II
LAS GRANDES PREGUNTAS
1. Lo penúltimo y lo último
No es que el hombre no sepa muchas cosas sobre sí mismo. No se trata de
falta de información, sino de la dificultad que experimenta para
entenderse a sí mismo. Como si, al analizarse, encontrara piezas que no
sabe exactamente para qué sirven, qué función desempeñan; ¿son
restos del pasado, como la muela del juicio parece revelar una
precedencia rumiante de nuestra especie? ¿son vestigios iniciales del
futuro? ¿pero de qué futuro?; porque ¿hay un después?
Cada generación necesita una respuesta actualizada a las grandes
preguntas que el hombre se hace sobre sí mismo, y tiene que ser ella
misma quien las encuentre. No se aprenden desde fuera; han de
encontrarse dentro. A esto se refiere Melville cuando dice que “es
vano intentar divulgar lo que es profundo, y toda verdad humana es
profunda. De ese minero profundo que trabaja en todos nosotros, ¿cómo
puede uno deducir, por el sonido apagado y sordo de su piqueta, adónde
lleva su pozo?. Pues todo lo que de verdad es prodigioso y terrible en
el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros” (H. Melville,
Moby Dick).
Las fisuras para descender a lo profundo, a lo interior del hombre, son
esas fracturas que el hombre experimenta entre lo que presiente como
posible y lo que en realidad obtiene, entre la vida a la que aspira y la
que en realidad consigue, la diferencia entre lo proyectado y lo
realizado, entre la realidad de su vida terrena y su aspiración radical
a traspasar sus estrechos límites actuales e ir más allá. Ese
desajuste es tan grande y evidente que constituye para él una fuente de
desasosiego y de inquietud. El hombre advierte que ese gran proyecto que
es su vida, frecuentemente acaba en una realidad deficiente que le deja
insatisfecho.
No es algo que afecte únicamente a los perdedores en la vida, a
aquellos a quienes el azar no ha deparado sino papeles insignificantes
en la escena social; ni tampoco a aquellos que comenzaron su vida llenos
de energía, pero cuyo proyecto inicial acabó degenerando en una
realidad mediocre. No; se trata de una percepción general que, aunque
naturalmente admita grados, afecta a todos, también a aquellos a
quienes la opinión pública tiene por triunfadores.
Quizás este fenómeno se detecte ahora con mayor claridad que en épocas
pasadas, en las que permanecía enmascarado por el tópico de pensar que
esa tendencia de autosuperación del hombre, cuyo fracaso producía en
él esa sensación de frustración, era algo que únicamente la religión
ponía en el hombre y no procedía del mismo interior del hombre. Con la
puesta en práctica del programa Ilustrado, desaparecido Dios debería
haber desaparecido también ese oscuro sentimiento de fracaso, y el
hombre habría de vivir en paz consigo mismo. En la práctica las cosas
no han ocurrido así.
Hoy conocemos que esa especie de permanente insatisfacción interior
pertenece a la esencia íntima del hombre, brota de su propia
interioridad. Forma parte del bagaje del hombre ese hambre del espíritu
de ir a más, de querer más, de ser más de lo que ahora es; y forma
parte también de su propia situación la imposibilidad de hacer
plenamente efectivo todo eso a lo que se siente llamado. Una especie de
ruptura entre aquello a lo que aspira y aquello que consigue, como un
defecto de origen que le llevara a la desesperación o a la locura,
porque todos los intentos de moderar esa aspiración o de desviarla
hacia objetivos alcanzables se revelan inútiles. Prometeo, aun
encadenado y alejado de los dioses, sigue suspirando por algo que le
trasciende y que a la vez, paradójicamente, entiende que le pertenece.
El hombre es un ser que, cuando trata de encontrar sus propios límites,
cuando se decide a viajar hacia los lejanos confines de sí mismo,
presiente lo infinito. En la experiencia del amor verdadero, en el acto
mismo de creación artística, en la lúcida sorpresa del propio existir
y en otras muchas experiencias, se revelan al hombre profundas luces
acerca de sí mismo, como relámpagos que rasgaran la oscura tiniebla de
su existencia, de su apariencia opaca y gris, y le hicieran entender que
el hombre no se explica por completo desde el hombre (Clément).
2. La recuperación positiva del mito
Quizá sea éste el momento -ya que hemos citado a Prometeo- para
hablar, aunque sea brevemente, de la función de los mitos en la cultura
clásica. Hasta este siglo los mitos fueron considerados como primitivos
y elementales intentos de una explicación precientífica y prefilosófica
del hombre y del mundo, sin otro valor reseñable que su pintoresquismo
y su condición de vestigios remanentes de los primeros balbuceos
explicativos que el hombre se ha dado a sí mismo.
