II PARTE

La purificación del corazón

«Todo el que mira a una mujer deseándola ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,28)

24. Cristo apela al corazón del hombre (16-IV-80/20-IV-80)

1. Como tema de nuestras futuras reflexiones quiero desarrollar la siguiente afirmación de Cristo, que forma parte del sermón de la montaña: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Parece que este pasaje tiene un significado-clave para la teología del cuerpo, igual que aquel en el que Cristo hizo referencia al «principio», y que nos ha servido de base para los análisis precedentes. Entonces hemos podido darnos cuenta de lo amplio que ha sido el contexto de una frase, más aún, de una palabra pronunciada por Cristo. Se ha tratado no sólo del contexto inmediato, surgido en el curso de la conversación con los fariseos, sino del contexto global, que no podemos penetrar sin remontarnos a los primeros capítulos del libro del Génesis (omitiendo las referencias que hay allí a los otros libros del Antiguo Testamento). Los análisis precedentes han demostrado cuán amplio es el contexto que comporta la referencia del Cristo al «principio».

La enunciación, a la que ahora nos referimos, esto es, Mt 5, 27-28, nos introducirá con seguridad, no sólo en el contexto inmediato en que aparece, sino también en su contexto más amplio, en el contexto global, por medio del cual se nos revelará gradualmente el significado clave de la teología del cuerpo. Esta enunciación constituye uno de los pasajes del sermón de la montaña, en los que Jesucristo realiza una revisión fundamental del modo de comprender y cumplir la ley moral de la Antigua Alianza. Esto se refiere, sucesivamente, a los siguientes mandamientos del Decálogo: al quinto «no matarás» (cf. Mt 5, 21-26), al sexto «no adulterarás» (cf. Mt 5, 27-32) -es significativo que al final de este pasaje aparezca también la cuestión del «libelo de repudio» (cf. Mt 5, 31-32), a la que alude ya el capítulo anterior-, y al octavo mandamiento según el texto del libro del Exodo (cf. Ex 20, 7): «no perjurarás, antes cumplirás al Señor tus juramentos» (cf. Mt 5, 33-37).

Sobre todo, son significativas las palabras que preceden a estos artículos -y a los siguientes- del sermón de la montaña, palabras con las que Jesús declara: «No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas: no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mt 5, 17). En las frases que siguen, Jesús explica el sentido de esta contraposición y la necesidad del «cumplimiento» de la ley para realizar el Reino de Dios: «El que... practicaré y enseñaré (estos mandamientos), éste será tenido por grande en el reino de los cielos» (Mt 5, 19). «Reino de los cielos» significa reino de Dios en la dimensión escatológica. El cumplimiento de la ley condiciona, de modo fundamental, este reino en la dimensión temporal de la existencia humana. Sin embargo, se trata de un cumplimiento que corresponde plenamente al sentido de la ley, del Decálogo, de cada uno de los mandamientos. Sólo este cumplimiento construye esa justicia que Dios-Legislador ha querido. Cristo-Maestro advierte que no se dé una interpretación humana de toda la ley y de cada uno de los mandamientos contenidos en ella, tal, que no construya la justicia que quiere Dios-Legislador: «Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20).

2. En este contexto aparece la enunciación de Cristo según Mt 5, 27-28, que tratamos de tomar como base para los análisis presentes, considerándola juntamente con la otra enunciación según Mt 19, 3-9 (y Mc 10), como clave de la teología del cuerpo. Esta, lo mismo que la otra, tiene carácter explícitamente normativo. Confirma el principio de la moral humana contenida en el mandamiento «no adulterarás» y, al mismo tiempo, determina una apropiada y plena comprensión de este principio, esto es, una comprensión del fundamento y a la vez de la condición para su «cumplimiento» adecuado; esto se considera precisamente a la luz de las palabras de Mt 5, 17-20, ya referidas antes, sobre las que hemos llamado la atención, hace poco. Se trata aquí, por un lado, de adherirse al significado que Dios-Legislador ha encerrado en el mandamiento «no adulterará» y, por otro, de cumplir esa justicia, por parte del hombre, que debe «sobreabundar» en el hombre mismo, esto es, debe alcanzar en él su plenitud específica. Estos son, por así decirlo, los dos aspectos del «cumplimiento» en el sentido evangélico.

3. Nos hallamos así en la plenitud del ethos, o sea, en lo que puede ser definido la forma interior, como el alma de la moral humana. Los pensadores contemporáneos (por ejemplo, Scheler) ven el en sermón de la montaña un gran cambio precisamente en el campo del ethos (1). Una moral viva, en el sentido existencial, no se forma solamente con las normas que revisten la forma de mandamientos, de preceptos y de prohibiciones, como en el caso de «no adulterarás». La moral en la que se realiza el sentido mismo del ser hombre -que es, al mismo tiempo, cumplimiento de la ley mediante la «sobreabundancia» de la justicia a través de la vitalidad subjetiva- se forma en la percepción interior de los valores, de la que nace el deber como expresión de la conciencia, como respuesta del propio «yo» personal. El ethos nos hace entrar simultáneamente en la profundidad de la norma misma y descender al interior del hombre-sujeto de la moral. El valor moral, está unido al proceso dinámico de la intimidad del hombre. Para alcanzarlo, no basta detenerse «en la superficie» de las acciones humanas, es necesario penetrar precisamente en el interior.

4. Además del mandamiento «no adulterarás», el Decálogo dice también «no desearás la mujer del... prójimo» (2). En la enunciación del sermón de la montaña, Cristo une, en cierto sentido, el uno con el otro: «El que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón». Sin embargo, no se trata tanto de distinguir el alcance de esos dos mandamientos del Decálogo, cuanto de poner de relieve la dimensión de la acción interior, a la que se refieren las palabras: «no adulterarás». Esta acción encuentra su expresión visible en el «acto del cuerpo» , acto en el que participan el hombre y la mujer contra la ley que lo permite exclusivamente en el matrimonio. La casuística de los libros del Antiguo Testamento, que tendía a investigar lo que, según criterios exteriores, constituía este «acto del cuerpo» y, al mismo tiempo, se orientaba a combatir el adulterio, abría a éste varias «escapatorias» legales (3). De este modo, basándose en múltiples compromisos «por la dureza del... corazón» (Mt 19, 8), el sentido del mandamiento, querido por el Legislador, sufría una deformación. Se apoyaba en la observancia meramente legal de la fórmula, que no «sobreabundaba» en la justicia interior de los corazones. Cristo da otra dimensión a la esencia del problema, cuando dice: «El que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón». (Según traducciones antiguas: «ya la hizo adúltera en su corazón», fórmula que parece ser más exacta) (4).

Así pues, Cristo apela al hombre interior. Lo hace muchas veces y en diversas circunstancias. En este caso, aparece particularmente explícito y elocuente, no sólo respecto a la configuración del ethos evangélico, sino también respecto al modo de ver al hombre. Por lo tanto, no es sólo la razón ética, sino también respecto al modo de ver al hombre. Por lo tanto, no es sólo la razón ética, sino también la antropológica la que nos aconseja detenernos más largamente sobre el texto de Mt 5, 27-28, que contiene las palabras que Cristo pronunció en el sermón de la montaña.

(1) «Ich kenne kein grandioseres Zeugnis für eine solche Neuerschliessung eines ganzen Wertbereiches, die das ältere Ethos relativiert, als die Bergpredigt, die auch in ihrer Form als Zeugnis solcher Neuerschilessung und Relativierung der älteren ‘Gesetzes’werte sich überall kundgibt: ‘Ich aber sage euch» (MaxScheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Halle a.d.S., Verlag M. Niemeyer, 1921. p. 316, n. 1).

(2) Cf. Ex 20, 17; Dt 5, 21.

(3) Sobre esto, cf. la continuación de las meditaciones presentes.

(4) El texto de la Vulgata ofrece una traducción fiel del original: íam moechatus est eam in corde suo. Efectivamente, el verbo griego moicheuo es transitivo. En cambio, en las modernas lenguas europeas, «adulterar» es un verbo intransitivo; de donde la versión; «ha cometido adulterio con ella». Y así;

En italiano: «...ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore» (versión a cargo de la Conferencia Episcopal Italiana, 1971; muy similar a la versión del Pontificio Instituto Bíblico, 1961, y la versión a cargo de S. Garofalo, 1966).

