Rafael González-Villalobos
"Me lo han robado"
(vocación de los hijos)
MC
INTRODUCCIÓN: EL PORQUÉ DE ESTAS LÍNEAS
A QUIÉN VA DIRIGIDO
CASO 1
CASO 2
A QUIÉN VA DIRIGIDO
¿POR QUÉ LLAMA DIOS?
LA LLAMADA, SIGNO DE PREDILECCIÓN
LA RESPUESTA
LAS GRANDES PREGUNTAS
¿POR QUÉ A MI HIJA/O?
¿NO SON DEMASIADO JÓVENES?
¿Y SI SE EQUIVOCAN?
¿QUÉ HACER EN EL MOMENTO?
¿QUÉ HACER DESPUÉS?
A MODO DE CONCLUSIÓN
PASOS PARA CONSEGUIR LA VOCACIÓN DE LOS HIJOS
CUATRO SUGERENCIAS PARA QUE DIOS NO COMPLIQUE LA VIDA DE UN HIJO
APÉNDICE: UNA GENEROSIDAD “EGOÍSTA”
EPÍLOGO: CARTA A UN/UNA REBELDE
INTRODUCCION: EL PORQUÉ DE ESTAS LINEAS
Las páginas que tienes entre las manos no persiguen pasar a la historia por su
calidad literaria –y mejor así, porque en caso contrario la frustración del
autor sí que sería histórica–. Tampoco pretenden ser recordadas por su
aportación al pensamiento filosófico o teológico –en este caso el desencanto
sería de grado superlativo–. Ni siquiera se busca que constituyan un medio para
el sustento de la numerosa prole del autor –no tengo intención de que mis hijos
pasen hambre, mientras Dios me de los medios para mantenerlos dignamente, y
desde luego no parece que estas líneas sean candidatas a figurar en ningún
ranking de best sellers–.
El origen de lo que tienes delante es totalmente subjetivo, y se fundamenta en
aquella frase de la Sagrada Escritura: de la abundancia del corazón habla la
boca. Es decir, responde a la necesidad de todo ser humano de comunicar a quien
lo quiera escuchar la inmensa alegría que llevamos dentro. Probablemente, esta
sea la palabra clave que ilumine todo lo que sigue: alegría.
La alegría de haber visto a lo largo de los últimos años cómo la familia iba
creciendo en número de componentes, con la aportación personalísima de cada uno
de ellos.
La alegría de haber contemplado el crecimiento individual de cada uno de los
hijos en todos los elementos de su personalidad: como ser humano –inteligencia,
virtudes, ...– y como hijos de Dios.
La alegría de haber sido testigos privilegiados del florecimiento de decisiones
libérrimas de entrega de sus propias vidas a Dios y a los demás.
Por eso, existe un impulso interior que lleva necesariamente a difundir esa
alegría a los demás, a desear que otras muchas personas puedan participar de ese
gozo. Y, en ocasiones, la boca, se queda corta para hablar de la abundancia del
corazón, y se hace necesario coger la pluma o el tratamiento de textos para
decir a quien lo quiera escuchar: ¡No seas majadero! ¡Deja a un lado ideas
preconcebidas y miedos sin fundamento, y métete de lleno en la aventura de la
felicidad!
A QUIEN VA DIRIGIDO
Estas ideas van dirigidas a...
Podría intentar la definición de los posibles destinatarios de estas páginas.
Pero, además de que será destinatario todo aquel que lo desee, permíteme que te
hable en primer lugar de dos familias que conocí hace algún tiempo.
CASO 1: MARIA Y CARLOS
María y Carlos se conocían desde muy jóvenes. Los padres de ambos eran amigos y
las familias tenían un trato frecuente. De hecho, Carlos era compañero de curso
del hermano mayor de María. Al principio, Carlos veía a la que luego sería su
mujer como “la pesada de la hermana de su amigo, que además era una pequeñaja”.
Estaba entonces bastante lejos de adivinar lo que sería el futuro.
Los dos habían crecido en el ámbito de una familia profundamente cristiana, y
sus respectivos padres se habían preocupado de transmitirles una formación
completa y consistente. Para ello, habían elegido cuidadosamente un colegio
adecuado y coherente con las enseñanzas que sus hijos recibían en casa.
Con el paso de los años, María dejó de ser “esa pequeñaja” para pasar a ser
“María”, y Carlos ya no era “ese chico que no me deja en paz”, sino que era
“Carlos”.
Demos un salto en el tiempo: Carlos y María se casaron con veintiséis y
veinticuatro años, respectivamente. Un año después nació Santiago.
Puedes imaginarte –posiblemente no sea necesaria la imaginación, bastará con la
memoria– la enorme alegría que inundó la casa: durante el noviazgo habían
hablado en muchas ocasiones de sus hijos: cómo serían, qué nombre les pondrían,
cómo les iban a educar... No siempre estaban de acuerdo, sobre todo en los
matices. Pero compartían una visión y un proyecto común.
Recogiendo las enseñanzas y el ejemplo de sus familias, tanto María como Carlos
eran personas de profunda vida cristiana, así es que, de manera natural,
educaron a sus hijos en esa vida de fe. Desde muy pequeños comenzaron a
enseñarles oraciones cortas y elementales; a hablarles de la Virgen, su Madre;
de los Ángeles Custodios... A medida que iban creciendo, la formación ganaba en
consistencia. Pronto comenzaron a asistir a la Misa de los domingos con sus
padres y, aunque a los niños se les hacía larga, entendían que estaban en la
Casa de Dios y su comportamiento era absolutamente adecuado.
Una de las decisión capitales en el seno del matrimonio se planteó en el momento
de escolarizar a Santiago. Cerca de casa existía un centro docente. Ventajas: al
estar tan cerca, el niño podría comer en casa e, incluso, dormir una pequeña
siesta antes de volver a clase por la tarde; además, esa cercanía permitía a sus
padres asistir con menos esfuerzo a las entrevistas con los profesores y a las
reuniones de padres; por último, aunque no por ello menos importante, el coste
del colegio era prácticamente nulo, porque se trataba de un centro
subvencionado. Inconvenientes: no existía un ideario claro –en realidad, María y
Carlos opinaban que no existía ideario– tanto en lo que se refiere a educación
de la persona como en lo tocante a formación en la fe. Claro que, a lo mejor,
esas carencias se podían suplir en casa...
A través de unos amigos, conocieron otro colegio que les causó muy buena
impresión. Desde la primera entrevista con el director se dieron cuenta de que
les ofrecían lo que estaban buscando: una formación integral para su hijo, que
abarcaba la vertiente intelectual, su educación como persona y una formación
cristiana que marchaba paralela a la que ellos transmitían en su casa. Este
centro presentaba dos inconvenientes: por una parte, se encontraba alejado de su
domicilio: eso suponía que Santiago tendría que madrugar más; en segundo lugar,
era bastante más costoso porque carecía de subvención.
Después de varias conversaciones, decidieron que su hijo iría al segundo
colegio. Para ello, habría que reducir gastos en la creciente familia –para
entonces ya había llegado Teresa, la segunda de los hijos–.
Demos otro salto en el tiempo. Santiago tiene quince años. Desde hace dos, suele
asistir los sábados a un club juvenil con varios compañeros de clase. María y
Carlos están encantados, porque conocen el ambiente que allí se respira y lo ven
como una continuidad de lo que se vive en casa y en el colegio. Además, Santiago
va muy contento ya que practica el baloncesto, que es su auténtica pasión. Y por
si fuera poco, le hablan de ser mejor en casa, de ayudar a sus padres y
hermanos, de preocuparse por los demás... ¡Que más quieren unos padres para un
hijo en edad adolescente!
Cierto día, a la vuelta del club, Santiago da a sus padres la gran sorpresa:
ellos le habían notado inquieto desde hacía algún tiempo, pero lo habían
atribuido a la edad. “Estará enamorado”, pensaban. Carlos había iniciado alguna
conversación con su hijo, pero este prefería no decir nada. Y Carlos respetaba
su intimidad. Sin embargo, ese sábado fue Santiago el que dijo a sus padres que
quería contarles algo “sin hermanos delante”. Esa fue la primera sorpresa. La
segunda era lo que les quería contar: había decidido entregar su vida a Dios.
CASO 2: PEDRO Y TERESA
Pedro y Teresa se conocieron en la Universidad: eran compañeros en la facultad
de derecho. Desde el primer curso, Pedro se había fijado en Teresa: guapa,
agradable en el trato, buena compañera... Solo tenía un “defecto”: era una
“chapona”. Teresa, en cambio, no parecía reparar en exceso en Pedro. Sin
embargo, a medida que iba conociéndole mejor, le empezaba a gustar aquel chico.
Le llamaba la atención que, siendo simpático, era muy respetuoso con las
compañeras de clase, algo poco habitual. Además, era un buen amigo: siempre
disponible para ayudar en lo que fuera necesario. Su pequeño utilitario era
conocido como “el taxi”, porque Pedro siempre estaba dispuesto a llevar a quien
quisiera a su casa. A Teresa se le quedó muy grabado el día que, tras un largo
examen que terminó a las nueve de la noche, Pedro salió quejándose de un fuerte
dolor de cabeza. De hecho, no iba a asistir a la tradicional cerveza en el bar
de la facultad. Al dirigirse a la salida, un compañero le pidió que le
trasladara hasta su casa porque tenía prisa, a lo que Pedro se prestó sin aludir
a su jaqueca.
Teresa pertenecía a una familia de tradición cristiana, si bien en su casa la
prioridad era que se educara como una “buena persona”: trabajadora, generosa,
sincera... Sus padres no practicaban: la Misa dominical quedaba fuera del plan
si no encajaba con el horario que habían previsto, algo que sucedía con gran
frecuencia.
Pedro provenía de una familia alejada de la fe. Por alguna reminiscencia del
pasado, su padre no pisaba la Iglesia desde hacía varios años. Su madre, asidua
devoradora de todo libro que caía en sus manos, había “decidido racionalmente”
permanecer al margen de toda cuestión religiosa, tanto en su vida personal como
en la educación de sus hijos. Sin embargo, años después Pedro resumía en dos
ideas la educación que había recibido en su casa: la primera, le habían enseñado
a ser “un hombre íntegro”, forjado en las virtudes humanas –lealtad,
generosidad, reciedumbre...–; la segunda, le habían inculcado el respeto a los
demás –ese respeto que a la larga le sirvió para que Teresa reparara en él–. En
este sentido, Pedro recordaba que, a pesar del distanciamiento de sus padres con
respecto a la Iglesia, jamás había escuchado de ellos una palabra de menosprecio
hacia el Papa, los sacerdotes o las religiosas; es más, su padre no toleraba
esas expresiones en su presencia.
Teresa empezó a manifestar una cierta correspondencia hacia Pedro en el segundo
curso, y en tercero ya eran novios. Se casaron dos años después de terminar la
carrera, cuando ambos habían encontrado trabajo.
Al año siguiente llegó Pilar. Omitiremos aquí las reacciones por ser comunes a
las manifestadas por Carlos y María.
Al igual que les sucedió a los protagonistas del primer caso, Pedro y Teresa se
enfrentaron con la gran decisión: ¿a qué colegio mandamos a Pilar? Tras
informarse cuidadosamente de las diferentes opciones, centraron el debate en
tres centros: el primero, el colegio público que les correspondía por el lugar
de residencia; el segundo, un centro regido por religiosas, también
relativamente cercano a su casa; finalmente, un centro privado bilingüe. Las
ventajas del colegio público se resumían en la cercanía y el bajo coste. Del
colegio religioso les atraía la atención personalizada y el cariño que veían
hacia los alumnos. Por motivos obvios, no les parecía relevante que
transmitieran a Pilar una adecuada formación en la fe. Por último, en el tercer
centro apreciaban el hecho de que fuera bilingüe, una muy aceptable calidad de
la enseñanza, y la prioridad que en el ideario del colegio se otorgaba a la
formación humana de la persona: formación exigente en las virtudes humanas.
