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David Landes
Max
Weber tenía razón. Si algo aprendemos de la historia del desarrollo económico
es que todo depende de la cultura. Basta con observar el comportamiento de las
minorías expatriadas – los chinos en el estado y Sudeste del Asia, los indios
en el este de Africa, los libaneses en Africa Occidental, los judíos y los
calvinistas en gran parte de Europa, los cubanos en Estados Unidos y así
sucesivamente. Sin embargo, la cultura, en el sentido de los valores y actitudes
internas que orientan a un pueblo, espanta a los académicos. Tiene un olor sulfúrico
a raza y a herencia, un aire de inmutabilidad. En privado, los economistas y
otros estudiosos de la sociedad reconocen que eso no es verdad y,
frecuentemente, saludan los ejemplos de cambio cultural positivo al mismo tiempo
que deploran los cambios negativos. Pero aplaudir o deplorar implica la
pasividad del espectador – una incapacidad de usar el conocimiento para
orientar la gente y las cosas. El técnico preferiría cambiar las tasas de
interés y de cambio, liberar el comercio, alterar las instituciones políticas,
administrar. Por otra parte, la crítica cultural
afecta el ego, la identidad y la auto-valoración. Cuando viene de extraños,
esas críticas, aunque se hagan indirectamente y con el mayor tacto posible,
huelen a condescendencia. Los que quieren mejorar las cosas han aprendido que es
mejor abstenerse.
Pero
si la cultura tiene tanta importancia, ¿por qué no actúa con
consistencia? Los economistas no son los únicos en preguntarse por qué
algunos pueblos –digamos, los chinos - han sido siempre tan poco productivos
en su país y tan productivos en el exterior. Si la cultura es tan importante,
¿por qué no pudo cambiar a China? (Deberíamos de observar que con políticas
que ahora alientan, en vez de suprimir, el desarrollo económico, el
desequilibrio entre el desempeño de los chinos en su país y en el exterior está
desapareciendo. (China mantiene fenomenales tasas de crecimiento.)
Un
amigo economista, maestro en terapias económicas, resuelve esta paradoja, ahora
obsoleta, negando cualquier conexión con la cultura. La cultura, dice, no
permite pronósticos. No estoy de acuerdo. Uno hubiera podido pronosticar el éxito
económico del Japón y la Alemania de posguerra si hubiera tomado en cuenta la
cultura. Los mismo se puede decir de Corea del sur versus Turquía y de
Indonesia versus Nigeria.
Por
otra parte, la cultura no funciona sola. Los analistas económicos abrigan la
ilusión de que una buena razón debería de ser suficiente pero, en realidad,
los determinantes de complejos procesos son invariablemente plurales e
interrelacionadas. Las explicaciones monocausales no funcionan. Los mismos
valores entorpecidos por el “mal gobierno” de un país pueden encontrar
oportunidad de desarrollo en otra parte, como en el caso de China. De aquí el
éxito especial de las empresas de emigrantes. Los antiguos griegos, como
siempre, tenían una palabra para eso: los metecos.
En efecto, los residentes extranjeros, eran la levadura de las sociedades que
menospreciaban el dinero y los oficios. Los que hacían los productos y ganaban
el dinero eran los extranjeros.
Debido
a que la cultura y el desempeño económico están vinculados, los cambios en
una influyen sobre la otra. En Tailandia, los jóvenes capaces pasaban años de
aprendizaje religioso en los monasterios budistas. Este período de maduración
era bueno para el alma y adecuado al soñoliento ritmo de la vida económica
tradicional. Eso era entonces. Hoy, Tailandia tiene un ritmo más rápido, el
comercio prospera y los negocios llaman. Por consiguiente, los jóvenes se
espiritualizan en unas cuantas semanas – tiempo suficiente para aprender
algunas plegarias y ritos, y regresar corriendo al mundo material. El valor
relativo del tiempo ha cambiado. Uno no hubiera podido imponer este cambio, a no
ser con una revolución. Los tais han ajustado voluntariamente sus prioridades.
(Debe mencionarse, de paso, que la minoría china encabezó el cambio.)