A comienzos de siglo, por obra sobre todo de los estudios de Mircea
Eliade, comenzó a intuirse una nueva valoración más positiva del
mito, y sin duda más real, que el fracaso del positivismo científico
en el estudio de la Antropología no ha hecho sino fomentar. Los mitos
pasaron a ser considerados más bien como intentos de expresión de lo
inefable que vive en el hombre, del misterio profundo que lo habita. Su
propia realidad interior se le aparece como inexpresable directamente en
palabras, inefable, indefinible, incapaz de ser recogida en la brevedad
de una definición que no la traicione. Entonces el hombre aborda la
explicación de manera indirecta a través del mito, a través de esos
relatos de extraordinaria carga simbólica y dramática, en los que se
trata de reflejar algo que está más allá de las palabras: aspectos
esenciales del enigmático ser humano, sus conflictos interiores, sus
inquietudes de siempre (García Gual).
Los mitos perviven porque, con todo, a pesar de su antigüedad en el
tiempo, nos resultan extrañamente familiares, y la fascinación que
siguen ejerciendo está sin duda vinculada precisamente a su carácter
simbólico: los mitos apuntan a algo que late más allá de la realidad
aparente. ¿Cómo no pensar que el mito de Prometeo expresa la convicción
de ese algo extraordinario, divino, que el hombre encuentra dentro de sí,
que lo hace superior en dignidad al resto de lo creado, vinculado a la
muerte pero también a los dioses?; ¿cómo sustraerse a la impresión
de que Saturno devorando a sus hijos manifiesta la necesidad que
experimenta el hombre de ponerse él mismo y poner su vida a salvo del
tiempo que todo lo destruye y lo convierte en el polvo del olvido, la
oscura convicción del hombre acerca de que el tiempo y la muerte, por
tanto- no debería tener la última palabra sobre él?
Pero volviendo a la cuestión inicial, podemos decir que cuando el
hombre ya ni se pregunta por quién es él mismo, cuando la cuestión de
su verdadera identidad ni siquiera se plantea porque las grandes
preguntas parecen haber desaparecido, los problemas no sólo no se
arreglan sino que se hacen más evidentes bajo la forma de angustia, de
frustración, de sinsentido. Cuando el hombre no sabe quién es, cuando
ignora su propia profundidad, intenta superar los problemas de sentido
con respuestas superficiales, pretende curar sus propias contradicciones
con remedios que no sirven sino para mitigar algo su dolor hasta la próxima
crisis: no se cura el cáncer ni cualquier enfermedad seria con analgésicos.
A veces esta especie de vértigo o de angustia no se presenta sino al
cabo del tiempo, al cabo de mucho tiempo. Lo cual es un indicio más
-casi una evidencia- de la grandeza del hombre. Tenía razón quien dijo
que “un hombre puede estar viviendo en la periferia de sí mismo, y
pensar que su vida es apasionante”. Pero mucho más apasionante es
ahondar, sumergirse dentro de uno mismo y descubrir lo que está oculto
a la mirada desde fuera: ese algo oculto que en realidad necesita
emerger, brotar, salir a la superficie y desplegarse en acción.
Conviene empeñarse en descender al fondo de uno mismo; y una vez allí,
no sólo ver sino también y quizá sobre todo- escuchar. El corazón
del hombre actual corre el riesgo de convertirse en una casa llena de
ruido, de una barahúnda confusa y multitudinaria de reclamos que lo
interpelan y lo invitan a vivir asomado a la ventana de sí mismo cuando
no en la calle. Vivir en la época de la comunicación significa residir
permanentemente en un mercado en el que se pregonan constantemente todo
tipo de mercancías. Es imposible atender a todos los mensajes que se
reciben, pero el verdadero peligro es instalarse en la confusión,
quedar enganchados en esa marcha variada, leve y divertida que nos llega
a distraer de lo esencial, sentir lo que un autor ha llamado la
fascinación de lo inútil (Thibon), y flotar como boyas en la
superficie de uno mismo, en el perímetro de la propia vida: dejarse
llevar mansamente por la corriente del mero acontecer. Porque el
problema no es la existencia de cosas divertidas; es bueno que las haya,
y el hombre no debe poder vivir sin ellas. “El hombre -dice Santo Tomás
de Aquino- no está hecho para vivir en la tristeza”. El problema
verdadero es acabar ignorando las cosas esenciales por haberse rendido
incondicionalmente a las puramente divertidas, porque el hombre se
incapacitaría así para entender toda la riqueza que se esconde en su
propio interior, que convierte su vida en una realidad no sólo
interesante, sino verdaderamente apasionante. Quizá el problema más
agudo de la Modernidad y de la Posmodernidad sea precisamente éste: que
el hombre ha olvidado quién es él realmente, se ha olvidado de su
dignidad constitutiva.
