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La visión tomista de la realidad

Toda esta concepción del ser implica una visión de la realidad, que Santo Tomás presenta sintética y sistemáticamente, en el cuerpo del artículo primero, de la primera de sus Cuestiones Disputadas sobre la Verdad. Comienza recordando que el concepto de ente es el primero de todos los conceptos, porque es lo que primeramente concibe el entendimiento. El ente no es un concepto genérico supremo, no es una categoría última, a la que se reduzcan todas las demás. Es un concepto único, aunque no únivoco, como lo es todo género. Su unidad es proporcional, y, por ello, es análogo, como también descubrió Aristóteles.

El concepto de ente no tiene una unidad estricta o formal, sino que, con respecto a estos analogados, constituye una unidad proporcional, en cuanto que en este concepto se contiene actual e implícitamente toda su diversidad. En este concepto de ente no se prescinde, por tanto, de las determinaciones, como se hace en el de cualquier género, sino que se las implica todas. La noción de ente se extiende a todo lo común de los entes y a todo lo diferencial de cada uno de todos los entes.

De manera que «se dice que algo se añade al ente en cuanto expresa algún modo de él que no viene explícitamente expresado por el nombre mismo de ente» (De Veritate, q. l, a. l, in c.). Lo único que se puede adicionar al ente es un modo del mismo ente, que se encuentré en él, pero no explicitado en su concepto. Lo que se le agrega es entonces un modo implícito del ente. Tal adición consiste, en definitiva, en explicitar un contenido implícito, pero, según sea ésta, los modos del ente pueden agruparse en dos grandes clases.

La primera es la de los «modos especiales» del ente. Todos los conceptos, que no son el de ente, no se identifican con él, porque lo expresan, pero disminuído en su amplitud. Cada uno de ellos significan el ente, pero no todo el ente. Se pueden ir agrupando por sus elementos comunes o genéricos, hasta llegar a unos géneros supremos, ya irreductibles a otros superiores, que son las llamadas categorías, pero no se puede llegar a un único concepto genérico.

La segunda clase es la de los «modos generales», los que acompañan a todo ente. Estos modos tienen la misma universalidad que el ente, porque no lo limitan ni en su comprehensión ni en su extensión. Como el concepto de ente, tampoco son géneros, porque convienen a todo ente, incluso a todas las categorías, y, en este sentido, al igual que el ente, se denominan trascendentales, por «trascender» el orden categorial. Su universalidad no es genérica, sino trascendental. Los trascendentales se denominan generalmente propiedades del ente, en el sentido de que, sin dejar de igualarse con el ente, despliegan una faceta suya, que queda así manifestada expresamente.

No obstante, lo que los trascendentales añaden al ente, en cuanto que lo explícitan, no es nada real, puesto que cada uno de ellos tiene el mismo contenido que el del ente. Lo añadido es algo meramente conceptual. Si las propiedades trascendentales añaden al ente algo meramente conceptual, se infiere, que no podrán distinguirse del ente con una distinción real, con una distinción independiente de la intervención del conocimiento. El ente y sus atributos se distinguen con una distinción de razón, que no es como la que se da entre términos sinónimos, porque tiene un fundamento en la realidad, aquello explicitado en uno de ellos, que es real, pero que en el otro sólo lo designa implícitamente.

Todos los trascendentales, por identificarse totalmente con el ente, son, en primer lugar, idénticos absolutamente entre sí. Son, por ello, equivalentes o convertibles en las proposiciones. Pueden, permutarse entre ellos, como sujeto y predicado.

Los trascendentales se identifican realmente entre sí. Sin embargo, cada uno de sus conceptos correspondientes son distintos, ya que todo concepto trascendental explícita un matíz diferente del concepto de ente. Las nociones trascendentales se refieren a la misma realidad, pero la manifiestan cada uno de ellos en un aspecto distinto. Es preciso, por tanto, que cumplan una segunda condición: que se dé un desarrollo conceptual de lo implícito a lo explícito.

