Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta VI

La transición social.

Postración de un espíritu escéptico. Examínase si la transición es característica de nuestra época. Pruebas históricas de que es general a todos los tiempos. Examínase si el progreso es la ley de las sociedades. Admítese este principio, pero con alguna restricción. La civilización antigua y la moderna. Nuestros males no son tantos como los de otros tiempos. Causas que contribuyen a abultarlos. El cristianismo nada tiene que temer de las transiciones sociales.

     Mi apreciado amigo: Si no tuviera otras pruebas de la verdad que se encierra en aquella doctrina de los católicos de que la fe es un don de Dios, no me inclinaría poco a tenerla por cierta la experiencia de lo que he visto en V. y otros que han tenido la desgracia de apartarse de la fe de sus mayores. Disputan, escuchan, al parecer con docilidad, hacen concebir las mayores esperanzas de que van a rendirse a la evidencia de los argumentos con que se los apremia, pero al fin salen con un frío qué sé yo, que hiela la sangre, y disipa de un golpe todas las ilusiones del fiel que estaba anhelando el momento de ver entrar en el redil la oveja extraviada. Así lo hace V. en su última; nada tiene que objetarme a lo que he dicho sobre la sangre de los mártires, confiesa que ninguna religión puede presentar un argumento semejante, manifiéstase satisfecho del contenido de mis anteriores con respecto a los varios puntos que formaban el objeto de sus dudas; y, cuando me saltaba el corazón de alegría pensando que iba V. a decidirse, no diré a entrar de nuevo en el número de los creyentes, pero sí a engolfarse más y más en la discusión con el deseo de hallar definitivamente la verdad, me encuentro con la desolante cláusula que me ha llenado de una profunda tristeza. «¿Qué sabemos nosotros, dice V. con un abatimiento que me penetra el corazón, qué sabemos nosotros? ¡El hombre es tan poca cosa!... Volvemos la vista en derredor, y no vemos más que tinieblas. ¿Quién sabe dónde está la verdad? ¿quién sabe lo que será con el tiempo de esa fe, de esa Iglesia, que V. cree que ha de durar hasta la consumación de los siglos? Yo no desprecio la religión, veo que el catolicismo es un hecho tan grande que no acierto a explicarle por causas ordinarias; V. apela a la historia, usted me apremia a que le cite algo de semejante; ya le he dicho otras veces que no me agrada atrincherarme en impotentes negativas, que no me gusta resistirme a la evidencia de los hechos; pero ¿qué quiere V. que le diga? No puedo creer. Estoy contemplando la sociedad actual, y me parece que su inquietud está dando indicios de que el mundo se halla en vísperas de acontecimientos colosales; con una revolución intelectual y moral debe inaugurarse indudablemente la nueva era, y entonces quizás se aclare un tanto ese negro horizonte donde nada se descubre sino error e incertidumbre. Dejemos que transcurra esa época de transición, que tal vez nuevos tiempos nos descifrarán el enigma.»

     En medio de mi aflicción, no crea V., mi estimado amigo, que yo extrañe semejante lenguaje; no es usted el primero de quien lo he oído; pero permítame cuando menos que le haga advertir que con sus palabras a nada responde, nada prueba, nada afirma, nada niega; no hace más que desahogarse estérilmente pintando con pocas palabras el verdadero estado de su espíritu. Tiene a la vista la verdad, y no se siente con fuerza para abrazarla; se abalanza hacia ella un momento, y luego, dejándose caer desfallecido, dice «no puedo». Entonces habla V. de este porvenir de que usted mismo se reía en una de sus anteriores, habla de esa transición que no sabe en qué consiste; duda, fluctúa, aguarda para más allá el resolverse, lo aplaza para los tiempos futuros, para esos tiempos ¡ay! en que V. habrá, ya dejado de existir!... ¡Triste consuelo! ¡Engañosa esperanza!

     Pero, si V. desfallece, mi querido amigo, no debo yo desfallecer; Dios ha comenzado la obra, Él la acabará; yo tengo un dulce presentimiento de que V. no morirá en brazos del escepticismo. V. dice que desea de corazón encontrar la verdad; persevere V. en su propósito; yo confío que no dejará de mostrársela el que vertió su sangre por V. en la cima del Calvario.

     Bien se deja conocer que no estará V. muy dispuesto para recibir una contestación que verse principalmente sobre asuntos puramente religiosos; el escepticismo del siglo ha vuelto a ejercer su ascendiente sobre V. de una manera lastimosa, y, saliendo de golpe del terreno de la discusión, se ha echado a divagar por las regiones del socialismo y del porvenir, hablándome de transiciones, de época crítica, y de no sé cuántas cosas por este tenor. Dicho tengo ya que le seguiré a V. por donde le pluguiere; si hoy no le gusta que tratemos de dogmas, los dejaremos a un lado; y, toda vez que me habla de transición, de transición le hablaré yo.

