Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XIV

Los cristianos viciosos.

Los tibios. Argumentos contra la religión. Solución. Cómo es posible que un hombre religioso sea vicioso. El jugador. El disipador. Observaciones sobre las pasiones humanas. Efecto de la religión sobre la moral de los hombres. Sus efectos preventivos. Pruebas. Ejemplos. Flaqueza de la moral de los hombres irreligiosos. Observaciones sobre esta moral.

     Mi estimado amigo: Casi me inclinaría a creer que empieza V. a no encontrarse muy bien en su escepticismo religioso, pues que al parecer se avergüenza de él, no queriendo confesar que se halla en esta parte en situación muy diferente de la de muchos otros, a quienes V., con buena intención sin duda, pero con mucha injusticia, les achaca las mismas ideas. No podía yo figurarme que le causase a V. tanta novedad la conducta de muchos cristianos, hasta el punto de llegar a suponer que, o fingen hipócritamente estar adheridos a la religión, o cuando menos la profesan sin entender de ella una palabra. Dice V. que no alcanza a comprender cómo es posible que, enseñando la religión doctrinas tan altas, algunas de las cuales son sumamente trascendentales y hasta terribles, haya hombres que, estando convencidos de la verdad de ellas, o las contraríen con su conducta, o vivan haciendo poquísimo caso de las mismas. Añade V. que concibe muy bien la religión de un San Jerónimo, de un San Benito, de un San Pedro de Alcántara, de un San Juan de la Cruz; es decir, hombres penetrados profundamente de la nada de las cosas terrenas, de la importancia de la eternidad, y por consiguiente, desasidos de todo lo mundano, muertos a todo cuanto los rodea, y atentos únicamente a la gloria de Dios y a la salvación de sus almas y de las de sus prójimos; pero que no comprende, en primer lugar, la religión de los viciosos, esto es, de hombres que viven convencidos de la eternidad de las penas del infierno, y, no obstante, como que hacen todo lo posible para hundirse en él; que no comprende la religión de otros que, sin embargo de no estar entregados al vicio, dejan correr sus días con cierta indiferencia, sin afanarse mucho por lo que pueda venir después de la muerte; ni aun de aquellos que, practicando la virtud, lo hacen con cierta tibieza, no mostrándose continuamente poseídos de la idea de que muy en breve van a encontrarse, o con una dicha sin fin, o condenados para siempre a horribles suplicios. Según parece, esto le escandaliza a V. y hasta puede contribuir a mantenerle separado de la religión; pues que, si nos atenemos a este modo de mirar las cosas, no hay medio entre ser escéptico o anacoreta.

     En primer lugar, se me ocurre una reflexión que no quiero dejar de consignar aquí, y es: la variedad y contradicción de los argumentos con que es atacada la religión, y lo descontentadizos que con ella se muestran los escépticos e indiferentes. ¿Hay una persona muy cristiana, muy devota, que pasa los días en la oración y en la penitencia, que mira todas las cosas del mundo como transitorias y livianas, que se manifiesta profundamente poseída de la nada de todo lo terreno, que con sus palabras y sus acciones muestra bien claro que no se apartan jamás de su mente Dios y la eternidad? Entonces se dice que la religión es esencialmente apocadora, que estrecha las ideas, que encoge el corazón, que hace a los hombres misántropos, que los inutiliza, y que, por tanto, solo sirve para frailes y monjas. Hasta se llega algunas veces a dar consejos de prudencia, recordando que, si se procurase presentar la religión bajo un aspecto jovial y afable, no se apartarían de ella tantos hombres que, si bien se sienten inclinados a seguirla, no pueden consentir a tornarse tristes, taciturnos, andándose cabizbajos y cuellituertos por esas calles e iglesias: y hete ahí que, si hay otros hombres que, a pesar de ser profundamente religiosos, de estar altamente penetrados de las terribles verdades de la fe y quizás muy dedicados a la práctica de virtudes austeras, se muestran, no obstante, con rostro sereno y apacible, conversación alegre y festiva, no dejando entrever que se agite en su mente el formidable pensamiento del infierno, entonces se objeta lo extraño, lo inconcebible de semejante proceder, y se echa de menos la conducta de aquellos otros que poco antes eran blanco de reprensión, y tal vez de desprecio y burla. De suerte que, si la religión llora, se quejan ustedes de que llora; si ríe, de que ríe; y, si se mantiene sosegada y calmosa, le acusan de indiferente. Bueno es hacer notar semejantes contradicciones, que dejan en evidencia la sinrazón de los que caen en ellas, ya sea por haber meditado poco sobre los objetos de que hablan, ya por dejarse arrastrar del prurito de hacer cargos a la religión, echando mano de todo linaje de argumentos.

