Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XXV

El amor de la verdad y la fe.

Relaciones entre el entendimiento y el corazón. Objeción del escéptico contra lo extraordinario. No es signo de sabiduría la incredulidad en lo extraordinario. Razón de la credulidad de los grandes pensadores. Incredulidad de los ignorantes. Lo extraordinario en muchas cosas. Origen del lenguaje. Origen del hombre. Origen del mundo. Misterio de la vida. Misterios astronómicos. Por qué los hombres grandes son religiosos. Grandor y misterios de la realidad. Alta filosofía de los católicos.

     Mi estimado amigo: No me parece de mal agüero la disposición de ánimo que manifiesta V. en su última apreciada; pues, aunque duda todavía de que la religión cristiana sea verdadera, desearía que lo fuese; es decir, que comienza V. a sentirse inclinado en favor de la religión: cuando se ama un objeto considerado siquiera como puramente ideal, ya no es tan difícil creer en su existencia; de la propia suerte que el odio a una realidad molesta produce deseos de negarla. El fiel que aborrece la verdad religiosa, está ya en el camino de la incredulidad; el incrédulo que la ama, está en el camino de la fe.

     Se ha dicho con profunda verdad que nuestras opiniones son hijas de nuestras acciones; esto es, que nuestro entendimiento se pone con mucha frecuencia al servicio del corazón. Conserve V., pues, mi estimado amigo, esas disposiciones benévolas hacia las verdades religiosas; déjese V. llevar de esa inclinación suave que «en medio del escepticismo le causa con frecuencia la ilusión de que es un verdadero creyente»; ya que ha tenido la fortuna de no dudar de la Providencia, viva V. persuadido de que esta Providencia es quien le conduce: en mano todopoderosa están los entendimientos y los corazones; V. perdió la fe siguiendo las extraviadas inspiraciones de su corazón; Dios quiere volverle a la fe por inspiraciones del mismo corazón. Comience V. por amar las verdades religiosas, y bien pronto acabará por creer en ellas. Sólo piden ser vistas de cerca, no ser miradas con aversión; si llegan a ponerse en contacto con una alma sincera, están seguras de triunfar. El divino Espíritu que las anima, les comunica un sano atractivo a que nada resiste, sino los corazones empedernidos.

     Al lado de esta disposición de ánimo que me llena de consuelo y esperanza, he visto con alguna extrañeza una de las razones que le impiden salir del escepticismo, y que V. con admirable serenidad apellida muy poderosa. «La regularidad de las leyes que gobiernan al mundo, y que tan visible se nos ofrece en todos los fenómenos sometidos a nuestra experiencia, le inspira a V. una especie de aversión a todo lo extraordinario; haciéndole temer que todo cuanto sale del orden común, aunque sea muy bello y muy sublime, deba limitarse a las regiones de la poesía. Recela V. que haya desacuerdo entre la realidad y esas bellas creaciones de fantasías fecundas y sentimientos sublimes; por más que sea V. amigo de la poesía, no puede resignarse a trocarla por la filosofía, siquiera se presente esta última con traje prosaico.» Tampoco quiero yo cambiar la realidad por ninguna ilusión, aun cuando fuese la más bella que cabe en humana fantasía; también amo la verdad, siquiera se presente con traje prosaico; pero no comprendo que esta verdad haya de encontrarse siempre, como V. indica, «en lo ordinario, en lo común, en lo que no llama la atención con apariencias prodigiosas, ni excita admiración y entusiasmo, pero que en cambio es muy real, muy positivo, y sigue su camino con uniforme regularidad». No tengo inconveniente en que «a los ruidos nocturnos que imaginaciones poéticas o asustadas se complacerían en atribuir a seres misteriosos, prefiera V. encontrarles la causa en el viento, en la lluvia, en el chirrido de aves inocentes, que no esperaban verse trocadas en genios maléficos»; pero cuando, animado con esa filosofía positiva, sale V. al encuentro de los creyentes, y exclama «lo ordinario, lo ordinario, lo demás está poco de acuerdo con el espíritu filosófico»; dudaba si la carta que estaba leyendo era de una persona tan ilustrada como V., sentía entonces un vivo deseo de vengarme, y espero que podré realizarlo a cumplida satisfacción.