Una tercera y última condición es la derivación gradual de las propiedades. Los conceptos trascendentales resultan de un proceso ordenado. El despliegue nocional de estos modos -que conjuntamente con el ente son los primeros conceptos, en el sentido explicado-, se puede realizar por dos procesos: contemplando al ente en sí mismo, absolutamente, o bien desde su relación con lo demás, relativamente.

En primer lugar, en este orden conceptual y real, aparece,el trascendental «res», o cosa. Como explica el Aquinate,

«si se toma como siguiendo a todo ente en sí mismo o de modo absoluto, dicho modo, o expresará algo afirmativo o algo negativo. Ahora bien, no se puede encontrar un modo que se diga de manera afirmativa y absoluta de todo ente si no es la esencia misma del ente, con arreglo a la cual se dice que es; y así tenemos el nombre de "cosa", que, según Avicena, al comienzo de su Metafísica (Tract. I, 2, 1), difiere del ente sólo en esto: en que el ente se toma del acto de ser, mientras que el nombre de cosa expresa la quididad o la esencia del ente» (De Veritate, q. l, a. l, in c.).

El ente tiene dos constitutivos: la esencia, sujeto, o potencia receptora, y medida de participación del ser, acto de los actos y perfección suprema; y el ser propio y proporcionado a esta esencia, acto recibido y participado por la esencia, a la que constituye y fundamenta, y que da la existencia , o el hecho de estar presente en la realidad, a todo el ente.

Ambos constitutivos pueden considerarse como constituyendo intrínsecamente al ente, que quedará definido como lo constituido por la esencia, constitutivo intrínseco material, y por el ser, constitutivo intrínseco formal. De ambos constitutivos resulta un compuesto en sentido estricto, con una unidad de dos constitutivos esenciales e intrínsecos.

Estos dos mismos constitutivos entitativos pueden también considerarse de otra manera. En esta nueva acepción, se define el ente como la esencia que es sujeto del ser. No se significa solamente a esta esencia, sino también al ser que posee. Se nombran los mismos constitutivos que en la consideración anterior, pero no con las mismas características. El ente es la esencia, que es significada directa y principalmente, pero tomada como sujeto del acto de ser. Este último es así un constitutivo necesario del compuesto, pero, por no identificarse ni parcialmente con su sujeto, es un constitutivo extrínseco del mismo, e incluso del compuesto, que, por ello, no lo «es» en un sentido estricto. El ser ahora es únicamente cosignificado y no queda resaltado su carácter formal, sino sólo su distinción real con su sujeto, del que se destaca esta función sustentadora.

Debe preferirse la primera acepción, la del ente tomado con ambos constitutivos como intrínsecos, como la más adecuada definición del ente trascendental, porque expresa una auténtica composición, una totalidad unitaria e intrínseca, constituida por un constitutivo material y un constitutivo formal. Es la que mejor define al ente.

Además, es la que sitúa a ambos constitutivos en el orden entitativo, al que pertenece el ente, y, por ello, es más patente su composición y estructuración. Siempre es posible, no obstante, considerar el mismo ente desde una perspectiva esencial, en la que quedará definido como una esencia, aunque con otro constitutivo igualmente necesario, pero que, por quedar fuera de este orden, habrá que considerar como un constitutivo extrínseco.

Esta última acepción es la que expresa el trascendental «res», que incluye los mismos constitutivos del ente, pero destacando la esencialidad del ente. Como dice Santo Tomás, «el nombre de cosa expresa la quididad o la esencia del ente» (De Veritate, q. l, a. l, in c.). Significa principalmente la esencia, aunque también debe entenderse que expresa su ser propio, pero secundaria e indirectamente, cosignificándolo.

En este modo de significar, la «res» se distingue conceptualmente del ente trascendental, que, en cambio, «se toma del acto de ser», porque lo expresa directa e inmediatamente, por ser su constitutivo formal. La «res» procede del ente, porque simplemente se subraya uno de sus constitutivos, con una de sus funciones, que ya estaba implicada al definirse como un compuesto de constitutivos intrínsecos.

