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La creación

Según esta visión tomista de la realidad, todos los entes creados por participar del ser y según una cierta medida de participación, que es su esencia, están, por ello, constituídos por la esencia individual, que es el constitutivo material, y el ser propio y proporcionado a ella, que es su constitutivo formal. Los dos constitutivos no son dos entidades, sino dos principios, que constituyen el ente. No son entes, pero son reales, porque se encuentran en el ente, y siendo éste real, también lo serán sus constitutivos. Si se determinara la composición del ente por otros dos entes, no se explicaría verdaderamente la entidad. Es posible hacerlo por estos dos constitutivos entitativos, que están en un orden distinto al del ente y al que trascienden.

La consideración del ente como participado implica la doctrina de la creación, o como dice Santo Tomás: «de ser ente por participación se sigue que ha de ser causado por otro» (STh I, 44, 1, ad l). Se advierte, si se tiene en cuenta que la doctrina de la participación en el ser explica la composición entitativa de las criaturas en esencia y ser propio o proporcionado a ella.

Desde esta original explicación de la estructura entitativa de los entes, puede concluir el Aquinate:

«Es necesario que todas las cosas, menos Dios, no sean su propio ser, sino que participen del ser, y, por lo tanto, es necesario que todos los entes, que son más o menos perfectos en razón de esta diversa participación, tengan por causa un primer ente que es del todo perfecto» (STh I, 44, 1, in c.).

Crear, en sentido propio, consiste en hacer algo de la nada. Sólo Dios, potencia infinita, «saca las cosas de la nada al ser» (I, 45, 2). Sin embargo, a diferencia de las acciones de las criaturas, este «hacer» y «sacar» no suponen «una mutación entre dos términos positivos» (I, 45, 2, ad 3), porque «la creación no es una mutación» (I, 45, 2, ad 2).

En su doctrina de la creación, Santo Tomás, asume el ejemplarismo agustiniano, que puede considerarse otro principio fundamental de su sistema, aunque no esté recogido en las XXIV Tesis, como tampoco los dos anteriores sobre el bien y el ser. San Agustín, por no considerar que la acción creadora de Dios hubiera sido irracional, admite la existencia de Ideas eternas, de las que las cosas existentes en el mundo son pálidos reflejos. De ahí que tales ideas sean los modelos o ejemplares de todas ellas, tanto de las específicas como las individuales.

Estas ideas ejemplares agustinianas representan la transformación de las Ideas de Platón, realidades subsistentes en sí mismas, en ideas divinas. No admite la existencia de un mundo subsistente en sí mismo o en una mente universal, como había enseñado Plotino, porque supondría entender que la creación se había realizado según un modelo independiente de Dios, al que, por tanto, estaría supeditado. Las ideas ejemplares existen en Dios y, por ello, en Él preexisten todas las cosas, igual que en la mente de un artista están con anterioridad de su realización las obras de arte. Las ideas ejemplares son las Ideas de la Inteligencia eterna de Dios.

También Santo Tomás dirá:

«Como el mundo no es producto del acaso, sino fabricado por Dios, que obra por el entendimiento, es necesario que en el entendimiento divino exista la forma a cuya semejanza fue hecho el mundo, y esto es lo que entendemos por idea» (STh I, 15, 1 in c.).

Admite, por tanto, la existencia de las ideas plátonicas. Explícitamente declara:

«Si Platón admitió las ideas como principios de conocimiento y producción de las cosas, este doble carácter tienen, tal como nosotros las ponemos en la mente divina. En cuanto principios de la producción de las cosas pueden llamarse ejemplares» (STh I, q. 15, a. 3, in c.).

Sin embargo, al igual que San Agustín, coloca las ideas de Platón en la mente divina.

Además de asumir la inversión de la perspectiva platónica y neoplatónica de San Agustín, el Aquinate profundiza esta modificación agustiniana, haciendo que las ideas divinas sean la misma esencia de Dios en cuanto conocida.

«Dios, por su esencia, es semejanza de todas las cosas y, por tanto, la idea de Dios no es más que la esencia divina» (STh I, 15, 1, ad 3).

Con ello, queda perfectamente justificado que las ideas ejemplares no constituyan un sistema inteligible independiente de Dios, sino su esencia, que Él conoce como modelo de las esencias de las cosas.

«Dios conoce su esencia con absoluta perfección y, por tanto, la conoce de cuantos modos es cognoscible. Pero la esencia divina se puede conocer no sólo en sí misma, sino también en cuanto participable por las criaturas según los diversos grados de semejanza con ella, ya que cada criatura tiene su propia naturaleza específica en cuanto de algún modo participa de semejanza con la esencia divina. Por consiguiente, Dios, en cuanto conoce su esencia como imitable en determinado grado por una criatura, la conoce como razón o idea propia de aquella criatura» (STh I, 15, 2, in c.).

Además puede resolver el problema, que dejó pendiente San Agustín, de compaginar la multiplicidad de ideas ejemplares con la simplicidad de Dios. Explica el Aquinate que, por una parte, aunque solo hay una esencia divina, hay muchas ideas, que se identifican con ella, porque

«la idea no designa la esencia divina en cuanto esencia, sino en cuanto semejanza o razón de esta cosa o de la otra, y, por tanto, decir que en Dios hay muchas ideas equivale a decir que hay muchas razones entendidas en su única esencia» (STh I, 15, 2, ad 1).

Por otra parte, añade Santo Tomás:

«La idea del efecto está en el agente como lo que se conoce y no como la especie por la que se conoce (...) así, la forma del edificio es en la mente del artista, algo que él conoce, y a cuya semejanza construye el edificio material. A la simplicidad del entendimiento divino no se opone que conozca muchas cosas, lo que se opondría es que le informasen muchas especies y, por consiguiente, en la mente divina hay muchas ideas con carácter de objetos conocidos» (STh I, 15, 2 in c.).

Las ideas ejemplares, por tanto, son la misma esencia de Dios, pero en cuanto está en su mente y la conoce como participable de muchas maneras por las criaturas. De ahí que

«si ningún entendimiento fuese eterno, ninguna verdad sería eterna, y puesto que sólo el entendimiento divino es eterno, sólo en él tiene eternidad la verdad. Y sin embargo, no se sigue que cosa alguna sea eterna como Dios, porque la verdad del entendimiento divino es el mismo Dios» (STh I, 16, 7 in c.).

En el concepto de creación, no es esencial que Dios lo haya originado en el tiempo. Santo Tomás incluso admite como posible racionalmente el sostener que el mundo no haya tenido un «primer día», un primer momento, porque, aún en este caso continuaría siendo creado. Su duración eterna tendría su causa en Dios. Continuaría dependiendo absolutamente de su Causa.

Al exponer esta argumentación, cita el siguiente texto de San Agustín, que la expresa muy bien:

«A la manera, dicen, que, si el pie estuviese desde toda la eternidad sobre el polvo, habría tenido siempre bajo sí su huella, la cual nadie dudaría haber sido estampada por el que allí pisara, así también el mundo ha existido siempre, porque existe siempre el que lo ha hecho» (La Ciudad de Dios, X, 31, 311).

El comentario de Santo Tomás es el siguiente:

«Para entender este razonamiento se debe observar que la causa eficiente que obra con movimiento, por necesidad precede temporalmente a su efecto; porque el efecto no existe hasta el término de la acción, de la cual necesariamente es principio el agente. Pero, si la acción es instantánea y no sucesiva, no es necesario que el agente preceda en duración a aquello que hace» (STh I, 46, 2 in c.).

La Revelación, sin embargo, enseña que el mundo tuvo un origen en el tiempo, que ha comenzado a existir. Proposición teológica, que

«es creíble, aunque no es demostrable, ni objeto de la ciencia humana», puesto que «el comienzo del mundo no puede tener una demostración tomada de la naturaleza misma del mundo» (I, 46, 2 in c.).

Pero, advierte más adelante:

«Aunque hubiese existido el mundo siempre, no por eso sería igual a Dios en cuanto a la eternidad (...) Porque la existencia divina es toda a un mismo tiempo, mientras que la del mundo siempre sería sucesiva» ( I, 46, 2 ad 3).