     Díjele a V. en una de mis anteriores que no creía característico de nuestra época la transición, y que ésta había sido común a todos los siglos, por no poder convenir en que bajo este concepto se verifique ahora algo que con más o menos semejanza no se haya verificado siempre. Pero, cuando esto afirmo, hablo principalmente de los pueblos que se mueven, no de aquellos que, helados en medio de su carrera, permanecen fijos como estatuas al través de la corriente de los siglos. Si a éstos exceptuamos, y dirigimos a los demás nuestras miradas, veremos, en primer lugar, que los griegos y romanos vivieron en perpetua transición. Nada tiene que ver el siglo de Dracón con el de Solón, ni el de éste con el de Alcibíades; y ni a uno ni otro se parecen el de Alejandro y el de Demetrio. Y, sin embargo, estos siglos estaban muy cercanos unos de otros; lo que nos indica que la sociedad griega pasaba incesantemente de un estado a otro muy diferente. No es muy largo el espacio transcurrido entre Bruto que arrojó a Tarquino y Bruto matador de César; pero véase cuántas y cuán variadas fases presenta el estado social y político de los romanos. Observaciones análogas podrían hacerse con respecto a otros pueblos antiguos; y, aun por lo tocante a los que llamamos inmóviles, es menester no olvidar que nos son poco canocidos, que su historia íntima, la que nos retrataría sus ideas religiosas, sus costumbres domésticas, su organización social, su legislación, ha quedado en la mayor parte oculta a nuestros ojos, sepultada en los escombros de los tiempos, sin que hayamos adquirido apenas otras noticias que las transmitidas por historiadores extranjeros, más que un conocimiento muy ligero y superficial. La ciencia moderna se esfuerza en suplir este defecto, pero ¿cuán difícil no es acertar la verdad, a tanta distancia de épocas, en lenguas tan poco parecidas, en ideas y costumbres tan desemejantes? Como quiera, todavía puede afirmarse que dichos pueblos han estado muy distantes de hallarse en completa inmovilidad; y que, además de lo que sobre los mismos nos manifiestan las escasas noticias que de ellos poseemos, la simple reflexión sobre la naturaleza de las cosas es bastante para inducirnos a conjeturar que los cambios y modificaciones han sido en mayor número de lo que sabemos, y de mayor importancia de la que nosotros calculamos; y que, por tanto, se ha verificado también entre los mismos el hallarse a menudo en estado de transición.

     Pero, dejando los pueblos antiguos o poco conocidos y pasando a los modernos, a contar desde la aparición del cristianismo, saltan a los ojos el cambio y las modificaciones que incesantemente han experimentado; sin que sea dable pronosticar ninguna mudanza a la sociedad actual, que no se haya realizado equivalente o mayor en las anteriores. Aun cuando diéramos por supuesto que se han de cumplir las más exageradas predicciones de algunos socialistas, y poner en ejecución los planes que nos parecen más descabellados, no fuera más diferente del actual el estado social nuevo, del que lo son los varios por donde han pasado los pueblos cristianos.

     Si los hombres que vivían cuando la esclavitud era general, y se la consideraba como una condición indispensable en toda sociedad bien organizada, hubiesen oído hablar de un estado semejante al que disfrutan los pueblos europeos, no habrían acertado a concebir ni cómo podía mantenerse el orden público, ni distribuirse el trabajo, ni proporcionarse comodidades y placeres a las clases ricas; en una palabra, creyeran imposible que sociedades tan numerosas pudiesen subsistir faltándoles esa base, para ellos tan necesaria e imprescindible. Decid a un señor feudal encastillado en su fortaleza que vendrá un día en que todos sus títulos serán menospreciados, en que su nombre y el de todos los de su clase caerán en olvido, en que sus descendientes andarán confundidos en medio de los descendientes de esos vasallos pobres y desvalidos que mira con orgulloso desdén, sumisos y humillados al pie de sus almenas; decidle que ese mismo pueblo se levantará contra el, y peleará por largo tiempo, y triunfará, y llegará a ser rico, poderoso, influyente, eclipsando todo el esplendor de sus señores, y llenando el mundo con la fama de sus hechos; decídselo, y os escuchará con asombro, y se imaginará que le referís cuentos de hadas, y que no le habláis de veras, o que no estáis en sano juicio. ¿Qué más? No es necesarío que las metamorfosis sociales las toméis tan de lejos, para que parezcan increíbles; a esos nobles del tiempo de Carlos V y de Francisco I, a esos descendientes de los antiguos señores, que van trocando ya la independencia de sus antepasados en heroica fidelidad a sus reyes, que se van trasladando de los campos a las capitales, y caminan rápidamente a pasar de guerreros a cortesanos, anunciadles que dentro de tres siglos no serán ellos los que ocupen los altos puestos del Estado, los que guíen los ejércitos a la victoria, los que ejerzan las funciones de la magistratura, y que su voto en los grandes negocios no será considerado como de más valer que el de los descendientes de esos plebeyos que riegan con su sudor las tierras, que ejercen los oficios humildes, y que, reunidos en modestos gremios, parecen contentarse con la posición social que les ha cabido después de la guerra de sus antepasados los Comunes; y bien puede asegurarse que esos nobles no os comprenderán, que no creerán nada de cuanto les pronosticáis; y, por más que os esforcéis en mostrarles las señales que ya bien claras se divisan no en mucha lontananza, pensarán que tomáis por una realidad las ilusiones de vuestra fantasía.

     Trasladaos a la Europa de los siglos XI y XII, a la Europa de Suger y de San Bernardo, y anunciad a los hombres de aquella época que los ricos monasterios, las opulentas abadías que compiten en esplendor y magnificencia con los castillos de los señores feudales desaparecerán con el tiempo, y que en épocas no muy remotas no quedarán de ellas más que algunas ruinas, objeto de la curiosidad de los arqueólogos; que ese clero cuya influencia en todos los negocios es inmensa, y cuyo poder y riquezas no ceden a los de otra clase cualquiera, se verá limitado al recinto de los templos, despojado de sus privilegios, privado de sus bienes, escatimados sus derechos a la enseñanza, considerado el ministro de la Religión en la categoría del más humilde ciudadano, si es que todavía no se le rebaja de este nivel negándole lo que a todos se concede; anunciadles, repito, esa mudanza, y veréis cómo la dan por imposible, cómo no conciben su realización a no ser suponiendo que la invasión sarracena ha conseguido sojuzgar el poder cristiano, o que nuevas hordas de pueblos desconocidos se han derramado por la Europa, y cambiado su faz. No alcanzarán a concebir que, sin irrupciones de pueblos bárbaros, sin conquista de sarracenos, antes bien después de su completa derrota, se llegase, por el simple curso de las ideas y de los acontecimientos, a producir cambios tan profundos en la sociedad.

     Todas las revoluciones que pueden sobrevenir, al fin no podrán llegar a otro resultado que a alterar la posición y relaciones de los individuos y de las clases. Supóngase las mudanzas que se quieran, y difícilmente se imaginará ninguna, ni con respecto a la propiedad, ni a la organización del trabajo, ni a la distribución de sus productos, ni a la condición doméstica, ni al rango social, ni a la influencia política, que sea de más importancia y magnitud que las verificadas en los tiempos que nos han precedido. La transición ha existido como existe ahora; las naciones europeas han pasado incesantemente por diferentes estados, o dejando completamente el que tenían, o modificándole de mil maneras hasta transformarle en otro que en nada se le parece.

     Yo desearía, mi estimado amigo, que V. anduviese haciendo suposiciones hasta las más arbitrarias y caprichosas, y las cotejase con los hechos históricos que nadie ignora, y estoy seguro de que se quedaría V. convencido de la verdad de lo que acabo de establecer. ¿Se quiere suponer que las clases menesterosas saldrán del abatimiento en que se hallan, acercándose mucho a las medias, y aun a las superiores? Véase si los jornaleros de ahora distan más de sus dueños, que los esclavos de sus amos, y los vasallos de sus señores; es cierto que no, y, sin embargo, ni rastro queda en Europa de la antigua esclavitud, y sólo se conservan leves vestigios del vasallaje, y los descendientes de los que vivían sometidos a estas condiciones, se hallan en la misma categoría que los nietos de aquellos que un día se vieran colocados a inmensa distancia, así por lo tocante a riquezas, como a honores, consideraciones, y todo linaje de distinción y poderío. ¿Se quiere suponer que la propiedad sufrirá modificaciones profundas, que su distribución estará sometida a leyes muy diferentes? Compárense los siglos medios con el nuestro; parangónese, por ejemplo, la Francia de Carlomagno con la Francia de Napoleón, la de San Luis con la de Luis Felipe. ¿Se quiere imaginar una nueva organización del trabajo, sujetando a otras reglas al operario y al capitalista, alterando notablemente sus relaciones, y variando las bases actuales sobre la repartición de los productos? Comparad al colono de ahora con el vasallo del señor feudal, al jornalero de nuestros tiempos con el esclavo de los tiempos antiguos. ¿La industria y el comercio deben estar en el porvenir sujetos a nuevas leyes que alterarán la organización interior de los pueblos y sus relaciones en lo exterior? Abrid nuestros códigos de comercio, dad una ojeada a nuestros usos y costumbres sobre este particular, y cotejadlo todo con lo que estaba en práctica entre nuestros mayores. Por vasta que sea la escala en que estos ramos se desenvuelvan, por mayor pujanza y poderío que lleguen a adquirir, ¿distarán más del estado actual que el que dista éste del en que se encontraban cuando la Iglesia en sus concilios atendía paternalmente a la protección del naciente tráfico mercantil? Las poderosas compañías comerciales de Francia, de Bélgica, de Alemania, de Inglaterra, de los Estados Unidos, ¿no le parece a V. que distan algo de aquellas caravanas de mercaderes, cuya seguridad en los caminos podían afianzar a duras penas las excomuniones de la Iglesia? ¿no le parece a V. que en esto ha habido no pequeña transición?