     Pero vamos derechamente al punto capital de la dificultad, y veamos si es posible contestar satisfactoriamente a las objeciones de V. ¿Cómo es posible que un hombre religioso sea vicioso? Ésta es, si no me engaño, la principal dificultad que V. presenta, y me ha de permitir V. que le diga con toda ingenuidad que muestra muy escaso conocimiento del corazón humano quien propone seriamente una objeción semejante. La vida entera de la mayor parte de los hombres es un tejido de esas contradicciones que V. no alcanza a esplicarse: si debiéramos dar alguna importancia a dicha objeción, nada menos resultaría sino exigir que todos los hombres arreglasen su conducta a sus ideas, y que quien abrigase una convicción, obrara siempre en consecuencia de ella. ¿Y cuándo, y dónde ha existido un proceder semejante? ¿No estamos viendo todos los días que, aun prescindiendo de las ideas religiosas, se verifica aquello de conocer el hombre el bien, de aprobarle, y, sin embargo, ejecutar el mal? Video meliora, proboque, deteriora sequor. Veo lo mejor, me gusta; pero sigo lo peor. No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. Non quod volo bonum hoc ago, sed quod odi malum illud facio. Hablamos con un jugador y la conversación llega a girar sobre el vicio que le domina; un predicador en el púlpito no se expresará con más energía contra los males acarreados por el juego. «¡Qué pasión más funesta! le oiréis decir: siempre inquietud, siempre desasosiego y turbación, siempre incertidumbre y zozobra: ahora nadando en la abundancia, no sabiendo qué hacerse del oro; un momento después todo se ha perdido, es preciso pedir prestado a los amigos, o empeñar una finca, o enajenar una prenda, o excogitar algún expediente desastroso para proporcionarse siquiera una pequeña cantidad con que probar fortuna de nuevo. Si perdéis, os halláis en la desesperación; si ganáis, os veis forzado a presenciar la desesperación de los otros; a sofocar tal vez los sentimientos de compasión que brotan de vuestro pecho, disfrazándolos y encubriéndolos con chanzas y algazara. ¡Qué momentos más crueles al salir de la casa de juego, al recordar que habéis labrado quizás el infortunio de vuestra familia o de la de vuestros amigos, al pensar que ibais con la esperanza de mejorar vuestra posición, y tal vez de rico que erais habéis pasado a la más estrecha pobreza! No es posible concebir cómo hay hombres que se abandonen a ese vicio detestable: el jugador es un verdadero loco que va corriendo continuamente tras de una ilusión, a pesar de estar convencido de que es ilusión y no más, de haberlo experimentado una y mil veces en sí y en los otros. En un joven, en el acto de salir de la casa de sus padres, un desliz en esta parte es disculpable hasta cierto punto: en un hombre de alguna experiencia, el vicio carece de excusa.» ¿Ha oído V., mi querido amigo, a ese moralista tan juicioso, tan severo, tan inexorable con los jugadores? Pues vea V.: apenas ha concluido su santa plática, quizás mientras está perorando, saca inquietamente su reloj o pregunta a los circunstantes qué hora tienen, y ¿sabe V. para qué? Es que el tiempo de la cita está cercano, que la mesita cubierta de paño está esperando, y los compañeros se hallan ya colocados en sus asientos respectivos, y barajando con impaciencia, y maldiciendo al perezoso y tardío; y su pobre corazón salta de gozo al pensar que en breves instantes va a comenzar la tarea, y los montones de dinero irán girando rápidamente en derredor, ahora en frente de uno de los actores, luego de otro, en seguida de otro, hasta que al fin en las altas horas de la noche se concluirá la función, quedando, por supuesto, vencedor el moralista y completamente vengado de sus descalabros de ayer. Por lo menos, él así lo espera; y tan pronto como ha puesto fin al sermón, se levanta, toma el sombrero y echa a correr, rabiando por la poca puntualidad. ¿Qué le parece a V. de semejante contradicción? «¡Oh!, se me replicará, este hombre era un hipócrita, decía lo que no pensaba!» Es falso, hablaba con la convicción más profunda; y los circunstantes, si no eran jugadores, no eran capaces de comprender toda la viveza con que él sentía lo que expresaba. En prueba de esto, suponed que tiene un hijo, un hermano menor, un amigo, una persona cualquiera por la cual se interese: él le aconsejará que no juegue y lo hará con todas las veras de su corazón; si tiene autoridad para ello, se lo prohibirá severamente; cuando no, se lo rogará con encarecimiento, y, si puede hablar con entera franqueza, exclamará con acento de dolor: «creed a un hombre experimentado: este vicio ha hecho y está haciendo mi infortunio ¡ay de mí! y siempre temo que me llevará a la perdición». El desgraciado no deja de conocer el mal que se hace a sí propio, no deja de conocer su temeridad, su locura; se la echa en cara una y mil veces, así en los momentos de calma y buen juicio, como en los de furor y desesperación; pero no tiene bastante fuerza de ánimo para resistir el impulso de su inclinación, arraigada y acrecentada con el hábito, para conformar sus obras con sus palabras, con sus convicciones más profundas.