En francés: «...a déjà commis, dans son coeur, l’adultère avec elle» (Biblia de Jerusalén, Paris, 1973; traducción ecuménica, París, 1972; Crampon); sólo Filion traduce: «A déjà commis l‘adultère dans son coeur»;

En inglés: «...has already committed adultery with her in his heart» (versión de Douai, 1582; igualmente la Versión Standard revisada, de 1611 a 1966; R. Knox, Nueva Biblia en inglés, Biblia de Jerusalén, 1966).

En alemán: «...hat in seinem Herzen chon Ehebruch mit ihr begangen» (traducción unificada de la Sagrada Escritura, por encargo de los obispos de los países de lengua alemana, 1979).

En español: «...ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Bibl. Societ., 1966).

En portugués: «...já cometeu adulterio com ela no seu coraçao (M. Soares, Sao Paulo, 1933).

En polaco: Traducción antigua: «...juz ja scudzolozyl w sercu swoim; última traducción: «...juz sie w swoim sercu dopuscil z nia cudzolostwa» (Biblia Tysiaclecia).

25. «No cometerás adulterio» (23-IV-80/27-IV-80)

1. Recordemos las palabras del sermón de la montaña, a las que hicimos referencia en el presente ciclo de nuestras reflexiones del miércoles: «Habéis oído -dice el Señor- que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28).

El hombre, al que se refiere Jesús aquí, es precisamente el hombre «histórico», ése cuyo «principio» y «prehistoria teológica» hemos hallado en la precedente serie de análisis. Directamente, se trata del que escucha con sus propios oídos el sermón de la montaña. Pero se trata también de todo otro hombre, situado frente a ese momento de la historia, tanto en el inmenso espacio del pasado, como en el igual amplio del futuro. A este «futuro», con relación al sermón de la montaña, pertenece también nuestro presente, nuestra contemporaneidad. Este hombre es, en cierto sentido, «cada» hombre, «cada uno» de nosotros. Lo mismo el hombre del pasado, que el hombre del futuro puede ser el que conoce el mandamiento positivo «no adulterarás» como «contenido de la ley» (cf. Rom 2, 22-23), pero puede ser igualmente el que, según la Carta a los Romanos, tiene este mandamiento solamente «escrito en (su) corazón» (Rom 2, 15) (1). A la luz de las reflexiones desarrolladas precedentemente, se trata del hombre que desde su «principio» ha adquirido un sentido preciso del significado del cuerpo, ya antes de atravesar «los umbrales» de sus experiencias históricas, en el misterio mismo de la creación, dado que emerge de él «como varón y mujer» (Gén 1, 27). Se trata del hombre histórico, que al «principio» de su aventura terrena se encontró «dentro» el conocimiento del bien y del mal, al romper la Alianza con su Creador. Se trata del hombre varón que «conoció (a la mujer) su mujer» y la «conoció» varias veces, y ella «concibió y parió» (cf. Gén 4, 1-2), en conformidad con el designio del Creador, que se remontaba al estado de inocencia originaria (cf. Gén 1, 28; 2, 24).

2. En su sermón de la montaña, Cristo se dirige, especialmente con las palabras de Mt 5, 27-28, precisamente a ese hombre. Se dirige al hombre de un determinado momento de la historia y, a la vez, a todos los hombres que pertenecen a la misma historia humana. Se dirige, como ya hemos comprobado, al hombre «interior». Las palabras de Cristo tienen un explícito contenido antropológico; tocan esos significados perennes, por medio de los cuales se constituye la antropología «adecuada». Estas palabras, mediante su contenido ético, constituyen simultáneamente esta antropología, y exigen, por decirlo así, que el hombre entre en su plena imagen. El hombre que es «carne», y que como varón está en relación, a través de su cuerpo y sexo, con la mujer (efectivamente, esto indica también la expresión «no adulterarás»), debe, a la luz de estas palabras de Cristo, encontrarse en su interior, en su «corazón» (2). El «corazón» es esta dimensión de la humanidad, con la que está vinculado directamente el sentido del significado del cuerpo humano, y el orden de este sentido. Se trata aquí, tanto de ese significado que en los análisis precedentes hemos llamado «esponsalicio», como del que hemos denominado «generador». Y ¿de orden se trata?

3. Esta parte de nuestras consideraciones debe dar una respuesta precisamente a ésta pregunta, una respuesta que llega no sólo a las razones éticas, sino también a las antropológicas; efectivamente, están en relación recíproca. Por ahora, preliminarmente, es preciso establecer el significado del texto de Mt 5, 27-28, el significado de las expresiones usadas en él y su relación recíproca. El adulterio, al que se refiere directamente el citado mandamiento, significa la infracción de la unidad, mediante la cual el hombre y la mujer, solamente como esposos, pueden unirse tan estrechamente, que vengan a ser «una sola carne» (Gén 2, 24). El hombre comete adulterio, si se une de ese modo con una mujer que no es su esposa. También comete adulterio la mujer, si se une de ese modo con un hombre que no es su marido. Es necesario deducir de esto que «el adulterio en el corazón», cometido por el hombre cuando «mira a una mujer deseándola», significa un acto interior bien definido. Se trata de un deseo, en este caso, que el hombre dirige hacia una mujer que no es su esposa, para unirse con ella como si lo fuese, esto es -utilizando una vez más las palabras del Gén 2, 24-, de tal manera que «los dos sean una sola carne» Este deseo, como acto interior, se expresa por medio del sentido de la vista, es decir, con la mirada, como en el caso de David y Betsabé, para servirnos de un ejemplo tomado de la Biblia (cf. 2 Sam 11, 2) (3). La relación del deseo con el sentido de la vista ha sido puesto particularmente de relieve en las palabras de Cristo.

4. Estas palabras no dicen claramente si la mujer -objeto del deseo- es la esposa de otro, o sencillamente la mujer del hombre que la mira de ese modo. Puede ser esposa de otro, o también no casada. Más bien, es necesario intuirlo, basándonos sobre todo en la expresión que define precisamente adulterio lo que el hombre cometió «en su corazón» con la mirada. Es preciso deducir correctamente de esto que una tal mirada de deseo dirigida a la propia esposa no es adulterio «en el corazón», precisamente porque el correspondiente acto interior del hombre se refiere a la mujer que es su esposa, con la que no puede cometerse el adulterio. Si el acto conyugal como acto exterior, en el que «los dos se unen de modo que vienen a ser una sola carne», es lícito en la relación del hombre en cuestión con la mujer que es su esposa, análogamente está conforme con la ética también él acto interior en la misma relación.

5. No obstante, ese deseo que indica la expresión acerca de «todo el que mira a una mujer, deseándola», tiene una propia dimensión bíblica y teológica, que aquí no podemos menos de aclarar. Aun cuando esta dimensión no se manifiesta directamente en esta única expresión concreta de Mt 5, 27-28, sin embargo, está profundamente arraigada en el contexto global, que se refiere a la revelación del cuerpo. Debemos remontarnos a este contexto, a fin de que la apelación de Cristo «al corazón», al hombre interior, resuene en toda la plenitud de su verdad. La citada enunciación del sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27-28) tiene fundamentalmente un carácter indicativo. El que Cristo se dirija directamente al hombre como a aquel que «mira a una mujer, deseándola», no quiere decir que estas palabras, en su sentido ético, no se refieran también a la mujer. Cristo se expresa así para ilustrar con un ejemplo concreto cómo es preciso comprender «el cumplimiento de la ley», según el significado que le ha dado Dios-Legislador, y además cómo conviene entender esa «sobreabundancia de la justicia» en el hombre, que observa el sexto mandamiento del Decálogo. Al hablar de este modo, Cristo quiere que no nos detengamos en el ejemplo en sí mismo, sino que penetremos también en el pleno sentido ético y antropológico del enunciado. Si éste tiene un carácter indicativo, significa que, siguiendo sus huellas, podemos llegar a comprender la verdad general sobre el hombre «histórico», válida también para la teología del cuerpo. Las ulteriores etapas de nuestras reflexiones tendrán la finalidad de acercarnos a comprender esta verdad.

(1) De este modo el contenido de nuestras reflexiones quedaría ubicado en cierto sentido en el terreno de la «ley natural». Las palabras de la Carta a los Romanos (2, 15) citadas, han sido consideradas siempre, en la Revelación, como fuente de confirmación para la existencia de la ley natural. Así, el concepto de la ley natural adquiere también un significado teológico.