     ¿Y qué no podríamos decir, si atendiéramos a las mudanzas sociales y políticas, a la diversidad de posiciones que respectivamente han perdido o conquistado las diferentes clases? Un abismo tan profundo nos separa de nuestros antepasados, que, si ellos se levantaran del sepulcro, nada comprenderían de lo que estamos presenciando. ¿Dónde está el poder del feudalismo, de la nobleza y del clero? ¿Qué se hicieron las prerrogativas, los privilegios, los honores que disfrutaban? ¿En qué se parecen los tronos de ahora a los tronos de entonces? ¿Qué tienen de semejante nuestras formas de gobierno con las antiguas? ¿Qué nuestra administración? ¿Qué nuestros sistemas de hacienda? ¿Qué nuestras guerras, y nuestra diplomacia? Pensamos de otra manera, sentimos de otra manera, obramos de otra manera, vivimos de otra manera; nuestra condición, así particular como pública, se ha cambiado tan completamente, que para comprender lo que fue, nos vemos precisados a hacer un esfuerzo de imaginación, la que, sin embargo, sólo es bastante para ofrecernos cuadros muy imperfectos y descoloridos. ¿Por qué nos parecen tan poéticos aquellos tiempos, mi estimado amigo? ¿por qué figuran tanto en nuestra literatura? Porque distan inmensamente de la realidad que tenemos a la vista.

     Quiero yo inferir de aquí que, cuando se nos anuncian grandes mudanzas en la organización de los pueblos, no debemos resistirnos a creerlas por la sola razón de que nos parezcan muy extrañas; porque, si bien se observa, la sociedad actual no dista menos de las anteriores de lo que distaría de la presente la venidera, en las varias combinaciones que se pueden concebir y ensayar. La instabilidad es uno de los caracteres distintivos de las cosas humanas; y poco ha reflexionado sobre la naturaleza del hombre, poco se ha aprovechado de las lecciones de la historia y de la experiencia, quien pronostica demasiada duración a lo que de suyo es tan flaco y deleznable. Que la sociedad esté bajo un poder revolucionario o conservador, que se procure impulsarla o detenerla, ella varía siempre, pasa sin cesar de un estado a otro, ora mejor, ora peor.

     Esta alternativa entre mejor y peor me lleva, mi querido amigo, a otra cuestión, a que, según se deja entender, es V. un poco aficionado, como no puede menos de serlo, atendido el espíritu de nuestra época. Dícese a cada paso que el progreso es la ley de las sociedades; que no se desvían jamás de ella, y que en medio de las más terribles revoluciones y catástrofes camina la hurnanidad hacia un destino, que, no sabiéndose cuál es, se tiene cuidado de cubrirle con un velo dorado. No seré yo quien desaliente el movimiento de la humanidad, disipando lisonjeras esperanzas; bien que tampoco puedo consentir que se establezca, con demasiada generalidad y sin las correspondientes aclaraciones, una proposición que, según como se entiende, se halla en contradicción con la filosofía, la historia y la experiencia.

     Es muy frecuente hablar de perfección, de perfectibilidad, de ley de progreso, sin distinguir nada, sin fijar nada; sin expresar si se trata de las sociedades tomadas en particular o en conjunto; es decir, sin deterrninar si la ley cuya existencia se afirma, rige en toda la sociedad, o tan solamente es propia del género humano, considerado con abstracción de esta o aquella de sus partes. A los que digan que el progreso hacia la perfección es la ley constante de toda sociedad, yo me atreveré a preguntarles: ¿cuál es el progreso que se descubre en el norte de África, en las costas de Asia, comparando su estado actual con el que tenían cuando nos daban hombres como Tertuliano, San Cipriano, San Agustín, Filón, Josefo, Orígenes, San Clemente, y otros que sería largo enumerar?

     Esto no tiene réplica, así como, por otra parte, nada prueba contra los que afirman que, si bien esta o aquella sociedad decae, la humanidad progresa, que la civilización transmigra, que unos pueblos adquieren lo que otros pierden, y que, de esta suerte, existe una verdadera compensación. Así, por ejemplo, en el caso presente, se ha resarcido e indemnizado la humanidad de sus pérdidas en África y en Asia, con el inmenso desarrollo que ha logrado en Europa y América; pues, si se compararan los millones de hombres que viven actualmente bajo un régimen civilizado, sería incomparablemente mayor el número a lo que era entonces;.y, si se añaden las ventajas que la civilización moderna lleva a la antigua, no sólo por traer consigo un mayor y más perfecto desarrollo intelectual y moral, sino también por ofrecer mayor suma de comodidades materiales, y disminuir sobremanera los males que afligen a la triste humanidad, será tanta y tan palpable la diferencia, que no será posible establecer siquiera un razonable parangón.

     Confieso, mi estimado amigo, que estas reflexiones son de gran peso; y que, a mi juicio, deciden la cuestión, desde el punto de vista histórico, considerando en masa la humanidad, y habida razón de las compensaciones arriba indicadas; por manera que tengo por demostrado que la humanidad ha progresado siempre, que su estado fue mejor en los siglos medios que durante la civilización antigua, y que actualmente se aventaja en mucho a la de todos los tiempos anteriores.

     ¿Cómo, me dirá V., es posible olvidar la confusión y las calamidades de la época de la irrupción, y la tenebrosa ignorancia, la asquerosa corrupción que la siguieron? ¿Podremos decir que la humanidad del tiempo de Atila era comparable con la del siglo de Augusto? Yo creo, sin embargo, que esto, tan falso y absurdo a primera vista, es rigurosamente verdadero, y además susceptible de una demostración tan cabal, que nada deje que desear. La difusión de las verdaderas ideas sobre Dios, el hombre y la sociedad, y las relaciones que entre sí tienen, la propagación de la civilización a un sinnúmero de pueblos que antes vivían en la más abyecta barbarie, la abolición de la esclavitud, la extensión a la generalidad de los hombres del goce de los derechos de hombre, esto se andaba realizando en la época de que tratamos, y nada de esto se realizaba en el siglo de Augusto; con perdón, pues, de los manes de Virgilio y de Horacio, opto desde luego por los tiempos apellidados bárbaros.

     ¿Se sonríe V. de la paradoja, mi estimado amigo? ¿Imagínase tal vez que ni yo mismo creo lo que acabo de decir? Pues viva V. seguro de que hablo de todas veras, y que mis palabras son la expresión de convicciones profundas. Ya indicaba en una de mis anteriores que en ciertas materias quizás no llevaba V. tan lejos como yo el espíritu de examen, y que estaba medianamente tocado de escepticismo: esto produce que, en cuanto se me alcanza, no me dejo deslumbrar por nombres, ni por opiniones recibidas; y por más seguridad con que oiga afirmar una cosa, me ocurre desde luego un ¿quién sabe?... que me pone desconfiado y meditabundo. A pesar de todo, paréceme que difícilmente me absolverá V. de la blasfemia que acabo de proferir contra el siglo de Augusto; y así menester, será alegar descargos. Escúchelos V. sin prevención, que al fin no fuera extraño que se conformase con mi modo de opinar.

     Y, a la verdad, deslumbradores son los rayos de la ciencia, hechiceros los cantos de la poesía, seductor el brillo de las artes; pero si nada de esto sirve para el bien de la humanidad, si únicamente se limita a realzar el esplendor, y acrecentar y avivar los placeres de unos pocos que moran en opulentos palacios, comiendo del sudor del pueblo, disipando los tesoros que se han amontonado de las provincias estrujándolas con la mayor crueldad, ¿qué gana en ello el humano linaje? ¿Esta civilización y cultura son acaso más que bellas mentiras? Hay paz, pero esta paz es el silencio de los oprimidos; hay goces, pero son los goces de unos pocos, y la abyección de todos; hay ciencias, bellas artes; pero, postradas a los pies del poderoso, no llenan su misión, que es mejorar la condición intelectual, moral y material del hombre; todo es vicio, prostitución, lisonja; perezca, pues, todo, diría quien desde entonces pudiera extender sus miradas a los tiempos futuros; haya guerra, pero guerra regeneradora que ha de cambiar la faz del mundo, llamando a la civilización cristiana cien y cien pueblos bárbaros, destronando a la opresora del orbe, y dando principio a las grandes naciones que nos asombrarán con sus adelantos y poderío; haya calamidades públicas, que al menos no serán ni tan sensibles ni tan afrentosas como esa esclavitud que pesa sobre el mayor número de los individuos que forman la sociedad antigua, y se andará preparando la era dichosa en que para disfrutar de los derechos de ciudadano bastará ser hombre; perezcan, nada importa, las ciencias y las bellas artes, si están reservados a los siglos venideros genios prodigiosos como Tasso, Milton y Chateaubriand, Miguel Ángel y Rafael, Descartes, Bossuet y Leibnitz; hágase trizas esa civilización falsa, esa cultura raquítica que sanciona el monopolio de las ventajas sociales, y ceda su puesto a otra civilización y cultura más grandiosas, más esplendidas, y, sobre todo, más justas y equitativas, que llamen a la participación de ellas un mayor número de individuos, abriendo las puertas para que puedan disfrutarlas todos, en cuanto lo consienta la naturaleza del hombre y de los objetos sobre que ejerce su actividad.

     En pos de la irrupción y ondulaciones de los pueblos bárbaros, vino el feudalismo; sistema social y político contra el cual podrá decirse todo lo que se quiera; pero indudablemente fue un verdadero progreso, supuesto que, erigiéndose, por decirlo así, en soberanía la propiedad territorial, se asentaba un principio que, modificado y corregido por el transcurso del tiempo, podía servir mucho para la organización de las sociedades modernas. Había desorden, opresión, vejaciones, males sin cuento, es verdad; pero al menos se comenzaba a establecer un sistema, se daba asiento a los pueblos vencedores, se arraigaba el amor a la vida agrícola y el respeto a la propiedad, se desarrollaba el espíritu de familia; y las inclinaciones del corazón, encontrando objetos más estables y apacibles, se hacían por necesidad menos turbulentas, se preparaban a la tranquilidad y a la dulzura. Malos como eran los tiempos de los siglos XII y XIII, ¿quién no los prefiriera a los que siguieron después de la disolución del imperio de Carlomagno?

     Nadie negará que hasta principios del siglo XVI sociedades europeas andaban mejorándose rápidamente; por manera que, no verificándose en ningún otro punto del globo decadencia notable, ya que los demás pueblos puede decirse que en general permanecieron estacionarios, todavía debemos confesar que el linaje humano progresaba. Los grandes descubrimientos que tuvieron lugar en el siglo XV, hacían esperar que en el XVI se inauguraría una era de prosperidad y ventura que, rebosando en Europa, se derramaran por todas las regiones de la tierra. Desgraciadamente el cisma de Lutero vino a desvanecer en buena parte tan halagüeñas esperanzas, y las calamidades que han caído sobre la Europa durante los tres últimos siglos, podrían hacernos dudar de la proposición que llevamos establecida.

     Como quiera, aun llevando en cuenta los males acarreados por los cismas religiosos, y la incredulidad e indiferentismo, que han sido su consecuencia, no me parece que pueda negarse que la humanidad en general haya carecido de la compensación arriba indicada. Tomando las cosas en su raíz, es decir, desde que Lutero y sus secuaces dividieron en dos la gran familia europea, debe considerarse que las sucesivas conquistas que ha ido haciendo el catolicismo en las Indias orientales y occidentales, resarcen quizás con ventaja las pérdidas que en Europa ha sufrido la unidad de la fe. Si a esto añadimos que allí donde no se ha establecido la Religión Católica, al menos se han propagado algunas luces del cristianismo por medio de una u otra de las sectas disidentes, lo que, tal como sea, siempre es muy preferible a la idolatría o embrutecimiento en que estaban sumidos aquellos países; si atendemos a los progresos que allí mismo ha tenido el desarrollo intelectual, moral y material del individuo y de la sociedad, resultará que, aun dando a la historia de los tres últimos siglos en Europa los más negros colores, la humanidad no ha perdido, antes se halla recompensada con usura.

     Y no es verdad tampoco que la Providencia haya de tal suerte castigado el orgullo europeo en los tres últimos siglos, que al propio tiempo no haya derramado sobre nosotros un raudal de inestimables beneficios. El país donde nacieron hombres tan eminentes en todos los ramos de conocimientos, que cuenta en todas las regiones asombrosos genios, y que bajo el aspecto de la religión y de la moral puede ofrecer un San Ignacio de Loyola, un San Francisco de Sales, un San Vicente de Paúl y cien y cien otros de heroicas virtudes que realizaron sobre la tierra la vida de los ángeles, no puede quejarse de que sea poco favorecido de la Providencia; no puede lamentarse, en medio de sus revoluciones materiales y morales, de que le haya cabido mayor parte en el infortunio, de la que caber suele a la desgraciada humanidad.

     Esta última consideración, mi estimado amigo, me lleva a examinar cuál es la causa de esta desazón que de continuo nos atormenta a los europeos, y a cuantos han participado de nuestra civilización. A oírnos cuál nos quejamos de la suerte, cuál afeamos nuestra situación presente, cuál ennegrecemos el porvenir, diríase que soportamos mayor suma de males que ningún pueblo de la tierra; y, aun comparándonos con nuestros antepasados, parecería que fueron mucho más dichosos. Nunca hablaron ellos tanto de transición, de necesidad de nuevas organizaciones, de insuficiencia de todo cuanto existe; nunca anunciaron como nosotros esa época que ha de venir realizando el siglo de oro, so pena de hundirse el mundo en un caos, precediendo una conflagración espantosa.

     Cada época ha sufrido sus males, y ha tenido más o menos cercanas mudanzas profundas; cada época se ha encontrado con necesidades, o del todo desatendidas, o mal satisfechas; cada época ha llevado en su seno un germen de muerte para lo existente, que debía ceder su puesto a lo que se encerraba en el porvenir. Añadiré, además, que dudo mucho que los tiempos presentes deban en nada posponerse a los pasados, considerando los pueblos civilizados en general, y prescindiendo de dolorosas excepciones que por necesidad deberán ser pasajeras; y me inclino a creer que no son mayores nuestros males, sino que se abultan en gran manera por dos motivos: 1º Porque reflexionamos demasiado sobre ellos; semejantes al enfermo que aguza sus dolencias haciéndolas objeto continuo de sus pensamientos y palabras. 2º A causa de que tenemos mayor libertad para quejarnos, así de viva voz como por escrito, añadiéndose, además, que la prensa, no siempre con recta intención, lo exagera todo.

     Se habla, por ejemplo, de pauperismo; convengo en que es una llaga dolorosa y que merece llamar la atención de todos los hombres amantes de la humanidad; pero lo que desearía saber es qué resultado nos daría el mismo asunto, si lo examinásemos con relación a los tiempos que nos precedieron. ¿Qué mayor y más doloroso pauperismo que la antigua esclavitud? Ni en el número de los infelices, ni en el grado de su infelicidad, ¿es comparable aquel estado con el de las clases inferiores de nuestra época? Ya sé que algunos se han adelantado a decir que la suerte de los esclavos negros es preferible a la de nuestros jornaleros; no negaré que, si se consideran no más que algunos extremos excepcionales, así en el bien como en el mal; si se torna un esclavo negro, a quien le haya cabido un amo racional, prudente, compasivo, que se guíe por las inspiraciones de la sana razón y de la caridad cristiana, y se le compara con alguno de los jornaleros más desgraciados, se podrá sostener quizás el parangón; pero, hablando en general, y poniendo de una parte la masa de los esclavos negros, y de otra la de los jornaleros europeos, ¿será preferible la suerte de aquéllos a la de éstos? ¿Podrá ni siquiera comparársele? No lo creo; y, aun cuando no fuera dable señalar hechos positivos, que por cierto no faltan, bastaría la simple consideración de la naturaleza de las cosas para no dejar indeciso el juicio.

     Cuando, abolida la esclavitud en Europa, le sucedió el feudalismo, durando largos siglos con más o menos pretensiones, no creo tampoco que la clase pobre se hallase en mejor estado del en que actualmente se encuentra: léase la historia de aquellos tiempos, y no quedará sobre esto ninguna duda. Figurémonos por un momento que las innumerables legiones de folletistas, periodistas y escritores de obras que actualmente inundan los países civilizados, hubiesen aparecido de repente en medio del feudalismo; que hubiesen podido recorrer el castillo del orgulloso señor, examinando sus cómodos aposentos, su lujoso aparato; que le hubiesen visto salir a una partida de caza, con sus briosos caballos, sus gallardas escuderos, sus innumerables perros, insultando con la riqueza de sus aderezo la miseria y la desnudez de sus vasallos; que hubiesen presenciado las injustas exigencias, las arbitrariedades, la crueldad con que vejaban a sus súbditos; y supongamos por un momento que en las reducidas poblaciones que allá y acullá se andaban formando, y que conquistaban tan trabajosamente su independencia, hubiesen aparecido por ensalmo las prensas de París y de Londres, y, aprendiendo también de repente los pueblos a leer, se hubiesen hallado con infinitos escritos donde se narrasen y pintasen con los colores que suponer se dejan, las violencias, las injusticias, el destemplado lujo de los señores, y la opresión, la miseria, las calamidades de los vasallos: ¿no os parece que el cuadro resultaría negro, que un clamor general se levantaría de los cuatro ángulos de la tierra, pidiendo venganza? ¿No os parece que se pondría también de acuerdo todo el mundo en que jamás fueron mayores los males de la humanidad; que jamás fue más urgente aplicarle un remedio, que jamás fue más necesaria, más inminente, una profunda mudanza en la organización social?

