La dignidad de la persona humana, balance del Siglo XX
por José Orlandis
«El
hombre de hoy proclama la Declaración Dignitatis humanae del Concilio
Vaticano II tiene una conciencia cada día mayor de la dignidad de la persona
humana». Una dignidad que deriva del hecho mismo de ser persona y que se
extiende, por tanto, a todos los hombres. Esta progresiva toma de conciencia
ha de estimarse, sin duda, como un paso adelante y un avance de la humanidad
en sentido coherente con los designios divinos. El espíritu humano percibe
ahora con mayor lucidez determinados aspectos del orden instituido por Dios en
la obra de la creación, que pasaban más inadvertidos a la mentalidad
colectiva de ayer y no le impresionaban tan vivamente como impresionan al
hombre de hoy.
Resulta evidente que a esta toma de conciencia ha contribuido en buena medida
la experiencia de la historia más reciente, y en especial la vivida a lo
largo del pasado siglo xx. El siglo se inició en Europa y en los demás
países del Primer Mundo en un clima de optimismo, que era continuación del
que había reinado durante la mayor parte del siglo XIX: un período de
relativa paz, comenzado a raíz de la terminación en 1815 del ciclo de las
guerras napoleónicas. Esa paz había coincidido con el triunfo del
liberalismo en el plano político y económico, el progreso industrial y el
auge de los imperialismos, que redujeron vastos espacios de los otros
Continentes a colonias, dominios y protectorados de las grandes potencias
europeas. El balance final del siglo xx ha resultado como es notorio mucho
menos brillante que las expectativas que despertó en sus comienzos.
Es cierto que la última centuria del segundo milenio ha presenciado avances
portentosos en diversos campos: el de la ciencia y la técnica, el de las
comunicaciones, el de la medicina, que ha conseguido una notable prolongación
en la duración de la vida humana. En ese tiempo se ha logrado una drástica
reducción del analfabetismo e incluso en los países desarrollados un
indudable crecimiento de los niveles de bienestar material del conjunto de la
sociedad. Pero el siglo ha estado marcado por la impronta de dos grandes
guerras, las mayores conocidas en la historia de la humanidad, y por dos
revoluciones la rusa y la china que pretendieron crear un nuevo orden social,
al precio de indecibles sufrimientos de sus pueblos. En las guerras, millones
de combatientes perdieron la vida, y en la última la Segunda Guerra Mundial
el mundo fue testigo de un fenómeno nuevo y cruel: las poblaciones civiles,
lejos de quedar al margen de la contienda, fueron tal vez las más duramente
castigadas. El caso más clamoroso lo constituyeron los campos de
concentración y de exterminio creados por la Alemania nazi, donde fueron
sacrificadas muchedumbres humanas: judíos, gitanos,, cristianos... Tampoco
deben olvidarse los bombardeos masivos de la aviación aliada contra ciudades
alemanas, que causaron decenas de miles de muertos en una sola noche; o las
bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Es, sin duda, bien
comprensible que el hombre del final del siglo xx haya escarmentado de. los
optimismos ingenuos de la «Belle époque», aunque haya sido a costa de pagar
como precio el sacrificio de millones de víctimas inocentes.
LOS NUEVOS DESAFÍOS
La Iglesia de Cristo tiene larga experiencia en los combates sostenidos a lo
largo de veinte siglos, en defensa de la libertad y la dignidad de la persona.
Para la Iglesia, el fundamento inconmovible de la dignidad humana es que todo
hombre, por el hecho de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, merece
respeto, y ese fundamento se reafirma y refuerza tras la Redención operada
por Jesucristo, que otorgó a todos cuantos le recibieron la potestad de
llegar a ser hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, divinae
naturae consortes (cfr. lo 1, 12 y 2 Petr 1, 4).
El siglo XXI y el tercer milenio de la Era cristiana habrán de afrontar
desafíos inéditos, cuyo alcance resulta imposible adivinar. La defensa de la
vida humana, la resistencia frente a posibles aberraciones de la ingeniería
genética, la lucha contra la corrupción en la vida pública y las clamorosas
desigualdades existentes entre los hombres, el esfuerzo por extender el acceso
a los bienes de la cultura y un razonable bienestar a todos los pueblos de la
tierra, estos y otros muchos campos más serán frentes abiertos a la generosa
acción de los cristianos en el mundo. Pero desde ahora, la Iglesia ha de
luchar con denuedo en la defensa de la persona, ante la ofensiva bien
programada dirigida a degradar su dignidad hasta reducirla a un nivel
infrahumano, un tenebroso designio que persiguen tenazmente fuerzas muy
poderosas. Y es preciso darse cuenta de que está en juego la salvaguardia de
la propia condición humana.