Cf., entre otros, D. Composta, Teología del diritto naturale, status quaestionis, Brescia 1972 (Ed. Civilità), págs. 7-22, 41-43; J. Fuchs, s.j., Lex naturae. Zur Theologie des Naturrechts. Düsseldorf 1955, págs. 22-30; E. Hamel, s.j., Loi naturelle et loi du Christ, Brujas-París 1964 (Desclée de Brouwer), pág. 18; A. Sacchi, «La legge naturale nella Bibbia», en: La legge naturale. Le relazioni del Convegno dei teologi moralisti dell’ Italia settentrionale (11-13 septiembre 1969), Bolonia 1970 (Ed. Dehoniana), pág. 53; F Böckle, «La ley natural y la ley cristiana», ib, págs. 214-215; A. Feuillet, «Le fondement de la morale ancienne et chrétienne d’après l’Epitre aux Romains», Revue Thomiste 78 (1970), págs. 357-356; Th. Herr, Naturrecht aus der kritischen Sicht des Neuen Testaments, Munich 1976 (Schöningh), págs. 155-164.

(2) «The typically Hebraic usage reflected in the New Testament implies an understanding of man as unity of thought, will and feeling. (...) It depicts man as a whole, viewed from his intenionality; the heart as the center of man is thought of as source of will, emotion, thoughts and affections.

This traditional Judaic conception was related by Paul to Hellenistic categories, such as «mind», «attitude», «thoughts» and «desires». Such a coordination between the Judaic and Hellenistic categories is found in Ph 1, 7; 4, 7; Rom 1, 21, 24, where «heart» is thought of as center from which these things flow (R. Jewett. Paul’s Anthoprological Terms. A Study of their Use in Conflict Settings. Leiden 1971 [Brill], pág. 448).

«Das Herz... ist die verborgene, inwendige Mitte und Wurzel des Menschen und damit seiner Welt..., der unergründiche Grund and die lebendige Kraft aller Daseinserfahrung und entscheidung» (H. Schiler, Das Menschenherz nach dem Apostel Paulus, en Lebendiges Zeugnis, 1965, pág. 123).

Cf. también F. Baumgärtel - J. Behm, «Kardia», en: Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, II, Stuttgart 1933 (Kohlhammer), págs. 609-616.

(3) Este es quizá el más conocido; pero en la Biblia se pueden encontrar otros ejemplos parecidos (cf. Gén 34, 2; Jue 14, 1; 16, 1).

26. La triple concupiscencia (30-IV-80/4-V-80)

1. Durante nuestra última reflexión hemos dicho que las palabras de Cristo en el sermón de la montaña hacen referencia directamente al «deseo» que nace inmediatamente en el corazón humano; indirectamente, en cambio, esas palabras nos orientan a comprender una verdad sobre el hombre, que es de importancia universal.

Esta verdad sobre el hombre «histórico», de importancia universal, hacia la que nos dirigen las palabras de Cristo tomadas de Mt 5, 27-28, parece que se expresa en la doctrina bíblica sobre la triple concupiscencia. Nos referimos aquí a la concisa fórmula de la primera Carta de San Juan 2, 16-17: «Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». Es obvio que para entender estas palabras, hay que tener muy en cuenta el contexto, en el que se insertan, es decir, el contexto de toda la «teología de San Juan», sobre la que se ha escrito tanto (1). Sin embargo, las mismas palabras se insertan, a la vez, en el contexto de toda la Biblia; pertenecen al conjunto de la verdad revelada sobre el hombre, y son importantes para la teología del cuerpo. No explican la concupiscencia misma en su triple forma, porque parecen presuponer que «la concupiscencia del cuerpo, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida», sean, de cualquier modo, un concepto claro y conocido. En cambio explican la génesis de la triple concupiscencia, al indicar su proveniencia, no «del Padre», sino «del mundo».

2. La concupiscencia de la carne y, junto con ella, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, está «en el mundo» y, a la vez, «viene del mundo», no como fruto del misterio de la creación, sino como fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf. Gén 2, 17) en el corazón del hombre. Lo que fructifica en la triple concupiscencia no es el «mundo» creado por Dios para el hombre, cuya «bondad» fundamental hemos leído más veces en Gén 1: «Vio Dios que era bueno... era muy bueno». En cambio, en la triple concupiscencia fructifica la ruptura de la primera Alianza con el Creador, con Dios-Elohim, con Dios-Yahvé. Esta Alianza se rompió en el corazón del hombre. Sería necesario hacer aquí un análisis cuidadoso de los acontecimientos descritos en Gén 3, 1-6. Sin embargo, nos referimos sólo en general al misterio del pecado, en los comienzos de la historia humana. Efectivamente, sólo como consecuencia del pecado, como fruto de la ruptura de la Alianza con Dios en el corazón humano -en lo íntimo del hombre-, el «mundo» del libro del Génesis se ha convertido en el «mundo» de las palabras de San Juan (1, 2, 15-16): lugar y fuente de concupiscencia.

Así, pues, la fórmula según la cual, la concupiscencia «no viene del Padre sino del mundo» parece dirigirse una vez más hacia el «principio» bíblico. La génesis de la triple concupiscencia, presentada por Juan, encuentra en este principio su primera y fundamental dilucidación, una explicación que es esencial para la teología del cuerpo. Para entender esa verdad de importancia universal sobre el hombre «histórico», contenida en las palabras de Cristo durante el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27-28), debemos volver una vez más al libro del Génesis, detenernos una vez más «en el umbral» de la revelación del hombre «histórico». Esto es tanto más necesario, en cuanto que este umbral de la historia de la salvación es, al mismo tiempo, umbral de auténticas experiencias humanas, como comprobaremos en los análisis sucesivos. Allí revivirán los mismos significados fundamentales que hemos obtenido de los análisis precedentes, como elementos constitutivos de una antropología adecuada y substrato profundo de la teología del cuerpo.

3. Puede surgir aún la pregunta de si es lícito trasladar los contenidos típicos de la teología de San Juan, que se encuentra en toda la primera Carta (especialmente en 1, 2, 15-16), al terreno del sermón de la montaña según Mateo, y precisamente de la afirmación de Cristo tomada de Mt 5, 27-28, («Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón»). Volveremos a tocar este tema más veces: a pesar de esto, hacemos referencia desde ahora al contenido bíblico general, al conjunto de la verdad sobre el hombre, revelada y expresada en ella. Precisamente, en virtud de esta verdad, tratamos de captar hasta el fondo al hombre, que indica Cristo en el texto de Mt 5, 27-28: es decir, al hombre que «mira» a la mujer «deseándola». Esta mirada, en definitiva, ¿no se explica acaso por el hecho de que el hombre es precisamente un «hombre de deseo», en el sentido de la primera Carta de San Juan, más aún, que ambos, esto es, el hombre que mira para desear a la mujer que es objeto de tal mirada, se encuentran en la dimensión de la triple concupiscencia, que «no viene del Padre, sino del mundo»? Es necesario, pues, entender lo que es ese bíblico «hombre de deseo», para descubrir la profundidad de las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28, y para explicar lo que signifique su referencia, tan importante para la teología del cuerpo, al «corazón» humano.

4. Volvamos de nuevo al relato yahvista, en el que el mismo hombre, varón y mujer, aparece al principio como hombre de inocencia originaria -antes del pecado original- y luego como aquel que ha perdido esta inocencia, quebrantando la alianza originaria con su Creador. No intentamos hacer aquí un análisis completo de la tentación y del pecado, según el mismo texto del Gén 3, 1-5, la correspondiente doctrina de la Iglesia y la teología.

Solamente conviene observar que la misma descripción bíblica parece poner en evidencia especialmente el momento clave, en que en el corazón del hombre se puso en duda el don. El hombre que toma el fruto del «árbol de la ciencia del bien y del mal» hace, al mismo tiempo, una opción fundamental y la realiza contra la voluntad del Creador, Dios Yahvé, aceptando la motivación que le sugiere el tentador: «No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal»; según traducciones antiguas: «seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (2). En esta motivación se encierra claramente la puesta en duda del don y del amor, de quien trae origen la creación como donación. Por lo que al hombre se refiere, él recibe en don «al mundo» y, a la vez, la «imagen de Dios», es decir, la humanidad misma en toda la verdad de su duplicidad masculina y femenina. Basta leer cuidadosamente todo el pasaje del Gén 3, 1-5, para determinar allí el misterio del hombre que vuelve las espaldas al «Padre» (aun cuando en el relato no encontremos este apelativo de Dios). Al poner en duda, dentro de su corazón, el significado más profundo de la donación, esto es, el amor como motivo específico de la creación y de la Alianza originaria (cf. especialmente Gén 3, 5), el hombre vuelve las espaldas al Dios-Amor, al «Padre». En cierto sentido lo rechaza de su corazón y como si lo cortase de aquello que «viene del Padre»; así, queda en él lo que «viene del mundo».

