LA MUERTE COMO ACONTECIMIENTO BIOLÓGICO Y PERSONAL


- La muerte como escisión 
- La muerte como decisión 
- La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.


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La muerte como acontecimiento biológico y personal 
A la luz de esta concepción unitaria del hombre cuerpo-alma, ¿qué significa la muerte? La 
definición clásica de muerte como separación del alma y del cuerpo se caracteriza por una 
grave indigencia antropológica, pues presenta la muerte como algo que afecta solamente a 
la «corporalidad humana» y deja al «alma» completamente intacta. Esta descripción 
considera la muerte como un hecho biológico: cuando las energías biológicas del hombre 
llegan al punto cero, entonces sobreviene la muerte. Esta concepción sugiere también que 
la muerte es algo que sobreviene extrínsecamente a la vida: ambas, muerte y vida, se 
oponen; no existe entre ellas ninguna interrelación. Por ello, en la definición clásica, la 
muerte es un acontecimiento que aparece sólo al final de la vida biológica. Por el contrario, 
en la visión antropológica que hemos expuesto la muerte surge no como un simple hecho 
biológico, sino como un fenómeno específicamente humano. La muerte afecta a la totalidad 
del hombre y no únicamente a su cuerpo. Si el cuerpo es afectado y constituye una parte 
esencial del alma, entonces también el alma queda envuelta en el círculo de la muerte. 
Además, la muerte humana no es algo que llegue como un ladrón al final de la vida: está 
presente en la existencia del hombre, en cada momento y siempre, a partir del instante en 
que el hombre aparece en el mundo55. Las fuerzas se van gastando, y el hombre va 
muriendo a plazos, hasta acabar de morir. La vida humana es esencialmente mortal o, como 
dice san Agustín, en el hombre hay una muerte vital56. La muerte no existe. Lo que existe 
es el hombre moribundo, como un ser para la muerte. Esta no viene desde fuera, sino que 
crece y madura en la vida del hombre mortal. De esta forma, la experiencia de la vida 
coincide con la experiencia de la muerte. Prepararse para la muerte significa prepararse 
para la vida verdadera, auténtica y plena. De ahí se sigue que la escatología no está 
aislada de la vida y proyectada hacia un futuro distante, sino que es un acontecimiento de 
cada instante de la vida mortal. La muerte acontece continuamente, y cada instante puede 
ser el último.

La muerte como escisión 
MU/NACIMIENTO: El último instante de la muerte vital o de la 
vida mortal tiene carácter de ruptura, pero no entre el alma y el cuerpo (porque éstos no 
son dos cosas que puedan separarse, sino únicamente dos principios metafísicos). La 
ruptura se da entre un tipo de corporalidad limitado, biológico, restringido a un pedazo de 
mundo, esto es, al cuerpo, y otro tipo de corporalidad y relación con la materia ilimitado, 
abierto y pancósmico. Con la muerte, el hombre-alma no pierde su corporalidad, pues ésta 
le es esencial, sino que adquiere otro tipo de corporalidad más perfeccionada y universal. 
El hombre-cuerpo, como nudo de relaciones con la totalidad del universo, puede ahora, al 
fin, por vez primera en la muerte, realizar la totalidad, que ya en la situación terrestre podía 
vislumbrar y sentir parcialmente. El hombre-alma, por la muerte, es introducido en la unidad 
radical del mundo; no deja la materia, ni puede dejarla, porque el espíritu humano se 
relaciona esencialmente con ella. Por el contrario, la penetra mucho más profundamente en 
una relación cósmica total, baja al corazón de la tierra (Mt 12,40). La muerte es semejante 
al nacimiento. Al nacer, la nueva creatura abandona la matriz que la alimentaba, pero que 
poco a poco se había hecho sofocante. Pasa por la crisis más penosa de su vida fetal, a 
cuyo término irrumpe en un mundo nuevo y en una nueva relación con él. Es empujada por 
todos lados, apretada, casi sofocada y arrojada fuera, sin saber que después de este paso 
la espera el aire libre, el espacio, la luz y el amor 57. Al morir, el hombre atraviesa una crisis 
biológica semejante a la del nacimiento. Se debilita, va perdiendo el aire, agoniza y es como 
arrancado del cuerpo. No experimenta aún cómo va a irrumpir en horizontes más amplios 
que le hacen comulgar, de forma esencial, profunda y perfecta, con la totalidad de ese 
mundo58. La placenta del recién nacido en la muerte no está ya constituida por los 
estrechos límites del hombre-cuerpo, sino por la globalidad del universo total.