     ¿Quiere V. otro ejemplo? Fácil sería amontonarlos hasta lo infinito. Hay un hombre de fortuna respetable, de reputación sin tacha, que disfruta en el seno de su familia de toda la dicha que pueda desear; su instrucción, su moralidad y hasta su misma educación culta y esmerada, le hacen contemplar con lástima los extravíos de otros; no concibe cómo consienten en sacrificar sus bienes a una pasión liviana, en mancillar por ella su nombre, en hacerse objeto del desprecio y ludibrio de cuantos los conocen; sin embargo, transcurrido algún tiempo, una ocasión, un trato frecuente le ha enredado a él mismo en una amistad peligrosa: la hacienda, la fama, la salud, hasta su misma vida, todo lo está sacrificando a su ídolo; ¿ha perdido por esto sus antiguas convicciones? ¿la variación de conducta es efecto de un cambio de ideas? Nada de eso: piensa como antes, no se ha desviado un ápice de sus convicciones primitivas, sólo las ha puesto a un lado. A los parientes, a los amigos que le amonestan, que le recuerdan sus propias palabras, que le hacen los cargos que él mismo dirigía a los demás, que le excitan a que tome los consejos que él poco antes diera a los otros, a todos contesta: «sí, cierto, tiene V. razón, ya con el tiempo... pero...»

     Es decir, que no hay falta de luz en el entendimiento, sino extravío en el corazón; está seguro de que la dorada copa contiene veneno, pero en su ardor febril se la acerca a sus labios con el riesgo, con la certeza de perecer.

     Recorra V. todos los vicios, fije su atención sobre todas las pasiones, y echará V. de ver esta contradicción de que voy hablando. Son pocos, poquísimos los hombres que desconocen el mal que se hacen, los daños que se acarrean con su propia conducta, y, sin embargo, ¡cuán difícil es la enmienda! De donde resulta no ser nada extraño que una persona profundamente convencida de la verdad de la religión, obre contra lo que ella prescribe, y no es prueba de que no crea lo que dice el no ponerlo él mismo en práctica.

     Si V. hubiese leído obras de moral y de mística, o conversado con hombres experimentados en la dirección de las conciencias, sabría la triste y angustiosa situación en que se encuentran a menudo muchas almas, y la paciencia que han menester los confesores para sufrir y alentar a esos desgraciados que proponen dejar el vicio, que lloran amargamente sus culpas, que tiemblan por el eterno castigo a que se hacen acreedores, que a fuerza de consejos, de amonestaciones, de remedios y precauciones de todas clases, llegan quizás a resistir por algún tiempo su funesta inclinación, y, sin embargo, reinciden y vuelven a los pies del confesor y al cabo de algún tiempo tornan a reincidir, padeciendo de esta suerte congojas mortales, hasta que, más fortalecidos por la gracia, alcanzan a mantenerse firmes, disfrutando así una vida sosegada y tranquila.