5. «Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (Gén 3, 7). Esta es la primera frase del relato yahvista que se refiere a la «situación» del hombre después del pecado y muestra el nuevo estado de la naturaleza humana. ¿Acaso no sugiere también esta frase el comienzo de la «concupiscencia» en el corazón del hombre? Para dar una respuesta más profunda a esta pregunta, no podemos quedarnos en esa primera frase, sino que es necesario volver a leer todo el texto. Sin embargo, vale la pena recordar aquí lo que se dijo en los primeros análisis sobre el tema de la vergüenza como experiencia «del límite» (10). El libro del Génesis se refiere a esta experiencia para demostrar la «línea divisoria» que existe entre el estado de inocencia originaria (cf. especialmente Gén 2, 25, al que hemos dedicado mucha atención en los análisis precedentes) y el estado de situación de pecado del hombre al «principio» mismo. Mientras el Génesis 2, 25 subraya que estaban desnudos... sin avergonzarse de ello», el Génesis 3, 6 habla explícitamente del nacimiento de la vergüenza en conexión con el pecado. Esa vergüenza es como la fuente primera del manifestarse en el hombre -en ambos, varón y mujer-, lo que «no viene del Padre, sino del mundo».

(1) Cf. p. ej.: J. Bonsirven, Epitres de Saint Jean, París 1954² (Beauchesne). págs. 113-119; E. Brooke, Critical and Exegeitcal Commentary on the Johannine Epistle (International Critical Commentary), Edimburgo 1912 (Clark), págs. 47-49; P. De Amborggi, Le Epistole Cattoliche, Turín 1947 (Marietti), págs. 216-217; C. H. Dodd, The Johannine Epistles (Moffatt New Testament Commentary), Londres 1946, págs. 41-42; J. Houlden, A Commentary on the Johannine Epistles, Londres 1973, Black), páginas 73-74; B. Prete, Letter di Giovanni, Roma 1970 (Ed. Paulinas), pág. 61; R. Schnackenburg, Die Johannesbriefe, Friburgo 1953 (Herders Theologischer Kommentar zum Neuen Testament), págs. 112-115; J. R. W. Stott, Epistles of John (Tyndale New Testamente Commentaries), Londres 19693, págs. 99-101.

Sobre el tema de la teología de Juan, cf. en particular A. Feuillet, Le mystère de l’amour divin dans la théologie johannique, París 1972 (Gabalda).

(2) El texto hebreo puede tener ambos significados, porque dice: «Sabe Elohim que el día en que comáis de él (del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal) se abrirán vuestros ojos y seréis como Elohim, conocedores del bien y del mal». El término elohim es plural de eloah («pluralis excellentiae»).

En relación a Yahvé, tiene un significado particular; pero puede indicar el plural de otros seres celestes o divinidades paganas (por ejemplo, Sal 8, 6; Ex 12, 12; Jue 10, 16; Os 31, 1 y otros).

Aludimos algunas versiones:

- Italiano: «diverreste come Dio, conoscendo il bene e il male» (Pont Inst. Biblico, 1961).

- Francés: «...vous serez comme des dieux, qui connaissent le bien et le mal» (Biblia de Jerusalén, 1973).

- Inglés: «you will be like God, knowing good and evil» (Versión Standard revisada, 1966).

- Español: «seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (S. Ausejo, Barcelona, 1964).

«Seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal» (A. Alonso-Schökel, Madrid, 1970).

(10) Cf. la audiencia general del 12 de diciembre de 1979.

27. La desnudez original y la vergüenza (14-V-80/18-V-80)

1. Hemos hablado ya de la vergüenza que brota en el corazón del primer hombre, varón y mujer, juntamente con el pecado. La primera frase del relato bíblico, a este respecto, dice así: «Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (Gén 3, 7). Este pasaje, que habla de la vergüenza recíproca del hombre y de la mujer, como síntoma de la caída (status naturæ lapsæ), se aprecia en su contexto. La vergüenza en ese momento toca el grado más profundo y parece remover los fundamentos mismos de su existencia. Oyeron a Yahvé Dios, que se paseaba por el jardín al fresco del día, y se escondieron de Yahvé Dios el hombre y su mujer, en medio de la arboleda del jardín» (Gén 3, 8). La necesidad de esconderse indica que en lo profundo de la vergüenza observada recíprocamente, como fruto inmediato del árbol de la ciencia del bien y del mal, ha madurado un sentido de miedo frente a Dios: miedo antes desconocido. «Llamó Yahvé Dios al hombre, diciendo: ¿Dónde estás? Y éste contestó: Te he oído en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 9-10). Cierto miedo pertenece siempre a la esencia misma de la vergüenza; no obstante, la vergüenza originaria revela de modo particular su carácter: «temeroso, porque estaba desnudo». Nos damos cuenta de que aquí está en juego algo más profundo que la misma vergüenza corporal, vinculado a una reciente toma de conciencia de la propia desnudez. El hombre trata de cubrir con la vergüenza de la propia desnudez el origen auténtico del miedo, señalando más bien su efecto, para no llamar por su nombre a la causa. Y entonces Dios Yahvé lo hace en su lugar: «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí comer?» (Gén 3, 11).

2. Es desconcertante la precisión de ese diálogo, es desconcertante la precisión de todo el relato. Manifiesta la superficie de las emociones del hombre al vivir los acontecimientos, de manera que descubre al mismo tiempo la profundidad. En todo esto, la «desnudez» no tiene sólo un significado literal, no se refiere solamente al cuerpo, no es origen de una vergüenza que hace referencia sólo al cuerpo. En realidad, a través de la «desnudez», se manifiesta el hombre privado de la participación del don, el hombre alienado de ese amor que había sido la fuente del don originario, fuente de la plenitud del bien destinado a la criatura. Este hombre, según las fórmulas de la enseñanza teológica de la Iglesia (1), fue privado de los dones sobrenaturales y preternaturales, que formaban parte de su «dotación» antes del pecado; además, sufrió un daño en lo que pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud originaria «de la imagen de Dios». La triple concupiscencia no corresponde a la plenitud de esa imagen, sino precisamente a los daños, a las deficiencias, a las limitaciones que aparecieron con el pecado. La concupiscencia se explica como carencia, que sin embargo hunde las raíces en la profundidad originaria del espíritu humano. Si queremos estudiar este fenómeno en sus orígenes, esto es, en el umbral de las experiencias del hombre «histórico», debemos tomar en consideración todas las palabras que Dios-Yahvé dirigió a la mujer (Gén 3, 16) y al hombre (Gén 3, 17-19), y además debemos examinar el estado de la conciencia de ambos; y el texto yahvista nos lo facilita expresamente. Ya antes hemos llamado la atención sobre el carácter específico literario del texto a este respecto.

3. ¿Qué estado de conciencia puede manifestarse en las palabras: «Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí»? ¿A qué verdad interior corresponden? ¿Qué significado del cuerpo testimonian? Ciertamente este nuevo estado difiere grandemente del originario. Las palabras del Gén 3, 10 atestiguan directamente un cambio radical del significado de la desnudez originaria. En el estado de inocencia originaria, la desnudez, como hemos observado anteriormente, no expresaba carencia, sino que representaba la plena aceptación del cuerpo en toda su verdad humana y, por lo tanto, personal. El cuerpo, como expresión de la persona, era el primer signo de la presencia del hombre en el mundo visible. En ese mundo, el hombre estaba en disposición, desde el comienzo, de distinguirse a sí mismo, cómo individuarse -esto es, confirmarse como persona- también a través del propio cuerpo. Efectivamente, él había sido, por así decirlo, marcado como factor visible de la trascendencia, en virtud de la cual el hombre, en cuanto persona, supera al mundo visible de los seres vivientes (animalia). En este sentido, el cuerpo humano era desde el principio un testigo fiel y una verificación sensible de la «soledad» originaria del hombre en el mundo, convirtiéndose, al mismo tiempo, mediante su masculinidad y feminidad, en un límpido componente de la donación recíproca en la comunión de las personas. Así, el cuerpo humano llevaba en sí, en el misterio de la creación, un indudable signo de la «imagen de Dios» y constituía también la fuente específica de la certeza de esa imagen, presente en todo el ser humano. La aceptación originaria del cuerpo era, en cierto sentido, la base de la aceptación de todo el mundo visible. Y, a su vez, era para el hombre garantía de su dominio absoluto sobre el mundo, sobre la tierra, que debería someter (cf. Gén 1, 28).