La
historia de los tai ilustra la respuesta cultural al crecimiento económico y el
aumento de las oportunidades. Lo inverso también es posible – la cultura pude
volver a cambiar contra la vida empresarial. Ahí está el caso de los rusos. 75
años de políticas anti-mercado, anti-ganancias y de privilegios para los bien
relacionados con el gobierno, han
congelado las actitudes empresariales. Aún después de la caída del régimen,
la gente sigue temiendo las incertidumbres del mercado y anhela el seguro tedio
del empleo estatal. O simpatía por la igualdad de la pobreza, un rasgo característico
de las culturas campesinas de todo el mundo. Como dice el chiste ruso, el
campesino Iván está celoso de su vecino Boris porque éste tiene una chiva. Se
aparece un hada madrina y le concede un solo deseo. Iván pide que se muera la
chiva de Boris.
Afortunadamente,
no todos los rusos piensan así. El colapso de las prohibiciones e inhibiciones
marxistas ha producido una avalancha empresarial, lo mejor de ella vinculada a
negocios con el gobierno, algunos de ellos sucios, en gran parte producto del
trabajo de minorías no rusas (armenios, georgianos, etc.) La levadura está ahí
y, frecuentemente, la iniciativa de unos pocos espíritus empresariales es
suficiente. Mientras tanto, los viejos hábitos permanecen, la corrupción y el
crimen están rampantes y la guerra cultural está al rojo vivo. Y las
elecciones dependen de estos problemas, y nadie sabe cual será el resultado.
La
teoría de la dependencia, Argentina y la metamorfosis de Fernando Henrique
Cardoso.
La
teoría de la dependencia era una alternativa reconfortante a las explicaciones
culturales del subdesarrollo. Los académicos latinoamericanos y los
simpatizantes del exterior explicaban el fracaso del desarrollo de América
Latina como resultado de la influencia de las naciones industrializadas. Es
bueno observar que la teoría de la dependencia implica un estado de
inferioridad en el que uno no controla su suerte; es una situación impuesta.
Los países industrializados explotan su superioridad para transferir
producto de las economías dependientes de forma muy parecida a como hacían los
gobernantes coloniales. La explotación imperial se transforma en explotación
del imperialismo capitalista.
Con
todo, para poder hacer eso con naciones independientes y soberanas hacen falta
inversiones y préstamos: el simple pillaje no es una opción. Así sucedió en
Argentina, que ahorraba poco y dependía del capital extranjero. (El principal
arquitecto de la teoría de la dependencia fue Raúl Prebisch, un economista
argentino.) Algunos economistas alegan que el capital extranjero perjudica el
crecimiento; otros, que lo ayuda, pero menos que las inversiones nacionales.
Obviamente, mucho depende de su utilización. Mientras tanto, nadie va a rehusar
dinero extranjero por razones de eficiencia. Los políticos lo quieren, y están
dispuestos a dejar que los teóricos de la dependencia se desesperen.
Argentina
tenía alguna gente muy rica pero “por razones que nunca se han aclarado…
siempre ha sido dependiente del capital extranjero y por consiguiente sujeta a
las naciones prestatarias en formas que comprometen seriamente la capacidad del
país de dirigir sus propios asuntos”. Los británicos construyeron los
ferrocarriles argentinos –menos de 1,000 kilómetros en 1871, más de 12,000
kilómetros veinte años después, pero… los construyeron para objetivos británicos…
Pero,
¿cómo puede construirse uno red semejante sin desarrollar los mercados
internos? Y, de ser así, ¿de quién es la culpa? ¿Qué dice eso del espíritu
empresarial nacional? La mayoría de los argentinos no se hacían esas
preguntas. Siempre resulta más fácil echarle la culpa al Otro. El resultado
fue un antiimperialismo xenófobo, y un autodestructivo sentido de ofensa.
En
el siglo XIX, un argentino genial,
Juan Bautista Alberdi, estaba preocupado por el espíritu empresarial nacional.