En 1964 dos astrónomos, Penzias y Wilson, estudiando las radiaciones
recibidas del espacio por un radiotelescopio, descubrieron la llamada
radiación de fondo, una radiación de muy baja energía, igualmente
distribuida en todo el espacio interestelar, una radiación nada
llamativa, nada brillante, pero que sin embargo es esencial, porque
resulta ser la confirmación más valiosa, al menos por ahora, de la
teoría del big-bang. No estaría nada mal que nosotros alguna vez fuéramos
haciendo eso mismo: desconectar las emisiones escasamente interesantes,
ir a la búsqueda de nuestra radiación de fondo, que nos dice cosas
esenciales sobre nosotros mismos. Escuchar nuestra propia vida con oído
musical y averiguar de dónde viene la música fundamental. Esta radiación
de fondo tiene que ver con el sentido. La cuestión del sentido es tan
esencial, que un autor ha podido decir con verdad que “el hombre es un
animal que más que de pan se alimenta de sentido”.
Cuando el hombre se estudia a sí mismo desde esta perspectiva descubre,
como hemos dicho, esa especie de defecto de fábrica, esas rupturas como
rendijas a través de las cuales parece filtrarse una luz que le dice
sobre él mismo mucho más que todas las cosas conocidas y sabidas de
antemano, fisuras a través de las cuales percibe y presiente, aunque
sea vagamente, algo (Alguien) que le trasciende y que le espera, donde
le aguarda su vida verdadera, más verdadera aún y más plena que ésta
que vivimos en el tiempo: atisbos del Infinito.
3. La pregunta por el origen
3.1 La extrañeza de existir
El hombre es capaz de conocer muchas cosas sobre el mundo y sobre sí
mismo, conocimiento vastísimo y admirable. Todo eso presupone,
naturalmente, que el hombre y el resto de los seres existen. Yo conozco,
amo, vivo... porque existo. Nos sentimos tan existiendo si se me permite
utilizar esta extraña expresión-, tenemos nuestra existencia como algo
tan propio y tan logrado, que muchas veces se nos olvida preguntar
precisamente por su fundamento. Tan atareados con el hacer, con el
propio vivir, olvidamos preguntar por la razón de ese mismo vivir.
Un viejo filósofo pensó, hace ya tiempo, que el hombre se distingue
esencialmente del animal porque con su cabeza emerge, por decirlo así,
del agua del tiempo. Los animales serían así como peces nadando en
esas aguas, arrastrados por el tiempo. Sólo el hombre puede hacer
emerger su cabeza de las aguas. Ahora bien, ¿lo hacemos verdaderamente
así? ¿No somos a veces también nosotros simples peces en el mar del
tiempo, arrastrados por la corriente, sin abarcar con la mirada ni el
lugar de donde viene ni al que va? ¿No quedamos absorbidos
completamente en los pormenores de la vida cotidiana, en sus apuros y
necesidades, de cita en cita, de deber en deber, de suerte que somos
incapaces de percibirnos a nosotros mismos? (Ratzinger).
Pero además de la agitación de la vida cotidiana con sus mil pequeñas
dificultades, está el hecho, aludido con anterioridad, de que el hombre
en la sociedad actual vive en estado de solicitación permanente por
parte de los medios de comunicación y de publicidad: cae sobre él una
lluvia de información tan abundante, persistente y variada, que al
hombre le resulta imposible de procesar y convertir en conocimiento. Se
corre el peligro de un cierto embotamiento ante tanta profusión
informativa, de modo que no se acierte ya a distinguir lo importante de
lo secundario porque todo se le da como si fuera esencial, bien se trate
del suicidio colectivo de los miembros de una secta esotérica como del
último perfume que Rabanne saca al mercado. Así, lo inmediato puede
distraer al hombre de lo esencial y decisivo, de manera que nunca se le
hace momento de emerger, de intentar sacar la cabeza del agua y mirar
por encima del mar al cielo y las estrellas, a fin de entenderse también
a sí mismo, de bucear en el fondo de la propia existencia y
preguntarse: ¿quién soy yo? ¿Quién es el hombre?
No sólo la falta de tiempo impide llevar a cabo esa actividad cuya
necesidad se impone más que nunca como una cuestión ineludible de
primera necesidad: pensar, y hablar sobre lo pensado. Nuestra época se
caracteriza por un exceso de percepciones, por una amplísima gama de imágenes
que están a la casi permanente disposición de cada uno con una profusión
difícilmente imaginable hace unos años. El peligro que se corre es que
la sensación secuestre al pensamiento, lo inhiba; y con él la
libertad. Sin pensamiento no hay libertad radical sino sólo aparente:
puedo elegir cosas, pero no puedo elegir quién quiero ser. Es un
peligro realísimo, porque como dice Mondzaine, “el mundo de la
producción -de las técnicas de mercado- ha mostrado que, por primera
vez en la historia es posible la hipótesis de una suspensión del
pensamiento sin que ello suponga forzosamente una interrupción de la
vida. Es posible vivir sin pensar, pero la cuestión que se plantearía
es si ese vivir con la libertad tan mermada sería propiamente
humano”. Para una buena parte de nuestra cultura la visión de la
realidad es una visión aplanada; como resultado de la visión científico-positiva
y de la mentalidad pragmatista, la realidad ha quedado reducida a cosas
y tiempo; y vivir, a una pura labor de optimización organizativa, un
intento de hacer el mayor número posible de cosas en el menor tiempo
posible.
