Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XVIII

El purgatorio.

Dificultades. Cómo se alían el dogma del infierno y el del purgatorio. Los sufragios. La caridad. Belleza de nuestro dogma. No es invención humana. Su tradición universal.

     Mi estimado amigo: Tarea difícil es para los católicos la de contentar a los escépticos. Una de las pruebas más poderosas que tenemos en favor de la razón y justicia de nuestra causa, es la injusticia y la sinrazón con que somos atacados. Si el dogma es severo, se nos acusa de crueles; si es benigno, se nos llama contemporizadores. La verdad de esta observación la justifica V. con las dificultades que en su última carta objeta al dogma del purgatorio, con el cual, según afirma, está más reñido que con el del infierno. «La eternidad de las penas, dice V., aunque formidable, me parece, sin embargo, un dogma lleno de terrible grandor, y digno de figurar entre los de una religión que busca la grandeza, aunque sea terrible. Al menos veo allí la justicia infinita ejerciéndose en escala infinita; y estas ideas de infinidad me inclinan a creer que este dogma espantoso no es concepción del entendimiento del hombre. Pero, cuando llego al del purgatorio; cuando veo esas pobres almas que sufren por las faltas que no han podido expiar en su vida sobre la tierra; cuando veo la incesante comunicación de los vivos con los muertos por medio de los sufragios; cuando se me dice que se van rescatando estas o aquellas almas, me parece descubrir en todo esto la pequeñez de las invenciones humanas, y un pensamiento de transacción entre nuestras miserias y la inflexibilidad de la divina justicia. Hablando ingenuamente, me atrevo a decir que, en este punto, los protestantes han sido más cuerdos que los católicos, borrando del catálogo de los dogmas las penas del purgatorio.» También hablando ingenuamente, replicaré yo que sólo la seguridad que abrigo de salir victorioso en la disputa, ha podido hacer que leyese con ánimo sereno tanta sinrazón acumulada en tan pocas palabras. No ignoraba que el purgatorio suele ser el objeto de las burlas y sarcasmos de la incredulidad; pero no podía persuadirme de que una persona preciada de juiciosa e imparcial se propusiera nada menos que lavar a esas burlas y sarcasmos su fealdad grosera, dándoles un baño de observación filosófica. No podía persuadirme de que a un entendimiento claro se le ocultase la profunda razón de justicia y equidad que se encierra en el dogma del purgatorio; y que un corazón sensible no hubiese de percibir la delicada ternura de un dogma que extiende los lazos de la vida más allá del sepulcro y esparce inefables consuelos sobre la melancolía de la muerte.

     Como en otra carta he hablado largamente de las penas del infierno, no insistiré aquí sobre ellas; mayormente cuando V. parece reconciliarse con aquel dogma terrible, a trueque de poder combatir con más desembarazo el de las penas del purgatorio. Yo creo que estas dos verdades no están en contradicción; y que, lejos de dañarse la una a la otra, se ayudan y fortalecen recíprocamente. En el dogma del infierno resplandece la justicia divina en su aspecto aterrador; en el del purgatorio brilla la misericordia con su inagotable bondad; pero, lejos de vulnerarse en nada los fueros de la justicia, se nos manifiestan, por decirlo así, más inflexibles, en cuanto no eximen de pagar lo que debe, ni aun al justo que está destinado a la eterna bienaventuranza.

     Supongo que no profesa V. la doctrina de aquellos filósofos de la antigüedad que no admitían grados en las culpas, y no puedo persuadirme de que juzgue V. digno de igual pena un ligero movimiento de indignación manifestado en expresiones poco mesuradas, y el horrendo atentado de un hijo que clava su puñal asesino en el pecho de su padre. ¿Condenaría V. a pena eterna la impetuosidad del primero, confundiéndola con la desnaturalizada crueldad del segundo? Estoy seguro de que no. Henos aquí, pues, con el infierno y el purgatorio; henos aquí con la diferencia entre los pecados veniales y los mortales; he aquí la verdad católica apoyada por la razón y por el simple buen sentido.