Desde el punto de vista religioso, este centro se manifestaba “neutral”: ni
entraba ni salía.
A pesar de que económicamente era el más gravoso, Teresa y Pedro se inclinaron
finalmente por el colegio bilingüe.
A medida que pasaban los años, Pilar destacaba entre sus compañeros como una
alumna trabajadora –obtenía unos resultados brillantes–, buena compañera
apreciada por todos –pronto fue elegida delegada de curso–, y correcta en el
trato con los profesores. Realmente, era una digna hija de sus padres.
A los trece años había formado una pandilla con otros compañeros de la clase.
Solían reunirse de vez en cuando, habitualmente en la casa de alguno de ellos, a
merendar y a ver algún vídeo. De manera especial, había entablado una amistad
más profunda con Luisa, otra compañera. Este trato agradaba a Pedro y a Teresa
porque Luisa era muy parecida a Pilar: trabajadora, buena amiga... Conocían a
sus padres: compartían con ellos la mayor parte de las inquietudes y prioridades
en materia de educación de los hijos. A diferencia de ellos, los padres de Luisa
eran profundamente cristianos, y habían educado a su hija de acuerdo con esos
principios. Evidentemente, en ese punto no había coincidencia, pero a Pedro y a
Teresa no les parecía mal, porque apreciaban y valoraban el cariño y la lealtad
que mostraban hacia Pilar tanto Luisa como sus padres.
A los quince años, la pandilla había perdido fuerza, y Pilar y Luisa hacían
planes por su cuenta. Comenzaron a asistir, junto con otro grupo de chicas
amigas de Luisa y con las que Pilar pronto congenió, a un hospital de niños para
jugar con ellos y entretenerles, los sábados por la tarde. Al mismo tiempo,
todas ellas recibían una visión cristiana del sufrimiento y del servicio a los
demás. A Pedro y Teresa les parecía muy bien que su hija prestara parte de su
tiempo a “otras personas que habían tenido menos suerte en la vida”. Además,
veían en esa actividad un modo de fortalecer a Pilar y de que aprendiese a
valorar lo que tenía.
Con dieciséis años, un sábado a la vuelta del hospital, reunió a sus padres
después de cenar y les comunicó su decisión: había visto claro que quería
dedicar su vida a Dios y a servir a los demás.
A QUIÉN VA DIRIGIDO
Posiblemente ahora será más fácil explicar quienes son los destinatarios
fundamentales de estas páginas:
Van dirigidas a María y Carlos, y a aquellos padres que, como María y Carlos han
ido poniendo las bases para que sus hijos estén en disposición de recibir la
llamada de Dios, mediante una educación profundamente cristiana.
Van dirigidas a Teresa y Pedro, y a cuantos como ellos también han puesto a sus
hijos en situación de escuchar esa misma llamada, en ocasiones sin saberlo, a
través de una educación igualmente sacrificada para conseguir mujeres y hombres
de una pieza.
Van dirigidas a todos aquellos padres que, sin identificarse plenamente con
María, ni con Carlos, ni con Teresa, ni con Pedro, se han encontrado con la
“sorpresa” de una hija o un hijo que toma la decisión de poner su vida entera al
servicio de Dios y de los demás.
Van dirigidas a cualquier madre o padre que, por las edades de sus hijos, se
encuentre en situación potencial de verse incluido en cualquiera de los tres
grupos anteriores.
A todos ellos y a ti, amigo lector, se dirigen estas ideas, con la intención de
contagiar al menos un ápice de la alegría y la paz que transmite la entrega.
¿POR QUÉ LLAMA DIOS?
He aquí la primera gran cuestión que nos podemos plantear, y no sin razón: si
Dios ha creado todo de la nada, sin ninguna colaboración externa; si Dios ha
llevado a cabo la gran obra de la Redención enviando al mundo a su propio Hijo;
si Dios, en definitiva, como Omnipotente que es, no necesita de nadie ni de nada
para actuar; ¿por qué llama a su servicio a determinados hombres y mujeres?
Evidentemente, la argumentación tiene todo su peso. Y la respuesta no puede ser
otra que el Amor.
Por Amor hacia sus hijos, Dios permite que cada uno, en uso de su libertad,
pueda elegir entre el camino de la correspondencia y el de la separación de su
Padre.
Por Amor, se queda con nosotros y a nuestra disposición en el Sacramento de la
Eucaristía, expuesto a la desidia, al abandono o al desprecio de los hombres.
Y por Amor quiere contar con la ayuda de algunos hombres y mujeres que,
entregados a su servicio, estén dispuestos a dar su vida por la salvación de los
demás.
Ese Amor se pone de manifiesto, en primer lugar, hacia los propios elegidos,
haciéndoles participar de la felicidad que conlleva la intimidad con Dios.
Quizás al lector, madre o padre, le resulte sencillo entender esta argumentación
pensando en tantas ocasiones en las que ha pedido la “inestimable colaboración”
de un hijo pequeño para llevar a cabo cualquier tarea en el hogar.
Probablemente, en la mayor parte de los casos, el pequeño entorpecía más de lo
que ayudaba. Pero al final, ¡qué gran satisfacción experimentaba al ver la labor
realizada “entre los dos”!
Y en segundo lugar, hacia el resto de la humanidad, poniendo a su alcance a
otros hombres y mujeres como ellos, con sus mismas dificultades, con sus mismas
debilidades, que les entienden, y que consecuentemente están en una disposición
inmejorable para prestarles ayuda y consejo. Es cierto que Dios podría haber
establecido “por escrito” el camino a recorrer, y que cada cual actuase en
consecuencia. Pero como Padre que es, conocedor de la condición humana, prefiere
poner un grupo de escogidos al servicio de sus semejantes para que esa cercanía
nos facilite el camino del Cielo.
Como en otras muchas cuestiones, el recurso al análisis de la historia facilita
la comprensión de los argumentos. Basta con la lectura de los Hechos de los
Apóstoles para darse cuenta de cómo se producía la elección de los ministros
entre los primeros cristianos, y como los designados tenían claramente asumido
su papel de privilegiados y, simultáneamente, de servidores de los demás.
Esta visión de la llamada divina se ha mantenido a lo largo de los siglos.
Tradicionalmente, para toda familia cristiana era un signo de predilección
contar entre sus miembros con alguno o algunos que entregaran su vida a Dios.
Con esta concepción, aplicando unos criterios educativos coherentes, y dado que
habitualmente las familias tenían un número de hijos considerable, lo normal era
que efectivamente surgieran en su seno las vocaciones.
En las últimas décadas este proceso se ha visto frenado debido a la alteración
de los factores anteriores: la generalización del denominado “estado del
bienestar”, con sus componentes positivos –mejora en las condiciones de vida–
pero también negativos –exaltación del consumismo hasta los máximos niveles–
hacen que cualquier concepción de la vida como servicio, sobre todo si va
acompañado de importantes dosis de renuncia como es el caso, sea rechazada como
algo abominable. Si a eso añadimos que las familias distan mucho de ser
numerosas, la consecuencia lógica es que el número de personas decididas a
entregar su vida a Dios descienda alarmantemente.
Puedes estar seguro, amigo lector, de que esta sociedad que hoy se encuentra
emborrachada de autocomplacencia y satisfacción por los logros que se van
alcanzando año tras año, se lamentará a no mucho tardar al ver las consecuencias
que se siguen de su comportamiento egoísta. Por eso, hoy más que nunca, Dios
necesita de un puñado de hombres y mujeres, rebeldes con causa, que no tengan
reparo en dedicar todo su tiempo y todas sus energías en gritar a sus semejantes
que abandonen esos caminos de egocentrismo que sólo llevan a la desgracia y
busquen la verdadera felicidad: la correspondencia al Amor.
LA LLAMADA, SIGNO DE PREDILECCIÓN
Como te recordé antes, la tradición cristiana ha identificado a través de los
siglos la vocación como un signo de predilección divina.
Esta visión no se corresponde, por decirlo en términos coloquiales, con una
costumbre que se ha ido transmitiendo de generación en generación sin un motivo
claro. Por el contrario, tiene su fundamento profundo en la Sagrada Escritura.
Recuerda cómo para los primeros cristianos la elección de sus ministros se
llevaba a efecto entre aquellos que por diversas circunstancias podían
desarrollar mejor su labor. Además, vemos reiteradamente en los Hechos de los
Apóstoles que antes de tomar la decisión pedían las luces adecuadas al Espíritu
Santo.
Por otra parte, tenemos la experiencia de tantos hombres y mujeres de Dios
–santos y santas–, que han saboreado con un íntimo y especial deleite aquella
frase de la Escritura: ego vocavi te nomine tuo, meus es tu, yo te he llamado
por tu nombre, eres mío. El Señor llama a cada uno de manera individual, por su
nombre, por su apelativo familiar. Cada persona, con sus peculiaridades, con sus
virtudes y defectos, con su carácter, ha sido llamado por Dios para tener con El
un trato de intimidad, para tener en El a su mejor Padre, a su mejor Amigo.
Estas características que definen a la vocación cristiana común a todos los
bautizados, cobran su mayor esplendor en el caso de la llamada a la entrega
total. Aquí es como si Dios dijera al elegido: de entre todos mis hijos, he
pensado que seas tú el que te encargues de mis asuntos. Te otorgo ese
privilegio.
Pero posiblemente el ejemplo más claro lo encontramos en el Evangelio, cuando
narra cómo Jesús elige a los Apóstoles: sin duda, podía haber buscado entre los
más brillantes sabios de la época, y haber removido su corazón; también podría
haber designado a un colectivo, a un grupo ya formado. Sin embargo, fue buscando
a los que El quería, y llamándoles de manera individual, por su nombre, en el
lugar donde cada uno desarrollaba su actividad –a unos en la barca de pescador,
a otro tras la mesa de los tributos...–. Imagina como sería esa llamada para que
todos ellos, dejándolo todo, le siguieran. Con esa misma fuerza –la fuerza que
otorga el Amor, que es compatible con el respeto a la libertad– sigue llamando
hoy el Señor a su servicio. Y el que escucha esa voz, como les sucedió entonces
a los Apóstoles, no puede por menos que responder con un sí incondicional.
Ahora, amigo lector que te encuentras en tu condición de madre o padre, intenta
por un momento ponerte en la piel de tu hija o de tu hijo. Imagina la inmensa
felicidad de su alma cuando sienta que es su nombre el que sale de los labios de
Jesús, y que con toda su libertad y con toda su decisión responde al Señor, como
el joven Samuel del Antiguo Testamento: ecce ego quia vocasti me, aquí estoy,
Señor, porque me has llamado.
Si has conseguido ponerte en el lugar de tu hijo, ya te habrá contagiado una
pequeña parte de esa felicidad, de esa alegría y de esa paz difícilmente
descriptibles. Como madre, como padre, que desde el primer momento has buscado
lo mejor para tu hija o para tu hijo, estarás inundado de satisfacción.