A veces sin embargo ocurre el milagro de que el hombre se pregunte por
la consistencia de esa película por la que habitualmente se desliza
como un patinador sobre el hielo: el hombre se pregunta por el espesor
de su propia existencia, por el fundamento sobre el que descansa el
hecho mismo de existir, y repara en lo que eso tiene de enigmático; ¿me
deslizo sobre tierra firme, sobre la costra helada del abismo insondable
de un mar o sobre la vaciedad inmensa de la nada?
Nuestra propia historia, el hecho de habernos conocido siempre como ya
existiendo, la familiaridad con nuestra personal existencia hace que
muchas veces no se repare en esta cuestión. Imagínense, por ejemplo,
cuáles podrían ser sus pensamientos ahora mismo si en lugar de haber
venido a este mundo hace veinte años y llevar por tanto ese mismo
tiempo familiarizados con ustedes mismos y su entorno, hubieran
aparecido en el mundo esta noche, tal como son ustedes ahora mismo, es
decir, con la misma capacidad de reflexión pero sin ninguna
familiaridad con su vida ni con su medio social, es decir, sin una
historia previa que convirtiera su estar-aquí en algo cotidiano, mil
veces experimentado, sin nada que empañara o disminuyera las
dimensiones reales del problema del propio existir. Sería como salir de
un sueño; “cuando un hombre ha sido despertado a la realidad de la
existencia y de su propia existencia, cuando ha percibido realmente este
hecho formidable, a veces embriagador y a veces repugnante o
enloquecedor yo existo-, desde ese momento queda apresado por la intuición
del ser y las implicaciones que lleva consigo”, queda apresado por las
preguntas que el hecho inmediatamente propone (Maritain).
Esa situación nos llevaría en primer lugar a reparar en la gratuidad
de nuestra existencia: no hemos hecho nada para nacer, no existimos por
decisión propia, no nos hemos dado nosotros mismos nuestra existencia;
y, por otra parte, entendemos que tampoco encontramos una razón dentro
de nosotros que la reclame como una exigencia. Nada encuentro en mí que
dé razón de mi propio existir; y sin embargo, existo. ¿Porqué?, ¿de
dónde brota mi propia existencia?, ¿cuál es la fuente de donde
provengo?
La pregunta acerca de la propia identidad -¿quién soy?- hace siempre
referencia a los orígenes. Pero planteada en su nivel fundamental, no
cualquier origen sirve como respuesta o como indicio. La referencia
inmediata a los progenitores no soluciona la cuestión; la dilata, pero
no la resuelve: a mis padres les afecta la cuestión exactamente igual
que a mí, y lo mismo ocurre con todos los antecesores. No avanzamos
nada remitiéndonos a los primeros humanos, quienesquiera que hayan
sido. Sobre ellos gravita la cuestión con la misma intensidad -no
mayor- que sobre nosotros.
Mencionar la teoría de la evolución tampoco lo arregla, porque la
misma pregunta afecta a todos los seres, cuya existencia encuentra en
ellos mismos tan escaso fundamento como en nosotros. La mención del
resto de los seres naturales amplía -sin tampoco resolverla- la
significación de la pregunta, que ahora se formularía así: ¿porqué
existen los seres, porqué existimos seres que no tenemos en nosotros
mismos razón de nuestra existencia? En el fondo es la pregunta radical
que se planteó la filosofía existencialista: ¿Porqué el ser, y no la
nada? Si esta pregunta no admitiera respuesta la vida sería una
paradoja: un imposible hecho realidad, un imposible que sin embargo
ocurre.
3. 2 El fundamento trascendente
Kafka describe muy bien esa sensación de irrealidad, de pesadilla
descabellada en que se convertiría una existencia sin fundamento, que
por eso mismo acaba también por ser una existencia sin sentido, que
genera ese particular sentido de angustia existencial que tan
profundamente ha marcado la cultura del siglo XX: vivir sería atravesar
en la oscuridad un fragilísimo puente, una estructura tan precaria e
inconsistente sobre el profundo abismo de la nada que el riesgo de verse
engullido por ella es máximo y permanente. Ese es el argumento de dos
de sus obras más conocidas, El proceso y El castillo. El protagonista
de El Castillo, un topógrafo denominado simplemente K., va destinado a
un pueblo porque ha sido contratado para realizar unos trabajos en el
castillo del conde de Westwest. Llega a la aldea donde según sus datos
se encuentra el castillo del conde, pero ninguno de los habitantes sabe
nada del tal conde; unos lo envían a otros, pero ninguno sabe decirle dónde
está el castillo, y ante su terca obstinación, los lugareños terminan
por pensar que está loco y no le hacen ningún caso. Él sigue haciendo
mil esfuerzos para enterarse, pero todos resultan inútiles. Por fin
aparece un presunto lacayo del conde que le dice que efectivamente ha
sido admitido como topógrafo del conde, pero que por desgracia no hay
ningún trabajo para él. Crece su angustia hasta desbordarse: ¿a qué
sitio abominable ha venido a parar?, ¿dónde está?, ¿quién manda ahí?,
¿qué sentido tienen esas muchedumbres que vienen y van enormemente
atareadas?