En un sentido estricto, por ello, podría negársele el carácter de trascendental, pues, aunque se identifique con el ente no cumple perfectamente las tres condiciones indicadas. Cumple la primera, la de ser convertible con todos los demás trascendentales en los juicios. No, en cambio, exactamente la segunda, porque, aunque surge por un desarrollo del concepto de ente, no lo es de lo ímplicito a lo explícito, ya que los dos constitutivos del ente son explícitos, únicamente se destaca más uno de ellos. En cuanto a la tercera, puede decirse que efectivamente se deriva del ente, aunque en el sentido explicado.

En su exposición, indica seguidamente Santo Tomás que,

«por su parte, la negación que sigue a todo ente, considerado absolutamente, es la indivisión, la cual se expresa con el nombre de "uno", porque lo uno no es otra cosa que el ente indiviso» (De Veritate, q. l, a. l, in c.).

La unidad expresa la indivisión del ente. Lo uno es lo mismo que el ente indiviso. El concepto de unidad se genera a partir del principio de no-contradicción, primer principio del pensamiento y a la vez ley general de todo ente, porque el que sea «imposible que un mismo atributo se dé y no se dé simultáneamente en el mismo sujeto y en un mismo sentido» (Aristóteles, Metafísica, IV, 3, 1005b 19-20.), se refiere no solo a una mera idealidad, sino también a la realidad.

Afirma Santo Tomás, en otro lugar:

«Lo primero que cae en el entendimiento es el ente; lo segundo es la negación del ente; de estos dos se sigue lo tercero: el concepto de división (de que algo es entendido como ente, y se entiende lo que no es el ente, se sigue, en el entendimiento, que está dividido de ello); en cuarto lugar, se sigue, en el entendimiento, la razón de uno, es decir, en cuanto se entiende que el ente no esta dividido en sí mismo» (De Potentia, q. 9, a. 7, ad. l5).

Con la oposición contradictoria entre el ente y el no-ente, tal como establece el principio de no-contradicción, aparece el concepto de división. Con la noción de división, se niega la división interna del ente, y en esta negación consiste formalmente la unidad trascendental. Sobre esta unidad del ente se funda el principio de identidad, que es, por tanto, posterior al de no-contradicción.

Añade que, por último, surge el concepto de lo múltiple.

«En quinto lugar, se sigue el concepto de multitud, es decir, en cuanto se entiende este ente dividido de otro y que uno y otro son en sí unos. Aunque se entienda que algunas cosas están divididas, no se entenderá lo múltiple, si no se entiende que cada una de las cosas divididas son algo uno» (Ib.)

Aunque la multiplicidad sea la afirmación de la división, no por ello se opone contradictoriamente a la unidad. Lo múltiple afirma la división externa, lo que no supone la negación de la unidad. La multitud niega la indivisión externa y, a la vez, afirma la indivisión interna, la unidad trascendental. La multiplicidad no se puede constituir como tal, sin la unidad de cada uno de los elementos que la integran. Es así una cierta unidad imperfecta. De ahí que su oposición a la unidad no sea contradictoria, su negación pura y simple, sino contraria, como la que se da entre los extremos de un mismo género, ya que la unidad no expresa la negación de la multiplicidad, sino de la división.

La multiplicidad, que es posible por la unidad, a su vez permite la contemplación del ente de manera relativa. En tal caso, «si el modo del ente se toma según el orden de uno a otro, esto puede suceder de dos maneras. Una, atendiendo a la distinción de un ente respecto de otro, lo que se expresa con el nombre de "algo", pues decir algo es como decir "otro que".

