Por
Jaime Balmes
Cuestiones
importantes sobre el escepticismo.
Carácter
de la autoridad ejercida por la Iglesia católica. La fe y la libertad de
pensar. Vano prestigio de las ciencias. Un pronunciamiento científico.
Naufragio de las convicciones filosóficas. Sistema para aliar cierto
escepticismo filosófico con la fe católica. El escepticismo y la muerte. El
escepticismo origen de un tedio insoportable. Es una de las plagas
características de la época. Motivos de la permisión divina. La fe contribuye
a la tranquilidad de espíritu.
Mi
estimado amigo: Difícil tarea me ha deparado usted en su apreciada, hablándome
del escepticismo: éste es el problema de la época, la cuestión capital,
dominante, que se levanta sobre todas las demás, cual entre tenues arbustos el
encumbrado ciprés. ¿Qué pienso del escepticismo; qué concepto formo de la
situación actual del espíritu humano, tan tocado de esta enfermedad? ¿cuáles
son los probables resultados que ha de acarrear a la causa de la religión? Todo
esto quiere V. que le diga; a todas estas preguntas exige usted una respuesta
cabal y satisfactoria; añadiéndome que «quizás de esta manera se esclarezcan
algún tanto las tinieblas de su entendimiento, y se disponga a entrar de nuevo
bajo el imperio de la fe».
Deja
V. entrever algunos recelos de que mis respuestas sean sobrado dogmáticas y
decisivas; haciéndome, la caritativa. advertencia de que «es menester
despojarse por un momento de las convicciones propias, y procurar que la
discusión filosófica se resienta todo lo menos posible de la invariable fijeza
de las doctrinas religiosas». Asomaba a mis labios la sonrisa al leer las
palabras que acabo de transcribir, viendo que de tal manera vivía V. equivocado
sobre la verdadera situación de mi espíritu; pues se figuraba hallarme tan
dogmático en filosofía como me había encontrado en religión. Paréceme. que,
a fuerza de declamar contra la esclavitud del entendimiento de los católicos,
han logrado en buena parte su dañado objeto los incrédulos y los protestantes,
persuadiendo a los incautos de que nuestra sumisión a la autoridad de la
Iglesia en materias de fe, quebranta de tal suerte el vuelo del espíritu y
anonada tan completamente la libertad de examinar, hasta en los ramos no
pertenecientes a religión, que somos incapaces de una filosofía elevada e
independiente. Así tenemos por lo común la desgracia de que sin conocernos se
nos juzgue, y sin oírnos se nos condene. La autoridad ejercida por la Iglesia
católica sobre el entendimiento de los fieles, en nada cercena la libertad
justa y razonable que se expresa en aquellas palabras del Sagrado Texto: entregó
el mundo a las disputas de los hombres.
Todavía
me atreveré a añadir que, seguros los católicos de la verdad en los negocios
que más les importan, pueden ocuparse en las cuestiones puramente filosóficas
con ánimo más tranquilo y sosegado, que no los incrédulos y escépticos:
mediando entre ellos la diferencia que va de un observador que contempla los
fenómenos terrestres y celestes desde un lugar a cubierto de todo peligro, a
otro que se halla precisada a verificarlo desde una frágil tabla abandonada a
la merced de las olas. ¿Cuándo entenderán los enemigos de la religión que la
sumisión a la autoridad legítima nada tiene de servilismo, que el homenaje
tributado a los dogmas revelados por Dios no es torpe esclavitud, sino el más
noble ejercicio que hacer podamos de la libertad? También los católicos
examinamos, también dudamos, también nos engolfamos en el piélago de las
investigaciones; pero no dejamos la brújula de la mano, es decir, la fe;
porque, así en la luz del día como en las tinieblas de la noche, queremos
saber dónde está el polo para dirigir cual conviene nuestro rumbo.