En 1852, escribió palabras que se anticiparon a Max Weber en 50 años,
“Hay
que respetar el altar de todas las creencias. La América Hispana, limitada al
catolicismo en exclusión de todas las demás religiones, se parece a un
solitario y silencioso convento de monjas... En América del sur, excluir a
religiones diferentes es excluir a los ingleses, a los alemanes, a los suizos, a
los norteamericanos, es decir, las mismas personas que más necesita este
continente. Traerlos sin su religión es traerlos sin el agente que los hace lo
que son”.
Algunos
han atribuido el bajo índice de ahorros en Argentina al rápido crecimiento de
la población y a los altos índices de inmigración – a lo que yo añadiría
los malos hábitos de consumo dispendioso. En cualquier caso, los flujos de
capital extranjero dependían tanto de las condiciones de la oferta en el
exterior como de las oportunidades en la misma Argentina. Durante la I Guerra
Mundial, los británicos necesitaron dinero y tuvieron que liquidar sus activos
en el exterior. Aunque siguieron siendo los principales acreedores de Argentina,
dejaron de jugar el papel promotor de crecimiento que habían jugado en décadas
anteriores. Los Estados Unidos recogieron parcialmente ese papel pero la política
y los ciclos económicos intervinieron negativamente. Argentina tuvo
intermitentes pero repetidas dificultades tanto por la cantidad como por los términos
del crédito y las inversiones extranjeras. Todo esto produjo conflictos con los
acreedores, y esto, a su vez, llevó al aislacionismo – medidas restrictivas
que sólo agravaron las dificultades económicas y la dependencia. Cuando los
economistas y políticos argentinos denunciaron esas circunstancias y la mala
influencia, real o imaginada, de los intereses extranjeros, sólo consiguieron
potenciar el problema. Ciertamente que la política del aislacionismo y las
prescripciones de los dependentistas, ayudaron a proteger a Argentina y a otros
países latinoamericanos de las peores consecuencias de la Gran Depresión. Esa
es la naturaleza del aislacionismo. Pero también la aisló de la competencia,
del estímulo y de las oportunidades del crecimiento.
Los
argumentos dependentistas florecieron en América Latina. Se trasladaban bien,
resonando después de la II Guerra Mundial con la situación de las recién
liberadas colonias. Los cínicos pudieran decir que la teoría de la dependencia
fue la exportación más exitosa de América Latina. Pero ha sido mala para el
esfuerzo empresarial y mala para la moral. Al estimular una morbosa propensión
a buscar los fallos siempre en los demás y nunca en uno mismo, han promovido la
impotencia económica. Aún si hubiera
sido verdad, hubiera sido mejor ignorarla.
Y,
en efecto, eso es lo América Latina parece haber hecho. Hoy, todos los países
del Hemisferio Occidental, incluyendo a Cuba (relativamente), dan la bienvenida
al capital extranjero. La Argentina ha sido un líder en esa transformación.
Una ola de privatizaciones ha desmantelado el estatismo que aconsejaba la teoría
de la dependencia. México, hogar
de los dependentistas más estridentes, ha conseguido un amplio consenso de que
lo que más ayuda a sus intereses es la relación económica más estrecha
posible con Estados Unidos y Canadá simbolizado el Tratado de Libre Comercio
(NAFTA). La oveja decidió meterse
en la boca del león y parece haberse beneficiado mucho con esa decisión.
Durante
años, Fernando Henrique Cardoso fue una de las primeras figuras de la escuela
dependentista de América Latina. En los años 60 y 70, Cardoso escribió o editó
unos 20 libros sobre el tema. Algunos de ellos se convirtieron en los textos estándar
que formaron a una generación de estudiantes. Quizás el más conocido fuera Dependencia
y Desarrollo en América Latina. En su versión en inglés, terminaba con
esta profesión de fe:
La
verdadera batalla… es entre el elitismo tecnocrático y una visión de la
formación de una sociedad industrial de masas que pueda ofrecer lo que es
popular como específicamente nacional y que triunfe en transformar la demanda
por una economía más desarrollada y por una sociedad democrática en un estado
que exprese la vitalidad de fuerzas verdaderamente populares, capaces de buscar
formas socialistas para la organización social del futuro.