La escisión asume aún otro aspecto: marca el término de la vida terrestre del hombre, no 
sólo en su sentido cronológico, sino principalmente humano. La muerte establece un 
término al proceso de personalización dentro de las coordenadas de este mundo biológico y 
espacio-temporal. La teología dirá que el último instante de la vida y la muerte inauguran el 
fin del status vitae peregrinantis y el encuentro personal con Dios.
Si la muerte significa un perfeccionamiento del hombre debido a su relación más íntima 
con el universo, entonces posibilita también la plenitud del conocer, del amor, de la 
conciencia. Como ha señalado M. Blondel, nuestra voluntad, en su dinamismo interior, no 
se agota ni se satisface plenamente en ningún acto concreto: no quiere simplemente esto o 
aquello, sino la totalidad. La muerte significa el nacimiento del verdadero y pleno querer. El 
hombre conquista por fin su libertad, desinhibido de los condicionamientos exteriores, de la 
propia carga arquetípica inconsciente, del superego social, de las propias neurosis y 
mecanismos represivos. La personalidad, con todo lo que ella construyó en su vida 
terrestre, puede ejercer su voluntad en el vastísimo campo operacional del universo.
J. Marechal y H. Bergson descubren la misma estructura del querer en el conocer, en el 
sentir y en el recordar. En el hombre reina un dinamismo insaciable que le lleva a no agotar 
jamás su capacidad de conocer, sentir y recordar. Ningún acto concreto resulta adecuado 
al impulso interior. La muerte abre la posibilidad a la total reflexión y a la inmersión en el 
horizonte infinito del ser. La sensibilidad humana, en una vida terrestre limitada por la 
selección natural de los objetos sensibles, se libera al fin de estas trabas y puede abrirse a 
una capacidad inimaginable de perfecciones. La muerte es el momento de la intuición 
profunda del corazón del universo y de la presencia total en el mundo y en la vida.
G. Marcel ha llamado la atención sobre el dinamismo inmanente del amor humano, que 
se define como donación y entrega, de tal suerte que sólo en el amor se posee lo que se 
da. En la condición terrestre, el amor nunca puede ser donación total debido a la 
autoconservación congénita del ser viador. La muerte implica la total entrega de nuestro 
modo terrestre de existencia. Este hecho permite a la persona entregarse completamente 
con la más pura libertad. En la muerte, el hombre entra en comunión radical con toda la 
realidad de la materia. Los filósofos E. Bloch y G. Marcel han analizado en especial la 
dimensión «esperanza» en el hombre, que no debe ser confundida con la virtud: esta 
dimensión es un verdadero principio en el hombre que da cuenta del extraordinario 
dinamismo de su acción en la historia, de su capacidad utópica y de su orientación hacia el 
futuro. Aparece como verdadero no lo que es, sino lo que vendrá. El hombre no es nunca 
una síntesis completa. Su futuro, que vive como dimensión, no puede ser manipulado ni 
totalmente agotado en un acto concreto; sin embargo, pertenece a la misma esencia 
humana. La muerte creará la posibilidad de que el ser y el será se conviertan en un plano 
es, en un futuro realizado. La muerte como escisión se revela principalmente en el momento 
en que la curva de la vida biológica se cruza con la curva de la vida personal. La primera 
está constituida por el hombre exterior, que nace, crece, llega a la madurez, envejece y va 
muriendo biológicamente cada momento hasta acabar de morir. La otra curva está 
constituida por el hombre interior: a medida que va envejeciendo biológicamente, crece en 
él un núcleo interior y personal: la personalidad. La enfermedad, las frustraciones y las 
demás energías del hombre exterior pueden servir de trampolín para un mayor crecimiento 
y madurez de la personalidad. En sentido inverso a la curva biológica que va decreciendo, 
la curva de la personalidad va creciendo y abriéndose cada vez más a la libertad, al amor y 
a la integración hasta acabar de nacer. La muerte llega cuando ambas curvas se cruzan y 
cortan.