Por eso, así como el ente se dice uno en cuanto no está dividido en sí mismo, así se dice algo en cuanto está dividido (o distinguido) de los demás» (De veritate, q. l, a. l, in c.). Desde la noción de división externa o de la multiplicidad -que no es un concepto trascendental, porque no es propia de cada ente, aunque está posibilitada por la unidad trascendental, o la negación de la división interna-, el ente se revela como «otro que», o como no siendo lo otro, como «algo».

El concepto de «algo», el cuarto trascendental, significa el ente en cuanto distinto o separado de los demás. El «algo» añade al ente la afirmación de la división externa, o la negación de la identidad con los demás. Asi como la unidad significa el ente con la negación de la division interna, o con la afirmación de la indivisión o de la identidad propia, el «algo» significa el ente con la afirmación de la división de los demás, o con la negación de la indivisión o identidad con lo otro.

De manera parecida a la «res», al trascendental «aliquid», a veces, no se le considera como tal, porque si se atiende a su depencia originaria con la noción de multiplicidad, parece sólo una propiedad de los entes creados. En este limitado nivel, trasciende las categorías, pero sólo en este. Por tanto, se concluye, es una propiedad del ente finito, pero no del ente en cuanto ente.

La dificultad desaparece, si se tiene en cuenta que el «aliquid», por una parte, se fundamenta, en cuanto a su generación -tal como hacen todos los trascendentales-, en el trascendental anterior, en la unidad trascendental. Sin embargo, lo hace por medio del concepto de multiplicidad, generado de la unidad. El «algo» es, por tanto, una propiedad trascendental de un trascendental -explicita el contenido de la unidad-, que no guarda estrictamente el orden de la tercera condición que deben cumplir todos los trascendentales.

Hay otra manera de «atender a la conveniencia de un ente respecto de otro, lo que no puede hacerse si no se toma como término de referencia algo que esté ordenado por naturaleza a convenir con todo ente. Esto es precisamente el alma, que es, en cierto modo, todas las cosas, como dice Aristóteles en su libro Sobre el alma» (De Veritate, q.1, a. l, in c. y Aristóteles, De anima, III, 8,1, 1094a 3).

Según la explicación del Aquinate, si en la consideración del ente en cuanto se relaciona u ordena a otros, se atiende a la conveniencia o acomodación, se revela que únicamente se da esta relación de adecuación en el hombre, por su apertura a todo ente. No es posible con los demás entes del mundo material, porque no están abiertos, por sus facultades, a toda la realidad, y, por tanto, no tienen la universalidad propia de los trascendentales.

Continúa indicando Santo Tomás:

«En el alma hay dos potencias: la cognoscitiva y la apetitiva (...) la conveniencia del ente respecto del intelecto se expresa con el nombre de "verdadero". Todo conocimiento, en efecto, se verifica por la asimilación del cognoscente respecto de la cosa conocida, de tal suerte que dicha asimilación es precisamente la causa del conocimientio (...) Así, pues, la primera comparación del ente respecto del intelecto es que el ente se corresponda con el intelecto, correspondencia esta a la que se llama adecuación de la cosa y del intelecto, y en la que se cumple formalmente la razón de verdadero» (De Veritate, q.1, a. l, in c.).

Queda así definida la verdad trascendental como la conveniencia o adecuación del ente al entendimiento. En su conveniencia o repectividad al entendimiento, el ente aparece como verdadero, en cuanto apto y adecuado para ser entendido. Esta relación, que se añade al ente no es real, porque el ente no está ordenado realmente al entendimiento. Es esta facultad la que depende del ente, porque lo necesita para pasar a su acto.

Advierte también Santo Tomás que, según esta explicación,

«lo verdadero es una disposición del ente, pero no (se afirma) que le añada alguna naturaleza, ni que exprese algún modo especial de ente, sino algo que se encuentra en todo ente y que, sin embargo, no viene expresado por el nombre de ente» (De Veritate, q. 1, a. 1, ad 4).

