Por Jaime Balmes
Comunidades
religiosas.
Injusticia de ciertas restricciones. Su derecho a la libertad. Razonable opinión del escéptico sobre este punto. Si las comunidades religiosas son cosa esencial en la Iglesia. Se explican los varios sentidos de esta cuestión. Las comunidades religiosas y la sociedad; su historia y porvenir.
Mi
estimado amigo: Ya extrañaba yo que, habiendo dado V. rienda suelta a su
imaginación para recorrer todo lo relativo a los dogmas cristianos, sin
olvidarse de la moral y del culto, no me hubiese hablado de las comunidades
religiosas, siendo éstas una institución predilecta en la Iglesia católica.
Los incrédulos apenas saben mentar el catolicismo, sin permitirse algunos
ataques contra las comunidades religiosas; y, hablando ingenuamente, me ha
sorprendido no poco el hallarle a V. tan moderado en este punto. No dudaba yo de
que V. profesase principios de tolerancia y libertad; pero, como la experiencia
me ha enseñado que a esos principios de libertad y tolerancia no siempre se les
da una rigurosa aplicación, no estaba seguro de que no hiciese V. una
excepción en contra de las comunidades religiosas, poniéndolas, por decirlo
así, fuera de la ley. Afortunadamente, he tenido el placer de engañarme; y ha
sido para mí una particular satisfacción el oír de boca de V. que, aun cuando
no profese las doctrinas católicas, ni se sienta inclinado a trocar el bullicio
del mundo por el silencio y la soledad de los claustros, no deja de comprender
la posibilidad de que otros hombres se hallen en disposición de ánimo muy
diferente, y abracen con sinceridad y fervor un sistenia de vida totalmente
contrario a las ideas y costumbres mundanas.
Además,
también veo con mucho gusto que V. reconoce la necesidad y la justicia de dejar
a cada cual en amplia libertad para abrazar la vida religiosa en el modo y forma
que bien le pareciere. Nada tengo que añadir a las siguientes palabras que
encuentro en la apreciada de V.: «Nunca he podido comprender en qué se fundan
los sistemas restrictivos en lo tocante a la vida religiosa. Los que tienen
dinero disfrutan amplia libertad de gastarle como mejor les agrada, y nadie se
mete con ellos, aunque lo hagan lo más alegremente del mundo; los aficionados a
placeres los gozan sin más restricción que los límites de su bolsillo o sus
previsiones higiénicas; los amigos de festines los celebran cuando quieren sin
que nadie se lo impida, aunque la algazara de los brindis y el ruido de la
orquesta atruenen la vecindad; los que gustan de habitar en espléndidas
moradas, y lucir soberbios trenes, lo ejecutan sin más formalidades que la de
consultar las existencias de la caja o la longanimidad de los acreedores; ni
siquiera falta libertad para la corrupción de costumbres, y las autoridades
toleran el libertinaje bajo distintas formas, con tal que no se insulte al
decoro público con demasiada impudencia. El pródigo derrama; el codicioso
amontona; el inquieto se agita; el curioso viaja; el erudito estudia; el
filósofo medita: cada cual vive conforme a sus ideas, necesidades o caprichos.
Hay completa libertad para todo el mundo: se forman compañías de comercio;
sociedades de fabricantes o de operarios; asociaciones de fomento para este o
aquel ramo; sociedades de beneficencia, de ciencias, de literatura, de bellas
artes; ¿y no dejaremos en libertad a algunos individuos que creen hacer una
obra buena, servir a Dios, ser útiles a sus semejantes, obedecer a una
vocación del cielo, reuniéndose bajo determinadas leyes, con tales o cuales
obligaciones, con este o aquel objeto? Le repito a V. que jamás he podido
comprender esa peregrina jurisprudencia, que restringe una cosa que, si no es
buena, es ciertamente inofensiva. Alcanzo sin dificultad que, cuando las
comunidades religiosas contaban no sólo con crecido número de individuos, sino
también con mucha riqueza, violentásemos algún tanto en su contra los
principios de tolerancia y libertad; pero ahora, cuando los peligros de la
dominación monástica no son más, hablando entre nosotros, que armas de
partido para gritar y revolver, me parece sumamente injusto y hasta impolítico
el emplear una violencia opresiva que no conduce a nada. El espíritu de la
época no es ciertamente favorable a los institutos monásticos; y me parece que
el mundo está más bien amenazado de ser disuelto por el amor de los goces
positivos, que esterilizado y helado por el cilicio y los ayunos.» De esta
manera me ha evitado V. el trabajo de extenderme en reflexiones sobre este
punto, expresando clara y brevemente lo mismo que sienten todos los hombres
juiciosos, libres de un espíritu de rencorosa parcialidad. Voy, pues, a
contestar rápidamente a las demás preguntas que se sirve V. dirigirme sobre
las relaciones de los institutos religiosos con la religión misma y con la
sociedad en general.
Desea
V. que le aclare un tanto las ideas sobre la debatida cuestión de si los
institutos religiosos son cosa tan esencial en la Iglesia, que no se los pueda
combatir sin commover los cimientos del catolicismo; pues que «la variedad que
en este punto nos ofrecen la historia y la experiencia, da lugar a encontrados
discursos y disputas interminables». Nada más fácil, mi apreciado amigo, que
satisfacer en esta parte los deseos de usted; pues creo que, con tal que se
aclaren debidamente las ideas, no hay ni puede haber discursos encontrados, ni
interminables disputas, ni cuestión de ninguna clase.
Son
cosas esenciales en la Iglesia católica la unidad en la fe, los sacramentos, la
autoridad de los pastores legítimos, distribuidos en la conveniente jerarquía,
todos bajo el primado de honor y de jurisdicción del sucesor de San Pedro y
vicario de Jesucristo, el Romano Pontífice. Aquí no encuentra V. las
comunidades religiosas; y, si por un momento suponemos que han sido todas
suprimidas, sin quedar ni una sola sobre la faz de la tierra; la Iglesia
permanece aún; vive con sus dogmas, con su moral, con sus sacramentos, con su
disciplina, con su admirable jerarquía, con su autoridad divina; esto es
verdad, es cierto, indudable; y, si en este sentido se quiere decir que las
comunidades religiosas no son esenciales al catolicismo, se afirma una cosa muy
sabida, que ningún católico niega ni puede negar. En cuyo caso no hay disputa
ni cuestión de ninguna especie. Prosigamos aclarando las ideas.
En
la Iglesia católica hay la fe, que nos enseña sublimes verdades sobre los
destinos del hombre, unas terribles, otras consoladoras; hay la esperanza, que
nos levanta en sus alas divinas, y nos lleva hacia las regiones celestiales,
inspirándonos fortaleza en las adversidades de un momento que sufrimos sobre la
tierra, y comunicándonos una santa moderación en la deleznable fortuna que tal
vez nos sonríe, haciendo que la veamos en toda su pequeñez, en toda su
volubilidad, cuando la comparamos con el bien eterno e infinito a que debemos
aspirar; hay la caridad, que nos hace amar a Dios sobre todas las cosas,
inclusos nosotros mismos, que nos hace amar a todos los hombres en Dios y que,
por consiguiente, nos inspira el deseo de ser útiles a nuestros semejantes; hay
el Evangelio, donde, a más de los preceptos cuyo cumplimiento es necesario para
entrar en la vida eterna, se contienen los sublimes consejos de venderlo todo y
darlo a los pobres, de llevar una vida casta como los ángeles en el cielo, de
despojarse completamente de la propia voluntad, de abrazar la cruz y seguir a
Jesucristo sin mirar hacia atrás: hay un espíritu vivificante que ilumina los
entendimientos, domina las voluntades, ablanda los corazones, transforma al
hombre entero, y le hace capaz de resoluciones heroicas, que ni siquiera podría
concebir la humana flaqueza. Todo esto hay en la religión cristiana; y ¿cuál
es, cuál debe ser el resultado? Helo aquí: algunos hombres no quieren
limitarse al cumplimiento de los mandamientos divinos, y desean tomar por regla
de su conducta no sólo los preceptos, sino también los consejos del Evangelio.
Recordando las palabras de Jesucristo en que recomienda la oración en común, y
promete a los que así lo hagan, su asistencia de un modo particular; recordando
las augustas costumbres de la primitiva iglesia, en que los fieles vendían sus
propiedades y llevaban su precio a los pies de los Apóstoles; recordando lo muy
agradable que es a Dios la virtud de la castidad, lo muy acepta que es a
Jesucristo la obediencia, pues que él se hizo obediente hasta la muerte, se
reunen para animarse y edificarse recíprocamente; prometen a Dios observar las
virtudes de pobreza, castidad y obediencia; ofreciéndole de esta manera en
holocausto lo que el hombre tiene de más caro, que es la libertad, y
precaviéndose al mismo tiempo contra su propia inconstancia. Los unos se
abandonan a las mayores austeridades; otros se entregan a incesante
contemplación; otros se dedican a la educación de la niñez; otros a la
instrucción de la juventud; otros se consagran al ministerio de la divina
palabra; otros al rescate de los cautivos; otros al consuelo y cuidado de los
enfermos; y he aquí los institutos religiosos. Sin ellos se concibe la
religión; pero ellos son un fruto natural de la religión misma; nacen
espontáneamente en el campo de la fe y de la esperanza, bajo el soplo
vivificante del amor de Dios. Donde se plantea la religión, allí aparecen; si
se los arranca, vuelven a brotar; si se los destroza, sus miembros dispersos
sirven de fecunda semilla para que resuciten bajo nuevas formas, igualmente
bellas y lozanas.