Todo le parece a K. una infinita cadena de instancias: ninguna es la
definitiva: nadie sabe dar razón de su presencia en aquel extraño
lugar, todos aquellos a quienes pregunta le remiten a un ulterior
informador. No puede irse, ni sabe por qué está allí, solo en medio
de una multitud extraña... No hay posibilidad de perderse, porque todo
está lleno de gentes y de informaciones; pero en realidad las
informaciones sobran: en un mundo así es imposible que uno se pierda
porque sencillamente uno no va a ninguna parte. O lo que es lo mismo,
por extraño que parezca: todos, también los tranquilos y afanosos
habitantes del lugar, aunque no lo sepan y ni siquiera se lo planteen,
todos están igualmente perdidos. Esa situación parece no tener ningún
sentido, y eso es precisamente lo que angustia a K. A él y no a los demás,
que parecen estar allí tranquilamente. Pero esa es precisamente la
clave y la razón de la angustia de K.: él sabe que sí va a alguna
parte, que él sí tiene un destino, y que ese destino es totalmente
distinto al sinsentido que observa a su alrededor.
Aunque la historia de Kafka parece referirse únicamente al destino del
hombre, afecta también igualmente al origen, porque la cuestión del
sentido abarca a la vez el origen y el final. Si el hombre se pregunta
por su destino es porque entiende que su origen no es fruto del azar. Si
su origen fuera puramente casual, la pregunta acerca del final carecería
de fundamento. Es decir, el hombre encuentra la certeza -no psicológica,
no puramente desiderativa- de que existe necesariamente un ser que tenga
en sí mismo la razón de su propia existencia y fundamente y active la
mía y la de todos aquellos seres que no tienen en sí mismos la razón
de su propio existir, una especie de suelo metafísico que sustente mi
existencia y evite que se precipite en la nada, “una existencia
absoluta e irrefragable, completamente libre de la nada y de la
muerte” (Maritain), un ser trascendente y último. El hombre intrigado
por su propio existir encuentra esta respuesta: “Alguien, más allá
de mí y por encima de mí, me precede y me sustenta”. No hay sólo
mundo, cosas y personas; hay algo más, difícilmente definible con
precisión pero aprehensible: el misterio del ser, que lo penetra todo y
a la vez lo trasciende todo, “misterio que el filósofo denomina lo
Absoluto y el creyente Dios, y del que ni siquiera el que niega ambas
denominaciones es capaz de prescindir en su situación” (Buber), el
misterio omnipresente del Ser que es Dios. Y aparece también simultáneamente
la idea de la vida como don, como algo ofrecido graciosamente, sin mérito
ni deuda.
Las demás respuestas que el hombre puede dar a esta cuestión son
insatisfactorias o insuficientes; en algunos casos -como en el caso del
recurso al azar, puesto de nuevo en circulación por Monod- se trata de
respuestas que no responden nada, respuestas que no son más que
invitaciones a repetir la pregunta o maneras diversas de decir “no sé”.
4. La plenitud: un afán inalcanzable
4.1 La insatisfacción radical del deseo
El hombre se configura como ser de memoria y proyecto (Ballesteros), en
busca de su plenitud, en tensión hacia eso que habitualmente llamamos
felicidad. No es cuestión de entrar ahora en el contenido de esta
expresión, con la que designamos esa tendencia tan vívidamente
percibida como difícilmente explicable con palabras. La buscamos en
todo lo que hacemos, en cuerpo y en espíritu; está presente en todos
los deseos y en todas las acciones, incesantemente perseguida y nunca
alcanzada, siempre entrevista y nunca conseguida. Como ocurre al montañero
inexperto que toma por cima lo que no es sino una primera elevación, la
felicidad siempre parece encontrarse más allá de todos nuestros
intentos.
No parece haber meta que, una vez conseguida, nos satisfaga
completamente. Todo ocurre como si el objeto de nuestro deseo, que
inicialmente aparecía lleno de frescura, una vez conseguido se
marchitara irremediablemente: el agua sólo consigue aplacar
temporalmente nuestra sed pero nunca saciarla por completo. Todos los
objetivos se revelan incapaces de llenar el recipiente que somos. Pozo
sin fondo, nuestros apetitos parecen afectados de una bulimia galopante:
el hombre busca siempre más allá de todo lo deseado, sea cual sea la
dirección en que se oriente. Y esto, tanto por lo que se refiere a las
pasiones -deseos, impulsos- como a la misma voluntad. Ese más, ese afán
incolmable que marca todo lo que el hombre hace o desea no es sino la
manifestación de ese más que el hombre es. El hombre es más.
