Tomás de Aquino, biografía y semblanza.
por Santiago Fernández-Burillo
Los
Aquino de Roccasecca
Tomás de Aquino nació a finales de 1224 en el castillo de Roccasecca en la
provincia de Nápoles, hijo y nieto de la nobleza guerrera. Sus padres,
Landolfo de Aquino y Teodora de Teate, eran de origen lombardo y normando.
Landolfo prestó servicios al emperador Federico II y llegó a ser Justicia de
la Tierra de Labor, del reino de Sicilia, dignidad equivalente a Gran
Canciller, señor de toda la administración civil y judicial. Tuvo seis
hermanos varones, guerreros y políticos y cuatro hermanas, tres casaron con
condes y Marotta, la mayor, fue benedictina y abadesa. Reinaldo, un hermano de
Tomás, es el primer poeta en lengua italiana, precursor del “dolce stil
nuovo”.
El señorío de Aquino era vecino de Monte Casino, abadía benedictina desde
cuya altura se domina el acceso al norte de Italia, gobernada por un abad con
atributos feudales. Landolfo lo envió allí con 5 años, en calidad de “oblato”
(aspirante a monje), soñando un futuro para él y para el peso social de la
familia, y Tomás se formó en humanidades, música y religión en Monte
Casino hasta los 14 años.
Entre el Emperador y el Papa
En 1239 Federico II Hohenstaufen (1194-1250), rey de Sicilia y emperador del
Sacro Imperio Romano-Germánico, entró en los Estados Pontificios, movido por
la ambición de hacer de Roma la capital de su Imperio. Sus tropas quemaron
conventos, asesinaron frailes y se apoderaron de bienes eclesiásticos. Aquel
emperador dos veces excomulgado, declaró repetidamente la guerra a la Liga
Lombarda y al papa; emprendió una extraña cruzada y se coronó a sí mismo
rey de Jerusalén, aunque a cambio fundó una colonia musulmana en el sur de
Italia, y le erigió una mezquita; había fundado también la Universidad
civil de Nápoles, para competir con las eclesiásticas, adoptaba atuendos y
costumbres orientales y llevaba en su corte ambulante eunucos, bayaderas y
esclavos, además de un exótico “zoológico” de animales africanos y
asiáticos. Quería ser el dueño absoluto del Occidente cristiano. Había
iniciado las hostilidades el año de su coronación (1220), y desde entonces,
los papas residieron en diversas ciudades de los Estados Pontificios: Anagni,
Orvieto, Viterbo y Perugia. La Curia romana se convirtió en una corte
itinerante, hasta la derrota del nieto de Federico por Carlos I de Anjou,
hermano de Luis IX (1268) y el posterior establecimiento de los papas en
Aviñón (1309).
Landolfo de Aquino servía al emperador, por eso en 1239 Tomás abandona la
abadía y se matricula en la Universidad de Nápoles, en “artes liberales”.
Allí conoció la filosofía y la Orden de predicadores. Pero los Aquino no
querían un fraile mendigo en la familia, sino un abad o un obispo; la
oposición era muy clara. No obstante, muerto su padre a finales de 1243, y
con los 18 años que requerían los estatutos, toma el hábito y se traslada a
Roma, el General de la Orden, Juan de Wildeshausen, el Teutónico, decide
llevarlo a Bolonia para que haga el noviciado y luego a París a continuar
estudios.
Mientras, vasallos de la familia llevan la noticia entre lágrimas a Teodora
de Teate; ésta viaja tras su hijo de Nápoles a Roma y ya no lo encuentra
allí. “Entonces envió a sus hijos mayores que estaban en la corte del
emperador, acampada en Aquapendente, un mensajero —narra el cronista G. de
Tocco—, el cual, con la bendición materna, les pedía que se apoderaran de
Tomás, a quien los Predicadores habían vestido el hábito de su Orden y
hacían que huyera del reino. Ejecutando la orden de su madre, los hijos de
Teodora expusieron al emperador la orden recibida y, con su consentimiento,
enviaron exploradores a reconocer rutas y caminos”. Tomás fue apresado y
enviado al castillo familiar de Montesangiovanni, y luego a Roccasecca.
La madre hizo todo por persuadirlo a volver a la vida seglar o a Monte Casino.
Pero durante año y medio, el joven se aferró al hábito mendicante. Sus
hermanos lo trataron con más dureza y, en una ocasión, le llevaron una joven
de costumbres ligeras para seducirlo. Todo en vano. Con el tiempo la
oposición familiar cedió, Tomás hacía vida de estudio y oración, y
arrastró con su ejemplo a su hermana Marotta a la vida religiosa. De acuerdo
con otros frailes, se fuga, completa el noviciado y es enviado al Studium
Generale de la Orden dominicana en Colonia. Allí enseñaba a la sazón el
maestro Alberto.
El buey mudo de Sicilia
Las anécdotas de su época de estudiante nos informan del aspecto y el
temperamento de Tomás, era callado y prudente, pero todo un Aquino: grueso y
de 1,90 de estatura; sus compañeros lo apodaron “el buey mudo de Sicilia”.
Alberto de Bollstädt (san Alberto Magno), descubrió el talento de aquel
alumno y lo convirtió pronto en su discípulo. Dicen que Alberto anunció a
los condiscípulos de fray Tomás: “Lo llamáis buey mudo, pero os digo que
su mugido resonará en el mundo entero”. Tomás fue el continuador del
proyecto de Alberto: conciliar el naturalismo de Aristóteles con el
espiritualismo de San Agustín. Se trataba de formular la síntesis de razón
y fe. La convicción de fondo de Alberto Magno y Tomás de Aquino era esta: la
ciencia no está contra la fe; son dos fuentes de luz para ilustrar al hombre,
cuyo origen común es el Creador.
Mientras Tomás se preparaba para la ordenación sacerdotal y la docencia, su
familia cambió de bando; los hermanos se conjuraron contra Federico II, en
1246, Reinaldo fue ejecutado y los otros desterrados; perdieron el señorío
de Roccasecca y sólo les quedaba Montesangiovanni en los Estados Pontificios.
A instancias de la madre, el Papa Inocencio IV le ofreció la abadía de Monte
Casino, para apoyar económicamente a su familia. Más tarde Clemente IV le
propuso el arzobispado de Nápoles. Aquello consonaban con la mentalidad
feudal pero no con la de un fraile y Tomás era fraile mendicante, entregado
al estudio y la docencia; él rechazó la mitra abacial, como Francisco de
Asís las riquezas burguesas. Era una nueva mentalidad, una forma literal y
austera de entender la pobreza evangélica.
La Universidad de París
La “inteligencia” de la Cristiandad, estaba organizada como un importante
gremio y dotada de leyes propias: era como “otra” ciudad, dependía del
del papa y el rey. No respondía a la imagen de una Edad Media pacíficamente
cristiana, en la que no pasa nada, sino que durante 25 años estuvo siempre
amenazada por la huelga general, frecuentemente sacudida por alborotos,
choques entre estudiantes y fuerzas del orden y una sorda, pero feroz, lucha
intestina por el poder.
Al apacible muchacho que llamaban “buey mudo” lo puso Alberto allí, en
medio de las más ásperas controversias. La primera tuvo carácter “político”,
la promovió Guillermo de Saint-Amour, contra las órdenes mendicantes y su
presencia en la Universidad. Este profesor secular publicó un librito
difamatorio contra las nuevas órdenes religiosas, presentándolas como el
peligro moderno (De periculis novissimorum temporum), y trabajó para expulsar
a franciscanos y dominicos de la Universidad. En el Convento de Saint-Jacques
(Les jacobins) se llegó a agresiones físicas a los alumnos asistentes y
éstos abuchearon a un rector que pretendía cerrar el Centro. A pesar de
huelgas y comienzos de curso con el recinto acordonado de arqueros del rey,
allí los maestros eran serenos y de ciencia sólida. Junto a Los Jacobinos
está aún “Place M’Aubert” (Plaza del Maestro Alberto), donde enseñaba
porque los alumnos no le cabían en el aula. Lo mismo sucedió con fray
Tomás: “En su enseñanza suscitaba nuevos temas; encontraba un modo nuevo y
claro de afrontarlos; aducía nuevas razones...” Era todo novedad, algo
atractivo para un joven: aristotelismo no pagano; una inteligencia osada que
trataba la “pagina sacra” no como mera alegoría piadosa, sino como
teología, “ciencia”, conocimiento por causas.
Vivió el pensamiento. Pensó la vida,...a pie.
La segunda gran discusión no fue por el poder, sino por las cosas sublimes.
Se discutía sobre lo más elevado y menos tangible: ¿Hay un alma inmortal?,
¿ha creado Dios el mundo, o la materia es eterna? ¿Es igual “tiempo
infinito” que eternidad? En aquella época de las “escuelas” se hizo
verdadera filosofía y no sólo teología. Lo más filosófico fue el
atrevimiento de las preguntas. Hubo innovadores que querían deshacerse de la
fe tradicional y hallar para todo una explicación científica, seguidores de
los sabios griegos y musulmanes como Aristóteles, Avicena y Averroes. Y hubo
conservadores o, incluso, reaccionarios que querían deshacerse de la ciencia
griega y abrazar una fe pura; como si fueran los intérpretes de los Padres de
la Iglesia. Tomás de Aquino no fue amigo de tensiones desesperadas: «¿los
sentidos o la razón?, ¿la mente o el corazón?» No. La diversidad no es
ruptura y conflicto, sino orden; en él predomina la aceptación de los
diversos legados históricos y su armonía. Chesterton expresó acertadamente
cómo la clave de la síntesis tomista es una afirmación, clarividente y
positiva a la vez: «Si el morboso intelectual del Renacimiento es el que dice
‘Ser o no ser, he ahí la cuestión’, el macizo doctor medieval responde
con voz de trueno: ‘Ser, ésta es la respuesta’».
La biografía de Tomás sigue el hilo de estancias en distintas ciudades y la
redacción de gruesos escritos. Considerando la serie de títulos en latín,
fechas y ciudades distintas, los encargos de su Orden, las consultas de papas,
clérigos, nobles, reyes, etc., uno se pregunta de dónde sacó el tiempo para
escribir obras tan complejas y hermosas como la Suma contra Gentiles, o la
Suma Teológica; sólo comparables, en belleza y grandiosidad, a una catedral
gótica cuya elevación y luz hacen olvidar que es de piedra.
Llegó a París de profesor ayudante; accedió a la plaza oficial con sólo 31
años, y empezó a enseñar y a escribir obras profundas, obtuvo una cátedra,
y todo de 1254 a 1259. Llamado a la Curia pontificia, residió en tantas
ciudades como los papas itinerantes.La etapa italiana (1259-1268) es la más
fecunda en escritos; además organizó el sistema educativo de los dominicos y
fundó su Estudio General de Roma. Su madurez se reparte entre una segunda
estancia en París (1269-1272) y la vuelta a su Nápoles natal, con el encargo
de organizar el Estudio General o Universidad de los dominicos.
Para un intelectual, una serie de contrariedades: ¿cuántas veces cambió de
casa?, ¿cuántos viajes atravesando Europa a pie?, ¿cuántas reuniones,
cuántos encuentros crispados? ¡Cuánto tiempo perdido y qué pocos libros!
Bibliotecas escasas, en abadías perdidas en el campo. Su vida fue leer,
memorizar y meditar, a la vez que caminaba. Disculpamos así su carácter
absorto: meditaba caminando. Más que escribir, dictaba. A veces, dictaba tres
libros distintos a la vez. Aún así, su única salida de tono fue una
exclamación de alegría, sentado a la mesa del rey de Francia, pues no pudo
evitar el compromiso, ni dejar en casa sus cavilaciones. En medio de la
conversación, los comensales olvidaron al silencioso fraile, de pronto se
oyó un recio puñetazo sobre la mesa: “¡Y esto acaba con los maniqueos!”
Todos miraron con horror al rey Luis que, con una sonrisa, hizo llamar a su
secretario: “Tome usted nota de lo que le va a dictar fray Tomás, ¡es muy
importante!”
Los sabios paganos afirmaron que sólo es feliz quien contempla las verdades
eternas y se separa de la muchedumbre, movida por las pasiones. Tomás
escribió: Es mejor transmitir a los demás las cosas estudiadas, que
contemplar solo. «¡Transmitir a los demás!». Este es su lema. Al ideal
griego de la sabiduría unió con naturalidad el ideal cristiano del amor: es
mejor dar que recibir. Se debe estudiar y saber para enseñar, no para ser un
“selecto”. Quiso ser fraile predicador, quiso saber para comunicar.
Il buon fra Tommaso!
Fray Tomás unía el tacto del corpulento aristócrata, un corazón ardiente
de poeta enamorado, que exclama ante la Eucaristía: “Adoro te devote,
latens deitas!” La unión en un solo hombre de una inteligencia superdotada,
la flema de un buey de arar y la pasión con que se aferró a la pobreza y al
amor divino, hacían de él un “todo terreno” para las luchas
universitarias. El tiempo dio la razón a Alberto. El rey Luis IX (san Luis de
Francia) también se percató de la categoría del fraile y se aconsejaba de
él, antes de tomar decisiones importantes. El Papa Urbano IV lo llamó a su
lado y lo convirtió en teólogo de la Casa Pontificia, le encargó libros y
el oficio de la fiesta del Corpus Christi, para la que compuso Tomás algunos
de los himnos litúrgicos más conocidos, sensibles y profundos: “Pange
lingua”, “Lauda Sion”... A su muerte, el Rector y la Facultad de Artes
de París escribieron una sentidísima carta al capítulo general de Lyón,
pidiendo el cuerpo de quien había sido honor de la Universidad, luz de las
inteligencias. Se había ganado a los belicosos parisinos.
El “ojo crítico” de Tomás fue extraordinario: señaló que algunos
libros atribuidos a Aristóteles eran obras platónicas y la filología
moderna le ha dado la razón. De ahí la necesidad de textos fiables, y
Guillermo de Moerbeke, tradujo Aristóteles al latín, para él, directamente
de manuscritos griegos.
Se piensa en los genios como seres fríos y distantes; pero fray Tomás era
próximo. Sus estudiantes le llamaban il buon fra Tommaso; solían rodearlo y
hablar con él. Volviendo de un paseo a Saint-Denis, a la vista de París, uno
le dijo: “¡Qué ciudad, maestro! ¿No le gustaría gobernarla?” “No
hijo, que no tendría tiempo para pensar. Lo que querría es poder leer los
comentarios del Crisóstomo a San Mateo”. Los libros eran raros y
carísimos, hechos a mano. Tomás tenía el hábito de memorizar lo que leía,
se ha comprobado que citaba de memoria la Biblia y a los Padres de la Iglesia.
Murió con 49 años, mientras acudía, enfermo, al Concilio de Lyón, en la
hospedería del convento cisterciense de Fosanova, sufragáneo del castillo de
Maenza, de su sobrina Francisca, en su tierra natal, el 7 de marzo de 1274.
El pensamiento de Tomás de Aquino, hoy
Fue canonizado por Juan XXII, en Aviñón, en julio del 1323. Pío V lo
proclamó Doctor de la Iglesia, en 1567. De forma ininterrumpida todos los
Papas y Concilios han recomendado la doctrina y el estilo de Santo Tomás a
los estudiosos católicos. Ya en 1323 Juan XXII lo presentaba como modelo de
sabiduría: «en cuyos libros aprovecha más el hombre en un año, que en los
de los otros en toda una vida». La recomendación insistente de enseñar a
Sto. Tomás, llegó al máximo en la encíclica Aeterni Patris (1879), con que
León XIII salió al paso del moderno subjetivismo e idealismo, tendentes a
disolver toda certeza. Los papas y Concilios del s. XX, lo prescriben como
criterio de pensamiento católico. En eso han insistido Pablo VI en 1974 y
Juan Pablo II, especialmente en las encíclicas Veritatis splendor (1993) y
Fides et ratio (1998).
Algunas valoraciones modernas
«No es la originalidad, sino el vigor y armonía de la construcción lo que
encumbra a Santo Tomás sobre todos los escolásticos. En universalidad de
saber, le supera San Alberto Magno; en ardor e interioridad de sentimiento,
San Buenaventura; en sutileza lógica, Duns Escoto. Pero él los sobrepuja a
todos en el arte del estilo dialéctico y como maestro y ejemplar clásico de
una síntesis de meridiana claridad» (Étienne Gilson).
«Ante todo Santo Tomás es el más eminente filósofo del sentido común.
Todos los demás grandes filósofos, al menos a partir de Descartes, han
comenzado por pedirnos que creamos en algo que (a juzgar por las apariencias)
es ridículo; tal como que la materia no existe o que no existe nada más que
la materia, o que no se puede conocer nada fuera de uno mismo o, incluso, que
el hombre no dispone d elibre albedrío. Desde puntos de partida así, avanzan
luego diciendo varias cosas muy inteligentes. Sin embargo, cierto aire irreal,
dulcemente lunático, invade todo lo que dicen. Santo Tomás al menos tiene
los pies sobre el sano y democrático terreno del sentido común, sobre el
principio, si se quiere, de que la luz verdadera ilumina a todo hombre que
nace en este mundo y no sólo a los pocos inteligentes. Existen, sí, las
ilusiones ópticas; ustedes y yo podemos ser engañados, podemos cometer
errores. Sin embargo, Santo Tomás tiene una fe tranquilizante en que el mundo
está realmente ahí y que es, más o menos, como lo vemos: que podemos
afirmar cosas verdaderas a su respecto, sacar conclusiones y alcanzar
certidumbres de manera segura»
(Christopher Derrick)
«Para empezara entender la filosofía tomista, o la católica, se debe caer
en la cuenta de que su elemento primero y fundamental radica enteramente en la
alabanza de la Vida, en la alabanza del Ser, en la alabanza de Dios como
creador del mundo. Todo lo demás viene mucho después, y está condicionado
por múltiples complicaciones, como la Caída o la vocación de ser héroes»
(Gilbert K. Chesterton).
Cómo estudiar
(Carta exhortatoria a fray Juan)
Puesto que me preguntaste, Juan carísimo en Cristo, de qué modo debes
aplicarte para adquirir el tesoro de la ciencia, este es el consejo que te
doy:
1º que por los riachuelos y no de golpe al mar procures introducirte, ya que
conviene ir a las cosas difíciles a través de las más fáciles.
2º Por tanto, este es mi consejo y tu instrucción. Sé tardo para hablar e
incorpórate tarde a los coloquios;
3º depura tu conciencia.
4º No abandones el tiempo dedicado a orar;
5º ama permanecer en tu celda, si quieres ser introducido donde está el vino
añejo.
6º Muéstrate amable con todos;
7º no pretendas conocer con todo detalle las acciones de los demás.
8º con nadie te muestres muy familiar, porque las familiaridades originan
desprecios y suministran materia para sustraerse al estudio;
9º en lo que dicen o hacen los mundanos no te impliques de ninguna manera;
10º apártate del discurso que pretende explicarlo todo;
11º no dejes de imitar los ejemplos de los santos y hombres buenos;
12º sin importarte a quién oigas, encomienda a la memoria lo que se diga de
bueno;
13º lo que leas y oigas, esfuérzate en entenderlo;
14º acerca de los asuntos dudosos, cerciórate;
15º y preocúpate de guardar cuanto puedas en el cofre de la mente, como
quien ansía llenar un recipiente;
16º no pretendas lo que es más alto que tú.
Siguiendo esas indicaciones, echarás ramas y darás frutos útiles en la
viña del Señor Altísimo, mientras vivas. Si sigues estos consejos, podrás
alcanzar aquello a lo que aspiras”
(Fray Tomás de Aquino).
El amor a la verdad
Abramos con cuidado la puerta del aula y escucharemos su diálogo con un
alumno que se siente perplejo:
—“Maestro; ¿Cómo podemos saber qué es la verdad? Conozco a un hombre
que duda de todo.
—“Es imposible. No podéis conocer a un hombre así. Un hombre que dudase
de todo tendría que dudar también de que duda de todo. Tendría que dudar
hasta de su propia existencia, lo que no le permitiría dudar... Y tendría
que admitir que su vida es una constante contradicción, porque dudando de
que existan alimentos, comería; dudando de que exista el sueño,
dormiría... La postura del escéptico total es completamente absurda. Por
eso, tales escépticos no existen en realidad. Hay, desde luego, personas
que pretenden que es imposible conocer la verdad, pero es porque reconocer
que la verdad existe les llevaría a sentirse obligados moralmente. Poncio
Pilato preguntó: «¿qué es la verdad?» Decía no saberlo, pero, acto
seguido, condenó a muerte a un Hombre cuya inocencia él mismo había
proclamado...
(...)
—“Maestro: ¿Cómo definiría la verdad?
—“La verdad es la adecuación o conformidad entre la visión intelectual y
el objeto considerado. El error, la no conformidad.
—“Pero, ¿podemos conocer la verdad total?
—“No. Sólo Dios —dijo fray Tomás, como si lamentase tener que decirlo—.
Pero eso no quiere decir que nuestro conocimiento, aunque sea parcial, tenga
que ser falso”.
(Louis de WOHL, La luz apacible. Novela sobre Santo Tomás de Aquino y su
tiempo, 2ª edición, Madrid, 1984).
La polémica anti-averroísta y la “unidad del intelecto agente”
El realismo, frente a los espiritualismos “extraterrestres”
Tomás participó de manera especialmente intensa en una polémica, de
carácter “espiritual”, que provino del intento de vuelta al paganismo,
liderado por el maestro Siger de Brabante, frente al cual reaccionaron los
teólogos de inspiración agustiniana con un intento de signo contrario, esto
es, de cierre a la razón y las humanidades.
El siglo XII había traído el descubrimiento de la ciencia griega, a través
de traducciones provenientes del mundo árabe (Toledo), la impresión que
produjo en los intelectuales de entonces el descubrimiento del “corpus”
aristotélico puede calificarse de “impacto”. Quedaron deslumbrados ante
la más racional concepción de la realidad nunca vista; tanto por su rigor
lógico, como por su amplitud de miras, el aristotelismo arrastraba: se
proponía como tema “todo lo que hay” y, distinguiendo cuidadosamente el
método que a cada ciencia corresponde, según su objeto, procedía al
estudio del mundo, del hombre y de Dios. A los ojos de muchos estudiosos del
siglo XIII, Aristóteles “era” la ciencia. Así lo había visto también
Averroes, el sabio musulmán que no quiso ser otra cosa que “El Comentador”,
puesto que sólo Aristóteles habría sido, a su entender, “el Filósofo”
en el sentido acabado y definitivo de la palabra.
Siguiendo a Averroes, Siger y los averroístas parisinos alzaban tanto la
inteligencia sobre la materia que afirmaban la existencia de una única
Inteligencia, la “Humanidad” abstracta. Esa Inteligencia era espiritual,
inmortal, luminosa y separada de la tierra, como la Luna; pero el hombre de
carne y huesos era material, mortal, esclavo de los sentidos y pasiones. Ni
la inmortalidad era personal ni las decisiones libres, eso arruinaba la ética
griega y la idea cristiana de redención del pecado. Además, aseguraban que
la materia era eterna y el mundo no había sido creado. Dios existía, pero no
intervenía. El fin último del hombre inteligente y educado era el saber; el
del hombre vulgar, el placer. Los hombres quedaban irremediablemente
clasificados. Según los averroístas había una “doble verdad”: la
religiosa, para las buenas gentes sencillas y la racional, para el sabio.
Tomás de Aquino se dio cuenta de que Aristóteles y el cristianismo
coincidían en su sentido de lo concreto y no en ese espiritualismo exagerado,
desencarnado, de las sectas que ponían la “humanidad” en los astros. Los
averroístas concedían a la razón una competencia propia, cierta
autonomía respecto de la fe teologal. Eso era razonable. Para que una
filosofía sirva a la teología, antes debe ser buena filosofia. En ese
sentido, goza de autonomía. La razón no sería buena para hacer teología
(para pensar las cosas sobrenaturales), si no fuera buena para pensar las
naturales. Pero los averroístas latinos se equivocaban “como filósofos”,
por eso hacían mala teología. ¿No era un sinsentido afirmar que la verdad
es doble? ¿No era absurdo que la “Humanidad” sea inmortal, y el hombre
singular no? ¿No eran seguidores de Aristóteles, y no había enseñado éste
que el alma es la forma sustancial del cuerpo? Entonces, ¿cómo podían
afirmar que “Otro” ejecuta mi acto de entender y “yo mismo” entiendo,
a la vez? «Si alguien quisiera sostener —escribe fray Tomás que el alma
intelectiva no es la forma del cuerpo humano, debería hallar la manera de
explicar que esta acción que es entender sea la acción de este hombre» (Summa
Theologiae, 1, q. 76, a. 1). Tomás de Aquino confia en la razón, más que
los seguidores de Averroes, que creen en los puntos de vista de “El
Comentador” más que en su propio sentido común. Antes que herejes, eran
malos filósofos.
Gentileza
de www.arvo.net para la
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