El desarrollo pleno del hombre interior (personalidad) 
exige la muerte del hombre exterior (vida biológica) para poder seguir desarrollándose. Por 
eso la muerte, para los santos y los hombres de gran individualización de la personalidad, 
es como una hermana, como el paso necesario a otro nivel de vida personal y libre de 
mayor plenitud. Como para los antiguos cristianos, la muerte surge entonces como el vere 
dies natalis, como el verdadero día del nacimiento en el que el hombre realiza plenamente 
su ser auténtico para siempre. En el decurso de la vida, los actos de nuestra libertad 
personal tienen un carácter preparatorio y nos educan para la verdadera libertad. 
«Muriendo -decía Franklin- acabamos de nacer»63.

La muerte como decisión 
MU/DECISION: Si el momento de la muerte constituye, por excelencia, el instante en que 
el hombre llega a una completa madurez espiritual y en el que la inteligencia, la voluntad, el 
sentir, la libertad pueden ser ejercidos sin traba alguna y en conformidad con su dinamismo 
natural, entonces se da por primera vez la posibilidad de una decisión totalmente libre que 
expresa la totalidad del hombre ante Dios, ante Cristo, ante los demás hombres y el 
universo. El momento de la muerte rompe con todos los determinismos; el verdadero ser del 
hombre escoge las relaciones con la totalidad que lo constituirán como personalidad abierta 
a todos los seres. Inmerso en el espacio y en el tiempo terrestre, el hombre era incapaz de 
expresarse totalmente en un acto definitivo. Todas sus decisiones eran verdaderas, pero 
precarias y mudables. Debido a su ambigüedad constitutiva, ninguna de ellas podía surgir 
con un carácter definitivo que implicase por sí solo el cielo o el infierno. En la muerte (ni 
antes ni después), es decir, en el momento del paso del hombre terrestre al hombre 
pancósmico, libre de todos los condicionamientos exteriores, en la posesión plena de sí 
como historia personal y con todas sus capacidades y relaciones, se da una decisión 
radical que implica el destino eterno del hombre. En ese momento de total conciencia y 
lucidez, el hombre conoce lo que significan Dios, Cristo y su autocomunicación, cuál sea el 
destino del hombre, sus relaciones de apertura a la totalidad de los seres. Entonces es 
cuando, conforme con la personalidad que él se forjó a lo largo de su vida, totalizando 
todas las decisiones tomadas, puede decidirse por la apertura total que implica salvación o 
por el cerrarse sobre sí mismo que excluye la comunión con Dios, con Cristo y con la 
totalidad de la creación.
La muerte es un penetrar en el corazón de la materia y de la unidad del cosmos. En ella 
tiene lugar un encuentro personal con Dios y con Cristo resucitado, que llena todo con su 
presencia, el Cristo cósmico. Ahora, en la mejor oportunidad, puede el hombre decidirse de 
la mejor forma, totalmente libre de coacciones exteriores y definitiva. En ese encuentro con 
Dios y con la totalidad se da el juicio y también el purgatorio como proceso de purificación 
radical. Delante de Dios y de Cristo, el hombre descubre su ambigüedad, pasa por una 
última crisis cuyo desenlace es un acto de total entrega y amor o de cerrazón y opción por 
una historia sin otros y sin nadie. Esta decisión produce una escisión definitiva entre el 
tiempo y la eternidad, y el hombre pasa de la vida terrestre a la vida de comunión íntima y 
facial con Dios o de total frustración de su personalidad, llamada también infierno.

La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.
MU/FENOMENO-NATURAL MU/CASTIGO-P: Hasta aquí hemos visto que la muerte 
pertenece al mismo contexto de la vida terrestre. Esta es siempre vida mortal o muerte vital. 