     Volvamos la medalla y miremos su reverso: imaginémonos que en nuestro siglo callan de repente la prensa y la tribuna, que se desvía de la política la atención pública, que no se piensa en las cuestiones sobre la organización social, que los amos se ocupan únicamente de sus negocios, los jornaleros de su trabajo, que nadie cuida de contar cuántos pobres hay en Inglaterra, en Francia y los demás países, que no circulan las narraciones de los padecimientos de las clases menesterosas, con el cálculo de las onzas de pan o de patatas que tocan al infeliz trabajador o a sus hijos, y con la descripción de la triste y mugrienta habitación en que se ve precisado a albergarse, y que, con todo, siguiese como ahora el movimiento de la industria, y se ocupasen los mismos brazos, y fuesen los mismos los salarios, y el mismo el precio de los alimentos y vestidos, ¿no es claro que nuestro estado social no se mostraría con tan negros colores, ni veríamos tan amenazador el porvenir?

     Véase pues, mi estimado amigo, con cuánta razón he dicho que nuestros males eran mayores porque pensábamos demasiado en ellos, porque, hay mil medios y motivos de recordarlos, de exagerarlos, y porque el estado actual de la civilización lleva necesariamente consigo el acto reflejo de ocuparse en sí misma. Y no crea V. que yo esté mal avenido con que se dé la conveniente publicidad a los sufrimientos del pobre, ni que desee que se imponga silencio a la clase que sufre, para que no cause siquiera el padecimiento de algunas molestias y zozobras a la clase que goza; sólo he querido indicar un carácter de nuestra época, señalando la razón de que parezca tener otras particularidades, que se le atribuyen como propias, no obstante, de serle comunes con todas las que la han precedido. Que, por lo tocante a las simpatías en favor de la clase menesterosa, a nadie cedo; y, respetando como es debido la propiedad y demás legítimas ventajas de las clases altas, no dejo de conocer la sinrazón y la injusticia que a menudo las deslustra y las daña.

     Me inclino a creer que, si V. no ha adoptado mis opiniones en todas sus partes, al menos convendrá en que no son para desatendidas, supuestos los argumentos en que las he apoyado; y estoy seguro de que en adelante, se parará V. algo más en el verdadero sentido de la palabra transición, y no le dará tanta importancia como antes le concedía. Ciertamente no alcanzo cómo se ha podido meter tanto ruido con estas y otras expresiones semejantes, cuando, bien analizadas, no se encuentra que signifiiquen otra cosa que la instabilidad de las cosas humanas: instabilidad cuyo conocimiento no data ciertamente de los tiempos modernos.

     Así, tampoco concibo cómo se atreven algunos a pronosticar la muerte del catolicismo, fundándose en que el nuevo estado a que van a pasar las sociedades, no podrá consentir ni los dogmas ni las formas de esta religión divina; como si el mundo hubiese permanecido durante diez y ocho siglos sin ninguna clase de mudanza; como si la fe y las augustas instituciones que nos dejó Jesucristo, necesitasen para conservarse de las obras del hombre.

     ¿Acaso la organización social del primer siglo del cristianismo no era muy diferente de la del tiempo de Teodosio el Grande? ¿Acaso la Europa de los bárbaros se parecía en nada a la Europa del imperio? ¿Acaso la época del feudalismo se asemejaba a los trastornos de la irrupción de las hordas del Norte, ni la prepotencia de los barones a la pujanza de la monarquía? ¿Acaso el siglo de Francisco I fue el siglo de Luis XIV, ni éste el de Luis Felipe? Verificáronse en ese espacio de diez y ocho siglos revoluciones colosales, pasaron sobre la sociedad europea vicisitudes innumerables, la vida pública y privada de los pueblos se modificó, se cambió de mil maneras; y, sin embargo, la religión, permaneciendo la misma, sin prestarse a ninguna de aquellas transacciones que la destruirían por su base, ha podido y sabido acomodarse a lo que demandaba la diversidad de tiempos y de circunstancias; sin hacer traición a la verdad, no ha perdido de vista el curso de las ideas; sin sacrificar a las pasiones la santidad de la moral, ha tenido en cuenta las mudanzas de los hábitos y de las costumbres; sin alterar su organización interior en lo que tiene de inalterable y de eterno, ha creado infinita variedad de instituciones acomodadas a las necesidades de los pueblos sometidos a su fe.

     Ignora V. estos hechos, mi estimado amigo? ¿hay en ellos algo que consienta ni disputa siquiera? Deje V., pues, esas palabras vanas que nada significan, que sólo sirven a nutrir con vagas generalidades ese fatal estado de duda y de escepticismo que es la verdadera agonía del espíritu. Bien conoce V. que no aborrezco el progreso de la sociedad, que lo miro como un beneficio de la Providencia, que no soy pesimista, ni me complazco en condenar todo cuanto existe y todo cuanto se columbra en el porvenir; pero deseo que se distinga lo bueno de lo malo, la verdad del error, lo sólido de lo fútil; deseo hacer lo que Vds, los escépticos nos exigen, y que, sin embargo, no practican: examinar con buena fe, juzgar con imparcialidad. Queda de V. su affmo. Q. B. S. M.

J. B