II

LAS GRANDES PREGUNTAS

 

1. Lo penúltimo y lo último

No es que el hombre no sepa muchas cosas sobre sí mismo. No se trata de falta de información, sino de la dificultad que experimenta para entenderse a sí mismo. Como si, al analizarse, encontrara piezas que no sabe exactamente para qué sirven, qué función desempeñan; ¿son restos del pasado, como la muela del juicio parece revelar una precedencia rumiante de nuestra especie? ¿son vestigios iniciales del futuro? ¿pero de qué futuro?; porque ¿hay un después?

Cada generación necesita una respuesta actualizada a las grandes preguntas que el hombre se hace sobre sí mismo, y tiene que ser ella misma quien las encuentre. No se aprenden desde fuera; han de encontrarse dentro. A esto se refiere Melville cuando dice que “es vano intentar divulgar lo que es profundo, y toda verdad humana es profunda. De ese minero profundo que trabaja en todos nosotros, ¿cómo puede uno deducir, por el sonido apagado y sordo de su piqueta, adónde lleva su pozo?. Pues todo lo que de verdad es prodigioso y terrible en el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros” (H. Melville, Moby Dick).

Las fisuras para descender a lo profundo, a lo interior del hombre, son esas fracturas que el hombre experimenta entre lo que presiente como posible y lo que en realidad obtiene, entre la vida a la que aspira y la que en realidad consigue, la diferencia entre lo proyectado y lo realizado, entre la realidad de su vida terrena y su aspiración radical a traspasar sus estrechos límites actuales e ir más allá. Ese desajuste es tan grande y evidente que constituye para él una fuente de desasosiego y de inquietud. El hombre advierte que ese gran proyecto que es su vida, frecuentemente acaba en una realidad deficiente que le deja insatisfecho.

No es algo que afecte únicamente a los perdedores en la vida, a aquellos a quienes el azar no ha deparado sino papeles insignificantes en la escena social; ni tampoco a aquellos que comenzaron su vida llenos de energía, pero cuyo proyecto inicial acabó degenerando en una realidad mediocre. No; se trata de una percepción general que, aunque naturalmente admita grados, afecta a todos, también a aquellos a quienes la opinión pública tiene por triunfadores.

Quizás este fenómeno se detecte ahora con mayor claridad que en épocas pasadas, en las que permanecía enmascarado por el tópico de pensar que esa tendencia de autosuperación del hombre, cuyo fracaso producía en él esa sensación de frustración, era algo que únicamente la religión ponía en el hombre y no procedía del mismo interior del hombre. Con la puesta en práctica del programa Ilustrado, desaparecido Dios debería haber desaparecido también ese oscuro sentimiento de fracaso, y el hombre habría de vivir en paz consigo mismo. En la práctica las cosas no han ocurrido así.

Hoy conocemos que esa especie de permanente insatisfacción interior pertenece a la esencia íntima del hombre, brota de su propia interioridad. Forma parte del bagaje del hombre ese hambre del espíritu de ir a más, de querer más, de ser más de lo que ahora es; y forma parte también de su propia situación la imposibilidad de hacer plenamente efectivo todo eso a lo que se siente llamado. Una especie de ruptura entre aquello a lo que aspira y aquello que consigue, como un defecto de origen que le llevara a la desesperación o a la locura, porque todos los intentos de moderar esa aspiración o de desviarla hacia objetivos alcanzables se revelan inútiles. Prometeo, aun encadenado y alejado de los dioses, sigue suspirando por algo que le trasciende y que a la vez, paradójicamente, entiende que le pertenece. El hombre es un ser que, cuando trata de encontrar sus propios límites, cuando se decide a viajar hacia los lejanos confines de sí mismo, presiente lo infinito. En la experiencia del amor verdadero, en el acto mismo de creación artística, en la lúcida sorpresa del propio existir y en otras muchas experiencias, se revelan al hombre profundas luces acerca de sí mismo, como relámpagos que rasgaran la oscura tiniebla de su existencia, de su apariencia opaca y gris, y le hicieran entender que el hombre no se explica por completo desde el hombre (Clément).




2. La recuperación positiva del mito

Quizá sea éste el momento -ya que hemos citado a Prometeo- para hablar, aunque sea brevemente, de la función de los mitos en la cultura clásica. Hasta este siglo los mitos fueron considerados como primitivos y elementales intentos de una explicación precientífica y prefilosófica del hombre y del mundo, sin otro valor reseñable que su pintoresquismo y su condición de vestigios remanentes de los primeros balbuceos explicativos que el hombre se ha dado a sí mismo.

