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El comunismo olvidado

 

Alain Besancon
Traducción: Adolfo Rivero


En mi país, todavía es posible provocar un escándalo planteando en público el tema de los crímenes cometidos por el Comunismo, y un escándalo todavía mayor al sugerir que no sólo en la enormidad de sus crímenes sino también en su misma naturaleza, el comunismo soviético puede compararse con el otro gran mal de nuestro siglo, el nazismo. Esto quedó ilustrado una vez más por un reciente bestseller francés, El Libro Negro del Comunismo, una compilación de 846 páginas hecha por seis historiadores cuya introducción apunta una serie de rasgos comunes entre los dos sistemas totalitarios. El libro ha levantado una tempestad de controversia en los círculos intelectuales y políticos, e incluso ha provocado polémicas en el parlamento.

La controversia es clarificadora, menos por las posiciones particulares que se adoptan como por revelar la magnitud de la resistencia a una idea que hace rato consiguió status de consenso entre los que han estudiado estas cuestiones de cerca, es decir, la idea de que el bolchevismo y el nazismo son fenómenos relacionados: gemelos fraternales, para usar la certera frase del historiador francés Pierre Chaunu.

Estas dos ideologías monstruosas, cada una de ellas un bastardo retoño de la filosofía romántica alemana, llegaron al poder en el siglo XX, y cada de ella tomó como meta producir una sociedad perfecta desarraigando el elemento maligno que se interpusiera en su camino. En el caso del comunismo, la malignidad se definió como la propiedad (ver La propiedad y la prosperidad a través de los tiempos), luego como los dueños de la propiedad y más tarde, puesto que el mal habría de persistir aún después de la liquidación de esta "clase," como cualquiera que hubiera sido corrompido por el espíritu del "capitalismo," infiltrado en las mismas filas del Partido Comunista. En el caso del nazismo, la malignidad se localizó en las llamadas razas inferiores, sobre todo los judíos pero, puesto que el mal persistiría tras su exterminio, también en otros, inclusive en esos elementos de la "raza aria" cuya "pureza" se había contaminado.

Al abordar el problema del mal como ellos lo veían, tanto el comunismo como el nazismo derivaron su autoridad de la ciencia. Ambos estaban creando un "hombre nuevo," y, a este fin, proponían reeducar toda la humanidad. Más aún: cada uno dijo estar movido por impulsos filantrópicos. Era precisamente porque buscaba el bienestar del pueblo alemán, y porque quería servir a la humanidad, que el Nacional Socialismo estaba dispuesto a "cargar" con la tarea de deshacer al mundo de los judíos. El leninismo estaba todavía más desvelado por la humanidad y era, por definición, más universalista en su misión que el nazismo, cuyo programa no era tan fácilmente exportable. Pero ambas doctrinas sostenían elevados ideales, calculados para despertar la entusiasta devoción y la acción heroica en sus seguidores.

Fue, en última instancia, a nombre de esos mismos ideales que nazismo y comunismo se arrogaron el derecho de asesinar a categorías enteras de hombres, que es exactamente lo que procedieron a hacer al asumir el poder, y en una escala previamente desconocida en la historia. Y es por eso qué es correcto juzgarlos como sistemas intrínsecamente criminales. ¿Igualmente criminales? Cualquiera que haya estudiado los expedientes de ambos sistemas homicidas -el nazi, sin paralelo en su ferocidad, y el comunista, sin paralelo en su extensión- o haya reflexionado sobre el destino de los millones y millones de hombres cuyos espíritus fueron aplastaron aunque sus cuerpos hubieran logrado sobrevivir, tiene que responder simple y firmemente que sí, que igualmente criminales.

¿Pero esto suscita otras preguntas: ¿Cómo es posible que la memoria histórica trate hoy de manera tan diferente a los dos sistemas? ¿Cómo es posible que uno de ellos, el comunismo, de tan reciente presencia en el escenario mundial, se encuentre ya prácticamente olvidado?

No hay necesidad de revisar detalladamente los hechos. Tan temprano como 1989, la misma oposición polaca instó que se perdonaran los pecados del pasado régimen comunista. En la mayor parte de los antiguos países satélites de la Europa del este no ha habido ninguna enérgica campaña para castigar al responsable de haber privado a sus conciudadanos de la libertad ni por corromperlos, maltratarlos y asesinarlos durante dos o tres generaciones. Con excepción de Alemania y la República Checa, a los comunistas se les ha permitido permanecer en activo políticamente y, en efecto, han recobrado el poder en varios lugares. En Rusia y otras repúblicas soviéticas anteriores, los funcionarios comunistas han permanecido en sus puestos, incluyendo la policía.

En Occidente, esta amnistía de facto ha contado con una general aprobación - pero también muchos en Occidente tienen su propia historia de acomodamiento con el Comunismo, que no parecen muy ansioso por confrontar. Para sólo hablar de Francia, el hecho de que el Partido Comunista haya acumulado durante décadas un ignominioso expediente de colaboración con el Kremlin, expediente plenamente expuesto y documentado, de ninguna manera le impide ser aceptado en el núcleo mismo de la política democrática francesa.

Y, sin embargo, el recuerdo maldito del nazismo parece intensificarse todos los días. Una vasta literatura crece todos los años. Los museos, las exhibiciones de la biblioteca, las películas, las novelas, y las memorias se dedican a mantener aquel horror fresco en el recuerdo, y el término mismo de nazi ha llegado a ser una taquigrafía para el más atroz de los oprobios. Ser vinculado con el mismo, por tenuemente que sea, basta para aparejar una vergüenza total sobre cualquier artista o escritor. Sin embargo, en el mismo año en que se descubrió que el escritor francés-rumano M. Cioran había tenido un pasado de preguerra maculado por cierta asociación con los nazis, y ser unánimemente condenado por ello, los trabajos del surrealista Louis Aragon se publicaban en una edición de Pléiade en medio de un elogio no menos unánime; nadie mencionó el historial estalinista de Aragon sino para excusarlo.

Por la red francesa de Minitel verifiqué recientemente la frecuencia de ciertas palabras claves en uno de los mayores periódicos vespertinos del país durante el período 1990 a mediados de 1997. Bajo "nazismo" encontré 480 menciones; bajo "estalinismo," siete. En el mismo período, la palabra "Auschwitz" ocurrió 105 veces, pero "Kolyma" sólo dos veces, "Magadan" una vez, y "Kuropaty" nunca. La frase "la hambruna en Ucrania," referida a un acontecimiento que en 1933 costó la vida de cinco o seis millones de personas, no se mencionó ni una sola vez en los siete años que siguieron al desplome del régimen directamente responsable de este desastre humano.

Es justo sentirse indignado ante esta disparidad. "Todo lo que pido," dijo al escritor francés Alfred Grossner en 1989, "es que cuando se evalúen responsabilidades por crímenes pasados, se apliquen los mismos criterios a todos." Exactamente. Pero no se aplican los mismos criterios y el historiador (a diferencia del moralista político), lo primero que tiene que preguntarse es, ¿por qué? Sin pretender agotar este difícil tema, quiero enumerar algunas posibles razones.

El Nazismo es mejor conocido que el Comunismo. En 1945, las tropas aliadas abrieron su closet desbordado de ropa sucia, y lo peor se supo inmediatamente. Además, varios países de Europa Occidental habían experimentado directamente la ocupación nazi y/o la agresión militar e, incluso hoy, ese recuerdo no ha desaparecido. Por otra parte, los crímenes de los nazis fueron flagrantes y relativamente abiertos, con víctimas y victimarios claros, a diferencia del Comunismo, muchas de cuyas víctimas estaban moralmente comprometidas por su asociación con el partido. Las cámaras de gas, concebidas para exterminar industrialmente a una porción definida de la humanidad, fueron un fenómeno único y, cuando se liberaron los campos, la terrible evidencia humana era patente e innegable. El Gulag y el Laogaï chino, por el contrario, están envueltos en la penumbra, objetos distantes y solo indirectamente conocidos, fundamentalmente a través de la literatura mas bien que por testimonio fotográfico. (En Camboya, las tumbas de masas ahora están abiertas.)

El pueblo judío ha tomado sobre sí mismos el solemne deber de recordar el Holocausto. Para los judíos, esto es una obligación moral y, en realidad, religiosa. La humanidad en su conjunto tiene una deuda con ellos por haber asumido esa responsabilidad con minuciosidad y determinación. Gracias al poder del recuerdo judío, los hechos del Holocausto se han impreso en la consciencia de todos y hace falta una obstinación verdaderamente perversa para olvidarlos o evadirlos. También los representantes del mundo cristiano han hecho un examen colectivo de conciencia y han reconocido, con pena y arrepentimiento, el papel de la Iglesia en la perpetuación del antisemitismo.

La experiencia de la II Guerra Mundial, cuando se produjo una alianza militar entre las democracias y la Unión Soviética, debilitó la sensibilidad occidental al Comunismo, tanto como idea y como realidad, produciendo una especie de quebrantamiento del sistema inmunológico intelectual.

Para poder luchar de todo corazón, una democracia necesita que sus aliados tengan un cierto grado de respetabilidad y, de ser necesario; esa respetabilidad se va a regalar, aunque no se merezca. Stalin alentó este proceso garantizando que la ideología y los lemas comunistas se mantuvieran de reserva, escondidos fuera del escenario, mientras que los esfuerzos del pueblo soviético y de sus heroicos soldados eran colocados al frente y elogiados en términos puramente nacionalistas.

A diferencia de los europeos orientales, los europeos occidentales no experimentaron directamente la llegada del Ejército Rojo ni presenciaron su brutalidad. Al contrario, lo vieron como una fuerza liberadora, como a los otros ejércitos Aliados. Muy diferente de la impresión de los pueblos del Báltico o de los polacos. Y los soviéticos también estuvieron entre los magistrados del Juicio de Nuremberg (donde trataron de endilgarle a los nazis varios de sus propios crímenes, como la masacre de miles de oficiales de ejército polaco en Katyn, Polonia, en 1940).

Todo este contribuyó a la contradictoria y a veces deslucida respuesta occidental de posguerra a la amenaza comunista. Las democracias habían aceptado grandes sacrificios para derrotar al nazismo. Pero sólo aceptarían sacrificios menores para contener la Unión Soviética y, al final, inclusive la ayudarían a mantenerse en aras de "la estabilidad." Su actitud no era - no podía ser- la misma que ante el nazismo, ni su juicio equilibrado, ni su memoria imparcial.

Uno de los grandes éxitos del régimen soviético fue promulgar y, eventualmente, imponer al mundo su propia visión ideológica de como debía clasificarse los sistemas políticos. Lenin los redujo esencialmente a dos contrarios polares, el socialismo y el capitalismo, una dicotomía preservada por Stalin hasta los años 30. Según este esquema, el capitalismo, también conocido como imperialismo, incluía en su ámbito los regímenes liberales, social demócratas y fascistas, así como Nacional Socialismo. En los años 30 surgió otro esquema para acomodar la nueva política soviética de "frentes populares." Ahora el espectro iba desde el socialismo -es decir, las Unión Soviética- hasta las democracias burguesas (liberales y/o socialdemócratas) y, finalmente, el fascismo. Agrupadas junto bajo esta última categoría estaban el nazismo, el fascismo tipo Mussolini, los regímenes autoritarios de España, Portugal, Austria, Hungría, Polonia, etcétera, y las facciones de extrema derecha en las sociedades liberales.

Cualquier que fuera la tipología específica, en estos esquemas el nazismo fue borrado como una categoría en si misma, y se vinculó definitivamente o al capitalismo o al fascismo. Llegó a ser la encarnación absoluta de la Derecha, mientras que el socialismo soviético representaba la encarnación absoluta de la Izquierda. De esta forma, nazismo y comunismo tomaron sus respectivos lugares en el gran campo magnético de la política del siglo XX.

Para apreciar la prestidigitación que esto significó, basta recordar que, para una generación anterior de historiadores, había estado perfectamente claro que tanto el fascismo italiano como el nazismo alemán tenían raíces socialistas. La clásica Historia del Socialismo Europeo de Elie Halévy (1937) dedicaba un capítulo al socialismo de la Italia fascista y al socialismo de la Alemania nazi. (Esta última se había declarado explícitamente anticapitalista.) Y también está el esquema no menos convincente que el propuesto en 1951 por Hannah Arendt, que subrayaba la naturaleza esencialmente consanguínea de nazismo y el comunismo que mencioné al principio, y que separaba tajantemente a estos dos representantes del totalitarismo moderno tanto de los regímenes liberales como de los simplemente autoritarios.

Sin embargo, el triunfo de la definición comunista de la realidad fue tan grande, que aún hoy permanece profundamente empotrado en la consciencia histórica. Los libros de texto franceses de secundaria y universitarios, por ejemplo, todavía "leen" el espectro político de Izquierda a Derecha, yendo de la Unión Soviética en la Izquierda, hasta las democracias liberales (con sus propias Izquierdas y Derechas), a los diversos fascismo (alemán, italiano, español, etcétera). Esto no es sino una versión atenuada de lo que pudiera llamarse la Vulgata soviética.

El Nazismo duró doce años; el Comunismo europeo, dependiendo del país, entre 50 y 70. Esta enorme duración produjo una especie de auto-amnesia en las mismas naciones afectadas por el régimen. Durante este tiempo, la sociedad civil fue aplastada, las elites fueron sucesivamente destruidas, reeducadas y reemplazadas, y casi todo el mundo, de arriba abajo, fue expuesto a los peligros y tentaciones del compromiso y la auto-traición. En cuanto a los pocos individuos capaces de un pensamiento desinteresado, en gran medida fueron desprovistos de un conocimiento adecuado de su historia o de las herramientas apropiadas para una investigación seria. A leer los trabajos de los disidentes soviéticos, que comprende la única verdadera literatura del régimen, uno se ve expuesto a desgarradores lamentos pero a muy poco análisis desapasionado. (Las excepciones incluyen a ¿Sobrevivirá la URSS hasta 1984?, de Andrei Amalrik que apareció en una traducción al inglés en 1969, y algunos ensayos de Aleksander Zinoviev.)

Quizás porque el recuerdo del pasado es tan doloroso, los jóvenes historiadores rusos de hoy tienden a apartar su mirada del período comunista y, por lo tanto, lo consignan al olvido. (Ver Fin de las democracias populares). Mientras tanto, el estado ruso cierra de nuevo los archivo pertinentes. En cuanto al círculo de los disidentes, que sí preservó un recuerdo lúcido del Comunismo, se desintegró rápidamente después de 1991 y no ha encontrado su lugar en el nuevo orden de las cosas. Una entidad que quiere preservar el recuerdo tiene que alcanzar una cierta masa crítica en la sociedad, sea por la fuerza del número, el poder político, o la influencia cultural. Los disidentes no han podido conseguir esa masa crítica así como tampoco los portavoces de los armenios, ucranianos, kazajos, chechenos, o tibetanos, por no mencionar a muchas otras víctimas del terror comunista.

Después de la disolución de un régimen totalitario, nada resulta tan problemático como revivir la capacidad de hacer las que deben de ser normales discriminaciones políticas y morales. En este respeto, la Alemania del post-nazismo estaba en mejor posición que la Rusia post-soviética. En Alemania, la sociedad civil tenida no fue aniquilada. Alemania -juzgada, castigada y desnazificada bajo la supervisión de los aliados occidentales- pudo participar, por imperfectamente que fuera, en un proceso de purificación, de auto-enjuiciamiento, de recuerdo e, incluso, de arrepentimiento.

Este no ha sido el caso en Europa Oriental, en parte para las razones que he expuesto pero, en parte, por circunstancias de las que Occidente tiene su parte de responsabilidad histórica. No sólo, durante 70 largos años, las democracias fallaron en llamar a contar a los comunistas sino que las elites políticas y culturales de Occidente aceptaron tácita o explícitamente lo que he llamado la Vulgata soviética. Según ésta, la virtud política era inherente a la Izquierda (bajo el "socialismo"), y la presunción del pecado político inherente a la Derecha (bajo el "capitalismo"). Entre los académicos occidentales y otros, el leninismo todavía es caracterizado con demasiada frecuencia como una especie de accidente meteorológico, como la infortunada desviación de un proyecto que sigue siendo tan honorable como lo fue siempre.

En realidad, durante siglos, la conciencia occidental ha estado fijada en encontrar la sede del mal absoluto en el corazón mismo de nuestra civilización. En nuestros propio días, esa sede del mal se ha localizado una vez en Africa del Sur durante la era de la segregación racial, otra vez en los Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, pero siempre en la Alemania nazi, el punto de referencia a la que todas las demás manifestaciones locales del mal se refieren constantemente. De este ejercicio en radical búsqueda de defectos han estado excluidas la Unión Soviética, Corea del norte, China, Cuba, y otros países comunistas (ver Los Peregrinos en La Habana). O quizás uno pudiera decir que la fijación con el nazismo y sus diversos presuntos sucesores ha funcionado como una especie de cobertura que permite pasar por alto los innegables crímenes del Comunismo.

Esta actitud complica enormemente la indispensable tarea de alcanzar claridad moral en las sociedades post-totalitarias. Si nuestro siglo ha estado marcado por una inaudita barbarie, no ha estado menos marcado por una desastrosa opacidad de conciencia (ver La hostilidad de los intelectuales al capitalismo), y sería una vergüenza que fuéramos a legar al nuevo siglo nuestras falsificadas nociones de la historia.

Pero quizás haya motivo de esperanza. Olvidamos que hicieron falta años para que una pleno conocimiento del nazismo se hiciera sentir en la consciencia de Occidente. El hecho es que el nazismo, como fenómeno político, excedió lo que la gente pensaba posible, y la imaginación era frecuentemente incapaz de captarlo. Los actos realizados a nombre del Comunismo abren un abismo no menos profundo, protegido por el reflejo humano de negar lo inconcebible. ¿Pudiera ser que el tiempo, cuya función es revelar la verdad, haga de nuevo aquí su indispensable trabajo? Uno sólo puede rezar porque así sea.

ALAIN BESANCON, el eminente historiador francés, es el autor de El Síndrome Soviético y Los Orígenes Intelectuales del Leninismo. Su nuevo libro, Una Historia Intelectual de la Iconoclastia, será publicado el año que viene por la University of Chicago Press. El presente ensayo es una versión, algo revisada, de su conferencia inaugural a la Academia Francesa, en la que ingresó en diciembre de 1996.