Por Jaime Balmes
Culto
de los Santos.
Disposición de ánimo de los escépticos. Les falta lectura buena. No son imparciales como pretenden. Lo que deben preguntarse a sí mismos. Su poca filosofía. Leibnitz y el culto de los Santos. Cómo se entiende este culto. Cómo se distingue del que se da a Dios. Se rechaza la acusación de idolatría. Vaguedad con que se emplean las palabras de grandor y sublimidad. La gracia no destruye la naturaleza. Por qué honramos a los Santos. Diferencias entre el justo en vida y el santo en el cielo. Veneración de la virtud. Poca lógica de los incrédulos en este punto. Se oponen a la razón y al sentimiento. Las imágenes. La religión y el arte. Costumbres de todos los tiempos y países. Los Santos bienhechores de la humanidad. Condiciones para la veneración pública.
Mi
estimado amigo: Cada día me voy convenciendo de que no está V. tan falto de
lectura en materia de religión, como al principio me había figurado: conozco
que no es lectura lo que le falta, sino lectura buena; pues que a cada paso se
descubre que ha tenido bastante cuidado de revolver los escritos de los
protestantes e incrédulos, guardándose de echar una ojeada a las obras de los
católicos, como si fuesen para V. libros prohibidos. Séame permitido observar
que una persona educada en la religión católica, y que la ha practicado
durante su niñez y adolescencia, no podrá sincerarse en el tribunal de Dios
del espíritu de parcialidad que tan claro se muestra en semejante conducta.
Asegurar una y mil veces que se tiene ardiente deseo de abrazar la verdadera
religión tan pronto como se la descubra; y, sin embargo, andar continuamente en
busca de argumentos contra la católica, y abstenerse de leer las apologías en
que se responde a todas las dificultades, son extremos que no se concilian
fácilmente. Esta contradicción no me coge de nuevo, porque hace largo tiempo
estoy profundamente convencido de que los escépticos no poseen la imparcialidad
de que se glorían, y de que, aun cuando se distingan de los otros incrédulos,
porque, en vez de decir «esto es falso», dicen «dudo que sea verdadero», no
obstante, abrigan en su ánimo algunas prevenciones, más o menos fuertes, que
les hacen aborrecer la religión, y desear que no sea verdadera.
El
escéptico no siempre se da a sí propio exacta cuenta de esta disposición de
su ánimo; quizás se hará muchas veces la ilusión de que busca sinceramente
la verdad; pero, si se observan con atención su conducta y sus palabras, se
echa de ver que tiene por lo común un gozo secreto en objetar dificultades, en
referir hechos que lastimen a la religión; y por más que se precie de templado
y decoroso, no suele eximirse de dar a sus objeciones un tono apasionado y
frecuentemente sarcástico.
No
quisiera que V. se ofendiese por estas observaciones; pero, hablando con
ingenuidad, también desearía que no se olvidase de tomarlas en cuenta. No
perderá V. nada con examinarse a sí propio, y preguntarse: «¿es cierto que
buscas sinceramente la verdad? ¿es cierto que en las dificultades que objetas
al catolicismo, no se mezcla nada de pasión? ¿es cierto que no se te ha pegado
nada de la aversión y odio que respiran contra la religión católica las obras
que has leído?» Esto quisiera que V. se preguntase una y muchas veces, puesto
que, a más de hacer un acto propio de un hombre sincero, allanaría no pocos
obstáculos que impiden llegar al conocimiento de la verdad en materia de
religión.
Me
dirá V. que no puede menos de extrañar las observaciones que preceden, cuando
en su polémica ha conservado mayor decoro de lo que suelen los que combaten la
religión. No niego que las cartas de usted se distinguen por su moderación y
buen tono; y que, no profesando mis creencias, tiene V. bastante delicadeza para
no herir la susceptibilidad de quien las profesa; sin embargo, no he dejado de
notar que, no obstante sus buenas cualidades, no se exime V. completamente de la
regla general; y que, al disputar sobre la religión, adolece también del
prurito de tomar las cosas por el aspecto que más pueden lastimarla; y que, con
advertencia o sin ella, procura V. eludir el contemplar los dogmas en su
elevación, en su magnífico conjunto, en su admirable harmonía con todo cuanto
hay de bello, de tierno, de grande, de sublime. Repetidas veces he tenido
ocasión de observar esto mismo; y por ahora no veo que lleve camino de
enmendarse. Así, creo que me dispensará V. si no le exceptúo de la regla
general y le considero más preocupado y apasionado de lo que V. se figura.
