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La vida moral

La perfección del hombre es triple. En primer lugar, por tener una naturaleza racional, que hace que sus facultades tengan un alcance universal, hacia la verdad, y el bien, y que sea distinto de las naturalezas vivientes infrahumanas, como los animales y las plantas. También es perfecto, en segundo lugar, por ser persona. La perfección personal es superior a la de la naturaleza, que tiene una cierta variación en los individuos e implica cambios en el transcurso temporal de la vida humana. En cambio, la persona siempre permanece en acto y en el mismo grado.

También el ser humano puede tener una tercera perfección, la ética. El hombre se abre y se proyecta en muchas posibilidades y realizaciones. Gracias a su ser personal y a su naturaleza racional, el hombre puede obrar de acuerdo a estas dos perfecciones.

La persona humana posee una capacidad perfectiva, arraigada en su naturaleza racional. Por esta naturaleza, está proyectada hacia la verdad y hacia el bien. En esas dos proyecciones, se desarrolla su humanidad y personalidad. El error y el mal no humanizan, sino que deshumanizan o degradan. La realización de la verdad y del bien le ayudan a vivir según lo que es, no así el error y el mal. La dimensión operativa de la persona tiene, por tanto, una importancia extraordinaria.

En el orden de la realidad, la perfección personal, basada en lo substancial, goza de prioridad sobre la perfección ética, que es accidental, y lo mismo podría decirse respecto de la naturaleza humana, que es un constitutivo de la persona.

Sin embargo, en el orden del bien moral, el bien ético es mas perfecto que ambas. Incluso, en este sentido puede afirmarse que ser buena persona es mejor que simplemente persona. Advierte el Aquinate:

«El bien moral es, de algún modo, un bien mayor que el bien natural, es decir, en cuanto es acto y perfección del bien natural» (De malo, q. 2, a. 5, ad 2).

El bién ético no se posee, hay que llegar a él, debe conquistarse. Escribe Santo Tomás al empezar sus Comentarios a la Ética a Nicómaco de Aristóteles:

«Como dice el Filósofo en el principio de la Metafísica (I, 2), lo propio del sabio es ordenar. El motivo es porque la sabiduría es la más alta perfección de la razón, a la que corresponde con propiedad conocer el orden. Pues aunque las potencias sensitivas conozcan algunas cosas captándolas en sí mismas, sin embargo, conocer el orden de una cosa con respecto a otra es privativo del intelecto o de la razón».

Advierte también que «hay un doble orden en las cosas. Uno según se hallan las partes de un todo o de un conjunto entre sí, como las partes de una casa están ordenadas unas con otras. Otro es el orden de las cosas respecto del fin, y este orden es más principal que primero. Porque, como dice el Filósofo en la Metafísica (X, 1), en el ejército, el orden de sus partes entre sí es por el orden de todo el ejército al jefe».

En relación al conocimiento del orden, explica a continuación que hay cuatro tipos diferentes de orden.

«El orden es objeto de la razón de cuádruple modo. Hay un cierto orden que la razón no introduce, sino que solamente considera, como es el orden de las cosas de la naturaleza. Otro es el orden que la razón introduce, al considerarlo, como, cuando ordena sus conceptos entre sí y los signos de los conceptos que son las palabras. En tercer lugar, se encuentra el orden que la razón introduce, al considerarlo, en las operaciones de la voluntad. En cuarto lugar, se encuentra el orden que la razón introduce, al considerarlo, en las cosas exteriores de las que ella misma es la causa, como en un arca y en una casa».

Los cuatro órdenes, fundan las partes generales de la filosofía.

«Y porque la consideración de la razón es perfeccionada por los hábitos, de acuerdo a los diversos órdenes que propiamente la razón considera, se tienen las diversas ciencias. En efecto, a la Filosofía natural pertenece tratar del orden de las cosas, que la razón humana considera pero no introduce; de modo que debajo de ella incluimos también a la Metafísica. Pero el orden que la razón, considerando, introduce en sus propios actos, pertenece a la Filosofía racional, a la que corresponde considerar en el discurso el orden de las partes entre sí y el orden de los principios entre sí y con respecto a las conclusiones. En cambio, el orden de las acciones voluntarias pertenece a la consideración de la Filosofía moral. Y el orden que la razón, al considerarlo, introduce en las cosa exteriores hechas según la razón humana, pertenece a las artes mecánicas. Por consiguiente, de este modo es propio de la Filosofía moral -acerca de la cual versa lo propuesto ahora- considerar las operaciones humanas en cuanto están ordenadas entre sí y con respecto al fin» (Comentarios a la Ética a Nicómaco, I, 1, n. 1).

Los cuatro ordenes -natural, lógico, moral y artificial- son objeto de las cuatro partes de la filosofía o de la ciencia: la Filosofía natural y la Metafísica, la Filosofía racional o Lógica, la Filosofía moral o Ética y las Técnicas.

El orden moral que debe regir la vida personal se aplica con libertad, no con coacción. Debe ser una libertad responsable, guiada por la conciencia del deber. La conciencia moral de cada hombre, el acto de su propia aplicación de la regla objetiva a la dirección de sus actos individuales, debe enjuiciar practicamente según la ley moral. Ésta última no es algo sobreañadido al hombre, sino que surge de su interior.

No hay heteronomía. La regulación de los actos humanos no se hace de manera violenta, como una coacción exterior, sino que surge del mismo sujeto, pues «Dios la ha impreso en las mentes de los hombres» (STh I-II, 90, 4 ad 1). Entre esta ley natural y el sujeto moral hay un perfecto acuerdo, porque aquello que obliga es a la vez deseado por el hombre, desde lo más profundo.

La naturaleza humana tiene unas inclinaciones, que todo hombre conoce como naturalmente buenas y perfectivas. A veces no coinciden con las concretas inclinaciones de una persona, porque puede haberlas modificado accidentalmente, por desorden moral, continuando siendo espontáneas, pero habiendo perdidio su naturalidad objetiva.

Sobre las primeras, establece Santo Tomás una tesis, que merece también estar entre las fundamentales de su pensamiento, al igual que las siete anteriores, que complementan las XXIV Tesis tomistas. Afirma el Aquinate:

«Puesto que el bien tiene naturaleza de fin y el mal naturaleza de lo contrario, todas las cosas hacia las que el hombre siente inclinación natural son aprehendidas naturalmente por la inteligencia como buenas, y por consiguiente como necesariamente practicables; y sus contrarias como malas y vitandas».

Todo aquello, a lo que el hombre se siente inclinado por naturaleza, es lo que conoce y siente como bueno; y esto conocido como su bien, como bien humano es a lo que se siente imperado, lo que considera como un deber, a lo que se siente obligado por ley natural.

De manera que, tal como indica nuestro autor, «todas las cosas que deben hacerse o evitarse, en tanto tendrán carácter de preceptos de ley natural, en cuanto la razón práctica los juzgue naturalmente como bienes humanos». A lo que obliga la ley natural es a lo deseado por el hombre desde su interioridad más profunda, a su bien, a lo que le hará feliz.

De este modo, obedeciendo el imperativo de la ley, el hombre se obedece a sí mismo y a su razón. El deber o la obligación queda constituida como tal, sin quedar subordinado a algo extrínseco al hombre, porque surge del bien humano, de su fin último, en cuanto ciertos actos guardan una relación necesaria con él, que es indicada por la ley natural.

Desde la inclinación de conservar el propio ser se descubre el precepto de respetar la vida y todo lo que permite su desarrollo; desde la inclinación al amor conyugal y a la procreación, los deberes referentes a la generación y educación de los hijos; y así sucesivamente.

Por este total acuerdo entre esta ley y la naturaleza humana, Santo Tomás determina el orden de los preceptos de los preceptos primarios de la ley natural, examinado ell orden de los fines o bienes humanos. Explícitamente declara: «Según el orden de las inclinaciones naturales es el orden de los preceptos de la ley natural» (STh I-II, 94, 2 in c.). Los deberes éticos tendrán una mayor o menor importancia según su relación con las inclinaciones naturales.

La persona humana quiere por su misma naturaleza un bien supremo, que le perfecione o le lleve a su plenitud, y, por tanto, que le proporcione la felicidad, que, como decía Boecio, es «el estado perfecto con la acumulación de todos los bienes» (De consol., 3, 2). La persona humana aspira a la felicidad, a su fin último y no puede dejar de querer este fin, pero debe elegir su concreción.

La voluntad humana apetece necesariamente la felicidad.

«La voluntad puede inclinarse a cosas opuestas, en cuanto a las cosas que son para el fin; pero respecto del fin último se dirige a él por necesidad natural, como lo evidencia el hecho de que el hombre no puede dejar de querer ser feliz» (STh, I-II, 5, 4 ad 2.).

El reconocimiento del eudemonismo, o de la aspiración irrenunciable del hombre a la felicidad, en primer lugar, no impide la afirmación de la autonomía moral. Únicamente presenta su limitación, que no es un defecto, sino la condición para su realización.

En segundo lugar, tampoco implica el hedonismo. La felicidad no se identifica con el deleite o el placer. Declara Santo Tomás:

«El bien conveniente, si de verdad es perfecto, constituye la misma felicidad del hombre; si no es perfecto, constituye una felicidad participada, o próxima o remota, o por lo menos aparente. Es pues manifiesto que ni aun la delectación que sigue al bien perfecto es la misma esencia de la felicidad, sino una consecuencia de la misma o su accidente propio» (STh I-II, 2, 6 in c.)

En tercer lugar, tampoco supone que una ética de fines lleve al egoísmo, que impurificaría el acto moral. Ciertamente, la felicidad se ama con amor de deseo, se quiere para mí, pero no necesariamente con un amor egoísta o amor de deseo desordenado. El amor de sí es egoísta, cuando sólo se concentra exclusivamente en sí y pretende que todos los afectos y servicios de los demás hombres se centren en él. En cambio, no lo es, sino incluso conveniente y obligatorio, si se trasciende en amor de donación a los demás.