Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XV

Destino de los niños que mueren sin bautismo.

Equivocación del escéptico. Pena de daño y de sentido. Las opiniones y el dogma. Protestantes y católicos. Santo Tomás. Ambrosio Catarino. Se defiende la justicia de Dios. El dogma no es duro. Razones.

     Mi estimado amigo: La dificultad que usted me propone en su última apreciada, aunque no es tan fuerte como usted se figura, confieso que, considerada superficialmente, es bastante especiosa. Tiene, además, una circunstancia particular, y es que se funda, al parecer, en un principio de justicia. Esto la hace mucho más peligrosa; porque el hombre tiene tan profundamente grabados en su alma los principios y sentimientos de justicia, que, cuando puede apoyarse en ellos, se cree autorizado para atacarlo todo.

     Desde luego convengo con usted en que la justicia y la religión no pueden ser enemigas; y que una creencia, fuera la que fuese, que se hallase en oposición con los eternos principios de justicia, debiera ser desechada por falsa. Admitida una de las bases sobre que usted levanta la dificultad, no puedo admitir la fuerza de la dificultad misma, por la sencilla razón de que estriba, además, en suposiciones completamente gratuitas. No sé en qué catecismo habrá usted leído que el dogma católico enseñe que los niños muertos sin bautismo son atormentados para siempre con el fuego del infierno; por mi parte confieso francamente que no tenía noticia de la existencia de tal dogma, y que, por lo mismo, no me había podido causar el horror que usted experimenta. Esto me hace suponer que se halla usted como tantos otros, en la mayor confusión de ideas sobre esta importante y delicada materia, y me indica la necesidad de aclarárselas algún tanto de la manera que me lo consiente la ligereza de discutir a que me condena la incesante movilidad de mi adversario.

     Es absolutamente falso que la Iglesia enseñe como dogma de fe que los niños muertos sin bautismo sean castigados con el suplicio del fuego, ni con ninguna otra pena llamada de sentido. Basta abrir las obras de los teólogos, para ver reconocido por todos ellos que no es dogma de fe la pena de sentido aplicada a los niños; y que, antes por el contrario, sostienen, en su inmensa mayoría, la opinión opuesta. Fácil me sería aducir innumerables textos para probar esta aseveración; pero lo juzgo inútil, porque puede usted asegurarse de la verdad de este hecho empleando un rato en recorrer los índices de las principales obras teológicas, y ver las opiniones que allí se consignan.

     No ignoro que ha habido algunos autores respetables que han opinado en favor de la pena de sentido; pero repito que éstos son en número muy escaso, que está contra ellos la inmensa mayoría; y sobre todo insisto en que la opinión de aquellos autores no es un dogma de la Iglesia, y, por consiguiente, rechazo las inculpaciones que con este motivo se dirigen contra la fe católica. Por sabio, por santo que sea un doctor de la Iglesia, su opinión no es autoridad bastante para fundar un dogma: de la doctrina de un autor a la enseñanza de la iglesia va la misma distancia que de la doctrina de un hombre a la enseñanza de Dios.

     Para los católicos la autoridad de la iglesia es infalible porque tiene asegurada la asistencia del Espíritu Santo: a esta autoridad recurrimos en todas nuestras dudas y dificultades, en lo cual se cifra la principal diferencia entre nosotros y los protestantes. Ellos apelan al espíritu privado, que al fin viene a parar a las cavilaciones de la flaca razón, o a las sugestiones del orgullo; nosotros apelamos al Espíritu Divino, manifestado por el conducto establecido por el mismo Dios, que es la autoridad de la Iglesia.

     Me preguntará V. cuál es el destino de estos niños privados de la gloria, y no castigados con pena de sentido; y hallará quizás que la dificultad renace, aunque bajo forma menos terrible, por el mero hecho de no otorgarles la eterna bienaventuranza. A primera vista parece una cosa muy dura que los niños, incapaces como son de pecado actual, hayan de ser excluidos de la gloria, por no habérseles borrado el original con las aguas regeneradoras del bautismo; pero, profundizando la cuestión, se descubre que no hay en esto injusticia ni dureza, y sí únicamente el resultado de un orden de cosas que Dios ha podido establecer, y del cual nadie tiene derecho a quejarse.

     La felicidad eterna, que, según el dogma católico, consiste en la visión intuitiva de Dios, no es natural al hombre, ni a ninguna criatura. Es un estado sobrenatural al que no podemos llegar sino con auxilios sobrenaturales. Dios, sin ser injusto ni duro, podía no haber elevado a ninguna criatura a la visión beatífica, y establecer premios de un orden puramente natural, ya en esta vida, ya en la otra. De donde resulta que el estar privadas de la visión beatífica un cierto número de criaturas, no arguye injusticia ni dureza en los decretos de Dios, supuesto que se habría podido verificar lo mismo con todos los seres criados; y hasta se debiera haber verificado, si la infinita bondad del Criador no los hubiese querido levantar a un estado superior a la naturaleza de los mismos.

     Ya estoy previendo que se me hará la réplica de que la situación de las cosas es ahora muy diferente; y que, si bien es verdad que la privación de la visión beatífica no habría sido una pena para las criaturas que no hubiesen tenido noticia de ella, lo es ahora, y muy dolorosa, para los que se ven excluidos de la misma. Convengo en que esta privación es una pena del pecado original, pero no en que sea tan dolorosa como se quiere suponer. Para afirmar esto último sería preciso determinar hasta qué punto conocen la privación los mismos que la padecen, y saber la disposición en que se encuentran, para lamentar la pérdida de un bien, que con el bautismo hubieran podido conseguir.