Mucho antes de que en la evolución surgiera el hombre mortal, ya se consumían las plantas 
y morían los animales. Este dato tiene su importancia, porque la Biblia y la teología 
presentan la muerte como consecuencia del pecado del hombre. Pablo dice claramente que 
«la muerte entró en el mundo a través del pecado» (/Rm/05/12; Gn 3). El segundo Concilio 
de Orange (529) y después el de Trento (1546) lo subrayan con igual claridad: la muerte es 
el precio del pecado (DS 372 y 1511). ¿Cómo se ha de entender esto ? 
Al parecer, la sentencia bíblica y conciliar se opone a lo que hemos expuesto hasta aquí. 
Pero una reflexión más atenta sobre el sentido de esta afirmación nos hará comprender la 
validez (de las dos posturas, la que afirma que la muerte es un fenómeno natural y la que 
sostiene que la muerte es consecuencia del pecado. La teología clásica, sobre todo a partir 
de san Agustín, ha enseñado siempre que la muerte es un fenómeno natural por cuanto la 
vida biológica va desgastándose hasta que el hombre termina sus días. No cabe decir que 
el hombre no puede morir (non posse mori). Constitutivamente es un ser mortal. No 
obstante, en virtud de su orientación originaria hacia Dios y en su primera situación, el 
hombre primitivo (Adán) estaba destinado a la inmortalidad. El podía no morir (posse non 
mori). «Cuando la fe nos enseña esto -como bien dice K. Rahner en su célebre ensayo 
sobre el Sentido teológico de la muerte- no nos dice que el hombre paradisíaco, de no 
haber pecado, habría prolongado indefinidamente la vida terrena. Podemos decir, sin 
ningún reparo, que el hombre habría terminado su vida temporal. Habría permanecido en su 
forma corporal, pero su vida habría llegado a un punto de consunción y de plena madurez 
partiendo de dentro... Adán habría tenido una cierta muerte». Lo cual quiere decir que 
habría una escisión entre la vida terrestre y la vida celeste, entre el tiempo y la eternidad. 
Habría un paso y, por tanto, muerte en el sentido antes explicado. Pero tal muerte estaría 
integrada en la vida. Debido a la armonía total de] hombre, no sería sentida como pérdida, 
ni vivida como un asalto, ni sufrida como un despojamiento. Sería un paso natural, como 
natural es el paso del niño del seno materno al mundo, de la infancia a la edad adulta. 
Alcanzada la madurez interior y agotadas las posibilidades para el hombre cuerpo-espíritu 
en el mundo terrestre, la muerte lo introduciría en el mundo celeste. Adán habría muerto 
como el pequeño príncipe de Antoine de Saint-Exupéry, sin dolor, sin angustia y sin 
soledad.
Sin embargo, debido al pecado original que afecta a todos los hombres, y debido también 
al pecado personal, la muerte ha perdido su armonía con la vida. Se siente como un 
elemento que aliena y roba la existencia. Es miedo, angustia y soledad. La muerte concreta 
e histórica, tal como es vivida (vivir la muerte y morir la vida son sinónimos), es fruto del 
pecado. De una parte, es natural como término de la vida. De otra, en la forma alienante en 
que se sufre, es antinatural y dramática.
La muerte implica una última soledad. Por eso el hombre la teme y huye de ella, como 
huye del vacío. Simboliza y sella nuestra situación de pecado, que es soledad del hombre 
que ha roto su comunión con Dios y con los otros. Cristo asumió esta última soledad 
humana. La fe nos dice que él descendió a los infiernos, esto es, pasó los umbrales del 
vacío radical existencial, para que ningún mortal pudiese en lo sucesivo sentirse solo.
El hombre puede integrar la muerte en la vida, abrazándola como total despojo y último 
acto de amor, como entrega confiada. El santo y el místico, como la historia demuestra, 
pueden integrar paradisíacamente la muerte en el contexto de la vida y no ver en ella una 
usurpadora de la vida, sino a la hermana que nos libera y nos introduce en la casa de la 
vida y del amor. Entonces el hombre aparece libre y liberado, como un Francisco de Asís. 
La muerte no le hará ningún mal porque es el paso para una vida más plena.

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55 Recordemos la conocida frase de Heidegger: «Cuando el hombre comienza a vivir ya es suficientemente 
viejo para morir»; Sein und Zeit (Tubinga 1953) 329.
56 Confesiones, 1,6: «dicam mortalem vitam an mortem vitalem nescio».
57 Cf. R. Troisfontaines, op. cit., 109.
58 L. Boros, op. cit., 88; íd.
63 R. Troisfontaines, op. cit., 118-119.
(Pág. 520-527)

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LA RESURRECCIÓN DEL HOMBRE EN LA MUERTE
MU/RS: Hasta aquí no hemos introducido en nuestras reflexiones el pensamiento de la 
resurrección, que para la fe cristiana no es revivificación de un cadáver, sino la total 
realización de las capacidades del hombre cuerpo-alma, la superación de todas las 
alienaciones que estigmatizan la existencia desde el sufrimiento y la muerte hasta el pecado 
y, por fin, la glorificación plena, como divinización del hombre, por la realidad divina. La 
resurrección es la realización de la utopía del reino de Dios para la situación humana. Por 
ello, en el cristianismo no hay lugar para utopías, sino sólo para una topía, porque, al 
menos en Jesucristo, la utopía de un mundo de total plenitud divino-humana ha encontrado 
ya un topos (lugar).

1. ¿Cómo se articula la antropología con la resurrección?
¿ Cómo se articula y relaciona nuestra fe en la resurrección con el esbozo antropológico 
que hemos expuesto? ¿Hay elementos intrínsecos en la antropología que se ordenen a una 
posible resurrección? Nos parece que podemos responder afirmativamente a las dos 
preguntas formulando dos proposiciones: la resurrección viene a responder a un anhelo 
profundo y ontológico del hombre; la antropología revela una estructura que puede 
articularse con la fe en la resurrección. Ya hemos señalado el carácter excéntrico de la 
existencia humana, su ser y su continuo poder ser, el hecho de un principio esperanza en el 
hombre que es la causa del pensamiento utópico y crítico en la historia. El hombre no es 
sólo un ser, sino ante todo un poder ser. Existe en el hombre-ser un hombre latente que 
quiere revelarse en su plenitud total: el homo revelatus. Los cristianos le hemos visto en 
Jesucristo para quien todo el futuro se transformó en presente al realizarse en él la 
escatología. El es el nuevo Adán y la nueva humanidad. La resurrección es la respuesta al 
principio esperanza del hombre; consume la utopía de total realización del hombre con que 
soñaba el Apocalipsis: «Donde ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni fatiga, porque todo 
esto pasó» (21,4), porque todos serán pueblo de Dios y Dios mismo estará con ellos. Por 
otro lado, la interpretación de la muerte que ha elaborado la antropología moderna se 
compagina bastante bien con el concepto cristiano de resurrección.
La muerte significa la plenitud de la personalidad del hombre y de sus capacidades, 
elevadas a la dimensión del cosmos total. El hombre-cuerpo, como nudo de relaciones con 
todo el universo, puede realizarse perfectamente como comunión. Ahora bien, por la 
resurrección, el hombre-cuerpo alcanza su última realidad al ser glorificado por Dios. En el 
orden concreto no existe un destino natural del hombre que no sea simultáneamente su 
destino sobrenatural. Si la muerte es el momento en que alcanzan su dimensión total las 
posibilidades contenidas en la existencia humana, entonces en él está implicada también su 
realización en el orden sobrenatural. Tal hecho nos hace pensar que la resurrección 
acontece ya en la muerte. Dado que la muerte significa el fin del mundo para la persona, 
nada quita que se realice también ahí la resurrección del hombre. Después de la muerte, el 
hombre entra en un modo de ser que supone la abolición de las coordenadas del tiempo y 
pasa a la atmósfera de Dios, que es la eternidad. Desde este punto de vista se puede decir 
que no es comprensible afirmar cualquier tipo de "espera» de una supuesta resurrección al 
final de los tiempos. Ese final del tiempo cronológico no existe en la eternidad. Por ello, la 
"espera» de la resurrección final es una representación mental inadecuada al modo de 
existir de la eternidad.
Por la resurrección, el hombre, nudo de relaciones con el universo, se abre totalmente, 
se transforma a semejanza de Cristo y posee como él una ubicuidad cósmica. Todo lo que 
alimentó e intentó desarrollar a lo largo de su existencia consigue ahora su mejor 
florecimiento. Su capacidad de comunión y apertura encuentra su perfecta adecuación. Con 
todo, hay también una resurrección para la muerte (segunda), la del hombre que se negó a 
la comunicación con los otros y con Dios, que se encerró en sí mismo hasta el punto de 
convertirse en un pequeño mundo aislado. Ese hombre resucita a la absoluta frustración. 
En él se consuman definitivamente las tendencias de negación que alimentó y dejó crecer 
en su existencia. Por la resurrección, el hombre se abre o se cierra radicalmente a lo que 
en vida se estuvo abriendo o cerrando. Por eso la resurrección no se puede definir como 
algo mecánico o automático, sino que incluye un aspecto de decisión e implica las dos 
opciones posibles dentro del campo de la libertad humana.

2. La resurrección devuelve al hombre una identidad corporal y no material
Con la resurrección, todo en el hombre es transfigurado o frustrado: el cuerpo y el alma. 
Conviene observar que cuerpo no es sinónimo del cadáver que queda en este mundo 
después de la muerte y que se descompone. Hemos visto que el cuerpo no es un añadido 
accidental al hombre-alma, sino «una dimensión inseparable de sí mismo», el modo 
concreto como el espíritu se encarna en la materia, se hace presente en el mundo y se 
autorrealiza. El espíritu es espíritu encarnado, pero no se identifica totalmente con la 
materia, porque puede relacionarse más allá del cuerpo y con la totalidad de los cuerpos; y 
no es totalmente distinto de ella, porque es siempre espíritu encarnado. También la 
personalidad es esencialmente material. Por eso, la personalidad que a lo largo de la 
existencia se va formando dentro del mundo en el contexto de sus múltiples relaciones va 
creando su expresión material. El cuerpo de resurrección poseerá la misma identidad 
personal, pero no material, que la que teníamos en la existencia espacio-temporal. No 
podemos confundir identidad corporal con identidad material (de la materia del cuerpo).
La biología nos enseña que la materia del cuerpo cambia cada siete años y, sin 
embargo, tenemos la misma identidad corporal. Como adultos somos ahora diferentes, 
materialmente, de lo que éramos cuando niños, y a pesar de ello somos el mismo hombre 
corporal. Por la resurrección seremos mucho más diferentes aún, pero personalmente 
idénticos hasta el punto de poder decir: yo soy yo espíritu-cuerpo. Lo que resucita es 
nuestro yo personal, el que formamos en interioridad dentro de la vida terrestre, ese yo que 
siempre incluye también la relación con el mundo y que por ello es cuerpo. Diríamos más: 
en la resurrección cada uno recibirá el cuerpo que ejerce, el que corresponde a su yo y lo 
eXpresa total y adecuadamente. En la tierra, el cuerpo no expresa siempre bien nuestro 
estar en el mundo. Puede expresar deficientemente nuestra interioridad y constituir un 
estorbo para su realización en la materia, pues está marcado, hasta sus últimas fibras, por 
la historia del pecado, por lo cual puede desaparecer materialmente y volver al polvo. Ahora 
bien, por la resurrección el hombre se libera de obstáculos, e irrumpe (si es para la vida 
eterna) la perfecta y cabal adecuación espíritu-cuerpo-mundo, sin las limitaciones 
espacio-temporales y las alienaciones de la historia del pecado. Cada cual se expresará a 
su manera en la totalidad de la materia y del mundo, porque el hombre asume una 
relacionalidad pancósmica. El hombre, nudo de relaciones de todo tipo, se transfigura y 
realiza totalmente por Dios y en Dios.