     Si no es imposible, antes sucede con mucha frecuencia, que quien profesa una religión pura y severa, viva en la relajación, no es tampoco incomprensible el que otros no sumidos en semejante miseria se porten, no obstante, con, cierta tibieza y frialdad, a pesar de que en su entendimiento se hallen las creencias religiosas muy solidadas, muy firmes y hasta vivas y ardorosas. Son tantas las causas que pueden producir y conservar un estado semejante, que sería enojosa tarea enumerarlas. Baste decir que inconsecuencias y contradicciones se hallan a cada paso en toda la vida del hombre, que le afectan del tal modo las cosas presentes, que por lo común olvida las pasadas y futuras; que, estando dotado de inteligencia y voluntad, no obstante, sufre también a menudo la tiranía de las pasiones que le arrastran por caminos de perdición, aun conociéndolo él mismo. Los ejemplos aducidos y las consideraciones que los ilustran, creo que serán suficientes para dejarle a V. convencido de cuán infundadamente atacaba V. la religión y que, si semejante discurso tuviera alguna fuerza, probaría que muchos no tienen principios morales, pues que obran contra ellos; que muchos son hasta el extremo ignorantes con respecto a lo que conviene a su salud, a sus intereses y honor, porque los perjudican a cada paso con sus actos; que el que come con exceso no conoce que le ha de dañar, que quien bebe con destemplanza no sospecha que el vino sea capaz de embriagar, y así, raciocinando por el mismo tenor, sería preciso afirmar en general que los hombres están faltos de muchos conocimientos, que poseen sin duda alguna. Digamos que el hombre es inconstante, inconsecuente, que le afectan demasiado las cosas presentes para que sepa conciliar el interés o el gusto del momento con la felicidad venidera, y estará explicado todo de una manera cabal y satisfactoria, sin suponerle más ignorante de lo que es en realidad.

     Otra equivocación de mucha transcendencia padece V. sobre el particular, y es el que según indica en su apreciada, opina que la religión produce muy poco efecto en la conducta de los hombres; pues que, tanto los creyentes como los incrédulos, suelen vivir como si no tuviesen nada que esperar ni temer después de la muerte. «Los hombres, dice V., cuidan de sus negocios, satisfacen sus pasiones o caprichos, forman continuamente, grandes proyectos, en una palabra, viven tan distraídos, tan olvidados de su última hora, tan sin pensar en lo que podrá venir después, que, por lo tocante a la moralidad con respecto al mayor número, podría decirse que el efecto de la religión es poco menos que nulo.» Para dejar a V. convencido de cuán falso es el hecho que V. asienta con tanta seguridad, basta recordar la profunda mudanza que produjo en las costumbres públicas la propagación del cristianismo; pues que este solo recuerdo pone fuera de duda que la enseñanza de la religión no es inútil para modificar la conducta de los hombres, y que, antes al contrario, es muy eficaz y el único medio del cual es dado prometerse resultados felices y duraderos. También ahora como entonces, cuidan los hombres de sus negocios y tienen pasiones, y se divierten, y viven distraídos y disipados; pero ¡qué diferencia entre las costumbres antiguas y las modernas! Si lo consintiesen los límites de una carta, podría aducir mil y mil comprobantes de lo que acabo de establecer, manifestando con cuanta verdad se ha dicho que se cometían entonces más delitos en un año que ahora en medio siglo. Recuerde V. las doctrinas de los primeros filósofos de la antigüedad sobre el infanticidio, doctrinas que se vertían con una serenidad para nosotros inconcebible, y que revela el funesto estado de la moralidad de aquellas sociedades; recuerde V. los vicios nefandos tan generales a la sazón y que entre nosotros están cubiertos de baldón y de infamia; recuerde usted lo que era la mujer entre los paganos y lo que es en los pueblos formados por la religión cristiana; y entonces echará V. de ver cuántos son los beneficios que ha dispensado al mundo el cristianismo en lo tocante a la mejora de las costumbres; entonces comprenderá usted cuán errado es el decir que la religión influye poco en la conducta de los hombres.

     Sucédenos con mucha frecuencia, cuando tratamos de apreciar el bien producido por una institución, que nos paramos únicamente en los resultados positivos y palpables, prescindiendo de otros que podríamos llamar negativos, y que, sin embargo, no son menos reales, menos importantes que aquéllos. Atendemos al bien que hace y no al mal que evita, cuando, para calcular la fuerza y la índole de ella, no deberíamos pararnos menos en lo último que en lo primero. Como la ausencia de un mal, que sin aquella institución hubiera existido, ya es de suyo un gran beneficio, es preciso agradecer a ella el haberle evitado, y contar este efecto como la producción de un bien. Para hacer debidamente este cálculo, conviene suponer que la institución no exista y ver lo que en tal caso sucedería. Así, a quien negase la utilidad de los tribunales de justicia, o pretendiese rebajar su importancia, no habría otro método más a propósito para convencerle, que el que acabo de indicar. Si los tribunales de justicia, se le podría decir, os parecen de poca utilidad, suponed que se quitan; y que el ratero, el ladrón, el asesino, el falsario, el incendiario y toda la ralea de malvados, no tienen que temer otra cosa sino la resistencia o la venganza de sus víctimas. Desde luego la sociedad se convertirá en un caos, los unos se armarán contra los otros, los criminales se adelantarán mucho más en su carrera de iniquidad, multiplicándose el número de ellos de una manera espantosa. ¿Quién evita todo esto? Ciertamente los tribunales; y el evitar este mal es sin duda producir un gran bien.