Pero,
en 1993, Cardoso se convirtió en ministro de Finanzas del Brasil. Se encontró
con un país donde la inflación llegaba al 7,000 por ciento anual. El gobierno
se había vuelto tan adicto a este narcótico económico y los brasileños tan
ingeniosos en sus contramedidas personales (los taxis usaban metros que se podían
ajustar al índice de precios, y quizás al cliente) que economistas serios le
restaban importancia a esta volatilidad con el pretexto de que la certidumbre de
la inflación era una forma de estabilidad.
Esto
puede haber sido verdad para los brasileños que tomaban precauciones pero la
inflación devastó el crédito internacional del Brasil, y el país necesitaba
préstamos desesperadamente. También necesitaba comerciar y trabajar con otros
países, especialmente con esos ricos y poderosos -tradicionalmente considerados
como el enemigo. Así que Cardoso empezó a cambiar de posición. Hasta el punto
que muchos lo calificaron de pragmático. Pasadas estaban las pasiones
anticolonialistas, pasado el odio a los vínculos con el extranjero y su implícita
dependencia. Brasil no tiene opciones, dijo Cardoso. Si no se prepara para
formar parte de la economía global, “No tiene forma de competir… No es
ninguna imposición del exterior. Es una necesidad nuestra”.
Dos
años después, era electo presidente. En gran medida porque le había dado al
Brasil su primera moneda fuerte en muchos años.
La
restauración Meiji en Japón – contrapartida
de la teoría de la dependencia
Bernard
Lewis observó en cierta ocasión que “cuando la gente ve que las cosas andan
mal se pueden hacer dos preguntas. Una es, ¿Qué hemos hecho mal? Y la otra es,
¿Quién nos ha hecho esto? La
segunda lleva a teorías de conspiraciones y paranoia. La primera lleva a otra línea
de pensamiento: ¿Cómo podemos arreglarlo?” Durante buena parte del siglo XX,
América Latina optó por teorías de conspiraciones y paranoia. En la segunda
mitad del siglo XIX, Japón se preguntó a si mismo, “¿Cómo podemos
arreglarlo?”
Japón
tuvo una revolución en 1867-68. El shogunato feudal fue derrocado –en
realidad se colapsó – y el control del estado regresó al emperador en Kioto.
Así terminaron 250 años de gobierno Tokugawa. Pero los japoneses prefirieron
llamarlo una restauración más bien que una revolución porque prefieren verlo
como un regreso a la normalidad. Además, las revoluciones son para los chinos.
Los chinos tienen dinastías – Japón tiene una misma familia real que se
remonta a los orígenes.
Los
símbolos de unidad nacional ya estaban presentes: los ideales del orgullo
nacional ya estaban definidos. Esto ahorró muchas perturbaciones. Las
revoluciones, como las guerras civiles, pueden ser devastadoras para el orden y
la eficiencia nacional. La Restauración Meiji tuvo sus disensiones y sus
disidentes, con frecuencia violentos. Los últimos años de lo viejo y los
primeros de lo nuevo estuvieron manchados por asesinatos, alzamientos campesinos
y rebeliones reaccionarias. Aún así, en Japón la transición fue mucho más
ordenada que en las variantes francesa y rusa. Eso se debió a dos razones: el
nuevo régimen tenía la superioridad moral e inclusive los desafectos temían
darle armas y oportunidades a un enemigo exterior. Los imperialistas extranjeros
estaban observando, listos para golpear, y las divisiones internas hubieran sido
una invitación a la intervención. Considere la historia del imperialismo en
otros lugares: las disensiones e intrigas locales propiciaron la intervención
europea en la India y pronto conseguirían subordinar a China.
En
una sociedad que nunca había admitido al extranjero, la simple presencia de
occidentales era problemática. Más de una vez, los jovencitos japoneses
asaltaron a los impúdicos extranjeros para mostrarles quien era el verdadero
jefe. Pero ¿quién era el verdadero jefe? Ante las demandas occidentales de
retribuciones e indemnizaciones, las autoridades japonesas sólo podían
contemporizar y, al hacerlo, se desacreditaban por igual ante los extranjeros y
ante los patriotas.