     Las culpas se borran con el arrepentimiento: la misericordia divina se complace en perdonar a quien la implora con un corazón contrito y humillado; este perdón libra de la condenación eterna, pero no exime de la expiación reclamada por la justicia. Hasta en el orden humano, cuando se perdona un delito, no se exime de toda pena al culpable perdonado; los fueros de la justicia se templan, mas no se quebrantan. ¿Qué dificultad hay, pues, en admitir que Dios ejerza su misericordia, y que al propio tiempo exija el tributo debido a la justicia? He aquí, pues, otra razón en favor del purgatorio. Mueren muchos hombres que no han tenido voluntad o tiempo para satisfacer lo que debían de sus culpas ya perdonadas; algunos obtienen este perdón, momentos antes de exhalar el último suspiro. La divina misericordia los ha librado de las penas del infierno; pero, ¿deberemos decir que se han trasladado desde luego a la felicidad eterna, sin sufrir ninguna pena por sus anteriores extravíos? ¿No es razonable, no es equitativo, el que, si la misericordia templa a la justicia, ésta modere a su vez a la misericordia?

     La incesante comunicación de los vivos con los muertos, que tanto le desagrada a V., es la consecuencia natural de la unión de caridad que enlaza a los fieles de la vida presente con los que han pasado a la futura. Para condenar esta comunicación, es necesario condenar antes a la caridad misma, y negar el dogma sublime y consolador de la comunión de los Santos. Extraño es que, cuando se habla tanto de filantropía y fraternidad, no sean dignamente admiradas la belleza y ternura que se encierran en el dogma de la Iglesia. Se pondera la necesidad de que todos los hombres vivan como hermanos, ¿y se rechaza esa fraternidad que no se limita a los de la tierra, sino que abraza a la humanidad entera en la tierra y en el cielo, en la felicidad y en el infortunio? Donde hay un bien que comunicar, allí está la caridad, que no lo deja aislar en un individuo, y lo extiende largamente sobre los demás hombres; donde hay una desgracia que socorrer, allí acude la caridad llevando el auxilio de los que pueden aliviarla. Que este infortunio sea en esta vida o en la otra, la caridad no le olvida. Ella, que manda dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, amparar al desvalido, asistir al doliente, consolar al preso, ella misma es la que llama al corazón de los fieles para que socorran a sus hermanos difuntos implorando la divina misericordia, a fin de que abrevie la expiación a que están condenados. Si esto fuese invención humana, sería ciertamente una invención bella y sublime. Si la hubiesen excogitado los sacerdotes católicos, no podría negárseles la habilidad de haber harmonizado su obra con los principios más esenciales de la religión cristiana.

     A propósito de invenciones, fácil me sería probarle a V. que el dogma del purgatorio no es un engendro de los siglos de ignorancia. Hallamos su tradición constante, aun en medio de los desvaríos de las religiones falsas; lo que manifiesta que este dogma, como otros, fue comunicado primitivamente al humano linaje, y sobrenadó en el naufragio de la verdad provocado por el error y las pasiones de la extraviada prole de Adán. Platón y Virgilio no eran sacerdotes de la Edad media; y, sin embargo, nos hablan de un lugar de expiación. Los judíos y los mahometanos no se habrán convenido con los sacerdotes católicos para engañar a los pueblos; no obstante, reconocen también la existencia del purgatorio. En cuanto a los protestantes, no es exacto que todos lo hayan negado; pero, si se empeñan en apropiarse esta triste gloria, nosotros no se la queremos disputar: no admitan en buen hora más penas que las del infierno; quiten toda esperanza a quien no se halle bastante puro para entrar desde luego en la mansión de los justos; corten todos los lazos de amor que unen a los vivientes con los finados; y adornen con tan formidable timbre sus doctrinas de fatalismo y desesperación. Nosotros preferimos la benignidad de nuestro dogma a la inexorabilidad de su error: confesamos que Dios es justo y que el hombre es culpable; pero también admitimos que el mortal es muy débil y que Dios es infinitamente misericordioso. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.