Fundamentos antropológicos de ética racional:
El hombre y la dignidad
Por Antonio Orozco-Delclós
«Despierta, oh hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza. Recuerda que fuiste hecho a imagen de Dios; esta imagen, que fue destruida en Adán, ha sido restaurada en Cristo. Haz uso como conviene de las criaturas visibles, como usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos; y todo lo que hay en ellas de hermoso y digno de admiración conviértelo en motivos de alabanza y gloria del Creador» (LEON MAGNO, Sermón 7 en la Navidad del Señor, 2.6; LIT HOR VIERNES V T.O.)
I.
QUÉ ES LA PERSONA Y CUÁL SU DIGNIDAD
"PERSONA" Y "DIGNIDAD". Curiosidades semánticas
La palabra castellana "persona" viene del adjetivo latino personus,
que significa resonante; personare equivale a "sonar fuerte",
hacerse oír. Lo cual parece relacionar esta palabra con la griega prósopon,
que significaba "cara" y también "máscara" (trágica o
cómica) que se ponían los actores de teatro, y -a la vez que les disfrazaba
del personaje que representaban-, les servía de amplificador de la voz. La
concavidad de la máscara reforzaba la voz, ocultaba al actor y por medio de
la máscara el actor también "re-presentaba" un personaje. Para los
griegos, pues, "prósopon" no tenía el sentido que nosotros le
damos a la palabra "persona". Rara vez alude a persona en los textos
filosóficos griegos, donde, por lo demás, aparece con escasa frecuencia.
Entre los presocráticos, prósopon quiere decir "cara",
"rostro", e incluso se dice de la faz de Helios, el Sol. En Platón,
también significa "rostro". Aristóteles habla largamente del
"prósopon" (cara) y sus partes (nariz, orejas, etc.); también se
refiere con el mismo término a la cara de la luna; y en algún lugar advierte
-al margen del uso común de la palabra- que "prósopon" se debe
decir sólo del hombre; el pez o el buey no tienen "prosopón"
(rostro), sino lo que nosotros podríamos denominar, por ejemplo, "jeta".
El "rostro" refleja un ser superior al del que sólo tiene "jeta".
Entre nosotros suele decirse que "el rostro es el espejo del alma".
Pues bien, aunque los orígenes de la palabra "persona" no se
refieren a lo que hoy entendemos por tal, es cierto que siempre ha sugerido
alguna realidad por alguna razón excelente o superior. En latín, la voz
"personare" indica un sonido que posee la fuerza necesaria para
sobresalir. No es de maravillar que la palabra "persona" acabe por
significar de modo eficaz lo más sobresaliente que hay en el universo: el ser
inteligente, con entendimiento racional.
De otra parte, la palabra "dignidad" significa también, fundamental
y primariamente, "preeminencia", "excelencia" (excellere,
destacar). Digno es aquello por lo que algo destaca entre otros seres, en
razón del valor que le es propio. De aquí que, en rigor, hablar de
"dignidad de la persona" resulta un pleonasmo, o se trata quizá de
una redundancia intencionada, para resaltar o subrayar la altura del rango que
ocupa este tipo de seres en el orden del universo. "Digno" es
aquello que debe ser tratado con "respeto", es decir, "con
miramiento" (respectus), con veneración.
EXITO Y CRISIS DE LA DIGNIDAD PERSONAL
Hoy casi nadie niega en teoría que todo hombre es "persona". Tiempo
ha habido en el que se discutió sobre si la mujer lo era; o si los negros,
indios y esclavos en general, tenían "alma". Se trataba de
dilucidar -o de confundir, según los casos- la igualdad o desigualdad radical
entre los seres humanos todos. Hoy, las expresiones "dignidad
humana", "dignidad personal", "derechos humanos",
están siendo muy empleadas, y esto es bueno.
Pero en la práctica a menudo se olvida, o se niega incluso, esa
"igualdad" radical, en lo que atañe a derechos y deberes
consiguientes. Es de lamentar que con mucha frecuencia no se usan tales
términos desde una intensa valoración del ser personal, sino más bien como
una lanzadera para reivindicar presuntas "mejoras" sociales, que no
pocas veces resultan verdaderos atentados y lesiones al respeto debido a la
persona. En la práctica se niega la igualdad de derechos - lo cual es tanto
como negar la igualdad de "ser" o de "naturaleza" - a los
seres humanos no nacidos, o nacidos con alguna deficiencia notable, o a los
enfermos que suponen una carga para la familia o para la sociedad, a los
deficientes mentales, etcétera. En los últimos lustros se extiende además
la práctica de la manipulación genética en embriones humanos, como si
fueran simples objetos, medios o instrumentos para beneficio de los (adultos)
poderosos del momento o de la circunstancia.
Se ha dicho que "uno de los fenómenos más sobresalientes de nuestros
días es la ambigua situación de la dignidad humana. Es, sin lugar a dudas,
una de las nociones más invocadas. Sus excelencias son cantadas con acentos
graves. Defenderla constituye el gran reto y la exigencia inaplazable de los
sistemas políticos a la altura de nuestro tiempo. Vulnerarla supone, en fin,
la expresión del mal radical, el indicio de una intolerable actitud
profanadora del más íntimo e inviolable recinto personal. A la vez es una de
las ideas más amenazadas. La degradación y el envilecimiento humano,
síntomas claros de la crisis de la civilización contemporánea, están más
generalizados en nuestros días que en cualquier otro periodo de la humanidad.
Los atentados contra el hombre, realizados según se dice, en nombre de su
dignidad, han adquirirdo un grado de crueldad y refinamiento difícil de
imaginar en épocas pasadas. La banalización de la sexualidad es un fenómeno
habitual. La violencia y la tortura, formas extremas ambas de atentar contra
la persona y su dignidad, forman parte de la vida cotidiana.
«Todo ello ha hecho del presente una época de hastío hacia el hombre, que
es considerado como mono desnudo, rata pérfida y perturbador de la
naturaleza. La literatura contemporánea contiene numerosos testimonios de esa
situación equívoca. Junto con el elogio encendido de la dignidad, se
describe al hombre -sin reparar en la contradicción entre ambas cosas-, como
ser aislado de los demás por abismos tan hondos que ni siquiera la buena
voluntad puede franquear. La extrema inaccesibilidad del otro, la
imposibilidad de entenderse con él de forma duradera, de atender a los
requerimientos de su dignidad, no se ha percibido nunca tan dolorosamente como
en nuestro siglo. "Vivir significa estar solo, dice Hermann Hesse, nadie
conoce al otro, todos estamos huérfanos". Entre los hombres parece
levantarse un muro que les impide acercarse y tratarse de acuerdo con las
exigencias de su valor incomparable. Con estas desgarradoras palabras lo ha
expresado Albert Camus: "nos miramos y no nos vemos, estamos cerca y no
podemos aproximarnos"» (J.L. del Barco, Bioética. Consideraciones
filosófico-teológicas sobre un tema actual, Rialp, Madrid 1992, prólogo,
pág. 11-13).
Esta dolorosa realidad ha de tener una causa. Lo patológico no es originario.
Y todo coincide con un desaforado anhelo de emancipación por parte del
hombre. Borracho de mayoría de edad no ha caído en la cuenta de que se
halla, en muchos aspectos, todavía en la inmadurez de la adolescencia; que no
está en condiciones de entender el agustiniano ama y haz lo quieras, porque
ha adulterado la noción misma de amor. La ha invertido hasta el punto de
centrarlo en el yo en lugar de hacerlo en el tú. El verdadero sentido del
amor está en el otro, no en mí. Amor es lo que me convierte en yo para el
otro. Amar según el decir de los clásicos es, en cierto sentido,
"descentrarse"; dicho de modo positivo: centrarse en otro que da
sentido a mi vivir.
Y aunque no pienso que la dignidad de la persona no pueda percibirse al margen
de la fe cristiana, es un hecho que la pérdida del sentido de esa dignidad
coincide con la pérdida del sentido cristiano de la vida y del amor, con la
negación teórica o práctica de Dios creador.
"HYPOSTASIS" Y "SUBSTANCIA"
Es de notar que cuando los autores cristianos abordaron filosóficamente el
estudio de la persona, no tomaron como punto de referencia las expresiones
griegas a las que hemos hecho referencia más arriba. La noción de persona en
la filosofía cristiana es incomparablemente más elevado que la griega de los
clásicos. Los cristianos se sirvieron del término griego hypóstasis, que se
traduce por "subsistencia" o "propiedad".
La famosa definición de Boecio, tan influyente - persona es una sustancia
individual de naturaleza racional -, parte de la noción aristotélica de
"ousía", "substancia", pensada primariamente para las
cosas en general. Una substancia es un ser que subyace y sostiene un conjunto
de modalidades o "accidentes" que inhieren en ella, pero ella no
inhiere en nada, sino que ella misma es o puede ser el sujeto de inhesión de
otras realidades como la cantidad y las cualidades de diversa índole.
Por "persona" se entiende en la filosofía medieval una hypóstasis
o suppositum, que como tal no se distingue de las demás sustancias, pero cuya
naturaleza es racional. Lo que hace que la persona sea un ser superior no es
el hecho de ser substancia, sujeto subsistente (en sí y no en otro), sino la
racionalidad. La persona es una sustancia individual de naturaleza racional.
La racionalidad se entiende como una cualificación de la sustancia que la
eleva por encima de todas las demás y le presta una excelencia que merece un
"miramiento" particular.
LA FILOSOFIA CRISTIANA DA UN PASO DE GIGANTE
El cristianismo no sólo fue el ámbito en donde el estudio de la persona como
tal adelantó extraordinariamente, sino que ha sido donde se descubrió en
profundidad su valor excelente, su dignidad incomparable. Cuando se ve
irrumpir la racionalidad en la naturaleza, se descubre un ser de tal
categoría, que puede constituir un punto de partida para conocer mejor el Ser
de Dios. Dios se revela como Ser personal: tres Personas en una sola
naturaleza, es el misterio supremo y fontal del cristianismo.
Esto no significa que la idea cristiana de Dios arranque de una idea previa de
hombre. Al contrario. Una característica diferencial de la cosmovisión
cristiana se debe a que Dios se ha revelado como el Absoluto, infinitamente
trascendente a todo cuanto existe, a todo lo que se ve y se entiende en el
universo. Dios es infinito, todopoderoso, omnisciente... Dios es EL QUE ES; la
plenitud del Ser, piélago de infinitas perfecciones, cada una de ella de
grado infinito. Es decir, Dios no es semejante a ninguna criatura, siempre
limitada y contingente.
Sin embargo, la revelación divina contiene la enseñanza asombrosa de que
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y además, Dios no ha tenido
inconveniente en hacerse hombre asumiendo una naturaleza humana perfecta.
No piensa el cristiano que el hombre sea semejante a aquellos dioses que se
habían inventado en el mundo pagano - Zeus, Júpiter, etcétera - a imagen y
semejanza del hombre, con pasiones semejantes o más desorbitadas aún que las
de los humanos; sino que el Dios de Moisés, el Dios de los israelitas y de
los cristianos dice que ha creado al hombre a su imagen, a imagen del Dios
único, que es puro Espíritu.
Estas nociones, en cierto modo correlativas, de Dios trascendente y hombre
imagen de Dios, proporcionan una valoración del hombre radicalmente diversa y
superior a cualquier otra noción meramente racional. El sujeto humano, a la
luz superior de la Revelación divina aparece con una dignidad que se alza por
encima de todo el universo material.
Cuando el hombre se da cuenta de que es imagen hecha a semejanza de la
Trinidad, es lógico que exclame como Ernest Psichari: "Se me ha
concedido el permiso formidable de ser un hombre". Ser hombre, ser
persona, ser, en fin, racional, por mucho que conlleve "animalidad",
es un don que invita a imitar a Dios como hijos suyos queridísimos (como dice
San Pablo).
Se comprende que con la difusión y arraigo del cristianismo a la largo y a lo
ancho del mundo, haya ido desapareciendo, o al menos atenuándose todo lo que
contraviene la dignidad que se descubre en la persona: han ido desapareciendo
los sacrificios humanos (tanto en las religiones de Oriente como en las de la
antigua América), los infanticidios, la esclavitud, y tantas formas de
injusticia. En cambio, se han ido multiplicando las formas de vivir la
misericordia con los más necesitados y el respeto a la intimidad de las
conciencias.
Por el contrario, cuando el cristianismo ha retrocedido y la sociedad se ha
paganizado, han rebrotado todas aquellas barbaridades antiguas, aunque
revestidas de flamantes etiquetas de civilización y progreso: desde los
campos nazis de exterminio hasta la legalización del aborto procurado...,
como si de acciones humanitarias se tratara. Esta comparación irrita a los
abortistas, pero carecen de premisas para descalificarla.
Estamos en una época difícil, en la que junto a logros evidentes en algunos
aspectos y relaciones sociales, hay retrocesos trágicos que no sólo nos
retrotraen a formas bárbaras de explotación del hombre por el hombre, sino
que hunden y envilecen a la persona hasta límites increíbles: la
manipulación genética -ya mencionada- y el tráfico de drogas, son ejemplos
elocuentes de la absurda tolerancia práctica de lo horrible en el seno de la
sociedad civilizada, revestido de sofisticados formalismos.
Digo que todos esos abusos coinciden sospechosamente con la pérdida del
sentido cristiano de la vida. Al negar o ignorar a Dios, se pierde de vista el
norte, punto de referencia, el modelo de conducta. Y corruptio optimi pessima,
la corrupción de lo mejor concluye en la peor de las corrupciones.
Es obvia la urgencia de hacer todo lo posible por frenar esa ola de
envilecimiento del hombre, de desprecio práctico de la dignidad de la
persona. Y uno de los medios más eficaces - aunque no sea suficiente - es el
que señalaba Schelling en su juventud: "... el hombre se engrandece en
la medida en que se conoce a sí mismo y su propia fuerza. Proveed al hombre
de la consciencia de lo que efectivamente es y aprenderá de una vez lo que ha
de ser; respetadlo teóricamente, y el respeto práctico será una
consecuencia inmediata (...) El hombre ha de ser bueno teóricamente para
llegar a serlo también en la práctica".
El hombre, por el hecho de ser persona posee una verdadera e insondable
excelencia, cuyos fundamentos pretendemos ver en nuestro estudio. Y la
excelencia o dignidad la tiene con independencia de que sea o no consciente de
ella, y del juicio que se haya formado sobre el asunto, porque no es el juicio
del hombre lo que hace la realidad, sino la realidad la que fecunda el
pensamiento y presta veracidad a sus juicios.
Pero, paradójicamente, el hombre se conduce a sí mismo no tanto por lo que
es como por la idea que se ha formado de sí. El hombre es en cierto modo
"causa sui", en el sentido de que es él mismo, desde sí mismo,
quien tiene que desarrollar activamente sus virtualidades nativas.