4. Las palabras «temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 10) testimonian un cambio radical de esta relación. El hombre pierde, de algún modo, la certeza originaria de la «imagen de Dios», expresada en su cuerpo. Pierde también, en cierto modo, el sentido de su derecho a participar en la percepción del mundo, de la que gozaba en el misterio de la creación. Este derecho encontraba su fundamento en lo íntimo del hombre, en el hecho de que él mismo participaba de la visión divina del mundo y de la propia humanidad; lo que le daba profunda paz y alegría al vivir la verdad y el valor del propio cuerpo, en toda su sencillez, que le había transmitido el Creador: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Las palabras del Gén 3, 10: «Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí» confirman el derrumbamiento de la aceptación originaria del cuerpo como signo de la persona en el mundo visible. A la vez, parece vacilar también la aceptación del mundo material en relación con el hombre. Las palabras de Dios-Yahvé anuncian casi la hostilidad del mundo, la resistencia de la naturaleza en relación con el hombre y con sus tareas, anuncian la fatiga que el cuerpo humano debería experimentar después en contacto con la tierra que él sometía: «Por ti será maldita la tierra: con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado» (Gén 3, 17-19). El final de esta fatiga, de esta lucha del hombre con la tierra, es la muerte: «Polvo eres, y al polvo volverás» (Gén 3, 19).

En este contexto, o más bien, en esta perspectiva, las palabras de Adán en Génesis 3, 10: «Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí», parecen expresar la conciencia de estar inerme, y el sentido de inseguridad de su estructura somática frente a los procesos de la naturaleza, que actúan con un determinismo inevitable. Quizá, en esta desconcertante enunciación se halla implícita cierta «vergüenza cósmica», en la que se manifiesta el ser creado a «imagen de Dios» y llamado a someter la tierra y a dominarla (cf. Gén 1, 28), precisamente mientras, al comienzo de sus experiencias históricas y de manera tan explícita, es sometido por la tierra, particularmente en la «parte» de su constitución trascendente representada precisamente por el cuerpo.

(1) El Magisterio de la Iglesia se ha ocupado más de cerca de estos problemas en tres períodos, de acuerdo con las necesidades de la época.

Las declaraciones de los tiempos de las controversias con los pelagianos (siglos V-VI) afirman que el primer hombre, en virtud de la gracia divina, poseía «naturalem possibilitatem et innocentiam» (DS 239), llamada también «libertad» («libertas», «libertas arbitrii»), (DS 371, 242, 383, 622). Permanecía en un estado que el Sínodo de Orange (a. 529) denomina «integritas»: «Natura humana, etiamsi in ella integritate, in qua condita est, permaneret, nullo modo se ipsam, Creatore suo non adiuvante, servaret...» (DS 389).

Los conceptos de «integritas» y, en particular, el de «libertas», presuponen la libertad de la concupiscencia, aunque los documentos eclesiásticos de esta época no la mencionen de modo explícito.

El primer hombre estaba además libre de la necesidad de muerte (DS 222, 372, 1511).

El Concilio de Trento define el estado del primer hombre, antes del pecado como «santidad y justicia» («sanctitas et iustitia», DS 1511, 1512), o también como «inocencia», («innocentia», DS 1521).

Las declaraciones ulteriores en esta materia defienden la absoluta gratuidad del don originario de la gracia, contra las afirmaciones de los jansenistas. La «integritas primae creationis» era una elevación no merecida de la naturaleza humana («indebita humanae naturae exaltatio») y no «el estado que le era debido por naturaleza» («naturalis eius conditio», DS 1926). Por lo tanto, Dios habría podido crear al hombre sin estas gracias y dones (DS 1955), esto es, no habría roto la esencia de la naturaleza humana ni la habría privado de sus privilegios fundamentales (DS 1903-1907, 1909, 1921, 1924, 1926, 1955, 2434, 2437, 2616, 2617).

En analogía con los Sínodos antipelagianos, el Concilio de Trento trata sobre todo el dogma del pecado original, incluyendo en su enseñanza los enunciados precedentes a este propósito. Pero aquí se introdujo una apreciación, que cambió en parte el contenido comprendido en el concepto de «liberum arbitrium». La «libertad» o «libertad de la voluntad» de los documentos antipelagianos, no significaba la posibilidad de opción, inherente a la naturaleza humana, por lo tanto constante, sino que se refería solamente a la posibilidad de realizar los actos meritorios, la libertad que brota de la gracia y que el hombre puede perder.

Ahora bien, a causa del pecado, Adán perdió lo que no pertenecía a la naturaleza humana entendida en el sentido estricto de la palabra, esto es, «integritas», «sanctitas», «innocentia», «iustitia». El «liberum arbitrium», la libertad de la voluntad, no se quitó, se debilitó: «...liberum arbitrium minime exstinctum... viribus licet attenuatum et inclinatum...» (DS 1521 - Trid. sess. VI, Decr, de Iustificatione, c. 1).

Junto con el pecado aparece la concupiscencia y la muerte inevitable: «...primum hominem... cum mandatun Dei... fuisset transgressus, statim sanctitatem et iustitiam, in qua constitutus fuerat, amisisse incurrisseque per offensam praevaricationis huiusmodi iram et indignationem Dei atque ideo mortem... et cum morte captivitatem sub eius potestate, qui ‘mortis’ deinde ‘habuit imperium’... ‘totumque Adam per illiam praevaricationis offensam secundum corpus et animam in deterius commutatum fuisse...’» (DS, 1511, Trid. sess. V. Decr. de pecc. orig., 1).

(Cf. Mysterium salutis, II, Einsiedeln-Zurich-Colonia, 1967, págs. 827-828: W. Seibel, «Der mensch als Gottes übernatürliches Ebenbild und der Urstand des Menschen»).

28. El cuerpo rebelde al espíritu (28-V-80/1-VI-80)

1. Estamos leyendo de nuevo los primeros capítulos del libro del Génesis, para comprender cómo -con el pecado original- el «hombre de la concupiscencia» ocupó el lugar del «hombre de la inocencia» originaria. Las palabras del Génesis 3, 10: «temeroso porque estaba desnudo, me escondí», que hemos considerado hace dos semanas, demuestran la primera experiencia de vergüenza del hombre en relación con su Creador: una vergüenza que también podría ser llamada «cósmica».

Sin embargo, esta «vergüenza cósmica» -si es posible descubrir por ella los rasgos de la situación total del hombre después del pecado original- en el texto bíblico da lugar a otra forma de vergüenza. Es la vergüenza que se produce en la humanidad misma, esto es, causada por el desorden íntimo en aquello por lo que el hombre, en el misterio de la creación, era la «imagen de Dios», tanto en su «yo» personal, como en la relación interpersonal, a través de la primordial comunión de las personas, constituida a la vez por el hombre y por la mujer. Esta vergüenza, cuya causa se encuentra en la humanidad misma, es inmanente y al mismo tiempo relativa: se manifiesta en la dimensión de la interioridad humana y a la vez se refiere al «otro». Esta es la vergüenza de la mujer «con relación» al hombre, y también del hombre «con relación» a la mujer: vergüenza recíproca, que los obliga a cubrir su propia desnudez, a ocultar su propio cuerpo, a apartar de la vista del hombre lo que constituye el signo visible de la feminidad, y de la vista de la mujer lo que constituye el signo visible de la masculinidad. En esta dirección se orientó la vergüenza de ambos después del pecado original, cuando se dieron cuenta de que «estaban desnudos», como atestigua el Génesis 3, 7. El texto yahvista parece indicar explícitamente el carácter «sexual» de esta vergüenza: «Cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores». Sin embargo, podemos preguntarnos si el aspecto «sexual» tiene sólo un carácter «relativo»; en otras palabras: si se trata de vergüenza de la propia sexualidad sólo con relación a la persona del otro sexo.