Los
japoneses abordaron la modernización con su característica intensidad y
sentido organizativo. Estaban listos para la modernización debido a una tradición
de gobierno efectivo, sus altos niveles de instrucción, su fuerte estructura
familiar, su ética laboral y su autodisciplina, su sentido de identidad
nacional. Y, sobre todo, por su sentido de superioridad.
Ese
es el centro de todo: los japoneses sabían
que eran superiores, y porque lo sabían, eran capaces de reconocer la
superioridad de otros. Construyendo sobre medidas anteriores de Tokugawa,
contrataron expertos y técnicos extranjeros mientras enviaban agentes japoneses
al exterior para dar testimonio del estilo de vida europeo y americano. Esta
vasta recopilación de información era la base de las opciones tomadas luego
con cuidadosa y flexible consideración de ventajas comparativas. Así el primer
modelo fue el ejército francés pero, cuando Prusia derrotó a Francia en
1870-71, los japoneses decidieron que Alemania tenía más que ofrecer. Un
cambio similar se produjo a la hora de escoger entre los códigos y la practica
legal de Francia y de Alemania.
No
se perdió ninguna oportunidad de aprender. En octubre de 1871, una delegación
japonesa de alto nivel que incluía a Okubo Toshimichi viajó a Estados Unidos y
Europa, visitando fabricas y fundiciones, astilleros y armerías, ferrocarriles
y canales. Regresaron en septiembre de 1873, casi dos años después, cargados
de información y “llenos de ardiente entusiasmo” por las reformas. La
experiencia directa de la dirección reformista japonesa representó toda la
diferencia. Viajando en un tren británico, Okubo confesó que, antes de salir
de Japón, había pensado que su trabajo estaba hecho: La autoridad imperial
restaurada, el feudalismo sustituido por un gobierno central. Pero ahora
comprendía que las grandes tareas realmente estaban por delante. Japón no podía
compararse con “las potencias más progresivas del mundo”. Inglaterra en
particular ofrecía una lección en desarrollo. Había sido una nación pequeña
e insular – como Japón – que había optado por una política sistemática
de desarrollo. Las Leyes de Navegación habían sido decisivas para llevar la
marina mercante a una posición de hegemonía mundial. Hasta que Gran Bretaña
no alcanzó la hegemonía industrial no sustituyó el proteccionismo por el
laissez faire. (Adam Smith hubiera estado de acuerdo.)
Por
supuesto, Japón no iba a tener la autonomía comercial que la Inglaterra del
siglo XVII había disfrutado. Aquí, sin embargo, el ejemplo alemán era
pertinente. Alemania, como Japón, sólo recientemente había conseguido una
difícil unificación. Alemania, como Japón, había empezado en una
posición de inferioridad económica y, sin embargo, ¡cómo había progresado!
Okubo estaba muy impresionado con los alemanes que había conocido. Los encontró
ahorradores, trabajadores, modestos. Y encontró a sus dirigentes políticos
realistas y pragmáticos. Hay que concentrarse, decían, en el desarrollo del
poderío nacional. Eran los mercantilistas del siglo XIX. Okubo regresó, y le
dio una orientación alemana a la burocracia japonesa.
Primero
vinieron las tareas gubernamentales ordinarias: un servicio postal, un nuevo
horario, la educación pública (para niños y niñas), servicio militar
obligatorio. La escolarización general difundía el conocimiento, para eso son
las escuelas. Pero también inculcaba disciplina, obediencia, puntualidad y una
respeto religioso por el emperador. Eso era esencial para el desarrollo de una
identidad nacional que trascendiera las lealtades parroquiales del shogunato
feudal. El ejército y la marina terminaban la faena. Bajo la identidad del
uniforme y la disciplina, el servicio militar obligatorio borraba las
distinciones de clases y regionales. Estimulaba el orgullo nacional y
democratizaba las violentas virtudes viriles –y también terminaba con el
monopolio samurai de las armas.
Mientras
tanto, el estado y la sociedad seguían en el negocio de los negocios: cómo
fabricar cosas a máquina, cómo hacer más sin máquinas, como mover las
mercancías, cómo competir con los productores extranjeros. No era fácil. A
los productores industriales europeos le había llevado un siglo. Japón tenía
prisa.