Esta misión en favor del hombre la Iglesia la ha venido cumpliendo desde los
comienzos mismos de la Era cristiana. Es cierto que en tan dilatado espacio de
tiempo ha habido miembros de la Iglesia que han cometido errores y tuvieron
conductas públicas y privadas impropias del nombre de cristianos, y que esa
incoherencia entre el Evangelio y su vida se dio incluso en jerarcas y
pastores. La raíz de esos errores estuvo de ordinario en la contaminación de
mentalidades y formas de cultura prevalentes en determinadas épocas y
sociedades.
Tal fue el caso del impacto del régimen señorial de la Edad Media
investiduras y patronatos incluidos en las estructuras eclesiásticas; o de la
persecución inquisitorial de la herejía, cuando ésta era considerada el
peor de los crímenes y se estimaba la unidad religiosa como el supremo bien
de una comunidad política; o, todavía, el error del nepotismo, fruto de un
desordenado extravío de los afectos familiares. Pero sería obstinación
sectaria cerrar los ojos ante la evidencia: es indudable que ninguna
institución ha hecho tanto a lo largo de los siglos en favor de la persona
humana y de su dignidad, ninguna ha aportado tantos beneficios a las
sociedades terrenas, como la Iglesia de Cristo; y eso durante dos milenios y
en todos los lugares de la tierra a donde llegó su presencia y su acción
apostólica. Y no se olvide por otra parte que el fin primordial de la Iglesia
no es mejorar la condición del hombre en el mundo aunque a ello haya
contribuido notablemente, sino abrirle el camino que ha de conducirle a la
eterna bienaventuranza. Nadie como la Iglesia ha sembrado la paz, el bien y la
belleza en el curso de la historia, ni está por tanto más cualificado que
ella para asumir la defensa de la dignidad humana en el mundo del tercer
milenio.
Precisamente por eso, ningún Poder de la tierra, sólo el Papa Juan Pablo II,
ha tenido el valor de pedir perdón públicamente en la Jornada de Perdón del
Año del Gran Jubileo del 2000 por los pecados y errores de quienes encarnaron
a la Iglesia en las distintas épocas de la historia. «El actual primer
Domingo de Cuaresma dijo el Vicario de Cristo en su homilía del 12 de marzo
me ha parecido la ocasión apropiada para que la Iglesia, reunida
espiritualmente alrededor del sucesor de Pedro, implore el perdón divino por
las culpas de todos los creyentes. Perdonamos y pedimos perdón».
LA DEGRADACIÓN DEL AMOR
Parece existir como se dice más arriba una auténtica ofensiva contra la
dignidad del hombre, sensiblemente acentuada en el último cuarto del siglo xx
y que pone en juego todos los recursos que la amplia gama de los modernos
medios de comunicación social ofrece. La meta no confesada, pero apenas
disimulada, sería el rebajamiento de la persona hasta la imagen y el rango de
aquel prototipo humano qué San Pablo denominó «hombre animal», al que ya
antes se hizo referencia (1 Cor 2, 14). Y ya se han levantado voces en algún
parlamento, pidiendo la concesión al chimpancé de derechos semejantes a
aquellos de que goza la persona. Un paso obligado en este camino es la
degradación de la sexualidad humana, que abre la puerta a una cadena de
consecuencias perversas, la primera de las cuales es la descomposición de la
familia, factor insustituible para la recta ordenación de la sociedad.
Preámbulo penoso de este proceso demoledor ha sido el envilecimiento del
amor. El amor e1 divino y el humanopuede reducirse en fin de cuentas a una
sola y noble realidad. «Dios es amor», escribió el apóstol San Juan (11o
4, 16), y puesto que el corazón es el foco del amor, el papa Juan Pablo 11 no
dudó en llamar a Dios « el gran corazón». «Que os améis los unos a los
otros» fue el mandamiento nuevo dado por Jesús a sus discípulos (1o 15,
12). El amor está radicado en el corazón del hombre, y desde un mismo
corazón se proyecta hacia Dios y hacia el prójimo. El amor hacia el prójimo
presenta una amplia gama de modalidades entre las que sobresalen el amor
paternal, el amor filial, el amor conyugal y el amor de amistad.