Habla
V. de la flaqueza de nuestro espíritu, de la incertidumbre de los conocimientos
humanos, de la necesidad de discutir con aquella modesta reserva inspirada por
el sentimiento de la propia debilidad; ¿pues qué? ¿por ventura esas mismas
reflexiones no son la más elocuente apología de nuestra conducta? ¿no es esto
mismo lo que estamos continuamente encareciendo, cuando probamos y evidenciamos
que es útil, que es prudente, que es cuerdo, que es indispensable el vivir
sometido a una regla? Supuesto que se ofrece la oportunidad, y que la buena fe
exige que hablemos con toda sinceridad y franqueza, debo manifestarle, mi
estimado amigo, que, salvo en materias religiosas, me inclino a creer que no
lleva V. tan adelante el escepticismo como éste que V. se imaginaba tan
dogmático.
Hubo
un tiempo en que el prestigio de ciertos hombres, el deslumbramiento producido
por la radiante aureola que coronaba sus sienes, la ninguna experiencia del
mundo científico, y, sobre todo, el fuego de la edad, ávido de cebarse en
algún pábulo noble y seductor, me habían comunicado una viva fe en la ciencia
y me hacían saludar con alborozo el día afortunado, en que introducirme
pudiera en su templo para iniciarme en sus profundos arcanos, siquiera como el
último de sus adeptos. ¡Oh! aquélla es la más hermosa ilusión que halagar
pudo el alma humana: la vida de los sabios me parecía a mí la de un semidiós
sobre tierra; y recuerdo que más de una vez fijaba con infantil envidia mis
ojos sobre un albergue que encerraba un hombre mediano, que yo en mi experiencia
conceptuaba gigante. Penetrar los principios de todas las cosas, levantar un
tupido velo que cubre los secretos de la naturaleza, levantarse a regiones
superiores descubriendo nuevos mundos que se escapan a los ojos de los profanos,
respirar en una atmósfera de purísima luz, donde el espíritu se despegara del
cuerpo, adelantándose a gozar de las delicias de un nuevo porvenir: éstos
creía yo que eran los beneficios que proporcionaba la ciencia; nadando en esta
felicidad contemplaba yo a los sabios; viniendo, por fin, los aplausos y la
gloria que a porfía les rodeaban, a solazarlos en los breves momentos en que,
descendiendo de sus celestiales excursiones, se dignaban poner de nuevo sus pies
sobre la tierra.
La
literatura, me decía yo a mí mismo, sus investigaciones sobre lo bello, lo
sublime, sobre el buen gusto, sobre las pasiones, les suministrarán reglas
seguras para producir en el ánimo del oyente o del lector el efecto que se
quiera; sus estudios sobre la lógica e ideología les darán un clarísimo
conocimiento de las operaciones del espíritu, y de la manera de combinarlas y
conducirlas para alcanzar la verdad en todo linaje de materias; las ciencias
matemáticas y físicas deben de rasgar el velo que cubre los secretos de la
naturaleza; y la creación entera con sus arcanos y maravillas se desplegará a
los ojos de los sabios, como se desarrolla un raro y precioso lienzo a la vista
de favorecidos espectadores; la psicología los llevará a formarse una completa
idea del alma humana, de su naturaleza, de sus relaciones con el cuerpo, del
modo de ejercer sobre éste su acción, y de recibir de él las varías
impresiones; las ciencias morales, las sociales y políticas les ofrecerán en
un vasto cuadro la admirable harmonía del mundo moral, las leyes del progreso y
perfección de la sociedad, las infatigables reglas para bien gobernar; en una
palabra, me imaginaba yo que la ciencia era un talismán que obraba maravillas
sin cuento, y que quien llegase a poseerla, se levantaba a inmensa altura sobre
el vulgo de la triste humanidad. ¡Vana ilusión, que bien pronto comenzó a
marchitarse, y que al fin se deshojó como flor secada por los ardores del
estío!