2. Aunque a la luz de esa única frase determinante del Génesis 3, 7, la respuesta a la pregunta parece mantener sobre todo el carácter relativo de la vergüenza originaria, no obstante, la reflexión sobre todo el contexto inmediato permite descubrir su fondo más inmanente. Esta vergüenza, que sin duda se manifiesta en el orden «sexual», revela una dificultad específica para hacer notar lo esencial humano del propio cuerpo: dificultad que el hombre no había experimentado en el estado de inocencia originaria. Efectivamente, así se puede entender las palabras: «Temeroso porque estaba desnudo», que ponen en evidencia las consecuencias del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal en lo íntimo del hombre. A través de estas palabras, se descubre una cierta fractura constitutiva en el interior de la persona humana, como una ruptura de la originaria unidad espiritual y somática del hombre. Este se da cuenta por vez primera que su cuerpo ha dejado de sacar la fuerza del Espíritu, que lo elevaba al nivel de la imagen de Dios. Su vergüenza originaria lleva consigo los signos de una específica humillación interpuesta por el cuerpo. En ella se esconde el germen de esa contradicción, que acompañará al hombre «histórico» en todo su camino terreno, como escribe San Pablo: «Porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 22-23).

3. Así, pues, esa vergüenza es inmanente. Contiene tal agudeza cognoscitiva que crea una inquietud de fondo en toda la existencia humana, no sólo frente a la perspectiva de la muerte, sino también frente a ésa de la que depende el valor y la dignidad mismos de la persona en su significado ético. En este sentido la vergüenza originaria del cuerpo («estaba desnudo») es ya miedo («temeroso»), y anuncia la inquietud de la conciencia vinculada con la concupiscencia. El cuerpo que no se somete al espíritu como en el estado de inocencia originaria lleva consigo un constante foco de resistencia al espíritu, y amenaza de algún modo la unidad del hombre-persona, esto es, de la naturaleza moral, que hunde sólidamente las raíces en la misma constitución de la persona. La concupiscencia del cuerpo, es una amenaza específica a la estructura de la autoposesión y del autodominio, a través de los que se forma la persona humana. Y constituye también para ella un desafío específico. En todo caso, el hombre de la concupiscencia no domina el propio cuerpo del mismo modo, con igual sencillez y «naturalidad», como lo hacía el hombre de la inocencia originaria. La estructura de la autoposesión, esencial para la persona, está alterada en él, de cierto modo, en los mismos fundamentos; se identifica de nuevo con ella en cuanto está continuamente dispuesto a conquistarla.

4. Con este desequilibrio interior está vinculada la vergüenza inmanente. Y ella tiene un carácter «sexual», porque precisamente la esfera de la sexualidad humana parece poner en evidencia particular ese desequilibrio, que brota de la concupiscencia y especialmente de la «concupiscencia del cuerpo». Desde este punto de vista, ese primer impulso, del que habla el Génesis 3, 7 («viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores») es muy elocuente; es como si el «hombre de la concupiscencia» (hombre y mujer, «en el acto del conocimiento del bien y del mal») experimentase haber cesado, sencillamente, de estar también a través del propio cuerpo y sexo, por encima del mundo de los seres vivientes o «animalia», Es como si experimentase una específica fractura de la integridad personal del propio cuerpo, especialmente en lo que determina su sexualidad y que está directamente unido con la llamada a esa unidad, en la que el hombre y la mujer «serán una sola carne» (Gén 2, 24). Por esto, ese pudor inmanente y al mismo tiempo sexual, es siempre, al menos indirectamente, relativo. Es el pudor de la propia sexualidad «en relación» con el otro ser humano. De este modo el pudor se manifiesta en el relato del Génesis 3, por el que somos, en cierto modo, testigos del nacimiento de la concupiscencia humana. Está suficientemente clara, pues, la motivación para remontarnos de las palabras de Cristo sobre el hombre (varón), que «mira a una mujer deseándola» (Mt 5, 27-28), a ese primer momento en el que el pudor se desarrolla mediante la concupiscencia, y la concupiscencia mediante el pudor. Así entendemos mejor por qué -y en qué sentido- Cristo habla del deseo como «adulterio» cometido en el corazón, por qué se dirige al «corazón», por qué se dirige al «corazón» humano.

5. El corazón humano guarda en sí al mismo tiempo el deseo y el pudor. El nacimiento del pudor nos orienta hacia ese momento, en el que el hombre interior, «el corazón», cerrándose a lo que «viene del Padre», se abre a lo que «procede del mundo». El nacimiento del pudor en el corazón humano va junto con el comienzo de la concupiscencia -de la triple concupiscencia según la teología de Juan (cf. 1 Jn 2, 16), y en particular de la concupiscencia del cuerpo. El hombre tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Más aún, tiene pudor no tanto del cuerpo, cuanto precisamente de la concupiscencia: tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Tiene pudor del cuerpo a causa de ese estado de su espíritu, al que la teología y la psicología dan la misma denominación sinónima: deseo o concupiscencia, aunque con significado no igual del todo. El significado bíblico y teológico del deseo y de la concupiscencia difiere del que se usa en la psicología. Para esta última, el deseo proviene de la falta o de la necesidad, que debe satisfacer el valor deseado. La concupiscencia bíblica, como deducimos de 1 Jn 2, 16, indica el estado del espíritu humano alejado de la sencillez originaria y de la plenitud de los valores, que el hombre y el mundo poseen «en las dimensiones de Dios». Precisamente esta sencillez y plenitud del valor del cuerpo humano en la primera experiencia de su masculinidad-feminidad, de la que habla el Génesis 2, 23-25, ha sufrido sucesivamente, «en las dimensiones del mundo», una transformación radical. Y entonces, juntamente con la concupiscencia del cuerpo, nació el pudor.

6. El pudor tiene un doble significado: indica la amenaza del valor y al mismo tiempo protege interiormente este valor (1). El hecho de que el corazón humano, desde el momento en que nació allí la concupiscencia del cuerpo, guarde en sí también la vergüenza, indica que se puede y se debe apelar a él, cuando se trata de garantizar esos valores, a los que la concupiscencia quita su originaria y plena dimensión. Si recordamos esto, estamos en disposición de comprender mejor por qué Cristo, al hablar de la concupiscencia, apela al «corazón» humano.

(1) Cf. Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, cap. 2, «Metafísica del pudor»: Razón y Fe, Madrid 197912.

29. La vergüenza original en la relación hombre-mujer (4-VI-80/8-VI-80)

1. Al hablar del nacimiento de la concupiscencia en el hombre, según el libro del Génesis, hemos analizado el significado ordinario de la vergüenza, que aparece con el primer pecado. El análisis de la vergüenza, a la luz del relato bíblico, nos permite comprender todavía más a fondo el significado que tiene para el conjunto de las relaciones interpersonales hombre-mujer. En el capítulo tercero del Génesis demuestra sin duda alguna que esa vergüenza aparece en la relación recíproca del hombre con la mujer y que esta relación, a causa de la vergüenza misma, sufrió una transformación radical. Y puesto que ella nació en sus corazones juntamente con la concupiscencia del cuerpo, el análisis de la vergüenza originaria nos permite, al mismo tiempo, examinar en qué relación permanece esta concupiscencia respecto a la comunión de las personas, que, desde el principio, se concedió y asignó como incumbencia al hombre y a la mujer por el hecho de haber sido creados «a imagen de Dios». Por lo tanto, la ulterior etapa del estudio sobre la concupiscencia, que «al principio» se había manifestado a través de la mujer, según el Génesis 3, es el análisis de la insaciabilidad de la unión, esto es, de la comunión de las personas, que debía expresarse también por sus cuerpos, según la propia masculinidad y feminidad específica.