La degradación del amor ha supuesto el envilecimiento del propio significado
del término. Una expresión tan corriente como «hacer el amor» es ahora
entendida por muchos en un sentido muy distinto del que se le atribuía hace
sólo algunas décadas: el noviazgo, las relaciones entre un chico y una chica
encaminadas a facilitar el mutuo conocimiento, y que se prolongaban durante un
tiempo más o menos largo antes del matrimonio. En nuestros días, tanto en el
lenguaje coloquial como en el de los medios de comunicación, «hacer el
amor» con otra persona se interpreta casi siempre en un sentido meramente
carnal de acción dirigida sobre todo a la consecución de una satisfacción
fisiológica y sensual. Es, justamente, lo contrario del verdadero amor: « el
amor hacia una persona ha escrito Juan Pablo 11 excluye la posibilidad de
tratarla como objeto de placer». Y un documento de la Congregación para la
Doctrina de la Fe resalta que la castidad « es una virtud que hace honor al
ser humano y que le capacita para un amor verdadero, desinteresado, generoso y
respetuoso con los demás» (Pers. hum., 12).
EL CLIMA MORAL DE LA ANTIGÜEDAD PAGANA
El falseamiento del amor atenta de modo directo contra la dignidad de la
persona y constituye un factor de distorsión de la vida social. La lectura
del primer capítulo de la Carta a los Romanos, donde San Pablo trazó un
cuadro tremendo de los vicios de la sociedad pagana, en los tiempos que fueron
testigos de la primera expansión del Cristianismo, resulta todavía
impresionante, no sólo como página de la historia del mundo de hace veinte
siglos, sino también por las resonancias actuales «modernas» que aquellas
páginas siguen teniendo.
«Dios escribió el Apóstol los abandonó a los malos deseos de sus
corazones, a la impureza con que deshonran ellos sus propios cuerpos...; los
entregó a pasiones deshonrosas, pues sus mujeres cambiaron el uso natural por
el que es contrario a la naturaleza, y del mismo modo los varones, dejando el
uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos. de unos por otros... Dios los
entregó a un perverso sentir que les lleva a realizar acciones indignas,
colmados de toda iniquidad, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia,
homicidio, riñas, engaño, malignidad; chismosos, calumniadores, enemigos de
Dios, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes con
sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rom 1, 24, 26,
30). Este era el espectáculo que ofrecía la sociedad pagana del siglo I,
cuando el Cristianismo iniciaba su andadura, a contracorriente del ambiente
dominante en un mundo, que tenía la misión de encauzar por caminos de
salvación.
EL HECHO DIFERENCIAL CRISTIANO
Es cierto que la Roma de tiempos de Cristo trató de reaccionar frente a
ciertos males muy extendidos con leyes en favor del matrimonio y la familia,
como la Lex Julia de maritandis ordinibus. Es justo también reconocer que en
el mundo gentil era posible encontrar personalidades fuera de lo común,
capaces de resistir el clima dominante en un entorno. «Soy demás categoría
escribió Lucio Anneo Séneca y nacido para algo más importante que para ser
esclavo de mi cuerpo». Pero se trataba de casos excepcionales, de hombres
eminentes que no se dejaban arrastrar por la conducta de las muchedumbres
altas y bajas y eran capaces de dejarse guiar por las luces de la razón
natural. Séneca no se olvidepudo incluso tener algún contacto con el
Cristianismo, y hay razones suficientes para sospechar la existencia de una
relación epistolar entre él y el Apóstol San Pablo. Pero fue el
Cristianismo la doctrina de Jesucristo y la existencia real de los primeros
cristianos la gran novedad que configuró el perfil de un hombre que, a los
ojos de sus contemporáneos, era a la vez igual a ellos y, sin embargo,
profundamente distinto: un hombre que, por otra parte, se presentaba ante los
otros, no como un superhombre, sino como un ejemplo para todos.
En efecto, los discípulos de Cristo no estaban llamados a vivir al margen de
la sociedad, como los miembros de la comunidad de « Qumran» o de la secta de
los «esenios». El Señor había rogado por ellos al Padre: « no te pido que
los saques del mundo sino que los guardes del maligno» (lo 17, 15). La tan
conocida epístola a Diogneto ofrece una imagen fidedigna de hasta qué punto
los discípulos habían cumplido la voluntad del Maestro, y la doctrina
evangélica había ya generado, en los siglos II o in, un sorprendente
fenómeno social. «Los cristianos dice la carta no se diferencian de los
demás hombres ni por su país, ni por su lengua, ni por su modo de vivir;
pues no habitan en ciudades propias, ni hablan un lenguaje insólito, ni
llevan una vida extraña... Morando en ciudades griegas o bárbaras, según a
cada uno le tocó en suerte, y siguiendo las costumbres de los naturales de
cada lugar en el vestido y la comida, presentan ante los ojos de los demás un
género de vida admirable y, a los ojos de todos, increíble».