Precisamente
en la carta que acabo de recibir, esta triste verdad se me presenta de bulto, de
una manera lastimosa. A pesar de las protestas, se está descubriendo en toda
ella el dejo del fanatismo protestante y de la ligereza volteriana; y
difícilmente podría creer que, antes de escribirla, no consultase V. algunos
de los oráculos de la mal llamada reforma o de la falsa filosofía. Por más
que hable V. con respeto de las creencias populares, y del encanto que
experimenta al presenciar el fervor religioso de las gentes sencillas, se
trasluce que V. contempla todo eso con un benigno desdén, y que considera pagar
bastante tributo a la sinceridad de los creyentes, con abstenerse de condenarlos
y ridiculizarlos a cara descubierta. Agradecemos la bondad, pero tenga V.
entendido que las creencias y costumbres de esas gentes sencillas tienen
mejor defensa de lo que V. se imagina; y que, lejos de que el culto y la
invocación de los Santos y la veneración de las reliquias y de las imágenes,
hayan de ser el pábulo religioso de solas las gentes sencillas, pueden prestar
materia a consideraciones de la más alta filosofía, manifestándose que no sin
razón se confundieron en este punto con los crédulos y los ignorantes, genios
tan eminentes como San Jerónimo, San Agustín, San Bernardo, Santo Tomás de
Aquino, Bossuet y Leibnitz.
Al
leer el nombre de este último, creerá V. que se me ha deslizado la pluma, y
que lo he puesto por equivocación. Leibnitz protestante ¿cómo es posible que
defendiera en este punto las doctrinas y prácticas del catolicismo? Sin
embargo, escrito está en sus obras, que andan en manos de todo el mundo; y no
tengo yo la culpa si el autor de la monadología y de la harmonía prestabilita,
el eminente metafísico, el insigne arqueólogo, el profundo naturalista, el
incomparable matemático, el inventor del cálculo infinitesimal, se halla de
acuerdo en este punto con las gentes sencillas, y es algo menos filósofo
de lo que son tantos y tantos que no conocen más historia que los
compendios en dieciseisavo, ni más filosofía que los rudimentos de las
escuelas, mal aprendidos y peor recordados; ni más geometría que la
definición de la línea recta y de la circunferencia.
Insensiblemente
me he ido extendiendo en consideraciones generales, y el preámbulo de la carta
se ha hecho demasiado largo, aunque estoy muy lejos de creerle inoportuno.
Conviene ciertamente discutir con templanza, pero ésta no debe llevarse hasta
tal punto, que se olvide el interés de la verdad. Si alguna vez es necesario
advertir a Vds. el espíritu de parcialidad con que proceden, es preciso
hacerlo; y, si otras veces puede interesar el observarles que discuten sin haber
estudiado y combaten lo que ignoran, es preciso no escrupulizar en ello.
El
culto de los Santos le parece a V. poco razonable; y hasta lo juzga poco
conforme a la sublimidad de la religión cristiana, que nos da tan grandes ideas
de Dios y del hombre. ¿Por qué se opone a estas grandes ideas el culto de los
Santos? Porque «parece que el hombre se humilla demasiado, tributando a la
criatura obsequios que sólo son debidos a Dios». Desde luego se echa de ver
que se halla V. imbuido de las objeciones de los protestantes, mil veces
soltadas, y mil veces repetidas. Aclaremos las ideas.
El
culto que se tributa a Dios, es en reconocimiento del supremo dominio que tiene
sobre todas las cosas, como su criador, ordenador y conservador; es en
expresión de la gratitud que la criatura debe al Criador por los beneficios
recibidos, y de la sumisión, acatamiento y obediencia a que le está obligada,
en el ejercicio del entendimiento, de la voluntad y de todas sus facultades. El
culto externo es la expresión del interno; es, además, un explícito
reconocimiento de que lo debemos todo a Dios, no sólo el espíritu, sino
también el cuerpo, y que le ofrecemos no sólo sus dones espirituales, sino
también los corporales. Es evidente que el culto interno y externo de que acabo
de hablar, es propio de Dios exclusivamente: a ninguna criatura se le pueden
rendir los homenajes que son debidos únicamente a Dios: lo contrario, sería
caer en la idolatría; vicio condenado por la razón natural de la Sagrada
Escritura, mucho antes de que le condenase el celo filosófico.
