, o al menos sin la disposición en que antes estaban.

 

Lo simple no puede empezar por formación o composición, ni acabar por disolución; si no hay partes, claro es que no pueden reunirse, ni separarse, ni desordenarse; lo simple empieza o acaba en su totalidad. De esto se infiere evidentemente que el alma humana, siendo simple, no puede acabar por descomposición; y así la muerte del cuerpo no la destruye. Ella no tiene ningún germen de disolución, porque no encierra diversidad ni distinción en su sustancia; por tanto, es preciso decir, o que dura para siempre, o que Dios la aniquila. La psicología nos demuestra la inmortalidad intrínseca, o sea la imposibilidad de perecer por disolución; ahora, para probar la inmortalidad extrínseca, esto es, que Dios no la anonada, es preciso echar mano de otra clase de argumentos.

 

235. La experiencia nos enseña que las substancias corpóreas no se aniquilan, sino que pasan de un estado a otro. Las moléculas que las componen, están en continuo movimiento; se hallan en las entrañas de la tierra, después se combinan con la organización vegetal y forman parte de una planta; cuando ésta muere, continúan bajo la forma de madera; ésta se pudre o se quema, y las moléculas se dispersan para entrar en nuevas combinaciones en el reino vegetal o animal; de suerte que las sustancias corpóreas recorren un círculo de transformación, mas no se anonadan. ¿Cuál de los dos seres es el más noble, más digno, por decirlo así, de los cuidados del Criador, una molécula sin voluntad, sin pensamiento, sin sentido, sin vida, sujeta a las leyes necesarias, o un ser inteligente, libre, capaz de dilatar indefinidamente sus ideas, y, sobre todo, de conocer y amar a su Autor? La respuesta no es dudosa; luego el sostener que el alma se reduce a la nada, es invertir el orden del mundo, suponiendo que lo inferior se conserva y lo superior se acaba; y que Dios se complace en conservar lo inerte y en anonadar lo inteligente y libre.

 

236. El hombre tiene un deseo innato de la inmortalidad, la idea de la nada le contrista; y es harta evidente que su deseo no se satisface en esta vida, que, por su extremada brevedad, es comparada con razón a un sueño. Si el alma muere con el cuerpo, se nos habrá dado un deseo natural, cuya satisfacción nos será del todo imposible; esto es contrario a la sabiduría y bondad del Criador: Dios castiga a los culpables, pero no se complace en atormentar a sus criaturas con irrealizables deseos.

 

Se dirá que aun en esta vida deseamos muchas cosas que no podemos conseguir, y que, sin embargo, nada se infiere contra la bondad y sabiduría de Dios. Pero es preciso reflexionar que la inmensidad de los deseos que en vida experimentamos, aunque varios, y con harta frecuencia extraviados, se dirigen todos a la felicidad; esto busca el sabio como el necio, el virtuoso como el corrompido; unos por camino verdadero, otros por errado; el resorte natural es el mismo en todos: el deseo de ser feliz. Si hay otra vida, estos deseos pueden cumplirse todos, no en lo que tienen de malo, y a veces de contradictorio, sino en lo que encierra de amor a la felicidad; y, por tanto, quedan a salvo la bondad y sabiduría de Dios; pero, si el alma muere con el cuerpo, no se satisface ni lo legítimo ni lo ilegítimo, ni lo razonable ni lo necio; y tantos deseos vehementes e indestructibles se han dado al hombre para llegar, ¿a qué? A la nada.