Cuanto
más dorados habían sido mis sueños, y mayor, por consiguiente, mi avidez de
conocer lo que tenían de realidad, tanto más dura fue la lección que recibí
y más temprana vino la hora de entender mi engaño. Apenas entrado en aquellas
asignaturas donde se ventilan algunas cuestiones importantes, principió mi
espíritu a sentir una inquietud indefinible, a causa de no hallarme bastante
ilustrado por lo que leía ni por lo que oía. Ahogaba en el fondo de mi alma
aquellos pensamientos que surgían incesantemente sin poderlo yo remediar; y
procuraba acallar mi descontento, lisonjeándome con la esperanza de que para
más adelante me estaba reservado el quedarme enteramente satisfecho. «Será
menester, me decía yo, ver primero todo el cuerpo de doctrina, de la cual no
alcanzas ahora más que los primeros rudimentos; y entonces, a no dudarlo,
encontrarás la luz y la certeza que en la actualidad echas de menos.»
Difícilmente
hubiera podido persuadirme a la sazón de que hombres cuya vida se había
consumido en ímprobos trabajos, y que con tal seguridad ofrecían al mundo el
fruto de sus sudores, hubiesen aprendido sobre las gravísimas materias en que
se ocupan, poco más que el arte de hablar con facilidad en pro o en contra de
una opinión, metiendo mucho ruido con palabras huecas y con discursos pomposos.
Todas mis dificultades, todas mis dudas y escrúpulos, todo lo atribuía a mi
inexperiencia, a mi torpeza en comprender el sentido de lo que me decían
autores tan respetables: por cuyo motivo se apoderó de mí la idea de saber el
arte de aprender. No se afanaron tanto los antiguos químicos en pos de la
piedra filosofal, ni los modernos publicistas en busca del equilibrio de los
poderes, como yo andando en zaga del arte maravilloso: y Aristóteles, con sus
infinitos sectarios, y Raimundo Lulio, y Descartes, y Malebranche, y Locke, y
Condillac, y no sé cuántos menos notables, cuyos nombres no recuerdo, no
bastaban a satisfacer mi ardor. Quién me ocupaba y confundía con las mil
reglas sobre los silogismos, quién señalaba mayor importancia a los juicios y
proposiciones, quién a la claridad y exactitud de la percepción, quien me
abrumaba con preceptos sobre el método, quién me llevaba de la mano a la
investigación del origen de las ideas, dejándome más en obscuras que antes:
en breve no tardé en advertir que cada cual echaba por su camino favorito, y
que a quien en seguirlos se empeñase le habían de volver la cabeza.
Estos
señores directores del entendimiento humano, dije para mí mismo, no se
entienden entre sí: esto es la torre de Babel, en que cada cual habla su
lengua; con la diferencia de que allí el orgullo acarreó el castigo de la
confusión Y aquí la confusión misma aumenta el orgullo, erigiéndose cada
cual en único legítimo maestro, y pretendiendo que todos los demás no ofrecen
para el derecho de enseñanza sino títulos apócrifos. Al propio tiempo, iba
notando que lo mismo con corta diferencia sucedía en los demás ramos del
humano saber; con lo que entendí que era necesario, urgente, desterrar la
hermosa ilusión que sobre las ciencias me había formado. Estos desengaños
habían preparado mi espíritu a una verdadera revolución; y, aunque vacilando
algunos momentos, al fin me decidí a pronunciarme contra los poderes
científicos, y, alzando en mi entendimiento una bandera, escribí en ella: abajo
la autoridad científica.
Nada
tenía yo para substituir al poder destruido, porque, si esos respetables
filósofos sabían poco sobre las altas cuestiones cuya solución andaba
buscando, yo sabía menos que ellos, pues que no sabía nada. Ya puede V.
imaginarse que no dejaría de serme doloroso el consumar una revolución
semejante; y que a veces hasta me acusaba de ingrato, cuando, llevando la
revolución hasta sus últimas consecuencias, forzaba a emigrar de mi espíritu
personas tan respetables como Platón, Aristóteles, Descartes, Malebranche,
Leibnitz, Locke y Condillac. La anarquía era el necesario resultado de un paso
semejante; pero yo me resignaba gustoso a ella, antes que llamar nuevamente al
gobierno de mi entendimiento a estos señores que así me habían engañado.
Además, que, habiendo probado ya el placer de la libertad, no quería
deslustrar el triunfo pasando por las horcas caudinas.
Apremiado
mi espíritu por la sed de verdad, no podía quedar en un estado de completa
inercia; y así es que emprendí buscarla con mayor empeño, no pudiendo creer
que estuviera el hombre condenado a ignorarla mientras vive en este mundo. Sin
duda creerá V. que un escepticismo universal fue el inmediato resultado de mi
revolución, y que, concentrado dentro de mí mismo, dudé de la existencia del
mundo que me rodeaba, dudé de la existencia de mi propio cuerpo, y que,
temeroso de que se me escapara toda existencia, y que a manera de encantamiento
me hallase reducido a la nada, me apresuré a asirme del raciocinio de
Descartes: yo pienso, luego soy; ego cogito, ergo sum. Pues nada de
eso, mi estimado amigo: que, si bien tenía alguna afición a la filosofía, no
estaba, sin embargo, fanatizado por el filósofo; y sin reflexionar mucho me
convencí de que dudar de todo, es carecer de lo más precioso de la razón
humana, que es el sentido común. No me faltaba la noticia del axioma o entimema
de Descartes y de otras semejantes proposiciones o principios; pero siempre me
pareció que tan cierto me estaba de que existía como de que pensaba, como de
que tenía cuerpo, como del movimiento, como de las impresiones de los sentidos,
como del mundo que me rodeaba; y, por consiguiente, reservándome fingir por
algunos momentos esa duda para cuando el ocio y el humor lo consintieran, me
quedé con todas las convicciones y creencias que antes, salvo las llamadas
filosóficas. Para éstas fui, y he sido, y seré inexorable: la filosofía
proclama sin cesar el examen, la evidencia, la demostración; enhorabuena; pero
sepa al menos que, cuando seamos hombres y no más, nos arreglaremos en nuestras
convicciones cuál a nosotros nos cumpla, siguiendo las inspiraciones del buen
sentido; pero, en los ratos en que seamos filósofos, que para todo hombre son
ratos muy breves, reclamaremos sin cesar el derecho de examen, exigiremos
evidencia, pediremos demostración seca. Quien reina en nombre de un principio,
menester es que se resigne a sufrir los desacatos que dimanar puedan de las
consecuencias.
Claro
es que en este naufragio universal de las convicciones filosóficas no entraban
las religiosas: éstas las había adquirido por otro camino, se presentaban a mi
espíritu con otros títulos, y, sobre todo, se encaminaban de suyo a dirigir la
conducta, a hacerme, no sabio, sino bueno; de consiguiente, contra ellas no se
irritó mi susceptibilidad pirrónica. Todavía más: lejos de que sintiera
inclinación a separarme de las creencias que se me habían inspirado en la
infancia, me convencí más y más de la necesidad, y hasta del interés propio,
que tenía en no perderlas; pues que comencé a mirarlas como la única tabla de
salvación en este proceloso mar de las cavilaciones humanas. Acrecentóse el
deseo de aferrarme en la fe católica, cuando, ocupándome algunos ratos, con
espíritu de completa independencia, en el examen de las transcendentales
cuestiones que la filosofía se propone resolver, me vi rodeado por todas partes
de espesísimas tinieblas; sin que se descubriese más luz que algunas ráfagas
siniestras, que, sin alumbrar el camino, sólo servían para hacerme visible la
profundidad de los abismos a cuyo borde se hallaban mis plantas.
Por
esto conservaba en el fondo de mi alma la fe católica como un tesoro de
inestimable valor; por esto, al encontrarme angustiado en vista de la nada de la
ciencia del hombre, y cuando me parecía que la duda se iba apoderando de mi
espíritu, haciendo desaparecer de mis ojos el universo entero, como desaparecen
de la vista de los espectadores las mentirosas ilusiones con que por algunos
momentos los ha entretenido un hábil prestigiador, daba una mirada a la fe, y
su solo recuerdo era bastante a conformarme y alentarme.