Además, si la verdad trascendental añadiese algo real al ente, entonces el ente no sería por sí mismo inteligible. La cognoscibilidad le sobrevendría por algo, que no pertenecería a la propia entidad. Lo mismo se podría decir de la perfecciòn y perfectividad del ente, expresada por la bondad trascendental.

Concluye, respecto a la verdad, con estas palabras:

«Porque esto es lo que lo verdadero añade al ente, la conformidad o la adecuación de la cosa y del intelecto, a la cual conformidad, como hemos dicho, sigue el conocimiento de la cosa. Y así la entidad de la cosa precede a la razón de verdad, mientras que el conocimiento es como un efecto de la verdad» ( De Veritate, q. l, a. 1, in c.).

Se alude, en este importante pasaje, a un segundo significado de verdad, definida, en otro lugar, como «la conformidad del entendimiento y la cosa» (STh q. 16, a. 2, in c.).

Esta verdad, que está en el entendimiento, por una parte, se encuentra en el mismo como conocida, no meramente como «tenida». De ahí que la verdad que está en el entendimiento se encuentra en el juicio, que es una especie de reflexión o vuelta del mismo entendimiento sobre sí, en cuanto que en el acto de juzgar se conoce la conformidad con la realidad, porque el sujeto suple la cosa y el predicado lo que el entendimiento conoce de ella.

La verdad que está en el entendimiento, por otra parte, es primera en el orden del conocimiento, pero secundaria y derivada en el orden real, porque se funda en la verdad que está en las cosas, o verdad trascendental, en cuanto que «a la naturaleza del intelecto le compete conformarse con las cosas» (De Veritate q.1, a. 9 in c.).

La entidad es verdadera o conveniente al entendimiento por la posesión de la propia esencia. Por ello, la verdad trascendental se puede también definir por la posesión de la forma o esencia propia del ente. De manera que, como dice Santo Tomás,

«toda cosa es verdadera según que tiene la forma propia de su naturaleza» (STh I, 16, 2, in c.)

El entendimiento, puesto que también es un ente, posee la verdad trascendental, o es un verdadero entendimiento, lo que requiere su conformidad o adecuación con la realidad. Con la aplicación de la verdad entitativa al entendimiento se demuestra, por tanto, que éste sea verdadero, o conforme con la realidad, y que posea así la verdad que está en el entendimiento.

Igualmente, en este pasaje se indica que no sólo la verdad trascendental fundamenta la verdad que está en el entendimiento, en cuanto que por su aplicación se explica su naturaleza, sino también al mismo entendimiento, pero en el sentido de originación o causación. El conocimiento intelectual queda definido como efecto de la verdad entitativa, porque sin la aptitud del ente a ser entendido, no sería posible tal conocimiento. Si el ente no fuese verdadero, adecuado a ser entendido, no podría actualizarse el mismo entendimiento.

Por último, en este artículo del De Veritate, explica Santo Tomás que

«la convivencia del ente respecto del apetito viene expresada con el nombre de "bueno", pues como dice Aristóteles, al comienzo de su Etica: "bueno es lo que todas las cosas apetecen"» (De Veritate, q. 1, a. l, in c.; y Aristóteles, Ethica Nicomacheia, I, 1, 1094a 3).

Bueno es el ente en su referencia a la voluntad, o el ente en cuanto que, por ser perfecto, es perfectivo de la facultad volitiva y de su sujeto.

Indica, más adelante, que

«el ente es perfectivo de otro, no sólo según la razón de especie, sino también según el ser que tiene en la realidad; y de este modo es perfectivo lo bueno. Lo bueno está en las cosas, como dice Aristóteles en su Metafísica. Y en tanto un ente es perfectivo y conservador de otro según su ser, tiene razón de fin respecto de aquel que es perfeccionado por él; y por eso todos los que definen rectamente lo bueno ponen en su concepto algo perteneciente a la relación al fin. De aquí que diga Aristóteles en su Etica que lo bueno se define, del mejor modo, diciendo que es «lo que todas las cosas apetecen» (De Veritate, q. 21, a. l, in c. Cf. Aristóteles, Metafísica, V, 4, 1027b 25; y Etica Nic. I, 1, 1094a 3).