 

237. Supuesta la inmortalidad del alma, no se ve inconveniente en que la suerte del hombre haya sido encomendada a su libertad; y que, grabado en su espíritu el deseo de ser feliz, se le haya otorgado la facultad de buscar esta dicha de varios modos, para que, si no la encontrase, la responsabilidad fuera suya: así se explica por qué unos aman las riquezas, otros los placeres, otros la gloria, otros el poder, buscando la felicidad en objetos que no la encierran: en tal caso, suya es la culpa; el deseo de ser feliz es natural; pero el carácter de inteligentes y libres exigía que esta felicidad fuese el fruto de nuestras obras; que llegásemos a ella por el conocimiento y la libre voluntad, y no por una serie de impulsos necesarios. Cuando los deseos no se satisfacen en esta vida, o en vez de gozo, hallamos sinsabores, y en lugar de placeres, dolor, no podemos quejarnos de Dios, que nos ha sujetado a estas leyes para nuestro propio bien; y si, aun siendo moderados y lícitos, nuestros deseos no se satisfacen sobre la tierra, tampoco hay lugar a queja, porque, no siendo ésta nuestra mansión final, y habiendo de vivir para siempre en la otra, la vida de la tierra es un mero tránsito, y cuanto sufrimos aquí, no es más que una ligera incomodidad que arrostra gustoso el viajero para llegar a su patria. Pero todo esto desaparece, si el alma muere con el cuerpo; entonces no hay ninguna explicación plausible: deseamos con vehemencia, y no podemos llenar los deseos; aunque los moderemos, ajustándolos a razón, tampoco se cumplen; las privaciones que sufrimos no tienen compensación en ninguna parte: nuestra vida es una ilusión permanente; nuestra existencia, una contradicción. El no ser nos horroriza; la inmortalidad nos encanta: deseamos vivir, y vivir en todo; antes de abandonar esta tierra, queremos dejar recuerdos de nuestra existencia. El poderoso construye grandes palacios que él no habitará; el labrador planta bosques que no verá, crecidos; el viajero escribe su nombre en una roca solitaria que leerán las generaciones venideras; el sabio se complace en la inmortalidad de sus obras; el conquistador, en la fama de sus victorias; el fundador de una casa ilustre, en la perpetuidad de su nombre, y hasta el humilde padre de familias se lisonjea con el pensamiento de que vivirá en sus descendientes y en la memoria de sus vecinos: el deseo de la inmortalidad se manifiesta en todos de mil maneras, bajo diversas formas; pero no es posible arrancarle del corazón; y este deseo inmenso, que vuela al través de los siglos, que se dilata por las profundidades de la eternidad, que nos consuela en el infortunio y nos alienta en el abatimiento; este deseo, que levanta nuestros ojos hacia un nuevo mundo, y nos inspira desdén por lo perecedero, ¿sólo se nos habría dado como una bella ilusión, como una mentira cruel, para dormimos en brazos de la muerte y no despertar jamás? No, esto no es posible; esto contradice a la bondad y sabiduría de Dios; esto conduciría a negar la Providencia, y de aquí, el ateísmo.

 

238. En el hombre todo anuncia la inmortalidad. Sus ideas no versan sobre el contingente sino sobre lo necesario; no merece a sus ojos el nombre de ciencia lo que no se ocupa en lo necesario, y, por consiguiente, eterno. Los fenómenos pasajeros forman el objeto de sus observaciones para llegar al conocimiento de lo permanente; tiene fija su vista a lo que se sucede en la cadena de los tiempos, pero es para elevarse a lo que no pasa con el tiempo. En su propia mente encierra un mundo ideal, necesario; las ciencias matemáticas, ontológicas y morales prescinden de las condiciones pasajeras; se forman de un conjunto de verdades eternas, indestructibles, que ni nacieron con el mundo, ni perecerían, pereciendo el mundo. Siendo esto así, ¿qué misterio, qué contradicción es el espíritu del hombre, si tamaña amplitud sólo se le ha concedido para los breves momentos de su vida sobre la tierra? Semejante suposición, ¿no nos haría concebir la idea de un ser maléfico que se ha complacido en burlarse de nosotros?