Recorriendo
las cuestiones que cual insondables piélagos rodean los principios de la moral,
examinando los incomprensibles problemas de la ideología y de la metafísica,
echando una ojeada a los misterios de la historia y a los escrúpulos de la
crítica, contemplando la humanidad entera en su actual existencia y en los
sombríos arcanos de su porvenir, deslizábanse a veces por mi entendimiento
pensamientos aciagos, cual monstruos desconocidos que asoman su cabeza,
asustando al viajero en una playa solitaria; pero yo tenía fe en la
Providencia, y la Providencia me salvó. He aquí cómo discurría para
fortificar mi espíritu, dejando a la gracia que no dejara estériles mis
débiles esfuerzos. «Si dejas de ser católico, no serás por cierto ni
protestante, ni judío, ni musulmán, ni idólatra; estarás, pues, de golpe en
el deísmo. Entonces te hallarás con Dios; pero, no sabiendo nada sobre tu
origen y tu destino, nada sobre los incomprensibles misterios que por
experiencia ves y sientes en ti mismo y en la humanidad entera, nada sobre la
existencia de premios, y penas en otro mundo, sobre la otra vida, sobre la
inmortalidad, del alma; nada sobre los motivos que haya podido tener la
Providencia en condenar a sus criaturas a tantos sufrimientos sobre la tierra,
sin darles ninguna noticia que consolarlas pudiera con la esperanza de otros
destinos; nada entenderás de las grandes catástrofes que con tanta frecuencia
ha padecido, padece y andará padeciendo el humano linaje, es decir, que no
hallarás la acción de la Providencia en ninguna parte; no hallarás, por
consiguiente, a Dios; por tanto, dudarás de su existencia, si es que no abraces
decididamente el ateísmo. Fuera Dios del universo, el mundo es hijo del acaso,
y el acaso es una palabra sin sentido, y la naturaleza un enigma, y el alma
humana una ilusión, y las relaciones morales nada, y la moral una mentira.
Consecuencia lógica, necesaria, inflexible; el término fatal que no puede el
hombre contemplar sin estremecerse, negro e insondable abismo al cual no cabe
abocarse sin espanto y horror».
Así
medía el camino que me era preciso seguir, una vez apartado de la fe católica,
si continuar intentara en el examen filosófico sacando consecuencias de los
principios que yo propio hubiera sentado en el momento de la defección. A tanta
insensatez no quería yo llegar, no quería suicidarme de tal suerte matando mi
existencia intelectual y moral, apagando de un soplo la sola antorcha que
alumbrarme podía en el breve trecho de la vida. Así me he quedado con mucha
desconfianza en la ciencia del hombre, pero con profunda fe religiosa: llámelo
V. pusilanimidad o como más le agradare: no creo, sin embargo, que me pese de
la resolución cuando me halle al borde de la tumba.
Hay
en las regiones de la ciencia, como en los senderos de la práctica, ciertas
reglas de buen juicio y prudencia de que no debe el hombre desviarse jamás.
Todo lo que sea luchar con el grito de nuestro sentido íntimo, con la voz de la
naturaleza misma, para entregarse a vanas cavilaciones, es ajeno de la cordura,
es contrario a los principios de la sana razón. Por esta causa, debe condenarse
como insensato el sistema de un escepticismo universal hasta en las materias
puramente filosóficas; sin que por esto sea menester abrazar ciegamente las
opiniones de esta o aquella escuela. Pero donde conviene particularmente la
sobriedad en el uso de la razón, es en materias religiosas: porque, siendo
éstas de un orden muy elevado, y rozándose en muchos puntos con las torcidas
inclinaciones del corazón, tan presto como la razón, empieza a cavilar y
sutilizar en demasía, se halla el hombre en un laberinto donde paga muy caros
su presunción y orgullo. Quédase el entendimiento en un cansancio, en un
abatimiento, en una postración indecibles, desde que se ha levantado contra el
cielo; como nos cuentan las historias de aquel brazo que, en el momento de
extenderse a un objeto sagrado, se sintió herido de parálisis.
¡Singularidad
notable! el escepticismo religioso sirve únicamente en medio de la dicha
terrena, sólo se alberga tranquilamente en el hombre, cuando, rebosando de
salud y de vida, mira como eventualidad muy lejana el instante supremo en que le
será preciso al espíritu el despegarse del cuerpo mortal y pasar a otra vida.
Pero desde el momento en que la existencia está en peligro, cuando vienen las
enfermedades, como heraldos de la muerte, a indicarnos que no está lejos el
terrible trance; cuando un riesgo imprevisto nos advierte que estamos como
colgantes de un hilo sobre el abismo de la eternidad, entonces el escepticismo
deja de ser satisfactorio; la mentida seguridad que poca notes nos
proporcionara, se trueca en incertidumbre cruel, angustiosa, llena de
remordimientos, de sobresalto, de espanto. Entonces el escepticismo deja de ser
cómodo, y pasa a ser horroroso; y en su mortal postración busca el hombre la
luz, y no la encuentra; llama a la fe, y la fe no le responde; invoca a Dios, y
Dios se hace sordo a sus tardías invocaciones.
Y
para ser el escepticismo duro, cruel tormento del alma, no es necesario hallarse
en esos trances formidables en que el hombre fija azorada su vista en las
tinieblas de un incierto porvenir; en el curso ordinario de la vida, en medio de
los acontecimientos más comunes, siente mil veces el hombre cual cae gota a
gota sobre su corazón el veneno de la víbora que en su seno abriga. Momentos
hay en que los placeres cansan, el mundo fastidia, la vida se hace pesada, la
existencia se arrastra sobre un tiempo que camina con lentitud perezosa. Un
tedio profundo se apodera del alma; un indecible malestar le aqueja y atormenta.
No son los pesares abrumadores destrozando el corazón, no es la tristeza
abatiendo el espíritu y arrancándole dolorosos suspiros por medio de punzantes
recuerdos: es una pasión que nada tiene de vivo, de agudo; es una languidez
mortal, es un disgusto de cuanto nos circunda, es un penoso entorpecimiento de
todas las facultades, como aquel desasosegado estupor que en ciertas dolencias
anuncia crisis peligrosas. ¿A qué estoy yo en el mundo? se dice el hombre a
sí mismo. ¿Qué ventajas me trae el haber salido de la nada? ¿Qué pierdo
apartándome de la vista de una tierra para mí agostada, de un sol que para mí
no brilla? El día de hoy es insípido como el día de ayer, y el día de
mañana lo será como el de hoy; mi alma está sedienta de gozar y no goza;
ávida de dicha y no la alcanza; consumiéndose como una antorcha que por falta
de pábulo desfallece. ¿No ha sentido V. repetidas veces, mi estimado amigo,
este tormento de los afortunados del mundo, ese gusano roedor de los espíritus
que se pretenden superiores? ¿no asoma jamás en su pecho ese movimiento de
desesperación que se ofrece al hombre como el único remedio de un mal tan
insoportable? Pues sepa V. que uno de sus funestos manantiales es el
escepticismo, ese vacío del alma que la desasosiega y atormenta, esa ausencia
espantosa de toda fe, de toda esperanza, esa incertidumbre sobre Dios, sobre la
naturaleza, sobre el origen y destino del hombre. Vacío tanto más sensible
cuanto más recae en almas ejercitadas en el discurso por el estudio de las
ciencias, excitadas en todas sus facultades mentales por una literatura loca que
sólo se propone producir efecto, aunque sean los sacudimientos de la
electricidad o las convulsiones del galvanismo; almas que sienten avivadas y
aguzadas todas las pasiones por un mundo sagaz, que les habla en todos los
idiomas y las conmueve de tan varias maneras, echando mano de infinidad de
recursos.