En cuanto a las pasiones, es un hecho constatable que el gozo provocado
por el deseo satisfecho se gasta; una vez poseído el objeto deseado, la
fruición desaparece; la reiteración de lo mismo provoca un gozo
decreciente, que puede llegar incluso a desaparecer. Hay que ir cada vez
más lejos para reencontrar la misma intensidad del placer: o se aumenta
la dosis o se busca otro nuevo, más incitante; pero el ciclo se repite
también con este nuevo objeto del deseo.
La experiencia dice que esto es una constante, independientemente del
objeto deseado. Uno puede dejarse devorar o destruir por esta espiral
ascendente, perderse en el deseo, dejarse aspirar por el torbellino
hasta ser engullido. Con gran lucidez lo dice el poeta: “Ignoraba que
el deseo es una pregunta / cuya respuesta no existe” (Cernuda); como
si la pasión o el deseo fueran interlocutores defectuosos o mal
seleccionados que nos obligaran a formularles una y otra vez la
pregunta; porque o no responden o no parecen entender la pregunta. Una
situación análoga a la que describe aquel viejo chiste en el que una
señora entra a una frutería y, sin mediar saludo, pregunta
directamente a la dependienta:
- “¿Tiene manzanas?” La frutera responde:
- “Muy buenas”. La compradora, pensando que esas palabras de la
frutera son un simple saludo, contesta al saludo con las mismas palabras
y vuelve a hacer la pregunta:
- “Muy buenas; “¿tiene usted manzanas?”. La frutera, que tiene
unas manzanas excelentes, le responde:
- “Muy buenas”. La compradora, pensando que esas palabras de la
frutera vuelven a ser un simple saludo, etc..., porque la situación se
podría repetir in infinitum.
Así ocurre con la respuesta de la pasión; se puede entrar en esa
especie de espiral absorbente de la que en la práctica -a diferencia
del ejemplo de la frutería, en el que cabe la posibilidad de dar media
vuelta e irse- puede resultar muy difícil salir. El poeta lo reconoce
cuando habla de la experiencia que él padeció:
Yo fui
columna ardiente, luna de primavera
mar dorada, ojos grandes...
Canté, subí,
fui luz un día
arrastrado en la llama.
Como un golpe de viento
que deshace la sombra,
caí en lo negro,
en el mundo insaciable.
He sido”.
(Cernuda)
En los primeros versos, tanto las palabras como el ritmo están
sugiriendo el brillo y la luminosidad atractiva del deseo, la espiral
ascendente, alegre e intensa del placer. En la segunda parte la atmósfera
del poema cambia súbitamente; la suave brisa inicial se convierte en un
tornado poderoso de cuya órbita resulta imposible salir, como si el
poeta quisiera dar a entender que no hay escapatoria para quien se deja
aspirar por ese torbellino que nos precipita hacia la fatalidad. No
tener en cuenta esa extraordinaria fuerza de captación y el efecto
autodestructivo sobre el hombre mismo que posee el placer masivo,
inmoderado y absolutizado, desconocer su dinámica, puede convertirse en
un serio error; porque por ser dinámica, es fuerza ciega, necesaria: no
admite excepciones.
Conviene quizá advertir que no se está hablando aquí de una valoración
moral ni tampoco metafísica del placer, sino sólo fenomenológica: qué
es lo que pasa en realidad con el placer sensible, cómo funciona el
placer como respuesta a un movimiento del apetito. De todas formas
convendría recordar ahora, aunque fuera de manera muy sucinta, que el
placer es en sí mismo bueno, tiene una función y una misión positiva
en la vida del hombre, de todos los vivientes: moríamos de desnutrición
si saciar la sed o el hambre no fueran placenteros; la especie se
extinguiría por falta de renovación generacional sin el placer que
acompaña al acto generativo, etc. La cuestión moral del acto
placentero tiene en cuenta las dos vertientes de la cuestión: por un
lado, que el placer es un bien y cumple una función necesaria; y por
otro lado, la capacidad que tiene para destruir al hombre, para
esclavizarlo, cuando el placer es buscado como fin en sí mismo,
desordenadamente, como si se tratara de un absoluto. La respuesta ética,
vigente en la filosofía desde la Grecia clásica, apela a la dosificación,
a la moderación, al orden y a la medida en el uso del placer para no
ser devorado por él, absorbido por el torbellino de la insaciabilidad,
con todo el dolor existencial que genera: “Ignoran cuánto tormento
encierra el placer” (Anónimo cristiano del siglo II) . Con ese
tratamiento se consiguen mitigar los efectos indeseables que se derivan
necesariamente es un dato de experiencia- de ciertas formas menos
correctas de buscar el placer, pero el problema no se resuelve: la sed
existencial sigue existiendo.
Lo que aquí quiere resaltarse es la cuestión de que en el goce del
apetito sensible está ausente la plenitud. La fruición es real, y
puede ser extraordinariamente intensa, pero no satisface completamente
al hombre. Todo ocurre como si esa respuesta que el placer proporciona
cuando el hombre le interroga acerca del sentido no estuviera a la
altura de la pregunta, como si hubiéramos dirigido la pregunta a un
interlocutor equivocado, que precisamente por ser incapaz de responder
está dando a entender que la respuesta es negativa.