     Suponga Y., pues, que la religión no existe, que no se nos da desde niños ninguna idea de la otra vida, ni de Dios, ni de nuestros deberes. ¿Qué sucedería? Todos seríamos profundamente inmorales; y así el individuo como la sociedad caminarían rápidamente hacia la degradación más abyecta. Y, sin embargo, ateniéndonos al argumento de V., se podría objetar: ya que cuidamos de nuestros negocios, y vivimos distraídos pensando poco o nada en nuestros deberes, en la otra vida, en Dios, ¿de qué nos aprovecha el haber sido instruídos en estos puntos, el haber recibido una educación en que se nos inculcaban de continuo dichas verdades? Ya ve V. que, presentada la cuestión bajo este aspecto, no es posible sostener la solución que V. pretende darle, y claro es que, si este método de argumentar flaquea en el caso presente, no será muy firme en los otros.

     ¿Quién le ha dicho a V. que ese hombre tan distraído, tan disipado, no piensa en la religión que profesa? ¿cree V. que le ha de estar revelando de continuo lo que pasa en lo íntimo de su corazón, cuando tiene a la vista un cebo que estimula sus pasiones, poniéndolo en riesgo de faltar a su deber? ¿cree V. que le ha de estar narrando cuántas veces las ideas religiosas le han retraído de cometer un mal, o han hecho que lo cometiera mucho menor?

     Una prueba evidente de los muchos efectos que producen en la conducta de los hombres las ideas religiosas y de lo presentes que están en su memoria, aun cuando parecen haberlas descuidado del todo, es la rapidez instantánea con que se les ofrecen, tan luego como se hallan en peligro de la vida. Casi puede decirse que se despliegan en un mismo momento el instinto de la conservación y el sentimiento religioso.

     ¿Cómo obra el instinto de la conservación sobre el curso general de los actos de nuestra vida? Si bien se observa, estamos cuidando incesantemente de conservarnos sin pensar en ello; hacemos de continuo actos que tienden a este fin, y, sin embargo, no reparamos en ello. ¿Cuál es la causa? Es que todo cuanto se liga muy íntimamente con la vida del hombre está sin cesar presente a sus ojos; no lo mira, pero lo ve; lo piensa, sin pensar que lo piense. Lo que se dice de la vida material, puede afirmarse de la vida del alma; hay un conjunto de ideas de razón, de justicia, de equidad, de decoro, que vagan de continuo por nuestra mente, ejerciendo incesante influencia en todos nuestros actos. Ocurre una mentira y la conciencia dice: esto es indigno de un hombre; y la palabra que iba a ser pronunciada es detenida por ese sentimiento de moralidad y de decoro. Se habla de una persona con quien se tiene enemistad; viene la tentación de rebajar su mérito, o revelar una de sus faltas, o quizás de calumniarla; y la conciencia dice: esto no lo hace un hombre de bien, esto es una venganza; y el enemigo calla. Hay la oportunidad de defraudar sin que nadie lo sepa, sin que el honor pueda correr ningún peligro, y, sin embargo, no se defrauda; ¿quién lo impide? La voz de la conciencia. Hay la tentación de abusar de la confianza de un amigo haciendo traición a sus secretos, explotándolos en provecho propio, y, sin embargo, la traición no se consuma, aun cuando el amigo víctima de ella no pudiese ni siquiera sospecharla; ¿quién lo impide? La conciencia. Estas aplicaciones, que podrían extenderse indefinidamente, muestran bien a las claras que el hombre, sin advertirlo, obedece muchísimas veces al grito de la conciencia, y que, aun cuando no piensa, o no cree pensar, en ella, ni en Dios, no obstante, obran en su ánimo esas ideas, y le impulsan, y le detienen, y le hacen retroceder y variar de camino, y modificar continuamente su conducta en todos los instantes de su vida.