En esta línea de reflexión, podemos decir que la asunción de María, más que algo 
exclusivamente suyo, es un ejemplo de lo que acontece con todos los que están ya con el 
Señor (2 Cor 5,ó-10). La constitución apostólica Munificentissimus Deus, de 1950, expresa 
la esperanza de que «la fe en la asunción corporal de María al cielo pueda hacer más 
fuerte y más activa nuestra fe en la propia resurrección". Aunque el documento no tenga la 
intención de colocar a María como ejemplo de nuestra misma resurrección en la muerte, 
«podemos encontrar en esta verdad invitación a intentar elaborar el sentido de la 
escatología en general, partiendo de la verdad concreta y definida de la asunción". La 
constitución Lumen gentium propone de hecho "a la Madre de Dios, ya glorificada en el 
cielo en cuerpo y alma, como imagen y primicia de la Iglesia que ha de alcanzar su 
perfección en el mundo futuro».
Comentando la relación entre María y la Iglesia, opina un teólogo que "María no es la 
personificación de un estado futuro de la Iglesia gloriosa, sino la expresión personal del 
estado presente de la Iglesia celestial... María, elevada al cielo, ejemplifica la vida redimida 
en los moldes con que es ya participada por los santos en la gloria. Nosotros, prisioneros 
aún del cuerpo, vemos ya delante de nosotros lo que será la vida nueva. Este estado final 
ha sido alcanzado en Cristo no sólo por María, sino también por aquellos que están ya con 
el Señor». María no es, pues, una excepción, sino un ejemplo. Mientras, convendría que 
repitiésemos aquí la diferencia que hay entre el cuerpo glorificado del Señor y el nuestro. Y 
lo mismo valdría para el cuerpo transfigurado de la Virgen. Su cuerpo, a diferencia del 
nuestro, no estaba marcado por la historia del pecado. Como Inmaculada, su cuerpo era 
sacramento de Dios y de la interioridad graciosa de su espíritu pues fue el receptáculo de la 
encarnación del Verbo. Aunque vivía en el viejo mundo, era presencia del nuevo cielo y de 
la tierra nueva.
Teniendo en cuenta estos motivos teológicos, podemos afirmar que el cuerpo carnal de 
la Virgen fue transfigurado y no tuvo que pasar por las vicisitudes del cadáver humano que 
lleva sobre sí la historia del pecado personal y del mundo y vuelve por eso al polvo de la 
tierra. En ella, como en Cristo, apareció el homo matinalis, para quien la muerte constituye 
el paso transfigurante a lo que es definitivo y lo realiza en clave divina. A diferencia de la 
declaración dogmática de la Inmaculada Concepción, la Constitución apostólica 
Munificentissimus Deus no afirma la exclusividad de la asunción de María. Esto nos 
permite ver este dogma como una brecha abierta para extender la misma gracia a los que 
mueren en el Señor. Así, M. Schmaus, uno de los teólogos más moderados y eclesiales, 
dice en su manual de teología dogmática La fe de la Iglesia: «No hay ninguna verdad de la 
revelación que se oponga a la tesis de que el hombre, inmediatamente después de morir, 
obtiene una nueva existencia corporal, mientras que su cuerpo terrestre es llevado a la 
sepultura o al crematorio o abandonado a la descomposición. Semejante transformación 
inmediata no puede probarse con absoluta certeza, pero hay argumentos que la hacen 
probable». Estos argumentos, antes aducidos, fundamentan una probabilidad real, que es 
mucho más que una mera posibilidad. Y esa probabilidad, fundada en argumentos 
antropológicos y bíblicos, justifica la utilización pastoral de semejante tesis, que para 
muchos cristianos es motivo de serena alegría, de liberación y renovado compromiso por la 
causa cristiana entre los hombres. El mismo Schmaus argumentaba: «Si respondemos que 
la resurrección sólo acontece al final de los tiempos, entonces esa verdad de fe resulta 
cada vez más vacía y pierde su fuerza vital; si debemos esperar millones y millones de 
años, entonces esta fe se va diluyendo en el horizonte de la conciencia humana. Nadie 
puede imaginarse conscientemente tal espacio inmenso de tiempo".