He
aquí, mi estimado amigo, lo que pienso del escepticismo, lo que opino de sus
efectos sobre el espíritu humano. Le considero como una de las plagas
características de la época, y uno de los más terribles castigos que ha
descargado Dios sobre el humano linaje.
¿Cómo
se puede remediar un mal tamaño? No lo sé; pero sí me atreveré a decir que
se pueden atajar algún tanto sus progresos; y me inclino a esperar que así se
hará, siquiera por el interés de la sociedad, por el buen orden y bienestar de
la familia, por el reposo y sosiego del individuo. El escepticismo no ha caído
de repente sobre los pueblos civilizados; es una gangrena que ha cundido con
lentitud; lentamente se ha de remediar también; y sería uno de los más
estupendos prodigios de la diestra del Omnipotente, si para su curación no
fuera menester el transcurso de muchas generaciones.
Así
entenderá V., mi estimado amigo, que no me hago ilusiones sobre la verdadera
situación de las cosas; y que, flotando yo en medio de las olas sobre la tabla
que me conducirá a salvamento, no pierdo de vista el destrozo que en mis
alrededores existe, no olvido la funesta catástrofe que han sufrido los
espíritus por un fatal concurso de circunstancias durante los tres últimos
siglos.
¿Cómo
permite Dios, me dice V., que ande fluctuando la humanidad en medio de tantos
errores, y que de tal suerte se extravíe sobre los puntos que más le
interesan? Esta dificultad no se limita a la permisión divina con respecto a
las sectas separadas, sino que se extiende a las demás religiones; y, como
éstas han sido muchas y extravagantes desde que el humano linaje se apartó de
la pureza de las tradiciones primitivas, la objeción abarca la historia entera,
y el pedir su solución es nada menos que demandar la clave para explicar los
arcanos que en tanta abundancia se ofrecen en la historia de los hijos de Adán.
No
es éste asunto que se preste a ser aclarado en pocas palabras, si aclaración
llamarse puede lo que sobre tan profundo misterio alcanza el débil hombre; como
quiera, procuraré hacerlo en otra carta, dado que la presente va tomando más
ensanche del que fue menester.
Manifestada
tiene V. mi opinión sobre el escepticismo religioso, y declarado también cuál
se aviene la fe católica con una prudente desconfianza de los sistemas de los
filósofos. Muchos quizás no se avengan con esta manera de mirar las cosas; sin
embargo, la experiencia demuestra que el espíritu se halla muy bien en este
estado; y que cierto grado de escepticismo científico hace más fácil y
llevadera la fe religiosa. Si en ella no me mantuviese la autoridad de una
Iglesia que lleva más de 18 siglos de duración, que tiene en confirmación de
su divinidad su misma conservación al través de tantos obstáculos, la sangre
de innumerables mártires, el cumplimiento de las profecías, infinitos
milagros, la santidad de la doctrina, la elevación de sus dogmas, la pureza de
su moral, su admirable harmonía con todo cuanto existe de bello, de grande, de
sublime, los inefables beneficios que ha dispensado a la familia y a la
sociedad, el cambio fundamental que en pro de la humanidad ha realizado en todos
los países donde se ha establecido, y la degradación, el envilecimiento, que
sin excepción veo reinando allí donde ella no domina; si no tuviera, digo,
todo este imponente conjunto de motivos para conservarme adicto a la fe, haría
un esfuerzo para no apartarme de ella, cuando no fuera por otra razón, por no
perder la tranquilidad de espíritu.
Dé
V. una ojeada en torno, mi estimado amigo; no verá más por doquiera que
horribles escollos, regiones desiertas, playas inhospitalarias. Éste es el
único asilo para la triste humanidad: arrójese quien quiera al furor de las
olas; yo no dejaré esta tierra bendita donde me colocó la Providencia. Si
algún día, fatigado y rendido de luchar con las tempestades, se aproxima V. a
las venturosas orillas, se tendrá por feliz si en algo puede favorecerle
tendiéndole una mano auxiliadora este S. S. S. Q. B. S. M.
J.
B.