     Si esto se verifica, aun tratándose de los mismos incrédulos, ¿qué sucederá con respecto a los hombres, sinceramente religiosos? A los ojos del mundo podrá parecer que ellos se olvidan completamente de sus creencias, que de nada les sirve la fe en verdades grandes y terribles, que el cielo, el infierno, la eternidad, sólo se ofrecen a su mente como ideas abstractas, sin relación alguna con la práctica; pero ellos saben muy bien que la eternidad, y el cielo, y el infierno se les presentan en el acto de querer obrar mal, que ora los apartan del camino de la iniquidad, ora los detienen para que no anden por él con tanta precipitación; ellos saben que, después de haberse abandonado al impulso de sus pasiones, experimentan remordimientos que los atormentan atrozmente y que los hacen arrepentir de haberse desviado del sendero de la virtud. No hay cristiano que no experimente esta influencia de la religión; si es realmente cristiano, es decir, si cree en las verdades religiosas, sufre repetidas veces el castigo de sus malas obras, o disfruta el galardón de las buenas. Esta pena, o este premio, lo siente en lo íntimo de su conciencia, y el recuerdo de lo que ha gozado en un caso, o padecido en otro, contribuye a menudo a que no se permita extravíos contra lo que le prescriben sus deberes.

     No dudo que con estas reflexiones se quedará usted convencido de que es un error contrario a la razón, a la historia y a la experiencia, lo que V. afirma de que la religión influye poco en la conducta de los hombres. Es cierto que los que la profesan no siempre se portan como debieran; es cierto que encontrará V. hombres que tienen fe, y, sin embargo, son muy malos; pero, no es menos cierto que, en general, la conducta de las personas religiosas es incomparablemente mejor que la de los incrédulos. ¿Cuántas ha conocido V. que no profesando ninguna religión observen una conducta de todo punto irreprensible? Y cuando esto digo no hablo de cometer delitos de los cuales nos apartan cierto horror natural, el temor de la justicia, y el deseo de conservar la reputación: no hablo de cierta inmoralidad asquerosa y repugnante, de la cual retraen el honor, el decoro, y hasta cierta delicadeza de gusto, fruto de la buena educación; hablo de aquella moralidad severa que rige todos los actos de la vida de un hombre, y no le permite desviarse del camino del deber, aun cuando en ello no se interesen ni la honra, ni los miramientos de sociedad, ni se opongan otras consideraciones que las inspiradas por una sana moral. Me dirá V. que conoce a ciertos hombres que, a pesar de ser irreligiosos, son incapaces de defraudar, de hacer traición a la amistad, y hasta observan una conducta que, si no es tan rigurosa como yo deseara, está muy lejos de la disipación y quizás de la liviandad; será posible que V. conozca a incrédulos que sean tales como V. los pinta; será posible que por educación, por honor, por decoro, por esa luz interior que Dios nos ha dado y que no alcanzamos a extinguir con insensatos esfuerzos, ajusten su conducta una y mil veces a la ley del deber cuando no se atraviesa algún poderoso motivo que los impulsa en sentido contrario; pero no ponga V. a esos mismos hombres a prueba de una tentación violenta.

     A ese que no cree en nada, ni aun en Dios, y a quien supone V. tan probo, tan incapaz de cometer un fraude, redúzcale V. a la miseria, figúreselo luchando entre el apremio de grandes necesidades y la tentación de echar mano de una cantidad ajena, pudiendo hacerlo de manera que nada pierda su reputación de hombre de bien, ¿qué hará? Usted podrá creer lo que quiera; yo por mi parte no le fiaría mi dinero; y me atrevería a consejar a V. que tampoco le fiara el suyo.

     Usted, mi apreciado amigo, hallándose en una posición ventajosa, y sin otras tentaciones de hacer mal que las ofrecidas por las ilusiones de la juventud, no conoce a fondo lo que es esa probidad que no se apoya en la religión. Usted no conoce cuán frágil, cuán quebradiza es esa honradez que a los ojos del mundo se presenta con tanto alarde de firmeza e incorruptibilidad; fáltanle todavía algunos desengaños, que recogerá usted muy en breve, cuando, rasgándose ese velo tan hermoso con que el mundo se presenta a nuestros ojos en la primavera de la vida, comience a ver las cosas y los hombres tales como son en sí; cuando entre en la edad de los negocios, y vea la complicación de circunstancias que en ellos se ofrecen, y asista a esa lucha de pasiones e intereses que tan a menudo coloca al hombre en posiciones críticas y hasta angustiosas, en que el cumplimiento del deber es un sacrificio y a veces un heroísmo. Entonces comprenderá usted la necesidad de un freno poderoso, de un freno que sea algo más que consideraciones puramente terrenas. Entre tanto, queda de usted su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.