Esta insatisfacción de fondo no afecta solamente al placer sensible,
sino a toda pasión del cuerpo y del espíritu. Nada de cuanto posee o
recibe le parece al hombre suficiente, y sólo temporalmente consigue
aplacar su ansia. El tiempo le acaba revelando la insuficiencia de lo
conseguido, y el hombre cabalga de nuevo en pos de aquello tras lo que
presuntamente se esconde su felicidad. “El hombre es más feliz por lo
que desea que por lo que posee”, sentencia Bloch. Todo triunfo es efímero,
toda meta provisional, siempre hay un más allá. Desde una perspectiva
más abarcante, Blondel habla de esa tendencia radical de la voluntad a
ir siempre más allá de lo que en cada uno de sus actos desea. Y lo
mismo hace Polo cuando indica que la voluntad más que querer esto o
aquello, lo que hace es querer-querer, un querer que no agotan ninguno
de los fines deseados, ninguno de los objetivos conseguidos. Idéntica
apreciación hace el poeta cuando designa a la persona como afán,
innumerable y confuso:
“Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo”
(Cernuda)
O Pessoa, cuando afirma:
“Nada me ata a nada.
Quiero cincuenta cosas al tiempo.
Con angustia del que tiene hambre de carne anhelo
no sé bien qué:
definidamente lo indefinido”.
(F. Pessoa)
El poeta resalta la extrañeza ante esa impenitente búsqueda,
permanentemente insatisfecha, de la que resulta imposible prescindir. Un
afán que, por otra parte, se siente incapaz de dominar y resiste a
todos los intentos de domesticación. El hombre no puede extirparse esa
inquietud, quitársela de encima; todo ocurre como si él fuera una máquina
imparable de querer-querer, de querer más.
Este fenómeno, reconozcámoslo, es verdaderamente extraño. ¿Qué maléfico
poder, tan involuntario como inexorable tiene el hombre, que mata cuanto
desea? ¿Qué extraña maldición de rey Midas al revés pesa sobre el
hombre, que convierte en polvo todo cuanto de valioso y apetecible toca?
Si lo que deseo, lo que pienso que me haría feliz, se gasta pronto en
el tiempo; si lo que consigo debe ser destruido (mientras que permanece
el deseo de seguir deseando), tal vez eso signifique que aquello no era
lo que en realidad andaba buscando, aunque lo pareciera. Entonces
aparece la pregunta clave: “si esto es así, ¿qué queremos
encontrar, qué buscamos en realidad cuando deseamos algo?
4.2 El objeto del deseo: realidad y símbolo
La respuesta a esa pregunta parece apuntar al doble valor del objeto
deseado: como realidad en sí, y a la vez como símbolo de algo que está
más allá de él y hacia lo cual nos dirige. Lewis expresa la cuestión
con gran agudeza: “el deseo que se despierta en nosotros cuando nos
enamoramos por primera vez, o cuando por primera vez pensamos en algún
país extranjero, o cuando nos interesamos en algún tema que nos
entusiasma, es un deseo que ninguna boda, ningún viaje, ningún
conocimiento pueden realmente satisfacer. No hablo ahora de lo que
normalmente se calificaría de matrimonios, o vacaciones, o estudios
fracasados. Estoy hablando de los mejores posibles. Hubo algo que
percios, en esos primeros momentos de deseo, que simplemente se esfuma
en la realidad. Creo que todos sabéis a qué me refiero. La esposa
puede ser una buena esposa, y los hoteles y paisajes pueden haber sido
excelentes, y la química puede ser una ocupación interesante, pero
algo se nos ha escapado”.
“Si encuentro en mí mismo un deseo que nada de este mundo puede
satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro
mundo. Si ninguno de mis placeres terrenales lo satisface, eso no
demuestra que el universo es un fraude. Probablemente los placeres
terrenales nunca estuvieron destinados a satisfacerlos, sino sólo a
excitarlos, a sugerir lo auténtico. Si esto es así, debo cuidarme, por
un lado, de no despreciar nunca, o desagradecer, estas bendiciones
terrenales, y por otro, no confundirlos con aquello otro de lo cual
estos son una especie de copia, o eco, o espejismo. Debo mantener vivo
en mí mismo el deseo de mi verdadero país, que no encontraré hasta
después de mi muerte; jamás debo dejar que se oculte o se haga a un
lado; debo hacer que el principal objetivo de mi vida sea seguir el
rumbo que me lleve a ese país y ayudar a los demás a hacer lo
mismo”.
Se apunta como posibilidad la sugerencia de que el hombre no sea de aquí,
no sea terrenal, y esté siempre a la busca de su verdadero hogar, que
sería un más allá, con otro tipo de existir. Si las prestaciones del
hombre superan las que aquí puede ahora realmente conseguir, si la
pista en la que ha de correr -que es su vida- se le hiciera pequeña, ¿porqué
no pensar que las condiciones actuales de la vida del hombre no son las
que originalmente le corresponden, aquellas para las que el hombre fue
hecho? Así, esa insatisfacción estaría remitiendo a aquellas
condiciones iniciales, de las que vendría a ser como un vestigio, un
recuerdo existencial, una añoranza de esa condición inicial más
perfecta y un deseo, incorporado al fondo mismo de su ser, de que esa
condición ha de recuperarse de nuevo. Ahí queda apuntado el valor del
placer -y en general de todo deseo- como una realidad que, aparte de su
valor en sí, tiene sobre todo un significado de símbolo, signo y de
promesa de lo futuro, de lo que espera al hombre en su verdadera vida.
La señal de tráfico que al borde de la carretera indica la proximidad
de una fuente, no sacia la sed; significa que más allá, a la distancia
que en ella se indica, se encuentra la fuente. La señal indica el
camino, pero es un error tomar el símbolo por la realidad que
significa, la señal por la fuente misma: un hombre vaciado en la búsqueda
ansiosa del placer a toda costa produciría el mismo patético efecto
que un sediento chupando ávidamente una señal de tráfico indicativa
de “fuente”. La insatisfacción radical que vive en el hombre apunta
la sugerencia -más allá de la filosofía- de que quizá esta vida que
estamos viviendo, estas condiciones de vida, no sean las propias, las
originales; como si esta vida no fuera aquella para la que estamos
hechos y que en el fondo no hacemos sino desear en todo.
Parece, pues insinuarse la sospecha -positiva, en este caso-, que da pie
a la pregunta: ¿y si todas esas cosas, esos objetos de nuestro deseo,
no fueran más que signos, señales que nos conducen a algo (Alguien)
que está más allá de ellos, más allá del hombre: signos indicativos
de Dios? ¿Y si en fondo aquello que el hombre busca, Aquel a quien el
hombre busca en todos sus afanes, a través de esos símbolos, de esos pálidos
reflejos que suscitan nuestro deseo, es a Dios?
Thibon lo expone con toda lucidez: “Habría que hacer ver a los
hombres la maravilla de la realidad divina que su sueño presiente y a
la vez oculta. Hacerles comprender que el hambre de Dios se esconde en
las cosas en apariencia más ajenas a lo divino: sus ocucotidianas, sus
pasiones terrenas, su mismo materialismo, porque la materia sólo tiene
valor como signo del espíritu. En realidad, todo el mundo busca a Dios,
ya que todo el mundo pide a la tierra lo que ésta no puede dar; todo el
mundo busca a Dios, puesto que todo el mundo busca lo imposible (...).
Pero la desgracia del hombre estriba -y ahí está el nudo de esa
perversión que llamamos error, pecado o idolatría- en que, engañado
por las apariencias y buscando lo eterno al nivel de lo efímero, puede
transformar esos valores temporales, que responden a indiscutibles
necesidades, en refugios contra el infinito”.
En una interpretación más amplia, esa ambigüedad, esa doble
significación de todo objeto de deseo como realidad en sí y como símbolo
que apunta a una realidad ulterior y trascendente puede aplicarse al
universo de las cosas creadas, puesto que el universo de lo deseable
coincide con el universo de lo existente. Aparece una idea muy arraigada
en toda la tradición cristiana: la Creación, el Universo entero, como
manifestación y revelación (parcial) de Dios, resplandor y espejo de
su gloria. Todo lo creado, en cuanto deseable -o sea, en cuanto
existente- apunta hacia su Creador, nos habla de su existencia, nos lo
revela de algún modo.
A su vez, la ambigüedad antes aludida entre realidad y signo, sin
embargo, nos avisa que la propia Creación puede convertirse para el
hombre en velo que oculta a Dios en la medida en que las realidades
creadas sean vistas (deseadas) únicamente en su propia realidad y no
también en su cualidad de símbolo: la mirada (el deseo) queda tan
fascinada por la belleza de las cosas -belleza que es el reflejo en
ellas de la Luz creadora- que olvida o evita expresamente preguntarse
por la Luz que las alumbra y las saca a la existencia: “vemos las
cosas porque existen- afirma San Agustín en las Confesiones-; pero
existen porque Tú las miras; sin Ti no existirían”.
Así las criaturas, con su capacidad de deslumbrar y seducir el corazón
del hombre, pueden convertirse en obstáculos. El hombre anda expuesto
al error de tomar la sombra por el objeto, el signo por lo significado;
anda expuesto a perderse entre la cosas, a ser devorado por ellas:
cuando el hombre piensa poseerlas, ocurre que en realidad acaba siendo
poseído por ellas. Y con su libertad encadenada resulta incapaz para
alcanzar su más alta meta.
El hombre puede volcar en pasiones finitas esa sed de infinito que lo
espolea (y que, aunque no sepa reconocerlo expresamente, es sed de
Dios); pero esa operación se muestra indefinidamente frustrada. En esa
operación el hombre puede destruirse o salvarse; se salvará si
descubre y no le faltará luz para ello- que sólo Dios puede responder
a ese deseo que le constituye (Clément).
|