Pero por si todavía no he conseguido transmitirte esos sentimientos, déjame que
lo intente con un razonamiento mucho más humano: ¿Cuál sería tu reacción si te
comunican que tu hija ha sido seleccionada para representar a tu país en los
juegos olímpicos? ¿Cuál si designan a tu hijo como componente del equipo
nacional en unos campeonatos del mundo? ¿Y si alguno de ellos es elegido para
desempeñar un cargo público de elevada responsabilidad? No conozco ningún padre
que acogiese con pesar o indiferencia cualquiera de las situaciones anteriores.
Entonces, ¿cómo deberías sentirte en tu papel de padre si el que elige no es un
seleccionador deportivo, o un gobernante, sino el mismo Dios? ¿Y si, además,
sabes que la recompensa no es una medalla de metal o unos ingresos más o menos
saneados, sino el ciento por uno, y la Vida Eterna?
LA RESPUESTA
Permíteme, querido lector, que a estas alturas de nuestra conversación tenga una
confidencia contigo: como hombre de ciencias, siento un cierto mareo después de
haber escrito varias páginas sin introducir un solo número. Como el tema no es
propicio a las cifras, deja que me vacune introduciendo una fórmula matemática,
un “teorema” que me he formulado:
FELICIDAD = f ( RESPUESTA ); f’ > 0
Si eres colega, ya habrás descifrado el mensaje; en caso contrario, no te
preocupes: lo traduciré al lenguaje habitual. La felicidad de la persona que
recibe la llamada de Dios está en función de su respuesta. Cuanto más generosa
sea esta, mayor será su felicidad. Este “teorema” tiene una segunda parte: es
igualmente aplicable a sus padres.
Procedamos a su demostración. Cada vez resulta más evidente algo que, para
cualquier mínimo conocedor del género humano, era ya irrefutable: el hombre
tiene necesidad de trascendencia. Nadie como San Agustín, experimentado luchador
herido en cientos de batallas, lo ha expresado con tanta claridad: Dios nos creó
para El, y nuestro corazón no descansará hasta que le alcancemos. Y digo que
cada vez resulta más evidente por la simple observación del mundo que nos rodea
y en el que nos encontramos: ante un abandono progresivo de toda visión
trascendente, ante la invasión masiva de planteamientos materialistas –lo que
importa es tener– y hedonistas –la búsqueda del placer como bien supremo–, el
hombre se encuentra profundamente insatisfecho, y en los últimos años proliferan
de manera espectacular las organizaciones de carácter filantrópico (ONG,
movimientos de solidaridad), que desarrollan una labor muy positiva de atención
y ayuda a los más necesitados. Sin embargo, resulta triste verificar que cuando
detrás de las personas implicadas en estas actividades no existe una visión
trascendente, terminan con una sensación de impotencia y frustración ante lo
que, por inevitable, les parece injusto. Ciertamente, por mucho que los
conocimientos técnicos avancen de año en año, jamás lograrán vencer totalmente
al dolor –físico o psíquico– y a la muerte. Si se carece de la visión cristiana
–no resignación ante lo inevitable sino valoración positiva del dolor como
participación en la Cruz de Cristo–, la consecuencia ineludible es la amargura y
la tristeza ante la impotencia humana.
Por el contrario, cuando esos deseos de trascendencia se enfocan de acuerdo con
lo que exige la naturaleza humana, el servicio a los demás como consecuencia de
una entrega a Dios y de una vida de intimidad con El, todo –lo positivo y lo que
consideramos negativo– cobra una dimensión diferente, adquiere un sentido que de
otra manera nunca acertamos a descubrir, y se entiende en toda su hondura la
expresión de San Pablo: todo es para bien. La consecuencia lógica es la paz y la
felicidad de la persona.
Existe un segundo argumento para consolidar nuestra tesis: uno de los factores
que más puede alterar la estabilidad de la persona es la inseguridad: como madre
o como padre recordarás, posiblemente, algunos de los peores momentos de la vida
de tu familia, y es muy probable que bastantes de ellos los identifiques con
situaciones de enfermedad de algún hijo, sobre todo antes de conocer el
diagnóstico exacto. O tal vez ante momentos de inseguridades económicas.
Muy superior es el desasosiego ante la duda a la hora de tomar decisiones
trascendentales. Y la decisión de mayor enjundia podría definirse como ¿qué hago
de mi vida?
Cuando un adolescente se plantea esta cuestión, es lógico que le invada la
intranquilidad.
Te pido de nuevo que intentes ponerte en la piel de tu hijo. Se presentan ante
ti dos caminos, y sabes que tu elección va a condicionar gran parte de tu vida
futura. Estás nervioso, inquieto. Imagina ahora que, en un determinado momento,
ves con nitidez cuál es el camino adecuado y, a pesar de que parece más
escarpado, tomas la decisión firme de seguirlo. ¿Cuál no será tu paz, después de
los momentos de duda pasados, cuando des el primer paso?
Tu hija, tu hijo, ha pasado por el mismo trance. Hasta que, en un momento de
especial intimidad con Dios, ha conocido su Voluntad, y ha decidido cumplirla. A
partir de ese instante, la paz y la serenidad han invadido su alma.
La segunda parte del teorema, la que atañe a la felicidad de los padres,
presenta la paradoja de que, siendo la más difícil de detectar a simple vista,
exige sin embargo menos demostración.
En efecto, la primera idea que le puede venir a la cabeza a un padre cuando su
hijo le comunica una decisión de entrega de su vida, es la del alejamiento
físico del hijo. En ese momento, cualquier otra consideración suele pasar a un
segundo plano.
Si alguna vez experimentas, o has experimentado esta sensación, no te preocupes:
se trata de la reacción lógica del corazón. Basta que dejes pasar los primeros
momentos. Entonces, ese mismo corazón, y la cabeza, te dirán –lo sabes bien– que
tu felicidad correrá paralela a la de tu hijo; que en la medida que le veas
contento y sereno, tú también lo estarás. Y si pasados esos primeros momentos la
paz sigue sin llegar a tu alma, te sugiero que busques ayuda y comprensión:
habla con alguien que, como tú, haya pasado por ese trance. O con alguien que
conozca bien a tu hijo, a tu hija. Desahoga tu intranquilidad; no te quedes con
ella dentro: es mejor echarla fuera para que deje sitio a la alegría y a la paz.
Además, ¿no recuerdas la promesa de Jesús para los que le sigan? Aquel que deje
todo para acompañarle recibirá el ciento por uno en la tierra, y la Vida Eterna.
¿Qué más quieres para tu hija, para tu hijo? Y por otra parte, ¿qué no tendrá
preparado Dios, que es ante todo Padre, y que entregó a su Hijo, para aquellos
que, identificándose con El, entreguen también a sus hijos a su servicio? ¿Y si,
además, esa entrega se hace con alegría, que es compatible con el dolor propio
del corazón de madre o de padre? Deja pasar el tiempo. Comprobarás la realidad
de la promesa evangélica: no habrás “perdido” un hijo: habrás ganado centenares
de hijos, que estarán a tu lado permanentemente.
Apoyado en su incuestionable autoridad, avalada por la experiencia propia y
ajena, nos transmite esta idea Juan Pablo II:
“A los padres les digo, confiando en su sensibilidad cristiana, nutrida de fe
viva, que podrán ellos gustar la alegría del don divino, que entrará en su casa,
si un hijo o una hija es llamado por el Señor a su servicio”. (Juan Pablo II.
Mensaje para la XXIX jornada mundial de oración por las vocaciones. Vaticano, 1
de noviembre de 1991).
LAS GRANDES PREGUNTAS
Llegados a este punto, el sentimiento materno y paterno hace que nos planteemos
algunas preguntas fundamentales relativas a la vocación del hijo. Intentaré
darte adecuada respuesta a cada una de ellas.
¿POR QUÉ MI HIJA/O?
Esta cuestión presenta una doble vertiente. Dicho de otro modo, los padres
podemos plantearnos esta pregunta en un doble sentido.
Un primer sentido sería el de aquellos que, asumiendo en su totalidad todo lo
expuesto hasta el momento, ven en la llamada divina a su hijo una bendición
inmerecida. A estos tan solo cabe decirles que den muchas gracias a Dios, y
sigan rezando por sus hijos.
El segundo sentido, más habitual y absolutamente comprensible, es el de los
padres que se plantean si no existirán otras y otros a los que “complicar la
vida”: ¿por qué a mi hija, y no a la hija de mi vecino, o a la compañera de
clase?
Antes de contestarte, déjame que te insista en que la vocación de un hijo es un
signo de predilección del Señor, en primer lugar hacia el propio hijo, y en
segundo lugar y por extensión, a su familia.
¿Quieres saber porqué Dios ha complicado la vida de tu hijo, y la tuya?
1.– Porque durante los años anteriores, has trabajado muy bien esa tierra para
dejarla en disposición de que el Señor siembre, la semilla agarre, y dé como
resultado un buen árbol. Posiblemente –casi con toda seguridad– cada vez que
metías el arado pensabas en cualquier cosa menos en que estabas preparando el
terreno a Jesús. Pero como lo has hecho muy bien, como has obtenido un hijo de
Dios alegre, generoso, sincero, trabajador, leal, incluso con vida de trato con
su Padre, ha llegado el Sembrador y ha dicho: “esta tierra la quiero para mí,
para que crezca en ella uno de mis mejores árboles”.
Piensa que, aunque para Dios todo es posible, y en cualquier momento caben las
conversiones “a lo San Pablo”, lo más habitual será que Jesús no recurra a las
caídas del caballo, sino que elija a sus amigos más cercanos entre aquellos que
tienen una base sólida, en vida cristiana y en virtudes humanas, para escuchar
su llamada y responder afirmativamente.
Además, no olvides que San Pablo, siendo todavía Saulo, era un gran perseguidor
de la Iglesia; pero al mismo tiempo, era un gran hombre, lleno de virtudes
humanas. Por eso, de un gran perseguidor salió un gran Apóstol.
2.– Porque Dios tiene todo el “derecho” a llamar a quien quiera. No pierdas de
vista que los padres recibimos a los hijos en depósito, no como propiedad. Por
más que nos empeñemos, y en ocasiones nos empeñamos más de la cuenta, nuestras
hijas y nuestros hijos volarán. Antes o después saldrán de casa, como lo hemos
hecho nosotros, y como lo hicieron nuestros padres. Entonces, ¿cómo podemos
extrañarnos de que quiera marcharse con Jesús, y no nos llama la atención que se
vaya con una mujer o con un hombre?
Por último, déjame que te cuente algo que he oído en muchas ocasiones de labios
de San Josemaría Escrivá: el noventa por ciento de la vocación se debe a los
padres. Piénsalo despacio. Saboréalo. Llénate de orgullo. Y de responsabilidad.
¿NO SON DEMASIADO JÓVENES?
Como puedes ver, amigo lector, vamos subiendo el nivel de categoría en las
preguntas. Cuando nos planteamos dudas acerca de la temprana edad de nuestros
hijos para tomar una decisión de este calibre, es porque de un modo más o menos
explícito hemos asimilado la sorpresa inicial, hemos entendido la bendición que
supone esa vocación, e incluso aceptamos que Dios tiene todo el derecho a elegir
a nuestro hijo.
La aparición en los padres de ese vértigo ante la toma de decisiones
trascendentes en los hijos adolescentes es algo, no solamente comprensible, sino
incluso te diría que propio de la naturaleza de padre. Es una manifestación más
de nuestro instinto de protección. Por eso, si notas desasosiego interior, si te
asusta la sola posibilidad de que tu hija o tu hijo equivoquen el camino a una
edad tan temprana, no pienses que te estás dejando llevar por tu egoísmo.