Para
empezar, el país construyó sobre la base de industrias con las que estaba
familiarizado – la manufactura de seda y algodón en particular pero también
el procesamiento de productos alimentarios inmunes a la imitación extranjera:
sake, miso, salsa de soya. De 1877 a 1900 – la primera generación de la
industrialización – los alimentos representaron 40 por ciento del
crecimiento, los textiles el 35 por ciento. En síntesis, los japoneses buscaron
la ventaja comparativa en vez de dejarse seducir por los encantos de la
industria pesada. Gran parte de esto fue en pequeña escala: molinos algodoneros
de 2,000 telares (contra 10,000 y más en Europa occidental); ruedas de agua de
madera que estaban generaciones por detrás de la tecnología europea; minas de
carbón cuyas tortuosos vetas y cestos arrastrados a mano hacían parecer las
viejas minas inglesas como balnearios recreativos.
La
habitual explicación de los economistas por esta inversión del estilo del
copiador tardío (lo último es siempre lo mejor) es la falta de capital:
escasos recursos personales, falta de bancos de inversión. En realidad, algunos
comerciantes japoneses habían acumulado grandes fortunas, y el estado estaba
listo para construir y subsidiar fábricas. Como lo hizo, en efecto. Pero el
largo camino a la paridad no necesitaba tanto dinero como gente – gente de
imaginación e iniciativa, gente que comprendiera la economía de la escala,
gente que no sólo conociera de máquinas y métodos de producción sino también
de organización. El capital vendría detrás así como el crecimiento.
Los
japoneses determinaron ir más allá de los bienes de consumo. Si iban a tener
una economía moderna, tenían que aprender a hacer el trabajo pesado: construir
maquinarias y motores, barcos y locomotoras, ferrocarriles, puertos, astilleros.
En este terreno, el gobierno jugó un papel crítico financiando reconocimiento
en el exterior, trayendo expertos extranjeros, construyendo instalaciones y
subsidiando empresas comerciales conjuntas. Pero más importantes fueron el
talento y la determinación de los patriotas japoneses, listos a cambiar de
carrera en interés de la nación, y la calidad de los trabajadores japoneses,
especialmente de los artesanos, con habilidades y actitudes formadas en el
trabajo en equipo y el hábito de una rigurosa supervisión.
Japón
se desplazó a la segunda revolución industrial con una rapidez que desmentía
su inexperiencia. La tradicional historia de la rápida y exitosa
industrialización japonesa está llena de admiración y elogios - aunque
algo mitigados por el intenso nacionalismo que la acompañó – la implacable
presión que le dio al proceso de desarrollo significado y urgencia. Este fue el
primer país no occidental en industrializarse, y sigue siendo un ejemplo para
los que hoy están acometiendo la tarea. Otros países enviaron a sus jóvenes
al exterior para aprender, y los perdieron. Los expatriados japoneses regresaron
a su patria. Otros países importaban técnicos extranjeros para enseñar a sus
propios estudiantes. Los japoneses, en gran medida, se enseñaron a sí mismos.
Otros países importaron equipos extranjeros y trataron de aprovecharlos de la
mejor manera posible. Los japoneses los modificaron, los hicieron mejores, los
hicieron ellos mismos. Es posible que los japoneses caigan mal en otros países
pero todos los envidian y admiran.
La
explicación está, en gran medida, en el intenso sentimiento de responsabilidad
de grupo. Un trabajador indolente y satisfecho con su mediocridad no sólo se
estaría perjudicando él mismo sino también a su familia. Y la nación – no
se puede olvidar la nación. La mayoría de los campesinos y obreros japoneses
no se sentían así – bajo Tokugawa, apenas si tenían el concepto de nación.
Esta fue la principal tarea del estado imperial: inculcar en sus súbditos un
sentido de deber en relación con el emperador, y con el país. Y vincular este
patriotismo con el trabajo. Una gran parte del tiempo en la escuela se dedicaba
al estudio de la ética. En un país sin instrucción religiosa regular, la
escuela era el templo de la virtud y la moralidad. Como planteaba un texto de
1930: “La forma más fácil de practicar el patriotismo es disciplinarse en la
vida diaria, ayudar a mantener el orden y la limpieza en la casa, y cumplir
plenamente con nuestras responsabilidades en el centro de trabajo’’. Y también
ahorrar y no desperdiciar.
He
aquí la versión japonesa de la ética protestante del trabajo. Junto con las
iniciativas gubernamentales y con un compromiso colectivo con la modernización,
esta ética laboral hizo posible el llamado milagro económico japonés.
Cualquier comprensión seria de los logros japoneses tiene que basarse en este
fenómeno de un capital humano culturalmente determinado.
Max
Weber, que empezó como historiador del mundo antiguo pero se desarrolló en un
prodigio de los estudios sociales, publicó en 1904-1905 uno de los ensayos más
influyentes y provocativos que se hayan hecho nunca: “La Etica Protestante y
el Espíritu del Capitalismo”. Su tesis era que el protestantismo – y más
específicamente sus ramas calvinistas – promovió el ascenso del capitalismo,
esto es, del capitalismo industrial que él conoció en su Alemania natal. El
protestantismo hizo esto, dijo, no relajando o aboliendo los aspectos de la fe
católica que habían obstaculizado la libre actividad económica (la prohibición
de la usura, por ejemplo) ni tampoco por alentar, no ya digamos inventar, la búsqueda
de la riqueza sino por definir y sancionar una ética del comportamiento diario
que conduce al éxito económico.
El
protestantismo calvinista, dijo Weber, lo hizo inicialmente al afirmar la
doctrina de la predestinación. Uno no puede ganar la salvación ni por la fe ni
por las buenas acciones. Esa cuestión ha sido decidida para cada uno de
nosotros desde el inicio de los tiempos, y nada puede alterar ese destino.
Semejante
creencia hubiera podido alentar fácilmente una actitud fatalista. Si la fe y el
comportamiento no representan ninguna diferencia, ¿por qué no dedicarse a
disfrutar? Porque, según los calvinistas, ser bueno era una signo plausible de
elección. Cualquiera puede ser elegido pero era razonable suponer que la mayoría
de los elegidos mostrarían, por su carácter y su estilo de vida, la calidad de
sus almas y la naturaleza de su destino. Esta reafirmación implícita era un
poderoso incentivo para el pensamiento y la conducta justos. Y aunque una
creencia dura en la predestinación no duró más que una generación o dos (no
es el tipo de dogma que tiene un atractivo duradero), fue eventualmente
convertida en un código secular de conducta: trabajo duro, honestidad,
seriedad, ahorro de dinero y de tiempo.
Todos
estos valores ayudaban a los negocios y a la acumulación de capital, pero Weber
subrayó que un buen calvinista no amaba las riquezas. (Fácilmente hubiera
podido creer, sin embargo, que las riquezas eran un signo de favor divino.)
Europa no tuvo que esperar por la Reforma para encontrar gente que quisiera
hacerse rica. Lo que subraya Weber es que el protestantismo produjo un nuevo
tipo de empresario, al que le gustaba trabajar y vivir de cierta forma. Era la forma
lo que importaba, y las riquezas, en el mejor de los casos, eran sólo un
subproducto. Sólo fue mucho más tarde cuando la ética protestante degeneró
en un grupo de máximas para el éxito material y sermones sobre las virtudes de
la riqueza.
La
tesis de Weber dio origen a todo tipo de refutaciones. El mismo tipo de
controversia ha producido la tesis del sociólogo Rober K.Merton que alega que
existe un vínculo directo entre el protestantismo y el surgimiento de la
ciencia moderna. En realidad, es justo decir que la mayoría de los
historiadores de hoy consideran inaceptable la tesis de Weber.
Yo
no estoy de acuerdo. Ni en el nivel empírico, donde los expedientes muestran
que los comerciantes y fabricantes protestantes jugaron un papel dirigente en el
comercio, la banca y la industria. Ni en el orden teórico. El centro del
problema reside, en realidad, en la formación de un hombre nuevo – racional,
ordenado, diligente, productivo. Esas virtudes, aunque no eran nuevas, tampoco
eran comunes. El protestantismo las generalizó entre sus seguidores, que se
juzgaban mutuamente según estos estándares.
Dos
características especiales de los protestantes reflejan y confirman este vínculo.
La primer es el énfasis en la instrucción y el conocimiento, para las niñas y
no sólo los niños. Eso fue un subproducto de la lectura de la Biblia. Se
esperaba que los buenos protestantes leyeran la Biblia ellos mismos (los católicos
eran catequizados pero no tenían que leer, y se desalentaba que leyeran la
Biblia.) El resultado fue un mayor nivel de instrucción de generación en
generación. Las madres letradas son
importantes.
La
segunda fue la importancia que se le daba al tiempo. Aquí tenemos lo que los
sociólogos llamarían ‘pruebas secundarias’’: la fabricación y compra
venta de relojes. Inclusive en área católicas como Francia y Bavaria, la mayoría
de los relojeros eran protestantes. Y el uso de estos instrumentos de medida del
tiempo y su difusión a las áreas rurales estaba mucho más avanzado en Gran
Bretaña y Holanda que en los países católicos. Nada testimonia tanto la
urbanización de una sociedad rural como la sensibilidad al tiempo, con todo lo
que esto significa para la difusión de valores y gustos.
Esto
no quiere decir que “tipo ideal” de capitalismo de Weber sólo puede
hallarse entre los calvinistas y sus sectarios sucesores. Gente de todas las
denominaciones y de ninguna puede llegar a ser racional, diligente, ordenada,
productiva, limpia y triste. Y no tiene por que ser empresarios. Uno puede
encontrar estas cualidades en todas las áreas de la vida. El argumento de Weber,
como yo lo entiendo, es que en el norte de Europa, en los siglos XVI al XVIII,
la religión alentó la aparición de un gran número de personas de un tipo
que, anteriormente, sólo había sido excepcional. Y que este tipo creaba una
nueva economía, un nuevo modo de producción, que conocemos como capitalismo
(industrial).
La
historia nos dice que las más exitosas curas para la pobreza vienen de adentro.
La ayuda exterior, como la riqueza fácil (digamos, el petróleo),
puede ayudar pero también puede perjudicar. Puede desalentar el esfuerzo
y sembrar un sentido de incapacidad. Como dice el refrán africano, la mano que
recibe siempre está debajo de la que da. Lo que cuenta es el trabajo, el
ahorro, la honestidad, la paciencia, la tenacidad. Para las personas angustiadas
por la miseria y el hambre, esto pude convertirse en indiferencia egoísta.
Pero, en el fondo, nada proporciona tanta fuerza como la que generamos nosotros
mismos.
Todo
esto puedo parecer una colección de clichés – el tipo de lecciones que se
acostumbraba aprender en la casa y en la escuela cuando los padres y los
maestros pensaban que su misión era criar y hacer ascender a sus hijos. Hoy, a
muchos les parecen vulgaridades. Pero ¿por qué va ser obsoleta la sabiduría?
Vivimos en una época de postres. Queremos que todo sea dulce, demasiados de
nosotros trabajamos para vivir, y vivimos para ser felices. No hay nada de malo
en eso, pero no promueve una alta productividad. ¿Quiere alta productividad?
Entonces tiene que vivir para trabajar y conseguir la felicidad como un
subproducto.
No
es fácil. La gente que vive para trabajar forma una elite pequeña y
afortunada. Pero es una elite abierta para los recién llegados, el tipo de
gente que enfatiza lo positivo. En este mundo, los optimistas ganan. No porque
siempre tengan razón sino porque son positivos. Aún cuando estén equivocados,
son positivos. Y ese es el camino de la mejoría y del éxito. El optimismo
inteligente paga. El pesimismo sólo puede ofrecer el triste consuelo de haber
tenido razón.
David
S.Landes es Profesor Emérito de la Universidad de Harvard, y autor de La
Riqueza y Pobreza de las Naciones, porque algunos son tan ricos y otros tan
pobres.
Traducido
por AR