La utilidad

Por Javier Aranguren

Profesor de Filosofía y escritor

"Lo que pesa el humo", Ediciones Rialp, Madrid 2001.

Hay una cuestión mágica, que mucha gente toma como la realidad más importante: «¿Para qué sirve?, ¿cuál es la utilidad de lo que me propones?».

Parece que triunfa lo práctico: un ingeniero optimiza una planta de envasado de cacahuetes con miel; un empresario vende teflón para grifos en el mercado de la fontanería; un biólogo nos limpia la alcachofa de bichitos haciéndola más sana, etc. En cambio, el historiador, el experto en música renacentista, el filósofo, o esa persona que se sonroja cuando confiesa que lo que más le gusta es escribir poemas sobre atardeceres, no sirven para nada. Un productor de cine por lo menos hace dinero, un humanista como mucho vende hamburguesas, o educa niños que se niegan a leer lo que les manda y quieren más marcianitos, o consigue becas europeas pagadas por los impuestos de todos, ¡y ya les basta, a ver si producen! Nos negamos a que nadie se dé el lujo de la contemplación: ¡qué trabajen, que la vida es dura y el dolor es bueno

Pero este planteamiento es falso como judas y más hueco que la risa sofocada de un tuberculoso. La misma pregunta ?«Para qué sirve?»? parece improcedente: no nos importa que las cosas sirvan, sino que nos orienten para vivir mejor o no. En este sentido, volver a las preguntas esenciales se presenta en el fondo como la realidad más útil a la que se puede plantar cara, y eso precisamente por su aparente inutilidad. ¿En qué cosa consiste ser feliz?, ¿tengo amigos?, ¿tiene sentido trabajar?, ¿qué me espera tras la muerte?, ¿existe Dios y tiene algo que ver conmigo?

Dedicar la vida a solucionar sólo problemas de tipo práctico lleva a una continua sensación de fracaso, de llegar siempre tarde, de regalar a la novia por error ramos de flores marchitas: la informática que se enseñaba en 1985 no sirve absolutamente para nada, las técnicas de comercio que se usan hoy pasarán de moda en seis meses. ¿Qué es lo útil? Y, desde aquí, me atrevo a pontificar, que es algo que tiene que ver con la producción, pero también con el dulce abandono de una existencia regalada. El hombre que no para, que no contempla, que es serio y carece de tiempo para reír, no se ha enterado de nada.

 


 

Razones del filosofar

Por Javier Aranguren, en "Lo que pesa el humo"
Ediciones Rialp, Madrid 2001.

 

En estos tiempos de marketing no es extraño que las empresas, y los colegios, y las universidades, las películas, las salas de fiesta, lo que sea, hagan de todo por promocionarse: hay que ayudar a la libertad humana a centrar la atención en alguna de las múltiples ofertas que se le ofrecen, y por eso existe la publicidad y la propaganda. Lo que nunca había visto, en cambio, es que los que tomen la iniciativa en la actividad de propagar sean los mismos clientes. Y en este caso ocurrió: un grupo de alumnos de cuarto curso de Filosofía se decidieron a organizar unas jornadas con las que decir al público que aquella es una carrera maravillosa.

La reunión tuvo lugar en la biblioteca de un Instituto de Pamplona: habitación antigua, con estanterías hasta el techo, y un mobiliario lleno de carteles que reclamaban el silencio de los presentes y el cuidado de las mesas. Consistían las jornadas en un conjunto de testimonios sobre la necesidad de la actividad filosófica en nuestro mundo de empresas y eficacias. Algunos profesores disertaron sobre el sentido, y la necesidad de plantearse cuestiones; un ex-futbolista ahora empresario, y un banquero antes filósofo, trazaron su propia biografía intelectual y personal de la mano de la pregunta acerca del ente, y todo en su boca eran elogios. Para terminar, cuatro alumnas del último curso describieron su proceso de enamoramiento hacia la sabiduría, coincidiendo todas en subrayar la pequeña tragedia doméstica que supuso su decisión contemplativa (una porque su padre es chapista y no entendía, otra porque su padre quería que fuera diplomática, y tampoco entendía).

La conclusión de tan curioso evento nos pareció evidente: ¿por qué estudiar filosofía? Porque los años de universidad son suficientemente serios como para tener que dedicarlos a las cosas que importan; porque cualquier otra decisión podría haber sido muy eficaz -quién sabe- pero hubiera resultado vacía; porque aquí somos tan pocos, y tan locos, que necesariamente nos queremos.