I
HABLAR DEL HOMBRE EN EL SIGLO
XXI
1. La especie homo sapiens sapiens
Estamos tan acostumbrados a nosotros mismos, tan hechos a nuestro propio
vivir que apenas si nos damos cuenta de nuestra rareza. Porque el hombre
es un ser verdaderamente original, chocante. Desde el punto de vista
biológico se trata de una especie extraña, casi ridícula,
estrafalaria, biológicamente inviable. Nace muy inacabado, y el tiempo
que ha de transcurrir para valerse por sí mismo es extraordinariamente
grande comparado con el de otras especies animales; vive desprotegido,
carente de defensas físicas ante los depredadores; es poco prolífico;
su capacidad instintiva es muy reducida y sus sentidos muy poco
desarrollados frente a otras especies animales (lo cual aumenta su
indefensión). Como puro animal, pues, una especie extraordinariamente
frágil, hasta el punto de resultar sorprendente el hecho mismo de que
haya salido adelante (¡cuánto más su predominio sobre el resto de las
especies animales!). En simple zoología no se entiende su persistencia:
Mowgli, el original protagonista de El libro de la selva de Kipling, es
pura ficción literaria.
Frente al comportamiento animal, puramente zoológico, destaca la
especificidad de lo humano, su novedad cualitativa y radical. Esta
aportación de novedad hace referencia a tres aspectos fundamentales:
- Libertad (autoposesión). La libertad es manifiestamente evidente en
la acción humana. El animal tiene su vida determinada por sus
instintos. En el hombre, sin embargo, los instintos sólo condicionan su
comportamiento, pero no lo predeterminan de modo compulsivo y necesario.
Sus actos no están precontenidos ni predeterminados en las condiciones
iniciales. El hombre introduce en la naturaleza un factor de
impredecibilidad, de sorpresa, de innovación: “el único ser capaz de
proyectar, de decir no” (Scheler). La decisión libre rompe la
continuidad uniforme con todo lo que la hace posible (Alfaro).
- Autoconciencia. El hombre no sólo conoce y vive, sino que conoce que
él mismo es alguien que conoce y que vive, un ser que tiene conciencia
de su propia existencia, conciencia refleja de sí mismo: el único
capaz de decir yo. Antes que frente a la historia o frente a los demás
el hombre vive frente a sí mismo, en diálogo interior consigo mismo.
Lo extraño de ver a alguien hablando solo por la calle no está en el
diálogo en sí mismo, sino en la circunstancia de que lo haga en voz
alta. El destinatario de las preguntas que hacemos, de las
recriminaciones o de las alabanzas, con frecuencia somos nosotros
mismos. Esa especie de desdoblamiento interior, ese ir y venir de sí
mismo a sí mismo, no sólo no tiene nada de patológico sino que forma
parte de la novedad radical que representa el hombre: la conciencia
personal. El hombre no sabe vivir sin preguntarse por sí mismo, sin
interrogarse acerca de quién es, qué hace y por qué lo hace.
- Historicidad cultural. El hombre posee no sólo la capacidad de vivir
inteligente y libremente sino de retener y de transmitir lo pensado y
vivido, y de proyectarse hacia futuro. Es la única especie en la que
las generaciones no parten de cero sino de ese patrimonio
permanentemente acrecentado de experiencias y conocimientos que cada
generación ofrece a la siguiente como base sobre la que construirse.
Ese patrimonio es la cultura. El hombre nace con una deuda, por así
decir, con los que le han precedido. Nadie se la va a exigir, pero ha de
saber agradecerla: el hombre no sólo sabe decir yo; aprende que también
ha de decir nosotros. El pasado no es para él un desecho inevitable ni
simple materia del recuerdo sino la fuente de la que mana su permanente
actualidad; eso es lo que se quiere dar a entender cuando se dice que el
hombre es un ser cultural, un ser por utilizar una expresión feliz de
Ballesteros- de memoria y proyecto. El hombre inaugura un modo nuevo de
vivir, de estar en el tiempo, hasta el punto de que el tiempo de la
humanidad tiene un nombre específico: se llama historia; y también el
de cada hombre: biografía.
Estas características mencionadas influyen en todo lo que el hombre
hace, en cualquiera de sus actos. La acción humana no consiste
exclusivamente en su pura materialidad, ni es simple respuesta a una
pulsión instintiva. Hasta el mismo instinto de conservación,
referencia esencial de la compleja estrategia defensiva de toda especie
animal, puede quedar completamente modificado en la especie humana: el
hombre puede incluso renunciar libremente a su vida por un motivo más
alto, y ese acto es tenido como digno de él. Piénsese en el P. Kolbe
en Ausztwisch, entregándose a la muerte en sustitución de otro
prisionero del campo de concentración; o en los mártires; sin ir tan
lejos, piénsese en lo que nos cuenta Saint-Exupéry en Terre des hommes:
Guillaumet, el protagonista de la novela, piloto de una línea aérea en
los tiempos gloriosos del comienzo de la aviación comercial, refiere cómo
salió adelante, perdido a seis mil metros de altura en los Andes a
consecuencia de un fallo en su avión, del que salió ileso
milagrosamente. Caminó y caminó durante muchos días, extenuado y sin
alimentos ni ropa de abrigo, subiendo y bajando por aquellos montes de
hielo, hasta que -casi más muerto que vivo- lo encontró un pastor, que
lo puso a salvo. Al recordar más adelante esa experiencia, reconoce:
“entre la nieve se pierde todo instinto de conservación. Después de
dos, de tres días de marcha, lo único que se desea es dormir. También
yo lo deseaba. Pero me decía: mi mujer cree que estoy vivo, que camino.
Mis amigos piensan igualmente que sigo andando. Todos ellos confían en
mí. Seré un canalla si no lo hago...”. Y añade: “lo que yo hice,
estoy seguro, ninguna bestia sería capaz de hacerlo”.
Ahí se trata de la abnegación, del amor que es capaz de llevar al
hombre hasta más allá de lo soportable. En realidad, cualquier
actividad humana consciente podría servir como diferenciadora. Borges,
por ejemplo, alude a la emoción estética. Citando las palabras de un
antiguo epigrama griego “quisiera ser la noche para mirarte con
millares de ojos”- y un verso de Chesterton en el que se califica a la
noche de “monstruo hecho de ojos”, escribe: “ambos equiparan ojos
y estrellas, pero el primero expresa la ansiedad, la ternura y la
exaltación del enamorado; el segundo expresa el temor. ¿Qué máquina
será capaz de escribir semejantes palabras, de crearlas, de sugerir el
aliento que las pronuncia?”. O esa hermosa metáfora de Paz:
“estrellas, jardines serenísimos”.
Este tipo de ejemplos ilustran lo que podríamos llamar elementos
diferenciadores positivos. Otros nos mostrarían las evidentes
semejanzas con la naturaleza animal, la común afectación de lo
material y lo biológico. Otros, por último, que podríamos denominar
diferenciadores negativos, dan a entender que el hombre puede
convertirse en el animal más bestial adoptando comportamientos que
solemos calificar de inhumanos; pero se da la extraña paradoja la idea
es de Spaemann- de que lo inhumano, por extraño que resulte, pertenece
específicamente al hombre. Piénsese, por ejemplo, en la crueldad, ese
ensañamiento en el castigo del que los animales son incapaces, pero que
en el hombre, desgraciadamente, se da con demasiada frecuencia.
Si nos atenemos a todos esos elementos en conjunto, la variedad de
comportamientos es tan grande que justifica aquella irónica apreciación
de Pound:
Cuando observo con cuidado los curiosos hábitos de los perros
me veo obligado a concluir
que el hombre es un animal superior.
Pero cuando observo los curiosos hábitos del hombre,
le confieso, amigo mío, que me quedo perplejo.
(E. Pound)
2. El hombre según el proyecto de la Modernidad
Nunca la pregunta acerca de quién es el hombre ha sido una cuestión
puramente teórica; es eminentemente práctica. Ser significa también,
aunque no sólo, ser capaz de hacer, porque ser y hacer son conceptos
interdependientes, esencialmente correlativos. Precisamente por el hecho
de que lo que el hombre hace, omite, consigue o deja de conseguir
resulta profundamente revelador acerca de lo que el hombre es, la
Historia no es indiferente para la Antropología, y la pregunta por el
hombre en la Antigüedad clásica, con ser la misma, tiene ahora
resonancias distintas, sobre todo después de los tres últimos siglos
-y particularmente el siglo XX-, que han vivido el extraordinario
despliegue práctico de las posibilidades del hombre y provocado una
aceleración increíble del ritmo de la historia.
El estilo configurador de la cultura occidental a lo largo de los últimos
cuatro siglos el período de la Modernidad-, ha sido el denominado
“proyecto Ilustrado”. Aunque nacido con anterioridad, es en el siglo
XVIII cuando se impone. Simplificando, el proyecto ilustrado se asienta
sobre tres fundamentos:
1. Frente al anterior orden del pensamiento como búsqueda de la verdad,
la Modernidad emprende la vía práctica, y entiende el saber como búsqueda
de la utilidad, del saber cómo (know how). Ya no se trata del saber
como sabiduría, sino como saber hacer, saber construir y reconstruir.
Entender el mundo ya no es comprenderlo, sino saber cómo funciona y cómo
utilizarlo en nuestro favor. El modelo ideal del conocimiento es el que
aportan las Ciencias, hasta el punto de que la Modernidad acaba haciendo
de la racionalidad científico-positiva la única fuente de verdad. En
realidad lo correcto sería decir que sólo ellas -con su atención a lo
experimentable, mensurable y repetible- son fuente de certeza; pero
precisamente la Modernidad, desde Descartes, confunde ambos conceptos.
Esa confusión ha tenido consecuencias insospechadamente importantes,
hasta el punto de que lo científico -lo científico-positivo- terminó
por convertirse a lo largo del período de la Modernidad en el paradigma
de lo verdadero. La única verdad acabó siendo aquella que la Ciencia
proporciona; todo lo demás -el pensamiento que se resiste a aceptar la
reducción positivista- es especulación; más o menos ilustrada, más o
menos interesante, pero siempre incapaz de proporcionar los criterios de
certeza que proporciona la ciencia a sus conclusiones.
2. Una confianza absoluta en el poder de la razón como motor de la
historia, que es entendida como un proceso de mejora continua, necesaria
e ilimitada: el Progreso. La razón guiará a la humanidad, iluminándola
por medio de la instrucción, de la educación, hacia una vía de mejoría
creciente en todos los órdenes. El programa Ilustrado no es solamente
un programa científico-cultural y social, sino global, en el sentido de
que termina por ser también un intento de redención del hombre por el
hombre, un proceso de salvación que le libere de todos los males que le
afectan: un programa de mejoramiento radical del hombre mismo. El
problema de la maldad del hombre es para la Ilustración un problema de
ignorancia, de cultura: a medida que el hombre sepa más, no sólo podrá
vivir mejor, sino que será mejor, más bueno. El proyecto apunta toda
una visión decididamente optimista y positiva del futuro del hombre:
por el hecho de ser futuro, inevitablemente será mejor.
3. Se trata de un proyecto en el que Dios ha sido colocado al margen.
Esto tiene, como todo, su historia. A lo largo de los siglos XVI y XVII
va creciendo en algunos espíritus la desconfianza en la capacidad de la
Religión para seguir siendo el fundamento que dé unidad al proyecto
político-cultural que se está entonces gestando en Europa. La Reforma
luterana y las sucesivas reformas de la Reforma provocan la fragmentación
de la unidad católica y se encienden las disputas. Las guerras de
religión asolan Europa y dividen los espíritus: da la impresión de
que la idea de Dios parece ya no unir sino separar a los hombres, y se
impone la búsqueda de un nuevo suelo común sobre el que asentar el
nuevo orden social, un fundamento válido para todos con independencia
de su fe religiosa: etsi Deus non daretur (Grocio), como si Dios no
existiera.
Este como si Dios no existiera no era en principio sino un presupuesto
metodológico; los siglos XVI y XVII son siglos profundamente
cristianos, y los grandes protagonistas del proyecto Ilustrado -Galileo,
Descartes, Copérnico, Newton...- son sinceros y aun fervientes
creyentes. Es en el siglo XVIII cuando algunos, al ver que -en su opinión-
el nuevo orden parece funcionar sin Dios tan bien o incluso mejor como
el antiguo con Él, comienza a abrirse paso en ellos la idea de si esa
ausencia de Dios no podría en realidad ser algo más que una ficción
metodológica. Así, del deísmo, que consiste en pensar que Dios crea
el mundo pero después lo pone completamente en manos del hombre hasta
el punto de desentenderse en la práctica de él, se pasa a la sospecha
de Dios, y posteriormente a considerar su existencia como una hipótesis
innecesaria. Cuando Laplace presenta a Napoleón el volumen de su Système
de la Nature un tratado explicativo de los más variados fenómenos
naturales según las ideas de la mecánica de Newton-, a la pregunta del
emperador sobre el puesto que ocupa Dios en su teoría, Laplace contesta
con su célebre: “no necesito esa hipótesis”. Es cierto que no
podemos colocar a Dios como un axioma más de la física, e incluso sería
ridículo hacerlo. Dios es algo más profundo y necesario que todo eso,
el fundamento mismo de la realidad, condición de posibilidad previa a
cualquier axioma (Artigas).
3. Las antropologías reduccionistas
La Antropología en el período de la Modernidad no se libró del
influjo del método científico ni de su interés por la certeza más
que por la verdad. El resultado son las antropologías reduccionistas.
Las respuestas reduccionistas son intentos de reducir lo desconocido a
lo conocido, la totalidad del ser a lo puramente observable,
experimentable, medible, reproducible. Las Ciencias positivas nacieron
con ese presupuesto metodológico, y su extraordinario desarrollo ha
puesto orden en el mundo del conocimiento y ha propiciado una increíble
mejora en las condiciones de vida del hombre: sabemos mucho más acerca
de todo aquello sobre lo que las ciencias nos pueden enseñar. Pero
operar esa reducción de todo lo existente a sólo lo accesible al método
de esas ciencias es un desorden; y darla como una conclusión científica
sería un fraude. Esa afirmación no es la conclusión de ninguna
investigación científica, ni mucho menos un presupuesto de las
Ciencias sino, en todo caso, un presupuesto de algunos científicos y
pensadores, un a priori personal: no un punto de llegada sino de
partida. Pero eso es lo que acabó por hacer la Modernidad: establecer
el patrón de las ciencias positivas como patrón de conocimiento
universal, como vía única de acceso a la realidad; y la racionalidad
científico-positiva como única fuente de verdad.
Aplicados al estudio del hombre, los reduccionismos son explicaciones
parciales, puramente materialistas de la realidad: el hombre no es más
que... Así desde los ingenuos enunciados de Lammetrie “el hombre no
es más que una máquina”; “no hay más alma que el cerebro”-
hasta las más recientes, que consideran al hombre como un animal biológicamente
algo más sofisticado que el resto (Wilson), mediatizado esencialmente
-y no sólo influenciado- por su entorno sociocultural o económico (Marx),
o por sus pulsiones afectivas (Freud), etc.
Todas esas interpretaciones encierran una parte de verdad -porque el
hombre no tiene en principio ningún interés en mentirse a sí mismo
sobre lo esencial-, pero no la verdad completa. Dejan fuera de su
consideración justamente lo que el hombre aporta de novedad: todo
aquello que convierte a cada uno en único, irrepetible; lo que hace que
su vida y su comportamiento no sean completamente predecibles. Por
supuesto, toda ciencia positiva deja fuera de su campo de acción la
investigación acerca de sus propios presupuestos; es incompetente para
ello. Es un objetivo que cae fuera de sus posibilidades y compete a la
filosofía. Pero también es inhábil para abordar el campo de la
conciencia personal, de la interioridad más íntima del hombre, ese
algo, experimentable por cada uno preguntas que se le encienden dentro-,
pero que no resulta fácil de explicar con criterios puramente
positivistas, justamente porque estos criterios son inadecuados de
antemano para afrontar esa cuestión.
Que la racionalidad científica no pueda decir nada sobre los fenómenos
de la conciencia personal no da pie para decir que no existan o que no
debamos contar con ellos a la hora de elaborar un conocimiento fiable.
No hay ningún motivo para afirmar seriamente que el espíritu, la
libertad radical, no son más que imaginaciones, fantasías que el
hombre crea sobre sí mismo, aunque ni el espíritu ni la libertad
puedan ser estudiados como se estudian los fenómenos de las ciencias
experimentales. Éstas pueden suministrar valiosas informaciones sobre
los aspectos de la humanidad del hombre que son accesibles al método
experimental; podrán decirnos de qué y cómo estamos constituidos
desde el punto de vista material, cómo funciona nuestra biología, pero
jamás nos dirán quiénes somos. El hombre tiene un adentro inaccesible
para el método científico-positivo, que constituye precisamente su
esencia más íntima y diferencial.
Los reduccionismos dan una imagen falsa del hombre, una imagen
empobrecida. El hombre puede ser estudiado en ciertos aspectos como un
objeto -y de hecho lo hace con notable éxito, por ejemplo, la bioquímica
médica-, pero nada autoriza por eso a pensar que es un sólo un puro
objeto, una cosa, un complejo artefacto. Sería interesante estudiar la
relación de los reduccionismos antropológicos con los intentos de
manipulación del hombre, de reducirlo a la categoría de objeto de
reacciones controlables, previsibles, que abarcan desde la ingeniería
genética y la ingeniería social, hasta la publicidad masiva y
obstinada de los grandes grupos de poder político o económico. Quizá
no sea casual la simultaneidad con que se han presentado históricamente
ambos fenómenos. Nunca como en este siglo ha sido tan insistente la
pretensión de convertir al hombre en una realidad moldeable desde
fuera, predecible. A pesar de todo ello -la realidad es terca, y la
especie humana afortunadamente pródiga en recursos-, el hombre parece
haber sobrevivido afortunadamente, al menos por ahora, a todos esos
intentos.
La reducción de toda la verdad a la parte de ella que puede obtener la
racionalidad puramente científico-positiva ha entrado en crisis a la
vez que la Modernidad. El materialismo, la vieja interpretación del
mundo en clave materialista, decae. Entre otras cosas decae porque la
materia, y de ello da fe la propia Física, resulta cada vez más
impalpable, inasible, más “inmaterial”, si se puede hablar así: el
tratamiento de las partículas subatómicas, según la mecánica cuántica,
responde al de puras manifestaciones de “fluctuaciones (perturbaciones
variables) en un campo cuántico” (Bogdanov).
La biología, por su lado, nos advierte que la realidad sigue siendo
sorprendente incluso para el científico experto. La investigación
sobre el genoma humano, por ejemplo, acaba de deparar un resultado
inesperado: el ADN de la especie humana contiene tan sólo 30.000 genes,
frente a los, al menos, 100.000 previstos. Esto para el lector inexperto
puede no suponer gran cosa, pero para el experto s un dato importante
porque se trata de un número excesivamente reducido de genes,
completamente insuficiente para una explicación completa del
comportamiento con arreglo al esquema materialista del reduccionismo genético:
“un gen, una proteína” o, lo que es lo mismo, “todo no sólo en
el aspecto material, sino también en el espiritual o moral-, todo está
en los genes”. Ese reducido número de genes advierte que las cosas no
son más fáciles sino más complejas de lo que se pensaba (Gould).
Este fenómeno aparece un poco por todas partes en las explicaciones
científicas. El conocimiento de la realidad material parece abrirse
siempre hacia niveles de ulterior complejidad, hasta el punto de que el
volumen de nuestros conocimientos y la dimensión de nuestra ignorancia
crecen simultánea y paralelamente: cada vez sabemos más cosas, y cada
vez somos más conscientes de lo mucho que ignoramos todavía. Por eso
Frossard, refiriéndose a la paradoja evidente de las explicaciones
puramente materialistas, apunta: “Es curioso advertir que cuanto más
se avanza en la investigación de las cosas, más misteriosas se tornan.
Una mujer que hace labores de punto es siempre misteriosa por la
combinación de presencia y ausencia que caracteriza a esa clase de
ocupación. Pero cuando se sabe que en realidad se trata de un
conglomerado de partículas elementales asociadas en átomos,
constituidos a su vez en moléculas, dedicadas a tejer un jersey, el
misterio cobra proporciones cósmicas. Cuando las cosas quedan científicamente
aclaradas es cuando más necesidad tienen de una explicación”.
Por extraño que parezca, Einstein lo reconocía con toda lucidez: “La
experiencia más bella que tenemos los hombres es el misterio”,
experiencia que él coloca no enfrente de la Ciencia ni en oposición a
ella, sino a su lado. La Modernidad, por el contrario, parece haber
rechazado la posibilidad misma de la existencia del misterio. Al
hacerlo, quizás sin saberlo, está renunciando a lo verdaderamente
importante: no a la extensión, pero sí a la dimensión de profundidad
del horizonte del conocimiento: “podrá saber siempre más, explicar
cada vez más cosas, pero ya no comprenderá realmente nada, porque ha
cerrado las puertas al misterio” (de Lubac). A su modo, también lo
advirtió Goethe: “si no pretendiéramos saber todo con tanta
exactitud puede que conociéramos mejor las cosas”.
4. La crisis de la Modernidad
“A todo comienzo le es inherente un encanto que nos protege y nos
ayuda a vivir”, hace decir Herman Hesse a uno de los personajes de su
novela El juego de abalorios. Todo comienzo tiene en sí algo de
excitante, de prometedor. Nadie se embarca en un proyecto si piensa que
está de antemano abocado al fracaso. Los Ilustrados no fueron excepción,
y en cierta manera sus expectativas optimistas se vieron afortunadamente
confirmadas. Los beneficios que el esfuerzo de la Modernidad ha
reportado a la humanidad, particularmente en los dos últimos siglos,
han sido extraordinarios:
- La Ciencia y la Tecnología han transformado sustancialmente las
condiciones materiales de vida de buena parte de la humanidad. Hoy
vivimos mucho mejor.
- Con el descubrimiento de la subjetividad humana y el énfasis en la
libertad el hombre ha cobrado mayor conciencia de sí mismo, de su
propia dignidad y valor: mientras que “en la sociedad tradicional la
personalidad se recibía, en la sociedad moderna se la construye cada
uno” (Lyon). De aquí se deriva lo que Ballesteros llama la
“conquista fundamental de los tiempos modernos”: el reconocimiento,
en el campo del derecho, de la existencia de una esfera reservada al
individuo, en la que no cabe interferencia alguna por parte de la
autoridad o de otras personas sin consentimiento del interesado.
Esos resultados constituyen algo así como la cara brillante del
proyecto Ilustrado. Pero no tardaron en comenzar a manifestarse los
efectos perversos, la “cara oculta” y oscura del proyecto. En
resumen, se puede hacer alusión a los siguientes:
1. La aparición del proletariado. Con el derrumbamiento del Antiguo Régimen
lo que se consigue inmediatamente no es la supresión de los estamentos
sino la sustitución de las categorías que los definen. La aristocracia
de la sangre viene sustituida por la aristocracia del dinero, del
capital. Pero el pueblo llano sigue existiendo, sometido a los nuevos señores,
y bajo un nombre nuevo: el proletariado. Como consecuencia del régimen
liberal-capitalista, amplias capas de población son sometidas a una
explotación sin precedentes, condenadas a vivir en la miseria. El
bienestar ha crecido, pero no precisamente para todos. A la vista de la
nueva situación creada -que resulta no ser tan nueva-, el proyecto
Ilustrado se divide. Por una parte están los que piensan que el
proyecto necesita unos simples ajustes correctores de esas deficiencias,
y quienes piensan que ha de ser sustancialmente corregido: el
liberalismo económico por un lado, y el marxismo naciente por otro (que
enfatiza aún más el carácter redentor, salvador del hombre, del
proyecto de la Modernidad: una religión sin Dios). Esos ajustes han
servido, al menos parcialmente, pero sólo para un reducido número de
países. La enorme diferencia entre países ricos y pobres, entre la
opulencia del primer mundo y la miseria de los países subdesarrollados
es una herida sangrante en la conciencia de la Modernidad.
2. La multiplicación de la violencia. El horror ante la violencia
irracional, que estalla en el siglo XX con una eficacia y una ferocidad
desconocidas hasta entonces: las dos guerras mundiales (1914-1919 y
1939-1945) marcan el comienzo del fin del proyecto Ilustrado.
3. La barbarie del genocidio judío en los campos de exterminio nazis y
la violencia de la represión estaliniana en Rusia, que añaden un grado
todavía mayor de inhumanidad a la violencia de la guerra.
4. La ambigüedad misma del progreso científico y técnico, es decir,
la posibilidad de un uso alternativo perverso de la Tecnología, puesta
especialmente de manifiesto en el estallido de las primeras bombas atómicas
en Hiroshima y Nagasaki. Los usos benéficos del progreso no son automáticos,
no están garantizados sin más. La guerra fría, el terror a una catástrofe
nuclear, y más recientemente la severa degradación del medio ambiente
como consecuencia de una industrialización descontrolada (la naturaleza
no administrada sino explotada por el hombre), son síntomas de la lenta
agonía de un sistema que definitivamente entra en pérdida en 1989 con
la caída del muro de Berlín. Con el muro se viene también abajo el último
y definitivo intento del hombre salvarse por sí mismo, al margen de
Dios: el marxismo, la última de las utopías, el último hijo del
proyecto Ilustrado.
Estos aspectos negativos podrían considerarse sin más como simple
escoria del proceso, un subproducto aberrante e indeseado de la
Modernidad. Hanna Arendt ha mostrado sin embargo cómo el Holocausto judío
lejos de ser un producto residual indeseado de la “civilización
racional” pertenece al núcleo mismo. El nuevo orden social de la
Modernidad estaba organizado, de modo semejante al sistema productivo,
con arreglo a criterios de estricta racionalidad. Tales criterios no
eran otros que el de optimización del beneficio, al margen de cualquier
otra consideración de tipo histórico o ético. La Modernidad propicia
la división esquizofrénica del comportamiento humano en dos ámbitos
completamente separados: los asuntos públicos -en los que la actuación
ha de regirse por criterios de estricta racionalidad, es decir, de
eficacia- y los asuntos privados, que cada uno gestiona con arreglo a
criterios personales libremente elegidos (éticos, religiosos,
afectivos...). Así se entiende, por ejemplo, la figura del comandante
del campo de exterminio nazi que pasa con toda naturalidad de las cámaras
de gas (asunto público: razones de Estado) al cuarto de juego de sus
hijos, donde se comporta como un padre afectuoso (asunto privado: su
vida en familia); o el propietario capitalista que sometía a sus
obreros a unas condiciones de vida miserables (asunto público: economía)
mientras el domingo asistía piadosamente al oficio religioso (asunto
privado: religión).
Estas cuestiones hacen que el aspecto redentor del proyecto Ilustrado,
el énfasis moral en la mejoría no sólo de las condiciones de vida
sino del hombre mismo, de su propio corazón, se vea muy seriamente
cuestionado. No sólo “el sueño de la razón produce monstruos”,
como pensaban los ilustrados del Siglo de las Luces; la historia del último
siglo ha mostrado fehacientemente que también en estado de vigilia los
puede provocar.
La Modernidad había depositado su esperanza de salvación en el
Progreso (que no es sino la vertiente secular de la Providencia divina),
con la confianza en que a medida que el hombre sepa más, será también
mejor, desaparecerá ese oscuro rencor del hombre contra el hombre, sus
temores ante lo desconocido, ante su propio destino, ante la muerte; le
resultará claro y patente el sentido de su vida, se conocerá mejor...
Hoy se puede decir, sin duda, que esta esperanza se ha venido abajo, y
que el problema del mal no es cuestión simple de cultura o ignorancia.
Se tiene la impresión de que algo esencial no se tuvo en cuenta entre
los axiomas iniciales o se ha perdido en el camino. Esa búsqueda que
tanto enfatizó la Modernidad de lo que Eliott llama sistemas tan
perfectos que nadie necesitará ser bueno no era sino un imposible, un
sueño de la Razón soñando despierta:
Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos
que nadie necesitará ser bueno.
(T. S. Eliott, Los coros de la piedra)
Al poner en marcha el proceso que permitiría a la razón instrumental
ser la guía de la vida al margen de cualesquiera otras consideraciones,
la Modernidad había iniciado un cambio que tendría repercusiones
desastrosas. Si la legitimación de un proceso es puramente pragmática,
si las preguntas esenciales son ¿funciona?, ¿es eficiente?, terminan
buscándose soluciones exclusivamente gerencialistas a los dilemas
humanos (Lyon). Así, en la discusión acerca de la oportunidad de una
nueva acción, de una nueva estrategia en el orden social, político o
económico, desaparecen por completo las criterios de carácter ético.
El criterio de bondad tiende a confundirse con los de practicidad y
utilidad: si algo es técnicamente posible y resulta útil, es bueno. De
ahí proceden esos patéticos intentos de resolver problemas morales por
medio de medidas exclusivamente técnicas: el aborto, con la criminal
apariencia de simple cirugía: se elimina a la criatura engendrada, pero
aún no nacida, como si se tratara de un quiste; el afrontamiento de la
muerte, provocándola anticipadamente en una situación de anestesia
completa; el vaciamiento de la persona que provoca el ejercicio
desordenado y anárquico de la sexualidad, con medidas profilácticas,
etc.
La Historia de este siglo se ha encargado de atestiguar la falsedad de
esta idea de que el avance tecnológico fomenta automáticamente el
progreso en humanidad. Ahora estamos en mejores condiciones para
entender que la Ciencia y la Técnica, a pesar de sus resultados
brillantes en otros campos, no han dado ni pueden dar por sí solas
respuesta a las preguntas decisivas del hombre. El hombre sigue
conociendo cada vez más la Naturaleza, sabe hacer cosas cada vez más
complicadas y más útiles, ha viajado a la Luna, conoce mejor el
Universo, pero -siempre hay un pero- sus problemas esenciales no se han
resuelto: las grandes preguntas sobre sí mismo siguen esperando
respuesta. Ha llegado a la conclusión de que, en el fondo, no conoce más
que su propia superficie brillante. Cuando mira dentro de sí advierte
que allí está, intacto, el misterio de su propio ser, inabordable por
la ciencia: ¿qué significa ser hombre? ¿quién soy yo? ¿porqué
estoy aquí? Porque saber más cosas no significa necesariamente
conocerse mejor. Por eso son pertinentes las preguntas que se hace el
poeta Eliott en Los coros de la piedra:
¿Dónde está la Vida, que hemos perdido viviendo?
¿Dónde está la sabiduría, que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento, que hemos perdido en información?
(T. S. Eliott)
5. Posmodernidad: lo que la cultura nos ofrece
Muy recientemente se han publicado los resultados de una encuesta
realizada a personajes eminentes de la cultura europea acerca el juicio
que les merecía el siglo que ahora termina y lo que esperaban del que
acaba de comenzar. Quizás lo más notable de la encuesta fue comprobar
cómo las respuestas coincidían, sin apenas discrepancia, en tres
puntos.
En primer lugar, en el reconocimiento de los extraordinarios avances
científicos y técnicos del siglo que termina. La segunda coincidencia
se refería al carácter predominantemente negativo que, a pesar de esos
avances, tiene el siglo XX: “el siglo más terrible de la historia
occidental”, según algunos de los entrevistados; “el más violento
en la historia de la humanidad”, aseguraban otros; el siglo de los
totalitarismos, de los campos de concentración y de exterminio, de las
checas y los grandes genocidios, el siglo de Hitler y de Stalin, y de
las terribles matanzas de las dos guerras mundiales; un siglo
indeleblemente marcado con el signo de la muerte. El tercer punto de
coincidencia era la profunda decepción que resultaba de lo expuesto.
El balance de la Modernidad está lleno de contrastes; en él conviven
extraña y estrechamente unidos lo mejor y lo peor: “El parte de salud
de un mundo que vive como si Dios no existiera no es tranquilizador. La
inmensa mayoría de los hombres de la tierra vive en la miseria física
y padece los mil males que la acompañan; el resto vive en la
abundancia, pero con demasiada frecuencia en la miseria espiritual, que
tiene la ventaja de ser indolora y el inconveniente de ser mortal (...).
Sin embargo, el siglo no presenta un balance totalmente negativo. Se
vive mejor cuando nos dejan con vida. El derecho ha irrumpido en la
escena internacional de un modo a veces tímido y a veces aparatoso
(...). Han crecido en el mundo los valores democráticos, cuyo origen
cristiano aparece en lo que hay en ellos de mejor: ahora es un poco más
difícil que antes escarnecer abiertamente los derechos del hombre. Pero
es evidente que el respeto al derecho internacional y a los derechos
humanos se apoya, de momento, más en la potencia de unas pocas naciones
que en una conversión universal de las conciencias, que el alboroto y
el hervidero de la vida moderna dejan vacilantes ante la naturaleza del
bien y del mal y que ya no tienen límites seguros y reconocidos” (Frossard).
La situación de la cultura actual -al menos de una parte: la cultura
oficial- es de una gran desorientación, de una gran frustración
recubierta con una apariencia de banalidad, de superficialidad. El
derrumbamiento del marxismo -presentido desde hace decenios, pero
materializado en la caída del muro de Berlín en 1989- ha significado
de hecho el final de las utopías, el último intento del hombre de
salvarse a sí mismo prescindiendo de Dios.
La Modernidad ha llevado a la cultura a una especie de callejón sin
salida. El camino que llevaba tres siglos recorriendo pensando que se
dirigía a la madurez, a la felicidad, al estado definitivamente salvado
del hombre, parece no habernos conducido a ningún paraíso. La
constatación del error, por medio del horror de las dos guerras
mundiales y la decepción consiguiente, ha supuesto una conmoción tan
intensa y dolorosa para toda una generación de pensadores
particularmente en Europa-, que aún duran sus efectos. Pero para evitar
los efectos del pánico, la consigna que se debe transmitir, al parecer,
es la de “tranquilidad, y actuar como si no pasara nada”. Pero
Touraine lo ha dicho con claridad, y no es el único: “hay que
repensarlo todo”, porque quizá hayan ocurrido demasiadas cosas.
Parece, sin embargo, que antes haya que tomarse un descanso mientras se
terminan de digerir los efectos de la crisis y se diseña una nueva
estrategia de avance y, sobre todo, un nuevo hacia dónde.
Si no muerto, el proyecto global de la Modernidad está al menos muy
seriamente enfermo y cuestionado, necesitado de una profunda renovación.
La época de los grandes relatos -como en la bibliografía se denomina a
veces a la Modernidad- ha terminado. Las grandes ideas, los grandes
ideales que la Ilustración propagó y convirtió en motores de la
cultura y del progreso han mostrado su vaciedad o su incapacidad como
generadores no de progreso técnico sino de humanidad. La férrea
disciplina de las ideologías y el optimismo delirante de las utopías
han terminado en un baño de sangre, y hoy cunde la desorientación. La
cultura se encuentra convaleciente, cansada y escarmentada de sus
propios desaciertos, horrorizada del precio que ha pagado y sin fuerzas,
al menos por ahora, para intentar algo nuevo.
El panorama cultural de la Posmodernidad ofrece a la nueva generación
desencanto en dosis masivas, vaciedad que para no parecerse al
aburrimiento o para conjurar los demonios de la angustia y del
sinsentido, se presenta envuelta en una atractiva envoltura de ligereza
(light), de superficialidad, de asunto divertido (funny). Desconfianza
en las grandes ideas y atenerse exclusivamente al hoy y ahora, a lo
instantáneo, a lo imprescindible para llegar a mañana: en eso parece
consistir el proyecto; el sueño como propuesta para huir de esa
realidad que ya sólo le causa sufrimiento porque carece de sentido, la
reclusión en la pura ensoñación como única alternativa posible a la
nada. Esta es la tesis del pensamiento débil, que domina de facto la
escena cultural; poco más, en realidad, que un sencillo aprendizaje de
presuntas técnicas de supervivencia, advertencias para salir del paso
en una situación de emergencia. Se utiliza la distracción en todas sus
formas -juegos, deporte, cine, espectáculos, viajes, drogas, sexualidad
delirante, pseudorreligiones de la facilidad, etc.- para mantener el
orden social en espera de tiempos mejores.
Un papel importante en estas maniobras de distracción lo juega el
mercado, obligado al parecer por su propia mecánica (?) a convertir al
honorable ciudadano del Nuevo Régimen en el consumidor insaciable de
nuestros días. El mercado se las ingenia no sólo para satisfacer
cualquier necesidad razonable para una vida más digna, sino para
convertir cualquier capricho en una necesidad, para crear una multitud
de necesidades innecesarias. Aparece la bulimia del consumidor, la
necesidad compulsiva de comprar, de tener de todo y, hasta donde se
pueda, lo mejor de todo. Comprar ha dejado de ser una manera de
satisfacer las necesidades básicas -verdaderas necesidades- para
convertirse en una forma inevitable de ocio, que además puede
proporcionar una sensación, bien que aparente y superficial, de
plenitud.
Pero no sólo es eso. Ocurre sobre todo que el consumismo no conoce límites;
su dinámica es imparable y tiende a no respetar los ámbitos que en el
pasado eran inmunes a su efecto. Si a esto se une la desconfianza en la
razón para abrirse paso hacia la verdad objetiva más allá del mundo
fragmentario y disperso de las simples percepciones, resulta que también
las ideas, los valores y hasta la verdad misma acaban por ser
considerados artículos de consumo, y su utilización y valoración se
atiene a las reglas del mercado, a la ley de la oferta y la demanda. La
imagen, el estilo y el diseño de los productos heredan de las
tradiciones culturales la tarea de conferir significado. Es, en palabras
de Magris, la era de lo optativo: “religiones, filosofías, sistemas
de valores, concepciones políticas, se exponen en las baldas de un
supermercado, y cada uno -según sus necesidades y deseos del momento-
toma de un estante u otro las cosas que le parecen bien”. También las
ideas y los valores tiene su código de barras y su precio, y se puede
confeccionar con ellos un menú al propio gusto. Se cumple así lo que
Yeats advirtió premonitoriamente:
“las cosas se disgregan,
el centro no resiste”.
Se tiene la impresión de estar soportando las secuelas de una gran
explosión, sobreviviendo entre los escombros de una cultura que se
hubiera venido abajo, entre fragmentos de realidades culturales que
tuvieron sentido, pero que en buena parte se ha perdido. Cada cual
reconstruye a su gusto a partir de esos fragmentos; pero, al haberse
perdido el diseño original, los nuevos constructos parecen carecer de
funcionalidad la mayor parte de las veces. Este sincretismo, este gusto
por las amalgamas heterogéneas es característico de momentos de crisis
cultural y una defensa también frente al desbarajuste de un mundo que
ha perdido consistencia, unidad y sentido, en el que se ha hecho difícil
distinguir lo esencial y necesario.
Ha perdido sobre todo el gusto y la afición por la verdad, y su reflejo
en la vida diaria que es la confianza. Si el mundo es en el fondo un
mercado, la última razón de todo es el interés. Toda comunicación es
publicidad, toda relación transacción, todo mensaje ejercicio de
seducción publicitaria, que ha de ser recibido con recelo, venga de
quien venga. Lo razonable es vivir precavido y no creer a nadie. Hasta
el punto de que en muchos casos no es que no se quiera creer, sino que
ni siquiera se está en condiciones de creer a quien sinceramente nos
dice la verdad. “De antemano hemos concluido que nos engañan de la mañana
a la noche, en la política, en la economía, en el arte, pero también
en el sexo y quién duda que en la relación de amor. El mundo ha ido
convirtiéndose en un espacio maquillado, cubierto por un discurso que
se superpone a su realidad como una máscara irrompible... Continuamente
las noticias llegan y se posan o rebotan allí, un instante. Ninguna
posee el peso y la duración suficientes para calar, ninguna obtiene la
imposible categoría de verdad, y cualquiera se desvanece pronto en la
superficie para dejarla de nuevo dispuesta a la ficción, bruñida para
reproducir el actual e implacable encantamiento del mundo” (Verdú).
Así se ha podido llegar a decir que la Posmodernidad pone a disposición
de esta generación no remedios curativos, sino analgésicos o anestésicos:
lo importante no sería tanto saber si uno está sano o enfermo como no
sentir dolor. Todo irá bien mientras tengamos en qué ocuparnos o con
qué divertirnos. Pero, si juzgamos por los resultados, las cosas no han
resultado tan fáciles: eliminar la sensación de hambre no significa
necesariamente estar bien alimentado. Las dietas de adelgazamiento, los
alimentos que no alimentan, sirven únicamente para los que están
excesivamente alimentados pero no para los hambrientos. Esa sensación
de hambre de lo esencial hambre de sentido- parece definir de algún
modo la situación actual de la cultura occidental.
Expresado de otra manera: la pregunta que hoy comienza a abrirse paso es
la de si esta situación provisional -de levedad, de inconsistencia, de
no tomarse nada en serio-, no estará durando ya demasiado y va siendo
hora de hacer algo. Así describe la situación Baudrillard: “ha
habido una orgía total: de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la
crítica y de la antecrítica, del crecimiento y de la crisis de
crecimiento. Hoy todo está liberado, las cartas están echadas y nos
reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿qué hacer
después de la orgía?” Una prolongación de las tendencias actuales
es imposible: “algo nuevo, revolucionario, es inevitable” (Attali).
El hombre ha descubierto que, de tejas para abajo -para adentro, sería
mejor decir-, demasiadas cosas están como estaban. Hay que volver a
hacerse las grandes preguntas, redescubrir el misterio del hombre,
aquello de que la ciencia no puede hablar pero de lo que el hombre no
puede dejar de hablar a pesar de las dificultades que entraña: el espíritu,
la profundidad del hombre, el enigma que parece habitarlo. La tarea sería,
pues, continuando con la cita de Yeats, restablecer el centro, superar
la fragmentación de la realidad reducida sólo a estímulos e imágenes:
recuperar la verdad. Y el único camino en una situación dominada por
la estrategia del mercado que tiende a hacer interesante sólo lo útil
-lo que se puede comprar, poseer-, consiste en hacer interesante lo
verdadero, en hacer entender que nada es más útil para el hombre que
la verdad.
Se está también en mejores condiciones para entender que esa exclusión
de Dios como elemento esencial en la comprensión de lo que el hombre
verdaderamente es, resulta abusiva y falsa, producto de una idea
equivocada sobre Dios o de un prejuicio contrario. En mejor disposición
también para discernir que Dios y el hombre no son realidades opuestas,
irreconciliables, de tal manera que la única elección sea: Dios o el
hombre. Lo que el fracaso de la Modernidad ha podido poner en claro es
precisamente que cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte vital,
él mismo se empequeñece, su densidad ontológica se diluye. El hombre
es inseparable de Dios: lo necesita. Dios no es el enemigo de la
libertad del hombre, de la afirmación de su dignidad personal, sino
precisamente el garante de esa libertad y de esa dignidad; y la religión
no es ninguna droga que aliene al hombre, sino más bien la medicina que
lo libera de los fantasmas de su propia locura, de su disolución en la
nada, del sinsentido y de la soledad existencial, dilatando el horizonte
de su vida hasta la eternidad inmortal.
6. El hombre, realidad enigmática
Por eso no es ocioso, sino casi inevitable, que al cabo de tantos siglos
nos planteemos de nuevo la pregunta esencial: ¿quién es el hombre?, ¿quién
soy en realidad yo? Desde siempre el hombre ha sido para el hombre lo más
próximo y conocido, y a la vez lo nunca del todo conocido. Los primeros
testimonios del homo sapiens sapiens están relacionados con dos hechos
que se dan simultáneamente: la técnica, es decir, la elaboración de
instrumentos y el culto funerario (el respeto a los muertos). Esos dos
testimonios reflejan esa doble vertiente del hombre: la conocida y la
enigmática, es decir, aquello que el hombre sabe y sobre lo que sabe
dar razones (lo que sabe hacer) y aquello que el hombre sabe pero de lo
que no sabe dar razones precisas y concluyentes. Esto último lo ve
claramente (tan claramente como que entierra a sus muertos; no se los
come ni los abandona a las fieras -lo que le resultaría más práctico
en términos de supervivencia biológica-) pero sólo confusamente sabe
explicarlo.
Todos en algún momento hemos tenido que soportar una invectiva,
generalmente lanzada por alguien que nos quería bien -habitualmente la
madre, o la novia- que nos resultaba particularmente molesta : “No hay
quien te entienda”. En general esa especie de acusación se refiere a
la impredecibilidad de nuestro comportamiento en cuestiones normales,
cotidianas, pero la raíz de la cuestión es muy profunda. Profúnditas
est homo, et cor eius abyssus, dice la Escritura: “el hombre es
profundidad; su corazón, un pozo sin fondo”. Cuando pensamos en
descubrir algo desconocido solemos pensar en la espeleología, en la
exploración de esas simas profundas y oscuras que sólo con dificultad
y bien pertrechados de material podemos abordar. Hasta hace bien poco el
paradigma de lo maravilloso por descubrir era el mar, del que se conocía
poco más que la superficie y el perfil de sus fondos; lo que las redes
de pesca solían sacar y lo que el propio mar vierte espontáneamente en
la playa eran poca cosa, indicios someros e insuficientes de la vida que
se ocultaba en su interior.
No se trata sólo del problema de averiguar si Hitler y el Padre Kolbe,
el estrangulador de Boston y la Madre Teresa de Calcuta, pertenecen a la
misma especie, ni de la sorpresa mayúscula de comprobar que la
respuesta no tiene más remedio que ser afirmativa. Se trata más bien
de comprobar que todas esas posibilidades, aparentemente
contradictorias, y otras muchas igualmente dispares, conviven -al menos
como posibilidad- dentro de cada uno.
El hombre es a la vez poderoso y frágil; capaz de conocer y dominar la
naturaleza, pero una modesta e imprevisible hemorragia cerebral termina
con su vida; capaz de lo mejor y de lo peor, de la abnegación más
absoluta y de la traición más vil; compasivo frente a la desgracia de
un próximo, y cruel con otros como ninguna bestia puede serlo, etc: una
casi-nada capaz de casi todo; Pascal ha sido quizá el autor que más
vivamente ha presentado el dilema que el hombre es para sí mismo: “¿Qué
quimera es, pues, el hombre? (Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué
sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas y
miserable gusano de tierra; depositario de la verdad y cloaca de
incertidumbres y de errores; gloria y rechazo del universo. ¿Quién
logrará desenredar esta madeja?”.
Esta cuestión del hombre como enigma recuerda a los viejos portulanos,
aquellos primitivos mapas de los continentes entonces recién
descubiertos por los audaces navegantes europeos de los siglos XV y XVI,
que recogían poco más que el perfil costero de las nuevas tierras y la
localización de los puertos, con la inmensa zona interior rotulada como
terra incognita (tierra desconocida). El problema del hombre como
realidad no del todo conocida y cuya exploración completa resulta harto
difícil, ha sido una constante del pensamiento antropológico hasta
hace muy poco, y lo vuelve a ser ahora mismo después del fracaso de
esas antropologías reduccionistas.
Ya Sócrates advertía: “el mayor de todos los misterios es el
hombre”; y San Agustín, el pensador más agudo y penetrante de los
primeros siglos, recoge en sus Confesiones: “he llegado a convertirme
en un problema para mí mismo”. En continuidad con esta tradición, no
es difícil encontrar textos actuales que recogen la extrañeza que el
hombre experimenta al considerarse a sí mismo. Heidegger insiste en
esto: “Ninguna época ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre
como la nuestra... Pero en verdad, nunca se ha sabido menos qué es el
hombre”. Y Scheler: “somos la primera época en que el hombre se ha
hecho problemático, de manera completa y sin resquicio, ya que además
de no saber lo que es, sabe que no lo sabe”.
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