Por lo que toca en concreto a la moral sexual; la epístola añadía estas
palabras, no exentas de ironía: «Como todos, toman esposas y engendran
hijos, pero no practican el aborto. Tienen en común la mesa, pero no el
lecho».
EXIGENCIA Y MISERICORDIA
Las exigencias de Jesús sobre la moral personal de sus discípulos fueron
severas y alcanzan también al fuero interno de la conciencia: «todo aquel
que mira a una mujer deseándola ya cometió adulterio en su corazón», dijo
el Maestro (Mt 5, 28). La doctrina de Cristo sobre el matrimonio y la
continencia sorprendió a los Apóstoles por su rigor (cfr. Mt 19, 112). Los
requisitos exigidos a las viudas « dedicadas a Dios» en las primeras
comunidades cristianas casadas una sola vez (I Tim 910) o la necesidad, según
el mismo San Pablo, de que los varones llamados al presbiterado y diaconado
fueran maridos de una sola mujer constituyen una buena prueba del valor que el
primer Cristianismo atribuyó a la castidad y la continencia (I Tim 3, 113;
Tit 1, 59). La alabanza paulina de la virginidad (I Cor 7, 2528) suena con
parecido acento que el «cántico nuevo» de que habla San Juan en el
Apocalipsis (Apoc 14, 14).
La historia misma de la Iglesia es una hermosa epopeya que pone bien de
manifiesto el auténtico heroísmo de una incontable multitud de discípulos
de Cristo, que han encarnado en sus vidas las exigencias del Maestro. Esos
cristianos que abrazaron la castidad «por amor del Reino de los Cielos» (Mt
19, 12) y cumplieron su compromiso de amor, los sacerdotes fieles a la ley del
celibato eclesiástico siempre vigente en la Iglesia latina, a pesar de las
flaquezas y errores de algunos son un ejemplo admirable de la más genuina
dignidad humana. Lo mismo cabe decir de los esposos cristianos que, venciendo
mil dificultades, fueron a la vez capaces de guardar continencia, cuando hizo
falta, y de « no cegar las fuentes de la vida» en palabras del Beato
Josemaría Escrivá, cumpliendo generosamente su misión de cooperadores de
Dios en la obra de la Creación, engendrando hijos e hijas destinados a ser
ciudadanos de las sociedades terrenas y, en la vida eterna, del Reino de Dios.
Las enseñanzas del Nuevo Testamento podrán parecer exageraciones en una
época de la historia del Primer Mundo tan hedonista y sexualizada como la
actual, en que se critica a la Iglesia por haber hecho en un pasado todavía
reciente tanto hincapié sobre el sexto Mandamiento de la Ley de Dios. Pero,
aunque así hubiera sido, no es menos cierto que ahora hay más riesgo de caer
en el error opuesto, y que esa doctrina cristiana, que es preciso recordar, se
integra de modo coherente en el conjunto del mensaje evangélico. Un mensaje
impregnado a la vez de amor y piedad hacia los pecadores, en el que también
se dice que los publicamos y meretrices precederán en el Reino de los cielos
a los escribas y fariseos hipócritas (cfr. Mt 21, 31). Un mensaje en el que
la misericordia de Jesús reluce cuando se dejó ungir por una pecadora
arrepentida (cfr. Lc 7, 3650) y no condena a la mujer adúltera, aunque le
manda que no peque más (cfr. lo 8, 3).
La limpieza en la conducta moral es, en consecuencia, requisito esencial de la
dignidad del cristiano y, más todavía, de toda persona humana. Así lo
proclamaba el papa San León Magno en su primer sermón sobre la Natividad del
Señor, un texto que la liturgia invita a releer todos los años: «Reconoce,
¡oh cristiano!, tu dignidad y, hecho partícipe de la naturaleza divina, no
caigas ya más en la vieja vileza. Acuérdate de quién es tu cabeza, y de
qué cuerpo eres miembro».
Gentileza
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