Pocas
acusaciones habrá más injustas, y que se hayan hecho más de mala fe, que la
que se dirige contra los católicos, culpándolos de idolatría por su dogma y
prácticas en el culto de los Santos. Basta abrir, no diré las obras de los
teólogos, sino el más pequeño de los catecismos, para convencerse de que
semejante acusación es altamente calumniosa. Jamás, en ningún escrito
católico, se ha confundido el culto de los Santos con el de Dios: quien cayese
en tamaño error, sería desde luego condenado por la Iglesia.
El
culto que se tributa a los Santos es un homenaje rendido a sus eminentes
virtudes; pero, éstas son reconocidas expresamente como dones de Dios; honrando
a los Santos, honramos al que los ha santificado. De esta manera, aunque el
objeto inmediato sean los Santos, el último fin de este culto es el mismo Dios.
En la santidad que veneramos en el hombre, veneramos un reflejo de la Santidad
infinita. Éstas no son explicaciones arbitrarias, ni excogitadas a propósito
para deshacerme de la dificultad: abra V. por donde quiera las vidas de
los Santos, las colecciones de panegíricos; oiga V. a nuestros oradores, a
nuestros catequistas: en todas partes encontrará la misma doctrina que acabo de
exponer. Otra observación. La Iglesia ora en las fiestas de los Santos: ¿y a
quién dirige las oraciones? Al mismo Dios. Note V. el principio de la oración:
Deus qui= Omnipotens sempiterne Deus= Praesta quaesumus, Omnipotens
Deus, etc., etc.; lo mismo sucede en el final, el que siempre se
refiere a una de las personas de la Santísima Trinidad, o a dos, o a las tres,
como se está oyendo continuamente en nuestras iglesias.
No
concibo qué es lo que se puede contestar a razones tan decisivas; y así no
debo temer que continúe usted culpándonos de idolatría: aclaradas de este
modo las ideas, es imposible insistir en la acusación, si se procede de buena
fe.
Voy,
pues, a considerar la cuestión bajo otros aspectos, y en particular con
relación a la pretendida discordancia entre el culto de los Santos y la
sublimidad de las ideas cristianas sobre Dios y el hombre. La religión, al
darnos ideas grandes sobre el hombre, no destruye la naturaleza humana; si esto
hiciese, sus ideas no serían grandes, sino falsas.
Es
un dicho común entre los teólogos que la gracia no destruye a la naturaleza,
sino que la eleva, la perfecciona. La verdadera revelación no puede estar en
contradicción con los principios constitutivos de la naturaleza humana. De ello
resulta que la sublimidad de las ideas que la religión nos da sobre el hombre,
no se opone a las condiciones naturales de nuestro ser, aunque éstas sean
pequeñas. Nuestro grandor consiste en la altura de nuestro origen, en la
inmensidad de nuestro destino, en las perfecciones intelectuales y morales que
debemos a la bondad del Autor de la naturaleza y de la gracia, y en el conjunto
de medios que nos proporciona para alcanzar el fin a que nos tiene destinados.
Pero este grandor no quita que nuestro espíritu esté unido a un cuerpo; que a
más de ser inteligentes seamos también sensibles; que al lado de la voluntad
intelectual se hallen los sentimientos y las pasiones; y que, por consiguiente,
en nuestro pensar, en nuestro querer, en nuestro obrar, estemos sometidos a
ciertas leyes de las que no puede prescindir nuestra naturaleza. Sería de
desear que no perdiese usted de vista estas observaciones, que sirven mucho para
no confundir las ideas y no emplear las palabras de sublimidad y grandor en un
sentido vago, que puede dar ocasión a graves equivocaciones, según el objeto a
que se las aplica.
Ya
que la oportunidad se brinda, séame permitido observar que las ideas de grande
y de infinito se hacen servir para arruinar las relaciones del hombre con Dios.
¿Cómo es posible, se dice, que un Ser infinito se ocupe en un ser tan pequeño
como somos nosotros? Y no se advierte que el mismo argumento podría servir a
quien se empeñase en sostener que no hay creación, diciendo: ¿cómo es
posible que un ser infinito se haya ocupado en crear seres tan pequeños? Todo
esto es altamente sofístico: las ideas de finito y de infinito, lejos de
destruirse la una a la otra, se explican recíprocamente.
La
existencia de lo finito prueba la existencia de lo infinito; y en la idea de lo
infinito se encuentra la razón suficiente de la posibilidad de lo finito y la
causa de su existencia. La relación de finito con lo infinito constituye la
unidad de la harmonía del universo: en quebrantándose este lazo, todo se
confunde: el universo es un caos.
Aclaradas
las ideas sobre la verdadera acepción de las palabras grande y sublime, cuando
se las refiere a la naturaleza humana, examinemos si se opone a la sublimidad de
las doctrinas cristianas el dogma del culto de los Santos.
Una
cosa buena, aunque sea finita, podemos quererla; una cosa respetable, podemos
respetarla; una cosa venerable, podemos venerarla; sin que por esto nos resulte
ninguna humillación, indigna de nuestra sublimidad. Ahora permítame
V. que le pregunte: si una virtud eminente es una cosa buena, respetable y
venerable; y, si es así, como no cabe duda, creo que no habrá ningún
inconveniente en que los cristianos rindan un tributo de amor, de respeto y de
veneración a los hombres que se han distinguido por sus eminentes virtudes.
Esta observación podría bastar para justificar el culto de los Santos; pero no
quiero limitarme a ella, porque la cuestión es susceptible de harto mayor
amplitud.
Mientras
vive el hombre sobre la tierra, sujeto a todas las flaquezas, miserias y
peligros que afligen a los hijos de Adán en este valle de lágrimas, nadie, por
perfecto que sea, puede estar seguro de no extraviarse del camino de la virtud:
la experiencia de todos los días nos da un triste testimonio de las debilidades
humanas. Y he aquí una de las razones por que el amor, el respeto y la
veneración que nos merece el hombre virtuoso, aun mientras vive sobre la
tierra, se le tributan con cierto temor, con alguna incertidumbre, aplicando a
este caso el sapientísimo consejo de no alabar al hombre antes de la muerte.
Pero, cuando el justo ha pasado a mejor vida, y sus virtudes, probadas como el
oro en el crisol, han sido aceptas a la Santidad infinita, y tiene asegurado
para siempre el precioso galardón que con ellas ha merecido, entonces el amor,
el respeto y la veneración que se deben a sus virtudes, pueden explayarse sin
peligro; y he aquí el motivo del culto afectuoso, tierno, lleno de confianza y
de profunda veneración, que rinden los cristianos a los justos que por sus
altos merecimientos ocupan un lugar distinguido en las mansiones de la gloria.
No
alcanzo, mi apreciado amigo, cómo puede haber falta de dignidad en un acto tan
conforme a la razón, y aun a los sentimientos más naturales del corazón
humano; al mostrársenos una persona de gran virtud, la miramos con respetuosa
curiosidad, y le dirigimos la palabra con veneración y acatamiento; ¿y no
podrán hacer una cosa semejante los pueblos cristianos, tratándose de hombres
que, a más de sus eminentes virtudes, están íntimamente unidos con Dios en la
eterna bienaventuranza? La virtud imperfecta será digna de veneración, ¿y no
lo será la perfecta, la que está ya premiada con una felicidad inefable? Quien
honra a un hombre virtuoso, lejos de humillarse, se ensalza, se honra a sí
mismo; y esto, que es verdad con respecto a los hombres de la tierra, ¿no lo
será de los hombres del cielo? Un poco más de lógica, mi apreciado amigo, que
la contradicción es sobrado manifiesta: las gentes sencillas, de que
V. habla con benignidad y compasión, tienen en este punto mucha más
filosofía que usted.
Hablando
ingenuamente, no podía imaginarme que fuera V. tan delicado, que no pudiese
sufrir la muchedumbre de imágenes y estatuas de Santos de que están llenas las
iglesias de los católicos. Creía yo que, si no el interés de la religión, al
menos el amor del arte, le había de hacer a V. menos susceptible. Es
cosa notada generalmente, tanto por los creyentes como por los incrédulos, la
diferencia que va de la frialdad y desnudez de los templos protestantes al
esplendor, a la vida de las iglesias católicas; y precisamente una de las
causas de esta diferencia se halla en que el arte inspirado por el catolicismo
ha derramado a manos llenas sus obras admirables, en que ofrece a la vista y a
la imaginación de los más elevados misterios, y perpetúa con sus prodigios la
memoria de las virtudes de nuestros Santos, las inefables comunicaciones con que
elevándose hasta Dios, presentan en esta vida la felicidad de la venidera.