2. Así, pues, sobre todo, esta vergüenza que, según la narración bíblica, induce al hombre y a la mujer a ocultar recíprocamente los propios cuerpos y en especial su diferenciación sexual, confirma que se rompió esa capacidad originaria de comunicarse recíprocamente a sí mismos, de que habla el Génesis 2, 25. El cambio radical del significado de la desnudez originaria nos permite suponer transformaciones negativas de toda la relación interpersonal hombre-mujer. Esa recíproca comunión en la humanidad misma mediante el cuerpo y mediante su masculinidad y feminidad, que tenía una resonancia tan fuerte en el pasaje procedente de la narración yahvista (cf. Gén 2, 23-25), en este momento queda alterada: como si el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, dejase de constituir el «insospechable» substrato de la comunión de las personas, como si su función originaria fuese «puesta en duda» en la conciencia del hombre y de la mujer. Desaparecen la sencillez y la «pureza» de la experiencia originaria, que facilitaba una plenitud singular en la recíproca comunión de ellos mismos. Obviamente los progenitores no cesaron de comunicarse mutuamente a través del cuerpo, de sus movimientos, gestos, expresiones; pero desapareció la sencilla y directa comunión entre ellos ligada con la experiencia originaria de la desnudez recíproca. Como de improviso, aparece en sus conciencias un umbral infranqueable, que limitaba la originaria «donación de sí» al otro, confiando plenamente todo lo que constituía la propia identidad y, al mismo tiempo, diversidad, femenina por un lado, masculina, por el otro. La diversidad, o sea, la diferencia del sexo masculino y femenino, fue bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca contraposición de personas. Esto lo atestigua la concisa expresión del Génesis 3, 7: «Vieron que estaban desnudos», y su contexto inmediato. Todo esto forma parte también del análisis de la vergüenza primera. El libro del Génesis no sólo delinea su origen en el ser humano, sino que permite también descubrir sus grados en ambos, en el hombre y en la mujer.

3. El cerrarse de la capacidad de una plena comunión recíproca, que se manifestaba como pudor sexual, nos permite entender mejor el valor originario del significado unificante del cuerpo. En efecto, no se puede comprender de otro modo ese respectivo cerrarse, o sea, la vergüenza, sino en relación con el significado que el cuerpo, en su feminidad y masculinidad, tenía anteriormente para el hombre en el estado de inocencia originaria. Ese significado unificante se entiende no sólo en relación con la unidad, que el hombre y la mujer, como cónyuges, debían constituir, convirtiéndose en «una sola carne» (Gén 2, 24) a través del acto conyugal, sino también en relación con la misma «comunión de las personas», que había sido la dimensión propia de la existencia del hombre y de la mujer en el misterio de la creación. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, constituía el «substrato» peculiar de esta comunión personal. El pudor sexual, del que trata el Génesis 3, 7, atestigua la pérdida de la certeza originaria de que el cuerpo humano, a través de su masculinidad y feminidad, sea precisamente ese «substrato» de la comunión de las personas, que «sencillamente» la exprese, que sirva a su realización (y así también a completar la «imagen de Dios» en el mundo visible). Este estado de conciencia de ambos tiene fuertes repercusiones en el contexto ulterior del Génesis 3, del que nos ocuparemos dentro de poco. Si el hombre, después del pecado original, había perdido, por decirlo así, el sentido de la imagen de Dios en sí, esto se manifestó con la vergüenza del cuerpo cf. especialmente (Gén 3, 10-11). Esa vergüenza, al invadir la relación hombre-mujer en su totalidad, se manifestó con el desequilibrio del significado originario de la unidad corpórea, esto es, del cuerpo como «substrato» peculiar de las personas. Como si el perfil personal de la masculinidad y feminidad, que antes ponía en evidencia el significado del cuerpo para una plena comunión de las personas, cediese el puesto sólo a la sensación de la «sexualidad» respecto al otro ser humano. Y como si la sexualidad se convirtiese en «obstáculo» para la relación personal del hombre con la mujer. Ocultándola recíprocamente según el Génesis 3, 7, ambos la manifiestan como por instinto.

4. Este es, a un tiempo, como el «segundo» descubrimiento del sexo que en la narración bíblica difiere radicalmente del primero. Todo el contexto del relato comprueba que este nuevo descubrimiento distingue al hombre «histórico» de la concupiscencia (más aún, de la triple concupiscencia) del hombre de la inocencia originaria. ¿En qué relación se coloca la concupiscencia, y en particular la concupiscencia de carne respecto a la comunión de las personas a través del cuerpo, de su masculinidad y feminidad, esto es, respecto a la comunión asignada, «desde el principio», al hombre por el Creador? He aquí la pregunta que es necesario plantearse, precisamente con relación al «principio» acerca de la experiencia de la vergüenza, a la que se refiere el relato bíblico. La vergüenza, como ya hemos observado, se manifiesta en la narración del Génesis 3 como síntoma de que el hombre se separa del amor, del que era participe en el misterio de la creación, según la expresión de San Juan: lo que «viene del Padre». «Lo que hay en el mundo», esto es, la concupiscencia, lleva consigo como una constitutiva dificultad de identificación con el propio cuerpo; y no sólo en el ámbito de la propia subjetividad, sino más aún respecto a la subjetividad del otro ser humano: de la mujer para el hombre, del hombre para la mujer.

5. De aquí la necesidad de ocultarse ante el «otro» con el propio cuerpo, con lo que determina la propia feminidad-masculinidad. Esta necesidad demuestra la falta fundamental de seguridad, lo que de por sí indica el derrumbamiento de la relación originaria «de comunión». Precisamente el miramiento a la subjetividad del otro, y juntamente a la propia subjetividad, suscitó en esta situación nueva, esto es, en el contexto de la concupiscencia, la exigencia de esconderse, de que habla el Génesis 3, 7.

Y precisamente aquí nos parece descubrir un significado más profundo del pudor «sexual» y también él significado pleno de ese fenómeno al que nos remite el texto bíblico para poner de relieve el límite entre el hombre de la inocencia originaria y el hombre «histórico» de la concupiscencia. El texto íntegro del Génesis 3 nos suministra elementos para definir la dimensión más profunda de la vergüenza; pero esto exige un análisis aparte. Lo comenzaremos en la próxima reflexión.

30. El dominio del otro como consecuencia del pecado original (18-VI-80/22-VI-80)

1. En el Génesis 3 se describe con precisión sorprendente el fenómeno de la vergüenza, que apareció en el primer hombre juntamente con el pecado original. Una reflexión atenta sobre este texto nos permite deducir que la vergüenza, introducida en la seguridad absoluta ligada con el anterior estado de inocencia originaria en la relación recíproca entre el hombre y la mujer, tiene una dimensión más profunda. A este respecto es preciso volver a leer hasta el final el capítulo 3 del Génesis, y no limitarse al versículo 7 ni al texto de los versículos 10-11, que contienen el testimonio acerca de la primera experiencia de la vergüenza. He aquí que, después de esta narración, se rompe el diálogo de Dios-Yahvé con el hombre y la mujer, y comienza un monólogo. Yahvé se dirige a la mujer y habla en primer lugar de los dolores del parto que, de ahora en adelante, la acompañarán: «Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos...» (Gén 3, 16).

A esto sigue la expresión que caracteriza la futura relación de ambos, del hombre y de la mujer: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» (Gén 3, 16).

2. Estas palabras, igual que las del Génesis 2, 24, tienen un carácter de perspectiva. La formulación incisiva del 3, 16 parece referirse al conjunto de los hechos, que en cierto modo surgieron ya en la experiencia originaria de la vergüenza, y que se manifestarán sucesivamente en toda la experiencia interior del hombre «histórico». La historia de las conciencias y de los corazones humanos comportará la confirmación de las palabras contenidas en el Génesis 3, 16. Las palabras pronunciadas al principio parecen referirse a una «minoración» particular de la mujer en relación con el hombre. Pero no hay motivo para entenderla como una minoración o una desigualdad social. En cambio, inmediatamente la expresión: «buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» indica otra forma de desigualdad con la que la mujer se sentirá como falta de unidad plena precisamente en el amplio contexto de la unión con el hombre, a la que están llamados los dos según el Génesis 2, 24.

3. Las palabras de Dios Yahvé: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» (Gén 3, 16) no se refieren exclusivamente al momento de la unión del hombre y de la mujer, cuando ambos se unen de tal manera que se convierten en una sola carne (cf. Gén 2, 24), sino que se refiere al amplio contexto de las relaciones, aun indirectas, de la unión conyugal en su conjunto. Por primera vez se define aquí al hombre como «marido». En todo del contexto de la narración yahvista estas palabras dan a entender sobre todo una infracción, una pérdida fundamental de la primitiva comunidad-comunión de personas. Esta debería haber hecho recíprocamente felices al hombre y a la mujer mediante la búsqueda de una sencilla y pura unión en la humanidad, mediante una ofrenda recíproca de sí mismos, esto es, la experiencia del don de la persona expresado con el alma y con el cuerpo, con la masculinidad y la feminidad («carne de mi carne»: Gén 2, 23), y finalmente mediante la subordinación de esta unión a la bendición de la fecundidad con la «procreación».