 

239. En confirmación de este mismo argumento hay otra consideración de mucha gravedad. La mayor parte de los hombres se fijan poco en esas ideas grandes que forman las delicias de una vida meditabunda. Ocupados en sus tareas ordinarias, faltos de tiempo y preparación para pensar sobre los secretos de la filosofía, dejan correr sus días sin desenvolver sus facultades intelectuales más allá de lo necesario para d objeto de su estado y profesión. Considerando a la humanidad desde este punto de vista, se nos ofrece como un caudal inmenso de fuerzas intelectuales y morales, del que no se emplea en la tierra más que una parte insignificante, comparada con la totalidad. Si el alma sobrevive al cuerpo, se concibe muy bien que estas facultades no se desenvuelvan aquí en su mayor parte; les espera la eternidad, donde podrán ejercer sus funciones en grande escala; y entonces el género humano se parece a un viajero que durante el viaje lleva arrolladas y escondidas las preciosidades que luego desplegará y empleará cuando llegue a su casa. Pero, si el alma no tiene más vida que ésta, ¿de qué sirve tanto caudal de fuerzas intelectuales y morales? ¿qué sabiduría fuera la que criase lo que no había de servir? Tanto valdría pretender que obra cuerdamente el labrador que esparce sobre la tierra la semilla en grande abundancia, sabiendo que sólo han de brotar pocos granos, y queriendo destruir los tallos antes que lleguen a sazón.

 

240. Los destinos de la humanidad sobre la tierra no sirven a explicar el misterio de la vida, si ésta se acaba con el cuerpo. Es verdad que el linaje humano ha hecho cosas admirables transformando la faz del globo, y que probablemente las hará mayores en adelante; es cierto que se nos ofrece a manera de un grande individuo encargado de representar un inmenso drama, cuyos papeles están repartidos entre las varias naciones, y de los cuales le corresponde u pequeñísima parte a cada hombre particular, pero este drama tiene un sentido, si la vida presente se liga con una vida futura, si los destinos de la humanidad sobre la tierra están enlazados con los del otro mundo: de lo contrario, no. En efecto: reflexionando sobre la historia, y aun sobre la experiencia de cada día, notamos que, en el curso general de los destinos humanos, los acontecimientos marchan sin consideración a los individuos, ni aun a los pueblos: pueblos e individuos son como pequeñas ruedas del gran movimiento, duran un instante, luego desaparecen por sí mismos; y, si alguna vez embarazan, son aniquilados. Considerad el desarrollo de una idea, de una institución, un elemento social cualquiera: aparece como un germen apenas visible, y se extiende, se propaga, hasta dominar vastos países por dilatados siglos. Pero, ¿a qué costa? A costa de mil ensayos inútiles, tentativas erradas, angustias, guerras, devastación desastres de todas clases, La civilización griega se extiende por el Oriente: las luces se difunden; los pueblos puestos en contacto se desarrollan y adquieren nueva vida; es verdad; pero medid, si alcanzáis, la cadena de infortunios que este adelanto cuesta a la humanidad; recorred las épocas de Filipo, Alejandro y sus sucesores, hasta que invaden el Oriente las legiones romanas. Roma da unidad al mundo, contribuye a su civilización, es cierto; pero, mientras contempláis este cuadro, veis diez siglos de guerras y desastres; ríos de lágrimas y sangre. Los bárbaros del Norte salen de sus bosques, y sus razas, llenas de vida, rejuvenecen las de pueblos degenerados; de aquellas hordas se formaron con el tiempo las brillantes naciones que cubren la faz de Europa; es verdad; pero, antes de llegar a este resultado, transcurrirán otros diez siglos de calamidades sin cuento. Los árabes dominan el Mediodía, y transmiten a la civilización europea algunas luces en las ciencias y en las artes; pero ¿a qué precio las compra la humanidad? Con ocho siglos de guerra. La civilización progresa; viene el siglo de los descubrimientos: las islas orientales y occidentales reciben nueva vida; pero, ¿a qué precio? Fijad, si podéis, la vista en los cuadros de horror que os ofrece la historia. La Europa llega al siglo XVI; es sabia, culta, rica, poderosa; todavía la sangre se continuará, vertiendo a torrentes, acaudillando grandes ejércitos Gonzalo de Córdoba, Carlos V, Gustavo, Luis XIV, Napoleón... y, ¿qué hay en el porvenir?

 

En estas revoluciones inmensas, con las cuales recorre la humanidad la vasta órbita de sus movimientos, los individuos, los pueblos, las generaciones, parecen nada; los individuos sufren y mueren a millones; los pueblos son víctimas de grandes calamidades, y a veces dispersados o exterminados. Concibiendo la vida de la humanidad sobre la tierra como el tránsito para otra; viendo en la cúspide del mundo social a la Providencia enlazando lo terreno con lo celeste, lo temporal con lo eterno, se comprende la razón de las grandes catástrofes: porque sólo descubrimos en ellas los males de un momento, encaminados a la realización de un designio superior; pero, si el alma muere con el cuerpo, ¿a qué esos padecimientos privados y públicos? ¿a qué el haber puesto sobre la tierra una débil criatura para hacerla sufrir y morir? ¿dónde está la compensación de tantos males? ¿dónde el objeto de tan desastrosas mudanzas?

 

Se dirá que la compensación se halla en el adelanto social; que el objeto es la perfección de la sociedad; pero esta respuesta es altamente fútil, si no suponemos la inmortalidad del alma. La sociedad en sí no es otra cosa que un todo moral; considerada con abstracción de los individuos, es un ser abstracto: ella es inteligente cuando ellos lo son, es moral cuando, ellos lo son, es feliz cuando ellos lo son. La inteligencia, la moralidad, el bienestar de la humanidad, no es otra cosa que la suma de estas cualidades que se halla en los hombres. Por estas consideraciones se echa de ver que el individuo, aunque pequeño, no puede desaparecer delante de la sociedad; es infinitésimo si se quiere, pero de la suma de estos infinitésimos la sociedad se integra. Ahora bien, si la adquisición de una idea para la humanidad ha costado a un número inmenso de sus individuos el vivir entre continuas turbaciones que les produjesen la ignorancia; si la conquista de una mejora moral ha costado a muchas generaciones la agitación y la esclavitud; si el adelanto material lo han pagado una larga serie de generaciones con guerras, incendios, devastaciones, males sin cuento; ¿qué vienen a significar esos bienes, esas mejoras y adelantos? Y cuando se reflexiona que las generaciones que disfrutan de las adquisiciones de los pasados, trabajan, y sufren, y mueren por adquirir para los venideros, se nos presenta el género humano como una serie de operarios que trabajan, y se afanan, y sufren, y mueren para una cosa ideal, para un ser abstracto que llaman la sociedad, presentando una evolución sin término, sin objeto, sin ninguna razón que justifique sus transformaciones incesantes.

 

La humanidad es un sublime y grande individuo moral, cuando se reconoce a sus miembros la inmortalidad y se los considera pasando sobre la tierra para llegar a otro destino. Sin esto, el mismo progreso humanitario es una especie de sima sin fondo, donde se precipitan las generaciones sucesivas, sin saber por qué, ni para qué; un mar sin límites a donde llevan su caudal los individuos y los pueblos, perdiéndose luego en su inmensidad, como las aguas de los ríos en los abismos del Océano.

 

241. Cuando se finge por un momento que el alma es mortal, se apodera del corazón una profunda tristeza, al fijar la vista sobre el breve plazo señalado a nuestra vida. Duélese el hombre de haber visto la luz del día. Hoja que el viento lleva, arista que el fuego devora, flor de heno secada por el aliento de la tarde; ¿quién le ha dado el conocer con tanta extensión y amar con tanto ardor, si sus ojos se han de cerrar para no abrirse jamás, si su inteligencia se ha de extinguir como una centella que serpea y muere; si más allá del sepulcro no hay nada, sino soledad, silencio, muerte por toda la eternidad? ... ¿Quién nos ha dado ese apego a nuestros semejantes, si nos hemos de separar para siempre? ¿Quién nos inspira que tanto nos ocupemos en lo venidero, si para nosotros no hay porvenir, si nuestro porvenir es a nada? ¿Quién nos mece con tantas esperanzas, si no hay para nosotros otro destino que la lobreguez de la tumba? ¡Ay, que triste fuera entonces el haber visto la luz del día, y el sol inflamando el firmamento, y la luna despidiendo su luz plácida y tranquila, y las estrellas tachonando la bóveda celeste con los blandones de un inmenso festín; si al deshacerse nuestra frágil organización no hay para nosotros nada, y se nos echa de este sublime espectáculo para arrojarnos a un abismo!

 

242. No, no es así; éste es un pensamiento sacrílego, una palabra blasfema. Si así fuese, no habría Providencia, no habría Dios, el mundo fuera una serie de fenómenos incomprensibles; una evolución perenne de acontecimientos sin objeto; una fatalidad ciega que seguiría su camino por las inmensidades del espacio y del tiempo, sin origen, sin objeto, sin fin, sin conciencia de sí propia; un ser misterioso que arrojaría de su seno infinidad de seres con inteligencia, con voluntad, con amor y con inmensos deseos; y que luego los absorbería de nuevo en sus abismos, como una sima que traga en sus profundidades tenebrosas los plateados y resplandecientes lienzos de una vistosa casaca. Entonces el mundo no sería una belleza, no el "cosmos" de los antiguos, sino el caos; una especie de fragua donde se elaboran en confusa mezcla los placeres y los dolores, donde un ímpetu ciego lo lleva todo en revuelto torbellino, donde se han reservado para el ser más noble, para el ser inteligente y libre, mayor cúmulo de males, sin compensación ninguna; donde se han reunido en síntesis todas las contradicciones: deseo de luz y eternas tinieblas; expansión ilimitada y silencio eterno; apego a la vida y muerte absoluta; amor al bien, a lo bello, a lo grande, y el destino a la nada; esperanzas sin fin, y por dicha foral un puñado de polvo dispersado por el viento.

 

¿Quién puede asentir a un sistema tan absurdo y desconsolador? En medio del orden, de la armonía, que admiramos en todas las partes de la creación, ¿quién podrá persuadir de que el desorden y el caos sólo existan con relación a nosotros? ¿quién no aparta con horror la vista de ese cuadro desesperante?

 

243. Hagamos la contraprueba: empecemos por admirar la inmortalidad del alma; y el caos se aclara; del fondo de sus tinieblas surge la luz, y el mundo se presenta otra vez ordenado, bello, resplandeciente. Se explica la inmensidad de nuestros deseos, porque se pueden llenar; se explica la extensión de nuestra inteligencia, porque se ha de dilatar un día por un mundo sin fin; se explica la necesidad de las ideas, porque desde que nacemos empezamos la comunicación con un orden inmortal; se explica la alternativa de los placeres y dolores, porque lo que falta en esta vida se compensa en la otra; se explican las evoluciones y las catástrofes de la humanidad sobre la tierra, porque se eligen con destinos eternos; se explican los sufrimientos de los individuos en esas transformaciones, porque su vivir no acaba con el cuerpo; se explica el bien de la sociedad considerado en sí misino, porque es un grande objeto intentado por la Providencia, para enlazar lo pasado con lo venidero, la tierra con el cielo, el tiempo con la eternidad. El orden, la armonía, la razón, la justicia, brillan bajo la influencia de esta idea consoladora; y el universo, lejos de ser un caos, es un conjunto admirable, una sociedad inmortal de los seres inteligentes y libres, entre sí y con su Criador; en la cúpula de este vasto conjunto resplandece el destino del hombre en aquella ciudad inmortal, iluminada por Dios y descripta por el Profeta de Patmos.

 

El orden moral se explica también con la inmortalidad: el bien tiene su premio, y el mal, su castigo; sobre la dicha del culpable pende la muerte como una espada; a sus pies el abismo de la eternidad; si la virtud está algunas veces abrumada de infortunio y marchando sobre la tierra entre la pobreza, la humillación y el sufrimiento, levanta al cielo sus ojos llorosos, y endulza sus lágrimas con un pensamiento de esperanza.

 

Así es, así debe ser; así lo enseña la razón; así nos lo dice el corazón; así lo manifiesta la sana filosofía; así lo proclama la religión; así lo ha creído siempre el género humano; así lo hallamos en las tradiciones primitivas, en la cuna del mundo. (FIN)