Quiero
ser indulgente con V.; quiero atribuir la dificultad que me propone a una
distracción, a un pensamiento poco meditado: sin esta indulgencia, me vería
precisado a decirle a V. una verdad muy dura: que no tiene gusto, que no tiene
corazón, si no ha percibido la belleza de que abunda en este punto la religión
católica.
Extraño
es que, al combatir las costumbres del catolicismo con respecto a las imágenes
de los Santos, no haya advertido V. que se ponía en contradicción con uno de
los sentimientos más naturales del corazón humano. ¿Cómo es posible que no
haya V. descubierto aquí la mano de la religión, elevando, purificando,
dirigiendo a un objeto provechoso y augusto, un sentimiento general a todos los
países, a todos los tiempos? ¿Conoce V. algún pueblo que no haya procurado
perpetuar la memoria de sus hombres ilustres, con imágenes, estatuas y otra
clase de monumentos?¿Y hay nada más ilustre que la virtud en grado eminente,
cual la tuvieron los Santos? Muchos de éstos ¿no fueron, por ventura, grandes
bienhechores de la humanidad? ¿Se atreverá V. a sostener que sea más digna de
perpetuarse la memoria de los conquistadores que han inundado la tierra de
sangre, que la de los héroes que han sacrificado su fortuna, su reposo, su
vida, en bien de sus semejantes, y nos han trasmitido su espíritu en
instituciones que son el alivio y el consuelo de toda clase de infortunios?
¿Verá V. con más placer la imagen de un guerrero que se ha cubierto de
laureles, con harta frecuencia manchados con negros crímenes, que la de San
Vicente de Paúl, amparo y consuelo de todos los desgraciados mientras
habitó sobre la tierra, y que vive aún y se le encuentra en todos los
hospitales, junto al lecho de los enfermos, en sus admirables hijas las Hermanas
de la Caridad?
Me
dirá V. que no todos los Santos han hecho lo que San Vicente de Paúl, es
cierto; pero no puede V. negarme que son innumerables los que no se han limitado
a la contemplación. Unos instruyen al ignorante, buscándole en las ciudades y
en los campos; otros se sepultan en los hospitales, consolando, sirviendo con
inagotable caridad al enfermo desvalido; otros reparten sus riquezas entre los
pobres, y se encargan en seguida de interesar a todos los corazones benéficos
en el socorro del infortunio; otros arrostran el albergue de la corrupción, con
el ardiente deseo de mejorar las costumbres de seres envilecidos y degradados;
en fin, apenas hallará V. un Santo en el cual no se vea un manantial de luz, de
virtud, de amor, que se derramaba en todas direcciones y a grandes distancias,
en bien de sus semejantes. ¿Qué encuentra V. de poco racional, de poco digno
en perpetuar la memoria de acciones tan nobles, tan grandes y provechosas? ¿no
han hecho lo mismo, cada cual a su manera, todos los pueblos de todos los
tiempos y países? ¿le parece a V. que en esta obra se hallen mal empleados los
prodigios del arte?
Quiero
suponer que se trate de una vida deslizada suavemente en medio de la
contemplación, en la soledad del desierto o en la práctica de modestas
virtudes en la obscuridad del hogar doméstico; aun en este caso, no hay ningún
inconveniente en que el arte se consagre a perpetuarlas en la memoria. ¿No
vemos a. cada paso cuadros profanos descriptivos de una escena de familia, o que
nos recuerdan una buena acción que nada tiene de heroica? La virtud, sea cual
fuere, hasta en su grado más ínfimo, ¿no es bella, no es atractiva, no es un
objeto digno de ser presentado a la contemplación de los hombres? Pero advierta
V. que las virtudes comunes no son objeto de culto entre los católicos; para
que se les tribute este homenaje de pública veneración, es necesario que sean
en grado heroico, y que, además, reciban la sanción de la autoridad de la
Iglesia.
Abandono
con entera confianza estas reflexiones al buen juicio de V., y abrigo la firme
esperanza de que contribuirán a disipar sus preocupaciones, llamándole la
atención hacia puntos de vista en que V. no había reparado. Siendo V. ardiente
entusiasta de lo filosófico y bello, no podrá menos de admirar la filosofía y
belleza del dogma católico en el culto de los Santos. De V. afectísimo y S. S.
Q. B. S. M.
J.
B.