A comienzos de siglo, por obra sobre todo de los estudios de Mircea Eliade, comenzó a intuirse una nueva valoración más positiva del mito, y sin duda más real, que el fracaso del positivismo científico en el estudio de la Antropología no ha hecho sino fomentar. Los mitos pasaron a ser considerados más bien como intentos de expresión de lo inefable que vive en el hombre, del misterio profundo que lo habita. Su propia realidad interior se le aparece como inexpresable directamente en palabras, inefable, indefinible, incapaz de ser recogida en la brevedad de una definición que no la traicione. Entonces el hombre aborda la explicación de manera indirecta a través del mito, a través de esos relatos de extraordinaria carga simbólica y dramática, en los que se trata de reflejar algo que está más allá de las palabras: aspectos esenciales del enigmático ser humano, sus conflictos interiores, sus inquietudes de siempre (García Gual).

Los mitos perviven porque, con todo, a pesar de su antigüedad en el tiempo, nos resultan extrañamente familiares, y la fascinación que siguen ejerciendo está sin duda vinculada precisamente a su carácter simbólico: los mitos apuntan a algo que late más allá de la realidad aparente. ¿Cómo no pensar que el mito de Prometeo expresa la convicción de ese algo extraordinario, divino, que el hombre encuentra dentro de sí, que lo hace superior en dignidad al resto de lo creado, vinculado a la muerte pero también a los dioses?; ¿cómo sustraerse a la impresión de que Saturno devorando a sus hijos manifiesta la necesidad que experimenta el hombre de ponerse él mismo y poner su vida a salvo del tiempo que todo lo destruye y lo convierte en el polvo del olvido, la oscura convicción del hombre acerca de que el tiempo y la muerte, por tanto- no debería tener la última palabra sobre él?

Pero volviendo a la cuestión inicial, podemos decir que cuando el hombre ya ni se pregunta por quién es él mismo, cuando la cuestión de su verdadera identidad ni siquiera se plantea porque las grandes preguntas parecen haber desaparecido, los problemas no sólo no se arreglan sino que se hacen más evidentes bajo la forma de angustia, de frustración, de sinsentido. Cuando el hombre no sabe quién es, cuando ignora su propia profundidad, intenta superar los problemas de sentido con respuestas superficiales, pretende curar sus propias contradicciones con remedios que no sirven sino para mitigar algo su dolor hasta la próxima crisis: no se cura el cáncer ni cualquier enfermedad seria con analgésicos. A veces esta especie de vértigo o de angustia no se presenta sino al cabo del tiempo, al cabo de mucho tiempo. Lo cual es un indicio más -casi una evidencia- de la grandeza del hombre. Tenía razón quien dijo que “un hombre puede estar viviendo en la periferia de sí mismo, y pensar que su vida es apasionante”. Pero mucho más apasionante es ahondar, sumergirse dentro de uno mismo y descubrir lo que está oculto a la mirada desde fuera: ese algo oculto que en realidad necesita emerger, brotar, salir a la superficie y desplegarse en acción.

Conviene empeñarse en descender al fondo de uno mismo; y una vez allí, no sólo ver sino también y quizá sobre todo- escuchar. El corazón del hombre actual corre el riesgo de convertirse en una casa llena de ruido, de una barahúnda confusa y multitudinaria de reclamos que lo interpelan y lo invitan a vivir asomado a la ventana de sí mismo cuando no en la calle. Vivir en la época de la comunicación significa residir permanentemente en un mercado en el que se pregonan constantemente todo tipo de mercancías. Es imposible atender a todos los mensajes que se reciben, pero el verdadero peligro es instalarse en la confusión, quedar enganchados en esa marcha variada, leve y divertida que nos llega a distraer de lo esencial, sentir lo que un autor ha llamado la fascinación de lo inútil (Thibon), y flotar como boyas en la superficie de uno mismo, en el perímetro de la propia vida: dejarse llevar mansamente por la corriente del mero acontecer. Porque el problema no es la existencia de cosas divertidas; es bueno que las haya, y el hombre no debe poder vivir sin ellas. “El hombre -dice Santo Tomás de Aquino- no está hecho para vivir en la tristeza”. El problema verdadero es acabar ignorando las cosas esenciales por haberse rendido incondicionalmente a las puramente divertidas, porque el hombre se incapacitaría así para entender toda la riqueza que se esconde en su propio interior, que convierte su vida en una realidad no sólo interesante, sino verdaderamente apasionante. Quizá el problema más agudo de la Modernidad y de la Posmodernidad sea precisamente éste: que el hombre ha olvidado quién es él realmente, se ha olvidado de su dignidad constitutiva.

En 1964 dos astrónomos, Penzias y Wilson, estudiando las radiaciones recibidas del espacio por un radiotelescopio, descubrieron la llamada radiación de fondo, una radiación de muy baja energía, igualmente distribuida en todo el espacio interestelar, una radiación nada llamativa, nada brillante, pero que sin embargo es esencial, porque resulta ser la confirmación más valiosa, al menos por ahora, de la teoría del big-bang. No estaría nada mal que nosotros alguna vez fuéramos haciendo eso mismo: desconectar las emisiones escasamente interesantes, ir a la búsqueda de nuestra radiación de fondo, que nos dice cosas esenciales sobre nosotros mismos. Escuchar nuestra propia vida con oído musical y averiguar de dónde viene la música fundamental. Esta radiación de fondo tiene que ver con el sentido. La cuestión del sentido es tan esencial, que un autor ha podido decir con verdad que “el hombre es un animal que más que de pan se alimenta de sentido”.

Cuando el hombre se estudia a sí mismo desde esta perspectiva descubre, como hemos dicho, esa especie de defecto de fábrica, esas rupturas como rendijas a través de las cuales parece filtrarse una luz que le dice sobre él mismo mucho más que todas las cosas conocidas y sabidas de antemano, fisuras a través de las cuales percibe y presiente, aunque sea vagamente, algo (Alguien) que le trasciende y que le espera, donde le aguarda su vida verdadera, más verdadera aún y más plena que ésta que vivimos en el tiempo: atisbos del Infinito.




3. La pregunta por el origen

3.1 La extrañeza de existir

El hombre es capaz de conocer muchas cosas sobre el mundo y sobre sí mismo, conocimiento vastísimo y admirable. Todo eso presupone, naturalmente, que el hombre y el resto de los seres existen. Yo conozco, amo, vivo... porque existo. Nos sentimos tan existiendo si se me permite utilizar esta extraña expresión-, tenemos nuestra existencia como algo tan propio y tan logrado, que muchas veces se nos olvida preguntar precisamente por su fundamento. Tan atareados con el hacer, con el propio vivir, olvidamos preguntar por la razón de ese mismo vivir.

Un viejo filósofo pensó, hace ya tiempo, que el hombre se distingue esencialmente del animal porque con su cabeza emerge, por decirlo así, del agua del tiempo. Los animales serían así como peces nadando en esas aguas, arrastrados por el tiempo. Sólo el hombre puede hacer emerger su cabeza de las aguas. Ahora bien, ¿lo hacemos verdaderamente así? ¿No somos a veces también nosotros simples peces en el mar del tiempo, arrastrados por la corriente, sin abarcar con la mirada ni el lugar de donde viene ni al que va? ¿No quedamos absorbidos completamente en los pormenores de la vida cotidiana, en sus apuros y necesidades, de cita en cita, de deber en deber, de suerte que somos incapaces de percibirnos a nosotros mismos? (Ratzinger).

Pero además de la agitación de la vida cotidiana con sus mil pequeñas dificultades, está el hecho, aludido con anterioridad, de que el hombre en la sociedad actual vive en estado de solicitación permanente por parte de los medios de comunicación y de publicidad: cae sobre él una lluvia de información tan abundante, persistente y variada, que al hombre le resulta imposible de procesar y convertir en conocimiento. Se corre el peligro de un cierto embotamiento ante tanta profusión informativa, de modo que no se acierte ya a distinguir lo importante de lo secundario porque todo se le da como si fuera esencial, bien se trate del suicidio colectivo de los miembros de una secta esotérica como del último perfume que Rabanne saca al mercado. Así, lo inmediato puede distraer al hombre de lo esencial y decisivo, de manera que nunca se le hace momento de emerger, de intentar sacar la cabeza del agua y mirar por encima del mar al cielo y las estrellas, a fin de entenderse también a sí mismo, de bucear en el fondo de la propia existencia y preguntarse: ¿quién soy yo? ¿Quién es el hombre?

No sólo la falta de tiempo impide llevar a cabo esa actividad cuya necesidad se impone más que nunca como una cuestión ineludible de primera necesidad: pensar, y hablar sobre lo pensado. Nuestra época se caracteriza por un exceso de percepciones, por una amplísima gama de imágenes que están a la casi permanente disposición de cada uno con una profusión difícilmente imaginable hace unos años. El peligro que se corre es que la sensación secuestre al pensamiento, lo inhiba; y con él la libertad. Sin pensamiento no hay libertad radical sino sólo aparente: puedo elegir cosas, pero no puedo elegir quién quiero ser. Es un peligro realísimo, porque como dice Mondzaine, “el mundo de la producción -de las técnicas de mercado- ha mostrado que, por primera vez en la historia es posible la hipótesis de una suspensión del pensamiento sin que ello suponga forzosamente una interrupción de la vida. Es posible vivir sin pensar, pero la cuestión que se plantearía es si ese vivir con la libertad tan mermada sería propiamente humano”. Para una buena parte de nuestra cultura la visión de la realidad es una visión aplanada; como resultado de la visión científico-positiva y de la mentalidad pragmatista, la realidad ha quedado reducida a cosas y tiempo; y vivir, a una pura labor de optimización organizativa, un intento de hacer el mayor número posible de cosas en el menor tiempo posible.

A veces sin embargo ocurre el milagro de que el hombre se pregunte por la consistencia de esa película por la que habitualmente se desliza como un patinador sobre el hielo: el hombre se pregunta por el espesor de su propia existencia, por el fundamento sobre el que descansa el hecho mismo de existir, y repara en lo que eso tiene de enigmático; ¿me deslizo sobre tierra firme, sobre la costra helada del abismo insondable de un mar o sobre la vaciedad inmensa de la nada?

Nuestra propia historia, el hecho de habernos conocido siempre como ya existiendo, la familiaridad con nuestra personal existencia hace que muchas veces no se repare en esta cuestión. Imagínense, por ejemplo, cuáles podrían ser sus pensamientos ahora mismo si en lugar de haber venido a este mundo hace veinte años y llevar por tanto ese mismo tiempo familiarizados con ustedes mismos y su entorno, hubieran aparecido en el mundo esta noche, tal como son ustedes ahora mismo, es decir, con la misma capacidad de reflexión pero sin ninguna familiaridad con su vida ni con su medio social, es decir, sin una historia previa que convirtiera su estar-aquí en algo cotidiano, mil veces experimentado, sin nada que empañara o disminuyera las dimensiones reales del problema del propio existir. Sería como salir de un sueño; “cuando un hombre ha sido despertado a la realidad de la existencia y de su propia existencia, cuando ha percibido realmente este hecho formidable, a veces embriagador y a veces repugnante o enloquecedor yo existo-, desde ese momento queda apresado por la intuición del ser y las implicaciones que lleva consigo”, queda apresado por las preguntas que el hecho inmediatamente propone (Maritain).

Esa situación nos llevaría en primer lugar a reparar en la gratuidad de nuestra existencia: no hemos hecho nada para nacer, no existimos por decisión propia, no nos hemos dado nosotros mismos nuestra existencia; y, por otra parte, entendemos que tampoco encontramos una razón dentro de nosotros que la reclame como una exigencia. Nada encuentro en mí que dé razón de mi propio existir; y sin embargo, existo. ¿Porqué?, ¿de dónde brota mi propia existencia?, ¿cuál es la fuente de donde provengo?

La pregunta acerca de la propia identidad -¿quién soy?- hace siempre referencia a los orígenes. Pero planteada en su nivel fundamental, no cualquier origen sirve como respuesta o como indicio. La referencia inmediata a los progenitores no soluciona la cuestión; la dilata, pero no la resuelve: a mis padres les afecta la cuestión exactamente igual que a mí, y lo mismo ocurre con todos los antecesores. No avanzamos nada remitiéndonos a los primeros humanos, quienesquiera que hayan sido. Sobre ellos gravita la cuestión con la misma intensidad -no mayor- que sobre nosotros.

Mencionar la teoría de la evolución tampoco lo arregla, porque la misma pregunta afecta a todos los seres, cuya existencia encuentra en ellos mismos tan escaso fundamento como en nosotros. La mención del resto de los seres naturales amplía -sin tampoco resolverla- la significación de la pregunta, que ahora se formularía así: ¿porqué existen los seres, porqué existimos seres que no tenemos en nosotros mismos razón de nuestra existencia? En el fondo es la pregunta radical que se planteó la filosofía existencialista: ¿Porqué el ser, y no la nada? Si esta pregunta no admitiera respuesta la vida sería una paradoja: un imposible hecho realidad, un imposible que sin embargo ocurre.




3. 2 El fundamento trascendente

Kafka describe muy bien esa sensación de irrealidad, de pesadilla descabellada en que se convertiría una existencia sin fundamento, que por eso mismo acaba también por ser una existencia sin sentido, que genera ese particular sentido de angustia existencial que tan profundamente ha marcado la cultura del siglo XX: vivir sería atravesar en la oscuridad un fragilísimo puente, una estructura tan precaria e inconsistente sobre el profundo abismo de la nada que el riesgo de verse engullido por ella es máximo y permanente. Ese es el argumento de dos de sus obras más conocidas, El proceso y El castillo. El protagonista de El Castillo, un topógrafo denominado simplemente K., va destinado a un pueblo porque ha sido contratado para realizar unos trabajos en el castillo del conde de Westwest. Llega a la aldea donde según sus datos se encuentra el castillo del conde, pero ninguno de los habitantes sabe nada del tal conde; unos lo envían a otros, pero ninguno sabe decirle dónde está el castillo, y ante su terca obstinación, los lugareños terminan por pensar que está loco y no le hacen ningún caso. Él sigue haciendo mil esfuerzos para enterarse, pero todos resultan inútiles. Por fin aparece un presunto lacayo del conde que le dice que efectivamente ha sido admitido como topógrafo del conde, pero que por desgracia no hay ningún trabajo para él. Crece su angustia hasta desbordarse: ¿a qué sitio abominable ha venido a parar?, ¿dónde está?, ¿quién manda ahí?, ¿qué sentido tienen esas muchedumbres que vienen y van enormemente atareadas?

Todo le parece a K. una infinita cadena de instancias: ninguna es la definitiva: nadie sabe dar razón de su presencia en aquel extraño lugar, todos aquellos a quienes pregunta le remiten a un ulterior informador. No puede irse, ni sabe por qué está allí, solo en medio de una multitud extraña... No hay posibilidad de perderse, porque todo está lleno de gentes y de informaciones; pero en realidad las informaciones sobran: en un mundo así es imposible que uno se pierda porque sencillamente uno no va a ninguna parte. O lo que es lo mismo, por extraño que parezca: todos, también los tranquilos y afanosos habitantes del lugar, aunque no lo sepan y ni siquiera se lo planteen, todos están igualmente perdidos. Esa situación parece no tener ningún sentido, y eso es precisamente lo que angustia a K. A él y no a los demás, que parecen estar allí tranquilamente. Pero esa es precisamente la clave y la razón de la angustia de K.: él sabe que sí va a alguna parte, que él sí tiene un destino, y que ese destino es totalmente distinto al sinsentido que observa a su alrededor.

Aunque la historia de Kafka parece referirse únicamente al destino del hombre, afecta también igualmente al origen, porque la cuestión del sentido abarca a la vez el origen y el final. Si el hombre se pregunta por su destino es porque entiende que su origen no es fruto del azar. Si su origen fuera puramente casual, la pregunta acerca del final carecería de fundamento. Es decir, el hombre encuentra la certeza -no psicológica, no puramente desiderativa- de que existe necesariamente un ser que tenga en sí mismo la razón de su propia existencia y fundamente y active la mía y la de todos aquellos seres que no tienen en sí mismos la razón de su propio existir, una especie de suelo metafísico que sustente mi existencia y evite que se precipite en la nada, “una existencia absoluta e irrefragable, completamente libre de la nada y de la muerte” (Maritain), un ser trascendente y último. El hombre intrigado por su propio existir encuentra esta respuesta: “Alguien, más allá de mí y por encima de mí, me precede y me sustenta”. No hay sólo mundo, cosas y personas; hay algo más, difícilmente definible con precisión pero aprehensible: el misterio del ser, que lo penetra todo y a la vez lo trasciende todo, “misterio que el filósofo denomina lo Absoluto y el creyente Dios, y del que ni siquiera el que niega ambas denominaciones es capaz de prescindir en su situación” (Buber), el misterio omnipresente del Ser que es Dios. Y aparece también simultáneamente la idea de la vida como don, como algo ofrecido graciosamente, sin mérito ni deuda.

Las demás respuestas que el hombre puede dar a esta cuestión son insatisfactorias o insuficientes; en algunos casos -como en el caso del recurso al azar, puesto de nuevo en circulación por Monod- se trata de respuestas que no responden nada, respuestas que no son más que invitaciones a repetir la pregunta o maneras diversas de decir “no sé”.




4. La plenitud: un afán inalcanzable

4.1 La insatisfacción radical del deseo

El hombre se configura como ser de memoria y proyecto (Ballesteros), en busca de su plenitud, en tensión hacia eso que habitualmente llamamos felicidad. No es cuestión de entrar ahora en el contenido de esta expresión, con la que designamos esa tendencia tan vívidamente percibida como difícilmente explicable con palabras. La buscamos en todo lo que hacemos, en cuerpo y en espíritu; está presente en todos los deseos y en todas las acciones, incesantemente perseguida y nunca alcanzada, siempre entrevista y nunca conseguida. Como ocurre al montañero inexperto que toma por cima lo que no es sino una primera elevación, la felicidad siempre parece encontrarse más allá de todos nuestros intentos.

No parece haber meta que, una vez conseguida, nos satisfaga completamente. Todo ocurre como si el objeto de nuestro deseo, que inicialmente aparecía lleno de frescura, una vez conseguido se marchitara irremediablemente: el agua sólo consigue aplacar temporalmente nuestra sed pero nunca saciarla por completo. Todos los objetivos se revelan incapaces de llenar el recipiente que somos. Pozo sin fondo, nuestros apetitos parecen afectados de una bulimia galopante: el hombre busca siempre más allá de todo lo deseado, sea cual sea la dirección en que se oriente. Y esto, tanto por lo que se refiere a las pasiones -deseos, impulsos- como a la misma voluntad. Ese más, ese afán incolmable que marca todo lo que el hombre hace o desea no es sino la manifestación de ese más que el hombre es. El hombre es más.

En cuanto a las pasiones, es un hecho constatable que el gozo provocado por el deseo satisfecho se gasta; una vez poseído el objeto deseado, la fruición desaparece; la reiteración de lo mismo provoca un gozo decreciente, que puede llegar incluso a desaparecer. Hay que ir cada vez más lejos para reencontrar la misma intensidad del placer: o se aumenta la dosis o se busca otro nuevo, más incitante; pero el ciclo se repite también con este nuevo objeto del deseo.

La experiencia dice que esto es una constante, independientemente del objeto deseado. Uno puede dejarse devorar o destruir por esta espiral ascendente, perderse en el deseo, dejarse aspirar por el torbellino hasta ser engullido. Con gran lucidez lo dice el poeta: “Ignoraba que el deseo es una pregunta / cuya respuesta no existe” (Cernuda); como si la pasión o el deseo fueran interlocutores defectuosos o mal seleccionados que nos obligaran a formularles una y otra vez la pregunta; porque o no responden o no parecen entender la pregunta. Una situación análoga a la que describe aquel viejo chiste en el que una señora entra a una frutería y, sin mediar saludo, pregunta directamente a la dependienta:

- “¿Tiene manzanas?” La frutera responde:

- “Muy buenas”. La compradora, pensando que esas palabras de la frutera son un simple saludo, contesta al saludo con las mismas palabras y vuelve a hacer la pregunta:

- “Muy buenas; “¿tiene usted manzanas?”. La frutera, que tiene unas manzanas excelentes, le responde:

- “Muy buenas”. La compradora, pensando que esas palabras de la frutera vuelven a ser un simple saludo, etc..., porque la situación se podría repetir in infinitum.

Así ocurre con la respuesta de la pasión; se puede entrar en esa especie de espiral absorbente de la que en la práctica -a diferencia del ejemplo de la frutería, en el que cabe la posibilidad de dar media vuelta e irse- puede resultar muy difícil salir. El poeta lo reconoce cuando habla de la experiencia que él padeció:

Yo fui
columna ardiente, luna de primavera
mar dorada, ojos grandes...
Canté, subí,
fui luz un día
arrastrado en la llama.
Como un golpe de viento
que deshace la sombra,
caí en lo negro,
en el mundo insaciable.
He sido”.
(Cernuda)

En los primeros versos, tanto las palabras como el ritmo están sugiriendo el brillo y la luminosidad atractiva del deseo, la espiral ascendente, alegre e intensa del placer. En la segunda parte la atmósfera del poema cambia súbitamente; la suave brisa inicial se convierte en un tornado poderoso de cuya órbita resulta imposible salir, como si el poeta quisiera dar a entender que no hay escapatoria para quien se deja aspirar por ese torbellino que nos precipita hacia la fatalidad. No tener en cuenta esa extraordinaria fuerza de captación y el efecto autodestructivo sobre el hombre mismo que posee el placer masivo, inmoderado y absolutizado, desconocer su dinámica, puede convertirse en un serio error; porque por ser dinámica, es fuerza ciega, necesaria: no admite excepciones.

Conviene quizá advertir que no se está hablando aquí de una valoración moral ni tampoco metafísica del placer, sino sólo fenomenológica: qué es lo que pasa en realidad con el placer sensible, cómo funciona el placer como respuesta a un movimiento del apetito. De todas formas convendría recordar ahora, aunque fuera de manera muy sucinta, que el placer es en sí mismo bueno, tiene una función y una misión positiva en la vida del hombre, de todos los vivientes: moríamos de desnutrición si saciar la sed o el hambre no fueran placenteros; la especie se extinguiría por falta de renovación generacional sin el placer que acompaña al acto generativo, etc. La cuestión moral del acto placentero tiene en cuenta las dos vertientes de la cuestión: por un lado, que el placer es un bien y cumple una función necesaria; y por otro lado, la capacidad que tiene para destruir al hombre, para esclavizarlo, cuando el placer es buscado como fin en sí mismo, desordenadamente, como si se tratara de un absoluto. La respuesta ética, vigente en la filosofía desde la Grecia clásica, apela a la dosificación, a la moderación, al orden y a la medida en el uso del placer para no ser devorado por él, absorbido por el torbellino de la insaciabilidad, con todo el dolor existencial que genera: “Ignoran cuánto tormento encierra el placer” (Anónimo cristiano del siglo II) . Con ese tratamiento se consiguen mitigar los efectos indeseables que se derivan necesariamente es un dato de experiencia- de ciertas formas menos correctas de buscar el placer, pero el problema no se resuelve: la sed existencial sigue existiendo.

Lo que aquí quiere resaltarse es la cuestión de que en el goce del apetito sensible está ausente la plenitud. La fruición es real, y puede ser extraordinariamente intensa, pero no satisface completamente al hombre. Todo ocurre como si esa respuesta que el placer proporciona cuando el hombre le interroga acerca del sentido no estuviera a la altura de la pregunta, como si hubiéramos dirigido la pregunta a un interlocutor equivocado, que precisamente por ser incapaz de responder está dando a entender que la respuesta es negativa.

Esta insatisfacción de fondo no afecta solamente al placer sensible, sino a toda pasión del cuerpo y del espíritu. Nada de cuanto posee o recibe le parece al hombre suficiente, y sólo temporalmente consigue aplacar su ansia. El tiempo le acaba revelando la insuficiencia de lo conseguido, y el hombre cabalga de nuevo en pos de aquello tras lo que presuntamente se esconde su felicidad. “El hombre es más feliz por lo que desea que por lo que posee”, sentencia Bloch. Todo triunfo es efímero, toda meta provisional, siempre hay un más allá. Desde una perspectiva más abarcante, Blondel habla de esa tendencia radical de la voluntad a ir siempre más allá de lo que en cada uno de sus actos desea. Y lo mismo hace Polo cuando indica que la voluntad más que querer esto o aquello, lo que hace es querer-querer, un querer que no agotan ninguno de los fines deseados, ninguno de los objetivos conseguidos. Idéntica apreciación hace el poeta cuando designa a la persona como afán, innumerable y confuso:

“Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo”
(Cernuda)

O Pessoa, cuando afirma:

“Nada me ata a nada.
Quiero cincuenta cosas al tiempo.
Con angustia del que tiene hambre de carne anhelo
no sé bien qué:
definidamente lo indefinido”.
(F. Pessoa)

El poeta resalta la extrañeza ante esa impenitente búsqueda, permanentemente insatisfecha, de la que resulta imposible prescindir. Un afán que, por otra parte, se siente incapaz de dominar y resiste a todos los intentos de domesticación. El hombre no puede extirparse esa inquietud, quitársela de encima; todo ocurre como si él fuera una máquina imparable de querer-querer, de querer más.

Este fenómeno, reconozcámoslo, es verdaderamente extraño. ¿Qué maléfico poder, tan involuntario como inexorable tiene el hombre, que mata cuanto desea? ¿Qué extraña maldición de rey Midas al revés pesa sobre el hombre, que convierte en polvo todo cuanto de valioso y apetecible toca? Si lo que deseo, lo que pienso que me haría feliz, se gasta pronto en el tiempo; si lo que consigo debe ser destruido (mientras que permanece el deseo de seguir deseando), tal vez eso signifique que aquello no era lo que en realidad andaba buscando, aunque lo pareciera. Entonces aparece la pregunta clave: “si esto es así, ¿qué queremos encontrar, qué buscamos en realidad cuando deseamos algo?




4.2 El objeto del deseo: realidad y símbolo

La respuesta a esa pregunta parece apuntar al doble valor del objeto deseado: como realidad en sí, y a la vez como símbolo de algo que está más allá de él y hacia lo cual nos dirige. Lewis expresa la cuestión con gran agudeza: “el deseo que se despierta en nosotros cuando nos enamoramos por primera vez, o cuando por primera vez pensamos en algún país extranjero, o cuando nos interesamos en algún tema que nos entusiasma, es un deseo que ninguna boda, ningún viaje, ningún conocimiento pueden realmente satisfacer. No hablo ahora de lo que normalmente se calificaría de matrimonios, o vacaciones, o estudios fracasados. Estoy hablando de los mejores posibles. Hubo algo que percios, en esos primeros momentos de deseo, que simplemente se esfuma en la realidad. Creo que todos sabéis a qué me refiero. La esposa puede ser una buena esposa, y los hoteles y paisajes pueden haber sido excelentes, y la química puede ser una ocupación interesante, pero algo se nos ha escapado”.

“Si encuentro en mí mismo un deseo que nada de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo. Si ninguno de mis placeres terrenales lo satisface, eso no demuestra que el universo es un fraude. Probablemente los placeres terrenales nunca estuvieron destinados a satisfacerlos, sino sólo a excitarlos, a sugerir lo auténtico. Si esto es así, debo cuidarme, por un lado, de no despreciar nunca, o desagradecer, estas bendiciones terrenales, y por otro, no confundirlos con aquello otro de lo cual estos son una especie de copia, o eco, o espejismo. Debo mantener vivo en mí mismo el deseo de mi verdadero país, que no encontraré hasta después de mi muerte; jamás debo dejar que se oculte o se haga a un lado; debo hacer que el principal objetivo de mi vida sea seguir el rumbo que me lleve a ese país y ayudar a los demás a hacer lo mismo”.

Se apunta como posibilidad la sugerencia de que el hombre no sea de aquí, no sea terrenal, y esté siempre a la busca de su verdadero hogar, que sería un más allá, con otro tipo de existir. Si las prestaciones del hombre superan las que aquí puede ahora realmente conseguir, si la pista en la que ha de correr -que es su vida- se le hiciera pequeña, ¿porqué no pensar que las condiciones actuales de la vida del hombre no son las que originalmente le corresponden, aquellas para las que el hombre fue hecho? Así, esa insatisfacción estaría remitiendo a aquellas condiciones iniciales, de las que vendría a ser como un vestigio, un recuerdo existencial, una añoranza de esa condición inicial más perfecta y un deseo, incorporado al fondo mismo de su ser, de que esa condición ha de recuperarse de nuevo. Ahí queda apuntado el valor del placer -y en general de todo deseo- como una realidad que, aparte de su valor en sí, tiene sobre todo un significado de símbolo, signo y de promesa de lo futuro, de lo que espera al hombre en su verdadera vida.

La señal de tráfico que al borde de la carretera indica la proximidad de una fuente, no sacia la sed; significa que más allá, a la distancia que en ella se indica, se encuentra la fuente. La señal indica el camino, pero es un error tomar el símbolo por la realidad que significa, la señal por la fuente misma: un hombre vaciado en la búsqueda ansiosa del placer a toda costa produciría el mismo patético efecto que un sediento chupando ávidamente una señal de tráfico indicativa de “fuente”. La insatisfacción radical que vive en el hombre apunta la sugerencia -más allá de la filosofía- de que quizá esta vida que estamos viviendo, estas condiciones de vida, no sean las propias, las originales; como si esta vida no fuera aquella para la que estamos hechos y que en el fondo no hacemos sino desear en todo.

Parece, pues insinuarse la sospecha -positiva, en este caso-, que da pie a la pregunta: ¿y si todas esas cosas, esos objetos de nuestro deseo, no fueran más que signos, señales que nos conducen a algo (Alguien) que está más allá de ellos, más allá del hombre: signos indicativos de Dios? ¿Y si en fondo aquello que el hombre busca, Aquel a quien el hombre busca en todos sus afanes, a través de esos símbolos, de esos pálidos reflejos que suscitan nuestro deseo, es a Dios?

Thibon lo expone con toda lucidez: “Habría que hacer ver a los hombres la maravilla de la realidad divina que su sueño presiente y a la vez oculta. Hacerles comprender que el hambre de Dios se esconde en las cosas en apariencia más ajenas a lo divino: sus ocucotidianas, sus pasiones terrenas, su mismo materialismo, porque la materia sólo tiene valor como signo del espíritu. En realidad, todo el mundo busca a Dios, ya que todo el mundo pide a la tierra lo que ésta no puede dar; todo el mundo busca a Dios, puesto que todo el mundo busca lo imposible (...). Pero la desgracia del hombre estriba -y ahí está el nudo de esa perversión que llamamos error, pecado o idolatría- en que, engañado por las apariencias y buscando lo eterno al nivel de lo efímero, puede transformar esos valores temporales, que responden a indiscutibles necesidades, en refugios contra el infinito”.

En una interpretación más amplia, esa ambigüedad, esa doble significación de todo objeto de deseo como realidad en sí y como símbolo que apunta a una realidad ulterior y trascendente puede aplicarse al universo de las cosas creadas, puesto que el universo de lo deseable coincide con el universo de lo existente. Aparece una idea muy arraigada en toda la tradición cristiana: la Creación, el Universo entero, como manifestación y revelación (parcial) de Dios, resplandor y espejo de su gloria. Todo lo creado, en cuanto deseable -o sea, en cuanto existente- apunta hacia su Creador, nos habla de su existencia, nos lo revela de algún modo.

A su vez, la ambigüedad antes aludida entre realidad y signo, sin embargo, nos avisa que la propia Creación puede convertirse para el hombre en velo que oculta a Dios en la medida en que las realidades creadas sean vistas (deseadas) únicamente en su propia realidad y no también en su cualidad de símbolo: la mirada (el deseo) queda tan fascinada por la belleza de las cosas -belleza que es el reflejo en ellas de la Luz creadora- que olvida o evita expresamente preguntarse por la Luz que las alumbra y las saca a la existencia: “vemos las cosas porque existen- afirma San Agustín en las Confesiones-; pero existen porque Tú las miras; sin Ti no existirían”.

Así las criaturas, con su capacidad de deslumbrar y seducir el corazón del hombre, pueden convertirse en obstáculos. El hombre anda expuesto al error de tomar la sombra por el objeto, el signo por lo significado; anda expuesto a perderse entre la cosas, a ser devorado por ellas: cuando el hombre piensa poseerlas, ocurre que en realidad acaba siendo poseído por ellas. Y con su libertad encadenada resulta incapaz para alcanzar su más alta meta.

El hombre puede volcar en pasiones finitas esa sed de infinito que lo espolea (y que, aunque no sepa reconocerlo expresamente, es sed de Dios); pero esa operación se muestra indefinidamente frustrada. En esa operación el hombre puede destruirse o salvarse; se salvará si descubre y no le faltará luz para ello- que sólo Dios puede responder a ese deseo que le constituye (Clément).