     Santo Tomás observa, con mucha oportunidad, que hay gran diferencia entre el efecto que debe producir en los niños la falta de la visión beatífica, y el que causa a los condenados. En éstos hubo libre albedrío, con el cual, ayudados de la gracia, pudieron merecer la gloria eterna; aquéllos se hallaron fuera de esta vida antes del uso de la razón: a éstos les fue posible alcanzar aquello de que se encuentran privados; no así a los primeros, que, sin el concurso de su libertad, se vieron trasladados a otro mundo, en el cual no hay los medios para merecer la eterna bienaventuranza. Los niños muertos sin bautismo se hallan en un caso semejante a los que nacen en una condición inferior, en la cual no les es posible gozar de ciertas ventajas sociales de que disfrutan otros más afortunados. Esta diferencia no los aflige, y se resignan sin dificultad al estado que les ha cabido en suerte.

     Tocante al conocimiento que tienen de su situación los niños no bautizados, es probable que ni siquiera conocen que haya tal visión beatífica; así no pueden afligirse por no poseerla. Ésta es la opinión de Santo Tomás, quien afirma que estos niños tienen noticia de la felicidad en general, pero no en especial; y, por lo tanto, no se duelen de haberla perdido: «cognoscunt quidem beatitudinem in generali, secundum communem rationem, non autem in speciali; ideo de eius amissione non dolent.»

     El estar separados para siempre de Dios parece que ha de ser una aflicción muy grande para estos niños; porque, no pudiéndolos suponer privados de todo conocimiento de su Autor, han de tener un deseo vivo de verle, y han de sentir una pena profunda al hallarse faltos de dicho bien por toda la eternidad. Este argumento supone el mismo hecho que se ha negado más arriba, a saber, que los niños tienen conocimiento del orden sobrenatural. Santo Tomás lo niega redondamente: y dice que están separados de Dios perpetuamente por la pérdida de la gloria que ignoran, pero no en cuanto a la participación de los bienes naturales que conocen: «pueri in originali peccato decedentes sunt quidem separati a Deo perpetuo, quantum ad amissionem gloriae quam ignorant; non tamen quantum ad participationem naturalium bonorum, quae cognoscunt.»

     Algunos teólogos, entre los que se cuenta Ambrosio Catarino, han llegado a defender que estos niños tienen una especie de bienaventuranza natural, la que no explican en qué consiste, por la sencilla razón de que en estas materias sólo se puede discurrir por conjeturas. Sin embargo, no dejaré de observar que esta doctrina no ha sido condenada por la Iglesia, siendo notable que el mismo Santo Tomás, tan mesurado en todas sus palabras, no deja de decir que estos niños se unen a Dios por la participación de los bienes naturales, y así podrán alegrarse también de los mismos con conocimiento y amor natural: «sibi (Deo) coniungentur per participationem naturalium bonorum; et ita etiam de ipso gaudere poterunt naturali cognitione et dilectione» (22 D. 33., Q. 2, ar. 2. ad 5).

     Ya ve V. que la cosa no es tan horrible como V. se figuraba; y que no se complace la Iglesia en pintarnos entregados a espantosos tormentos los niños que han tenido la desgracia de no recibir el bautismo. La pena que padecen estos niños la compara muy oportunamente Santo Tomás a la que sufren los que, estando ausentes, son despojados de sus bienes, pero ignorándolo ellos. Con esta explicación se concilia la realidad de la pena con la ninguna aflicción del que la padece; y henos aquí conducidos a un punto en que permanece salvo el dogma del pecado original y el de la pena que sigue, sin vernos precisados a imaginarnos un número inmenso de niños atormentados por toda la eternidad, cuando por su parte no han podido ejercer ningún acto por el cual lo merecieran.

     Hasta aquí me he ceñido a la defensa del dogma católico, y a la exposición de las doctrinas de los teólogos; y creo haber manifestado que, limitándose aquél a la simple privación de la visión beatífica, por efecto del pecado original no borrado por el bautismo, está muy lejos de hallarse en contradicción con los principios de justicia, ni trae consigo la pretendida dureza que V. le achacaba. Como es natural, los teólogos se han aprovechado de esta latitud para emitir varias opiniones más o menos fundadas, sobre las que es difícil formar un juicio acertado, faltándonos noticias que sólo pudiera proporcionarnos la revelación. Como quiera, parece muy razonable la doctrina de Santo Tomás de que estos niños podrán tener un conocimiento y amor de Dios en el orden puramente natural, y que podrán gozarse en estos bienes que les ha otorgado el Criador. Siendo criaturas inteligentes y libres, no podemos suponerlos privados del ejercicio de sus facultades; pues, de lo contrario, sería preciso considerar sus espíritus como substancias inertes, no por su naturaleza, sino por estar ligadas sus potencias del orden intelectual y moral. Y como, por otra parte, no se admite que sufran pena de sentido, y se afirma que no se duelen de la de daño, es preciso otorgarles las afecciones que en todo ser resultan naturalmente del ejercicio de sus facultades. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. S. M. B.

J. B.