Santos Cornelio y Cipriano

09-16

1. DOMINICOS 2003

Unidad en la diversidad

La liturgia de hoy hace memoria de dos personajes, testigos de la fe, mártires de Cristo en la jerarquía de la Iglesia, siglo III.

El primero, Cornelio, fue papa en los años 251-253, y se acreditó como hombre, obispo y papa de carácter suave, espíritu comprensivo, tendente a la misericordia y al perdón de las debilidades.

Al morir mártir el papa Fabián, la comunidad eligió por sucesor a Cornelio, prefiriéndolo al presbítero Novaciano, y este hecho motivó una profunda desavenencia entre ellos, pues Novaciano era muy riguroso en su actitud contra los ‘lapsos’, es decir, contra quienes en la persecución abjuraban de su fe –por salvar su vida- y luego querían volver a la fe de la Iglesia. Tras no pocas dudas, Cornelio y su actitud de perdón salieron victoriosos, con el apoyo, por ejemplo, de san Cipriano.

Cumplidos dos años de pontificado, Cornelio fue desterrado de Roma por el emperador Galo, y murió mártir en Civitavecchia el año 253.

El segundo, Cipriano, era nativo de Cartago, y vino al mundo por el año 210 en una familia pagana. Convertido al cristianismo, fue ordenado sacerdote, y el año 249  fue elegido obispo de su ciudad, Cartago.

En momentos difíciles para la Iglesia y la fe, se mostró como hombre enérgico, autoritario, exigente, audaz, y su autoridad y prestigio se extendió por la cristiandad, expresamente por en España.

Cuando tuvo noticia de la actitud díscola de Novaciano, frente a Cornelio, dudó mucho sobre cómo debía comportarse; pero examinó bien la situación, y se adhirió al Papa. Con ello contribuyó a la paz y unidad en la Iglesia, amenazada de división.

Sus escritos son de gran valor en la doctrina, costumbres e historia de la Iglesia.

Murió mártir, en la persecución del emperador Valeriano, el año 258.

Fragmento de una carta de san Cipriano al papa Cornelio:

“Hemos tenido noticia, hermano muy amado, del testimonio glorioso que habéis dado de vuestra fe y fortaleza; y hemos recibido con tanta alegría el honor de vuestra confesión de fe, que nos consideramos partícipes y socios de vuestros méritos y alabanzas.

En efecto, si todos formamos una sola Iglesia, si todos tenemos una sola alma y un solo corazón, ¿qué sacerdote no se congratulará de las alabanzas tributadas a un colega suyo, como si se tratara de alabanzas propias? ¿Qué hermano no se alegrará siempre de las alegrías de sus otros hermanos?...

has ido a la cabeza de tus hermanos en la confesión del nombre de Cristo; y esa confesión tuya, como cabeza de la Iglesia, se ha visto robustecida por la fe de  los hermanos..."

Acordémonos siempre unos de otros, con grande concordia y unidad de espíritu, encomendándonos siempre mutuamente en la oración y prestándonos ayuda con mucha caridad...”