     Ante todo séame permitido observar que el no creer en cosas extraordinarias, no siempre es signo seguro de mucha filosofía. Esta incredulidad puede nacer de ignorancia; en cuyo caso, es dura, tenaz, poco menos que invencible. En la conversación con gentes poco instruidas y un tanto orgullosas, se nota este fenómeno de una manera chocante. Como los infelices han oído repetidas veces que en el mundo hay muchos engaños y que se cuentan grandes mentiras, toman esa vulgaridad por un excelente criterio, y le aplican desapiadadamente a cuanto se aparta del orden común. No tengo necesidad de protestar de que en el número de estos ignorantes no cuento a mi ilustrado adversario; pero, como V. insiste tanto en hermanar la filosofía con lo ordinario y lo común, no he podido resistir a la tentación de recordar un hecho, que me ha llamado la atención repetidas veces.

     Pascal ha dicho con mucha verdad que hay dos clases de ignorantes: los que lo son completamente, y los que sólo pueden llamarse tales, porque, habiendo llegado al más alto grado de sabiduría, tienen un claro conocimiento de su propia ignorancia. Este dicho es aplicable en algún modo a la incredulidad en cosas extraordinarias. Los verdaderos sabios tienen en este punto una incredulidad templada por la razón, y sometida siempre a las condiciones de posibilidad, que les ha enseñado la observación o la luz de la ciencia. En general, puede asegurarse que estos hombres son incrédulos con alguna timidez, y que no pocas veces propenden a creer lo extraordinario. Cuando se penetra en los abismos, tanto del mundo físico, como del intelectual y moral, son tales las profundidades que se descubren, son tantos los misterios que se ven divagar entre las sombras atravesadas con algunas ráfagas de luz, que los grandes pensadores, los que se han acercado al borde de aquellos abismos contemplando sus profundidades insondables, apenas encuentran nada de que se atrevan a decir: esto no ha sido, esto no será, esto es imposible. Semejantes hombres no se espantan de la palabra extraordinario, porque en los fenómenos en apariencia más ordinarios, descubren un conjunto de cosas extraordinarias: o, hablando con más exactitud, un conjunto de cosas tanto más incomprensibles, cuanto son más ordinarias.

     La incredulidad de los ignorantes, cuando se trata de cosas extraordinarias, es sumamente curiosa. Si oyen hablar de un fenómeno poco común o de una ley de la naturaleza que ofrezca algo sorprendente, aplican su soberano criterio: «en el mundo hay muchos engaños; a mí no se me hace creer eso»; y menean tontamente la cabeza, con un aire de satisfacción indecible.

     Ya ve V. que no soy demasiado indulgente con los enemigos de lo extraordinario; pero, ya que estas observaciones no son aplicables a una persona como usted, voy a entrar en otra clase de consideraciones sobre lo ordinario y extraordinario, sin salir nunca del terreno de los hechos.

     Usted no admite que Dios haya hablado al hombre, y prefiere explicar las tradiciones del género humano por el método ordinario de las ilusiones, de las imposturas, de la previsión de los legisladores, de las necesidades sociales, etc., etc. Todo esto es muy ordinario, y por lo mismo le deja a V. muy satisfecho. Ahora bien; ¿quiere V. que yo encuentre en la raíz de esto mismo una cosa muy extraordinaria, que todos los filósofos del mundo no serán capaces de explicarme? Hela aquí. ¿Quién ha enseñado a hablar a los hombres? Hasta el fin del mundo, le doy a V. tiempo para contestarme a la pregunta, si no quiere apelar a medios extraordinarios. No necesito repetir aquí lo que V. sabe tan bien como yo, sobre la opinión de los filósofos más eminentes respecto a la imposibilidad de que los hombres hayan inventado el lenguaje. Tenemos, pues, que el género humano ha recibido este don. ¿De quién? No ciertamente de los seres mudos que le rodean; henos aquí, pues, al hombre comunicándose con un ser superior, y recibiendo de éste la palabra. Esto no es de lo que V. llama ordinario y común; pero, desgraciadamente para los incrédulos, es absolutamente necesario.

     Otra cosa extraordinaria. ¿De dónde ha salido el hombre? ¿Admite V. la narración de Moisés? Si la admite, ¿qué dificultad tiene V. en que Dios, que cría al hombre, que le enseña, que le habla una vez, le hable y le enseñe otras muchas? Lo extraordinario no se halla menos en un caso que en otro. Si no admite usted la relación de Moisés, pregunto nuevamente: ¿De dónde ha salido el hombre? ¿De las entrañas de la tierra y repentinamente? He aquí una cosa bien extraordinaria. ¿Por qué, una vez nacido, ha podido propagarse? He aquí otra cosa no menos extraordinaria. ¿Se ha formado por un desarrollo sucesivo, pasando por diferentes grados en el orden animal, de manera que los ascendientes de Bossuet, Newton y Leibnitz sean ilustres monos que a su vez hayan descendido de reptiles terrestres o de monstruos acuátiles, hasta bajar al ínfimo grado de los vivientes? Todas estas cosas creo que no dejarían de ser bastante extraordinarias; y ello es cierto, sin embargo, que es preciso admitir la narración extraordinaria de Moisés u otra semejante, o bien apelar a las apariciones repentinas o a las transformaciones sucesivas, cosas todas muy extraordinarias.

     El origen del mundo encierra algo que tampoco puede entrar en el cauce de los acontecimientos ordinarios. Apele V. al sistema que quisiere: a Dios o al caos, a la historia o a la fábula, a la razón o a la fantasía; poco importa para la cuestión presente; el problema del origen de las cosas está aquí: ni la existencia ni el orden de las mismas pueden explicarse sin algo extraordinario.

     Hablando ingenuamente, siento verme obligado a emplear esa clase de argumentos para convencer a quien ha estudiado las ciencias naturales. La naturaleza toda ¿qué es si no un inmenso misterio? ¿Ha meditado V. alguna vez sobre la vida? ¿Ha comprendido ningún filósofo en qué consiste esa fuerza mágica, que anda por caminos desconocidos, que obra por medios incomprensibles, que mueve, que agita, que hermosea, que produce dulcísimos placeres y causa tormentos insoportables; que se encuentra en nosotros y fuera de nosotros; que no se halla cuando se la busca; que ocurre cuando no se piensa en ella; que se propaga al través de la corrupción; que se enciende y se apaga sin cesar en innumerables individuos; que revolotea como una llama imperceptible, en las regiones de la atmósfera, en la faz y en las entrañas de la tierra, en la corriente de los ríos, en la superficie y profundidades del océano? ¿No hay aquí un misterio, y un misterio incomprensible? ¿No ve V. aquí, no siente algo que no cabe en esa cosa ordinaria, que V. quiere confundir con la filosofía?

     La electricidad, el galvanismo, el magnetismo, ofrecen ciertamente fenómenos extraordinarios. ¿Los negaremos por no comprenderlos? ¿Y nos haremos la ilusión de que los comprendemos, sólo porque algunos de sus efectos se ofrecen a nuestros sentidos? Al fijar la consideración en esos arcanos de la naturaleza, ¿no se halla V. poseído de un profundo sentimiento de asombro? ¿no se ha preguntado V. alguna vez: ¿qué hay tras de ese velo con que la naturaleza cubre sus secretos? ¿no ha sentido V. desaparecer esa pequeña filosofía que clama: lo ordinario, lo ordinario? ¿no ha sentido V. la necesidad de reemplazarla con el pensamiento sublime de que todo es extraordinario? En lugar de ese sentimiento pequeño, que confunde al filósofo con el vulgo, y que le comunica una miserable incredulidad por las cosas extraordinarias, ¿no ha experimentado V. una secreta inclinación a ver en todas partes el sello de lo extraordinario?

     En una noche serena, cuando el firmamento se despliega a nuestros ojos como un manto azul tachonado de diamantes, fije V. la vista en aquel sublime espectáculo. ¿Qué hay en aquellas profundidades; qué son aquellos cuerpos luminosos que durante largos siglos brillan en la inmensidad del espacio, y siguen su majestuosa carrera con una regularidad inefable? ¿Quién ha extendido esa faja blanquecina llamada por los astrónomos vía láctea, y que en realidad es una zona inmensa cuajada de cuerpos cuyo volumen y distancias no caben en nuestra imaginación? ¿Qué hay en esos espacios infinitos donde el telescopio descubre cada día nuevos mundos; en esos espacios cuyos umbrales se hallan a una distancia de que no alcanzamos a formarnos idea? Las estrellas más cercanas ofrecen a nuestros ojos, no su situación actual, sino la que tuvieron hace largos años. Unas 55.660 leguas de 20.000 pies recorre la luz cada segundo; y, no obstante, se ha calculado que la más cercana de las estrellas no puede hacer llegar hasta nosotros su rayo luminoso, sino en el término de diez años; ¿qué sucederá con las más distantes? Lo que está sucediendo en las Nebulosas, las revoluciones que se están operando en aquellas profundidades sin fin, ¿no le parece a V. que se explicarían perfectamente con la pequeña fórmula de lo ordinario?

     Los hombres más grandes han sido religiosos, y no es de extrañar: en el mundo físico, como en el moral, se encuentran tanto grandor, tan augustas sombras, tanto manantial de elevados pensamientos, de inspiraciones sublimes, que el alma se siente profundamente conmovida, y descubre por todas partes una especie de solemnidad religiosa. La claridad es la excepción, el misterio es la regla; la pequeñez está en alguna que otra apariencia; en el fondo de las cosas hay un grandor que excede toda ponderación. Ese grandor, ese misterio, no los sentimos porque no meditamos; pero, tan pronto como el hombre se concentra y reflexiona sobre ese conjunto de seres en cuya inmensidad se halla sumergido, y piensa en esa llama que siente arder dentro de sí propio, y que es en la escala de los seres como una ligera chispa en un océano de fuego, se siente sobrecogido por un sentimiento profundo, en que el orgullo se mezcla con el abatimiento, el placer con el espanto. ¡Oh! entonces es bien pequeña esa filosofía que habla de lo ordinario, de lo común, y que tiene un ridículo horror a todo lo que sea extraordinario o misterioso. ¡Pues qué! ¿todo cuanto nos rodea, todo cuanto existe, todo cuanto vemos, todo cuanto somos, es, por ventura, otra cosa que un conjunto de asombrosos misterios?

     Dispénseme V., mi apreciado amigo, si se me ha ido la pluma, y me he olvidado algún tanto de que lo que escribía era una carta. Sin embargo, no me podrá usted acusar de que me haya lanzado a mundos imaginarios; no he salido de la realidad. V. me ha provocado inculcándome la necesidad de atenernos a lo ordinario, a lo común, a lo llano, dejándonos de cosas extraordinarias y misteriosas; me he visto precisado a interrogar al universo, no al ideal, no al ficticio, sino al real, al que tenemos a nuestra vista; y no tengo yo la culpa si este universo, si esta realidad es tan grande, tan misteriosa, que no se la pueda contemplar sin un arrebato de entusiasmo.

     Déjenos V. creer en cosas extraordinarias; con esto no contradecimos la verdadera filosofía, sino que estamos de acuerdo con sus más altas inspiraciones. El que no crea, el que no esté satisfecho de los motivos de credibilidad que ofrece nuestra religión augusta, opónganos, si quiere, dificultades contra la verdad de nuestras doctrinas; pero guárdese de echarnos en cara la creencia en misterios incomprensibles, y de acusarnos por esto de poca filosofía; porque entonces mejora indudablemente nuestra causa; el incrédulo se confunde con el vulgo; y están de parte del católico los filósofos más eminentes. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.