Ya
ve V., mi apreciado amigo, que, mirada la cosa desde esta altura, desaparecen
las cuestiones arriba indicadas. Preguntar si puede haber catolicismo sin
comunidades religiosas, es preguntar si donde hay sol que esparce en todas
direcciones el calor y la luz, si donde hay un aire vivificante, si donde hay
una tierra feraz regada con abundante lluvia, puede faltar la vegetación;
preguntar si las comunidades religiosas pueden morir para siempre, es preguntar
si los huracanes transitorios que devastan las campiñas, pueden impedir que la
vegetación renazca, que los árboles florezcan de nuevo y produzcan sus frutos;
que los campos se cubran de mieses. Así nos lo enseña la historia, así nos lo
atestigua la experiencia; querer un catolicismo que no inspire a algunos hombres
privilegiados el deseo de abandonarlo todo por amor de Jesucristo, de
consagrarse a la meditación de las verdades eternas y al bien de sus
semejantes, es querer un catolicismo sin el calor de la vida, es imaginarse un
árbol endeble, cuyas raíces no penetran en el corazón de la tierra, y que se
seca a los primeros ardores del verano, o es arrancado fácilmente al soplo del
aquilón.
Me
pregunta V. lo que pienso sobre la utilidad social de las comunidades
religiosas, y si creo que bajo este aspecto se les puede otorgar algún
porvenir, atendido el espíritu y la marcha de la civilización moderna. Como
una carta no permite la amplitud requerida por la inmensa cuestión suscitada
con esta pregunta, me limitaré a dos puntos de vista, que espero serán
aprovechados por el talento y la ilustración de V.
Bajo
el aspecto histórico, se puede establecer, por regla general, que la fundación
de los diferentes institutos religiosos, a más de su objeto cristiano y
místico, ha tenido otro eminentemente social, y exactamente acomodado a las
necesidades de la época. Si se estudia la historia de las comunidades
religiosas teniendo presente esta idea, se la encuentra realizada en todos
tiempos y países, de una manera asombrosa. El oriente y el occidente, lo
antiguo y lo moderno, la vida contemplativa y la activa: todo ofrece abundantes
materiales históricos que comprueban la exactitud de la observación; en todas
partes se la encuentra verificada con admirable regularidad.
Esto
pienso sobre la historia de las comunidades religiosas; no me es posible
reproducir en una carta las razones y los hechos en que fundo mi opinión; si
tiene V. ocio bastante para dedicarse a esta clase de estudios, abandono con
entera seguridad la cuestión al buen juicio de V. Ahora voy a presentar en
breves palabras el otro punto de vista, relativo al porvenir de dichos
institutos.
Como
nosotros creemos que la Iglesia no perecerá, sino que durará hasta la
consumación de los siglos, estamos seguros también de que el divino Espíritu
que la anima, no la dejará nunca estéril, y que la hará producir no sólo los
frutos necesarios para la vida eterna, sino también los que contribuyen a
realzar su lozanía y hermosura. Las comunidades religiosas, pues, durarán bajo
una u otra forma: ignoramos las modificaciones que ésta podrá sufrir; pero
descansamos tranquilos a la sombra de la Providencia.
Tocante
a la utilidad social de las comunidades religiosas en el porvenir, la cuestión
es para mi muy sencilla. ¿Pueden ser útiles a la civilización moderna grandes
ejemplos de moralidad, el espectáculo de virtudes heroicas, de abnegación y
desprendimiento sin límites? ¿Tienen las sociedades modernas grandes
necesidades que satisfacer? La educación de la infancia, y muy particularmente
la de las clases pobres, la organización del trabajo, el espíritu de
asociación para el fomento de los grandes intereses procomunales, las casas de
expósitos, las penitenciarias, los establecimientos de corrección, y toda
clase de instituciones de beneficencia, ¿dejan de ofrecer problemas sumamente
complicados, de presentar gravísimas dificultades, de necesitar el auxilio del
desprendimiento, del amor de la humanidad desinteresado y ardiente? Ese
desinterés, esa abnegación, ese ardiente amor de la humanidad, sólo pueden
nacer de la caridad cristiana; ésta puede obrar de infinitas maneras; pero el
secreto para que su acción sea más bien dirigida, más enérgica, más eficaz,
es hacer que se personifique en algunas de esas instituciones que se sobreponen
a las afecciones particulares, que viven largos siglos como un grande individuo,
en el cual no figuran las personas sino como en el cuerpo humano las moléculas
que entran y salen incesantemente en el movimiento de la organización.
Repito
que tengo viva esperanza en la utilidad social de las comunidades religiosas. En
el porvenir de la civilización moderna se me ofrecen como poderosos elementos
de conservación en medio de la destrucción que nos amenaza, como un lenitivo a
crueles sufrimientos, como un remedio a males terribles. El egoísmo lo invade
todo; y yo no conozco medio más eficaz para neutralizarle, que la caridad
cristiana. Los hombres se reunen para ganar, y también para socorrerse por
cálculo; yo deseo que se reúnan, además, para auxiliarse con absoluto
desprendimiento del interés propio, ofreciéndose en holocausto por el bien de
sus semejantes. Esto hacen las comunidades religiosas; y, por esta razón, me
prometo mucho de su influencia en el porvenir del mundo. No pueden ser inútiles
mientras haya salvajes y bárbaros que civilizar, ignorantes que instruir,
hombres corrompidos que corregir, enfermos que aliviar, infortunados que
consolar. De usted afectísimo S. S. Q. B. S. M.
J.
B.