El hombre actual -a pesar de las expresas y reiteradas proclamaciones de su
propia dignidad- suele tener un concepto muy bajo de sí mismo, y, en
consecuencia, se comporta a menudo con inaudita vileza. Pero también es
cierto que el hundimiento clamoroso de un ser determinado constituye una
prueba irrefutable de su nobleza posible, tanto mayor cuanto más grande ha
sido su caída. "No ofende quien quiere, sino quien puede". Una
piedra no es "ciega", por lo mismo que excluye en su naturaleza la
facultad de ver. Si el hombre desciende a abismos de vileza es, justamente,
por su nobleza original.
La consideración de la verdad de la naturaleza humana es sin duda uno de los
medios más eficaces para ayudar al hombre a salir de los callejones sin
salida en donde él mismo se ha metido.
CONTINÚA EL MAYOR REDUCCIONISMO DE LA HISTORIA
En el Museo de Historia de Washington hay una pequeña sala dedicada "al
hombre". En una de sus paredes hay una lámina que ostenta la
representación de una figura humana adaptada al tipo de 77 kilogramos de
peso. Transparentes vasijas de diversos tamaños contienen los productos
naturales y químicos que se encuentran en un organismo humano de proporciones
semejantes: 40 kilos de agua, 17 de grasa, 4 de fosfato de cal, 1 y medio de
albúmina, 5 de gelatina. Otros frascos de menor capacidad corresponden al
carbonato cálcico, almidón, azúcar, cloruro de sodio y de calcio,
etcétera. El hombre - sea político o militar, poeta, cantante, ministra o
castañera -, parece reducirse allí a una suma de unos cuantos elementos de
la tabla de Mendeleiev. No es de maravillar que "el pequeño dios del
mundo" -como llama el Fausto de Goethe al hombre- salga un tanto
deprimido del Museo de Historia de Washington.
En la historia del pensamiento hay conceptos de "anthropós" para
todos los gustos. Desde el "homo mensura" (Protágoras) o "sol
y dios de sí mismo" (Feuerbach) hasta el paquete de átomos a lo
Demócrito y Carl Sagan. El materialismo no ha avanzado mucho desde sus viejos
orígenes y sus variedades no se distinguen demasiado entre sí. Para Karl
Marx el intelecto no es más que una secreción del cerebro, que a su vez es
un producto de la materia evolucionada. Según Carl Sagan, científico de la
NASA, presentador y artífice de la famosa serie televisiva titulada
"Cosmos" (hay también versión bibliográfica que lamentablemente
circula por bastantes colegios), dice: "yo soy el conjunto de agua, de
calcio, de moléculas orgánicas llamado Carl Sagan. Tú eres un conjunto de
moléculas casi idénticas, con una etiqueta colectiva diferente".
Carl Sagan sabe - como bien dice - que "hay quien encuentra esta idea
algo degradante para la dignidad humana", pero apostilla: "para mí
es sublime que nuestro universo permita la evolución de maquinarias
moleculares tan intrincadas y sutiles como nosotros".
Si el concepto atomista del hombre y del cosmos es sublime o más bien
ridícula es cuestión en la que de momento preferimos no entrar. Con el mismo
apellido en la etiqueta, pero distinto nombre de pila, la escritora Françoise
Sagan nos define así a los humanos: "simple respiración provisional en
la millonésima parte de uno de los millares de millones de galaxias". Es
innegable que las magnitudes siderales - ¡la cantidad! - impresionan
profundamente a un materialista.
Ahora bien, ¿el hombre no es "nada más" que lo afirmado por los
Sagan, los Demócritos, los Marx y demás materialistas que en el mundo han
sido? ¿El pensamiento y la persona, la libertad y el amor no son más que una
combinación -aunque complejísima - de elementos materiales? El Ingenioso
Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ¿no es más que el resultado de la
combinación de letras surgida por azar, o por alguna oculta e ignota
necesidad de las letras mismas? ¿No habrá detrás el ingenio de una potencia
misteriosa y viva, trascendente e irreductible a "letras", llamada
Miguel de Cervantes? Detrás de la Novena Sinfonía de Beethoven, ¿no habrá
más que un cúmulo de notas ordenadas por unas neuronas que a su vez han sido
ordenadas "por el azar", o más bien habrá que pensar en la
existencia de un genio llamado Beethoven, irreductible a neuronas? ¿"Las
Hilanderas" del Museo del Prado, no son nada más que una azarosa
combinación de pigmentos o sustancias coloreadas? ¿No habrá que pensar más
bien en la existencia de un genio llamado Velázquez, irreductible a pigmento,
por excelente que fuera? Y detrás de Velázquez, de Cervantes, de la
gravitación universal y de la evolución de la semilla en árbol, ¿no habrá
que descubrir una Sabiduría infinita y creadora?
Es muy fácil advertir que el materialismo carece de cualquier fundamento o
sentido racional y que sólo puede incurrirse en él partiendo del prejuicio -
juicio acrítico - que pretende sostener la inexistencia de Dios.
Si Dios no existiera, obviamente, nada existiría. Pero si imaginamos la
absurda hipótesis de la no existencia de Dios, afirmando simultáneamente la
existencia del universo, lo más lógico es concluir con Jean Paul Sartre -
quien negó a Dios para declarar sin límites la dignidad y autonomía del
hombre -, que "el hombre es una pasión inútil", "el niño es
un ser vomitado al mundo" y "la libertad es una condena".
LA EXISTENCIA HUMANA COMO "PERMISO"
Sin embargo, contemporáneamente a J. P. Sartre, en 1931, Ernest Psichari
escribía aquella frase ya citada, en la que subyace una antropología
exultante. Ernest Psichari entendía su propia existencia como un don, como
una gracia, y la expresaba poéticamente como un "permiso", tan
gratuito y valioso que despertaba toda su capacidad de admiración y gratitud.
Ser hombre era para él un regalo del Creador.
J. P. Sartre, después de negar la existencia del Donador, para no deberse a
nada ni a nadie, cual adolescente sin remedio, para gozar de una libertad y
autonomía absolutas, acaba interpretándose a sí mismo como un absurdo, como
un ser de azaroso origen, carente de finalidad y de sentido.
Estos son los dos polos entre los que bascula el pensamiento del hombre sobre
sí mismo: optimismo, pesimismo; felicidad, angustia; esperanza,
desesperación.
LA CADENCIA TOTALITARIA DEL MATERIALISMO
Es claro que el materialismo -aunque no cesa de intentarlo-, no puede fundar
ningún concepto de hombre o de persona con alguna dignidad esencial, superior
a la de los seres irracionales, pues a la sombra del materialismo, por muy
evolucionado que esté, el hombre nunca llegará a ser más que un ilustre
simio, un chimpancé evolucionado, el individuo de una especie egregia, pero
que, por no ser nada más, podrá ser sacrificado en aras de la colectividad,
cuando parezca requerirlo el bienestar o la simple voluntad de la mayoría (o
quizá minoría, que para el caso es lo mismo) dominante.
Para Marx el individuo humano, lo que nosotros llamamos persona humana, no
tenía otro valor que el de servir al género humano (al "hombre
genérico", diría él), a la especie. En consecuencia, sus seguidores no
han tenido ni tienen inconveniente en sacrificar la persona a los intereses de
los poderosos. Es lógico. Cuando una persona estorba a la comunidad política
dominante, se la aparta de la circulación, se la encierra en un hospital
psiquiátrico, o se la ridiculiza y desacredita, porque todo vale en la
"ética" colectivista, con tal de salvar al colectivo. Para una
clase política de este estilo, los eliminables serán los que opinen de modo
opuesto. Para los individuos particulares, los adversarios serán los que lo
sean del bienestar personal. Las consecuencias son bien elocuentes en la
conclusión del imperio soviético.
El aborto procurado es quizá la más trágica y sangrienta consecuencia del
materialismo hedonista. Pero también cabe pensar en las demás lacras que
padece la humanidad, desde la muerte de millones de hambrientos, hasta tantos
que aún siguen privados de libertad por razón de sus principios religiosos o
políticos.
Todos estos males no desaparecerán de la tierra hasta tanto no llegue a ser
de dominio público la verdad sobre el hombre. Y esta es precisamente la
cuestión que ahora debe ocuparnos, sin pre-juicios y sin prescindir del
conocimiento cierto que sobre el asunto se ha ido acumulando al través de los
siglos. Sería absurdo que en materia de conocimiento, sobre todo de
conocimiento vital y urgente, anduviéramos con remilgos a la hora de aceptar
verdades, sólo porque no las hemos descubierto nosotros sino nuestros
vecinos, o nuestros antepasados.
QUE SIGNIFICA SER HOMBRE
¿En qué quedamos, pues, ser hombre es un permiso, un don formidable o más
bien una pasión inútil, o tal vez todo lo contrario?
Advirtamos ante todo, que estas preguntas, tal como las hemos formulado, no
pueden ser preguntas primeras, porque no se refieren a cuestiones sustantivas,
sino adjetivas. Antes de responder cabalmente de un modo pesimista u optimista
a la pregunta por el valor del ser humano, es preciso preguntarse por lo
sustantivo: ¿qué "es" el hombre? O si se quiere, ¿cuál es su
esencia, cuál es su naturaleza? Se trata de saber en definitiva: quién soy
"yo", quién eres "tú". ¿Qué "es", en el
fondo, en su raíz y esencia la vida (humana)? Esta es la cuestión que
debemos plantearnos audazmente, sin miedo a la verdad. ¿Por qué habríamos
de temer la verdad, sobre todo "a priori"?
Sin embargo hay miedo a la pregunta, hay miedo a la respuesta. Quizá tenga
mucha razón Martín Buber cuando escribe: "Sabe el hombre desde los
primeros tiempos, que él es el objeto más digno de estudio, pero parece como
si no se atreviera a tratar ese objeto como un todo, a investigar su ser y su
sentido auténticos.
"A veces inicia la tarea, pero pronto se ve sobrecogido y exhausto por
toda la problemática de esta ocupación con su propia índole y vuelve atrás
con una tácita resignación, ya sea para considerar al hombre como dividido
en secciones a cada una de las cuales podrá atender en forma menos
problemática, menos exigente y menos comprometedora"
¿Será, la vida, "un frenesí" (como se pregunta el Segismundo de
Calderón)? ¿quizá "una sombra, una ficción, en el que el mayor bien
es pequeño, pues toda la vida es sueño y los sueños son"? ¿Somos
víctimas de una mala pasada del azar o del mal pensamiento de algún genio
maligno que nos ha puesto en ese estado de tanta perplejidad existencial?
Las épocas en las que se ha extendido el pensamiento teocéntrico, en las que
se ha solido reconocer que Dios existe y es creador de cuanto existe, el
concepto de hombre ha adquirido, aun entre sombras, destellos de luz y alegres
colores. En cambio, las épocas más bien antropocéntricas, que han querido
exaltar al hombre afirmando que nada hay por encima de su cabeza, han
concluido en profundas depresiones nihilistas, en culturas de muerte, donde
-como en la nuestra-, la vida no vale más que para gozarla sensitivamente o
para librarse de ella si el placer es imposible o improbable.
LA PARADOJA INEXORABLE DEL HUMANISMO ATEO
"Quizá una de las más vistosas debilidades de la civilización actual
-decía no hace mucho Juan Pablo II- esté en una inadecuada visión del
hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y se ha
hablado del hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin
embargo, paradójicamente es también la época de las más hondas angustias
del hombre respecto a su identidad y de su destino, del rebajamiento del
hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados
como jamás lo fueron antes.
"¿Cómo se explica esta paradoja? Podemos decir que es la paradoja
inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre amputado de una
dimensión esencial de su ser -el absoluto-, y puesto así frente a la peor
reducción del mismo ser".
Ya se dio cuenta Aristóteles, hace 24 siglos, que al hombre no se le puede
condenar a ser sencillamente hombre, sin más. El horizonte vital de la
persona no puede reducirse a lo sensitivo, espacial y temporal. Porque todo
eso es - si se compara con la más profunda tensión humana - tremendamente
limitado, finito, contingente.
A los hombres nos fascina el mundo sensorial, y sentimos la tentación de
rendirnos sin condiciones a sus encantos inmediatos. Pero al poco de gozarlo,
el encanto se nos esfuma, se desvanece, desaparece de nuestro corazón como el
agua entre los dedos. ¿Por qué? Porque el "ser" del hombre es
más, supera, trasciende infinitamente el orden de los sentidos, de lo
material e incluso de lo temporal.
La misma "in-satisfacción" o "in-comodidad" que - no
sólo a la larga, sino bastante a la corta - produce la hartura de los
sentidos, es un testimonio elocuente de la desproporción que existe entre el
"ser" del hombre y el "ser" de lo que se le ha ofrecido
para su satisfacción.
El hombre insaciable de sensaciones manifiesta que "es más" que
sensación. El hombre "supera infinitamente al hombre", decía
Pascal. En otros términos: el hombre nace para ser infinitamente más de lo
que es; para superarse a sí mismo más allá de toda previsión biológica.
Lo presentimos, lo atisbamos, pero la fascinación sensorial puede vencer ese
impulso originario al infinito y eludir la profundidad de la pregunta
"¿Qué es el hombre?".
No basta saber su composición química, sus posibilidades de supervivencia,
sus capacidades físicas, sus gustos, sus aficiones, sus posibles enfermedades
y cómo puedan curarse o no curarse. No basta con saber que tiene una
dimensión bioquímica, una dimensión biológica, una dimensión biopsíquica,
y quizá otras que pueden ser objeto de observación en un laboratorio, en un
quirófano o en un hospital psiquiátrico. No basta saber qué hace el hombre,
qué es capaz de hacer y de no hacer en un momento dado, cuáles son sus
expectativas de vida. Se trata de saber qué es el hombre en sí mismo: cuál
es el quid del ser humano. Se trata de conocer al hombre en profundidad, en su
origen y en su fin, en el núcleo más íntimo de su existir. Ahí ha de estar
la clave de nuestra existencia, ahí la respuesta definitiva que resuelva el
dilema: don inestimable o pasión inútil.
PUEBLERINISMO CIENTIFISTA
Es lamentable que, en general, no se haya sabido cultivar en nuestra época,
junto a la necesaria especialización de la investigación científica, la
síntesis de los saberes. Esto - sumado a los prejuicios ya apuntados - no ha
favorecido el esclarecimiento del "ser" del hombre. La ramificación
de las Ciencias no había de concluir necesariamente en el cientifismo, que es
una especie de catetismo o paletismo intelectual que amenaza al científico,
no menos que al resto de los humanos.
El paleto no sabe circular por la ciudad inmensa porque sólo ha conocido el
horizonte de su pueblo angosto. El pueblerino cree que su pueblo -quizá
mugriento- es la maravilla cósmica suprema. El médico que - según la
leyenda - dijo que no existía el alma, porque había hecho la autopsia a un
cadáver y no la había encontrado por ninguna parte, es un exponente
elocuente, no de hombre de ciencia, claro es, sino de catetismo cientifista.
Es el especimen prototipo de pueblerinismo cultural. Cree que sólo existe,
que sólo es verdad lo que puede comprobar con sus ojos, o con las
herramientas de su laboratorio.
Un premio Nobel de Medicina o de Ciencias puede ser - no lo son la mayoría,
desde luego - un perfecto pueblerino cientifista, porque puede saber mucho de
la pata delantera izquierda de la mosca tse-tsé, pero simultáneamente puede
no saber nada del campeonato de fútbol que se está celebrando en el mundo,
ni de quien fue Tutankamon, ni de quiénes, cuándo y por qué escribieron los
Evangelios. Un premio Nobel se supone que es hombre con superior índice de
inteligencia, pero puede no haberle dedicado siquiera dos minutos a leer el
Evangelio e ignorarlo por completo, y sin embargo hablar de ello como si fuera
el Papa. Un premio Nobel, quiero decir, con todos mis respetos, puede no saber
casi nada de "lo que es" el hombre.
COMO PUEDE CAERSE EN EL NIHILISMO
Tampoco tienen por qué saberlo sociólogos, psicólogos, paleontólogos,
neurólogos, etnólogos, etcétera, por el simple hecho de cultivar una
ciencia particular. Porque todas las ciencias particulares, cuando estudian al
hombre, lo hacen bajo una perspectiva determinada, limitada. La
paleontología, la sociología, la psicología, la etnología, la neurología
humana, la etología comparada, la psicología social, la antropología
económica, la medicina, la psiquiatría, la bioquímica, la fisiología,
etcétera - hacen estudios que son inevitablemente sectoriales, estudian
algún aspecto, dimensión o sector del ente humano, pero no alcanzan la
esencia de su ser. Y si no son conscientes de su propia limitación, ocurre lo
que sucede cuando se ve un cilindro sólo desde una sección particular.
Tomemos, por ejemplo, un cilindro de un metro de alto por un metro de
diámetro. Practicamos una sección horizontal y una sección vertical.
El científico verdadero -como el filósofo y el teólogo- es alguien que
cultiva apasionadamente una ciencia, sabiendo tanto los límites de la misma
como sus mejores posibilidades. Sólo así el científico podrá llegar a ser
también sabio, ir más allá de su ciencia y razonar sobre los datos que le
ofrece para integrarlos en un concepto superior.
Ninguna de las ciencias particulares puede decirnos qué es el hombre. El
hombre puede ser objeto de estudio de múltiples disciplinas:
-la Antropología metafísica estudia lo constitutivo esencial del ser humano.
-la Antropología fenomenológica, estudia al hombre tal como aparece a la
observación de los "fenómenos" o apariencias de su vida.
-la Antropología sociológica, etudia las condiciones y datos sociales del
ser humano.
-la Antropología cultural, histórica, estudia la articulación y
combinación de las diferentes vertientes humanas en orden a la constitución
de una unidad, de un hecho personal humano, del hombre considerado en su
"hic et nunc" geográfico e histórico.
-la Antropología teológica estudia al hombre desde el punto de vista de
Dios, que se nos revela en la Sagrada Escritura y la Tradición, interpretadas
auténticamente por el Magisterio de la Iglesia.
De ahí resultan diversas "secciones" del ser humano y según cuál
de ellas tomemos como punto de referencia, contemplaremos al homo religiosus,
al homo theoreticus, al homo políticus, al homo asceticus, al homo socialis,
al homo oeconomicus, al homo faber, al homo eroticus.
El que sólo sabe hacer y ver secciones podrá confundir el cilindro con el
círculo, y también con el cuadrado. Incluso podrá llegar a la conclusión
de que como el cilindro "es" un círculo y también un cuadrado, el
círculo y el cuadrado "son" lo mismo, es decir, el cilindro es un
absurdo. Algo semejante le pasó a Jean Paul Sartre: se fijó en unas pocas
dimensiones humanas y llegó a la conclusión de que el hombre es un absurdo:
una pasión inútil, un ser vomitado al mundo, condenado a ser libre y abocado
a la nada.
También puede suceder que al advertir que el absurdo no puede ser, porque lo
absurdo es lo contradictorio (el círculo cuadrado) y lo contradictorio no
puede existir en parte alguna de la realidad, se llegue a la conclusión de
que el cilindro humano tan circular como cuadrangular, no es más que una vana
ilusión de la mente. En realidad, el cilindro no existe..., el hombre no
existe, el mundo no existe: es la nada, el nihilismo (teórico o quizá sólo
práctico, pero con fundamento en una teoría implícitamente nihilista)
A lo largo de la Historia del pensamiento se ha llegado más de una vez a
nihilismos semejantes. Pero sin necesidad de ir tan lejos, es muy frecuente la
negación del alma espiritual, por el hecho de que no se puede ver desde
ninguna de las secciones que pueden hacerse en lo visible del hombre, el
cuerpo humano (que no se vea es muy lógico porque el alma no es cuerpo
visible, no es material, sino lo que hace que el cuerpo viva)
Ahora bien, para llegar al reconocimiento de la existencia del alma espiritual
e inmortal no hay más remedio que ver al hombre no desde una sección
limitada, sino desde la sección rigurosamente vertical, que es la única que
puede revelar lo característico del ser humano: el ser humano es un cilindro
que hacia arriba es literalmente ilimitado, no tiene límites
espacio-temporales, no tiene techo, no tiene límite vertical.
COMO SE PUEDE CAER EN EL ULTRAEVOLUCIONISMO
Otro ejemplo gráfico nos puede ayudar a entender otro error frecuente: el que
confunde el ser humano con otros de especies inferiores.
Si proyectamos sobre un mismo plano inferior, un cilindro, una esfera y un
cono, el resultado, en los tres casos es el mismo: un círculo ambiguo y
tentador para espíritus simplistas.
Por un camino semejante se llega a afirmar sin rubor que el hombre viene a ser
lo mismo que el chimpancé o el lagarto: ¡se parecen tanto! ¡Son tan grandes
las semejanzas!
Es cierto que hay seres humanos que presentan un "look" muy
semejante al del chimpancé y se diría de ellos que acaban de descender de
algún árbol selvático. Pero basta preguntarles la hora para advertir que el
hombre tiene un mundo invisible en la mirada y en la voz que supera
infinitamente al del chimpancé; y llegamos a la conclusión cierta de que
mucho mayores son las desemejanzas que las semejanzas resultantes de la
comparación entre un individuo humano y un simio.
«Veis al hombre en su silencio y os parece nada más que un ser animal más o
menos perfecto. Pero poco a poco se animan sus facciones, un principio de
expresión ilumina sus labios, vibra el aire en una variedad sutil, y esta
vibración material, materialmente percibida por el sentido, trae en sí esta
cosa inmaterial desveladora del espíritu: la idea.
»¡Cómo! Oís el rumor del viento, y el ruido del agua, y el fragor del
trueno, que dejan en vuestro espíritu una gran vaguedad del sentimiento; y
bastará con que un niño muy pequeño, que apenas se hace oír, diga
suavemente: ¡Madre! para que, ¡oh maravilla!, todo el mundo espiritual vibre
vivamente en el fondo de vuestras entrañas. Un sutil movimiento del aire os
hace presente la inmensa variedad del mundo y suscita en vosotros un fuerte
presentimiento de lo infinito desconocido». Son palabras de Joan Maragall, en
su Elogio de la palabra.
Hay que fijarse en las apariencias, pero no fiarse demasiado. No podemos
quedarnos en ellas como hace la mera fenomenología (el fenomenismo). La
fenomenología es un método de gran ayuda para el acceso al conocimiento de
la realidad, pero con la condición de que sea seria, rigurosa, circunspecta,
que vaya dando vueltas en torno al objeto de estudio - el cilindro, el hombre
-, hasta alcanzar una imagen lo más completa posible, que integre todas las
dimensiones observables, las diversas perspectivas tomadas. Y sobre todo ha de
ser conciente de su insuficiencia. Además de ver, oler, palpar - sentir - hay
que juzgar y razonar sobre lo visto, oído, palpado, en una palabra, percibido
y entendido.
Entonces estaremos en condiciones de dar un paso adelante, de traspasar los
fenómenos para dar con el sujeto mismo, es decir, con lo que subyace bajo los
fenómenos, lo que sustenta las diversas dimensiones contempladas. En otros
términos, estaremos en condiciones de formular la pregunta meta-física (la
metafísica continua el conocimiento iniciado por la física, mediante el
discurso ordenado y riguroso de la razón): ¿qué es esto que tiene tales
dimensiones, que presenta tales cualidades, y ofrece una cara con dimensión
sin límite?
Vale la pena dedicar un nuevo espacio a esta cuestión.
II. DESVELAMIENTO DE LA DIGNIDAD DE LA PERSONA
Continuamos nuestras reflexiones iniciadas en el capítulo anterior acerca de
la persona y su dignidad, con objeto de dar con el fundamento sólido sobre el
que poder edificar una ética consistente por su base y coherente en su
discurso lógico. Es de advertir que aunque aquí se viertan expresiones
acuñadas en el lenguaje cristiano, no es porque resulten indispensables para
sostener los argumentos sobre el valor de la persona y su dignidad, sino
porque en rigor son conceptos que cualquiera puede extraer del conocimiento
natural espontáneo de la realidad. Sin embargo no sería justo ocultar que el
pensamiento cristiano - con términos decantados a lo largo de siglos de
reflexión - está en el origen de las nociones occidentales de
"persona", "libertad" y "dignidad". Fuera del
cristianismo, como atestigua la Historia, no se han desarrollado estos
conceptos, al menos con la fuerza y el vigor, el fundamento sólido y el
alcance con que se ha hecho en el mundo informado por el pensamiento
cristiano. Ahora nos toca considerar algunas de las características más
relevantes de la persona que fundamentan y explican la dignidad que tanto y
con tanta razón se invoca, pero a menudo con escasa convicción o fortuna.
LA ANTROPOLOGIA METAFISICA
Insisto ante todo en que la pregunta antropológica específica y radical no
es qué hace, o qué parece ser el hombre, sino justamente qué es. A lo
primero pueden responder la física, la anatomía, la biología, la
sociología y otras ciencias empíricas o fenomenológicas, cada una a su
manera. Pero dar cabal respuesta a la pregunta por el qué del hombre, sólo
puede hacerlo la ciencia que pueda "ver" mas allá de todo lo
físico y fenomenológico, ha de ser una antropología estrictamente
meta-física, es decir, una disciplina que partiendo -como las ciencias
empíricas-, de los datos que ofrece la experiencia inmediata, sin embargo
argumente de un modo puramente racional hasta dar con la dimensión
trascendente del ser humano, sin la cual, en puridad, no hay hombre ni persona
en el sentido profundo de estos términos. La ciencia capaz de ello es lo que
la gran tradición filosófica de Occidente ha llamado desde hace 24 siglos,
Metafísica (literalmente, "más allá de la física", pero no
opuesta, ajena o en conflicto, sino distinta por su óptica y método). La
razón, sólo de modo metafísico puede desvelar su propia dignidad y la del
sujeto que la ejerce. O, si se prefiere, habrá de ser una antropología de
índole metafísica, por su método y por su alcance.
Las ciencias particulares, ya lo hemos constatado, abordan al ser humano desde
perspectivas muy ilustrativas, pero siempre sectoriales. La psicología
experimental estudia el aparecer de los actos de inteligir y de querer, de
elegir y de amar; alcanzan su aparecer, pero no "ven" - porque no
cuenta con un instrumento adecuado para ello - el inteligir mismo, el querer
mismo, la decisión misma, en su brotar del núcleo personal, del fondo del
alma humana. Por eso no alcanza a descubrir la esencia de las facultades
intelectuales (entendimiento y voluntad) y menos aún el alma humana y el
constitutivo formal de la persona, cuya dignidad permanecerá para ellas
siempre insinuada, pero también velada.
La antropología metafísica ha de preguntarse por lo específico del
"ser" humano; por aquello que esencialmente le defina. Y operar
sobre la base de experiencias rigurosas, con sus propios métodos: la
inducción, la deducción y la abstracción. Ha de emplear todo el rigor de la
lógica, para no quedarse en un nivel de aficionados que discurren sobre la
mera superficie de las cosas sin tocar jamás fondo.
El punto de partida de la antropología metafísica han de ser experiencias
inmediatas, íntimas, redescubiertas al margen de la rutina habitual, que es
cuando lo habitual resulta tan asombroso como ilustrativo.
LA EXPERIENCIA DEL YO
Un punto de partida válido es, entre otros, la experiencia rigurosa del yo.
En cierto momento me descubro diciendo "soy yo". Me preguntan
"¿quién llama, quién es? Y respondo "soy yo" (si soy
conocido en la plaza, con eso basta). Pero ¿quién es ese "yo"?
¿Qué significa la palabra "yo"?
Dices que eres tú, pero ¿quién es tú?
¿Qué quiere decir esto que parece ser una tautología: "yo soy
yo"?
MISMIDAD Y ALTERIDAD
Por de pronto quiere decir que "yo no soy tú, ni ningún otro". Yo
soy lo "otro" que tú y tú eres lo otro que yo. "Yo"
connota tanto mismidad como alteridad. Tú y yo somos "yoes" y en
esto coincidimos: en el modo de ser, en la naturaleza o esencia; pero hay algo
en lo que diferimos radicalmente, que es lo que se ha llamado acto de ser. El
acto de mi ser o lo que me hace ser en acto es justamente lo que me hace ser
yo y es radicalmente mío y de nadie más. Mi existencia, en efecto, se
manifiesta incomunicable, como mismidad. Yo soy radicalmente otro respecto a
todo lo demás. En el diálogo con las demás "personas" me
experimento como una radical alteridad. Nadie puede decir yo en mi lugar ni yo
puedo decirlo en lugar de otro. Pues bien, al que puede decir "yo"
-c on el sentido expuesto, no como un papagayo - le llamamos
"persona". La mismidad es una característica de la persona: el
"ser sí mismo". "Mismidad" y "alteridad" son
términos correlativos.
IDENTIDAD
Reflexionando sobre el contenido de la expresión "yo soy yo", se
advierte enseguida una identidad entre sujeto y predicado, pero sólo es
verbal, no semántica. El "yo sujeto" es el mismo que el "yo
predicado". Pero no estoy expresando una tautología, como cuando digo
"la mesa es la mesa". Tampoco se trata de una identidad sincrónica,
porque al decir "(yo) soy yo" quiero decir que el "yo" del
que estoy hablando no es sólo el que ahora habla, sino el mismo
"yo" de ayer y de siempre, a pesar de la distancia o la diferencia:
el mismo que fui hace n años y el que seré dentro de x años. Quizá por
esto muchas veces nos parece que "todo" fue "ayer" y que
el tiempo no pasa (o lo que es lo mismo, que el tiempo pasa sin sentir)
SUBJETIVIDAD ORIGINARIA
El "yo" no se dice de nadie más que de sí mismo. Mi yo es mío y
de nadie más, de manera que siempre es "sujeto", nunca
"predicado". El coche es mío, la mano es mía, pero yo no soy de la
mano ni del coche ni de nadie.
De mi yo se predican muchas cosas. Mi yo entiende, mi yo quiere, mi yo come,
mi yo decide... No solemos decir "mi entendimiento entiende",
"mi voluntad quiere", "mi imaginación imagina". Porque
bajo mi entendimiento, mi voluntad, mi imaginación, mi cuerpo, está el yo:
soy yo quien entiende por medio de mi entendimiento y el yo quien entiende por
medio de mi voluntad, y el yo quien puede hacer una caricia o dar un
puñetazo. No decimos, a no ser en broma: "perdona, chico, no he sido yo,
mi mano te ha dado un puñetazo". No: yo soy el sujeto de todos y cada
uno de mis actos; yo estoy en todos mis actos; yo me experimento como origen
de mis actos. No son mis ojos los que miran, sino yo; no es mi cuerpo el que
acaso está hambriento, sino yo. Bien entendido que yo soy sujeto (sub-iectum,
subyacente) no sólo en el sentido de que estoy como "debajo", como
activamente emanando y sosteniendo o sustentando mis actos, sino también en
el sentido de que yo estoy "en" todos y cada uno de ellos, dándoles
vida real en su totalidad particular. Es decir, yo no subyazgo como un
substrato inerte de un edificio, sino como sujeto originario, como fuente de
mis actos. Por eso son "míos" y de nadie más, me han de ser
atribuidos, y, en última instancia, sólo yo soy apto para
"responder", es decir, dar respuesta cabal sobre la razón o porqué
de mi conducta. El río fluye del manantial. El manantial es origen del río,
y de una cierta manera está presente en todo el curso del río, el cual no
existiría sin su fuente.
La particularidad trascendental del yo es que es un sujeto libre y, por eso,
en cierto modo, creador de sus actos (libres). En consecuencia: yo soy - cada
"yo" es - sujeto originario y, además, autoposeedor y responsable.
En la persona se conjuga la perfección de una substancia con la excelencia de
una naturaleza intelectual.
UN CRASO ERROR: EL COLECTIVISMO
Yo soy, pues, un individuo (o mejor, un ser singular) que existe subsistiendo
en sí y no en otro. No soy un "accidente", "predicado", o
"adjetivo" de nadie. Yo no existo sobre algún sustrato más
profundo o íntimo que yo mismo, como han pretendido las antropologías
colectivistas. El colectivismo quiere entender la persona como un ser referido
enteramente a la sociedad, de manera que sólo tendría existencia y
subsistencia gracias al soporte que la sociedad le ofrece. El colectivismo
confunde el enjambre con la abeja, el bosque con el árbol, la persona con la
especie.
En este sentido, hay otro error semejante, a pesar de la diferencia: el de
pensar que la persona es una colección de individuos simplemente
yuxtapuestos, sin vínculos reales profundos, lo que a la postre viene a
resultar lo mismo o peor que un enjambre. No queda espacio para la dignidad
personal. Cada uno va a lo suyo. La persona puede llegar a entenderse como una
ostra - como una "mónada", o cápsula a lo Leibniz -, sin
comunicabilidad real íntima con los demás. Así sucede en buena parte de la
filosofía moderna.
Como esas teorías, más o menos adobadas, circulan en estos tiempos, conviene
subrayar tanto la subsistencia individual de la persona como su dimensión
social. Pero ahora nos incumbe considerar las características inmanentes a la
persona.
LO MAS INDIVIDUAL
La persona es lo más individual que existe (aunque es individuo en un sentido
muy elevado). Nótese que toda persona es individuo, pero no todo individuo es
persona. También son individuos subsistentes el elefante, la hormiga, la
planta; pero no son personas. La persona implica racionalidad (o, mejor,
intelectualidad), al menos capacidad de poder ser consciente de sí (aunque no
lo sea en acto), de su mismidad y de su alteridad respecto al mundo; y llegar
a decir "yo" con verdadero sentido. La persona tiene una
individualidad peculiar, extraordinariamente acusada por su naturaleza
racional, que le presta tal capacidad de iniciativa que puede dar origen a
sucesiones insospechadas e imprevisibles de acontecimientos en el cosmos.
AUTOPOSESION, DOMINIO DE SI
Siguiendo con la experiencia del yo, advertimos que "ser sí mismo"
comporta la experiencia del dominio sobre lo que uno hace. Yo vivo con la
convicción de que poseo un conjunto determinado de facultades y potencias con
las que entiendo, quiero, actúo, proyecto, etcétera, que son mías. Yo soy
dueño y propietario de mis actos y por tanto de mí mismo. "Ser sí
mismo" equivale a "ser de sí mismo".
¿De quién es la persona? Es una pregunta que no tiene mucho sentido. La
persona no es ni puede ser de nadie más que de sí misma. El color es del
pigmento, el peso es del cuerpo, la medida es de la extensión, el yo no es de
nada ni de nadie. La persona es un ser que desde su inicio es completo,
acabado, clausurado en su existencia (aunque no en su operación, siempre
abierta al desarrollo o perfeccionamiento de su organismo, a nuevos actos, a
nuevos horizontes y con necesidad de enriquecerse como persona en el trato con
otras personas). La persona no es rigurosamente hablando de nadie. «Ser de
alguien» es precisamente la negación del ser personal, la cosificación de
la persona. Los padres - es el caso más comprensible - que consideran a sus
hijos como algo que les pertenece en propiedad, no han entendido la noción de
persona, no tratan a sus hijos como personas. Es verdad que son «hijos
suyos», ellos los han traído al mundo, ellos los han procreado, pero lo que
han procreado, por su propia naturaleza, no es nada «suyo». El hijo no es
una realidad «adjetiva», sino «sustantiva», con un ser (personal)
irreductible al ser de los padres me refiero tanto al padre como a la madre).
La relación de paternidad/maternidad no es una relación de propiedad. El
hijo no es una parte de la madre ni siquiera cuando antes de nacer está en su
seno y vive a sus expensas. La diferencia entre persona y cosa hemos de
comenzar a verla desde ahí, o no la veremos nunca.
Los padres tienen derecho a la veneración y al cariño de los hijos, pero no
a disponer de la vida de sus hijos. Tienen el deber de educarlos, pero
sabiendo que son seres radicalmente autónomos, cuyo destino han de labrarse
ellos mismos, desde sí mismos. Y, desde luego, no pueden disponer de la vida
del hijo hasta el punto de eliminarla, precisamente porque de ningún modo es
propiedad suya.
Que el hijo dependa de los padres para desarrollarse hasya hacerse
prácticamente autónomo, no significa que sea parte del cuerpo de la madre,
como lo es una uña o un tumor. No; desde el primer instante de la
concepción, el hijo es un ser en sí, tiene un ser inconfundible con el de la
madre y es indudablemente, como enseña la biología, un ser humano. Disponer
de él hasta el punto de eliminarle es un crimen perverso. Es el caso más
grave de cosificación de la persona humana, de ignorancia o de odio a un ser
humano concreto. Puede ser que - y sucede casi siempre - que se procura el
aborto con mucho sentimiento. Pero aunque en el orden de la afectividad, duela
matar a esa persona no nacida, matarla es la manifestación más patente de
que se odia esa vida, que se detesta como una mal en sí mismo, o lo que
quizá sea más grave, como un mal "para mí".
Si reconocemos que la persona no es una realidad adjetiva sino sustantiva,
hemos de reconocer con la misma fuerza que nadie tiene derecho a dar ni a
quitar la vida según el propio arbitrio. Nadie tiene derecho a
"tener" un hijo, porque nadie tiene derecho a "tener" a
nadie. Una persona sólo puede recibirse y acogerse como un don, nunca tenerla
como una propiedad. Esto último equivale, al menos, a la
"posesión" pretendida por los traficantes o poseedores de esclavos.
Y esto, al menos, es lo que hacen los que trafican con embriones humanos.
¿Cabe arrogarse el dominio de las personas de este modo por motivos
"humanitarios"? Es muy dudoso, aunque posible a nivel sentimiental.
Pero los sentimientos nunca han justificado el crímen, el asesinato ni la
esclavitud. Traficar con personas por motivos humanitarios es una de las
contradicciones más graves - horribles, sería la palbra justa - que se
realizan en la actualidad, con modalidades diferentes a la de otros tiempos,
pero sustancialmente idénticas.
EXPERIENCIA DE LA LIBERTAD
Sigamos con el análisis fenomenológico de la persona.
La experiencia de ser origen y dueño de mis actos comporta la experiencia
íntima de la libertad: yo soy origen de mis actos, pero de tal manera que
puedo originar una acto determinado o no originarlo, según mi voluntad. Puedo
querer o no querer. Puedo incluso querer o no querer mi querer. Esto es lo
específico de la libertad: la posibilidad no sólo de querer, sino de querer
reduplicativamente, es decir, de poder querer mi querer o no querer y de poder
no querer mi querer o no querer. Y si alguien me fuerza a hacer lo que no
quiero, entonces se me agudiza más la conciencia de mi pertenencia a mí
mismo: me irrito ante la negación de mi necesidad de ser origen de mis actos;
me enoja el trato indigno, injusto del que soy víctima; experimento la
injusticia al verme tratado por debajo del respeto que se me debe porque
corresponde a la categoría ontológica de mi ser. Yo siento la necesidad de
hacer las cosas fundamentales "desde mí mismo" y "por mí
mismo". ¿Nos irritaría el sufrimiento de la injusticia si no
tuviéramos consciencia firme de nuestra personal dignidad esencial?
AUTONOMíA OPERATIVA
Yo puedo hacer esto o lo otro. Puedo escoger entre hacer o no hacer, entre
hacer esto o aquello. Es decir, la originalidad operativa, que me permite ser
fuente de mis actos permite también que yo normalmente sea dueño de mis
actos. Y esta capacidad de "dominio" sobre mis propios actos, de ser
"dueño de mi", de "poseerme", de
"pertenecerme", de "autoserme" es lo más relevante del
ser personal (y supone todo lo anterior)
Esto me hace capaz de dominar no sólo mis actividades espirituales, sino
también muchas corporales, y muchas de las cosas que me rodean. El hombre en
cierta medida puede dominar el mundo porque es el único ser en el mundo que
es radicalmente "dueño de sí", y por eso es "imagen hecho a
semejanza de Dios", como leemos en el libro del Génesis (aunque pueda
perder buena parte de ese dominio con el abuso de su libertad)
INDIVIDUALIDAD (singularidad, particularidad)
Volviendo un poco atrás: Yo me distingo de todo lo demás, incluidos todos
mis semejantes - otros "yo" -, tanto como una manzana se distingue
de otra manzana, como un tornillo se distingue de otro tornillo. Pero hay algo
más: mi yo es irrepetible. Un tornillo es distinto de otro, pero se puede
repetir indefinidamente y por eso es perfectamente sustituible. Pero la
persona, no. No hay otro yo como yo. No me distingo de los demás sólo como
una manzana a otra manzana, como un tornillo se distingue de otro tornillo,
sino como algo que no se puede multiplicar, que no se puede repetir. La
naturaleza humana es multiplicable, de hecho se repite por generación, pero
la persona no.
UNIDAD EN LA COMPLEJIDAD
Yo soy un ser complejo: uno y complejo. Un ente compuesto de cuerpo material y
alma espiritual (irreductible a materia, trascendente a la materia, y por
tanto inmortal).
EXPERIENCIA DE LA DISTINCION ENTRE CUERPO Y PERSONA
Hemos de morir, desconocemos el momento preciso. Somos, como dice Sartre,
condenados a muerte que, esperando la fecha de nuestra ejecución fallecemos
de una gripe vulgar. Sé con absoluta seguridad lo que un día cualquiera,
quizá hoy mismo, le sucederá a mi cuerpo. Pero sé también, todos lo
intuimos o presentimos, que nuestro cuerpo es distinto de nuestro yo. Todo lo
que es pura materia ha cambiado en mí, millones de células mueren en mi
diariamente y son sustituidas por otras; a causa de la vejez, períodos
extensos de mi vida pueden haberse borrado de mi memoria, pero sé que yo soy
el mismo que ha atravesado por esas épocas de las que no puedo acordarme. Un
día moriré, quedará el cadáver en la tierra, pero yo seguiré viviendo
más allá. Soy algo más, y algo distinto, de esos restos, ruinas de hombre
que llevarán al sepulcro. La materia que hoy constituye nuestro cuerpo es
totalmente "otra" de la que teníamos hace unos pocos años. Sin
embargo todos tenemos la íntima evidencia de continuar siendo nosotros
mismos, yo mismo: mi más íntimo ser permanece, a través del cambio, en
cierta modo inmutable.
Incluso el anciano exhausto e inmóvil tiene conciencia clara de su identidad
personal a lo largo de toda su vida: es consciente de que algo suyo,
inaprehensible pero real, ha subsistido siempre e intuye que siempre
subsistirá. Es lo que designa con la palabra "yo", lo que subyace
idéntico en todos los cambios y por eso necesariamente distinto al cuerpo en
incesante mudanza. La sustancia del yo y del ser que lo dice no puede ser
mudable como lo es el cuerpo, ha de ser una sustancia distinta a la corporal,
y por tanto también independiente.
Gabriel Marcel gustaba decir: "yo soy mi cuerpo". Es posible
entenderlo correctamente, siempre que añada: "mi cuerpo no es yo",
porque mi yo no se reduce a cuerpo, es más que cuerpo, trasciende el cuerpo,
aunque habite en un cuerpo hasta el punto de que él sea un componente de mi
yo. Pero si bien puedo decir que el cuerpo forma parte esencial de la
naturaleza humana (compuesta del alma y cuerpo) no puedo decir igualmente que
mi cuerpo forma parte de mi yo. Yo tengo mi cuerpo hasta el punto de
"serlo", ahora mismo. Pero el cuerpo es mortal y el yo es inmortal.
Mi cuerpo es una dimensión natural de mi yo, pero no tan esencial como mi
alma, que puede subsistir sin él.
INMORTALIDAD DEL YO
Hemos hablado de perfecciones esenciales de la persona, que la descubren como
lo más perfecto que hay en nuestro universo; más aún, hemos visto que tiene
perfecciones que sólo encuentran su principio, su verdadero estatuto y
sentido más allá del universo físico. La persona humana, el hombre por ser
persona, es realmente un ser "extracósmico", tanto por su principio
como por su fin o sentido. Por su tanto, su categoría ontológica, su
dignidad correspondiente también trasciende el cosmos y merece, por todo
ello, un "miramiento", un "respectus" o respeto, superior
a cualquier otro ser del que tengamos conocimiento experimental. Esas
perfecciones radican en la racionalidad, que implica intelecto o
entendimiento, y comporta la capacidad de decidir por sí mismo líbremente el
discurrir de sus actos: su conducta o comportamiento, al menos en condiciones
normales.
Ahora bien, todo ese cúmulo de perfecciones perdería mucha categoría si se
tratase de una realidad efímera, meramente transitoria, en una palabra, si la
persona fuese sin más, mortal. Pero, como ya hemos considerado, el yo, de
suyo, es inmortal. De manera que si la persona está destinada a pervivir
siempre, entonces es evidente que su dignidad es verdaderamente admirable,
intangible, inviolable, inmensa.
"la inmensa dignidad de cada criatura humana es que, por su alma
inmortal, está in confinio aeternitatis et temporis: en la persona y en su
acción hay algo de eterno. La grandeza que el hombre otorga a la historia es
que, en el decurso del tiempo, decide su suerte para la eternidad: y así hay
algo de no perecedero en su misma conducta terrena..."
Es claro que toda la excelencia que hemos descubierto en la naturaleza
racional de la persona humana, se vería ensombrecida en gran medida, si la
existencia humana durara sólo el tiempo de su vivir en este mundo.
Pero como bien dice J. Mouroux, "en la conciencia, alguna cosa escapa al
tiempo"
Hay quien descubre en la misma expresión "soy yo", o "yo
soy", una afirmación implícita de permanencia definitiva. Si alguien
puede decir por un sólo instante "yo soy", es que es inmortal.
¿Será posible mostrar esa presunta verdad? Me parece que sí, aunque hay que
utilizar el discurso lógico con rigor y voluntad de inteligir lo que quiere
decirse.
LA SUPERIORIDAD ESENCIAL DE LA REFLEXION
Berkeley, a pesar de su empirismo insostenible, acertó a formular un aforismo
muy profundo: «En cada puesta de sol, si éste fuese consciente, se juzgaría
inmortal». Si el sol fuese consciente de su ocaso, sería inmortal. Se
juzgaría mortal en su naturaleza física, pero se juzgaría inmortal en su
naturaleza consciente.
Sciacca dice que "tenemos experiencia de nuestra inmortalidad personal en
vida y no sólo más allá de la vida misma después de la muerte; sin esta
experiencia, tan obscura como se quiera, el problema de la inmortalidad no
hubiera nacido siquiera". Si alguien sabe que se muere, es que no se
muere... del todo. Porque en la "consciencia, alguna cosa escapa al
tiempo"
En efecto, la consciencia de sí - la de yo soy -, supone un acto de
reflexión sobre sí propio que es imposible en el orden material o corporal.
La materia no es apta para la reflexión, no hay nada en ella que sea
"reflexión". Hay "flexión" en la materia, eso sí.
Podemos coger una barra de hierro y doblarla hasta que la mitad de ella se
junte con la otra mitad. Esto sería una flexión, pero nunca una
"reflexión". Porque ningún punto de la barra de hierro ha
flexionado sobre sí mismo, sino, en todo caso, sobre otro punto distinto. A
incide sobre D; B sobre E, etcétera. Pero A no ha reflexionado sobre sí:
sólo ha podido ser flexionado sobre D: nada más.
Nada material puede hacerlo. Ninguna mesa puede ponerse sobre sí misma, ni
ninguna silla se sentará jamás sobre sí misma. Y esto porque la materia
tiene una característica muy clara: la de ser extensa, estar compuesta de
partes que están cada una de ellas fuera de las demás, extendidas en el
espacio. La materia es sustancialmente espacial y temporal. Y lo espacial por
mucho que flexione nunca logrará reflexionar, hasta el punto de coincidir
consigo misma.
Pero si algo es capaz de volver sobre sí, de reflexionar verdaderamente,
entonces hay que reconocer que no tiene nada que ver, en su ser, con la
materia, con el espacio, con la extensión. Puede estar unido de algún modo,
incluso entrañablemente -como el alma - a la materia, pero no puede ser en
modo alguno materia.
Si yo no solamente pienso, sino que pienso que pienso, es que mi pensamiento,
al mismo tiempo que piensa en algo está pensando en sí mismo que está
pensando en algo.
El ojo un órgano material ve, pero no ve que ve, ni se ve a sí mismo. El ojo
no puede reflexionar. El que "ve que ve" soy yo. Yo conozco y a la
vez conozco que conozco; no sólo quiero, sino que quiero mi querer, o
también puedo no querer mi querer.
Todo esto es posible porque el ser que es origen del inteligir y del querer es
del todo inmaterial, es irreductible a materia. Y, en realidad, aunque estando
unido al cuerpo necesite del ojo para ver y del cerebro para pensar, en rigor,
los actos de entender y de querer no tienen nada que ver con lo que pasa en el
ojo y en el cerebro. Lo que pasa en el ojo y en el cerebro son condición de
mi ver o entender actual. Pero el acto de entender trasciende absolutamente
cualquier materialidad, incluída la del cerebro.
EL LENGUAJE
En casos especialmente favorables, en el segundo año de su vida el niño
ejerce su razón en forma incipiente y limitada, pero inequívoca. Desde los
dos años es bastante frecuente, si se dan condiciones favorables. En este
momento se descubre el abismo que separa al hombre del animal; mejor dicho, la
vida humana de la meramente animal, aunque las estructuras, no solo somáticas
sino también psíquicas sean relativamente parecidas.
La manifestación más importante y reveladora es el lenguaje. Se insiste con
frecuencia en el posible lenguaje. animal, se admite que este tiene una
capacidad de lenguaje., que hay una diferencia de grado; que el animal se
detiene en una fase primaria y elemental, mientras que el hombre sigue
adelante. Este planteamiento me parece inadecuado. No se trata sobre todo de
comunicación -- concepto del que se abusa y que enturbia muchas cosas --.
Karl Buhler, en el admirable libro que traduje hace tanto tiempo, Teoría del
lenguaje, señaló certeramente sus tres elementos o ingredientes: Ausdruck,
Appell, Vorstellung (expresión, apelación, representación o
significación). Pero insistía en que el elemento decisivo, el que hace que
el lenguaje verdaderamente lo sea, es el tercero. Sin significación no existe
propiamente.
Hablar es decir algo a alguien sobre las cosas. Esto es algo ajeno al animal,
propio del hombre desde su primera infancia, hecho posible precisamente por
esa aprehensión de la realidad en su conexion, esto es, por la razon.
Elemental, balbuciente, limitada a una vida angosta, con una memoria mínima
que apenas dispone de pasado, y que limita la imaginación y la proyección, y
por tanto el establecimiento de vínculos, esa operación es inequívocamente
razón. Sin ella no se puede hablar, ni, por supuesto, entender lo que se
dice.
El niño empieza por esto último: se le habla, se le dicen cosas; poco a poco
va percibiendo lo que los adultos se dicen entre sí, y empieza a razonar, es
decir, a establecer conexiones; hay un momento en que comprende, aunque sea en
una nebulosa, lo que . hay en torno suyo.
El paso siguiente, decisivo, es la instalación en la lengua, una de las
primeras de la vida humana. El niño toma posesión de ella, la recorre,
ensaya, practica, actualiza en múltiples direcciones. Hay casos en que siente
una especie de embriaguez de la palabra, se abandona a su flujo, vive en su
elemento. Para él, vivir es sobre todo hablar. Esto solo es posible en
situaciones vitales particularmente favorables; en el otro extremo está el
niño taciturno, silencioso, que no dice una palabra; y habría que
preguntarse por qué.
Es, por cierto, lo que pregunta el niño incesantemente, hacia los dos años,
tal vez antes. Y casi al mismo tiempo surge el ., con lo cual se completa el
esquema de la racionalidad, el motivo y la finalidad o proyecto, la forma real
de articulación de la vida humana como justificación de sí misma.
El progreso de la razón, si puede emplearse esta expresión, depende de la
dilatación de la vida biográfica. Por eso las diferencias son inmensas,
mientras que los recursos psicofísicos, al menos en épocas históricas, son
sensiblemente parecidos. Tanto en los pueblos, en las diferentes épocas, como
en los individuos, las formas y grados de la razón difieren
extraordinariamente. La explicación no puede encontrarse en la biología,
porque no radica en ella, sino en las formas sociales, en la historia y en la
biografía de cada persona singular
III. LA DIMENSIÓN SUPRACÓSMICA Y SUPRATEMPORAL DEL SER HUMANO MÁS ALLÁ DEL
TIEMPO
El tiempo es, junto con el espacio (la extensión). La otra coordenada de la
materia. Agustín de Hipona decía que cuando pensamos en alguna verdad eterna
ya no estamos en este mundo. Tomás de Aquino afirmó que la operación del
entendimiento por la cual comprende lo inteligle de las cosas, se realiza
"sin estar sometido al tiempo, ni a condición alguna de las cosas
sensibles"
"El intelecto está más allá del tiempo" . "Los actos de
libre albedrío no son temporales sino relativamente, en tanto que tienen
relación con las potencias corporales, a partir de las cuales la razón
recibe la ciencia y la voluntad es inclinada por las pasiones"
Los actos de entender y querer no están totalmente inmersos en la materia,
como tampoco lo está el alma. "Existe un punto supratemporal en el
hombre; allí se inicia el tiempo para él; y si la conciencia se temporaliza
sin perder su unidad es exactamente porque, en su fuente viva, ella excede al
tiempo y se une al acto eterno. Por mi cuerpo animado yo estoy en el tiempo;
por mi espíritu no lo estoy, es el tiempo el que está en mí y por mí; y
esto porque mi espíritu participa del Espíritu Eterno" (J. Mouroux).
Cada instante consciente es vivir ya la eternidad junto con el tiempo, o
quizá mejor dicho: cada instante consciente es una eternidad incoada.
Karl Jaspers decía que la existencia humana tiene la posibilidad "de
realizar y vivir en el instante la fusión del tiempo y de la eternidad"
("Sensus autem non cognoscit esse nisi sub hic et nunc; sed intellectus
aprehendit esse absolute et secundum omne tempus. Unde omne habens intellectum
naturaliter desiderat esse semper. Naturale autem desiderium non potest esse
inane": Tomás de Aquino)
Los sentidos sólo conocen lo que es, el existir, limitado al aquí y ahora,
por eso sólo pueden desear el existir en el instante presente: esse ut nunc.
Pero si lo que se conoce como es el caso del entendimiento, trasciende el
espacio y el tiempo, entonces es preciso concluir que la facultad
correspondiente trasciende tanto el espacio como el tiempo y desea
naturalmente ser siempre.
Las cosas que conocen y captan el ser eterno ansían con deseo natural este
ser. Esto sucede en todas las sustancias espirituales. Todas ellas ansían,
por eso, con deseo natural, el ser eterno. Por eso nunca jamás pueden dejar
de existir . Este argumento adquiere toda su fuerza cuando ya se ha demostrado
que Dios existe y es autor de mi naturaleza. Siendo El el responsable de mi
ser, es indudable que no puede obrar esa contradicción que sería un ser
naturalmente aspirante a la inmortalidad que fuese mortal en un sentido
absoluto.
Es cierto que no podríamos sostener con firmeza la existencia del espíritu
inmortal, si previamente no hubiéramos comprobado la existencia del Espíritu
absoluto, por y para el cual he sido creado. Pero la existencia de Dios se ha
demostrado ya mil veces a lo largo de la Historia y podemos hacerlo en cuanto
nos plazca, con tal de que argumentemos con rigor sobre el ser y la
contingencia de las cosas de nuestra experiencia.
Pues, bien, si sabemos que Dios - Verdad, Sabiduría, Amor - es nuestro Autor,
podemos concluir que siendo la naturaleza de nuestra alma espiritual y
esencialmente referido a lo eterno, necesariamente ha de permanecer
eternamente.
CONCIENCIA DEL TIEMPO Y DE LA ETERNIDAD
Que a nuestra naturaleza pertenece la condición supratemporal, es claro,
precisamente a partir de la experiencia del tiempo. Si nuestro ser estuviera
totalmente inmerso en el tiempo, ¿podríamos ser conscientes del paso del
tiempo? ¿podríamos medir el tiempo? Esta conciencia del tiempo que pasa, de
lo móvil como móvil, implica una referencia implícita a un punto fijo
trascendente al devenir. Es preciso que me sitúe en un observatorio invisible
para poder juzgar el paso de las cosas (...) Más simplemente, el hecho de que
"yo" pueda conjugar un verbo en todos los tiempos del pasado y del
futuro testimonia con evidencia que mi enraizamiento en la duración se alía
a una emergencia no menos cierta. Una aguda punta de mi ser culmina en el polo
supremo e inmóvil. Mi conciencia del tiempo es también conciencia de la
eternidad. Heme aquí, pues, situado en el instante, pero no cautivo de su
movilidad; implicado en el presente inestable pero sin dejarme engullir por
él. En cada uno de los puntos de la duración que me lleva hacia la
horizontal, permanezco erguido en la vertical, fuerte en mi postura erguida y
mantengo mi cabeza alzada hasta el cenit. Estoy atraído hacia dos polos
contrarios, extremadamente tenso, hasta el sufrimiento, por su oposición,
pero no dejo de reconicliarlos en mi persona, de darlos el uno al otro, de
reunirlos en el acto indiviso de mi conciencia. Así, el instante se me
presenta como la punta móvil por la que lo eterno se introduce, se inscribe,
se actualiza en el registro móvil de la duración
Sólo el que está más allá del tiempo puede sentir su paso implacable,
vivir del pasado y anticipar el futuro, como la persona hace, porque
trasciende el tiempo, no se identifica con él.
EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD
El conocimiento de la verdad, aunque se trate de una verdad tan insignificante
como el hecho de que yo ahora mismo esté escribiendo (o leyendo) algo
(casualmente sobre la intemporalidad y la índole extracósmica del principio
vital humano), revela la trascendencia del entendimiento humano, porque el
conocimeinto de la más "pequeña" verdad nos sitúa ya en un
"siempre": siempre será verdad que ahora estoy escribiendo (o
leyendo).
Los entendimientos despiertos se han dado cuenta de esto: "estamos en
contacto inmediato, en este mundo, en esta vida, con la eternidad, por un
agujero, si se quiere, por una rendijita, pero con un mundo que no cambia, ni
muere, ni se pudre, con la eternidad. En el alma se juntan la eternidad y el
tiempo. ¿Cómo es esto posible? Aquí nos confrontamos con el misterio de
nuestro propio ser. Un misterio, pero al mismo tiempo realidad positiva. No
podemos esclarecerlo, pero su presencia nos esclarece aquellas otras palabras
de Dios, cuando decía que somos dioses y todos hijos del Altísimo"
Las cosas mismas todas, terrenas, temporales, nos conducen como de la mano al
reino de lo eterno. Bastantes versos de Juan Ramón Jiménez lo ilustran, como
éstos:
Hojita verde y con sol
Tú sintetizas mi afán
Afán de gozarlo todo
De hacerme en todo inmortal.
Sucede que todas las cosas, por insignificantes que parezcan tienen algo que
sólo el hombre lo descubre, cuando las mira atento: las cosas son, y su ser,
aunque sea ínfimo y exiguo basta para exhalar el viento sutil que hincha las
alas del espíritu, para remontar el vuelo hasta el reconocimiento y
contemplación del Ser infinito, eterno. ¿Cómo, si no, pueden brotar de un
corazón humano estos gritos de Juan Ramón:
Tarde última y serena, / corta como una vida, / fin de todo lo amado, / yo
quiero ser eterno! / Atravesando hojas, / el sol, ya cobre, viene / a herirme
el corazón. / Yo quiero ser eterno! /Belleza que yo he visto, / no te borres
ya nunca! / Porque seas eterna, / Yo quiero ser eterno!
¿Qué extraña ilusión podría fabricar esa ansia incontenible de eternidad?
¿Puede un ser mortal inventar la inmortalidad?
VALOR TRASCENDENTE DE CADA ACTO HUMANO
Si el alma es inmortal, por ser incorruptible, por ser espiritual, por carecer
de partes, de composición, y ser en sí, existir de suyo desde el momento de
la creación, entonces todos sus actos libres, "personales" tienen
también una dimensión de eternidad. Cada uno de nuestros actos, que sucedan
ahora, en el tiempo, gravitarán decisivamente sobre nuestra eternidad.
Ciertamente, estimula y asombra saber que hay algo de eterno en nuestras
acciones: que, dentro de la historia, somos capaces de apresar la eternidad;
lo que crecemos en conocimiento y amor de Dios, y por Dios y en Dios a todas
las criaturas, queda, si nosotros mismos no lo destrozamos, para la eternidad.
La persona humana es pues el ser que está compuesto de cuerpo material y de
alma espiritual, con entendimiento capaz de conocer la verdad objetiva, la
verdad en sí misma, y con voluntad para amar el bien en sí mismo, con
libertad que le permite llegar a ser "dueño de sí", señor de sí
mismo, dueño de sus actos y de su eterno destino. Su valor supera el de todo
el universo irracional. Impedir el desarrollo de ese señorío personal (de
cada persona concreta), o distorsionarlo de algún modo, o anularlo, es
indudablemente, un atentado de lesa Humanidad, es causar un daño de valor
supracósmico y supratemporal. Es cargar sobre sí con una responsabilidad
tremenda, asumir por toda la eternidad, una conducta criminal, que sólo
podrá ser redimida por la misericordia de Dios atraída por una contrición
profunda y una penitencia de algún modo proporcionada.
LIBERTAD, PRUEBA DE LA ESPIRITUALIDAD
La libertad es una manifestación de la índole espiritual del alma humana. El
acto supremo en el que la libertad se manifiesta es aquél en el que demuestra
su trascendencia y dominio sobre el cuerpo. No está en el mero hecho de
escoger, o en el que el hombre «se proyecte según sus posibilidades», como
dice Heidegger. El hombre, al elegir o al proyectarse, puede seguir más o
menos conscientemente mil condicionamientos que le son extrínsecos; elige,
por ejemplo, ser médico o ser abogado quizá porque su padre o alguno de sus
parientes próximos ejerce ésta o aquélla profesión. Pero existe la
libertad suprema, signo de la espiritualidad del alma: la libertad de decir
que no, aun a contracorriente de mi corporeidad y contra todos los
condicionamientos imaginables.
Mi cuerpo, lo que en mí es pura materia, puede estar arrojado a un calabozo
inmundo, mis manos y mis pies encadenados, pero a pesar de ello yo sigo siendo
libre, y aun cuando no sea dueño de mi corporalidad siempre podré decir que
no a lo que se me pide. El hombre es libre porque su espíritu está por
encima de todos los poderes terrenos, y son muchos los seres humanos que han
demostrado así la victoria del espíritu sobre el cuerpo, el triunfo de lo
que no es visible en su ser, sobre aquello que podemos percibir con nuestros
sentidos. Escribe Sartre una frase en la que, sin darse cuenta, afirma la
existencia del espíritu: «torturar a otro es obligarlo a renegar
identificándose con su cuerpo que sufre»; es un intento de cosificación.
Pero mi yo, mi alma, que es la que da vida a mi cuerpo informándolo, siempre
puede decir que no y si acaso la tortura u otra fuerza extraña me vence,
tengo la impresión de haber traicionado mi ser, lo mas íntimo de mí mismo,
y en el fondo, aun vencido y humillado, continuo para mis adentros diciendo
¡no!. Y si aconteciera que este decir no, me llevara a la muerte, marcharía
hacia ella no como quien va a terminar su existencia, sino con la íntima e
intensa satisfacción de que al desligarse de la corporeidad, cuando mi cuerpo
se convierta en un cadáver, mi espíritu se verá libre de las ataduras
temporales. Sé que lo que no es materia sobrevivirá, como lo han sabido de
un modo u otro - pero siempre - los hombres de todas las civilizaciones que
nos han precedido. Si yo soy ser espiritual, no puedo morir del todo.
Heráclito decía, con mucha razón, que si el sol fuese consciente de su
ocaso, sería inmortal.
EL SER PERSONAL TRASCIENDE LA DIMENSIÓN BIOLÓGICA
¿Podría subsistir el ser humano en el mundo si fuese mera vida biológica?
¿Hubiera podido llegar a multiplicarse y formar una pluralidad de miembros,
si fuese un producto meramente intracósmico? Es un lugar común la
inferioridad de condiciones en que nace el hombre en comparación con otras
especies inferiores. Si fuese sólo animal no hubiera podido subsistir. El
hombre es el único ser que no se vale por sí sólo. No nace, como otros
animales sabiendo localizar el alimento y distinguir lo comestible de lo
letalmente indigesto. Ya en el siglo IV antes de Jesucristo, Platón escribió
en Protágoras el mito de Epimeteo y Prometeo, que son la descripción de la
inviabilidad del ser humano como mera biología. La experiencia histórica no
ha hecho más que confirmar la intuición del filósofo griego.
De otra parte, la facultad intelectiva no puede entenderse enteramente como
resultado evolutivo de formas inferiores de vida, por lo mismo que la forma de
vida del hombre no hubiese logrado subsistir más que un breve tiempo,
insuficiente a todas luces para el largo periodo que una evolución semejante
requeriría.
La pervivencia biológica del hombre sólo se explica si él es
fundamentalmente espíritu, ser extra cósmico (es decir, substancia
irreductible a materia), que no tanto se adapta al medio, como hacen los
brutos, sino que lo transforma y convierte en habitable lo que no lo era.
LA SUPERSTICIóN MATERIALISTA
Es de advertir que esta concepción del hombre como trascendente al cosmos es
muy razonable, aunque haya quienes no la comprendan. Me parece obvio que hay
muchas razones para sostenerla. En cambio -como escribe el premio Nobel de
Medicina Sir John Eccles- «el materialismo carece de base científica, y los
científicos que lo defienden están, en realidad, creyendo en una
superstición. El materialismo lleva a negar la libertad y los valores
morales, pues la conducta sería el resultado de los estímulos materiales. El
materialismo niega el amor, que acaba siendo reducido a instinto sexual: por
eso, Karl Popper, uno de los pensadores actuales de más prestigio, ha podido
decir que Freud ha sido uno de los personajes que más daño han hecho a la
humanidad en el último siglo. Popper trabajó hace muchos años en una
clínica de Viena donde se aplicaba el método freudiano y tuvo ocasión de
comprobar que el método de Freud no era científico. El materialismo, si se
lleva a las últimas consecuencias (que es lo que tiene que hacer cualquiera
si científico pretende serlo), niega las experiencias más relevantes de la
vida humana. Si el materialismo fuera verdad, "nuestro mundo"
personal sería imposible», no habría podido llegar a ser.
Quien conserve un cierto sentido metafísico - por lo demás, natural al ser
humano desde que despierta al uso de razón -, puede entender perfectamente lo
que dice seguidamente John Eccles: «Del alma podemos conocer muchas cosas:
los sentimientos, las emociones, su percepción de la belleza, la creatividad,
el amor, la amistad, la libertad, los valores morales, los pensamientos, las
intenciones... Es decir, todo "nuestro mundo"; en otras palabras: lo
más específicamente humano. Porque todo esto que acabo de mencionar se
relaciona con la voluntad. Y es en la experiencia de la voluntad donde se
estrella el materialismo y cae por su base. El materialismo no puede explicar
el hecho de que yo quiera hacer algo y lo haga.
»De una parte, la actividad cerebral nos permite realizar acciones de modo
automático. Hay mucho automatismo en nuestra conducta. Pero también es claro
que existe un nivel de conciencia en el que la originalidad de la decisión es
patente. Por ejemplo, cuando camino, "quiero" ir más deprisa o más
despacio. Incluso podemos envolver casi todo en la conciencia:
"quiero" andar con aire de Charlot, pensando cada paso y cada
movimiento...»
Sobre la fácil pero falsa reducción del alma a cerebro es también
ilustrativo lo que dice el eminente científico: «Hasta hace poco, nada
sabíamos de ondas electromagnéticas y de áreas cerebrales, y hay gente que
no lo sabe tampoco ahora. Pero todos, y desde antiguo, sabemos de
"nuestra vida". Y nuestra vida la expresamos en palabras y acciones,
para lo cual necesitamos obviamente el cerebro, pero también necesitamos
muchas veces de la laringe o de los músculos de la mano; y ni la laringe ni
la mano son el origen o la explicación de "nuestra vida". Tampoco
lo es el cerebro. El cerebro no explica qué es y cuál es el origen de
"nuestra vida" humana, personal, inteligente y libre. Desde luego es
muy importante investigar sobre la físico química cerebral, pero quien sabe
de "nuestra vida" es nuestro "yo", no el cerebro. Y
nuestro "yo" no es en modo alguno un producto físico químico».
CONCEPTO DE "ESPIRITU"
Este es un concepto que, según Zubiri y la mayoría de los historiadores,
escapó a la filosofía griega. Es, sin embargo, el concepto con el que
comienza la especulación metafísica en el Occidente europeo. La filosofía
cristiana lo ha depurado y caracterizado, tanto desde el punto de vista
positivo como negativo.
a) negativamente:
el "espíritu" o "sustancia espiritual" no es un ser
extenso, espacial, sensible ni meramente psíquico;
tampoco es temporal, aunque viva en el tiempo: sobrepasa y está mensurada por
una duración superior al tiempo;
es una vida que trasciende a las leyes físicas y a las operaciones
biopsíquicas de crecimiento, metabolismo e instintos.
b) positivamente:
es una sustancia simple, y por ello indivisible de suyo: constituye un todo en
sí misma;
es de suyo subsistente: subsiste en sí y por sí, con independencia de la
materia;
sus operaciones principales -entender y querer libremente- puede ejercerlas al
margen del cuerpo.
En consecuencia: es incorruptible e inmortal, y, para existir ha de ser creada
por Dios.
CÓMO SE PUEDE DEMOSTRAR LA ESPIRITUALIDAD DEL ALMA
Precisamente partiendo de sus operaciones principales podemos concluir que el
alma humana es espiritual, por serlo sus operaciones: conocimiento intelectual
y volición libre, irreductibles e independientes de la materia.
Ahora bien, esta demostración no podrá ser de tipo físico o biológico, en
una palabra, empírico. La ciencia empírica no tiene autoridad - ni método
ni objetivo - para pronunciar algún veredicto sobre la existencia o
inexistencia de un alma espiritual, precisamente porque, por definición, lo
que sea espiritual no puede entrar en el campo de observación de las ciencias
que experimentan magnitudes cuantificables de un modo material. Las ciencias
naturales sólo alcanzan objetos materiales y sensibles.
Los buenos científicos comprenden bien que las ciencias naturales no puede
decir nada sobre la sustancia espiritual; que es natural que el hombre no
reduzca su conocimiento a lo que puede ser conocido, observado y experimentado
por la ciencia natural (física, biología, etcétera); que es muy plausible
la afirmación de la espiritualidad del alma humana.
No se tambalean las pruebas de la espiritualidad del alma cuando algún
científico la niega. También lo niegan algunos labradores y poetas, con el
mismo grado de competencia que ellos en este asunto. Esto no es nuevo. En el
siglo XIII Tomás de Aquino se refiere a «la creencia de muchos que pensaban
que lo que no es cuerpo no tiene ser, los cuales no tuvieron valor para
trascender la imaginación, que versa únicamente sobre lo corpóreo. Opinión
que el libro de la Sabiduría (Sab 2, 2) atribuye a los "insensatos"
(insipientium), que dicen del alma: "humo y aire es nuestro aliento, y el
pensamiento una centella del latido de nuestro corazón"»
Sin embargo, los científicos empíricos son personas, y como tales gozan de
entendimiento y libre voluntad, por lo que -como todo ser humano-, si quieren,
son capaces de pensar también al modo del filósofo y comprender que hay una
dimensión humana que es imposible explicar por medio de la ciencia empírica.
Por ejemplo, en el simposio de la Academia Internacional de Filosofía de las
Ciencias celebrado en Bruselas el año 1980 se trató el tema de "lo
corporal y lo mental". De ahí salió la obra colectiva Le mental et le
corporel. Allí la mayoría de los científicos y filósofos asistentes -todos
especialistas conocidos- admitían la existencia del espíritu humano, al
extremo que provocó cierta irritación en el pequeño grupo que lo negaba.
Por lo demás, la superación del materialismo no va unido necesariamente a
creencias religiosas. Importantes pensadores sin ninguna creencia religiosa
afirman la existencia de dimensiones humanas irreductibles a lo material. Por
ejemplo, tanto Shopenhauer como Popper entienden que el materialismo radical
es la filosofía de un sujeto que ha olvidado tenerse en cuenta a sí mismo.
QUE SIGNIFICA "SER LIBRE"
Ser libre quiere decir, pues:
a) que no sólo se es capaz de optar o no optar y de elegir entre diversas
opciones. Esta libertad, meramente psicológica, seguramente también la tiene
en cierto grado el famoso asno de la fábula - falsamente atribuida al
escolástico Buridán. Dice que si un asno hambriento estuviera ante dos
montones de paja exactamente iguales moriría de hambre, porque ambos montones
le atraerían con idéntica fuerza, lo cual para un ser carente de capacidad
de autodeterminación supondría una mortal perplejidad. No lo creo, de
ninguna manera. El asno también es libre de escoger entre dos montones de
paja iguales, no moriría de hambre en semejante coyuntura; seguro que
elegiría uno u otro. ¡Hasta ahí es capaz de llegar el asno!.
b) Lo que no tiene el asno es el dominio de sus actos, y el hombre sí. El
hombre es dueño de sus actos en tanto que se encuentra radical y
operativamente abierto a la totalidad del ser, de lo verdadero, de lo bueno,
de lo bello. Con sus operaciones de entender y querer -si bien
imperfectamente- lo puede abarcar todo, incluso, como ya hemos anotado, de
alguna manera, a Dios, al que fácilmente llega si discurre correctamente,
guiado por una voluntad que aspira no tanto a bienes particulares como al Bien
absoluto. Esa apertura tensa de la subjetividad - sin perder intimidad - a
todo el horizonte del ser, es lo que confiere a la persona la superioridad
esencial y la dignidad eminente en el mundo; y revela un ser trascendente al
mismo, radicalmente extra cósmico.
La apertura al Bien absoluto origina una natural "tensión" de la
voluntad a ese Bien, que no puede "descansar" en ningún bien
particular, finito o limitado. Por eso ninguno de éstos es capaz de dominar o
determinar nuestra voluntad, que ante lo limitado permanece siempre dueña de
sí. No por indiferencia ante los bienes parciales, sino porque goza de una
tensión más vigorosa al Bien total que le deja dueño de sus naturales
inclinaciones a todo lo que, siendo atractivo, no es el Bien absoluto. Al
hombre puede atraerle mucho cualquier bien finito, pero como su ser es "tendencialmente
infinito" nunca queda determinado - atrapado, encadenado - del todo por
lo finito.
Esta superioridad viene dada por la categoría, "densidad" o, si se
prefiere, "intensidad" de la sustantividad de su ser, que le sitúa
por encima de todas las posibilidades de los seres irracionales, por
evolucionados que sean, por perfectos que hayan llegado a ser. La perfección
de la persona no es sólo un grado más de una supuesta evolución perfectiva,
sino una perfección esencialmente trascendente a todo el cosmos. La persona
tiene un principio y un desarrollo vital extra cósmicos.
Gracias a este dominio sobre sus propios actos, el hombre puede llegar a
dominar a los demás seres del universo. El Génesis es ilustrativo, y aun
cuando no se considere aquí su carácter de libro inspirado por Dios, preciso
es reconocer que acierta cuando dice que Dios creó al hombre - macho y hembra
los creó - y les dijo: "llenad la tierra y dominadla".
INTIMIDAD E INTERSUBJETIVIDAD
La persona se experimenta como individuo único e irrepetible: incomunicable
en cuanto al ser pero comunicable en cuanto al conocer y el querer. Es
comunicabilidad la aptitud para la relación intersubjetiva, es decir, la
facultad de entrar en relación cognoscitiva y afectiva con todo cuanto existe
y muy especialmente con los otros "yo". El yo, de alguna manera,
puede apropiárselo todo mediante el conocimiento. Puede salir en cierto modo
de sí mismo y penetrar en la realidad de las cosas, "intus-legere",
leer "dentro" de ellas, descubrir su verdad, desvelarla y
distinguirla de lo irreal; identificarse cognoscitivamente con todo lo que no
es el yo y volver de nuevo adentro de sí y establecer una especie de diálogo
consigo mismo en un espacio íntimo, interior, en el que puede vivir como a
solas consigo mismo. La intimidad es autopresencia y supone la capacidad
reflexiva. El hombre, la persona, se revela como dotado de una intimidad
radical que no es hermética, al contrario, desde ella puede interiorizar todo
el mundo. Por lo cual Aristóteles afirmó sin restricciones que "el alma
(humana) de alguna manera lo es todo".
Aquí se manifiesta ya de una manera muy clara la excelencia del ser personal,
que quiere expresar la palabra "dignidad". El hombre es el único
ser verdaderamente libre, íntimamente libre, que hay en nuestro universo
material. Y esto es así, es posible, porque nuestro horizonte no tiene
límite, es estrictamente hablando irrestricto: todo lo que de algún modo
"es", incluso el Ser que Es por Esencia (Dios) puede ser objeto de
nuestro conocimiento.
EXCELENCIA DEL SER PERSONAL
Tomás de Aquino afirma que persona significa lo que hay de más perfecto en
la naturaleza. Es lo que participa más plenamente en el ser; es el más alto
grado que puede darse de participación en el ser. La persona es "más
ser" que los demás seres no personales, hasta el punto de que no puede
derivar de nada anterior. La persona es de tal entidad que sólo puede tener
un origen divino, es decir, sólo puede proceder por creación "ex nihilo"
(de la nada), por la omnipotencia de Dios.
LA PERSONA ES MAS QUE INDIVIDUO DE UNA ESPECIE
La persona es, pues, mucho más que un "simple - individuo - de -
una-especie". Ya hemos dicho que posee "interioridad",
capacidad de "reflexión" y por ello de
"autodeterminación", de "dominio de sí". Es un sujeto
"sui iuris", como de antiguo se dice. Su "yo" es singular,
insustituible, intransferible e irrepetible. Nadie puede decir "yo"
en su lugar.
LLegamos así al punto que nos habíamos propuesto desde el principio y que
considerámos de enorme interés. Quizá no se había llegado a una
formulación precisa y coherente de ello hasta estos últimos lustros. Y ha
pasado al dominio general de los estudiosos gracias, principalmente, a la
antropología filosófica y teológica de Juan Pablo II. Con su magisterio, ha
hecho posible que ya nadie pueda pensar que ofende a Dios si dice que la
persona es un fin en sí misma.
No hay dialéctica entre la gloria de Dios y la gloria del hombre, al
contrario, la gloria de Dios es - como dice un Padre de la Iglesia -
precisamente "que el hombre viva"; en otros términos, que el hombre
llegue a ser todo lo que deba ser, que aparezca con toda la dignidad que le
corresponde por ser criatura, hecha por Dios a su imagen y semejanza. Es Dios
quien esta interesado en subrayar la dignidad de la persona humana, de modo
que no le hacemos ofensa, al contrario, cuando nosotros la subrayamos. Lo
absurdo, o si se prefiere, lo "in-sostenible" sería - es -
presentar esa dignidad desvinculada de la dignidad de Dios creador. Este fue
el pecado de Eva y de Adán: quisieron ser como Dios, pero no como los hijos
se asemejan a sus padres, sino como dioses autónomos y autosuficientes; como
si pudiesen organizarse una existencia estupenda al margen de Dios, como si
ellos pudieran sostener por sí mismos su ser y su dignidad. Esto es el
pecado, ésta es la gran mentira.
Nuestra dignidad es prestada, como nuestro ser. Lo que sucede es que Dios nos
da el ser, y con el ser la dignidad que le corresponde, y lo hace con tan
generosa perfección, - por decirlo de algún modo -, tan suavemente, que lo
que es suyo - el ser y la dignidad - pasa a ser, por participación,
verdaderamente nuestro. De manera que mi yo sin Dios no es nada, pero por El y
sobre todo con El y ante El, mi yo es tan mío que es - si nos está permitido
hablar así - enteramente mío y yo mismo. Mi vida es un don divino, tan
divino que parece autosuficiente, tan divina que cabe sentir la tentación de
querer "ser Dios".
Es ciertamente algo tan divino la persona, que Dios me quiere por mí mismo.
"El hombre - enseña el Concilio Vaticano II y repite incansablemente
Juan Pablo II -, es la única criatura que Dios ha querido por sí
misma", es el único ser de este universo que Dios quiere por sí mismo.
Dios me ha creado no para servirse de mí. ¿En qué podría yo servir a Dios,
en el sentido de aportar algo a su Vida? ¿Hay algo que Dios no tenga que yo
le pueda dar? Dios me ha creado para darse El a mí, para que yo - querido por
mí mismo - sea eternamente feliz con El, en El y por El, con su Amor, en su
Amor, por su Amor.
IV. LA PERSONA ES UN FIN EN SI MISMA, NO DE SÍ MISMA
La persona, para Dios, no es un medio, sino un fin; tiene dignidad no de
medio, sino de fin; no de instrumento, sino de sujeto con valor último. Con
motivo infinitamente más grave, ninguna criatura tiene derecho a tratar a
otra persona como "su" medio o "su" instrumento. La
persona creada no puede considerarse como un simple medio para la perfección
del mundo o de una especie, aunque se trate de la humana. La persona no existe
sólo para representar una especie, como acontece a los individuos
irracionales, que no tienen dominio de sí, ni del mundo, ni saben lo que
hacen, ni para qué lo hacen, ni para que sirven. La persona no ha sido creada
por otro fin distinto de ella misma. La persona no es "para" nadie
en el sentido de "medio" o "instrumento" utilizable para
alcanzar los fines de "otro", ni siquiera de Dios.
LAS PERSONAS CREADAS NO SON FIN DE SI MISMAS
Ahora bien, no es menos cierto que siendo la persona un fin en sí misma no es
en modo alguno fin de sí misma. Las personas creadas no son "último fin
de sí mismas". Ultimo fin sólo es Dios. Pero insisto, Dios nos crea no
como "medios" para obtener El algo que no tenga o no pueda. Esto es
imposible. Si decimos que el fin del hombre es dar gloria a Dios, no queremos
decir que Dios "necesite" que le demos gloria, sino que nosotros
necesitamos dar gloria a Dios para ser hombres cabales, perfectos, intelectual
y afectivamente "satis-fechos".
Dios no me ha creado para convertirme en "medio" de conseguir algo
"para El". No; El me ha creado por amor, porque El es amor. Y me ha
creado para el amor, para amarme y para que yo encuentre en El la infinitud de
la perfección, que no es otra cosa que Amor.
En rigor, a Dios sólo le interesa el amor, precisamente porque El es Amor.
Tan es así, tanto ama nuestra personeidad, y nuestra libertad, que incluso
corre el riesgo de que la usemos mal y nos condenemos eternamente a no amar ya
nunca más; que elijamos la aberración de no amarle. Porque lo único que le
interesa es que amemos, y no de cualquier manera, como, por ejemplo, el ratón
ama el queso y va flechado a él si tiene hambre; sino como seres libres, que
quieren porque quieren, en otras palabras, que aman porque eligen amar, es
decir, que aman con un amor que no es de necesidad sino de dilección. Este es
el amor más alto y perfecto, este es el amor con que Dios lo ama todo, que en
la criatura (que nunca pueda ser infinita en acto perfecto), conlleva el
riesgo de poder elegir no amar y no querer al Amor. Misterio no pequeño,
ciertamente, es esa "predilección" de Dios por el amor de
dilección, que lo quiere de tal modo que corre el riesgo de la traición.
Esto no lo entendemos del todo porque no podemos tampoco entender hasta el
fondo la hondura de un Amor infinito. En la medida en que se conoce el Amor -
es el caso de los santos - se entiende la decisión divina. Cuando alguien
está muy unido a Dios por el amor, entiende más el amor, la libertad, el
infierno y el cielo, en fin, el valor inmenso de cada persona, la encarnación
del Verbo, su nacimiento en Belén, su trabajo en Nazaret, su salir al
encuentro de las gentes, su pasión, su cruz y su resurrección...
LO JUSTO ES EL AMOR
El valor de la persona es tal -escribía el entonces Cardenal Karol Wojtila,
hoy Romano Pontífice Juan Pablo II- que ante ella sólo el amor es la actitud
justa. Y el amor quiere al otro por sí mismo, no porque le sirva o resulte
útil. La persona no se encuentra en la lista de las cosas "útiles"
o "instrumentales". Por eso dice A. Rodriguez Luño: "siempre
que tu acción se refiera a la persona, propia o ajena, no olvides que no
estás ante un simple medio instrumental; ten en cuenta, por el contrario, que
ella tiene también su propia finalidad."
Dios no nos crea y ama porque le resultemos "útiles". Dios nos
amaría aunque estuviésemos paralíticos del todo, aunque "no
sirviéramos para nada". Dios no nos ha creado para "servir-le"
sino para amar, para amarnos y para que le amemos. Y resulta que al amarle,
nuestro mayor gozo es servir a sus designios de amor sobre la Humanidad. En el
fondo, cuando el hombre es generoso con Dios, al querer a Dios, quiere lo que
Dios quiere, y sin querer está sirviendo a toda la humanidad y a sí mismo.
La persona vale en la medida en que ama, un hombre vale lo que vale su
corazón. Y mientras el corazón esté latiendo y sea capaz de amar o de
convertirse al amor, es un crímen quitarle la vida, también cuando se hace
"por compasión". Esa compasión más bien es un egoísmo de los que
tienen que sufrir algo con el "inútil", porque si le amarán de
verdad, lo que harían es consolarle en el sufrimiento, poner todos los medios
a su alcance para persuadirle, si no lo está, de que su existencia, sigue
siendo más valiosa que el universo y merece cualquier sacrificio.
Dios nos trata con gran "reverencia", dice la Escritura. Pues bien,
si esto es así, si Dios se niega a tratarnos como "medios" o
simples "instrumentos", quiere decir que cuando la criatura humana
trata a otra criatura humana como "medio" de satisfacer sus
caprichos o sus apetencias personales, por legítimas que éstas sean de suyo,
ofende gravemente al Creador, porque está tratando a la persona como una
cosa, está asumiendo un dominio sobre el otro que ni siquiera Dios reclama
para sí.
UNA CONSECUENCIA PRACTICA PARA LA BIOETICA
La pareja que se crea con "derecho" a "tener un hijo",
está negando al hijo la cualidad y los derechos de la "persona";
niega de hecho que sea "un fin en sí mismo" y lo convierte en
"medio" para satisfacer las propias apetencias, cosa que no hace ni
el mismo Dios. No cabe olvidar que en ningún caso el fin bueno justifica un
comportamiento intrínsecamente malo. Y, sin duda, tratar a la persona como
medio, es muy grave.
La persona que se arroga el "derecho" no de engendrar mediante un
acto de amor (único modo digno de poner en la existencia a una persona), sino
de "producir" el ser de otra persona, está tomando a la persona no
como lo que es y ha de ser -un don del Creador-, sino como una cosa de la que
puedo disponer a mi antojo, como algo que está a "mi servicio",
como un "medio" de satisfacer apetencias que pueden ser muy nobles,
pero que no justifican la reducción de lo que sustancialmente es fin, a un
simple "medio para mí".
Ya se comprende que instrumentalizar, objetualizar, cosificar de un modo u
otro la persona es algo monstruoso: éticamente, o lo que es lo mismo,
humanamente hablando es una barbaridad, un acto salvaje, vale decir un
"sacrilegio", porque no en balde se ha dicho siempre en el
cristianismo y aun al margen de él, que la vida humana - toda vida humana -
es sagrada . Y lo es cualquier que sea su raza, su buena o mala formación o
su pequeño o grande tamaño.
FINITUD E INDIGENCIA
La persona humana no puede vivir sólo en su intimidad y de su intimidad. La
autoposesión y autonomía no equivale a autofundamentación o
autosuficiencia. La persona humana no sólo tiene un cuerpo que requiere de un
ámbito del que nutrirse, en el que moverse y respirar, en definitiva,
subsistir. Su ser y su vivir es finito: no es pleno ni autosuficiente. Incluso
su vida intima necesita nutrirse de lo que no es él mismo: del conocimiento
de cosas que no son "yo" y del amor de "yoes" que no son
"yo".
LA PERSONA N0 CREA EL SENTID0 DE SU EXISTENCIA
No es creadora de sí. Su sentido se lo da el Creador. Está sujeta a un orden
ético objetivo. Esta obligada a ciertas prestaciones sociales y
profesionales. Incluso en casos extremos puede y debe hacer un sacrificio
personal notable y total, que coincida con la realización más excelsa y la
valoración más plena de su personalidad ética.
Todo esto se encuentra en las raíces éticas de nuestra civilización y su
fundamentación última se halla en el hecho de la Creación (Dios). Además,
a la luz de la Revelación la persona se ve realizada al presentarse como
imagen hecha a semejanza de Dios y llamada a la filiación divina en Cristo
Jesús. Dios ha creado al hombre para que sea señor de sí mismo y del mundo:
"Creced y multiplicaos y dominad la tierra..."
Todo el universo nuestro ha sido creado para ser dominio del hombre; para que
el hombre sea señor del universo. ¿Cómo se hará esto? Mediante el
conocimiento científico y las técnicas que de él se derivan. Pero la
ciencia y la técnica servirán al señorío del hombre sólo si de veras
"sirven" al hombre, es decir, si respetan y velan por la dignidad de
la persona humana, si tratan a la persona no como un medio, sino como un fin.
Pero si la ciencia y la técnica se utilizan para "cosificar" al
hombre, para convertirlo en un medio para otros individuos o colectivos, en
objeto de experimentación o en simple instrumento de placer, entonces sería
mejor ignorarlas completamente.
Desvelar cada vez más la dimensión inconmensurable de la persona, es lo que
todos, científicos y humanistas, obreros y empresarios, eruditos o ingenuos,
habríamos de hacer sin cansancio. Si así lo hacemos, estoy convencido de que
el futuro nos va a sonreír.
Pero cuando alguien habla con "esperanza en el futuro", yo le
pregunto o, al menos, me pregunto: "y ¿quién es el futuro? ¿quién es
"ese señor"? La respuesta habría de ser: ese "señor" al
que me refiero -si es alguien- no puede ser otro que el Señor de la Historia.
Es Dios, que no era ni será, sino que sencilla y magníficamente ES. Y así
la esperanza no es un simple deseo de que las cosas vayan mejor, sino un saber
cierto: si yo hago esto, es seguro que el futuro me sonríe.
ERRORES SOBRE LA PERSONA
Como es bien sabido, en la época de Descartes, el pensamiento se encontraba
en un atolladero. Reinaba el escepticismo. No parecía ser posible la certeza:
ninguna certeza.
Descartes, sin embargo tenía una confianza absoluta en la razón,
concretamente en "su" razón. Analizó la duda en sí, fingió una
duda universal, a ver qué pasaba. Y le pareció claro que si dudaba de todo,
una cosa era cierta, que dudaba. Y si dudaba, pensaba. ¡Pienso!... ¡Luego
existo!
Esto le parecía de una evidencia indiscutible. Puedo dudar de todo menos de
que pienso. Y Descartes pensó que su pensamiento se bastaba para demostrar
que existe todo cuanto existe.
Este argumento condujo a verdaderos quebraderos de cabeza. Pero ahora nos
interesa uno: Descartes, entusiasmado con el pensamiento, considero claro e
inequívoco que la esencia del alma consiste en pensamiento. De modo que el
alma sería el yo pensante. Descartes identifica el yo con el pensamiento, el
alma con la consciencia. Ser persona será lo mismo que ser consciencia.
"¿Qué soy yo entonces? -se pregunta-. Una cosa que piensa. Y qué es
una cosa que piensa? Una cosa que duda, que entiende, que afirma, niega,
quiere, rehusa, y también imagina y siente"
Descartes llega a identificar a la persona con sus actos.
Ser = pensar = consciencia = persona = actos de la persona
Descrates piensa que el alma sigue existiendo cuando dormimos, pero fiel a su
error, concluye que el alma piensa cuando está dormida... en virtud de sus
ideas innatas.
MAX SHELLER
Como sucede con otros errores cartesianos, cuando evolucionan se vuelven
explosivos. Como no es muy convincente lo de que el alma piense mientras
duerme, pero el problema ya está planteado, entonces vendrán otros, como Max
Scheller, que dirán: "la persona no es, actúa". Dice que "en
cada acto está la persona total y toda la persona cambia en cada acto... No
es necesario un ser permanente que se conserve a sí mismo en esta sucesión
de actos" . Hume suscribiría gustoso esa frase. Scheller imagina
personas colectivas, personas morales, pero no en un sentido meramente jurdico,
sino real.
Ha quedado identificado ser (persona) y consciencia.
Consecuencia: si algo no es consciente no es persona.
Parece que el niño en el seno de su madre no tiene consciencia de sí. Luego,
no es persona. Luego, no tiene derecho a la vida, etctera.
De este modo queda patente la necesidad de un conocimiento metafísico,
verdadero, de la persona, que llegue hasta la "personeidad" misma,
que no puede ser una perfección a la que se accede por alguna actividad u
operación, sea la consciencia o cualquier otra.. La "personeidad"
tampoco es una perfección que admita grados, que pueda existir según mayor o
menor medida. Se es persona o no se es. Lo que no tiene sentido es pensar que
alguien es "un poco" persona, "no tanto" como, por
ejemplo, yo.
Las perfecciones que la persona alcance no la convertirán en "más
persona", no le conferirán más "personeidad". Harán de ella
una persona "más perfecta", pero no "más persona".
Ninguna actividad puede constituir en persona. La personeidad ha ser anterior
a toda operacin "personal"; la personeidad se encuentra ya en el
acto de ser ya natuarleza racional.
Es claro, que siendo la persona lo más perfecto que hay en la naturaleza, ha
de tener la capacidad de ser consciente de sí. Pero el hombre "no es
persona por la autoconciencia, sino por la capacidad correspondiente. El yo
personal del hombre no consiste en ningún acto de consciencia, sino en ser
capaz de realizar esos actos" .
Así como un maestro lo es no porque esté dictando ahora mismo alguna
lección magistral, sino por tener habitualmente la sabiduría, tampoco hace
falta tener actualmente la conciencia de sí para ser persona. El matemático
no deja de serlo cuando duerme, ni cuando despierto piensa en otras cosas.
Tampoco hace falta que la persona tenga en todo instante la consciencia del
yo, aunque esta consciencia sea algo más que un hábito intelectual o moral.
Lo necesario para ser persona es tener no la conciencia en acto, sino la
capacidad de llegar a tener conciencia del yo. Y esa conciencia no se adquiere
en el preciso momento en que se realiza, sino que ha de ser previamente dada,
con la perfeccin ontológica de la persona.
¿Qué pasaría si el yo fuese lo mismo que la conciencia del yo? Pues que las
pausas o interrupciones la anularían y entonces no existiría realmente ese
yo único del que tengo experiencia, al que refiero todos los actos -presentes
y pasados- de que tengo conciencia. Tampoco habría razón para atribuir a un
mismo sujeto tanto las manifestaciones de la autoconciencia como el cese de
ésta. Y la misma serie de actos de consciencia podrá referirse a una misma
persona o a otra.
La memoria carecería de sentido y toda responsabilidad sera ilusoria.
Ilusorio sería también todo proyecto de futuro en cuanto que pudiese estar
mediado -al menos en su realización- por alguna interrupción de la
conciencia que lo concibiera.
Lo lógico es concluir que el yo no se identifica con la conciencia.
Pero la identificación cartesiana de ser y consciencia hace fortuna en el
llamado pensamiento moderno y va radicalizándose, hasta el punto que Hegel,
que comienza siendo un exaltador de la conciencia personal, acaba disolviendo
la persona en el Absoluto: como el Absoluto lo es todo y todo no es más que
un "momento" del Absoluto, la persona queda reducida a nada: ha
perdido la subsistencia individual.
El marxismo, por su parte, reaccionó ante esas teorías construídas por el
idealismo inmanentista, pero no consiguió salvar la persona. En Marx la
persona es literalmente nada, cede su puesto a la colectividad. La persona es
lo que la colectividad le deja ser o quiere que sea. No hay normas o leyes
objetivas y universales para la persona.
Anexo I
ANTROPOLOGIA, DIGNIDAD HUMANA
"¡No tengáis miedol" No tengáis miedo del misterio de Dios; no
tengáis miedo de Su amor, ¡y no tengáis miedo de la debilidad del hombre ni
de su grandeza! El hombre no deja de ser grande ni siquiera en su debilidad.
No tengáis miedo de ser testigos de la dignidad de toda persona humana, desde
el momento de la concepción hasta la hora de la muerte".
El hombre es sacerdote de toda la creación, habla en nombre de ella, pero en
cuanto guiado por el Espíritu
Evangelio... Es una gran afirmación del mundo y del hombre, porque es la
revelación de la verdad de su Dios. Dios es la primera fuente de alegría y
de esperanza para el hombre. Un Dios tal como nos lo ha revelado Cristo. Dios
es Creador y Padre; Dios, que «amó tanto al mundo hasta entregar a su Hijo
unigénito, para que el hombre no muera, sino que tenga la vida eterna» (cfr.
Juan 3,16).
Obviamente, lo contrario de la civilización de la muerte no es y no puede ser
el programa de la multiplicación irresponsable de la población sobre el
globo terrestre. Hay que tomar en consideración el índice demográfico. »Y
la vía justa es lo que la Iglesia llama paternidad y maternidad responsables.
Los centros asesores familiares de la Iglesia así lo enseñan. La paternidad
y la maternidad responsables son el postulado del amor por el hombre, y son
también el postulado de un auténtico amor conyugal, porque el amor no puede
ser irresponsable. Su belleza está contenida en su responsabilidad. Cuando el
amor es verdaderamente responsable es también verdaderamente libre.»
(En la Instrucción Vitae donum y JP II)
La persona es mucho más que un "simple-individuo-de-una-especie".
La persona - es decir, "yo", y "tú" - posee
"interioridad", capacidad de "reflexión" y por ello de
"autodeterminación", de "dominio de sí". Es "sui
iuris", como decían los antiguos. Mi "yo" es singular,
insustituible, intransferible, irrepetible. Nadie hay como yo, ni que pueda
decir "yo" en mi lugar.
Esto significa que yo, en rigor, no soy "medio" o
"instrumento" para la perfección del mundo: soy un fin en mí
mismo. Yo no existo sólo para representar una especie (aunque sea la humana),
como les acontece a los individuos irracionales, que no tienen dominio de sí,
ni del mundo, ni saben lo que hacen, ni para qué lo hacen, ni para qué
sirven. La persona no existe para otro fin distinto de sí misma. La persona
no es "para" nadie, en el sentido de "medio" o
"instrumento" utilizable para alcanzar los fines de
"otro". Este es un punto capital que subraya la Instrucción "Vitae
donum", que interesa enormemente.
Yo, por supuesto, no soy "último fin" de mí mismo, porque soy
criatura. Ultimo fin sólo es Dios. Yo soy criatura de Dios, por tanto
"yo soy de Dios". Pero Dios no me crea como "medio" para
obtener algo de mí. Yo no puedo darle nada que no tenga. Yo, en rigor
metafísico, no "sirvo de nada a Dios". Dios no necesita para nada
de mí, ni de nadie. Y sin embargo, libérimamente me ha creado. ¿Por qué?
¿Para qué?
No para convertirme en "medio" suyo, sino para que en mí se
encuentre el último por qué y para qué de mi existencia, es decir, el Amor,
su Amor. Dios es Amor, y sólo crea por Amor y para el Amor. Dios me ha creado
con entendimiento y libre voluntad porque me ama, me ha amado eternamente y me
crea para seguir am ndome y para que yo le ame.
Esto es ciertamente impresionante. Aunque yo no sirviera "para
nada", Dios me hubiera creado y amado igualmente. Por eso Juan Pablo II
no se cansa de repetir con el Concilio Vaticano II que "el hombre es la
única criatura que Dios ha querido por sí misma" (GS 24). Tan es así,
tanto ama Dios mi yo, mi cierta autonomía, mi libertad, que incluso corre el
riesgo de que quiera usarla mal y me vaya para siempre al ínfierno.
Es un gran misterio éste del amor de Dios a mi yo, a mi libertad, y su
respeto a mi dignidad.
"El valor de la persona es tal - escribía el entonces Cardenal Karol
Wojtila - que ante ella sólo el amor es la actitud justa". Y el amor
quiere al otro por sí mismo, no porque le sirva o resulte útil. La persona
es un ser singular en el universo visible: vale en sí mismo y por sí mismo y
no en razón de otra cosa: no se encuentra en la categoría de las cosas
"útiles" o "instrumentales". Por eso se ha dicho: siempre
que tu acción se refiera a la persona, propia o ajena, no olvides que no est
s ante un simple medio instrumental; ten en cuenta, por el contrario, que ella
tiene tambi‚n su propia finalidad".
Dios no me ha creado para que resulte útil, sino para amar. Otro asunto
sería examinar las consecuencias de ese Amor. Pero lo que se colige de la
Instrucción es la gran reverencia, como dice la Escritura, con que Dios trata
a esas im genes suyas que somos los seres humanos. Pues bien, si Dios me trata
de este modo; si se niega a tratarme como "medio" o simple
"instrumento", quiere decir que si alguien se atreve a tratarme como
un "medio" y no como "un fin en mí mismo", es que me est
tratando como una cosa u objeto para satisfacer su capricho o sus apetencias,
y por nobles que ‚stas sean, ofende gravemente a mi Creador, porque est
asumiendo un dominio sobre mi persona que ni siquiera Dios reclama para sí.
En la pr ctica est negando mi personeidad.
La pareja que reivindique el "derecho" a un hijo, est proclamando
del modo m s elocuente que no sabe qué es un hijo, qué un ser humano, qué
una persona. Lo que est deseando es quiz una cosa, un juguete, un perrito
faldero, un seguro de vida o de lo que sea; es decir, cualquier cosa, menos
"una persona". Esa pareja es un peligro para la sociedad (hay que
educarla con la verdad unida a la caridad. Y vale aquí lo que decía T.S.
Eliot: "una ilusión es algo de lo que hay que volver"), y quien se
preste a satisfacer esas ilusiones, peligro mayor.
Están creando una nueva esclavitud ignorada hasta la fecha, que la futura
humanidad ver con horror, de un modo semejante a como los civilizados de hoy
vemos la trata de blancas o la venta de negros. Por eso, pienso que en el
siglo XXI erigir n un monumento tanto a la "Humanae vitae", como a
la "Vitae donum". Vale la pena leer, tambi‚n entre líneas, esos
documentos. Ya que no podemos asimilarlos por ingestión, hagásmolo por
estudio, aunque haya de ser lento. Ser hombre, humanizarse, es siempre una
tarea larga, un tributo costoso a la paciencia. Pero vale la pena.
Antonio Orozco
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL