Fundamentos antropológicos de ética racional:

El hombre y la dignidad

Por Antonio Orozco-Delclós

 

«Despierta, oh hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza. Recuerda que fuiste hecho a imagen de Dios; esta imagen, que fue destruida en Adán, ha sido restaurada en Cristo. Haz uso como conviene de las criaturas visibles, como usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos; y todo lo que hay en ellas de hermoso y digno de admiración conviértelo en motivos de alabanza y gloria del Creador» (LEON MAGNO, Sermón 7 en la Navidad del Señor, 2.6; LIT HOR VIERNES V T.O.)

 

I. QUÉ ES LA PERSONA Y CUÁL SU DIGNIDAD

"PERSONA" Y "DIGNIDAD". Curiosidades semánticas

La palabra castellana "persona" viene del adjetivo latino personus, que significa resonante; personare equivale a "sonar fuerte", hacerse oír. Lo cual parece relacionar esta palabra con la griega prósopon, que significaba "cara" y también "máscara" (trágica o cómica) que se ponían los actores de teatro, y -a la vez que les disfrazaba del personaje que representaban-, les servía de amplificador de la voz. La concavidad de la máscara reforzaba la voz, ocultaba al actor y por medio de la máscara el actor también "re-presentaba" un personaje. Para los griegos, pues, "prósopon" no tenía el sentido que nosotros le damos a la palabra "persona". Rara vez alude a persona en los textos filosóficos griegos, donde, por lo demás, aparece con escasa frecuencia.

Entre los presocráticos, prósopon quiere decir "cara", "rostro", e incluso se dice de la faz de Helios, el Sol. En Platón, también significa "rostro". Aristóteles habla largamente del "prósopon" (cara) y sus partes (nariz, orejas, etc.); también se refiere con el mismo término a la cara de la luna; y en algún lugar advierte -al margen del uso común de la palabra- que "prósopon" se debe decir sólo del hombre; el pez o el buey no tienen "prosopón" (rostro), sino lo que nosotros podríamos denominar, por ejemplo, "jeta". El "rostro" refleja un ser superior al del que sólo tiene "jeta". Entre nosotros suele decirse que "el rostro es el espejo del alma".

Pues bien, aunque los orígenes de la palabra "persona" no se refieren a lo que hoy entendemos por tal, es cierto que siempre ha sugerido alguna realidad por alguna razón excelente o superior. En latín, la voz "personare" indica un sonido que posee la fuerza necesaria para sobresalir. No es de maravillar que la palabra "persona" acabe por significar de modo eficaz lo más sobresaliente que hay en el universo: el ser inteligente, con entendimiento racional.

De otra parte, la palabra "dignidad" significa también, fundamental y primariamente, "preeminencia", "excelencia" (excellere, destacar). Digno es aquello por lo que algo destaca entre otros seres, en razón del valor que le es propio. De aquí que, en rigor, hablar de "dignidad de la persona" resulta un pleonasmo, o se trata quizá de una redundancia intencionada, para resaltar o subrayar la altura del rango que ocupa este tipo de seres en el orden del universo. "Digno" es aquello que debe ser tratado con "respeto", es decir, "con miramiento" (respectus), con veneración.

EXITO Y CRISIS DE LA DIGNIDAD PERSONAL

Hoy casi nadie niega en teoría que todo hombre es "persona". Tiempo ha habido en el que se discutió sobre si la mujer lo era; o si los negros, indios y esclavos en general, tenían "alma". Se trataba de dilucidar -o de confundir, según los casos- la igualdad o desigualdad radical entre los seres humanos todos. Hoy, las expresiones "dignidad humana", "dignidad personal", "derechos humanos", están siendo muy empleadas, y esto es bueno.

Pero en la práctica a menudo se olvida, o se niega incluso, esa "igualdad" radical, en lo que atañe a derechos y deberes consiguientes. Es de lamentar que con mucha frecuencia no se usan tales términos desde una intensa valoración del ser personal, sino más bien como una lanzadera para reivindicar presuntas "mejoras" sociales, que no pocas veces resultan verdaderos atentados y lesiones al respeto debido a la persona. En la práctica se niega la igualdad de derechos - lo cual es tanto como negar la igualdad de "ser" o de "naturaleza" - a los seres humanos no nacidos, o nacidos con alguna deficiencia notable, o a los enfermos que suponen una carga para la familia o para la sociedad, a los deficientes mentales, etcétera. En los últimos lustros se extiende además la práctica de la manipulación genética en embriones humanos, como si fueran simples objetos, medios o instrumentos para beneficio de los (adultos) poderosos del momento o de la circunstancia.

Se ha dicho que "uno de los fenómenos más sobresalientes de nuestros días es la ambigua situación de la dignidad humana. Es, sin lugar a dudas, una de las nociones más invocadas. Sus excelencias son cantadas con acentos graves. Defenderla constituye el gran reto y la exigencia inaplazable de los sistemas políticos a la altura de nuestro tiempo. Vulnerarla supone, en fin, la expresión del mal radical, el indicio de una intolerable actitud profanadora del más íntimo e inviolable recinto personal. A la vez es una de las ideas más amenazadas. La degradación y el envilecimiento humano, síntomas claros de la crisis de la civilización contemporánea, están más generalizados en nuestros días que en cualquier otro periodo de la humanidad. Los atentados contra el hombre, realizados según se dice, en nombre de su dignidad, han adquirirdo un grado de crueldad y refinamiento difícil de imaginar en épocas pasadas. La banalización de la sexualidad es un fenómeno habitual. La violencia y la tortura, formas extremas ambas de atentar contra la persona y su dignidad, forman parte de la vida cotidiana.

«Todo ello ha hecho del presente una época de hastío hacia el hombre, que es considerado como mono desnudo, rata pérfida y perturbador de la naturaleza. La literatura contemporánea contiene numerosos testimonios de esa situación equívoca. Junto con el elogio encendido de la dignidad, se describe al hombre -sin reparar en la contradicción entre ambas cosas-, como ser aislado de los demás por abismos tan hondos que ni siquiera la buena voluntad puede franquear. La extrema inaccesibilidad del otro, la imposibilidad de entenderse con él de forma duradera, de atender a los requerimientos de su dignidad, no se ha percibido nunca tan dolorosamente como en nuestro siglo. "Vivir significa estar solo, dice Hermann Hesse, nadie conoce al otro, todos estamos huérfanos". Entre los hombres parece levantarse un muro que les impide acercarse y tratarse de acuerdo con las exigencias de su valor incomparable. Con estas desgarradoras palabras lo ha expresado Albert Camus: "nos miramos y no nos vemos, estamos cerca y no podemos aproximarnos"» (J.L. del Barco, Bioética. Consideraciones filosófico-teológicas sobre un tema actual, Rialp, Madrid 1992, prólogo, pág. 11-13).

Esta dolorosa realidad ha de tener una causa. Lo patológico no es originario. Y todo coincide con un desaforado anhelo de emancipación por parte del hombre. Borracho de mayoría de edad no ha caído en la cuenta de que se halla, en muchos aspectos, todavía en la inmadurez de la adolescencia; que no está en condiciones de entender el agustiniano ama y haz lo quieras, porque ha adulterado la noción misma de amor. La ha invertido hasta el punto de centrarlo en el yo en lugar de hacerlo en el tú. El verdadero sentido del amor está en el otro, no en mí. Amor es lo que me convierte en yo para el otro. Amar según el decir de los clásicos es, en cierto sentido, "descentrarse"; dicho de modo positivo: centrarse en otro que da sentido a mi vivir.

Y aunque no pienso que la dignidad de la persona no pueda percibirse al margen de la fe cristiana, es un hecho que la pérdida del sentido de esa dignidad coincide con la pérdida del sentido cristiano de la vida y del amor, con la negación teórica o práctica de Dios creador.

"HYPOSTASIS" Y "SUBSTANCIA"

Es de notar que cuando los autores cristianos abordaron filosóficamente el estudio de la persona, no tomaron como punto de referencia las expresiones griegas a las que hemos hecho referencia más arriba. La noción de persona en la filosofía cristiana es incomparablemente más elevado que la griega de los clásicos. Los cristianos se sirvieron del término griego hypóstasis, que se traduce por "subsistencia" o "propiedad".

La famosa definición de Boecio, tan influyente - persona es una sustancia individual de naturaleza racional -, parte de la noción aristotélica de "ousía", "substancia", pensada primariamente para las cosas en general. Una substancia es un ser que subyace y sostiene un conjunto de modalidades o "accidentes" que inhieren en ella, pero ella no inhiere en nada, sino que ella misma es o puede ser el sujeto de inhesión de otras realidades como la cantidad y las cualidades de diversa índole.

Por "persona" se entiende en la filosofía medieval una hypóstasis o suppositum, que como tal no se distingue de las demás sustancias, pero cuya naturaleza es racional. Lo que hace que la persona sea un ser superior no es el hecho de ser substancia, sujeto subsistente (en sí y no en otro), sino la racionalidad. La persona es una sustancia individual de naturaleza racional. La racionalidad se entiende como una cualificación de la sustancia que la eleva por encima de todas las demás y le presta una excelencia que merece un "miramiento" particular.

LA FILOSOFIA CRISTIANA DA UN PASO DE GIGANTE

El cristianismo no sólo fue el ámbito en donde el estudio de la persona como tal adelantó extraordinariamente, sino que ha sido donde se descubrió en profundidad su valor excelente, su dignidad incomparable. Cuando se ve irrumpir la racionalidad en la naturaleza, se descubre un ser de tal categoría, que puede constituir un punto de partida para conocer mejor el Ser de Dios. Dios se revela como Ser personal: tres Personas en una sola naturaleza, es el misterio supremo y fontal del cristianismo.

Esto no significa que la idea cristiana de Dios arranque de una idea previa de hombre. Al contrario. Una característica diferencial de la cosmovisión cristiana se debe a que Dios se ha revelado como el Absoluto, infinitamente trascendente a todo cuanto existe, a todo lo que se ve y se entiende en el universo. Dios es infinito, todopoderoso, omnisciente... Dios es EL QUE ES; la plenitud del Ser, piélago de infinitas perfecciones, cada una de ella de grado infinito. Es decir, Dios no es semejante a ninguna criatura, siempre limitada y contingente.

Sin embargo, la revelación divina contiene la enseñanza asombrosa de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y además, Dios no ha tenido inconveniente en hacerse hombre asumiendo una naturaleza humana perfecta.

No piensa el cristiano que el hombre sea semejante a aquellos dioses que se habían inventado en el mundo pagano - Zeus, Júpiter, etcétera - a imagen y semejanza del hombre, con pasiones semejantes o más desorbitadas aún que las de los humanos; sino que el Dios de Moisés, el Dios de los israelitas y de los cristianos dice que ha creado al hombre a su imagen, a imagen del Dios único, que es puro Espíritu.

Estas nociones, en cierto modo correlativas, de Dios trascendente y hombre imagen de Dios, proporcionan una valoración del hombre radicalmente diversa y superior a cualquier otra noción meramente racional. El sujeto humano, a la luz superior de la Revelación divina aparece con una dignidad que se alza por encima de todo el universo material.

Cuando el hombre se da cuenta de que es imagen hecha a semejanza de la Trinidad, es lógico que exclame como Ernest Psichari: "Se me ha concedido el permiso formidable de ser un hombre". Ser hombre, ser persona, ser, en fin, racional, por mucho que conlleve "animalidad", es un don que invita a imitar a Dios como hijos suyos queridísimos (como dice San Pablo).

Se comprende que con la difusión y arraigo del cristianismo a la largo y a lo ancho del mundo, haya ido desapareciendo, o al menos atenuándose todo lo que contraviene la dignidad que se descubre en la persona: han ido desapareciendo los sacrificios humanos (tanto en las religiones de Oriente como en las de la antigua América), los infanticidios, la esclavitud, y tantas formas de injusticia. En cambio, se han ido multiplicando las formas de vivir la misericordia con los más necesitados y el respeto a la intimidad de las conciencias.

Por el contrario, cuando el cristianismo ha retrocedido y la sociedad se ha paganizado, han rebrotado todas aquellas barbaridades antiguas, aunque revestidas de flamantes etiquetas de civilización y progreso: desde los campos nazis de exterminio hasta la legalización del aborto procurado..., como si de acciones humanitarias se tratara. Esta comparación irrita a los abortistas, pero carecen de premisas para descalificarla.

Estamos en una época difícil, en la que junto a logros evidentes en algunos aspectos y relaciones sociales, hay retrocesos trágicos que no sólo nos retrotraen a formas bárbaras de explotación del hombre por el hombre, sino que hunden y envilecen a la persona hasta límites increíbles: la manipulación genética -ya mencionada- y el tráfico de drogas, son ejemplos elocuentes de la absurda tolerancia práctica de lo horrible en el seno de la sociedad civilizada, revestido de sofisticados formalismos.

Digo que todos esos abusos coinciden sospechosamente con la pérdida del sentido cristiano de la vida. Al negar o ignorar a Dios, se pierde de vista el norte, punto de referencia, el modelo de conducta. Y corruptio optimi pessima, la corrupción de lo mejor concluye en la peor de las corrupciones.

Es obvia la urgencia de hacer todo lo posible por frenar esa ola de envilecimiento del hombre, de desprecio práctico de la dignidad de la persona. Y uno de los medios más eficaces - aunque no sea suficiente - es el que señalaba Schelling en su juventud: "... el hombre se engrandece en la medida en que se conoce a sí mismo y su propia fuerza. Proveed al hombre de la consciencia de lo que efectivamente es y aprenderá de una vez lo que ha de ser; respetadlo teóricamente, y el respeto práctico será una consecuencia inmediata (...) El hombre ha de ser bueno teóricamente para llegar a serlo también en la práctica".

El hombre, por el hecho de ser persona posee una verdadera e insondable excelencia, cuyos fundamentos pretendemos ver en nuestro estudio. Y la excelencia o dignidad la tiene con independencia de que sea o no consciente de ella, y del juicio que se haya formado sobre el asunto, porque no es el juicio del hombre lo que hace la realidad, sino la realidad la que fecunda el pensamiento y presta veracidad a sus juicios.

Pero, paradójicamente, el hombre se conduce a sí mismo no tanto por lo que es como por la idea que se ha formado de sí. El hombre es en cierto modo "causa sui", en el sentido de que es él mismo, desde sí mismo, quien tiene que desarrollar activamente sus virtualidades nativas.

El hombre actual -a pesar de las expresas y reiteradas proclamaciones de su propia dignidad- suele tener un concepto muy bajo de sí mismo, y, en consecuencia, se comporta a menudo con inaudita vileza. Pero también es cierto que el hundimiento clamoroso de un ser determinado constituye una prueba irrefutable de su nobleza posible, tanto mayor cuanto más grande ha sido su caída. "No ofende quien quiere, sino quien puede". Una piedra no es "ciega", por lo mismo que excluye en su naturaleza la facultad de ver. Si el hombre desciende a abismos de vileza es, justamente, por su nobleza original.

La consideración de la verdad de la naturaleza humana es sin duda uno de los medios más eficaces para ayudar al hombre a salir de los callejones sin salida en donde él mismo se ha metido.

CONTINÚA EL MAYOR REDUCCIONISMO DE LA HISTORIA

En el Museo de Historia de Washington hay una pequeña sala dedicada "al hombre". En una de sus paredes hay una lámina que ostenta la representación de una figura humana adaptada al tipo de 77 kilogramos de peso. Transparentes vasijas de diversos tamaños contienen los productos naturales y químicos que se encuentran en un organismo humano de proporciones semejantes: 40 kilos de agua, 17 de grasa, 4 de fosfato de cal, 1 y medio de albúmina, 5 de gelatina. Otros frascos de menor capacidad corresponden al carbonato cálcico, almidón, azúcar, cloruro de sodio y de calcio, etcétera. El hombre - sea político o militar, poeta, cantante, ministra o castañera -, parece reducirse allí a una suma de unos cuantos elementos de la tabla de Mendeleiev. No es de maravillar que "el pequeño dios del mundo" -como llama el Fausto de Goethe al hombre- salga un tanto deprimido del Museo de Historia de Washington.

En la historia del pensamiento hay conceptos de "anthropós" para todos los gustos. Desde el "homo mensura" (Protágoras) o "sol y dios de sí mismo" (Feuerbach) hasta el paquete de átomos a lo Demócrito y Carl Sagan. El materialismo no ha avanzado mucho desde sus viejos orígenes y sus variedades no se distinguen demasiado entre sí. Para Karl Marx el intelecto no es más que una secreción del cerebro, que a su vez es un producto de la materia evolucionada. Según Carl Sagan, científico de la NASA, presentador y artífice de la famosa serie televisiva titulada "Cosmos" (hay también versión bibliográfica que lamentablemente circula por bastantes colegios), dice: "yo soy el conjunto de agua, de calcio, de moléculas orgánicas llamado Carl Sagan. Tú eres un conjunto de moléculas casi idénticas, con una etiqueta colectiva diferente".

Carl Sagan sabe - como bien dice - que "hay quien encuentra esta idea algo degradante para la dignidad humana", pero apostilla: "para mí es sublime que nuestro universo permita la evolución de maquinarias moleculares tan intrincadas y sutiles como nosotros".

Si el concepto atomista del hombre y del cosmos es sublime o más bien ridícula es cuestión en la que de momento preferimos no entrar. Con el mismo apellido en la etiqueta, pero distinto nombre de pila, la escritora Françoise Sagan nos define así a los humanos: "simple respiración provisional en la millonésima parte de uno de los millares de millones de galaxias". Es innegable que las magnitudes siderales - ¡la cantidad! - impresionan profundamente a un materialista.

Ahora bien, ¿el hombre no es "nada más" que lo afirmado por los Sagan, los Demócritos, los Marx y demás materialistas que en el mundo han sido? ¿El pensamiento y la persona, la libertad y el amor no son más que una combinación -aunque complejísima - de elementos materiales? El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ¿no es más que el resultado de la combinación de letras surgida por azar, o por alguna oculta e ignota necesidad de las letras mismas? ¿No habrá detrás el ingenio de una potencia misteriosa y viva, trascendente e irreductible a "letras", llamada Miguel de Cervantes? Detrás de la Novena Sinfonía de Beethoven, ¿no habrá más que un cúmulo de notas ordenadas por unas neuronas que a su vez han sido ordenadas "por el azar", o más bien habrá que pensar en la existencia de un genio llamado Beethoven, irreductible a neuronas? ¿"Las Hilanderas" del Museo del Prado, no son nada más que una azarosa combinación de pigmentos o sustancias coloreadas? ¿No habrá que pensar más bien en la existencia de un genio llamado Velázquez, irreductible a pigmento, por excelente que fuera? Y detrás de Velázquez, de Cervantes, de la gravitación universal y de la evolución de la semilla en árbol, ¿no habrá que descubrir una Sabiduría infinita y creadora?

Es muy fácil advertir que el materialismo carece de cualquier fundamento o sentido racional y que sólo puede incurrirse en él partiendo del prejuicio - juicio acrítico - que pretende sostener la inexistencia de Dios.

Si Dios no existiera, obviamente, nada existiría. Pero si imaginamos la absurda hipótesis de la no existencia de Dios, afirmando simultáneamente la existencia del universo, lo más lógico es concluir con Jean Paul Sartre - quien negó a Dios para declarar sin límites la dignidad y autonomía del hombre -, que "el hombre es una pasión inútil", "el niño es un ser vomitado al mundo" y "la libertad es una condena".

LA EXISTENCIA HUMANA COMO "PERMISO"

Sin embargo, contemporáneamente a J. P. Sartre, en 1931, Ernest Psichari escribía aquella frase ya citada, en la que subyace una antropología exultante. Ernest Psichari entendía su propia existencia como un don, como una gracia, y la expresaba poéticamente como un "permiso", tan gratuito y valioso que despertaba toda su capacidad de admiración y gratitud. Ser hombre era para él un regalo del Creador.

J. P. Sartre, después de negar la existencia del Donador, para no deberse a nada ni a nadie, cual adolescente sin remedio, para gozar de una libertad y autonomía absolutas, acaba interpretándose a sí mismo como un absurdo, como un ser de azaroso origen, carente de finalidad y de sentido.

Estos son los dos polos entre los que bascula el pensamiento del hombre sobre sí mismo: optimismo, pesimismo; felicidad, angustia; esperanza, desesperación.

LA CADENCIA TOTALITARIA DEL MATERIALISMO

Es claro que el materialismo -aunque no cesa de intentarlo-, no puede fundar ningún concepto de hombre o de persona con alguna dignidad esencial, superior a la de los seres irracionales, pues a la sombra del materialismo, por muy evolucionado que esté, el hombre nunca llegará a ser más que un ilustre simio, un chimpancé evolucionado, el individuo de una especie egregia, pero que, por no ser nada más, podrá ser sacrificado en aras de la colectividad, cuando parezca requerirlo el bienestar o la simple voluntad de la mayoría (o quizá minoría, que para el caso es lo mismo) dominante.

Para Marx el individuo humano, lo que nosotros llamamos persona humana, no tenía otro valor que el de servir al género humano (al "hombre genérico", diría él), a la especie. En consecuencia, sus seguidores no han tenido ni tienen inconveniente en sacrificar la persona a los intereses de los poderosos. Es lógico. Cuando una persona estorba a la comunidad política dominante, se la aparta de la circulación, se la encierra en un hospital psiquiátrico, o se la ridiculiza y desacredita, porque todo vale en la "ética" colectivista, con tal de salvar al colectivo. Para una clase política de este estilo, los eliminables serán los que opinen de modo opuesto. Para los individuos particulares, los adversarios serán los que lo sean del bienestar personal. Las consecuencias son bien elocuentes en la conclusión del imperio soviético.

El aborto procurado es quizá la más trágica y sangrienta consecuencia del materialismo hedonista. Pero también cabe pensar en las demás lacras que padece la humanidad, desde la muerte de millones de hambrientos, hasta tantos que aún siguen privados de libertad por razón de sus principios religiosos o políticos.

Todos estos males no desaparecerán de la tierra hasta tanto no llegue a ser de dominio público la verdad sobre el hombre. Y esta es precisamente la cuestión que ahora debe ocuparnos, sin pre-juicios y sin prescindir del conocimiento cierto que sobre el asunto se ha ido acumulando al través de los siglos. Sería absurdo que en materia de conocimiento, sobre todo de conocimiento vital y urgente, anduviéramos con remilgos a la hora de aceptar verdades, sólo porque no las hemos descubierto nosotros sino nuestros vecinos, o nuestros antepasados.

QUE SIGNIFICA SER HOMBRE

¿En qué quedamos, pues, ser hombre es un permiso, un don formidable o más bien una pasión inútil, o tal vez todo lo contrario?

Advirtamos ante todo, que estas preguntas, tal como las hemos formulado, no pueden ser preguntas primeras, porque no se refieren a cuestiones sustantivas, sino adjetivas. Antes de responder cabalmente de un modo pesimista u optimista a la pregunta por el valor del ser humano, es preciso preguntarse por lo sustantivo: ¿qué "es" el hombre? O si se quiere, ¿cuál es su esencia, cuál es su naturaleza? Se trata de saber en definitiva: quién soy "yo", quién eres "tú". ¿Qué "es", en el fondo, en su raíz y esencia la vida (humana)? Esta es la cuestión que debemos plantearnos audazmente, sin miedo a la verdad. ¿Por qué habríamos de temer la verdad, sobre todo "a priori"?

Sin embargo hay miedo a la pregunta, hay miedo a la respuesta. Quizá tenga mucha razón Martín Buber cuando escribe: "Sabe el hombre desde los primeros tiempos, que él es el objeto más digno de estudio, pero parece como si no se atreviera a tratar ese objeto como un todo, a investigar su ser y su sentido auténticos.

"A veces inicia la tarea, pero pronto se ve sobrecogido y exhausto por toda la problemática de esta ocupación con su propia índole y vuelve atrás con una tácita resignación, ya sea para considerar al hombre como dividido en secciones a cada una de las cuales podrá atender en forma menos problemática, menos exigente y menos comprometedora"

¿Será, la vida, "un frenesí" (como se pregunta el Segismundo de Calderón)? ¿quizá "una sombra, una ficción, en el que el mayor bien es pequeño, pues toda la vida es sueño y los sueños son"? ¿Somos víctimas de una mala pasada del azar o del mal pensamiento de algún genio maligno que nos ha puesto en ese estado de tanta perplejidad existencial?

Las épocas en las que se ha extendido el pensamiento teocéntrico, en las que se ha solido reconocer que Dios existe y es creador de cuanto existe, el concepto de hombre ha adquirido, aun entre sombras, destellos de luz y alegres colores. En cambio, las épocas más bien antropocéntricas, que han querido exaltar al hombre afirmando que nada hay por encima de su cabeza, han concluido en profundas depresiones nihilistas, en culturas de muerte, donde -como en la nuestra-, la vida no vale más que para gozarla sensitivamente o para librarse de ella si el placer es imposible o improbable.

LA PARADOJA INEXORABLE DEL HUMANISMO ATEO

"Quizá una de las más vistosas debilidades de la civilización actual -decía no hace mucho Juan Pablo II- esté en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y se ha hablado del hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto a su identidad y de su destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes.

"¿Cómo se explica esta paradoja? Podemos decir que es la paradoja inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre amputado de una dimensión esencial de su ser -el absoluto-, y puesto así frente a la peor reducción del mismo ser".

Ya se dio cuenta Aristóteles, hace 24 siglos, que al hombre no se le puede condenar a ser sencillamente hombre, sin más. El horizonte vital de la persona no puede reducirse a lo sensitivo, espacial y temporal. Porque todo eso es - si se compara con la más profunda tensión humana - tremendamente limitado, finito, contingente.

A los hombres nos fascina el mundo sensorial, y sentimos la tentación de rendirnos sin condiciones a sus encantos inmediatos. Pero al poco de gozarlo, el encanto se nos esfuma, se desvanece, desaparece de nuestro corazón como el agua entre los dedos. ¿Por qué? Porque el "ser" del hombre es más, supera, trasciende infinitamente el orden de los sentidos, de lo material e incluso de lo temporal.

La misma "in-satisfacción" o "in-comodidad" que - no sólo a la larga, sino bastante a la corta - produce la hartura de los sentidos, es un testimonio elocuente de la desproporción que existe entre el "ser" del hombre y el "ser" de lo que se le ha ofrecido para su satisfacción.

El hombre insaciable de sensaciones manifiesta que "es más" que sensación. El hombre "supera infinitamente al hombre", decía Pascal. En otros términos: el hombre nace para ser infinitamente más de lo que es; para superarse a sí mismo más allá de toda previsión biológica. Lo presentimos, lo atisbamos, pero la fascinación sensorial puede vencer ese impulso originario al infinito y eludir la profundidad de la pregunta "¿Qué es el hombre?".

No basta saber su composición química, sus posibilidades de supervivencia, sus capacidades físicas, sus gustos, sus aficiones, sus posibles enfermedades y cómo puedan curarse o no curarse. No basta con saber que tiene una dimensión bioquímica, una dimensión biológica, una dimensión biopsíquica, y quizá otras que pueden ser objeto de observación en un laboratorio, en un quirófano o en un hospital psiquiátrico. No basta saber qué hace el hombre, qué es capaz de hacer y de no hacer en un momento dado, cuáles son sus expectativas de vida. Se trata de saber qué es el hombre en sí mismo: cuál es el quid del ser humano. Se trata de conocer al hombre en profundidad, en su origen y en su fin, en el núcleo más íntimo de su existir. Ahí ha de estar la clave de nuestra existencia, ahí la respuesta definitiva que resuelva el dilema: don inestimable o pasión inútil.

PUEBLERINISMO CIENTIFISTA

Es lamentable que, en general, no se haya sabido cultivar en nuestra época, junto a la necesaria especialización de la investigación científica, la síntesis de los saberes. Esto - sumado a los prejuicios ya apuntados - no ha favorecido el esclarecimiento del "ser" del hombre. La ramificación de las Ciencias no había de concluir necesariamente en el cientifismo, que es una especie de catetismo o paletismo intelectual que amenaza al científico, no menos que al resto de los humanos.

El paleto no sabe circular por la ciudad inmensa porque sólo ha conocido el horizonte de su pueblo angosto. El pueblerino cree que su pueblo -quizá mugriento- es la maravilla cósmica suprema. El médico que - según la leyenda - dijo que no existía el alma, porque había hecho la autopsia a un cadáver y no la había encontrado por ninguna parte, es un exponente elocuente, no de hombre de ciencia, claro es, sino de catetismo cientifista. Es el especimen prototipo de pueblerinismo cultural. Cree que sólo existe, que sólo es verdad lo que puede comprobar con sus ojos, o con las herramientas de su laboratorio.

Un premio Nobel de Medicina o de Ciencias puede ser - no lo son la mayoría, desde luego - un perfecto pueblerino cientifista, porque puede saber mucho de la pata delantera izquierda de la mosca tse-tsé, pero simultáneamente puede no saber nada del campeonato de fútbol que se está celebrando en el mundo, ni de quien fue Tutankamon, ni de quiénes, cuándo y por qué escribieron los Evangelios. Un premio Nobel se supone que es hombre con superior índice de inteligencia, pero puede no haberle dedicado siquiera dos minutos a leer el Evangelio e ignorarlo por completo, y sin embargo hablar de ello como si fuera el Papa. Un premio Nobel, quiero decir, con todos mis respetos, puede no saber casi nada de "lo que es" el hombre.

COMO PUEDE CAERSE EN EL NIHILISMO

Tampoco tienen por qué saberlo sociólogos, psicólogos, paleontólogos, neurólogos, etnólogos, etcétera, por el simple hecho de cultivar una ciencia particular. Porque todas las ciencias particulares, cuando estudian al hombre, lo hacen bajo una perspectiva determinada, limitada. La paleontología, la sociología, la psicología, la etnología, la neurología humana, la etología comparada, la psicología social, la antropología económica, la medicina, la psiquiatría, la bioquímica, la fisiología, etcétera - hacen estudios que son inevitablemente sectoriales, estudian algún aspecto, dimensión o sector del ente humano, pero no alcanzan la esencia de su ser. Y si no son conscientes de su propia limitación, ocurre lo que sucede cuando se ve un cilindro sólo desde una sección particular. Tomemos, por ejemplo, un cilindro de un metro de alto por un metro de diámetro. Practicamos una sección horizontal y una sección vertical.

El científico verdadero -como el filósofo y el teólogo- es alguien que cultiva apasionadamente una ciencia, sabiendo tanto los límites de la misma como sus mejores posibilidades. Sólo así el científico podrá llegar a ser también sabio, ir más allá de su ciencia y razonar sobre los datos que le ofrece para integrarlos en un concepto superior.

Ninguna de las ciencias particulares puede decirnos qué es el hombre. El hombre puede ser objeto de estudio de múltiples disciplinas:

-la Antropología metafísica estudia lo constitutivo esencial del ser humano.

-la Antropología fenomenológica, estudia al hombre tal como aparece a la observación de los "fenómenos" o apariencias de su vida.
-la Antropología sociológica, etudia las condiciones y datos sociales del ser humano.

-la Antropología cultural, histórica, estudia la articulación y combinación de las diferentes vertientes humanas en orden a la constitución de una unidad, de un hecho personal humano, del hombre considerado en su "hic et nunc" geográfico e histórico.
-la Antropología teológica estudia al hombre desde el punto de vista de Dios, que se nos revela en la Sagrada Escritura y la Tradición, interpretadas auténticamente por el Magisterio de la Iglesia.

De ahí resultan diversas "secciones" del ser humano y según cuál de ellas tomemos como punto de referencia, contemplaremos al homo religiosus, al homo theoreticus, al homo políticus, al homo asceticus, al homo socialis, al homo oeconomicus, al homo faber, al homo eroticus.

El que sólo sabe hacer y ver secciones podrá confundir el cilindro con el círculo, y también con el cuadrado. Incluso podrá llegar a la conclusión de que como el cilindro "es" un círculo y también un cuadrado, el círculo y el cuadrado "son" lo mismo, es decir, el cilindro es un absurdo. Algo semejante le pasó a Jean Paul Sartre: se fijó en unas pocas dimensiones humanas y llegó a la conclusión de que el hombre es un absurdo: una pasión inútil, un ser vomitado al mundo, condenado a ser libre y abocado a la nada.

También puede suceder que al advertir que el absurdo no puede ser, porque lo absurdo es lo contradictorio (el círculo cuadrado) y lo contradictorio no puede existir en parte alguna de la realidad, se llegue a la conclusión de que el cilindro humano tan circular como cuadrangular, no es más que una vana ilusión de la mente. En realidad, el cilindro no existe..., el hombre no existe, el mundo no existe: es la nada, el nihilismo (teórico o quizá sólo práctico, pero con fundamento en una teoría implícitamente nihilista)

A lo largo de la Historia del pensamiento se ha llegado más de una vez a nihilismos semejantes. Pero sin necesidad de ir tan lejos, es muy frecuente la negación del alma espiritual, por el hecho de que no se puede ver desde ninguna de las secciones que pueden hacerse en lo visible del hombre, el cuerpo humano (que no se vea es muy lógico porque el alma no es cuerpo visible, no es material, sino lo que hace que el cuerpo viva)

Ahora bien, para llegar al reconocimiento de la existencia del alma espiritual e inmortal no hay más remedio que ver al hombre no desde una sección limitada, sino desde la sección rigurosamente vertical, que es la única que puede revelar lo característico del ser humano: el ser humano es un cilindro que hacia arriba es literalmente ilimitado, no tiene límites espacio-temporales, no tiene techo, no tiene límite vertical.

COMO SE PUEDE CAER EN EL ULTRAEVOLUCIONISMO

Otro ejemplo gráfico nos puede ayudar a entender otro error frecuente: el que confunde el ser humano con otros de especies inferiores.

Si proyectamos sobre un mismo plano inferior, un cilindro, una esfera y un cono, el resultado, en los tres casos es el mismo: un círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas.

Por un camino semejante se llega a afirmar sin rubor que el hombre viene a ser lo mismo que el chimpancé o el lagarto: ¡se parecen tanto! ¡Son tan grandes las semejanzas!

Es cierto que hay seres humanos que presentan un "look" muy semejante al del chimpancé y se diría de ellos que acaban de descender de algún árbol selvático. Pero basta preguntarles la hora para advertir que el hombre tiene un mundo invisible en la mirada y en la voz que supera infinitamente al del chimpancé; y llegamos a la conclusión cierta de que mucho mayores son las desemejanzas que las semejanzas resultantes de la comparación entre un individuo humano y un simio.

«Veis al hombre en su silencio y os parece nada más que un ser animal más o menos perfecto. Pero poco a poco se animan sus facciones, un principio de expresión ilumina sus labios, vibra el aire en una variedad sutil, y esta vibración material, materialmente percibida por el sentido, trae en sí esta cosa inmaterial desveladora del espíritu: la idea.

»¡Cómo! Oís el rumor del viento, y el ruido del agua, y el fragor del trueno, que dejan en vuestro espíritu una gran vaguedad del sentimiento; y bastará con que un niño muy pequeño, que apenas se hace oír, diga suavemente: ¡Madre! para que, ¡oh maravilla!, todo el mundo espiritual vibre vivamente en el fondo de vuestras entrañas. Un sutil movimiento del aire os hace presente la inmensa variedad del mundo y suscita en vosotros un fuerte presentimiento de lo infinito desconocido». Son palabras de Joan Maragall, en su Elogio de la palabra.

Hay que fijarse en las apariencias, pero no fiarse demasiado. No podemos quedarnos en ellas como hace la mera fenomenología (el fenomenismo). La fenomenología es un método de gran ayuda para el acceso al conocimiento de la realidad, pero con la condición de que sea seria, rigurosa, circunspecta, que vaya dando vueltas en torno al objeto de estudio - el cilindro, el hombre -, hasta alcanzar una imagen lo más completa posible, que integre todas las dimensiones observables, las diversas perspectivas tomadas. Y sobre todo ha de ser conciente de su insuficiencia. Además de ver, oler, palpar - sentir - hay que juzgar y razonar sobre lo visto, oído, palpado, en una palabra, percibido y entendido.

Entonces estaremos en condiciones de dar un paso adelante, de traspasar los fenómenos para dar con el sujeto mismo, es decir, con lo que subyace bajo los fenómenos, lo que sustenta las diversas dimensiones contempladas. En otros términos, estaremos en condiciones de formular la pregunta meta-física (la metafísica continua el conocimiento iniciado por la física, mediante el discurso ordenado y riguroso de la razón): ¿qué es esto que tiene tales dimensiones, que presenta tales cualidades, y ofrece una cara con dimensión sin límite?

Vale la pena dedicar un nuevo espacio a esta cuestión.

II. DESVELAMIENTO DE LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

Continuamos nuestras reflexiones iniciadas en el capítulo anterior acerca de la persona y su dignidad, con objeto de dar con el fundamento sólido sobre el que poder edificar una ética consistente por su base y coherente en su discurso lógico. Es de advertir que aunque aquí se viertan expresiones acuñadas en el lenguaje cristiano, no es porque resulten indispensables para sostener los argumentos sobre el valor de la persona y su dignidad, sino porque en rigor son conceptos que cualquiera puede extraer del conocimiento natural espontáneo de la realidad. Sin embargo no sería justo ocultar que el pensamiento cristiano - con términos decantados a lo largo de siglos de reflexión - está en el origen de las nociones occidentales de "persona", "libertad" y "dignidad". Fuera del cristianismo, como atestigua la Historia, no se han desarrollado estos conceptos, al menos con la fuerza y el vigor, el fundamento sólido y el alcance con que se ha hecho en el mundo informado por el pensamiento cristiano. Ahora nos toca considerar algunas de las características más relevantes de la persona que fundamentan y explican la dignidad que tanto y con tanta razón se invoca, pero a menudo con escasa convicción o fortuna.

LA ANTROPOLOGIA METAFISICA

Insisto ante todo en que la pregunta antropológica específica y radical no es qué hace, o qué parece ser el hombre, sino justamente qué es. A lo primero pueden responder la física, la anatomía, la biología, la sociología y otras ciencias empíricas o fenomenológicas, cada una a su manera. Pero dar cabal respuesta a la pregunta por el qué del hombre, sólo puede hacerlo la ciencia que pueda "ver" mas allá de todo lo físico y fenomenológico, ha de ser una antropología estrictamente meta-física, es decir, una disciplina que partiendo -como las ciencias empíricas-, de los datos que ofrece la experiencia inmediata, sin embargo argumente de un modo puramente racional hasta dar con la dimensión trascendente del ser humano, sin la cual, en puridad, no hay hombre ni persona en el sentido profundo de estos términos. La ciencia capaz de ello es lo que la gran tradición filosófica de Occidente ha llamado desde hace 24 siglos, Metafísica (literalmente, "más allá de la física", pero no opuesta, ajena o en conflicto, sino distinta por su óptica y método). La razón, sólo de modo metafísico puede desvelar su propia dignidad y la del sujeto que la ejerce. O, si se prefiere, habrá de ser una antropología de índole metafísica, por su método y por su alcance.

Las ciencias particulares, ya lo hemos constatado, abordan al ser humano desde perspectivas muy ilustrativas, pero siempre sectoriales. La psicología experimental estudia el aparecer de los actos de inteligir y de querer, de elegir y de amar; alcanzan su aparecer, pero no "ven" - porque no cuenta con un instrumento adecuado para ello - el inteligir mismo, el querer mismo, la decisión misma, en su brotar del núcleo personal, del fondo del alma humana. Por eso no alcanza a descubrir la esencia de las facultades intelectuales (entendimiento y voluntad) y menos aún el alma humana y el constitutivo formal de la persona, cuya dignidad permanecerá para ellas siempre insinuada, pero también velada.

La antropología metafísica ha de preguntarse por lo específico del "ser" humano; por aquello que esencialmente le defina. Y operar sobre la base de experiencias rigurosas, con sus propios métodos: la inducción, la deducción y la abstracción. Ha de emplear todo el rigor de la lógica, para no quedarse en un nivel de aficionados que discurren sobre la mera superficie de las cosas sin tocar jamás fondo.

El punto de partida de la antropología metafísica han de ser experiencias inmediatas, íntimas, redescubiertas al margen de la rutina habitual, que es cuando lo habitual resulta tan asombroso como ilustrativo.

LA EXPERIENCIA DEL YO

Un punto de partida válido es, entre otros, la experiencia rigurosa del yo. En cierto momento me descubro diciendo "soy yo". Me preguntan "¿quién llama, quién es? Y respondo "soy yo" (si soy conocido en la plaza, con eso basta). Pero ¿quién es ese "yo"? ¿Qué significa la palabra "yo"?

Dices que eres tú, pero ¿quién es tú?

¿Qué quiere decir esto que parece ser una tautología: "yo soy yo"?

MISMIDAD Y ALTERIDAD

Por de pronto quiere decir que "yo no soy tú, ni ningún otro". Yo soy lo "otro" que tú y tú eres lo otro que yo. "Yo" connota tanto mismidad como alteridad. Tú y yo somos "yoes" y en esto coincidimos: en el modo de ser, en la naturaleza o esencia; pero hay algo en lo que diferimos radicalmente, que es lo que se ha llamado acto de ser. El acto de mi ser o lo que me hace ser en acto es justamente lo que me hace ser yo y es radicalmente mío y de nadie más. Mi existencia, en efecto, se manifiesta incomunicable, como mismidad. Yo soy radicalmente otro respecto a todo lo demás. En el diálogo con las demás "personas" me experimento como una radical alteridad. Nadie puede decir yo en mi lugar ni yo puedo decirlo en lugar de otro. Pues bien, al que puede decir "yo" -c on el sentido expuesto, no como un papagayo - le llamamos "persona". La mismidad es una característica de la persona: el "ser sí mismo". "Mismidad" y "alteridad" son términos correlativos.

IDENTIDAD

Reflexionando sobre el contenido de la expresión "yo soy yo", se advierte enseguida una identidad entre sujeto y predicado, pero sólo es verbal, no semántica. El "yo sujeto" es el mismo que el "yo predicado". Pero no estoy expresando una tautología, como cuando digo "la mesa es la mesa". Tampoco se trata de una identidad sincrónica, porque al decir "(yo) soy yo" quiero decir que el "yo" del que estoy hablando no es sólo el que ahora habla, sino el mismo "yo" de ayer y de siempre, a pesar de la distancia o la diferencia: el mismo que fui hace n años y el que seré dentro de x años. Quizá por esto muchas veces nos parece que "todo" fue "ayer" y que el tiempo no pasa (o lo que es lo mismo, que el tiempo pasa sin sentir)

SUBJETIVIDAD ORIGINARIA

El "yo" no se dice de nadie más que de sí mismo. Mi yo es mío y de nadie más, de manera que siempre es "sujeto", nunca "predicado". El coche es mío, la mano es mía, pero yo no soy de la mano ni del coche ni de nadie.

De mi yo se predican muchas cosas. Mi yo entiende, mi yo quiere, mi yo come, mi yo decide... No solemos decir "mi entendimiento entiende", "mi voluntad quiere", "mi imaginación imagina". Porque bajo mi entendimiento, mi voluntad, mi imaginación, mi cuerpo, está el yo: soy yo quien entiende por medio de mi entendimiento y el yo quien entiende por medio de mi voluntad, y el yo quien puede hacer una caricia o dar un puñetazo. No decimos, a no ser en broma: "perdona, chico, no he sido yo, mi mano te ha dado un puñetazo". No: yo soy el sujeto de todos y cada uno de mis actos; yo estoy en todos mis actos; yo me experimento como origen de mis actos. No son mis ojos los que miran, sino yo; no es mi cuerpo el que acaso está hambriento, sino yo. Bien entendido que yo soy sujeto (sub-iectum, subyacente) no sólo en el sentido de que estoy como "debajo", como activamente emanando y sosteniendo o sustentando mis actos, sino también en el sentido de que yo estoy "en" todos y cada uno de ellos, dándoles vida real en su totalidad particular. Es decir, yo no subyazgo como un substrato inerte de un edificio, sino como sujeto originario, como fuente de mis actos. Por eso son "míos" y de nadie más, me han de ser atribuidos, y, en última instancia, sólo yo soy apto para "responder", es decir, dar respuesta cabal sobre la razón o porqué de mi conducta. El río fluye del manantial. El manantial es origen del río, y de una cierta manera está presente en todo el curso del río, el cual no existiría sin su fuente.

La particularidad trascendental del yo es que es un sujeto libre y, por eso, en cierto modo, creador de sus actos (libres). En consecuencia: yo soy - cada "yo" es - sujeto originario y, además, autoposeedor y responsable. En la persona se conjuga la perfección de una substancia con la excelencia de una naturaleza intelectual.

UN CRASO ERROR: EL COLECTIVISMO

Yo soy, pues, un individuo (o mejor, un ser singular) que existe subsistiendo en sí y no en otro. No soy un "accidente", "predicado", o "adjetivo" de nadie. Yo no existo sobre algún sustrato más profundo o íntimo que yo mismo, como han pretendido las antropologías colectivistas. El colectivismo quiere entender la persona como un ser referido enteramente a la sociedad, de manera que sólo tendría existencia y subsistencia gracias al soporte que la sociedad le ofrece. El colectivismo confunde el enjambre con la abeja, el bosque con el árbol, la persona con la especie.

En este sentido, hay otro error semejante, a pesar de la diferencia: el de pensar que la persona es una colección de individuos simplemente yuxtapuestos, sin vínculos reales profundos, lo que a la postre viene a resultar lo mismo o peor que un enjambre. No queda espacio para la dignidad personal. Cada uno va a lo suyo. La persona puede llegar a entenderse como una ostra - como una "mónada", o cápsula a lo Leibniz -, sin comunicabilidad real íntima con los demás. Así sucede en buena parte de la filosofía moderna.

Como esas teorías, más o menos adobadas, circulan en estos tiempos, conviene subrayar tanto la subsistencia individual de la persona como su dimensión social. Pero ahora nos incumbe considerar las características inmanentes a la persona.

LO MAS INDIVIDUAL

La persona es lo más individual que existe (aunque es individuo en un sentido muy elevado). Nótese que toda persona es individuo, pero no todo individuo es persona. También son individuos subsistentes el elefante, la hormiga, la planta; pero no son personas. La persona implica racionalidad (o, mejor, intelectualidad), al menos capacidad de poder ser consciente de sí (aunque no lo sea en acto), de su mismidad y de su alteridad respecto al mundo; y llegar a decir "yo" con verdadero sentido. La persona tiene una individualidad peculiar, extraordinariamente acusada por su naturaleza racional, que le presta tal capacidad de iniciativa que puede dar origen a sucesiones insospechadas e imprevisibles de acontecimientos en el cosmos.

AUTOPOSESION, DOMINIO DE SI

Siguiendo con la experiencia del yo, advertimos que "ser sí mismo" comporta la experiencia del dominio sobre lo que uno hace. Yo vivo con la convicción de que poseo un conjunto determinado de facultades y potencias con las que entiendo, quiero, actúo, proyecto, etcétera, que son mías. Yo soy dueño y propietario de mis actos y por tanto de mí mismo. "Ser sí mismo" equivale a "ser de sí mismo".

¿De quién es la persona? Es una pregunta que no tiene mucho sentido. La persona no es ni puede ser de nadie más que de sí misma. El color es del pigmento, el peso es del cuerpo, la medida es de la extensión, el yo no es de nada ni de nadie. La persona es un ser que desde su inicio es completo, acabado, clausurado en su existencia (aunque no en su operación, siempre abierta al desarrollo o perfeccionamiento de su organismo, a nuevos actos, a nuevos horizontes y con necesidad de enriquecerse como persona en el trato con otras personas). La persona no es rigurosamente hablando de nadie. «Ser de alguien» es precisamente la negación del ser personal, la cosificación de la persona. Los padres - es el caso más comprensible - que consideran a sus hijos como algo que les pertenece en propiedad, no han entendido la noción de persona, no tratan a sus hijos como personas. Es verdad que son «hijos suyos», ellos los han traído al mundo, ellos los han procreado, pero lo que han procreado, por su propia naturaleza, no es nada «suyo». El hijo no es una realidad «adjetiva», sino «sustantiva», con un ser (personal) irreductible al ser de los padres me refiero tanto al padre como a la madre). La relación de paternidad/maternidad no es una relación de propiedad. El hijo no es una parte de la madre ni siquiera cuando antes de nacer está en su seno y vive a sus expensas. La diferencia entre persona y cosa hemos de comenzar a verla desde ahí, o no la veremos nunca.

Los padres tienen derecho a la veneración y al cariño de los hijos, pero no a disponer de la vida de sus hijos. Tienen el deber de educarlos, pero sabiendo que son seres radicalmente autónomos, cuyo destino han de labrarse ellos mismos, desde sí mismos. Y, desde luego, no pueden disponer de la vida del hijo hasta el punto de eliminarla, precisamente porque de ningún modo es propiedad suya.

Que el hijo dependa de los padres para desarrollarse hasya hacerse prácticamente autónomo, no significa que sea parte del cuerpo de la madre, como lo es una uña o un tumor. No; desde el primer instante de la concepción, el hijo es un ser en sí, tiene un ser inconfundible con el de la madre y es indudablemente, como enseña la biología, un ser humano. Disponer de él hasta el punto de eliminarle es un crimen perverso. Es el caso más grave de cosificación de la persona humana, de ignorancia o de odio a un ser humano concreto. Puede ser que - y sucede casi siempre - que se procura el aborto con mucho sentimiento. Pero aunque en el orden de la afectividad, duela matar a esa persona no nacida, matarla es la manifestación más patente de que se odia esa vida, que se detesta como una mal en sí mismo, o lo que quizá sea más grave, como un mal "para mí".

Si reconocemos que la persona no es una realidad adjetiva sino sustantiva, hemos de reconocer con la misma fuerza que nadie tiene derecho a dar ni a quitar la vida según el propio arbitrio. Nadie tiene derecho a "tener" un hijo, porque nadie tiene derecho a "tener" a nadie. Una persona sólo puede recibirse y acogerse como un don, nunca tenerla como una propiedad. Esto último equivale, al menos, a la "posesión" pretendida por los traficantes o poseedores de esclavos. Y esto, al menos, es lo que hacen los que trafican con embriones humanos.

¿Cabe arrogarse el dominio de las personas de este modo por motivos "humanitarios"? Es muy dudoso, aunque posible a nivel sentimiental. Pero los sentimientos nunca han justificado el crímen, el asesinato ni la esclavitud. Traficar con personas por motivos humanitarios es una de las contradicciones más graves - horribles, sería la palbra justa - que se realizan en la actualidad, con modalidades diferentes a la de otros tiempos, pero sustancialmente idénticas.

EXPERIENCIA DE LA LIBERTAD

Sigamos con el análisis fenomenológico de la persona.

La experiencia de ser origen y dueño de mis actos comporta la experiencia íntima de la libertad: yo soy origen de mis actos, pero de tal manera que puedo originar una acto determinado o no originarlo, según mi voluntad. Puedo querer o no querer. Puedo incluso querer o no querer mi querer. Esto es lo específico de la libertad: la posibilidad no sólo de querer, sino de querer reduplicativamente, es decir, de poder querer mi querer o no querer y de poder no querer mi querer o no querer. Y si alguien me fuerza a hacer lo que no quiero, entonces se me agudiza más la conciencia de mi pertenencia a mí mismo: me irrito ante la negación de mi necesidad de ser origen de mis actos; me enoja el trato indigno, injusto del que soy víctima; experimento la injusticia al verme tratado por debajo del respeto que se me debe porque corresponde a la categoría ontológica de mi ser. Yo siento la necesidad de hacer las cosas fundamentales "desde mí mismo" y "por mí mismo". ¿Nos irritaría el sufrimiento de la injusticia si no tuviéramos consciencia firme de nuestra personal dignidad esencial?

AUTONOMíA OPERATIVA

Yo puedo hacer esto o lo otro. Puedo escoger entre hacer o no hacer, entre hacer esto o aquello. Es decir, la originalidad operativa, que me permite ser fuente de mis actos permite también que yo normalmente sea dueño de mis actos. Y esta capacidad de "dominio" sobre mis propios actos, de ser "dueño de mi", de "poseerme", de "pertenecerme", de "autoserme" es lo más relevante del ser personal (y supone todo lo anterior)

Esto me hace capaz de dominar no sólo mis actividades espirituales, sino también muchas corporales, y muchas de las cosas que me rodean. El hombre en cierta medida puede dominar el mundo porque es el único ser en el mundo que es radicalmente "dueño de sí", y por eso es "imagen hecho a semejanza de Dios", como leemos en el libro del Génesis (aunque pueda perder buena parte de ese dominio con el abuso de su libertad)

INDIVIDUALIDAD (singularidad, particularidad)

Volviendo un poco atrás: Yo me distingo de todo lo demás, incluidos todos mis semejantes - otros "yo" -, tanto como una manzana se distingue de otra manzana, como un tornillo se distingue de otro tornillo. Pero hay algo más: mi yo es irrepetible. Un tornillo es distinto de otro, pero se puede repetir indefinidamente y por eso es perfectamente sustituible. Pero la persona, no. No hay otro yo como yo. No me distingo de los demás sólo como una manzana a otra manzana, como un tornillo se distingue de otro tornillo, sino como algo que no se puede multiplicar, que no se puede repetir. La naturaleza humana es multiplicable, de hecho se repite por generación, pero la persona no.

UNIDAD EN LA COMPLEJIDAD

Yo soy un ser complejo: uno y complejo. Un ente compuesto de cuerpo material y alma espiritual (irreductible a materia, trascendente a la materia, y por tanto inmortal).

EXPERIENCIA DE LA DISTINCION ENTRE CUERPO Y PERSONA

Hemos de morir, desconocemos el momento preciso. Somos, como dice Sartre, condenados a muerte que, esperando la fecha de nuestra ejecución fallecemos de una gripe vulgar. Sé con absoluta seguridad lo que un día cualquiera, quizá hoy mismo, le sucederá a mi cuerpo. Pero sé también, todos lo intuimos o presentimos, que nuestro cuerpo es distinto de nuestro yo. Todo lo que es pura materia ha cambiado en mí, millones de células mueren en mi diariamente y son sustituidas por otras; a causa de la vejez, períodos extensos de mi vida pueden haberse borrado de mi memoria, pero sé que yo soy el mismo que ha atravesado por esas épocas de las que no puedo acordarme. Un día moriré, quedará el cadáver en la tierra, pero yo seguiré viviendo más allá. Soy algo más, y algo distinto, de esos restos, ruinas de hombre que llevarán al sepulcro. La materia que hoy constituye nuestro cuerpo es totalmente "otra" de la que teníamos hace unos pocos años. Sin embargo todos tenemos la íntima evidencia de continuar siendo nosotros mismos, yo mismo: mi más íntimo ser permanece, a través del cambio, en cierta modo inmutable.

Incluso el anciano exhausto e inmóvil tiene conciencia clara de su identidad personal a lo largo de toda su vida: es consciente de que algo suyo, inaprehensible pero real, ha subsistido siempre e intuye que siempre subsistirá. Es lo que designa con la palabra "yo", lo que subyace idéntico en todos los cambios y por eso necesariamente distinto al cuerpo en incesante mudanza. La sustancia del yo y del ser que lo dice no puede ser mudable como lo es el cuerpo, ha de ser una sustancia distinta a la corporal, y por tanto también independiente.

Gabriel Marcel gustaba decir: "yo soy mi cuerpo". Es posible entenderlo correctamente, siempre que añada: "mi cuerpo no es yo", porque mi yo no se reduce a cuerpo, es más que cuerpo, trasciende el cuerpo, aunque habite en un cuerpo hasta el punto de que él sea un componente de mi yo. Pero si bien puedo decir que el cuerpo forma parte esencial de la naturaleza humana (compuesta del alma y cuerpo) no puedo decir igualmente que mi cuerpo forma parte de mi yo. Yo tengo mi cuerpo hasta el punto de "serlo", ahora mismo. Pero el cuerpo es mortal y el yo es inmortal. Mi cuerpo es una dimensión natural de mi yo, pero no tan esencial como mi alma, que puede subsistir sin él.

INMORTALIDAD DEL YO

Hemos hablado de perfecciones esenciales de la persona, que la descubren como lo más perfecto que hay en nuestro universo; más aún, hemos visto que tiene perfecciones que sólo encuentran su principio, su verdadero estatuto y sentido más allá del universo físico. La persona humana, el hombre por ser persona, es realmente un ser "extracósmico", tanto por su principio como por su fin o sentido. Por su tanto, su categoría ontológica, su dignidad correspondiente también trasciende el cosmos y merece, por todo ello, un "miramiento", un "respectus" o respeto, superior a cualquier otro ser del que tengamos conocimiento experimental. Esas perfecciones radican en la racionalidad, que implica intelecto o entendimiento, y comporta la capacidad de decidir por sí mismo líbremente el discurrir de sus actos: su conducta o comportamiento, al menos en condiciones normales.

Ahora bien, todo ese cúmulo de perfecciones perdería mucha categoría si se tratase de una realidad efímera, meramente transitoria, en una palabra, si la persona fuese sin más, mortal. Pero, como ya hemos considerado, el yo, de suyo, es inmortal. De manera que si la persona está destinada a pervivir siempre, entonces es evidente que su dignidad es verdaderamente admirable, intangible, inviolable, inmensa.

"la inmensa dignidad de cada criatura humana es que, por su alma inmortal, está in confinio aeternitatis et temporis: en la persona y en su acción hay algo de eterno. La grandeza que el hombre otorga a la historia es que, en el decurso del tiempo, decide su suerte para la eternidad: y así hay algo de no perecedero en su misma conducta terrena..."

Es claro que toda la excelencia que hemos descubierto en la naturaleza racional de la persona humana, se vería ensombrecida en gran medida, si la existencia humana durara sólo el tiempo de su vivir en este mundo.

Pero como bien dice J. Mouroux, "en la conciencia, alguna cosa escapa al tiempo"

Hay quien descubre en la misma expresión "soy yo", o "yo soy", una afirmación implícita de permanencia definitiva. Si alguien puede decir por un sólo instante "yo soy", es que es inmortal.

¿Será posible mostrar esa presunta verdad? Me parece que sí, aunque hay que utilizar el discurso lógico con rigor y voluntad de inteligir lo que quiere decirse.

LA SUPERIORIDAD ESENCIAL DE LA REFLEXION

Berkeley, a pesar de su empirismo insostenible, acertó a formular un aforismo muy profundo: «En cada puesta de sol, si éste fuese consciente, se juzgaría inmortal». Si el sol fuese consciente de su ocaso, sería inmortal. Se juzgaría mortal en su naturaleza física, pero se juzgaría inmortal en su naturaleza consciente.

Sciacca dice que "tenemos experiencia de nuestra inmortalidad personal en vida y no sólo más allá de la vida misma después de la muerte; sin esta experiencia, tan obscura como se quiera, el problema de la inmortalidad no hubiera nacido siquiera". Si alguien sabe que se muere, es que no se muere... del todo. Porque en la "consciencia, alguna cosa escapa al tiempo"

En efecto, la consciencia de sí - la de yo soy -, supone un acto de reflexión sobre sí propio que es imposible en el orden material o corporal. La materia no es apta para la reflexión, no hay nada en ella que sea "reflexión". Hay "flexión" en la materia, eso sí. Podemos coger una barra de hierro y doblarla hasta que la mitad de ella se junte con la otra mitad. Esto sería una flexión, pero nunca una "reflexión". Porque ningún punto de la barra de hierro ha flexionado sobre sí mismo, sino, en todo caso, sobre otro punto distinto. A incide sobre D; B sobre E, etcétera. Pero A no ha reflexionado sobre sí: sólo ha podido ser flexionado sobre D: nada más.

Nada material puede hacerlo. Ninguna mesa puede ponerse sobre sí misma, ni ninguna silla se sentará jamás sobre sí misma. Y esto porque la materia tiene una característica muy clara: la de ser extensa, estar compuesta de partes que están cada una de ellas fuera de las demás, extendidas en el espacio. La materia es sustancialmente espacial y temporal. Y lo espacial por mucho que flexione nunca logrará reflexionar, hasta el punto de coincidir consigo misma.

Pero si algo es capaz de volver sobre sí, de reflexionar verdaderamente, entonces hay que reconocer que no tiene nada que ver, en su ser, con la materia, con el espacio, con la extensión. Puede estar unido de algún modo, incluso entrañablemente -como el alma - a la materia, pero no puede ser en modo alguno materia.

Si yo no solamente pienso, sino que pienso que pienso, es que mi pensamiento, al mismo tiempo que piensa en algo está pensando en sí mismo que está pensando en algo.

El ojo un órgano material ve, pero no ve que ve, ni se ve a sí mismo. El ojo no puede reflexionar. El que "ve que ve" soy yo. Yo conozco y a la vez conozco que conozco; no sólo quiero, sino que quiero mi querer, o también puedo no querer mi querer.

Todo esto es posible porque el ser que es origen del inteligir y del querer es del todo inmaterial, es irreductible a materia. Y, en realidad, aunque estando unido al cuerpo necesite del ojo para ver y del cerebro para pensar, en rigor, los actos de entender y de querer no tienen nada que ver con lo que pasa en el ojo y en el cerebro. Lo que pasa en el ojo y en el cerebro son condición de mi ver o entender actual. Pero el acto de entender trasciende absolutamente cualquier materialidad, incluída la del cerebro.

EL LENGUAJE

En casos especialmente favorables, en el segundo año de su vida el niño ejerce su razón en forma incipiente y limitada, pero inequívoca. Desde los dos años es bastante frecuente, si se dan condiciones favorables. En este momento se descubre el abismo que separa al hombre del animal; mejor dicho, la vida humana de la meramente animal, aunque las estructuras, no solo somáticas sino también psíquicas sean relativamente parecidas.

La manifestación más importante y reveladora es el lenguaje. Se insiste con frecuencia en el posible lenguaje. animal, se admite que este tiene una capacidad de lenguaje., que hay una diferencia de grado; que el animal se detiene en una fase primaria y elemental, mientras que el hombre sigue adelante. Este planteamiento me parece inadecuado. No se trata sobre todo de comunicación -- concepto del que se abusa y que enturbia muchas cosas --. Karl Buhler, en el admirable libro que traduje hace tanto tiempo, Teoría del lenguaje, señaló certeramente sus tres elementos o ingredientes: Ausdruck, Appell, Vorstellung (expresión, apelación, representación o significación). Pero insistía en que el elemento decisivo, el que hace que el lenguaje verdaderamente lo sea, es el tercero. Sin significación no existe propiamente.

Hablar es decir algo a alguien sobre las cosas. Esto es algo ajeno al animal, propio del hombre desde su primera infancia, hecho posible precisamente por esa aprehensión de la realidad en su conexion, esto es, por la razon.

Elemental, balbuciente, limitada a una vida angosta, con una memoria mínima que apenas dispone de pasado, y que limita la imaginación y la proyección, y por tanto el establecimiento de vínculos, esa operación es inequívocamente razón. Sin ella no se puede hablar, ni, por supuesto, entender lo que se dice.

El niño empieza por esto último: se le habla, se le dicen cosas; poco a poco va percibiendo lo que los adultos se dicen entre sí, y empieza a razonar, es decir, a establecer conexiones; hay un momento en que comprende, aunque sea en una nebulosa, lo que . hay en torno suyo.

El paso siguiente, decisivo, es la instalación en la lengua, una de las primeras de la vida humana. El niño toma posesión de ella, la recorre, ensaya, practica, actualiza en múltiples direcciones. Hay casos en que siente una especie de embriaguez de la palabra, se abandona a su flujo, vive en su elemento. Para él, vivir es sobre todo hablar. Esto solo es posible en situaciones vitales particularmente favorables; en el otro extremo está el niño taciturno, silencioso, que no dice una palabra; y habría que preguntarse por qué.

Es, por cierto, lo que pregunta el niño incesantemente, hacia los dos años, tal vez antes. Y casi al mismo tiempo surge el ., con lo cual se completa el esquema de la racionalidad, el motivo y la finalidad o proyecto, la forma real de articulación de la vida humana como justificación de sí misma.

El progreso de la razón, si puede emplearse esta expresión, depende de la dilatación de la vida biográfica. Por eso las diferencias son inmensas, mientras que los recursos psicofísicos, al menos en épocas históricas, son sensiblemente parecidos. Tanto en los pueblos, en las diferentes épocas, como en los individuos, las formas y grados de la razón difieren extraordinariamente. La explicación no puede encontrarse en la biología, porque no radica en ella, sino en las formas sociales, en la historia y en la biografía de cada persona singular

III. LA DIMENSIÓN SUPRACÓSMICA Y SUPRATEMPORAL DEL SER HUMANO MÁS ALLÁ DEL TIEMPO

El tiempo es, junto con el espacio (la extensión). La otra coordenada de la materia. Agustín de Hipona decía que cuando pensamos en alguna verdad eterna ya no estamos en este mundo. Tomás de Aquino afirmó que la operación del entendimiento por la cual comprende lo inteligle de las cosas, se realiza "sin estar sometido al tiempo, ni a condición alguna de las cosas sensibles"

"El intelecto está más allá del tiempo" . "Los actos de libre albedrío no son temporales sino relativamente, en tanto que tienen relación con las potencias corporales, a partir de las cuales la razón recibe la ciencia y la voluntad es inclinada por las pasiones"

Los actos de entender y querer no están totalmente inmersos en la materia, como tampoco lo está el alma. "Existe un punto supratemporal en el hombre; allí se inicia el tiempo para él; y si la conciencia se temporaliza sin perder su unidad es exactamente porque, en su fuente viva, ella excede al tiempo y se une al acto eterno. Por mi cuerpo animado yo estoy en el tiempo; por mi espíritu no lo estoy, es el tiempo el que está en mí y por mí; y esto porque mi espíritu participa del Espíritu Eterno" (J. Mouroux). Cada instante consciente es vivir ya la eternidad junto con el tiempo, o quizá mejor dicho: cada instante consciente es una eternidad incoada.

Karl Jaspers decía que la existencia humana tiene la posibilidad "de realizar y vivir en el instante la fusión del tiempo y de la eternidad"

("Sensus autem non cognoscit esse nisi sub hic et nunc; sed intellectus aprehendit esse absolute et secundum omne tempus. Unde omne habens intellectum naturaliter desiderat esse semper. Naturale autem desiderium non potest esse inane": Tomás de Aquino)

Los sentidos sólo conocen lo que es, el existir, limitado al aquí y ahora, por eso sólo pueden desear el existir en el instante presente: esse ut nunc. Pero si lo que se conoce como es el caso del entendimiento, trasciende el espacio y el tiempo, entonces es preciso concluir que la facultad correspondiente trasciende tanto el espacio como el tiempo y desea naturalmente ser siempre.

Las cosas que conocen y captan el ser eterno ansían con deseo natural este ser. Esto sucede en todas las sustancias espirituales. Todas ellas ansían, por eso, con deseo natural, el ser eterno. Por eso nunca jamás pueden dejar de existir . Este argumento adquiere toda su fuerza cuando ya se ha demostrado que Dios existe y es autor de mi naturaleza. Siendo El el responsable de mi ser, es indudable que no puede obrar esa contradicción que sería un ser naturalmente aspirante a la inmortalidad que fuese mortal en un sentido absoluto.

Es cierto que no podríamos sostener con firmeza la existencia del espíritu inmortal, si previamente no hubiéramos comprobado la existencia del Espíritu absoluto, por y para el cual he sido creado. Pero la existencia de Dios se ha demostrado ya mil veces a lo largo de la Historia y podemos hacerlo en cuanto nos plazca, con tal de que argumentemos con rigor sobre el ser y la contingencia de las cosas de nuestra experiencia.

Pues, bien, si sabemos que Dios - Verdad, Sabiduría, Amor - es nuestro Autor, podemos concluir que siendo la naturaleza de nuestra alma espiritual y esencialmente referido a lo eterno, necesariamente ha de permanecer eternamente.

CONCIENCIA DEL TIEMPO Y DE LA ETERNIDAD

Que a nuestra naturaleza pertenece la condición supratemporal, es claro, precisamente a partir de la experiencia del tiempo. Si nuestro ser estuviera totalmente inmerso en el tiempo, ¿podríamos ser conscientes del paso del tiempo? ¿podríamos medir el tiempo? Esta conciencia del tiempo que pasa, de lo móvil como móvil, implica una referencia implícita a un punto fijo trascendente al devenir. Es preciso que me sitúe en un observatorio invisible para poder juzgar el paso de las cosas (...) Más simplemente, el hecho de que "yo" pueda conjugar un verbo en todos los tiempos del pasado y del futuro testimonia con evidencia que mi enraizamiento en la duración se alía a una emergencia no menos cierta. Una aguda punta de mi ser culmina en el polo supremo e inmóvil. Mi conciencia del tiempo es también conciencia de la eternidad. Heme aquí, pues, situado en el instante, pero no cautivo de su movilidad; implicado en el presente inestable pero sin dejarme engullir por él. En cada uno de los puntos de la duración que me lleva hacia la horizontal, permanezco erguido en la vertical, fuerte en mi postura erguida y mantengo mi cabeza alzada hasta el cenit. Estoy atraído hacia dos polos contrarios, extremadamente tenso, hasta el sufrimiento, por su oposición, pero no dejo de reconicliarlos en mi persona, de darlos el uno al otro, de reunirlos en el acto indiviso de mi conciencia. Así, el instante se me presenta como la punta móvil por la que lo eterno se introduce, se inscribe, se actualiza en el registro móvil de la duración

Sólo el que está más allá del tiempo puede sentir su paso implacable, vivir del pasado y anticipar el futuro, como la persona hace, porque trasciende el tiempo, no se identifica con él.

EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD

El conocimiento de la verdad, aunque se trate de una verdad tan insignificante como el hecho de que yo ahora mismo esté escribiendo (o leyendo) algo (casualmente sobre la intemporalidad y la índole extracósmica del principio vital humano), revela la trascendencia del entendimiento humano, porque el conocimeinto de la más "pequeña" verdad nos sitúa ya en un "siempre": siempre será verdad que ahora estoy escribiendo (o leyendo).

Los entendimientos despiertos se han dado cuenta de esto: "estamos en contacto inmediato, en este mundo, en esta vida, con la eternidad, por un agujero, si se quiere, por una rendijita, pero con un mundo que no cambia, ni muere, ni se pudre, con la eternidad. En el alma se juntan la eternidad y el tiempo. ¿Cómo es esto posible? Aquí nos confrontamos con el misterio de nuestro propio ser. Un misterio, pero al mismo tiempo realidad positiva. No podemos esclarecerlo, pero su presencia nos esclarece aquellas otras palabras de Dios, cuando decía que somos dioses y todos hijos del Altísimo"

Las cosas mismas todas, terrenas, temporales, nos conducen como de la mano al reino de lo eterno. Bastantes versos de Juan Ramón Jiménez lo ilustran, como éstos:

Hojita verde y con sol
Tú sintetizas mi afán
Afán de gozarlo todo
De hacerme en todo inmortal.

Sucede que todas las cosas, por insignificantes que parezcan tienen algo que sólo el hombre lo descubre, cuando las mira atento: las cosas son, y su ser, aunque sea ínfimo y exiguo basta para exhalar el viento sutil que hincha las alas del espíritu, para remontar el vuelo hasta el reconocimiento y contemplación del Ser infinito, eterno. ¿Cómo, si no, pueden brotar de un corazón humano estos gritos de Juan Ramón:

Tarde última y serena, / corta como una vida, / fin de todo lo amado, / yo quiero ser eterno! / Atravesando hojas, / el sol, ya cobre, viene / a herirme el corazón. / Yo quiero ser eterno! /Belleza que yo he visto, / no te borres ya nunca! / Porque seas eterna, / Yo quiero ser eterno!

¿Qué extraña ilusión podría fabricar esa ansia incontenible de eternidad? ¿Puede un ser mortal inventar la inmortalidad?

VALOR TRASCENDENTE DE CADA ACTO HUMANO

Si el alma es inmortal, por ser incorruptible, por ser espiritual, por carecer de partes, de composición, y ser en sí, existir de suyo desde el momento de la creación, entonces todos sus actos libres, "personales" tienen también una dimensión de eternidad. Cada uno de nuestros actos, que sucedan ahora, en el tiempo, gravitarán decisivamente sobre nuestra eternidad.

Ciertamente, estimula y asombra saber que hay algo de eterno en nuestras acciones: que, dentro de la historia, somos capaces de apresar la eternidad; lo que crecemos en conocimiento y amor de Dios, y por Dios y en Dios a todas las criaturas, queda, si nosotros mismos no lo destrozamos, para la eternidad. La persona humana es pues el ser que está compuesto de cuerpo material y de alma espiritual, con entendimiento capaz de conocer la verdad objetiva, la verdad en sí misma, y con voluntad para amar el bien en sí mismo, con libertad que le permite llegar a ser "dueño de sí", señor de sí mismo, dueño de sus actos y de su eterno destino. Su valor supera el de todo el universo irracional. Impedir el desarrollo de ese señorío personal (de cada persona concreta), o distorsionarlo de algún modo, o anularlo, es indudablemente, un atentado de lesa Humanidad, es causar un daño de valor supracósmico y supratemporal. Es cargar sobre sí con una responsabilidad tremenda, asumir por toda la eternidad, una conducta criminal, que sólo podrá ser redimida por la misericordia de Dios atraída por una contrición profunda y una penitencia de algún modo proporcionada.

LIBERTAD, PRUEBA DE LA ESPIRITUALIDAD

La libertad es una manifestación de la índole espiritual del alma humana. El acto supremo en el que la libertad se manifiesta es aquél en el que demuestra su trascendencia y dominio sobre el cuerpo. No está en el mero hecho de escoger, o en el que el hombre «se proyecte según sus posibilidades», como dice Heidegger. El hombre, al elegir o al proyectarse, puede seguir más o menos conscientemente mil condicionamientos que le son extrínsecos; elige, por ejemplo, ser médico o ser abogado quizá porque su padre o alguno de sus parientes próximos ejerce ésta o aquélla profesión. Pero existe la libertad suprema, signo de la espiritualidad del alma: la libertad de decir que no, aun a contracorriente de mi corporeidad y contra todos los condicionamientos imaginables.

Mi cuerpo, lo que en mí es pura materia, puede estar arrojado a un calabozo inmundo, mis manos y mis pies encadenados, pero a pesar de ello yo sigo siendo libre, y aun cuando no sea dueño de mi corporalidad siempre podré decir que no a lo que se me pide. El hombre es libre porque su espíritu está por encima de todos los poderes terrenos, y son muchos los seres humanos que han demostrado así la victoria del espíritu sobre el cuerpo, el triunfo de lo que no es visible en su ser, sobre aquello que podemos percibir con nuestros sentidos. Escribe Sartre una frase en la que, sin darse cuenta, afirma la existencia del espíritu: «torturar a otro es obligarlo a renegar identificándose con su cuerpo que sufre»; es un intento de cosificación.

Pero mi yo, mi alma, que es la que da vida a mi cuerpo informándolo, siempre puede decir que no y si acaso la tortura u otra fuerza extraña me vence, tengo la impresión de haber traicionado mi ser, lo mas íntimo de mí mismo, y en el fondo, aun vencido y humillado, continuo para mis adentros diciendo ¡no!. Y si aconteciera que este decir no, me llevara a la muerte, marcharía hacia ella no como quien va a terminar su existencia, sino con la íntima e intensa satisfacción de que al desligarse de la corporeidad, cuando mi cuerpo se convierta en un cadáver, mi espíritu se verá libre de las ataduras temporales. Sé que lo que no es materia sobrevivirá, como lo han sabido de un modo u otro - pero siempre - los hombres de todas las civilizaciones que nos han precedido. Si yo soy ser espiritual, no puedo morir del todo. Heráclito decía, con mucha razón, que si el sol fuese consciente de su ocaso, sería inmortal.

EL SER PERSONAL TRASCIENDE LA DIMENSIÓN BIOLÓGICA

¿Podría subsistir el ser humano en el mundo si fuese mera vida biológica? ¿Hubiera podido llegar a multiplicarse y formar una pluralidad de miembros, si fuese un producto meramente intracósmico? Es un lugar común la inferioridad de condiciones en que nace el hombre en comparación con otras especies inferiores. Si fuese sólo animal no hubiera podido subsistir. El hombre es el único ser que no se vale por sí sólo. No nace, como otros animales sabiendo localizar el alimento y distinguir lo comestible de lo letalmente indigesto. Ya en el siglo IV antes de Jesucristo, Platón escribió en Protágoras el mito de Epimeteo y Prometeo, que son la descripción de la inviabilidad del ser humano como mera biología. La experiencia histórica no ha hecho más que confirmar la intuición del filósofo griego.

De otra parte, la facultad intelectiva no puede entenderse enteramente como resultado evolutivo de formas inferiores de vida, por lo mismo que la forma de vida del hombre no hubiese logrado subsistir más que un breve tiempo, insuficiente a todas luces para el largo periodo que una evolución semejante requeriría.

La pervivencia biológica del hombre sólo se explica si él es fundamentalmente espíritu, ser extra cósmico (es decir, substancia irreductible a materia), que no tanto se adapta al medio, como hacen los brutos, sino que lo transforma y convierte en habitable lo que no lo era.

LA SUPERSTICIóN MATERIALISTA

Es de advertir que esta concepción del hombre como trascendente al cosmos es muy razonable, aunque haya quienes no la comprendan. Me parece obvio que hay muchas razones para sostenerla. En cambio -como escribe el premio Nobel de Medicina Sir John Eccles- «el materialismo carece de base científica, y los científicos que lo defienden están, en realidad, creyendo en una superstición. El materialismo lleva a negar la libertad y los valores morales, pues la conducta sería el resultado de los estímulos materiales. El materialismo niega el amor, que acaba siendo reducido a instinto sexual: por eso, Karl Popper, uno de los pensadores actuales de más prestigio, ha podido decir que Freud ha sido uno de los personajes que más daño han hecho a la humanidad en el último siglo. Popper trabajó hace muchos años en una clínica de Viena donde se aplicaba el método freudiano y tuvo ocasión de comprobar que el método de Freud no era científico. El materialismo, si se lleva a las últimas consecuencias (que es lo que tiene que hacer cualquiera si científico pretende serlo), niega las experiencias más relevantes de la vida humana. Si el materialismo fuera verdad, "nuestro mundo" personal sería imposible», no habría podido llegar a ser.

Quien conserve un cierto sentido metafísico - por lo demás, natural al ser humano desde que despierta al uso de razón -, puede entender perfectamente lo que dice seguidamente John Eccles: «Del alma podemos conocer muchas cosas: los sentimientos, las emociones, su percepción de la belleza, la creatividad, el amor, la amistad, la libertad, los valores morales, los pensamientos, las intenciones... Es decir, todo "nuestro mundo"; en otras palabras: lo más específicamente humano. Porque todo esto que acabo de mencionar se relaciona con la voluntad. Y es en la experiencia de la voluntad donde se estrella el materialismo y cae por su base. El materialismo no puede explicar el hecho de que yo quiera hacer algo y lo haga.

»De una parte, la actividad cerebral nos permite realizar acciones de modo automático. Hay mucho automatismo en nuestra conducta. Pero también es claro que existe un nivel de conciencia en el que la originalidad de la decisión es patente. Por ejemplo, cuando camino, "quiero" ir más deprisa o más despacio. Incluso podemos envolver casi todo en la conciencia: "quiero" andar con aire de Charlot, pensando cada paso y cada movimiento...»

Sobre la fácil pero falsa reducción del alma a cerebro es también ilustrativo lo que dice el eminente científico: «Hasta hace poco, nada sabíamos de ondas electromagnéticas y de áreas cerebrales, y hay gente que no lo sabe tampoco ahora. Pero todos, y desde antiguo, sabemos de "nuestra vida". Y nuestra vida la expresamos en palabras y acciones, para lo cual necesitamos obviamente el cerebro, pero también necesitamos muchas veces de la laringe o de los músculos de la mano; y ni la laringe ni la mano son el origen o la explicación de "nuestra vida". Tampoco lo es el cerebro. El cerebro no explica qué es y cuál es el origen de "nuestra vida" humana, personal, inteligente y libre. Desde luego es muy importante investigar sobre la físico química cerebral, pero quien sabe de "nuestra vida" es nuestro "yo", no el cerebro. Y nuestro "yo" no es en modo alguno un producto físico químico».

CONCEPTO DE "ESPIRITU"

Este es un concepto que, según Zubiri y la mayoría de los historiadores, escapó a la filosofía griega. Es, sin embargo, el concepto con el que comienza la especulación metafísica en el Occidente europeo. La filosofía cristiana lo ha depurado y caracterizado, tanto desde el punto de vista positivo como negativo.

a) negativamente:

el "espíritu" o "sustancia espiritual" no es un ser extenso, espacial, sensible ni meramente psíquico;

tampoco es temporal, aunque viva en el tiempo: sobrepasa y está mensurada por una duración superior al tiempo;

es una vida que trasciende a las leyes físicas y a las operaciones biopsíquicas de crecimiento, metabolismo e instintos.

b) positivamente:

es una sustancia simple, y por ello indivisible de suyo: constituye un todo en sí misma;

es de suyo subsistente: subsiste en sí y por sí, con independencia de la materia;

sus operaciones principales -entender y querer libremente- puede ejercerlas al margen del cuerpo.

En consecuencia: es incorruptible e inmortal, y, para existir ha de ser creada por Dios.

CÓMO SE PUEDE DEMOSTRAR LA ESPIRITUALIDAD DEL ALMA

Precisamente partiendo de sus operaciones principales podemos concluir que el alma humana es espiritual, por serlo sus operaciones: conocimiento intelectual y volición libre, irreductibles e independientes de la materia.

Ahora bien, esta demostración no podrá ser de tipo físico o biológico, en una palabra, empírico. La ciencia empírica no tiene autoridad - ni método ni objetivo - para pronunciar algún veredicto sobre la existencia o inexistencia de un alma espiritual, precisamente porque, por definición, lo que sea espiritual no puede entrar en el campo de observación de las ciencias que experimentan magnitudes cuantificables de un modo material. Las ciencias naturales sólo alcanzan objetos materiales y sensibles.

Los buenos científicos comprenden bien que las ciencias naturales no puede decir nada sobre la sustancia espiritual; que es natural que el hombre no reduzca su conocimiento a lo que puede ser conocido, observado y experimentado por la ciencia natural (física, biología, etcétera); que es muy plausible la afirmación de la espiritualidad del alma humana.

No se tambalean las pruebas de la espiritualidad del alma cuando algún científico la niega. También lo niegan algunos labradores y poetas, con el mismo grado de competencia que ellos en este asunto. Esto no es nuevo. En el siglo XIII Tomás de Aquino se refiere a «la creencia de muchos que pensaban que lo que no es cuerpo no tiene ser, los cuales no tuvieron valor para trascender la imaginación, que versa únicamente sobre lo corpóreo. Opinión que el libro de la Sabiduría (Sab 2, 2) atribuye a los "insensatos" (insipientium), que dicen del alma: "humo y aire es nuestro aliento, y el pensamiento una centella del latido de nuestro corazón"»

Sin embargo, los científicos empíricos son personas, y como tales gozan de entendimiento y libre voluntad, por lo que -como todo ser humano-, si quieren, son capaces de pensar también al modo del filósofo y comprender que hay una dimensión humana que es imposible explicar por medio de la ciencia empírica. Por ejemplo, en el simposio de la Academia Internacional de Filosofía de las Ciencias celebrado en Bruselas el año 1980 se trató el tema de "lo corporal y lo mental". De ahí salió la obra colectiva Le mental et le corporel. Allí la mayoría de los científicos y filósofos asistentes -todos especialistas conocidos- admitían la existencia del espíritu humano, al extremo que provocó cierta irritación en el pequeño grupo que lo negaba.

Por lo demás, la superación del materialismo no va unido necesariamente a creencias religiosas. Importantes pensadores sin ninguna creencia religiosa afirman la existencia de dimensiones humanas irreductibles a lo material. Por ejemplo, tanto Shopenhauer como Popper entienden que el materialismo radical es la filosofía de un sujeto que ha olvidado tenerse en cuenta a sí mismo.

QUE SIGNIFICA "SER LIBRE"

Ser libre quiere decir, pues:

a) que no sólo se es capaz de optar o no optar y de elegir entre diversas opciones. Esta libertad, meramente psicológica, seguramente también la tiene en cierto grado el famoso asno de la fábula - falsamente atribuida al escolástico Buridán. Dice que si un asno hambriento estuviera ante dos montones de paja exactamente iguales moriría de hambre, porque ambos montones le atraerían con idéntica fuerza, lo cual para un ser carente de capacidad de autodeterminación supondría una mortal perplejidad. No lo creo, de ninguna manera. El asno también es libre de escoger entre dos montones de paja iguales, no moriría de hambre en semejante coyuntura; seguro que elegiría uno u otro. ¡Hasta ahí es capaz de llegar el asno!.

b) Lo que no tiene el asno es el dominio de sus actos, y el hombre sí. El hombre es dueño de sus actos en tanto que se encuentra radical y operativamente abierto a la totalidad del ser, de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello. Con sus operaciones de entender y querer -si bien imperfectamente- lo puede abarcar todo, incluso, como ya hemos anotado, de alguna manera, a Dios, al que fácilmente llega si discurre correctamente, guiado por una voluntad que aspira no tanto a bienes particulares como al Bien absoluto. Esa apertura tensa de la subjetividad - sin perder intimidad - a todo el horizonte del ser, es lo que confiere a la persona la superioridad esencial y la dignidad eminente en el mundo; y revela un ser trascendente al mismo, radicalmente extra cósmico.

La apertura al Bien absoluto origina una natural "tensión" de la voluntad a ese Bien, que no puede "descansar" en ningún bien particular, finito o limitado. Por eso ninguno de éstos es capaz de dominar o determinar nuestra voluntad, que ante lo limitado permanece siempre dueña de sí. No por indiferencia ante los bienes parciales, sino porque goza de una tensión más vigorosa al Bien total que le deja dueño de sus naturales inclinaciones a todo lo que, siendo atractivo, no es el Bien absoluto. Al hombre puede atraerle mucho cualquier bien finito, pero como su ser es "tendencialmente infinito" nunca queda determinado - atrapado, encadenado - del todo por lo finito.

Esta superioridad viene dada por la categoría, "densidad" o, si se prefiere, "intensidad" de la sustantividad de su ser, que le sitúa por encima de todas las posibilidades de los seres irracionales, por evolucionados que sean, por perfectos que hayan llegado a ser. La perfección de la persona no es sólo un grado más de una supuesta evolución perfectiva, sino una perfección esencialmente trascendente a todo el cosmos. La persona tiene un principio y un desarrollo vital extra cósmicos.

Gracias a este dominio sobre sus propios actos, el hombre puede llegar a dominar a los demás seres del universo. El Génesis es ilustrativo, y aun cuando no se considere aquí su carácter de libro inspirado por Dios, preciso es reconocer que acierta cuando dice que Dios creó al hombre - macho y hembra los creó - y les dijo: "llenad la tierra y dominadla".

INTIMIDAD E INTERSUBJETIVIDAD

La persona se experimenta como individuo único e irrepetible: incomunicable en cuanto al ser pero comunicable en cuanto al conocer y el querer. Es comunicabilidad la aptitud para la relación intersubjetiva, es decir, la facultad de entrar en relación cognoscitiva y afectiva con todo cuanto existe y muy especialmente con los otros "yo". El yo, de alguna manera, puede apropiárselo todo mediante el conocimiento. Puede salir en cierto modo de sí mismo y penetrar en la realidad de las cosas, "intus-legere", leer "dentro" de ellas, descubrir su verdad, desvelarla y distinguirla de lo irreal; identificarse cognoscitivamente con todo lo que no es el yo y volver de nuevo adentro de sí y establecer una especie de diálogo consigo mismo en un espacio íntimo, interior, en el que puede vivir como a solas consigo mismo. La intimidad es autopresencia y supone la capacidad reflexiva. El hombre, la persona, se revela como dotado de una intimidad radical que no es hermética, al contrario, desde ella puede interiorizar todo el mundo. Por lo cual Aristóteles afirmó sin restricciones que "el alma (humana) de alguna manera lo es todo".

Aquí se manifiesta ya de una manera muy clara la excelencia del ser personal, que quiere expresar la palabra "dignidad". El hombre es el único ser verdaderamente libre, íntimamente libre, que hay en nuestro universo material. Y esto es así, es posible, porque nuestro horizonte no tiene límite, es estrictamente hablando irrestricto: todo lo que de algún modo "es", incluso el Ser que Es por Esencia (Dios) puede ser objeto de nuestro conocimiento.

EXCELENCIA DEL SER PERSONAL

Tomás de Aquino afirma que persona significa lo que hay de más perfecto en la naturaleza. Es lo que participa más plenamente en el ser; es el más alto grado que puede darse de participación en el ser. La persona es "más ser" que los demás seres no personales, hasta el punto de que no puede derivar de nada anterior. La persona es de tal entidad que sólo puede tener un origen divino, es decir, sólo puede proceder por creación "ex nihilo" (de la nada), por la omnipotencia de Dios.

LA PERSONA ES MAS QUE INDIVIDUO DE UNA ESPECIE

La persona es, pues, mucho más que un "simple - individuo - de - una-especie". Ya hemos dicho que posee "interioridad", capacidad de "reflexión" y por ello de "autodeterminación", de "dominio de sí". Es un sujeto "sui iuris", como de antiguo se dice. Su "yo" es singular, insustituible, intransferible e irrepetible. Nadie puede decir "yo" en su lugar.

LLegamos así al punto que nos habíamos propuesto desde el principio y que considerámos de enorme interés. Quizá no se había llegado a una formulación precisa y coherente de ello hasta estos últimos lustros. Y ha pasado al dominio general de los estudiosos gracias, principalmente, a la antropología filosófica y teológica de Juan Pablo II. Con su magisterio, ha hecho posible que ya nadie pueda pensar que ofende a Dios si dice que la persona es un fin en sí misma.

No hay dialéctica entre la gloria de Dios y la gloria del hombre, al contrario, la gloria de Dios es - como dice un Padre de la Iglesia - precisamente "que el hombre viva"; en otros términos, que el hombre llegue a ser todo lo que deba ser, que aparezca con toda la dignidad que le corresponde por ser criatura, hecha por Dios a su imagen y semejanza. Es Dios quien esta interesado en subrayar la dignidad de la persona humana, de modo que no le hacemos ofensa, al contrario, cuando nosotros la subrayamos. Lo absurdo, o si se prefiere, lo "in-sostenible" sería - es - presentar esa dignidad desvinculada de la dignidad de Dios creador. Este fue el pecado de Eva y de Adán: quisieron ser como Dios, pero no como los hijos se asemejan a sus padres, sino como dioses autónomos y autosuficientes; como si pudiesen organizarse una existencia estupenda al margen de Dios, como si ellos pudieran sostener por sí mismos su ser y su dignidad. Esto es el pecado, ésta es la gran mentira.

Nuestra dignidad es prestada, como nuestro ser. Lo que sucede es que Dios nos da el ser, y con el ser la dignidad que le corresponde, y lo hace con tan generosa perfección, - por decirlo de algún modo -, tan suavemente, que lo que es suyo - el ser y la dignidad - pasa a ser, por participación, verdaderamente nuestro. De manera que mi yo sin Dios no es nada, pero por El y sobre todo con El y ante El, mi yo es tan mío que es - si nos está permitido hablar así - enteramente mío y yo mismo. Mi vida es un don divino, tan divino que parece autosuficiente, tan divina que cabe sentir la tentación de querer "ser Dios".

Es ciertamente algo tan divino la persona, que Dios me quiere por mí mismo. "El hombre - enseña el Concilio Vaticano II y repite incansablemente Juan Pablo II -, es la única criatura que Dios ha querido por sí misma", es el único ser de este universo que Dios quiere por sí mismo. Dios me ha creado no para servirse de mí. ¿En qué podría yo servir a Dios, en el sentido de aportar algo a su Vida? ¿Hay algo que Dios no tenga que yo le pueda dar? Dios me ha creado para darse El a mí, para que yo - querido por mí mismo - sea eternamente feliz con El, en El y por El, con su Amor, en su Amor, por su Amor.

IV. LA PERSONA ES UN FIN EN SI MISMA, NO DE SÍ MISMA

La persona, para Dios, no es un medio, sino un fin; tiene dignidad no de medio, sino de fin; no de instrumento, sino de sujeto con valor último. Con motivo infinitamente más grave, ninguna criatura tiene derecho a tratar a otra persona como "su" medio o "su" instrumento. La persona creada no puede considerarse como un simple medio para la perfección del mundo o de una especie, aunque se trate de la humana. La persona no existe sólo para representar una especie, como acontece a los individuos irracionales, que no tienen dominio de sí, ni del mundo, ni saben lo que hacen, ni para qué lo hacen, ni para que sirven. La persona no ha sido creada por otro fin distinto de ella misma. La persona no es "para" nadie en el sentido de "medio" o "instrumento" utilizable para alcanzar los fines de "otro", ni siquiera de Dios.

LAS PERSONAS CREADAS NO SON FIN DE SI MISMAS

Ahora bien, no es menos cierto que siendo la persona un fin en sí misma no es en modo alguno fin de sí misma. Las personas creadas no son "último fin de sí mismas". Ultimo fin sólo es Dios. Pero insisto, Dios nos crea no como "medios" para obtener El algo que no tenga o no pueda. Esto es imposible. Si decimos que el fin del hombre es dar gloria a Dios, no queremos decir que Dios "necesite" que le demos gloria, sino que nosotros necesitamos dar gloria a Dios para ser hombres cabales, perfectos, intelectual y afectivamente "satis-fechos".

Dios no me ha creado para convertirme en "medio" de conseguir algo "para El". No; El me ha creado por amor, porque El es amor. Y me ha creado para el amor, para amarme y para que yo encuentre en El la infinitud de la perfección, que no es otra cosa que Amor.

En rigor, a Dios sólo le interesa el amor, precisamente porque El es Amor. Tan es así, tanto ama nuestra personeidad, y nuestra libertad, que incluso corre el riesgo de que la usemos mal y nos condenemos eternamente a no amar ya nunca más; que elijamos la aberración de no amarle. Porque lo único que le interesa es que amemos, y no de cualquier manera, como, por ejemplo, el ratón ama el queso y va flechado a él si tiene hambre; sino como seres libres, que quieren porque quieren, en otras palabras, que aman porque eligen amar, es decir, que aman con un amor que no es de necesidad sino de dilección. Este es el amor más alto y perfecto, este es el amor con que Dios lo ama todo, que en la criatura (que nunca pueda ser infinita en acto perfecto), conlleva el riesgo de poder elegir no amar y no querer al Amor. Misterio no pequeño, ciertamente, es esa "predilección" de Dios por el amor de dilección, que lo quiere de tal modo que corre el riesgo de la traición.

Esto no lo entendemos del todo porque no podemos tampoco entender hasta el fondo la hondura de un Amor infinito. En la medida en que se conoce el Amor - es el caso de los santos - se entiende la decisión divina. Cuando alguien está muy unido a Dios por el amor, entiende más el amor, la libertad, el infierno y el cielo, en fin, el valor inmenso de cada persona, la encarnación del Verbo, su nacimiento en Belén, su trabajo en Nazaret, su salir al encuentro de las gentes, su pasión, su cruz y su resurrección...

LO JUSTO ES EL AMOR

El valor de la persona es tal -escribía el entonces Cardenal Karol Wojtila, hoy Romano Pontífice Juan Pablo II- que ante ella sólo el amor es la actitud justa. Y el amor quiere al otro por sí mismo, no porque le sirva o resulte útil. La persona no se encuentra en la lista de las cosas "útiles" o "instrumentales". Por eso dice A. Rodriguez Luño: "siempre que tu acción se refiera a la persona, propia o ajena, no olvides que no estás ante un simple medio instrumental; ten en cuenta, por el contrario, que ella tiene también su propia finalidad."

Dios no nos crea y ama porque le resultemos "útiles". Dios nos amaría aunque estuviésemos paralíticos del todo, aunque "no sirviéramos para nada". Dios no nos ha creado para "servir-le" sino para amar, para amarnos y para que le amemos. Y resulta que al amarle, nuestro mayor gozo es servir a sus designios de amor sobre la Humanidad. En el fondo, cuando el hombre es generoso con Dios, al querer a Dios, quiere lo que Dios quiere, y sin querer está sirviendo a toda la humanidad y a sí mismo. La persona vale en la medida en que ama, un hombre vale lo que vale su corazón. Y mientras el corazón esté latiendo y sea capaz de amar o de convertirse al amor, es un crímen quitarle la vida, también cuando se hace "por compasión". Esa compasión más bien es un egoísmo de los que tienen que sufrir algo con el "inútil", porque si le amarán de verdad, lo que harían es consolarle en el sufrimiento, poner todos los medios a su alcance para persuadirle, si no lo está, de que su existencia, sigue siendo más valiosa que el universo y merece cualquier sacrificio.

Dios nos trata con gran "reverencia", dice la Escritura. Pues bien, si esto es así, si Dios se niega a tratarnos como "medios" o simples "instrumentos", quiere decir que cuando la criatura humana trata a otra criatura humana como "medio" de satisfacer sus caprichos o sus apetencias personales, por legítimas que éstas sean de suyo, ofende gravemente al Creador, porque está tratando a la persona como una cosa, está asumiendo un dominio sobre el otro que ni siquiera Dios reclama para sí.

UNA CONSECUENCIA PRACTICA PARA LA BIOETICA

La pareja que se crea con "derecho" a "tener un hijo", está negando al hijo la cualidad y los derechos de la "persona"; niega de hecho que sea "un fin en sí mismo" y lo convierte en "medio" para satisfacer las propias apetencias, cosa que no hace ni el mismo Dios. No cabe olvidar que en ningún caso el fin bueno justifica un comportamiento intrínsecamente malo. Y, sin duda, tratar a la persona como medio, es muy grave.

La persona que se arroga el "derecho" no de engendrar mediante un acto de amor (único modo digno de poner en la existencia a una persona), sino de "producir" el ser de otra persona, está tomando a la persona no como lo que es y ha de ser -un don del Creador-, sino como una cosa de la que puedo disponer a mi antojo, como algo que está a "mi servicio", como un "medio" de satisfacer apetencias que pueden ser muy nobles, pero que no justifican la reducción de lo que sustancialmente es fin, a un simple "medio para mí".

Ya se comprende que instrumentalizar, objetualizar, cosificar de un modo u otro la persona es algo monstruoso: éticamente, o lo que es lo mismo, humanamente hablando es una barbaridad, un acto salvaje, vale decir un "sacrilegio", porque no en balde se ha dicho siempre en el cristianismo y aun al margen de él, que la vida humana - toda vida humana - es sagrada . Y lo es cualquier que sea su raza, su buena o mala formación o su pequeño o grande tamaño.

FINITUD E INDIGENCIA

La persona humana no puede vivir sólo en su intimidad y de su intimidad. La autoposesión y autonomía no equivale a autofundamentación o autosuficiencia. La persona humana no sólo tiene un cuerpo que requiere de un ámbito del que nutrirse, en el que moverse y respirar, en definitiva, subsistir. Su ser y su vivir es finito: no es pleno ni autosuficiente. Incluso su vida intima necesita nutrirse de lo que no es él mismo: del conocimiento de cosas que no son "yo" y del amor de "yoes" que no son "yo".

LA PERSONA N0 CREA EL SENTID0 DE SU EXISTENCIA

No es creadora de sí. Su sentido se lo da el Creador. Está sujeta a un orden ético objetivo. Esta obligada a ciertas prestaciones sociales y profesionales. Incluso en casos extremos puede y debe hacer un sacrificio personal notable y total, que coincida con la realización más excelsa y la valoración más plena de su personalidad ética.

Todo esto se encuentra en las raíces éticas de nuestra civilización y su fundamentación última se halla en el hecho de la Creación (Dios). Además, a la luz de la Revelación la persona se ve realizada al presentarse como imagen hecha a semejanza de Dios y llamada a la filiación divina en Cristo Jesús. Dios ha creado al hombre para que sea señor de sí mismo y del mundo: "Creced y multiplicaos y dominad la tierra..."

Todo el universo nuestro ha sido creado para ser dominio del hombre; para que el hombre sea señor del universo. ¿Cómo se hará esto? Mediante el conocimiento científico y las técnicas que de él se derivan. Pero la ciencia y la técnica servirán al señorío del hombre sólo si de veras "sirven" al hombre, es decir, si respetan y velan por la dignidad de la persona humana, si tratan a la persona no como un medio, sino como un fin. Pero si la ciencia y la técnica se utilizan para "cosificar" al hombre, para convertirlo en un medio para otros individuos o colectivos, en objeto de experimentación o en simple instrumento de placer, entonces sería mejor ignorarlas completamente.

Desvelar cada vez más la dimensión inconmensurable de la persona, es lo que todos, científicos y humanistas, obreros y empresarios, eruditos o ingenuos, habríamos de hacer sin cansancio. Si así lo hacemos, estoy convencido de que el futuro nos va a sonreír.

Pero cuando alguien habla con "esperanza en el futuro", yo le pregunto o, al menos, me pregunto: "y ¿quién es el futuro? ¿quién es "ese señor"? La respuesta habría de ser: ese "señor" al que me refiero -si es alguien- no puede ser otro que el Señor de la Historia. Es Dios, que no era ni será, sino que sencilla y magníficamente ES. Y así la esperanza no es un simple deseo de que las cosas vayan mejor, sino un saber cierto: si yo hago esto, es seguro que el futuro me sonríe.

ERRORES SOBRE LA PERSONA

Como es bien sabido, en la época de Descartes, el pensamiento se encontraba en un atolladero. Reinaba el escepticismo. No parecía ser posible la certeza: ninguna certeza.

Descartes, sin embargo tenía una confianza absoluta en la razón, concretamente en "su" razón. Analizó la duda en sí, fingió una duda universal, a ver qué pasaba. Y le pareció claro que si dudaba de todo, una cosa era cierta, que dudaba. Y si dudaba, pensaba. ¡Pienso!... ¡Luego existo!

Esto le parecía de una evidencia indiscutible. Puedo dudar de todo menos de que pienso. Y Descartes pensó que su pensamiento se bastaba para demostrar que existe todo cuanto existe.

Este argumento condujo a verdaderos quebraderos de cabeza. Pero ahora nos interesa uno: Descartes, entusiasmado con el pensamiento, considero claro e inequívoco que la esencia del alma consiste en pensamiento. De modo que el alma sería el yo pensante. Descartes identifica el yo con el pensamiento, el alma con la consciencia. Ser persona será lo mismo que ser consciencia.

"¿Qué soy yo entonces? -se pregunta-. Una cosa que piensa. Y qué es una cosa que piensa? Una cosa que duda, que entiende, que afirma, niega, quiere, rehusa, y también imagina y siente"

Descartes llega a identificar a la persona con sus actos.

Ser = pensar = consciencia = persona = actos de la persona

Descrates piensa que el alma sigue existiendo cuando dormimos, pero fiel a su error, concluye que el alma piensa cuando está dormida... en virtud de sus ideas innatas.

MAX SHELLER

Como sucede con otros errores cartesianos, cuando evolucionan se vuelven explosivos. Como no es muy convincente lo de que el alma piense mientras duerme, pero el problema ya está planteado, entonces vendrán otros, como Max Scheller, que dirán: "la persona no es, actúa". Dice que "en cada acto está la persona total y toda la persona cambia en cada acto... No es necesario un ser permanente que se conserve a sí mismo en esta sucesión de actos" . Hume suscribiría gustoso esa frase. Scheller imagina personas colectivas, personas morales, pero no en un sentido meramente jurdico, sino real.

Ha quedado identificado ser (persona) y consciencia.

Consecuencia: si algo no es consciente no es persona.

Parece que el niño en el seno de su madre no tiene consciencia de sí. Luego, no es persona. Luego, no tiene derecho a la vida, etctera.

De este modo queda patente la necesidad de un conocimiento metafísico, verdadero, de la persona, que llegue hasta la "personeidad" misma, que no puede ser una perfección a la que se accede por alguna actividad u operación, sea la consciencia o cualquier otra.. La "personeidad" tampoco es una perfección que admita grados, que pueda existir según mayor o menor medida. Se es persona o no se es. Lo que no tiene sentido es pensar que alguien es "un poco" persona, "no tanto" como, por ejemplo, yo.

Las perfecciones que la persona alcance no la convertirán en "más persona", no le conferirán más "personeidad". Harán de ella una persona "más perfecta", pero no "más persona". Ninguna actividad puede constituir en persona. La personeidad ha ser anterior a toda operacin "personal"; la personeidad se encuentra ya en el acto de ser ya natuarleza racional.

Es claro, que siendo la persona lo más perfecto que hay en la naturaleza, ha de tener la capacidad de ser consciente de sí. Pero el hombre "no es persona por la autoconciencia, sino por la capacidad correspondiente. El yo personal del hombre no consiste en ningún acto de consciencia, sino en ser capaz de realizar esos actos" .

Así como un maestro lo es no porque esté dictando ahora mismo alguna lección magistral, sino por tener habitualmente la sabiduría, tampoco hace falta tener actualmente la conciencia de sí para ser persona. El matemático no deja de serlo cuando duerme, ni cuando despierto piensa en otras cosas. Tampoco hace falta que la persona tenga en todo instante la consciencia del yo, aunque esta consciencia sea algo más que un hábito intelectual o moral.

Lo necesario para ser persona es tener no la conciencia en acto, sino la capacidad de llegar a tener conciencia del yo. Y esa conciencia no se adquiere en el preciso momento en que se realiza, sino que ha de ser previamente dada, con la perfeccin ontológica de la persona.

¿Qué pasaría si el yo fuese lo mismo que la conciencia del yo? Pues que las pausas o interrupciones la anularían y entonces no existiría realmente ese yo único del que tengo experiencia, al que refiero todos los actos -presentes y pasados- de que tengo conciencia. Tampoco habría razón para atribuir a un mismo sujeto tanto las manifestaciones de la autoconciencia como el cese de ésta. Y la misma serie de actos de consciencia podrá referirse a una misma persona o a otra.

La memoria carecería de sentido y toda responsabilidad sera ilusoria. Ilusorio sería también todo proyecto de futuro en cuanto que pudiese estar mediado -al menos en su realización- por alguna interrupción de la conciencia que lo concibiera.

Lo lógico es concluir que el yo no se identifica con la conciencia.

Pero la identificación cartesiana de ser y consciencia hace fortuna en el llamado pensamiento moderno y va radicalizándose, hasta el punto que Hegel, que comienza siendo un exaltador de la conciencia personal, acaba disolviendo la persona en el Absoluto: como el Absoluto lo es todo y todo no es más que un "momento" del Absoluto, la persona queda reducida a nada: ha perdido la subsistencia individual.

El marxismo, por su parte, reaccionó ante esas teorías construídas por el idealismo inmanentista, pero no consiguió salvar la persona. En Marx la persona es literalmente nada, cede su puesto a la colectividad. La persona es lo que la colectividad le deja ser o quiere que sea. No hay normas o leyes objetivas y universales para la persona.

Anexo I

ANTROPOLOGIA, DIGNIDAD HUMANA

"¡No tengáis miedol" No tengáis miedo del misterio de Dios; no tengáis miedo de Su amor, ¡y no tengáis miedo de la debilidad del hombre ni de su grandeza! El hombre no deja de ser grande ni siquiera en su debilidad. No tengáis miedo de ser testigos de la dignidad de toda persona humana, desde el momento de la concepción hasta la hora de la muerte".

El hombre es sacerdote de toda la creación, habla en nombre de ella, pero en cuanto guiado por el Espíritu

Evangelio... Es una gran afirmación del mundo y del hombre, porque es la revelación de la verdad de su Dios. Dios es la primera fuente de alegría y de esperanza para el hombre. Un Dios tal como nos lo ha revelado Cristo. Dios es Creador y Padre; Dios, que «amó tanto al mundo hasta entregar a su Hijo unigénito, para que el hombre no muera, sino que tenga la vida eterna» (cfr. Juan 3,16).

Obviamente, lo contrario de la civilización de la muerte no es y no puede ser el programa de la multiplicación irresponsable de la población sobre el globo terrestre. Hay que tomar en consideración el índice demográfico. »Y la vía justa es lo que la Iglesia llama paternidad y maternidad responsables. Los centros asesores familiares de la Iglesia así lo enseñan. La paternidad y la maternidad responsables son el postulado del amor por el hombre, y son también el postulado de un auténtico amor conyugal, porque el amor no puede ser irresponsable. Su belleza está contenida en su responsabilidad. Cuando el amor es verdaderamente responsable es también verdaderamente libre.»

(En la Instrucción Vitae donum y JP II)

La persona es mucho más que un "simple-individuo-de-una-especie". La persona - es decir, "yo", y "tú" - posee "interioridad", capacidad de "reflexión" y por ello de "autodeterminación", de "dominio de sí". Es "sui iuris", como decían los antiguos. Mi "yo" es singular, insustituible, intransferible, irrepetible. Nadie hay como yo, ni que pueda decir "yo" en mi lugar.

Esto significa que yo, en rigor, no soy "medio" o "instrumento" para la perfección del mundo: soy un fin en mí mismo. Yo no existo sólo para representar una especie (aunque sea la humana), como les acontece a los individuos irracionales, que no tienen dominio de sí, ni del mundo, ni saben lo que hacen, ni para qué lo hacen, ni para qué sirven. La persona no existe para otro fin distinto de sí misma. La persona no es "para" nadie, en el sentido de "medio" o "instrumento" utilizable para alcanzar los fines de "otro". Este es un punto capital que subraya la Instrucción "Vitae donum", que interesa enormemente.

Yo, por supuesto, no soy "último fin" de mí mismo, porque soy criatura. Ultimo fin sólo es Dios. Yo soy criatura de Dios, por tanto "yo soy de Dios". Pero Dios no me crea como "medio" para obtener algo de mí. Yo no puedo darle nada que no tenga. Yo, en rigor metafísico, no "sirvo de nada a Dios". Dios no necesita para nada de mí, ni de nadie. Y sin embargo, libérimamente me ha creado. ¿Por qué? ¿Para qué?

No para convertirme en "medio" suyo, sino para que en mí se encuentre el último por qué y para qué de mi existencia, es decir, el Amor, su Amor. Dios es Amor, y sólo crea por Amor y para el Amor. Dios me ha creado con entendimiento y libre voluntad porque me ama, me ha amado eternamente y me crea para seguir am ndome y para que yo le ame.

Esto es ciertamente impresionante. Aunque yo no sirviera "para nada", Dios me hubiera creado y amado igualmente. Por eso Juan Pablo II no se cansa de repetir con el Concilio Vaticano II que "el hombre es la única criatura que Dios ha querido por sí misma" (GS 24). Tan es así, tanto ama Dios mi yo, mi cierta autonomía, mi libertad, que incluso corre el riesgo de que quiera usarla mal y me vaya para siempre al ínfierno.

Es un gran misterio éste del amor de Dios a mi yo, a mi libertad, y su respeto a mi dignidad.

"El valor de la persona es tal - escribía el entonces Cardenal Karol Wojtila - que ante ella sólo el amor es la actitud justa". Y el amor quiere al otro por sí mismo, no porque le sirva o resulte útil. La persona es un ser singular en el universo visible: vale en sí mismo y por sí mismo y no en razón de otra cosa: no se encuentra en la categoría de las cosas "útiles" o "instrumentales". Por eso se ha dicho: siempre que tu acción se refiera a la persona, propia o ajena, no olvides que no est s ante un simple medio instrumental; ten en cuenta, por el contrario, que ella tiene tambi‚n su propia finalidad".

Dios no me ha creado para que resulte útil, sino para amar. Otro asunto sería examinar las consecuencias de ese Amor. Pero lo que se colige de la Instrucción es la gran reverencia, como dice la Escritura, con que Dios trata a esas im genes suyas que somos los seres humanos. Pues bien, si Dios me trata de este modo; si se niega a tratarme como "medio" o simple "instrumento", quiere decir que si alguien se atreve a tratarme como un "medio" y no como "un fin en mí mismo", es que me est tratando como una cosa u objeto para satisfacer su capricho o sus apetencias, y por nobles que ‚stas sean, ofende gravemente a mi Creador, porque est asumiendo un dominio sobre mi persona que ni siquiera Dios reclama para sí. En la pr ctica est negando mi personeidad.

La pareja que reivindique el "derecho" a un hijo, est proclamando del modo m s elocuente que no sabe qué es un hijo, qué un ser humano, qué una persona. Lo que est deseando es quiz una cosa, un juguete, un perrito faldero, un seguro de vida o de lo que sea; es decir, cualquier cosa, menos "una persona". Esa pareja es un peligro para la sociedad (hay que educarla con la verdad unida a la caridad. Y vale aquí lo que decía T.S. Eliot: "una ilusión es algo de lo que hay que volver"), y quien se preste a satisfacer esas ilusiones, peligro mayor.

Están creando una nueva esclavitud ignorada hasta la fecha, que la futura humanidad ver con horror, de un modo semejante a como los civilizados de hoy vemos la trata de blancas o la venta de negros. Por eso, pienso que en el siglo XXI erigir n un monumento tanto a la "Humanae vitae", como a la "Vitae donum". Vale la pena leer, tambi‚n entre líneas, esos documentos. Ya que no podemos asimilarlos por ingestión, hagásmolo por estudio, aunque haya de ser lento. Ser hombre, humanizarse, es siempre una tarea larga, un tributo costoso a la paciencia. Pero vale la pena.

Antonio Orozco

Gentileza de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL