I

HABLAR DEL HOMBRE EN EL SIGLO XXI

 

1. La especie homo sapiens sapiens

Estamos tan acostumbrados a nosotros mismos, tan hechos a nuestro propio vivir que apenas si nos damos cuenta de nuestra rareza. Porque el hombre es un ser verdaderamente original, chocante. Desde el punto de vista biológico se trata de una especie extraña, casi ridícula, estrafalaria, biológicamente inviable. Nace muy inacabado, y el tiempo que ha de transcurrir para valerse por sí mismo es extraordinariamente grande comparado con el de otras especies animales; vive desprotegido, carente de defensas físicas ante los depredadores; es poco prolífico; su capacidad instintiva es muy reducida y sus sentidos muy poco desarrollados frente a otras especies animales (lo cual aumenta su indefensión). Como puro animal, pues, una especie extraordinariamente frágil, hasta el punto de resultar sorprendente el hecho mismo de que haya salido adelante (¡cuánto más su predominio sobre el resto de las especies animales!). En simple zoología no se entiende su persistencia: Mowgli, el original protagonista de El libro de la selva de Kipling, es pura ficción literaria.

Frente al comportamiento animal, puramente zoológico, destaca la especificidad de lo humano, su novedad cualitativa y radical. Esta aportación de novedad hace referencia a tres aspectos fundamentales:

- Libertad (autoposesión). La libertad es manifiestamente evidente en la acción humana. El animal tiene su vida determinada por sus instintos. En el hombre, sin embargo, los instintos sólo condicionan su comportamiento, pero no lo predeterminan de modo compulsivo y necesario. Sus actos no están precontenidos ni predeterminados en las condiciones iniciales. El hombre introduce en la naturaleza un factor de impredecibilidad, de sorpresa, de innovación: “el único ser capaz de proyectar, de decir no” (Scheler). La decisión libre rompe la continuidad uniforme con todo lo que la hace posible (Alfaro).

- Autoconciencia. El hombre no sólo conoce y vive, sino que conoce que él mismo es alguien que conoce y que vive, un ser que tiene conciencia de su propia existencia, conciencia refleja de sí mismo: el único capaz de decir yo. Antes que frente a la historia o frente a los demás el hombre vive frente a sí mismo, en diálogo interior consigo mismo. Lo extraño de ver a alguien hablando solo por la calle no está en el diálogo en sí mismo, sino en la circunstancia de que lo haga en voz alta. El destinatario de las preguntas que hacemos, de las recriminaciones o de las alabanzas, con frecuencia somos nosotros mismos. Esa especie de desdoblamiento interior, ese ir y venir de sí mismo a sí mismo, no sólo no tiene nada de patológico sino que forma parte de la novedad radical que representa el hombre: la conciencia personal. El hombre no sabe vivir sin preguntarse por sí mismo, sin interrogarse acerca de quién es, qué hace y por qué lo hace.

- Historicidad cultural. El hombre posee no sólo la capacidad de vivir inteligente y libremente sino de retener y de transmitir lo pensado y vivido, y de proyectarse hacia futuro. Es la única especie en la que las generaciones no parten de cero sino de ese patrimonio permanentemente acrecentado de experiencias y conocimientos que cada generación ofrece a la siguiente como base sobre la que construirse. Ese patrimonio es la cultura. El hombre nace con una deuda, por así decir, con los que le han precedido. Nadie se la va a exigir, pero ha de saber agradecerla: el hombre no sólo sabe decir yo; aprende que también ha de decir nosotros. El pasado no es para él un desecho inevitable ni simple materia del recuerdo sino la fuente de la que mana su permanente actualidad; eso es lo que se quiere dar a entender cuando se dice que el hombre es un ser cultural, un ser por utilizar una expresión feliz de Ballesteros- de memoria y proyecto. El hombre inaugura un modo nuevo de vivir, de estar en el tiempo, hasta el punto de que el tiempo de la humanidad tiene un nombre específico: se llama historia; y también el de cada hombre: biografía.

Estas características mencionadas influyen en todo lo que el hombre hace, en cualquiera de sus actos. La acción humana no consiste exclusivamente en su pura materialidad, ni es simple respuesta a una pulsión instintiva. Hasta el mismo instinto de conservación, referencia esencial de la compleja estrategia defensiva de toda especie animal, puede quedar completamente modificado en la especie humana: el hombre puede incluso renunciar libremente a su vida por un motivo más alto, y ese acto es tenido como digno de él. Piénsese en el P. Kolbe en Ausztwisch, entregándose a la muerte en sustitución de otro prisionero del campo de concentración; o en los mártires; sin ir tan lejos, piénsese en lo que nos cuenta Saint-Exupéry en Terre des hommes: Guillaumet, el protagonista de la novela, piloto de una línea aérea en los tiempos gloriosos del comienzo de la aviación comercial, refiere cómo salió adelante, perdido a seis mil metros de altura en los Andes a consecuencia de un fallo en su avión, del que salió ileso milagrosamente. Caminó y caminó durante muchos días, extenuado y sin alimentos ni ropa de abrigo, subiendo y bajando por aquellos montes de hielo, hasta que -casi más muerto que vivo- lo encontró un pastor, que lo puso a salvo. Al recordar más adelante esa experiencia, reconoce: “entre la nieve se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, de tres días de marcha, lo único que se desea es dormir. También yo lo deseaba. Pero me decía: mi mujer cree que estoy vivo, que camino. Mis amigos piensan igualmente que sigo andando. Todos ellos confían en mí. Seré un canalla si no lo hago...”. Y añade: “lo que yo hice, estoy seguro, ninguna bestia sería capaz de hacerlo”.

Ahí se trata de la abnegación, del amor que es capaz de llevar al hombre hasta más allá de lo soportable. En realidad, cualquier actividad humana consciente podría servir como diferenciadora. Borges, por ejemplo, alude a la emoción estética. Citando las palabras de un antiguo epigrama griego “quisiera ser la noche para mirarte con millares de ojos”- y un verso de Chesterton en el que se califica a la noche de “monstruo hecho de ojos”, escribe: “ambos equiparan ojos y estrellas, pero el primero expresa la ansiedad, la ternura y la exaltación del enamorado; el segundo expresa el temor. ¿Qué máquina será capaz de escribir semejantes palabras, de crearlas, de sugerir el aliento que las pronuncia?”. O esa hermosa metáfora de Paz: “estrellas, jardines serenísimos”.

Este tipo de ejemplos ilustran lo que podríamos llamar elementos diferenciadores positivos. Otros nos mostrarían las evidentes semejanzas con la naturaleza animal, la común afectación de lo material y lo biológico. Otros, por último, que podríamos denominar diferenciadores negativos, dan a entender que el hombre puede convertirse en el animal más bestial adoptando comportamientos que solemos calificar de inhumanos; pero se da la extraña paradoja la idea es de Spaemann- de que lo inhumano, por extraño que resulte, pertenece específicamente al hombre. Piénsese, por ejemplo, en la crueldad, ese ensañamiento en el castigo del que los animales son incapaces, pero que en el hombre, desgraciadamente, se da con demasiada frecuencia.

Si nos atenemos a todos esos elementos en conjunto, la variedad de comportamientos es tan grande que justifica aquella irónica apreciación de Pound:

Cuando observo con cuidado los curiosos hábitos de los perros
me veo obligado a concluir
que el hombre es un animal superior.
Pero cuando observo los curiosos hábitos del hombre,
le confieso, amigo mío, que me quedo perplejo.
(E. Pound)



2. El hombre según el proyecto de la Modernidad

Nunca la pregunta acerca de quién es el hombre ha sido una cuestión puramente teórica; es eminentemente práctica. Ser significa también, aunque no sólo, ser capaz de hacer, porque ser y hacer son conceptos interdependientes, esencialmente correlativos. Precisamente por el hecho de que lo que el hombre hace, omite, consigue o deja de conseguir resulta profundamente revelador acerca de lo que el hombre es, la Historia no es indiferente para la Antropología, y la pregunta por el hombre en la Antigüedad clásica, con ser la misma, tiene ahora resonancias distintas, sobre todo después de los tres últimos siglos -y particularmente el siglo XX-, que han vivido el extraordinario despliegue práctico de las posibilidades del hombre y provocado una aceleración increíble del ritmo de la historia.

El estilo configurador de la cultura occidental a lo largo de los últimos cuatro siglos el período de la Modernidad-, ha sido el denominado “proyecto Ilustrado”. Aunque nacido con anterioridad, es en el siglo XVIII cuando se impone. Simplificando, el proyecto ilustrado se asienta sobre tres fundamentos:

1. Frente al anterior orden del pensamiento como búsqueda de la verdad, la Modernidad emprende la vía práctica, y entiende el saber como búsqueda de la utilidad, del saber cómo (know how). Ya no se trata del saber como sabiduría, sino como saber hacer, saber construir y reconstruir. Entender el mundo ya no es comprenderlo, sino saber cómo funciona y cómo utilizarlo en nuestro favor. El modelo ideal del conocimiento es el que aportan las Ciencias, hasta el punto de que la Modernidad acaba haciendo de la racionalidad científico-positiva la única fuente de verdad. En realidad lo correcto sería decir que sólo ellas -con su atención a lo experimentable, mensurable y repetible- son fuente de certeza; pero precisamente la Modernidad, desde Descartes, confunde ambos conceptos.

Esa confusión ha tenido consecuencias insospechadamente importantes, hasta el punto de que lo científico -lo científico-positivo- terminó por convertirse a lo largo del período de la Modernidad en el paradigma de lo verdadero. La única verdad acabó siendo aquella que la Ciencia proporciona; todo lo demás -el pensamiento que se resiste a aceptar la reducción positivista- es especulación; más o menos ilustrada, más o menos interesante, pero siempre incapaz de proporcionar los criterios de certeza que proporciona la ciencia a sus conclusiones.

2. Una confianza absoluta en el poder de la razón como motor de la historia, que es entendida como un proceso de mejora continua, necesaria e ilimitada: el Progreso. La razón guiará a la humanidad, iluminándola por medio de la instrucción, de la educación, hacia una vía de mejoría creciente en todos los órdenes. El programa Ilustrado no es solamente un programa científico-cultural y social, sino global, en el sentido de que termina por ser también un intento de redención del hombre por el hombre, un proceso de salvación que le libere de todos los males que le afectan: un programa de mejoramiento radical del hombre mismo. El problema de la maldad del hombre es para la Ilustración un problema de ignorancia, de cultura: a medida que el hombre sepa más, no sólo podrá vivir mejor, sino que será mejor, más bueno. El proyecto apunta toda una visión decididamente optimista y positiva del futuro del hombre: por el hecho de ser futuro, inevitablemente será mejor.

3. Se trata de un proyecto en el que Dios ha sido colocado al margen. Esto tiene, como todo, su historia. A lo largo de los siglos XVI y XVII va creciendo en algunos espíritus la desconfianza en la capacidad de la Religión para seguir siendo el fundamento que dé unidad al proyecto político-cultural que se está entonces gestando en Europa. La Reforma luterana y las sucesivas reformas de la Reforma provocan la fragmentación de la unidad católica y se encienden las disputas. Las guerras de religión asolan Europa y dividen los espíritus: da la impresión de que la idea de Dios parece ya no unir sino separar a los hombres, y se impone la búsqueda de un nuevo suelo común sobre el que asentar el nuevo orden social, un fundamento válido para todos con independencia de su fe religiosa: etsi Deus non daretur (Grocio), como si Dios no existiera.

Este como si Dios no existiera no era en principio sino un presupuesto metodológico; los siglos XVI y XVII son siglos profundamente cristianos, y los grandes protagonistas del proyecto Ilustrado -Galileo, Descartes, Copérnico, Newton...- son sinceros y aun fervientes creyentes. Es en el siglo XVIII cuando algunos, al ver que -en su opinión- el nuevo orden parece funcionar sin Dios tan bien o incluso mejor como el antiguo con Él, comienza a abrirse paso en ellos la idea de si esa ausencia de Dios no podría en realidad ser algo más que una ficción metodológica. Así, del deísmo, que consiste en pensar que Dios crea el mundo pero después lo pone completamente en manos del hombre hasta el punto de desentenderse en la práctica de él, se pasa a la sospecha de Dios, y posteriormente a considerar su existencia como una hipótesis innecesaria. Cuando Laplace presenta a Napoleón el volumen de su Système de la Nature un tratado explicativo de los más variados fenómenos naturales según las ideas de la mecánica de Newton-, a la pregunta del emperador sobre el puesto que ocupa Dios en su teoría, Laplace contesta con su célebre: “no necesito esa hipótesis”. Es cierto que no podemos colocar a Dios como un axioma más de la física, e incluso sería ridículo hacerlo. Dios es algo más profundo y necesario que todo eso, el fundamento mismo de la realidad, condición de posibilidad previa a cualquier axioma (Artigas).




3. Las antropologías reduccionistas

La Antropología en el período de la Modernidad no se libró del influjo del método científico ni de su interés por la certeza más que por la verdad. El resultado son las antropologías reduccionistas. Las respuestas reduccionistas son intentos de reducir lo desconocido a lo conocido, la totalidad del ser a lo puramente observable, experimentable, medible, reproducible. Las Ciencias positivas nacieron con ese presupuesto metodológico, y su extraordinario desarrollo ha puesto orden en el mundo del conocimiento y ha propiciado una increíble mejora en las condiciones de vida del hombre: sabemos mucho más acerca de todo aquello sobre lo que las ciencias nos pueden enseñar. Pero operar esa reducción de todo lo existente a sólo lo accesible al método de esas ciencias es un desorden; y darla como una conclusión científica sería un fraude. Esa afirmación no es la conclusión de ninguna investigación científica, ni mucho menos un presupuesto de las Ciencias sino, en todo caso, un presupuesto de algunos científicos y pensadores, un a priori personal: no un punto de llegada sino de partida. Pero eso es lo que acabó por hacer la Modernidad: establecer el patrón de las ciencias positivas como patrón de conocimiento universal, como vía única de acceso a la realidad; y la racionalidad científico-positiva como única fuente de verdad.

Aplicados al estudio del hombre, los reduccionismos son explicaciones parciales, puramente materialistas de la realidad: el hombre no es más que... Así desde los ingenuos enunciados de Lammetrie “el hombre no es más que una máquina”; “no hay más alma que el cerebro”- hasta las más recientes, que consideran al hombre como un animal biológicamente algo más sofisticado que el resto (Wilson), mediatizado esencialmente -y no sólo influenciado- por su entorno sociocultural o económico (Marx), o por sus pulsiones afectivas (Freud), etc.

Todas esas interpretaciones encierran una parte de verdad -porque el hombre no tiene en principio ningún interés en mentirse a sí mismo sobre lo esencial-, pero no la verdad completa. Dejan fuera de su consideración justamente lo que el hombre aporta de novedad: todo aquello que convierte a cada uno en único, irrepetible; lo que hace que su vida y su comportamiento no sean completamente predecibles. Por supuesto, toda ciencia positiva deja fuera de su campo de acción la investigación acerca de sus propios presupuestos; es incompetente para ello. Es un objetivo que cae fuera de sus posibilidades y compete a la filosofía. Pero también es inhábil para abordar el campo de la conciencia personal, de la interioridad más íntima del hombre, ese algo, experimentable por cada uno preguntas que se le encienden dentro-, pero que no resulta fácil de explicar con criterios puramente positivistas, justamente porque estos criterios son inadecuados de antemano para afrontar esa cuestión.

Que la racionalidad científica no pueda decir nada sobre los fenómenos de la conciencia personal no da pie para decir que no existan o que no debamos contar con ellos a la hora de elaborar un conocimiento fiable. No hay ningún motivo para afirmar seriamente que el espíritu, la libertad radical, no son más que imaginaciones, fantasías que el hombre crea sobre sí mismo, aunque ni el espíritu ni la libertad puedan ser estudiados como se estudian los fenómenos de las ciencias experimentales. Éstas pueden suministrar valiosas informaciones sobre los aspectos de la humanidad del hombre que son accesibles al método experimental; podrán decirnos de qué y cómo estamos constituidos desde el punto de vista material, cómo funciona nuestra biología, pero jamás nos dirán quiénes somos. El hombre tiene un adentro inaccesible para el método científico-positivo, que constituye precisamente su esencia más íntima y diferencial.

Los reduccionismos dan una imagen falsa del hombre, una imagen empobrecida. El hombre puede ser estudiado en ciertos aspectos como un objeto -y de hecho lo hace con notable éxito, por ejemplo, la bioquímica médica-, pero nada autoriza por eso a pensar que es un sólo un puro objeto, una cosa, un complejo artefacto. Sería interesante estudiar la relación de los reduccionismos antropológicos con los intentos de manipulación del hombre, de reducirlo a la categoría de objeto de reacciones controlables, previsibles, que abarcan desde la ingeniería genética y la ingeniería social, hasta la publicidad masiva y obstinada de los grandes grupos de poder político o económico. Quizá no sea casual la simultaneidad con que se han presentado históricamente ambos fenómenos. Nunca como en este siglo ha sido tan insistente la pretensión de convertir al hombre en una realidad moldeable desde fuera, predecible. A pesar de todo ello -la realidad es terca, y la especie humana afortunadamente pródiga en recursos-, el hombre parece haber sobrevivido afortunadamente, al menos por ahora, a todos esos intentos.

La reducción de toda la verdad a la parte de ella que puede obtener la racionalidad puramente científico-positiva ha entrado en crisis a la vez que la Modernidad. El materialismo, la vieja interpretación del mundo en clave materialista, decae. Entre otras cosas decae porque la materia, y de ello da fe la propia Física, resulta cada vez más impalpable, inasible, más “inmaterial”, si se puede hablar así: el tratamiento de las partículas subatómicas, según la mecánica cuántica, responde al de puras manifestaciones de “fluctuaciones (perturbaciones variables) en un campo cuántico” (Bogdanov).

La biología, por su lado, nos advierte que la realidad sigue siendo sorprendente incluso para el científico experto. La investigación sobre el genoma humano, por ejemplo, acaba de deparar un resultado inesperado: el ADN de la especie humana contiene tan sólo 30.000 genes, frente a los, al menos, 100.000 previstos. Esto para el lector inexperto puede no suponer gran cosa, pero para el experto s un dato importante porque se trata de un número excesivamente reducido de genes, completamente insuficiente para una explicación completa del comportamiento con arreglo al esquema materialista del reduccionismo genético: “un gen, una proteína” o, lo que es lo mismo, “todo no sólo en el aspecto material, sino también en el espiritual o moral-, todo está en los genes”. Ese reducido número de genes advierte que las cosas no son más fáciles sino más complejas de lo que se pensaba (Gould).

Este fenómeno aparece un poco por todas partes en las explicaciones científicas. El conocimiento de la realidad material parece abrirse siempre hacia niveles de ulterior complejidad, hasta el punto de que el volumen de nuestros conocimientos y la dimensión de nuestra ignorancia crecen simultánea y paralelamente: cada vez sabemos más cosas, y cada vez somos más conscientes de lo mucho que ignoramos todavía. Por eso Frossard, refiriéndose a la paradoja evidente de las explicaciones puramente materialistas, apunta: “Es curioso advertir que cuanto más se avanza en la investigación de las cosas, más misteriosas se tornan. Una mujer que hace labores de punto es siempre misteriosa por la combinación de presencia y ausencia que caracteriza a esa clase de ocupación. Pero cuando se sabe que en realidad se trata de un conglomerado de partículas elementales asociadas en átomos, constituidos a su vez en moléculas, dedicadas a tejer un jersey, el misterio cobra proporciones cósmicas. Cuando las cosas quedan científicamente aclaradas es cuando más necesidad tienen de una explicación”.

Por extraño que parezca, Einstein lo reconocía con toda lucidez: “La experiencia más bella que tenemos los hombres es el misterio”, experiencia que él coloca no enfrente de la Ciencia ni en oposición a ella, sino a su lado. La Modernidad, por el contrario, parece haber rechazado la posibilidad misma de la existencia del misterio. Al hacerlo, quizás sin saberlo, está renunciando a lo verdaderamente importante: no a la extensión, pero sí a la dimensión de profundidad del horizonte del conocimiento: “podrá saber siempre más, explicar cada vez más cosas, pero ya no comprenderá realmente nada, porque ha cerrado las puertas al misterio” (de Lubac). A su modo, también lo advirtió Goethe: “si no pretendiéramos saber todo con tanta exactitud puede que conociéramos mejor las cosas”.


4. La crisis de la Modernidad

“A todo comienzo le es inherente un encanto que nos protege y nos ayuda a vivir”, hace decir Herman Hesse a uno de los personajes de su novela El juego de abalorios. Todo comienzo tiene en sí algo de excitante, de prometedor. Nadie se embarca en un proyecto si piensa que está de antemano abocado al fracaso. Los Ilustrados no fueron excepción, y en cierta manera sus expectativas optimistas se vieron afortunadamente confirmadas. Los beneficios que el esfuerzo de la Modernidad ha reportado a la humanidad, particularmente en los dos últimos siglos, han sido extraordinarios:

- La Ciencia y la Tecnología han transformado sustancialmente las condiciones materiales de vida de buena parte de la humanidad. Hoy vivimos mucho mejor.

- Con el descubrimiento de la subjetividad humana y el énfasis en la libertad el hombre ha cobrado mayor conciencia de sí mismo, de su propia dignidad y valor: mientras que “en la sociedad tradicional la personalidad se recibía, en la sociedad moderna se la construye cada uno” (Lyon). De aquí se deriva lo que Ballesteros llama la “conquista fundamental de los tiempos modernos”: el reconocimiento, en el campo del derecho, de la existencia de una esfera reservada al individuo, en la que no cabe interferencia alguna por parte de la autoridad o de otras personas sin consentimiento del interesado.

Esos resultados constituyen algo así como la cara brillante del proyecto Ilustrado. Pero no tardaron en comenzar a manifestarse los efectos perversos, la “cara oculta” y oscura del proyecto. En resumen, se puede hacer alusión a los siguientes:

1. La aparición del proletariado. Con el derrumbamiento del Antiguo Régimen lo que se consigue inmediatamente no es la supresión de los estamentos sino la sustitución de las categorías que los definen. La aristocracia de la sangre viene sustituida por la aristocracia del dinero, del capital. Pero el pueblo llano sigue existiendo, sometido a los nuevos señores, y bajo un nombre nuevo: el proletariado. Como consecuencia del régimen liberal-capitalista, amplias capas de población son sometidas a una explotación sin precedentes, condenadas a vivir en la miseria. El bienestar ha crecido, pero no precisamente para todos. A la vista de la nueva situación creada -que resulta no ser tan nueva-, el proyecto Ilustrado se divide. Por una parte están los que piensan que el proyecto necesita unos simples ajustes correctores de esas deficiencias, y quienes piensan que ha de ser sustancialmente corregido: el liberalismo económico por un lado, y el marxismo naciente por otro (que enfatiza aún más el carácter redentor, salvador del hombre, del proyecto de la Modernidad: una religión sin Dios). Esos ajustes han servido, al menos parcialmente, pero sólo para un reducido número de países. La enorme diferencia entre países ricos y pobres, entre la opulencia del primer mundo y la miseria de los países subdesarrollados es una herida sangrante en la conciencia de la Modernidad.

2. La multiplicación de la violencia. El horror ante la violencia irracional, que estalla en el siglo XX con una eficacia y una ferocidad desconocidas hasta entonces: las dos guerras mundiales (1914-1919 y 1939-1945) marcan el comienzo del fin del proyecto Ilustrado.

3. La barbarie del genocidio judío en los campos de exterminio nazis y la violencia de la represión estaliniana en Rusia, que añaden un grado todavía mayor de inhumanidad a la violencia de la guerra.

4. La ambigüedad misma del progreso científico y técnico, es decir, la posibilidad de un uso alternativo perverso de la Tecnología, puesta especialmente de manifiesto en el estallido de las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Los usos benéficos del progreso no son automáticos, no están garantizados sin más. La guerra fría, el terror a una catástrofe nuclear, y más recientemente la severa degradación del medio ambiente como consecuencia de una industrialización descontrolada (la naturaleza no administrada sino explotada por el hombre), son síntomas de la lenta agonía de un sistema que definitivamente entra en pérdida en 1989 con la caída del muro de Berlín. Con el muro se viene también abajo el último y definitivo intento del hombre salvarse por sí mismo, al margen de Dios: el marxismo, la última de las utopías, el último hijo del proyecto Ilustrado.

Estos aspectos negativos podrían considerarse sin más como simple escoria del proceso, un subproducto aberrante e indeseado de la Modernidad. Hanna Arendt ha mostrado sin embargo cómo el Holocausto judío lejos de ser un producto residual indeseado de la “civilización racional” pertenece al núcleo mismo. El nuevo orden social de la Modernidad estaba organizado, de modo semejante al sistema productivo, con arreglo a criterios de estricta racionalidad. Tales criterios no eran otros que el de optimización del beneficio, al margen de cualquier otra consideración de tipo histórico o ético. La Modernidad propicia la división esquizofrénica del comportamiento humano en dos ámbitos completamente separados: los asuntos públicos -en los que la actuación ha de regirse por criterios de estricta racionalidad, es decir, de eficacia- y los asuntos privados, que cada uno gestiona con arreglo a criterios personales libremente elegidos (éticos, religiosos, afectivos...). Así se entiende, por ejemplo, la figura del comandante del campo de exterminio nazi que pasa con toda naturalidad de las cámaras de gas (asunto público: razones de Estado) al cuarto de juego de sus hijos, donde se comporta como un padre afectuoso (asunto privado: su vida en familia); o el propietario capitalista que sometía a sus obreros a unas condiciones de vida miserables (asunto público: economía) mientras el domingo asistía piadosamente al oficio religioso (asunto privado: religión).

Estas cuestiones hacen que el aspecto redentor del proyecto Ilustrado, el énfasis moral en la mejoría no sólo de las condiciones de vida sino del hombre mismo, de su propio corazón, se vea muy seriamente cuestionado. No sólo “el sueño de la razón produce monstruos”, como pensaban los ilustrados del Siglo de las Luces; la historia del último siglo ha mostrado fehacientemente que también en estado de vigilia los puede provocar.

La Modernidad había depositado su esperanza de salvación en el Progreso (que no es sino la vertiente secular de la Providencia divina), con la confianza en que a medida que el hombre sepa más, será también mejor, desaparecerá ese oscuro rencor del hombre contra el hombre, sus temores ante lo desconocido, ante su propio destino, ante la muerte; le resultará claro y patente el sentido de su vida, se conocerá mejor... Hoy se puede decir, sin duda, que esta esperanza se ha venido abajo, y que el problema del mal no es cuestión simple de cultura o ignorancia. Se tiene la impresión de que algo esencial no se tuvo en cuenta entre los axiomas iniciales o se ha perdido en el camino. Esa búsqueda que tanto enfatizó la Modernidad de lo que Eliott llama sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno no era sino un imposible, un sueño de la Razón soñando despierta:

Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos
que nadie necesitará ser bueno.
(T. S. Eliott, Los coros de la piedra)

Al poner en marcha el proceso que permitiría a la razón instrumental ser la guía de la vida al margen de cualesquiera otras consideraciones, la Modernidad había iniciado un cambio que tendría repercusiones desastrosas. Si la legitimación de un proceso es puramente pragmática, si las preguntas esenciales son ¿funciona?, ¿es eficiente?, terminan buscándose soluciones exclusivamente gerencialistas a los dilemas humanos (Lyon). Así, en la discusión acerca de la oportunidad de una nueva acción, de una nueva estrategia en el orden social, político o económico, desaparecen por completo las criterios de carácter ético. El criterio de bondad tiende a confundirse con los de practicidad y utilidad: si algo es técnicamente posible y resulta útil, es bueno. De ahí proceden esos patéticos intentos de resolver problemas morales por medio de medidas exclusivamente técnicas: el aborto, con la criminal apariencia de simple cirugía: se elimina a la criatura engendrada, pero aún no nacida, como si se tratara de un quiste; el afrontamiento de la muerte, provocándola anticipadamente en una situación de anestesia completa; el vaciamiento de la persona que provoca el ejercicio desordenado y anárquico de la sexualidad, con medidas profilácticas, etc.