Santo Tomás puede decir que esta relación de perfectividad se constituye, desde la misma actualidad del ente, desde el ser, acto primero y fundamental.

«El bien y el ente son, en la realidad, la misma cosa, y difieren únicamente en nuestro entendimiento. Lo cual es patente, porque el concepto de bien consiste en que algo sea apetecible, y por esto dice Aristóteles en el libro primero de la Etica, que bueno es "lo que todas las cosas apetecen". Pero las cosas son apetecibles en la medida en que son perfectas, pues todo busca su perfección» (STh I, 5, 1, in c.).

Esta caracterización aristotélica del bien como lo perfectivo de otro a modo de fin coincide plenamente con la tesis neoplatónica de que «lo bueno es lo difusivo de sí mismo». Decir que el bien es aquello a que todas las cosas tienden, ya que todas ellas apetecen su perfección, supone la consideración de lo apetecible como perfecto y, por tanto, perfectivo, en virtud de su comunicatividad, de lo que tiende hacia él. Esta difusión es la perfectividad misma de lo perfecto y actual, ya que: «es de la naturaleza del acto que se comunique a sí mismo» (De potentia, q. 2, a. 1, in c.9).

Esta deducción sistemática de los seis tracendentales, el ente y de sus cinco propiedades: la «res», la unidad, el «aliquid», la verdad y la bondad, debe seguir este orden. Santo Tomás lo justifica con esta argumentación:

«Considerando lo verdadero y lo bueno en sí mismos, hallamos que lo verdadero es conceptualmente anterior a lo bueno. Lo verdadero, en efecto, es perfectivo de otro según la razón de especie solamente, mientras que lo bueno lo es, no sólo según la razón de especie, sino también según el ser que tiene en la realidad».

El motivo es el siguiente: el entendimiento humano es abstractivo de la materialidad, que impide la inteligibilidad, pero, con ello, lo conocido pierde su singularidad -pues la materia es principio de individuación-, adquiriendo el nuevo carácter de la universalidad. En cambio, la apetición volitiva pone en contacto con lo concreto e individual, porque se tiende a los objetos tal como son en sí mismos, sin reducción alguna en su manera de estar en la realidad.

De manera que, como concluye el Aquinate,

«la razón de bueno contiene en sí más notas que la razón de verdadero, y se compara a ésta como algo sobreañadido. Por eso, lo bueno supone a lo verdadero, y a su vez lo verdadero supone a lo uno. En efecto, la razón de verdadero se completa en la aprehensión del intelecto, pero cada cosa es inteligible en cuanto es una, pues el que no entiende algo uno nada entiende, como dice Aristóteles en su Metafísica. De donde tal es el orden de las nociones trascendentales, si se consideran en sí mismas, que después del ente viene lo uno, después lo verdadero, y después de lo verdadero, lo bueno» (De Veritate, q. 2l, a. 3, in c. y Aristóteles, Metafísica , IV, 4, 1006b 10).

Debe advertirse, sin embargo, que en este último texto citado de Santo Tomás, los trascendentales que se nombran son únicamente cuatro: el ente, la unidad, la verdad y la bondad. Lo mismo hace en otros lugares (STh I, q. 16, a. 4, ad 2.). Lo que no implica ninguna dificultad. A veces -como en este lugar, y en otros-, presenta este elenco más reducido, porque sólo se refiere a los trascendentales en sentido estricto, los que cumplen total y perfectamente las tres condiciones del trascendental ya indicadas: la conversión con el ente y con los otros trascendentales; la adición de algo de razón o explicitación de lo implícito; y la deducción escalonada del ente. No cita a la «res», por no cumplir la segunda, ni el «aliquid», por no cumplir rigurosamente la tercera.

No obstante, no aparece la belleza ni en éste ni en ningúno de los repertorios de trascendentales, que presenta, y Santo Tomás también la considera una noción trascendental. El proceso deductivo no lo termina con el bien, sino con lo bello, que está relacionado con lo verdadero y lo bueno, y expresa la conveniencia del ente con el alma pero de un modo nuevo.

Después de definir la belleza por sus tres elementos constitutivos esenciales -integridad, proporción y claridad-, el Aquinate da esta otra definición, en la que queda situada en el orden trascendental.

«La belleza añade al bien cierto cierto orden a la facultad cognoscitiva, de manera que se llama bueno a lo que agrada en absoluto al apetito, y bello a aquello cuya sola aprehensión agrada» (STh I-II, 27, 1, ad 3).

El conocimiento es, por tanto, esencial en la belleza, no sólo en cuanto a su intervención como raíz de todo apetito, sino también por causar directamente el goce estético. Siguiendo la tesis del Pseudo-Dionisio, de que «lo bueno es lo mismo que lo bello» (De Divinis Nominibus, c. 4, 4, MG 3, 700), comenta el Aquinate:

«Lo bello y lo bueno se identifican, en un mismo sujeto, porque se fundan en lo mismo, es decir, la forma. Por esto, lo bueno se pondera como bello. Sin embargo, las dos nociones se diferencian conceptualmente, porque lo bueno se refiere propiamente al apetito o deseo, puesto que lo bueno es lo que todas las cosas apetecen; y, por esto, tiene el carácter de fin, pues el apetito es de algún modo un movimiento hacia la cosa. En cambio, lo bello dice relación a la facultad de conocer, porque se llama bello a aquello cuya vista agrada» (STh I, 5, 4, ad l).

Lo bueno y lo bello causan el mismo efecto en el hombre: el deleite. Sin embargo, la complacencia amorosa no es idéntica a la complacencia estética. La primera resulta de la posesión del objeto bueno. La segunda, en cambio, es una consecuencia de la presencia de lo bueno ante la contemplación cognoscitiva. Tanto la bondad como la belleza guardan relación esencial con el apetito. Ambas lo aquietan, pero de distinta manera. Lo bueno, al ser poseído realmente; lo bello, al ser conocido.

Declara Santo Tomás, más adelante:

«El bien conocido despierta el apetito; y la belleza, que se revela en la cosa aprehendida por el mismo conocimiento, aparece conveniente y buena» (STh I-II, 145, 2 ad 1).

El conocimiento es esencial en la belleza, no sólo en cuanto a su intervención como raíz de todo apetito, sino también por causar directamente el goce estético.

Este conocimiento es el intelectual, porque es el que realiza propiamente la esencia del conocimiento, la posesión cognoscitiva de lo que las cosas son. No obstante, en el hombre es imprescindible también el conocimiento sensible, porque, aunque sólo proporciona los aspectos cualitativos y cuantitativos de la realidad, sin embargo, facilita un conocimiento de algo concreto y singular, condición imprescindible para todo apetito. De este modo, lo que la belleza añade al bien, en el caso de hombre, es el conocimiento sensible-intelectual , en cuanto también satisface al apetito, originando el placer estético.

La belleza es una de las especies del bien, al que añade la diferencia específica de esta «visión» o «aprehensión». Afirmaba explícitamente Cayetano que «lo bello es cierta especie de lo bueno» (Commentaria in STh II, I-II, q. 27, a. 1). Puede, por ello, decirse que es un trascendental del trascendental bueno. Lo bello es un trascendental mediato, es un trascendental del ente, pero a través del bien. Ello explicaría que Santo Tomás no la citara en ninguno de los catálogos de los trascendentales, pero ciertamente considera que la belleza es un trascendental, el séptimo trascendental.

Todos los entes, que constituyen la realidad, por consiguiente, son unos, verdaderos, buenos y bellos, en distinto grado o medida, al igual que la entidad, por su participación en el ser. El fundamento de todos los trascendentales es el acto de ser.