3. El hambre resucita también en la consumación del mundo
De todos modos, la resurrección en la muerte no es totalmente plena: sólo el hombre en 
su núcleo personal participa de la glorificación. Pero este hombre tiene una relación 
esencial con el cosmos, y el cosmos no queda todavía totalmente transfigurado con la 
muerte del hombre. Sólo podemos hablar de resurrección radical si su patria, el cosmos, es 
también transformada. Por ello, a pesar del carácter de plenitud personal que puede asumir 
la resurrección en la muerte, y a pesar de que la transformación del nudo de relaciones con 
el universo haya afectado de alguna forma también al propio cosmos, podemos hablar 
todavía de resurrección en la consumación del mundo. Únicamente entonces Dios y Cristo 
serán todo en todas las cosas (Col 3,11; 1 Cor 15,28), de modo especial en el hombre, 
esencialmente relacionado con el universo.

Vl CONCLUSIÓN
Pablo llamaba al hombre resucitado «cuerpo espiritual». Se refería al hombre todo 
entero, alma~cuerpo, pero totalmente realizado y repleto de Dios. ¿Cómo llamaríamos al 
hombre resucitado? Utilizando una categoría de la antropología basada en el principio 
«esperanza», tal vez pudiéramos llamarle homo revelatus. Con la resurrección se reveló 
realizado el verdadero hombre que estaba creciendo en la situación terrestre, el que 
realmente Dios quiso cuando lo puso en el proceso evolutivo. El hombre verdadero, en su 
radical manifestación, es únicamente el hombre escatológico. Por la resurrección, el poder 
ser del hombre-ser se realizó exhaustivamente; salió totalmente de su ocultamiento. En él, 
pues, se reveló el designio de Dios sobre la naturaleza humana: hacerla participar de su 
divinidad con toda su realidad del cuerpo-espíritu abierta a la totalidad. El homo revelatus 
participa de la ubicuidad cósmica de Dios y de Cristo; posee una presencia total. Así nace 
el homo cosmicus.
Ahora, en la actual condición espacio-temporal, está latente el homo revelatus: está 
todavía preso en las categorías de este mundo, vive en la condición de simul iustus et 
peccator. La muerte lo libera y le posibilita una penetración más profunda en el corazón del 
cosmos. Por la resurrección en la muerte, el hombre participa del Cristo resucitado y 
cósmico. En la consumación del universo se potenciará más aún, porque el cosmos le 
pertenece esencialmente.
Al final de la vida terrestre, el hombre deja detrás de sí un cadáver. Es como un capullo 
que hace posible la salida radiante de la crisálida y de la mariposa, no presa ya por los 
estrechos límites del capullo, sino abierta al amplio horizonte de toda la realidad. A la 
pregunta fundamental de toda antropología —¿qué será del hombre?, ¿qué podemos 
esperar?— la fe responde jubilosa: una vida eterna del hombre-cuerpo-espíritu en 
comunión íntima con Dios, con los otros y con todo el cosmos. «Pasa ciertamente la figura 
de este mundo deformada por el pecado -nos dice el Vaticano II-, pero aprendemos que 
Dios prepara una morada nueva y una nueva tierra. En ella habita la justicia, y su felicidad 
satisfará y superará todos los deseos de paz que suben desde los corazones de los 
hombres. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo... y toda la 
creación que Dios hizo para el hombre será liberada de la esclavitud, de la vanidad... El 
reino ya está presente en misterio aquí en la tierra, y llegando el Señor se consumará» (GS 
n. 39).
Son realmente consoladoras las palabras del prefacio de la Misa de Difuntos, que 
resumen toda la teología expuesta en este estudio: «En Cristo brilló para nosotros la 
esperanza de la feliz resurrección. Y a los que la certeza de la muerte entristece, les 
consuela la promesa de la inmortalidad. Porque, para los que creen, la vida no termina, se 
transforma, y deshecho nuestro cuerpo mortal, se nos da en los cielos un cuerpo 
imperecedero».

LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Págs. 528-535