La Historia de este siglo se ha encargado de atestiguar la falsedad de esta idea de que el avance tecnológico fomenta automáticamente el progreso en humanidad. Ahora estamos en mejores condiciones para entender que la Ciencia y la Técnica, a pesar de sus resultados brillantes en otros campos, no han dado ni pueden dar por sí solas respuesta a las preguntas decisivas del hombre. El hombre sigue conociendo cada vez más la Naturaleza, sabe hacer cosas cada vez más complicadas y más útiles, ha viajado a la Luna, conoce mejor el Universo, pero -siempre hay un pero- sus problemas esenciales no se han resuelto: las grandes preguntas sobre sí mismo siguen esperando respuesta. Ha llegado a la conclusión de que, en el fondo, no conoce más que su propia superficie brillante. Cuando mira dentro de sí advierte que allí está, intacto, el misterio de su propio ser, inabordable por la ciencia: ¿qué significa ser hombre? ¿quién soy yo? ¿porqué estoy aquí? Porque saber más cosas no significa necesariamente conocerse mejor. Por eso son pertinentes las preguntas que se hace el poeta Eliott en Los coros de la piedra:

¿Dónde está la Vida, que hemos perdido viviendo?
¿Dónde está la sabiduría, que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento, que hemos perdido en información?
(T. S. Eliott)


5. Posmodernidad: lo que la cultura nos ofrece

Muy recientemente se han publicado los resultados de una encuesta realizada a personajes eminentes de la cultura europea acerca el juicio que les merecía el siglo que ahora termina y lo que esperaban del que acaba de comenzar. Quizás lo más notable de la encuesta fue comprobar cómo las respuestas coincidían, sin apenas discrepancia, en tres puntos.

En primer lugar, en el reconocimiento de los extraordinarios avances científicos y técnicos del siglo que termina. La segunda coincidencia se refería al carácter predominantemente negativo que, a pesar de esos avances, tiene el siglo XX: “el siglo más terrible de la historia occidental”, según algunos de los entrevistados; “el más violento en la historia de la humanidad”, aseguraban otros; el siglo de los totalitarismos, de los campos de concentración y de exterminio, de las checas y los grandes genocidios, el siglo de Hitler y de Stalin, y de las terribles matanzas de las dos guerras mundiales; un siglo indeleblemente marcado con el signo de la muerte. El tercer punto de coincidencia era la profunda decepción que resultaba de lo expuesto.

El balance de la Modernidad está lleno de contrastes; en él conviven extraña y estrechamente unidos lo mejor y lo peor: “El parte de salud de un mundo que vive como si Dios no existiera no es tranquilizador. La inmensa mayoría de los hombres de la tierra vive en la miseria física y padece los mil males que la acompañan; el resto vive en la abundancia, pero con demasiada frecuencia en la miseria espiritual, que tiene la ventaja de ser indolora y el inconveniente de ser mortal (...). Sin embargo, el siglo no presenta un balance totalmente negativo. Se vive mejor cuando nos dejan con vida. El derecho ha irrumpido en la escena internacional de un modo a veces tímido y a veces aparatoso (...). Han crecido en el mundo los valores democráticos, cuyo origen cristiano aparece en lo que hay en ellos de mejor: ahora es un poco más difícil que antes escarnecer abiertamente los derechos del hombre. Pero es evidente que el respeto al derecho internacional y a los derechos humanos se apoya, de momento, más en la potencia de unas pocas naciones que en una conversión universal de las conciencias, que el alboroto y el hervidero de la vida moderna dejan vacilantes ante la naturaleza del bien y del mal y que ya no tienen límites seguros y reconocidos” (Frossard).

La situación de la cultura actual -al menos de una parte: la cultura oficial- es de una gran desorientación, de una gran frustración recubierta con una apariencia de banalidad, de superficialidad. El derrumbamiento del marxismo -presentido desde hace decenios, pero materializado en la caída del muro de Berlín en 1989- ha significado de hecho el final de las utopías, el último intento del hombre de salvarse a sí mismo prescindiendo de Dios.

La Modernidad ha llevado a la cultura a una especie de callejón sin salida. El camino que llevaba tres siglos recorriendo pensando que se dirigía a la madurez, a la felicidad, al estado definitivamente salvado del hombre, parece no habernos conducido a ningún paraíso. La constatación del error, por medio del horror de las dos guerras mundiales y la decepción consiguiente, ha supuesto una conmoción tan intensa y dolorosa para toda una generación de pensadores particularmente en Europa-, que aún duran sus efectos. Pero para evitar los efectos del pánico, la consigna que se debe transmitir, al parecer, es la de “tranquilidad, y actuar como si no pasara nada”. Pero Touraine lo ha dicho con claridad, y no es el único: “hay que repensarlo todo”, porque quizá hayan ocurrido demasiadas cosas. Parece, sin embargo, que antes haya que tomarse un descanso mientras se terminan de digerir los efectos de la crisis y se diseña una nueva estrategia de avance y, sobre todo, un nuevo hacia dónde.

Si no muerto, el proyecto global de la Modernidad está al menos muy seriamente enfermo y cuestionado, necesitado de una profunda renovación. La época de los grandes relatos -como en la bibliografía se denomina a veces a la Modernidad- ha terminado. Las grandes ideas, los grandes ideales que la Ilustración propagó y convirtió en motores de la cultura y del progreso han mostrado su vaciedad o su incapacidad como generadores no de progreso técnico sino de humanidad. La férrea disciplina de las ideologías y el optimismo delirante de las utopías han terminado en un baño de sangre, y hoy cunde la desorientación. La cultura se encuentra convaleciente, cansada y escarmentada de sus propios desaciertos, horrorizada del precio que ha pagado y sin fuerzas, al menos por ahora, para intentar algo nuevo.

El panorama cultural de la Posmodernidad ofrece a la nueva generación desencanto en dosis masivas, vaciedad que para no parecerse al aburrimiento o para conjurar los demonios de la angustia y del sinsentido, se presenta envuelta en una atractiva envoltura de ligereza (light), de superficialidad, de asunto divertido (funny). Desconfianza en las grandes ideas y atenerse exclusivamente al hoy y ahora, a lo instantáneo, a lo imprescindible para llegar a mañana: en eso parece consistir el proyecto; el sueño como propuesta para huir de esa realidad que ya sólo le causa sufrimiento porque carece de sentido, la reclusión en la pura ensoñación como única alternativa posible a la nada. Esta es la tesis del pensamiento débil, que domina de facto la escena cultural; poco más, en realidad, que un sencillo aprendizaje de presuntas técnicas de supervivencia, advertencias para salir del paso en una situación de emergencia. Se utiliza la distracción en todas sus formas -juegos, deporte, cine, espectáculos, viajes, drogas, sexualidad delirante, pseudorreligiones de la facilidad, etc.- para mantener el orden social en espera de tiempos mejores.

Un papel importante en estas maniobras de distracción lo juega el mercado, obligado al parecer por su propia mecánica (?) a convertir al honorable ciudadano del Nuevo Régimen en el consumidor insaciable de nuestros días. El mercado se las ingenia no sólo para satisfacer cualquier necesidad razonable para una vida más digna, sino para convertir cualquier capricho en una necesidad, para crear una multitud de necesidades innecesarias. Aparece la bulimia del consumidor, la necesidad compulsiva de comprar, de tener de todo y, hasta donde se pueda, lo mejor de todo. Comprar ha dejado de ser una manera de satisfacer las necesidades básicas -verdaderas necesidades- para convertirse en una forma inevitable de ocio, que además puede proporcionar una sensación, bien que aparente y superficial, de plenitud.

Pero no sólo es eso. Ocurre sobre todo que el consumismo no conoce límites; su dinámica es imparable y tiende a no respetar los ámbitos que en el pasado eran inmunes a su efecto. Si a esto se une la desconfianza en la razón para abrirse paso hacia la verdad objetiva más allá del mundo fragmentario y disperso de las simples percepciones, resulta que también las ideas, los valores y hasta la verdad misma acaban por ser considerados artículos de consumo, y su utilización y valoración se atiene a las reglas del mercado, a la ley de la oferta y la demanda. La imagen, el estilo y el diseño de los productos heredan de las tradiciones culturales la tarea de conferir significado. Es, en palabras de Magris, la era de lo optativo: “religiones, filosofías, sistemas de valores, concepciones políticas, se exponen en las baldas de un supermercado, y cada uno -según sus necesidades y deseos del momento- toma de un estante u otro las cosas que le parecen bien”. También las ideas y los valores tiene su código de barras y su precio, y se puede confeccionar con ellos un menú al propio gusto. Se cumple así lo que Yeats advirtió premonitoriamente:

“las cosas se disgregan,
el centro no resiste”.

Se tiene la impresión de estar soportando las secuelas de una gran explosión, sobreviviendo entre los escombros de una cultura que se hubiera venido abajo, entre fragmentos de realidades culturales que tuvieron sentido, pero que en buena parte se ha perdido. Cada cual reconstruye a su gusto a partir de esos fragmentos; pero, al haberse perdido el diseño original, los nuevos constructos parecen carecer de funcionalidad la mayor parte de las veces. Este sincretismo, este gusto por las amalgamas heterogéneas es característico de momentos de crisis cultural y una defensa también frente al desbarajuste de un mundo que ha perdido consistencia, unidad y sentido, en el que se ha hecho difícil distinguir lo esencial y necesario.

Ha perdido sobre todo el gusto y la afición por la verdad, y su reflejo en la vida diaria que es la confianza. Si el mundo es en el fondo un mercado, la última razón de todo es el interés. Toda comunicación es publicidad, toda relación transacción, todo mensaje ejercicio de seducción publicitaria, que ha de ser recibido con recelo, venga de quien venga. Lo razonable es vivir precavido y no creer a nadie. Hasta el punto de que en muchos casos no es que no se quiera creer, sino que ni siquiera se está en condiciones de creer a quien sinceramente nos dice la verdad. “De antemano hemos concluido que nos engañan de la mañana a la noche, en la política, en la economía, en el arte, pero también en el sexo y quién duda que en la relación de amor. El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio maquillado, cubierto por un discurso que se superpone a su realidad como una máscara irrompible... Continuamente las noticias llegan y se posan o rebotan allí, un instante. Ninguna posee el peso y la duración suficientes para calar, ninguna obtiene la imposible categoría de verdad, y cualquiera se desvanece pronto en la superficie para dejarla de nuevo dispuesta a la ficción, bruñida para reproducir el actual e implacable encantamiento del mundo” (Verdú).

Así se ha podido llegar a decir que la Posmodernidad pone a disposición de esta generación no remedios curativos, sino analgésicos o anestésicos: lo importante no sería tanto saber si uno está sano o enfermo como no sentir dolor. Todo irá bien mientras tengamos en qué ocuparnos o con qué divertirnos. Pero, si juzgamos por los resultados, las cosas no han resultado tan fáciles: eliminar la sensación de hambre no significa necesariamente estar bien alimentado. Las dietas de adelgazamiento, los alimentos que no alimentan, sirven únicamente para los que están excesivamente alimentados pero no para los hambrientos. Esa sensación de hambre de lo esencial hambre de sentido- parece definir de algún modo la situación actual de la cultura occidental.

Expresado de otra manera: la pregunta que hoy comienza a abrirse paso es la de si esta situación provisional -de levedad, de inconsistencia, de no tomarse nada en serio-, no estará durando ya demasiado y va siendo hora de hacer algo. Así describe la situación Baudrillard: “ha habido una orgía total: de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la crítica y de la antecrítica, del crecimiento y de la crisis de crecimiento. Hoy todo está liberado, las cartas están echadas y nos reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿qué hacer después de la orgía?” Una prolongación de las tendencias actuales es imposible: “algo nuevo, revolucionario, es inevitable” (Attali).

El hombre ha descubierto que, de tejas para abajo -para adentro, sería mejor decir-, demasiadas cosas están como estaban. Hay que volver a hacerse las grandes preguntas, redescubrir el misterio del hombre, aquello de que la ciencia no puede hablar pero de lo que el hombre no puede dejar de hablar a pesar de las dificultades que entraña: el espíritu, la profundidad del hombre, el enigma que parece habitarlo. La tarea sería, pues, continuando con la cita de Yeats, restablecer el centro, superar la fragmentación de la realidad reducida sólo a estímulos e imágenes: recuperar la verdad. Y el único camino en una situación dominada por la estrategia del mercado que tiende a hacer interesante sólo lo útil -lo que se puede comprar, poseer-, consiste en hacer interesante lo verdadero, en hacer entender que nada es más útil para el hombre que la verdad.

Se está también en mejores condiciones para entender que esa exclusión de Dios como elemento esencial en la comprensión de lo que el hombre verdaderamente es, resulta abusiva y falsa, producto de una idea equivocada sobre Dios o de un prejuicio contrario. En mejor disposición también para discernir que Dios y el hombre no son realidades opuestas, irreconciliables, de tal manera que la única elección sea: Dios o el hombre. Lo que el fracaso de la Modernidad ha podido poner en claro es precisamente que cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte vital, él mismo se empequeñece, su densidad ontológica se diluye. El hombre es inseparable de Dios: lo necesita. Dios no es el enemigo de la libertad del hombre, de la afirmación de su dignidad personal, sino precisamente el garante de esa libertad y de esa dignidad; y la religión no es ninguna droga que aliene al hombre, sino más bien la medicina que lo libera de los fantasmas de su propia locura, de su disolución en la nada, del sinsentido y de la soledad existencial, dilatando el horizonte de su vida hasta la eternidad inmortal.




6. El hombre, realidad enigmática

Por eso no es ocioso, sino casi inevitable, que al cabo de tantos siglos nos planteemos de nuevo la pregunta esencial: ¿quién es el hombre?, ¿quién soy en realidad yo? Desde siempre el hombre ha sido para el hombre lo más próximo y conocido, y a la vez lo nunca del todo conocido. Los primeros testimonios del homo sapiens sapiens están relacionados con dos hechos que se dan simultáneamente: la técnica, es decir, la elaboración de instrumentos y el culto funerario (el respeto a los muertos). Esos dos testimonios reflejan esa doble vertiente del hombre: la conocida y la enigmática, es decir, aquello que el hombre sabe y sobre lo que sabe dar razones (lo que sabe hacer) y aquello que el hombre sabe pero de lo que no sabe dar razones precisas y concluyentes. Esto último lo ve claramente (tan claramente como que entierra a sus muertos; no se los come ni los abandona a las fieras -lo que le resultaría más práctico en términos de supervivencia biológica-) pero sólo confusamente sabe explicarlo.

Todos en algún momento hemos tenido que soportar una invectiva, generalmente lanzada por alguien que nos quería bien -habitualmente la madre, o la novia- que nos resultaba particularmente molesta : “No hay quien te entienda”. En general esa especie de acusación se refiere a la impredecibilidad de nuestro comportamiento en cuestiones normales, cotidianas, pero la raíz de la cuestión es muy profunda. Profúnditas est homo, et cor eius abyssus, dice la Escritura: “el hombre es profundidad; su corazón, un pozo sin fondo”. Cuando pensamos en descubrir algo desconocido solemos pensar en la espeleología, en la exploración de esas simas profundas y oscuras que sólo con dificultad y bien pertrechados de material podemos abordar. Hasta hace bien poco el paradigma de lo maravilloso por descubrir era el mar, del que se conocía poco más que la superficie y el perfil de sus fondos; lo que las redes de pesca solían sacar y lo que el propio mar vierte espontáneamente en la playa eran poca cosa, indicios someros e insuficientes de la vida que se ocultaba en su interior.

No se trata sólo del problema de averiguar si Hitler y el Padre Kolbe, el estrangulador de Boston y la Madre Teresa de Calcuta, pertenecen a la misma especie, ni de la sorpresa mayúscula de comprobar que la respuesta no tiene más remedio que ser afirmativa. Se trata más bien de comprobar que todas esas posibilidades, aparentemente contradictorias, y otras muchas igualmente dispares, conviven -al menos como posibilidad- dentro de cada uno.

El hombre es a la vez poderoso y frágil; capaz de conocer y dominar la naturaleza, pero una modesta e imprevisible hemorragia cerebral termina con su vida; capaz de lo mejor y de lo peor, de la abnegación más absoluta y de la traición más vil; compasivo frente a la desgracia de un próximo, y cruel con otros como ninguna bestia puede serlo, etc: una casi-nada capaz de casi todo; Pascal ha sido quizá el autor que más vivamente ha presentado el dilema que el hombre es para sí mismo: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? (Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas y miserable gusano de tierra; depositario de la verdad y cloaca de incertidumbres y de errores; gloria y rechazo del universo. ¿Quién logrará desenredar esta madeja?”.

Esta cuestión del hombre como enigma recuerda a los viejos portulanos, aquellos primitivos mapas de los continentes entonces recién descubiertos por los audaces navegantes europeos de los siglos XV y XVI, que recogían poco más que el perfil costero de las nuevas tierras y la localización de los puertos, con la inmensa zona interior rotulada como terra incognita (tierra desconocida). El problema del hombre como realidad no del todo conocida y cuya exploración completa resulta harto difícil, ha sido una constante del pensamiento antropológico hasta hace muy poco, y lo vuelve a ser ahora mismo después del fracaso de esas antropologías reduccionistas.

Ya Sócrates advertía: “el mayor de todos los misterios es el hombre”; y San Agustín, el pensador más agudo y penetrante de los primeros siglos, recoge en sus Confesiones: “he llegado a convertirme en un problema para mí mismo”. En continuidad con esta tradición, no es difícil encontrar textos actuales que recogen la extrañeza que el hombre experimenta al considerarse a sí mismo. Heidegger insiste en esto: “Ninguna época ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra... Pero en verdad, nunca se ha sabido menos qué es el hombre”. Y Scheler: “somos la primera época en que el hombre se ha hecho problemático, de manera completa y sin resquicio, ya que además de no saber lo que es, sabe que no lo sabe”.