Habitualmente –tú lo sabes mejor: examina tu conciencia– no es así. Para los
padres, los hijos nunca dejan de ser “demasiado jóvenes”: cuando comienzan su
andadura escolar, nos parece que son muy pequeños; en el momento de elegir entre
las diversas opciones que ofrecen los planes de estudio, pensamos que aún no
tienen capacidad de discernir, y que siempre optarán por lo que les resulte más
fácil; para qué hablar de la entrada en la Universidad: en ocasiones constituye
un auténtico dilema familiar la elección de la carrera adecuada.
Sin embargo, ellos nos demuestran una vez tras otra que nuestros temores suelen
ser infundados: normalmente se equivocan menos de los que nosotros presumimos.
La decisión de entregar la vida es, ciertamente, de gran trascendencia. Pero hay
diversos motivos que deben llevarte a una gran paz interior ante esta situación.
En primer lugar, no pierdas nunca de vista que es Dios quien elige. Y para Dios
no existe el tiempo. El llama a los que quiere, y cuando quiere.
En la Sagrada Escritura encontramos ejemplos de personas que descubrieron su
vocación en diversos momentos de la vida. A Samuel le llama Dios cuando era un
niño; a San Juan, siendo aún un adolescente –y fue el discípulo predilecto–;
también en la adolescencia sugiere Jesús una entrega total al joven rico del
Evangelio –él no respondió a esa llamada, y constituye el único caso de alguien
que, después de acercarse al Señor, se marchó “triste”–; el resto de los
apóstoles reciben su vocación siendo ya hombres maduros. ¿Vamos a ser nosotros
quienes impongamos a Dios un calendario?
Por otra parte, en ocasiones los padres pensamos que antes de tomar una decisión
de este calibre, nuestros hijos deberían conocer “otras opciones”.
Pienso que, aparte de que tus hijos y los míos –en la mayor parte de los casos
por desgracia– “conocen más mundo” que tú y que yo cuando nos casamos, la
respuesta a la vocación divina no depende del grado de conocimiento de otras
alternativas, sino de la madurez en el trato con Dios.
Además, ¿no te parece una contradicción lamentable la de tantos padres que
“alejan a sus hijos del peligro de que se compliquen la vida”, y sin embargo no
obstaculizan o incluso fomentan que esos mismos adolescentes frecuenten
ambientes y actividades que presentan riesgos inmediatos de caer en situaciones
objetivamente nocivas? Pienso ahora en aquellos que impulsan a sus hijos a
participar en diversiones en las que, con facilidad, tienen acceso a alcohol,
tabaco, drogas, promiscuidad sexual, etc., con la finalidad de “que no se queden
aislados”, “introducirles desde jóvenes en el mundo” o, incluso, “que se le
vayan los pájaros de la cabeza” –así llaman a los deseos de entrega–.
Posiblemente nunca se pararon a analizar su responsabilidad como padres, y las
cuentas que deberán rendir como administradores de algo que no les pertenece.
Existe un último “razonamiento”, el más sibilino, para sembrar en el alma de una
madre o de una padre la inquietud ante la vocación del hijo: ¿no será esta
decisión fruto de un ímpetu juvenil transitorio, condicionado por el ambiente
que le rodea –amigos, compañeros, incluso la propia familia–?
Nosotros, los padres, que conocemos tan bien como el que más el mundo que nos
rodea, que sabemos el ambiente que nuestros hijos se encuentran en la calle,
somos conscientes de que en esta sociedad nada empuja a tomar decisiones de
entrega. Más bien al contrario, la presión que experimentan los jóvenes –una
presión brutal– les lleva sin ningún tipo de esfuerzo a una vida gobernada por
el materialismo, la búsqueda del placer físico y el deseo de triunfo por encima
de todo. Es posible que en otros momentos de la historia los factores externos
condicionaran muchas decisiones de entrega, pero pensar que en la actualidad se
reproducen esos factores supone, al menos, desconocer el suelo que pisamos,
cuando no buscar una excusa que disfrace nuestra falta de generosidad. Por eso
he calificado este argumento de sibilino.
Deja que sea de nuevo San Josemaría Escrivá quien te lo explique mejor,
respondiendo a una pregunta que, en este mismo sentido, le hace un padre:
“Si Dios les llama, dejadles tranquilos, serenos; y pedid por su perseverancia.
La vocación nunca es el entusiasmo de un momento: supone siempre sacrificio
grande, vencimiento propio y soltarse, además, de todas las cosas que tenemos
alrededor. Eso sí que es ser rebeldes. Esta es la gran rebeldía: la del alma que
no quiere ser bestia, que desea tratar a Dios con intimidad, y darle el corazón
plenamente”. (San Josemaría Escrivá, tertulia en el colegio Gaztelueta, Bilbao,
12 de octubre de 1972)
Te anticipo desde ahora unas líneas al final acerca de esa rebeldía.
¿Y SI SE EQUIVOCAN?
A estas alturas, ya hemos asumido la decisión de nuestro hijo, la valoramos
–siquiera parcialmente– en lo positivo que tiene, e incluso entendemos que la
edad no es un obstáculo para entregar la vida. Sólo nos queda una última duda:
¿y si, con el paso del tiempo, se da cuenta de que se ha equivocado? ¿No
quedará, entonces, en inferioridad de condiciones con respecto a los de su
entorno?
Esta cuestión requiere una respuesta diferenciada, en función de las
circunstancias personales de cada uno. Sin duda, cuando alguien que ha tomado
una decisión de compromiso decide volver atrás tras un periodo prolongado de
tiempo –es difícil cuantificar, situémonos en la madurez–, los años
transcurridos dejan una huella y, en ocasiones, condicionan el devenir de su
vida. Pero eso no sucede únicamente con la vocación: pensemos en el caso de un
matrimonio que, con el paso del tiempo, descubren una incompatibilidad; o en
aquellos que al cabo de los años piensan haber equivocado su trayectoria
profesional. El ser humano, por su propia naturaleza, es susceptible de acertar
o de errar. Pero el miedo a equivocarse no puede suponer un freno a la hora de
tomar decisiones. De ser así, nunca caminaríamos, ya que para andar es necesario
poner un pie en el aire. Es cierto que la sociedad actual no ayuda a tomar
decisiones, sobre todo si suponen un elevado grado de compromiso, y a
mantenerlas hasta el final luchando contra los obstáculos que puedan aparecer.
Por el contrario, la tendencia es a proteger al dubitativo, dejando siempre
cubierta la retirada. En este siglo, Hernán Cortes hubiese sido tildado de loco
por quemar sus naves. Pero no podemos olvidar que una de las características que
marcan la frontera entre el adolescente y la persona madura es su capacidad para
responder de las decisiones tomadas. Y no podemos consentir que nuestros hijos
sean adolescentes de por vida.
No obstante, el caso anterior no es ni el más habitual ni el que más debe
preocupar a un padre. Por eso, centraremos la cuestión en el temor a que el hijo
o la hija que responde a la llamada de Dios no persevere en su decisión en un
plazo más o menos corto. Parte de la argumentación anterior sigue siendo válida,
ya que, en cualquier caso, todo avance implica un determinado grado de riesgo.
Pero, además, existen otros argumentos que en ocasiones me he formulado y que no
quisiera dejar pasar.
Por una parte, no debemos olvidar que la Iglesia es Madre, y que por lo tanto
tiene ese mismo deseo de protección hacia sus hijos, tan propio de la condición
maternal. Por eso, sea cual sea el camino elegido para la entrega a Dios, se
establecen siempre unos periodos de prueba –por cierto, mucho más prolongados
que la mayor parte de los noviazgos–, antes de los cuales no es posible tomar
una decisión definitiva.
En segundo lugar, pienso que si en el transcurso de ese tiempo mi hija o mi hijo
descubre que el camino iniciado no es su verdadera vocación, tengo presente que:
1.– No ha fracasado. Jesús nos ha dicho que nadie que dé un vaso de agua a un
discípulo suyo quedará sin recompensa. Mucho más si lo que se está dispuesto a
entregar es la propia vida.
2.– Ha sido generoso. En un momento de su vida, ha aparcado sus proyectos, sus
objetivos humanos –lícitos–, y ha decidido poner toda su vida en manos de su
Padre Dios, con total disponibilidad. Esa entrega constituye un rasgo de suprema
generosidad. Y, puedes estar seguro, Dios no se deja ganar en generosidad.
3.– Ha crecido en vida interior. A lo largo de todo el tiempo transcurrido desde
que tomó la decisión de seguir la llamada, ha intensificado el trato con Dios:
ha tomado por costumbre hablar con su Padre; contarle sus alegrías y penas;
desahogar en Él sus preocupaciones y agobios; darle gracias de manera habitual
por todo lo bueno; pedirle perdón por sus errores; acudir a Él en busca de la
fuerza que precisa docenas de veces a lo largo de la jornada. En definitiva,
casi sin darse cuenta, se ha convertido en alma de oración. Con una adecuada
ayuda, y con el ejercicio de su voluntad, ese hábito de hablar con Dios ante
cualquier circunstancia le acompañará durante toda su vida. Es decir, habrá
adquirido un barniz que le llevará a estar en contacto permanente con el mejor
Consejero, con el mejor Amigo, ante cualquier circunstancia de su vida.
4.– Ha luchado y ha adquirido virtudes humanas. La entrega de la propia vida
supone, ya desde el primer momento, el ejercicio continuado de las virtudes
humanas: fortaleza y reciedumbre para vivir contra corriente; sinceridad total
para dejarse moldear a la medida del Señor; generosidad para dejar de lado todo
aquello que estorbe a la vocación... y tantas otras que han ido saliendo y
saldrán a lo largo de estas páginas. Ese ejercicio continuado, y más en una
etapa de formación de la persona como es la adolescencia, genera la asunción de
las virtudes, que quedan incorporadas a la propia personalidad para siempre.
Como padres experimentados, sabemos que determinados hábitos buenos –virtudes–
se adquieren con mayor facilidad en una edad que en otra. Si mi hijo no ha
aprendido a ser ordenado con tres, cuatro o cinco años, será más complicado que
adquiera el hábito del orden a los dieciocho. Es como andar en bicicleta: es más
fácil aprender en la infancia que en la madurez.
De manera similar, el fortalecimiento de esas virtudes, su consolidación y, lo
que es fundamental, su asunción razonada –el hábito y el porqué– se produce en
la época adolescente. Durante esos años, la persona es aún maleable, muy
vulnerable a determinados peligros pero, paralelamente, susceptible de
fortalecer las componentes más positivas de su personalidad.
Después, será cuestión de seguir ejercitándose.
5.– Ha recibido una profunda formación cristiana. De forma paralela –y
necesaria– al crecimiento de la vida interior, se va recibiendo una profunda
formación que abarca diversos aspectos –ascética, doctrinal, espiritual...–, y
que supone un fundamento excepcional para toda la vida, con independencia de
cuales sean las circunstancias que rodeen a la persona.
6.– Además, y como padres lo que sigue no deja de tener una importancia
significativa, mi hija o mi hijo habrán pasado una etapa tan crítica como la
adolescencia en un ambiente inmejorable.
Ahora, querido lector, te propongo una prueba: intenta olvidar por un momento el
contexto de estas líneas; prescinde de todo lo que has leído. Cuando te
encuentres en esa disposición, relee únicamente los seis puntos anteriores.
Imagínate a tu hija, a tu hijo, adornado con esas seis cualidades. Y respóndete,
si eres capaz, que no las deseas para ellos. ¿No sientes el impulso de preguntar
“donde hay que firmar”?
¿QUÉ HACER EN EL MOMENTO?
A estas alturas de la historia, es muy probable que hayas asumido la entrega de
tu hija o de tu hijo, e incluso que te vaya invadiendo una sensación de paz que
antes no sospechabas. También es posible –así lo espero– que las dudas que te
asaltaban se estén diluyendo a medida que haces tuyos los razonamientos
anteriores. Si es así, te aseguro que estás cerca de dar el gran paso: ponerte a
disposición de la vocación de tu hijo; empeñarte en facilitar su perseverancia
en todo aquello que dependa de ti.
Por lo tanto, pregúntate –si es que no lo has hecho ya–: ¿cómo debo actuar ante
este nuevo rumbo que toma la vida de mi hijo?; ¿qué debo hacer?
Lo primero que debes tener presente es que, en los componentes esenciales de
vuestra relación hija/o – madre y padre, nada ha cambiado. Esto tiene dos
implicaciones: por una parte, tú continúas siendo el máximo responsable de la
educación de tu hijo, el más interesado en que alcance su objetivo final; por lo
tanto, la nueva situación no supone para los padres un “lavarse las manos”. En
segundo lugar, como ya te recordé anteriormente, tus hijos te han sido
entregados en depósito, y este convencimiento debe llevarte a rectificar de
manera constante la intención: los hijos son de Dios, y los padres debemos
buscar siempre que cada día estén un poco más cerca de su Padre.
Además, debes asumir que su entrega es un ejercicio y una consecuencia de su
legítima libertad. No nos corresponde a los padres poner trabas a ese ejercicio,
sino muy al contrario, facilitar que su respuesta a lo largo del tiempo sea
consecuente con la elección inicial. Esto no significa, como ya veremos, que
nuestra labor a partir de este momento se limite a asentir a cualquiera de sus
deseos; se trata de poner al servicio de su fidelidad nuestra mayor madurez,
nuestra experiencia y la visión de futuro de la que pueden carecer nuestros
hijos – al fin y a la postre, adolescentes–. Para ello, no puedes perder de
vista la rectitud de intención a la que antes hice referencia.
En tercer lugar, no sometas a tu hija o a tu hijo a “pruebas” que contrasten la
firmeza de su vocación. La mayor prueba la tienen en el mundo que les rodea:
será frecuente que los amigos, compañeros, algunos familiares, etc., ni
entiendan ni compartan su decisión. Por eso, necesitan de la figura firme de sus
padres, de la seguridad que les podemos transmitir, que les haga dejar de lado
esas incomprensiones de los que están a su alrededor. Por otra parte, te das
perfecta cuenta que el entorno social –la calle, las diversiones, televisión,
publicidad...– no suponen precisamente una ayuda para la vida de renuncia y de
entrega. ¿Vas a ser tú un colaborador –por tu ascendiente de madre o de padre,
un valiosísimo colaborador– de los que ponen todo su empeño en que tu hijo
abandone el camino iniciado?
Deja que sea otra vez San Josemaría Escrivá quien, con palabras fuertes, te lo
explique mucho mejor:
“Se me vienen a la memoria unos versos de Cervantes:
Que es de vidrio la mujer
Pero no debes probar
Si se puede o no quebrar
Que todo podría ser.
De manera que no pruebe si puedes quebrar. ¡Que te deje tranquilo! Mamá ahí está
equivocada. Debe desear que tú no hagas probatinas; que son ofensas de Dios. Si
no te deja en paz, perderá ella su paz, enredará su conciencia y pondrá su vida
eterna en compromiso.”(San Josemaría Escrivá, tertulia en el teatro Coliseo de
Buenos Aires, 23 de junio de 1974)
Permíteme, amigo lector, una confidencia: aunque desde el principio he
pretendido que el tono general de estas líneas fuera muy positivo, no sería
noble por mi parte silenciar el desasosiego y la tristeza que produce la actitud
de ciertos padres empeñados en obstaculizar la vocación de sus hijos. Es
lamentable comprobar como en ocasiones las mayores dificultades para la
perseverancia en una decisión de entrega provienen del ámbito familiar, que
olvida que el primer mandamiento (amar a Dios sobre todas las cosas) no se
enfrenta ni anula al cuarto mandamiento (amar a los padres). Haré, por lo tanto,
un paréntesis en esta tónica optimista, y te contaré una historia.
En pleno siglo XIV, una joven de diecisiete años, Catalina de nombre, decidió
entregar su vida a Dios. “¡Te casarás aunque se te rompa el corazón!”, fue la
respuesta que recibió de su madre. “¡No te dejaremos en paz!”.
Catalina contó con el apoyo de su padre, que entendió la elección de su hija.
Sin embargo, su madre rechazó en todo momento el camino elegido por Catalina. En
ocasiones la oposición era silenciosa; otras veces, explícita y virulenta.
Siendo todavía joven, Catalina consiguió poner punto final a uno de los
episodios más lamentables de la historia de la Iglesia: logró el regreso del
Papa a Roma, abandonando Avignón. Falleció antes que su madre, que fue testigo
presencial, y supongo que también perpleja, de la solemne procesión con las
reliquias de su hija. ¿Te imaginas que las presiones maternas hubieran triunfado
sobre la decisión de la hija? ¿Cómo habría sido la historia de la Iglesia sin
Santa Catalina de Siena?
Estoy convencido de que tu modelo de comportamiento, amigo lector, no será el de
la madre de Catalina. Por eso, una vez satisfecha la necesidad de poner de
manifiesto todas las actitudes posibles ante la vocación de los hijos, cierro el
paréntesis y recupero el hilo argumental.
Habla con Dios. Habla de ellos, y pide por ellos. Siéntate tu solo, en intimidad
con tu Padre, y hablad los dos de aquella hija, de aquel hijo, que ahora
compartís de una manera tan especial. Cuéntale tus agobios, tus inquietudes, tus
temores. También tu alegría, tu satisfacción. Dile cómo, de un tiempo a esta
parte, quieres a tu hija o a tu hijo de un modo diferente –no diré que más, pero
sí diferente–. Deja que Él te conteste: escúchale. Verás que esos temores, esas
inquietudes se desvanecen, igual que cuando tú acudes a ayudar a tus hijos
pequeños ante una “dificultad insuperable” que desaparece en cuanto intervienen
mamá o papá. Y pídele por su fidelidad. Pídele que te ilumine para que, en tu
papel de padre, sepas actuar en cada momento de la forma que más ayude a su
perseverancia final. Te aseguro que Él está más empeñado que tú.
¿No te parece lo más natural? Si tu hijo o tu hija se “ennoviaran”, ¿no te
apresurarías a conocer al candidato/a? ¿No estarías pendiente de hablar con él,
de saber cómo piensa...?
Es posible que todo esto te resulte un poco sorprendente, que no te lo hayas
planteado nunca. Incluso puede suceder que no tengas demasiada práctica en ese
diálogo confiado y distendido. A lo mejor necesitas ayuda. Coméntalo con un buen
sacerdote, que te comprenda, que te aconseje. Te haré una sugerencia: pide
consejo a tu propia hija, a tu propio hijo. ¿Qué mejor ayuda que la del mismo
sacerdote que le conoce a él? Además, ¿te imaginas la alegría y la satisfacción
que le vas a dar?
Después, no te olvides de agradecer a Jesús el “detalle” que ha tenido contigo y
con tu familia: el privilegio de elegir de entre toda la humanidad a uno de los
tuyos para su servicio. Y finalmente, déjate inundar por la alegría y la paz.
Si todo lo anterior te parece largo y complejo, te ofrezco otra alternativa:
cuando te asalte la duda de cómo actuar, ponte en el lugar –o mejor, a su lado–
de la Virgen María y de San José. Medita con tranquilidad la escena en la que
Jesús, con doce años, se queda en el templo sin que sus padres lo perciban.
Imagina la preocupación y la angustia que experimentarían al perder a su Hijo,
que era además el Hijo de Dios, que les había sido confiado. Aprende de ellos la
lección de entrega –renuncian a su Hijo por Amor de Dios–, humildad –pasan a un
segundo plano a pesar de ser padres–, saber estar, asunción de su papel... Y
pídeles que te enseñen.
¿QUÉ HACER DESPUÉS?
Una vez pasados esos primeros momentos, tu deseo de ser el primer colaborador en
la fidelidad de tu hijo te llevará a preguntarte cómo debes actuar en lo
sucesivo. Realmente, todo lo que te he propuesto en el punto anterior sigue
siendo válido. Añadiré algunas sugerencias más.
En cierta ocasión escuché comparar la naciente vocación de un adolescente con
una planta recién salida de sus raíces. Del mismo modo, puedes asimilar esa
vocación a tu hijo recién nacido –probablemente te resulte más cercano–. En
cualquier caso, tanto uno como otra precisan de multitud de cuidados. Es preciso
protegerles. Igual que no expondrías a un pequeño al frío de la noche sin una
prenda adecuada, tampoco debes dejar a la intemperie una incipiente vocación:
necesita el abrigo de tu protección. Como ya te recordé antes, la sociedad en la
que vivimos no fomenta decisiones de entrega. Por lo tanto, debes cuidar el
entorno que rodea a tu hijo.
¿Entonces, tengo que aislar a mi hijo del mundo? No. Es precisamente en ese
mundo donde ha recibido la llamada de Dios, y ese ahí donde tiene que responder.
De igual modo que, cuando tenía pocos días de vida, no le mantenías encerrado
por temor a que cogiera alguna enfermedad, tampoco ahora debes rodearle de una
urna de cristal. Tu labor radica en encontrar ese punto intermedio, ese abrigo
necesario para que pueda estar en la calle sin temor a los catarros.
Lo más acertado es pedir consejo a las personas que mejor conocen su alma. Sin
embargo, el sentido común te dictará algunos criterios que es conveniente
seguir, no sólo en estos casos sino para todos tus hijos: piensa en los lugares
que eliges para pasar las vacaciones; analiza si seleccionas los programas de
televisión que se ven en tu casa, y bajo qué criterios; qué tipo de lecturas
(libros, revistas, etc.) tienen tus hijos al alcance de manera habitual; cuáles
son las inquietudes y los temas de conversación de las amistades –no sólo de las
suyas, también de las tuyas–. Puedes continuar la lista.
Un segundo aspecto a cuidar especialmente es aquel que afecta a las exigencias
propias del camino elegido: con independencia de las características específicas
de cada vocación, es indudable que tu hijo, además de continuar con las
actividades inherentes a su edad –estudios, atención a su familia, colaboración
en casa, trato con sus amigos ...– empieza a dedicar parte de su tiempo a otras
que tareas novedosas para él. Así, será habitual que pase unas horas al cabo de
la semana en contacto más directo con otros lugares y ambientes diferentes al
hogar familiar, dedicará un tiempo a asistir a medios de formación específicos,
adecuados a la vocación recibida, empleará parte de sus horas en intensificar su
trato personal con Dios, dedicará un mayor esfuerzo en tiempo e intensidad a
actividades de ayuda a los demás, se preocupará de la mejora de sus amigos, etc.
Nos corresponde a los padres facilitar también este aspecto de la llamada. En
esta cuestión, nuestra labor será más pasiva que activa: no se trata tanto de
organizar su tiempo –ya es mayor y sabe cómo lo debe hacer, y en cualquier caso
este terreno debe incumbir fundamentalmente a las personas que le asesoran en su
camino–, como de no obstaculizar esa dedicación y, en la medida de lo posible,
facilitársela.
En ocasiones, resulta lamentable ver la paradoja de determinados padres que
ponen el listón de la exigencia por lo que atañe al horario familiar mucho más
elevado en los hijos que han seguido una vocación divina, con respecto a otros
hermanos que viven lo que se suele denominar la “vida normal de un adolescente”.
Así, mientras toleran que algunos de sus hijos se impliquen con todas las
consecuencias en las diversiones habituales de la edad, que en la mayor parte de
los casos implican vida nocturna con el consiguiente desorden para el resto de
la familia, por miedo a que si adoptan una postura más intransigente sus hijos
“se queden aislados y sin amigos” o “les consideren bichos raros”, ponen el
grito en el cielo –con minúscula– cuando el hermano plantea pasar fuera de casa
un sábado, o no digamos si es un fin de semana o parte de sus vacaciones
veraniegas. ¡Ese es el tiempo de la familia! ¡Se está cargando el ambiente
familiar!
En la mayor parte de los casos, y suponiendo que tras esa conducta no se esconda
la intención de impedir la continuidad en el camino emprendido, esta actitud se
debe a la cobardía y comodidad propias de quien prefiere cargar las tintas sobre
el que sabe que no le causará grandes problemas. ¡Cualquiera le dice a un
adolescente que no vuelva a casa a altas horas de la madrugada! Es mucho más
sencillo atar a alguien que está escuchando casi a diario que una parte
importante de su vocación se encarna en la vida familiar, y en vivir
intensamente el cuarto mandamiento del Decálogo.
Nuestra labor, te insisto, debe ser la de quien facilita esa disponibilidad de
tiempo a su hijo, consciente entre otras cosas de que tiene todo el derecho a
disponer de su intimidad, y de su tiempo como componente fundamental de ésta. Y
la manera de facilitar es, no sólo no impedir, sino buscar el modo de hacer
compatible la vida de familia y el cumplimiento de sus exigencias personales.
Incluso, en ocasiones, estando dispuesto a hacer unos cuantos kilómetros al
volante del coche.
Por último, te sugiero que mantengas un contacto más o menos frecuente con las
personas que conocen de cerca la vocación de tu hijo.
En este sentido, es fundamental que cada cual tenga claro su papel en la “novela
divina”: la madre, el padre, son los primeros y fundamentales educadores. A
ellos corresponde moldear al hijo desde su concepción. Pero llega un momento en
que el hijo, si toma una decisión de seguir a Cristo de cerca, pone con total
libertad su alma en manos de quien, por conocimientos, experiencia y gracia de
Dios, es la persona adecuada. Por lo tanto, existe una barrera que los padres no
podemos ni debemos traspasar. Al igual que cuando era más pequeño y enfermaba le
llevábamos al médico, y no se nos ocurría inmiscuirnos en su labor, en estos
momentos tampoco nos corresponde invadir ese terreno tan personal, competencia
de otros.
Sentado este principio, sin embargo es evidente que en multitud de aspectos la
tarea de llevar a buen puerto a nuestro hijo compete tanto a los padres como a
aquellas otras personas que por conocimiento y experiencia pueden aconsejarle en
la decisión emprendida. El crecimiento en virtudes humanas, la relación con la
familia, la planificación de periodos de tiempo, son algunos de esos aspectos.
Por otra parte, la proximidad que los padres tenemos con nuestros hijos
–cercanía física y profundidad de conocimiento– permite que, en ocasiones,
podamos detectar estados de ánimo que, probablemente, pasan desapercibidos para
otros. Cuántas veces un padre, y en especial una madre, ha descubierto un
problema, una preocupación en una hija o en un hijo sin que estos digan nada,
con sólo mirarles a la cara o detectando que han comido menos de lo normal.
Por eso, padres y directores espirituales, siempre, por supuesto, “tirando del
carro” en el mismo sentido, deben tener un contacto más o menos frecuente y, en
todo caso, confiado y disponible. Lo normal será que las conversaciones sean
espaciadas a lo largo del tiempo; pero si, por cualquier motivo, detectas o tu
sexto sentido de madre/padre te dice que algo no va bien, no tengas
inconveniente en emplear todo el tiempo necesario en buscar juntos causas y
soluciones. No pierdas de vista que tu hijo sigue siendo un adolescente: la
entrega a Dios no altera la evolución de la personalidad. Y como cualquier otro
joven de su edad necesita seguridad, firmeza e ir ganando en madurez personal.
Muchas de las crisis vocacionales en los primeros años de la juventud son crisis
de crecimiento y, por eso mismo, no sólo son vencibles sino que, una vez
superadas, suponen una contratuerca para la propia vocación.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Querido amigo lector: como te dije al principio, mi intención al ponerme delante
del papel no ha sido otra más que la de contagiarte siquiera un ápice de la
alegría, la paz y la ilusión que deben invadir a cualquier madre o cualquier
padre “tocados” por el dedo divino de la elección de un hijo.
Si he conseguido aunque sólo sea parcialmente ese objetivo, probablemente
también te haya llegado un segundo mensaje que, sin ser el primordial, es igual
de ilusionante: nosotros, los padres y las madres, tu y yo, tenemos un gran
protagonismo en esta novela divina. De nosotros depende, en gran medida, que
nuestros hijos escuchen la llamada de Dios, que respondan a ella
afirmativamente, y que perseveren en su decisión hasta el final. Por si lo
entiendes así y compartes esa pasión por que alguno o algunos de los tuyos sean
de los predilectos de Jesús, permíteme que te transmita mis
PASOS PARA CONSEGUIR LA VOCACIÓN DE LOS HIJOS
Primero: rezar por ellos
Como ya te dije, la vocación es una llamada de Dios. Teniendo esto presente,
sobra decir que ningún consejo garantiza la obtención del resultado, si Dios no
llama.
Sin embargo, la oración de un padre, y fundamentalmente la de una madre, tiene
un poder inmenso cuando se trata de los hijos. A lo largo de la historia sobran
los ejemplos: Jesús “cambió sus planes” en las bodas de Caná a petición de su
Madre, y convirtió el agua en vino a pesar de que “no tenía previsto” realizar
ese que fue su primer milagro. El mismo Señor resucitó al hijo único de una
viuda, al ver las lágrimas de su madre. Y curó a la hija de la cananea ante sus
súplicas. Las oraciones de Santa Mónica valieron para arrancar de Dios la
conversión de San Agustín. Y como estos, muchos más.
Por eso, pido al Señor que adorne a mi familia con el lucero de alguna vocación.
O con más luceros. Pídeselo tú desde ya. Aunque tu hija o tu hijo sean muy
jóvenes. Incluso si aún no han nacido. Y le pido también que, en lo que de mi
dependa, el terreno esté bien preparado y abonado cuando llegue el momento de la
llamada. Que me dé luces en cada momento para actuar con mis hijos conforme a su
Voluntad.
Segundo: crear un clima propicio
Debemos ocuparnos desde que nacen nuestros hijos en que el entorno más próximo
sea favorable para que acojan adecuadamente la llamada de Dios.
Educarles desde una edad muy temprana en la adquisición y crecimiento de las
virtudes humanas, porque no se tiene noticia de ningún santo que no fuera una
gran mujer o un gran hombre: generosidad, para que sean capaces de dejar todo
por Cristo y por los demás; lealtad, para que empeñen toda su existencia en
seguir pase lo que pase y pese a quien pese el camino que vieron en un primer
momento; reciedumbre, para que venzan con fortaleza las dificultades que se les
presentarán a lo largo de su vida, y para que no se amilanen ante la
incomprensión de los miopes “buenos” que querrán “aconsejarles” a pesar de su
ceguera; magnanimidad, para que sean capaces de ilusionarse con proyectos
grandes, escapando de la ramplonería materialista y hedonista; sinceridad, para
que sepan en todo momento acudir a quien puede ayudarles en las dificultades;
responsabilidad, para que siendo conscientes del compromiso que asumen,
respondan hasta las últimas consecuencias.
Inculcarles desde la infancia una vida de piedad sincera y, en la medida de las
posibilidades de cada edad, profunda. Para ello, recuerda que “fray ejemplo” es
el mejor predicador. No puedo desear que recen si no me ven a mi rezar. Podemos
comenzar con pequeñas oraciones, al levantarse, al acostarse, antes de las
comidas; enseñarles, desde pequeños, a dar gracias a Dios por todo lo que
tienen, a pedirle perdón cuando hagan algo mal, a pedir ante las necesidades
propias y ajenas; llevarles con frecuencia a la Iglesia, siquiera en visitas
cortas, para que sepan que allí está Jesús, y aprendan desde el principio que en
la Iglesia se deben comportar de una manera especial: en silencio, sabiendo
hacer una genuflexión...; enseñarles a tener un trato filial con su Madre la
Virgen. A medida que van creciendo, podemos fomentar en ellos la oración
confiada con su Padre; enseñarles a tener un trato más constante y frecuente,
por medio de algunas oraciones, con Dios y con la Virgen María: pueden rezar
parte del Santo Rosario...; que se vayan familiarizando con la vida de Jesús:
que lean el Evangelio o leérselo en voz alta; y, sobre todo, que adquieran una
intensa vida sacramental: es fundamental la asistencia frecuente a la Santa Misa
y al Sacramento de la Penitencia.
Esmerarse en cuidar al máximo el entorno ajeno a la familia: es básico
concentrar todos nuestros esfuerzos en elegir el colegio que más se adapte a los
objetivos educativos que hemos establecido para nuestros hijos, pasando por
encima de las dificultades y asumiendo los esfuerzos que sean precisos
–económicos, de exigencia personal, de tiempo, etc.–. Igualmente, debemos
conocer sus amistades, fomentando las que vemos más adecuadas e intentando
soslayar las menos convenientes, todo ello “con mano izquierda”.
Buscar un tercer lugar –además de familia y colegio– donde pueda centrar su
tiempo libre, en contacto con otros amigos de su edad. No olvidemos que el
tiempo libre puede ser tan educativo o tan “deseducativo” como la vida de
familia.
Tercero: siempre disponible
Necesitamos crear un ambiente de confianza que fomente el diálogo con la hija o
con el hijo. Que puedan acudir a nosotros, si lo desean, cuando comiencen a
barruntar el Amor de Dios.
Este clima no se consigue de la noche a la mañana, a los catorce años. Es
preciso que vean en sus padres, no solo y fundamentalmente a un amigo, sino a un
padre o a una madre, que es mucho más que un amigo, con la garantía de que va a
ser escuchado, comprendido, y que le van a aconsejar pensando siempre en lo
mejor para él. Eso supone que, desde que son pequeños, deben encontrarnos
siempre disponibles para sus asuntos: el negocio más importante, el mejor
cliente, el superior más exigente, el trabajo inaplazable, es siempre cada uno
de los hijos. Posiblemente, en la infancia, interrumpirán nuestra tarea o
nuestro descanso con cuestiones que, desde la visión de adulto, carecerán de
trascendencia. No podemos equivocarnos: su trascendencia radica en que, si
dejamos pasar esas ocasiones, cuando las materias sean más enjundiosas no
acudirán a nosotros. Entonces será cuando demandemos diálogo, posiblemente con
pocos resultados.
Cuarto: fomentar su “rebeldía”
Que sepan que son diferentes. Tienen que ser diferentes. Deben navegar contra
corriente, porque lo más fácil es dejarse llevar, pero de balsas a la deriva
Dios no puede sacar nada positivo. Para ello, somos los padres los primeros que
tenemos que tomar en serio esa rebeldía: nosotros seremos diferentes, haremos lo
que no hace la mayoría, y dejaremos de hacer lo que la mayoría hace. No caeremos
en el consumismo absurdo de “tener por tener” aunque lo que se tenga no sirva
para nada. Nos negaremos a valorar a las personas en función de lo que tienen en
lugar de por lo que son. No consentiremos la negación y el rechazo sistemático
del dolor, porque conoceremos su sentido cristiano. No buscaremos como bien
supremo el placer físico, la comodidad, ni idolatraremos nuestro cuerpo. Si nos
ven en esa actitud, con alegría y poniéndonos el mundo por montera, les haremos
atractiva esa rebeldía.
Si en tu camino te encuentras con alguien en nuestras mismas circunstancias que,
tras explicarle todo lo anterior, piensa que más vale que Dios no se meta en la
vida de su hijo y, fundamentalmente, no le complique la suya, puedes
transmitirle las siguientes:
CUATRO SUGERENCIAS PARA QUE DIOS NO COMPLIQUE LA VIDA A UN HIJO
Primero: evitar cualquier planteamiento ni referencia remotamente sobrenatural
Que no se le ocurra rezar, no vaya a ser que Dios le pida algo. Porque, claro
está, luego es mucho más difícil decirle no. Al fin y al cabo, probablemente sea
un “buen cristiano”.
Por el mismo motivo, aconséjale que no enseñe a rezar a sus hijos. A lo más, que
sepan alguna oración de corrido, para poder tranquilizar su conciencia. Pero,
sobre todo, que no hablen con Dios.
Que no les hable de Dios. El mejor antídoto es la ignorancia. El que no piensa,
no se complica.
Pero dile que no se confíe: esto no es suficiente. Recuérdale a San Pablo. Si
quiere obtener resultados...
Segundo: procurar que no adquiera muchas virtudes
Las imprescindibles para ser decente, buena persona. Y sin exagerar.
Que sus hijos no sean generosos. Es preferible que aplique aquello de que la
caridad bien entendida empieza por uno mismo. Que el mundo es muy agresivo, y a
la menor te ponen la zancadilla. Y, en todo caso, que sepan calcular.
Que se cuiden. El cuerpo es fundamental: hay que cuidarlo al máximo. La imagen
abre todas las puertas. Además, ya se dice que lo importante es tener salud. Así
es que nada de grandes esfuerzos, nada de sacrificarse. El único esfuerzo
consentido es el que vaya en beneficio directo del cuerpo –gimnasio, dietas...–.
Que sean “flexibles”. Todo es cambiante. Nada es para siempre. No es preciso
comprometerse. Tienen que aprender a cubrirse siempre la retirada. ¿Qué es eso
de la constancia? Algunos confunden la terquedad con la constancia.
Ojo con la sinceridad. No se puede confiar en nadie, que cuando te das la vuelta
te clavan el puñal. Que no dejen traslucir sus sentimientos. Por supuesto, no le
aconsejes que sean grandes mentirosos –eso está muy mal visto, sobre todo si te
descubren–, pero la “mentira piadosa” no es propiamente mentira; y cual más
piadosa que la que cubre a uno mismo...
En consecuencia, cuidado con los “amigos”. Ya sabemos que “de los amigos
líbrame, Señor, que de los enemigos ya me libro yo”. La verdadera amistad no
existe. Los amigos duran mientras pueden sacar provecho. Pero cuando de verdad
son necesarios, desaparecen.
Que procure educarles en el arte del “escaqueo”. No hay nada peor que
responsabilizarse de algo, sobre todo si no es remunerado. Al final, al que no
cumple se le piden cuentas. Y encima de estar “agobiado”, no se obtiene nada en
limpio.
Tercero: rodear a los hijos de un ambiente “normal de la calle”
Hay que prepararles para la vida: lo importante es que sepan adaptarse al
entorno, como un camaleón. ¡Con lo competitiva que es nuestra sociedad! Lo que
tienen que hacer es triunfar, ser los mejores, utilizando las mismas armas que
los demás. Es fundamental fomentar su “vida social”. Sobre todo, que nunca se
sientan extraños o diferentes. Que no les señalen con el dedo. Que no se
distingan demasiado, ni por comportamientos ni por ideas. ¡Hay que ser
“tolerantes”!
Para eso, debe tener contacto con todo tipo de gente, cuanta más mejor. Ojo: sin
mayor compromiso: ya te dije antes que la amistad no existe. Consecuentemente,
no tiene demasiada relevancia saber quienes son sus compinches de aventuras.
¿Para qué? Además, de esta forma el padre o la madre se quita un problema de
encima al no tener que “controlar”. Aunque, por supuesto, no lo hace por eso.
¡Seguro que quiere lo mejor para su hijo!
Ni que decir tiene que el mejor colegio es el más cercano a casa o, en último
extremo, el que ofrezca mejores posibilidades de triunfo material para su hijo.
En este último caso, los criterios de selección deben ser: instalaciones
deportivas, nivel social de los compañeros, viajes, cursos en el extranjero...
Pero, sobre todo, cuidado con los idearios demasiado definidos. A ver si van a
hacer del hijo un fanático, un “idealista”. Capacidad de adaptación;
pragmatismo; que sea capaz de relativizar todo; al fin y al cabo, ¿qué es la
verdad?
Es importante que el padre y la madre se autoconvenzan de la gran fuerza que
tiene este argumento. Porque puede venir en algún momento de “flaqueza” la
tentación de pensar que están actuando guiados por otras motivaciones. Por
ejemplo, que un colegio de este tipo complica mucho menos la vida, porque no
exige coherencia de vida en casa ni implica demasiado en la educación de los
hijos. Pueden olvidarse de entrevistas frecuentes con los tutores –las mínimas
imprescindibles– reuniones habituales con otros padres, etc. Además, muy
probablemente ahorrarán bastante dinero en la factura del colegio, lo que
permitirá un mayor desahogo para afrontar otros gastos “muy necesarios en el
mundo que vivimos”. Pero eso es secundario. Por supuesto, no es el motivo
fundamental de su actuación. ¡No olvides que siempre buscan lo mejor para su
hijo!
Cuarto: mantener las distancias: no darles mucha confianza
Esta idea debe matizarse: está bien la confianza de “colega”, de amiguete: que
vean a su padre como uno más de su pandilla. Para eso, es preciso estar a su
altura, sobre todo en aquellas cuestiones que son fundamentales para ellos:
vocabulario –que no se le ocurra hablar como un “carroza”: es necesario utilizar
sus mismas expresiones, aunque parezcan inadecuadas o soeces, que eso acerca
mucho–, vestimenta, temas de conversación habitual... Otro aspecto a cuidar:
jamás intentar convencerles de algo; recordemos que somos uno más. No tenemos
criterios firmes e inamovibles, como ellos tampoco los tienen. Y, sobre todo,
adularles. Todo lo que hace la juventud es, por definición, sano y noble. Los de
nuestra generación sí que fuimos unos desgraciados: no teníamos “libertad” –qué
fácil es confundir su significado– para nada.
Lo que no debemos tolerar es que la confianza sea tal que vean en nosotros un
referente, una figura de prestigio, a la que plantear cuestiones más serias: hay
que tener cuidado porque pueden colocarnos en la desagradable tesitura de tener
que pronunciarse. Y entonces, a ver dónde queda el relativismo, la capacidad de
camaleón.
El único riesgo que se corre al seguir esta pauta es que el hijo caiga en
actividades que verdaderamente parecen peligrosas: droga, alcohol, sida,
embarazos no deseados... Si su padre es un colega; si todo lo que hace la
juventud está bien; si todo es relativo; si es el primero en negar la existencia
de criterios firmes e inamovibles, ¿Cómo le va a imponer a estas alturas sus
temores? Pero debes tranquilizar a tu interlocutor: “con todo lo que le ha dado,
malo será que le toque a él”.
Llegados a este punto, y ya que has tenido la deferencia de asesorar a quien te
plantee sus temores, puedes pedirle que al menos te permita dos peticiones.
La primera es que, si con el paso de los años su hija o su hijo no son lo que
había planeado o, incluso, le presentan problemas serios, no le eche la culpa a
Dios. Por favor, que omita expresiones del tipo de ¿qué he hecho yo para merecer
esto?, o ¿porqué me castiga Dios así? Dios no castiga: simplemente, ha respetado
su libertad y le ha permitido trabajar la tierra cómo y cuando ha querido. Ahora
recoge lo que en su momento sembró.
La segunda: casi con toda seguridad habrá logrado su objetivo de que Dios no
complique la vida de su hijo –y de paso la suya–. Pero, por favor, pídele que
cuando haya terminado su “labor”, le busque trabajo en las antípodas, porque a
esa criatura no la va a aguantar ni su padre. Es decir, no la va a aguantar ni
él mismo.
APÉNDICE: UNA GENEROSIDAD “EGOÍSTA”
Permíteme ahora, querido lector que, en uso de nuestra amistad, basada en tantas
confidencias que llevamos ya compartidas, te hable de nuestra vida. Posiblemente
te sentirás, igual que yo, “hecho un chaval”. Si eres lectora, entonces lo
anterior lo afirmo con rotundidad: seguro que rebosas juventud por todas partes.
Sin embargo, tampoco será de extrañar que te encuentres enfilando la recta de la
cuarentena, o de la treintena, o...
Por ese motivo, en más de una ocasión te habrás parado a pensar que la vida en
esta tierra se acaba en algún momento, cuando Dios quiera –ojalá, lo deseo para
ti y para mí, dentro de muchos años–.
Si es así, te invito ahora a que imaginemos juntos la escena; si no lo has
pensado nunca, te sugiero que esta sea la primera vez.
Imagino mi juicio particular: Dios Padre me llama a su presencia por mi nombre.
Mientras espero, he visto pasear por el Cielo a un montón de gente conocida:
familiares cercanos, otros no tan cercanos, amigos, vecinos, compañeros...
También he descubierto a personajes conocidos de la humanidad, de toda la
historia, que me ha alegrado encontrar. Y, por supuesto, los Santos. A lo mejor,
como decía un amigo mío, he pensado: “en cuanto entre en el Cielo busco a San
Pablo para que me aclare si, después de dos cartas, los corintios le
contestaron”. Igualmente, me he dado cuenta de que no están algunos...
Llega el momento de comparecer ante mi Padre. Antes, buscaré a alguno de los
Santos a los que tuve especial devoción para que me acompañe, y siga
intercediendo por mí. Por supuesto, tengo a mi lado a la Santísima Virgen, mi
Madre. ¡Qué guapa es! Ninguna de las imágenes que conocí en la tierra, ni
siquiera aquella que más me gustaba, se acerca a la realidad. Además, ¡me siento
tan seguro al lado de una Madre a la que su Hijo no le puede negar nada! Está
acompañada, como no podía ser menos, por San José. Es un gran amigo: no en vano
he acudido a su ayuda muchísimas veces, para que me iluminase en mi labor de
padre. También me acompaña mi Angel Custodio, el que más tiempo ha pasado a mi
lado, y más me ha protegido. ¡Tiene un montón de condecoraciones! Se ve que le
di bastante trabajo.
Por fin, me presento ante la Trinidad. Siento una sensación curiosa: tantas
veces en la tierra me había imaginado –o me habían dibujado– el juicio como una
situación dura, difícil. Y sin embargo, con toda esa Compañía, me encuentro
relajado. Aunque, como es lógico, con la duda de si habré “aprobado con buena
nota”.
Comienza la sesión, y se proyecta la película de mi vida. Como tengo costumbre
de examinar mi conciencia frecuentemente –si no lo haces así, te recomiendo
vivamente que comiences hoy mismo– sé que en esa película hay escenas
agradables: detalles de renuncia, de entrega a los demás, de vencimientos por
Amor a Dios, de trabajos bien hechos con rectitud de intención, de sacrificios
por mi familia con una sonrisa en los labios, de aceptación amorosa de la Cruz,
cuando Jesús me la quiso enviar...
Pero también soy consciente de los momentos más oscuros de la proyección: todas
las ocasiones que tuve de unirme a la Cruz, con pequeñas renuncias, y las dejé
pasar; cuantos amigos o conocidos a mi alrededor que esperaban una palabra de
ayuda y no obtuvieron más que el silencio; cuantas veces cedí ante las
solicitudes del cuerpo, dejándome vencer por la sensualidad; cuantas
manifestaciones de soberbia, cuanto pensar en mí, en lo poco que me valoran, en
la injusticia que se comete conmigo...
Por un instante, siento escalofríos: el plato de la balanza donde se colocan los
momentos oscuros pesa mucho... Además, me viene a la cabeza la parábola de los
talentos y las palabras de Jesús: al que mucho se le ha dado, mucho se le
pedirá. Y soy consciente de lo mucho que he recibido.
En ese momento, posiblemente María, mi Madre, o ese Santo que hace las funciones
de mi abogado, me sugieren que saque el comodín de la manga:
“Señor, reconozco que he sido un miserable. Lo bueno que he hecho en mi vida se
debe a que siempre te he tenido a Ti para sostenerme. Y sin embargo, fíjate
cuantas meteduras de pata –algunas pequeñas, otras grandes–. Y no será porque no
tuve a mi alrededor personas que me avisaran. Ni tampoco porque Tú no me dieras
tiempo y ocasiones para enmendarme. Fue simplemente porque no valgo nada.
Todo eso es así, Jesús. Pero mira: aquí te traigo mis credenciales. ¿Recuerdas
lo que nos dijiste en la parábola de los talentos? Pues bien, tantos hijos me
diste, tantos te devuelvo como buenos hijos tuyos. Y una/o de ellos –o dos, o
tres, o cuatro...– en el grupo de tus escogidos. He rentabilizado bien tus
talentos. Tú contabas con ellas y con ellos para tu servicio, y no solo no puse
objeciones, sino que hice todo lo que estaba en mi mano para que, libremente,
respondiera a tu llamada”.
Puedes estar seguro de que ese comodín pesa mucho en el plato de las acciones
buenas. Y, salvo que la balanza estuviese muy desequilibrada, recibirás un gran
abrazo de tu Padre.
También puedes poner tu imaginación en juego, para adivinar como sería la escena
cuando el que comparece ha elegido el camino contrario: ¡Qué pena, qué amargura
sentirá ese padre o esa madre, al escuchar de Jesús: Yo había elegido a tu hija,
a tu hijo, para que estuviese muy cerca de Mí; para que viviese en intimidad
conmigo; para que fuese un instrumento de ayuda a los demás y de salvación para
otras almas. Y no pudo ser, porque tú te empeñaste en impedirlo.
Y entonces, en aquel momento en que todo se ve con claridad, cuando ya no sirven
las disculpas o las justificaciones, cuando se desvanecen los miedos absurdos y
queda a la vista el verdadero fundamento de esta actitud, que no es otro que el
egoísmo personal, esa madre o ese padre se darán cuenta de lo erróneo de su
comportamiento.
Pero entonces ya no habrá solución. Ahora sí. Aún estamos a tiempo de
recapacitar, de aparcar nuestros temores estúpidos y nuestro egoísmo disfrazado
con harapos miserables. Aún podemos seguir, de la mano de nuestros hijos,
aquella primera frase de Juan Pablo II mientras todavía la fumata vaticana
desprendía humo blanco: “No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo”.
EPÍLOGO: CARTA A UN/UNA REBELDE
Aunque estas páginas están escritas para tu madre y para tu padre, no quiero ni
puedo dejar pasar la ocasión de decirte algunas cosas que llevo dentro. Pídeles
que te dejen leer al menos esta parte.
Querida amiga/o –querida hija/o–, muchas gracias. Gracias por haber entregado tu
vida al servicio de Dios y de todos nosotros. Gracias por estar tan próxima al
Cielo que nos acercas también a nosotros. Gracias por habernos dado ese ejemplo
de entrega, generosidad y fortaleza a los que estamos a tu alrededor; por haber
sido más valiente a pesar de tu juventud que todos los que, orgullosos de
nuestra “madurez”, hemos dejado tantas veces a Jesús en la estacada. Como San
Juan ante la Cruz, que siendo apenas un adolescente fue el único capaz de dar la
cara por su Señor en los peores momentos.
Quiero decirte que eres el orgullo de tus padres. A lo mejor ya te has dado
cuenta. O quizás no lo notes, porque ellos tienen que disimular –tienen otros
hijos...–. O probablemente no lo percibas porque ellos mismos tampoco lo saben.
No te preocupes: ya verás como a no mucho tardar me darás la razón.
Has tomado una decisión importante. Para ti –eres consciente– supone alguna que
otra renuncia a las cosas legítimas y buenas de la tierra. No importa. Tu sabes
mejor que yo hasta qué punto compensa. Te lo dice tu mejor Amigo: todo aquel que
deje padre, madre,... tendrá el ciento por uno y la vida eterna. Tú si que has
sabido elegir. Has sabido enamorarte, desde joven, de Aquel que nunca falla; has
entendido mejor que nadie la maravilla de ser hijo de Dios. Además, sabe
perfectamente que cualquiera que sea el camino que escojamos en la tierra,
supone una renuncia. Sólo conoceremos la satisfacción plena en el Cielo. Y en
esa “taquilla” tú has comprado las mejores entradas.
Ahora, a seguir sin parar hasta que llegues a la meta. Sin distraerte por las
voces y movimientos que percibas a tu alrededor. ¿Has visto alguna vez una
carrera de maratón? Los atletas van por las calles de la ciudad y por las
carreteras. No se quedan en el estadio. Dicen que ese es uno de los atractivos
del maratón. Pero, al mismo tiempo, son más vulnerables a las influencias
externas, es más difícil su concentración. ¿Te imaginas a un maratoniano en
plena carrera olímpica parándose a escuchar lo que dice el público? ¿Y frenando
su marcha para ver un paisaje? Sería grotesco.
Pues en tu camino también vas a encontrar motivos de distracción. Por una parte,
las mil cosas de este mundo. Algunas de ellas son buenas y queridas por Dios,
pero no para ti porque te desviarían de tu meta. Son como el paisaje para el
corredor. Otras son malas y deberás rechazarlas como cualquier hijo de Dios.
También escucharás voces que gritan a tu alrededor. Algunas, bien intencionadas
pero ignorantes, te sugerirán que pares, que te tomes un descanso en la carrera.
¿Qué sería del atleta que parase a tomar un refresco en una terraza de su
recorrido? No las escuches. Solo debes tener oídos para tu “entrenador” –la
persona que dirige tu alma–.
Otras, en cambio, no tendrán ninguna intención sana. Tu y yo sabemos que existe
un tipo despreciable llamado satanás –me gusta escribirlo con minúscula aún a
costa de la ortografía– que anda enredando todo lo que puede a las almas. A este
sujeto le molesta sobremanera cualquier acción buena de los hombres. Pero hay
algunas que le incordian especialmente. Y una de ellas es la entrega de un alma
joven y limpia como la tuya para que Dios disponga de ella en servicio de la
humanidad y para su Gloria. Como no sabe estar quieto, remueve lo posible y lo
imposible para estorbar esa decisión. Y en ocasiones se sirve de personas
semejantes a ti y a mí. Cuando te las encuentres, te sugiero que en primer
lugar, reces por ellas –te aseguro que resulta bastante costoso–. Pero en
segundo lugar, diles las verdades. Es la mejor forma de fortalecer tu decisión,
ayudar a esas pobres almas, y darle en los morros al del rabo.
Diles que son cobardes como ratas, incapaces de asumir retos ilusionantes y
plantar cara a las dificultades.
Diles que son rastreras como serpientes, que no pueden elevarse un palmo del
polvo.
Diles que cada vez que intentan volar son como las gallinas, que apenas pegan
dos aletazos vuelven al suelo.
Diles que son como los cerdos, sin posibilidad de levantar la mirada por encima
de la porquería en la que retozan.
Diles que tú te has entregado con toda tu libertad, porque te da la gana –puedes
emplear otra expresión sinónima, más contundente, pero que, como comprenderás,
no sería correcto que yo la pusiese por escrito–, mientras que ellos, muy
“libres” según pregonan, son esclavos de unos pocos que lo único que buscan es
llenar su bolsillo a costa de la salud de cuerpo y de alma de la juventud, y les
imponen modas, costumbres, comportamientos, diversiones... Sobre todo, reacciona
ante aquellas o aquellos que te acusen de “haberte dejado convencer y anular tu
voluntad” o, como ellos dicen, “haber permitido que te coman el coco”.
Contéstales que todavía no ha nacido nadie capaz de anular tu voluntad... ni lo
que hay que tener para tomar una decisión como la que has tomado tú. Diles que
son como cacharros de lata, que cuando salen de la fábrica, empaquetados y
lustrosos, llaman la atención de algunos; pero que al cabo de poco tiempo,
sucios y sobados, tan solo merecen ser utilizados como lo que son, simples
instrumentos, y a la postre, arrojados a la basura sin una consideración que no
sea la de indiferencia o desprecio.
No te calles: estos son los peores. Porque a todas las “lindezas” anteriores
añaden que, en el fondo de su alma, son conscientes de la grandeza de tu
entrega; y ellos, cobardes como nadie, no están dispuestos a “dejarse contagiar”
–pobres ingenuos. ¡Qué más quisieran! ¡Como si Dios llamase a cualquiera...!–.
Por eso, tu sola presencia les revuelve las entrañas.
Y diles que compadeces al pobre o a la pobre que en el futuro cargue con ellos.
Tú, en cambio, fíjate en tus compañeros en la maratón. Sobre todo, en los que te
preceden, los que corren delante de ti. Van felices en busca de la meta. En
ocasiones, detectarás en su rostro, como en el tuyo, gestos de cansancio y de
dolor. Entonces, acelera tu zancada: están esperando un apoyo, una compañía a su
lado. Quizás tengan heridas en las piernas, rozaduras en los pies. Pero
aguantan. No abandonarían por nada del mundo: les reconforta el aliento del
público, el apoyo permanente de su entrenador. Les estimula la presencia de
otros corredores a su lado, recorriendo el mismo camino y persiguiendo la misma
meta. Además, están haciendo lo que más les gusta. Y no olvides que esto es la
maratón. Lo principal es llegar al estadio del Cielo, donde te espera la ovación
de unas gradas repletas de santos –ellos también corrieron antes–, el abrazo
final de tu Padre Dios, el cariño y los cuidados maternales de María.
Nosotros, los padres, tenemos alguna influencia en la decisión que has tomado
–posiblemente has oído lo del noventa por ciento que he contado a tus padres en
páginas anteriores–. No nos corresponde ninguna medalla, porque ya tenemos un
lucero que ilumina la casa, y porque te aseguro que ya hemos empezado a recibir
el ciento por uno prometido por Jesús. Pero sí te pido que no te olvides de
rezar por nosotros todos los días de tu vida. Reza por nuestras necesidades,
pero sobre todo, para que sepamos ser lo que Jesús espera de nosotros, para que
cuando llegues al Cielo nos encuentres a los dos allí esperándote.
Y, ahora que no nos oye nadie, pídele a tu Padre que tus hermanos sigan tu
camino. Dile que en casa tenemos sitio para un montón de luceros más.
Publicado en Folletos MC, "Me lo han robado".