4. Parece, pues, que en las palabras que Dios-Yahvé dirige a la mujer, se encuentra una resonancia más profunda de la vergüenza, que ambos comenzaron a experimentar después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios. Encontramos allí, además, una motivación más plena de esta vergüenza. De modo muy discreto, y sin embargo bastante descifrable y expresivo, el Génesis 3, 16 testifica cómo esa originaria beatificante unión conyugal de las personas será deformada en el corazón del hombre por la concupiscencia. Estas palabras se dirigen directamente a la mujer, pero se refieren al hombre, o más bien, a los dos juntos.

5. Ya el análisis del Génesis 3, 7, hecho anteriormente, demostró que en la nueva situación, después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios, el hombre y la mujer se hallaron entre sí, más que unidos, mayormente divididos e incluso contrapuestos a causa de su masculinidad y feminidad. El relato bíblico, al poner de relieve el impulso instintivo que había incitado a ambos a cubrir su cuerpo, describe al mismo tiempo la situación en la que el hombre, como varón o mujer -antes era más bien varón y mujer- se siente como más extrañado del cuerpo, como fuente de la originaria unión en la humanidad («carne de mi carne»), y más contrapuesto al otro precisamente basándose en el cuerpo y en el sexo. Esta contraposición no destruye ni excluye la unión conyugal, querida por el Creador (cf. Gén 2, 24), ni sus efectos procreadores; pero confiere a la realización de esta unión otra dirección, que será propia del hombre de la concupiscencia. De esto habla precisamente el Génesis 3, 16.

La mujer «buscará con ardor a su marido» (cf. Gén 3, 16), y el hombre que responde a ese instinto, como leemos: «te dominará», forman indudablemente la pareja humana, el mismo matrimonio del Génesis 2, 24, más aún, la misma comunidad de personas; sin embargo, son ya algo diverso. No están llamados ya solamente a la unión y unidad, sino también amenazados por la insaciabilidad de esa unión y unidad, que no cesa de atraer al hombre y a la mujer precisamente porque son personas, llamadas desde la eternidad a existir «en comunión». A la luz del relato bíblico, el pudor sexual tiene su significado, que está unido precisamente con la insaciabilidad de la aspiración a realizar la recíproca comunión de las personas en la «unión conyugal del cuerpo» (cf. Gén 2, 24).

6. Todo esto parece confirmar, bajo varios aspectos, que en la base de la vergüenza, de la que el hombre «histórico» se ha hecho partícipe, está la triple concupiscencia de que trata la primera Carta de Juan 2, 16: no sólo la concupiscencia de la carne, sino también «la concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida». La expresión relativa de «dominio» («él te dominara») que leemos en el Génesis 3, 16, ¿no indica acaso esta última forma de concupiscencia? El dominio «sobre» el otro -del hombre sobre la mujer- ¿acaso no cambia esencialmente la estructura de comunión en la relación interpersonal? ¿Acaso no cambia en la dimensión de esta estructura algo que hace del ser humano un objeto, en cierto modo concupiscible a los ojos?

He aquí los interrogantes que nacen de la reflexión sobre las palabras de Dios-Yahvé según el Génesis 3, 16. Esas palabras, pronunciadas casi en el umbral de la historia humana después del pecado original, nos desvelan no sólo la situación exterior del hombre y de la mujer, sino que nos permiten también penetrar en lo interior de los misterios profundos de su corazón.

31. La triple concupiscencia altera la significación esponsal del cuerpo (25-VI-80/29-VI-80)

1. El análisis que hicimos durante la reflexión precedente se centraba en las siguientes palabras del Génesis 3, 16, dirigidas por Dios-Yahvé a la primera mujer después del pecado original: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» (Gén 3, 16). Llegamos a la conclusión de que estas palabras contienen una aclaración adecuada y una interpretación profunda de la vergüenza originaria (cf. Gén 3, 7), que ha venido a ser parte del hombre y de la mujer junto con la concupiscencia. La explicación de esta vergüenza no se busca en el cuerpo mismo, en la sexualidad somática de ambos, sino que se remonta a las transformaciones más profundas sufridas por el espíritu humano. Precisamente este espíritu es particularmente consciente de lo insaciable que es de la mujer. Y esta conciencia, por decirlo así, culpa al cuerpo de ello, le quita la sencillez y pureza del significado unido a la inocencia originaria del ser humano. Con relación a esta conciencia, la vergüenza es una experiencia secundaria: si, por un lado, revela el momento de la concupiscencia, al mismo tiempo puede prevenir de las consecuencias del triple componente de la concupiscencia. Se puede incluso decir que el hombre y la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo, por así decir, de la concupiscencia, tal como si trataran de mantener el valor de la comunión, o sea, de la unión de las personas en la «unidad del cuerpo».

2. El Génesis 2, 24 habla con discreción, pero también con claridad de la «unión de los cuerpos» en el sentido de la auténtica unión de las personas: «El hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne»; y del contexto resulta que esta unión proviene de una opción, dado que el hombre «abandona» al padre y a la madre para unirse a su mujer. Semejante unión de las personas comporta que vengan a ser «una sola carne». Partiendo de esta expresión «sacramental» que corresponde a la comunión de las personas -del hombre y de la mujer- en su originaria llamada a la unión conyugal, podemos comprender mejor el mensaje propio del Génesis 3, 16; esto es, podemos establecer y como reconstruir en qué consiste el desequilibrio, más aún, la peculiar deformación de la relación originaria interpersonal de comunión, a la que aluden las palabras «sacramentales» del Génesis 2, 24.

3. Se puede decir, pues, -profundizando en el Génesis 3, 16- que mientras por una parte el «cuerpo», constituido en la unidad del sujeto personal, no cesa de estimular los deseos de la unión personal, precisamente a causa de la masculinidad y feminidad («buscarás con ardor a tu marido»), por otra parte y al mismo tiempo, la concupiscencia dirige a su modo estos deseos; esto lo confirma la expresión: «él te dominará». Pero la concupiscencia de la carne dirige estos deseos hacia la satisfacción del cuerpo, frecuentemente a precio de una auténtica y plena comunión de las personas. En este sentido, se debería prestar atención a la manera en que se distribuyen las acentuaciones semánticas en los versículos del Génesis 3; efectivamente, aun estando esparcidas, revelan coherencia interna. El hombre es aquel que parece sentir vergüenza del propio cuerpo con intensidad particular: «Temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 10); estas palabras ponen de relieve el carácter realmente metafísico de la vergüenza. Al mismo tiempo, el hombre es aquel para quien la vergüenza, unida a la concupiscencia, se convertirá en impulso para «dominar» a la mujer («él te dominará»). A continuación, la experiencia de este dominio se manifiesta más directamente en la mujer como el deseo insaciable de una unión diversa. Desde el momento en que el hombre la «domina», a la comunión de las personas -hecha de plena unidad espiritual de los dos sujetos que se donan recíprocamente- sucede una diversa relación mutua, esto es, una relación de posesión del otro a modo de objeto del propio deseo. Si este impulso prevalece por parte del hombre, los instintos que la mujer dirige hacia él, según la expresión del Génesis 3, 16, pueden asumir -y asumen- un carácter análogo. Y acaso a veces previenen el «deseo» del hombre, o tienden incluso a suscitarlo y darle impulso.

4. El texto del Génesis 3, 16 parece indicar sobre todo al hombre como aquel que «desea», análogamente al texto de Mateo 5, 27-28, que constituye el punto de partida para las meditaciones presentes; no obstante, tanto el hombre como la mujer se han convertido en un «ser humano» sujeto a la concupiscencia. Y por esto ambos sienten la vergüenza, que con su resonancia profunda toca lo íntimo tanto de la personalidad masculina como de la femenina, aun cuando de modo diverso. Lo que sabemos por el Génesis 3 nos permite delinear apenas esta duplicidad, pero incluso los solos indicios son ya muy significativos. Añadamos que, tratándose de un texto tan arcaico, es sorprendentemente elocuente y agudo.

5. Un análisis adecuado del Génesis 3 lleva, pues, a la conclusión, según la cual la triple concupiscencia, incluida la del cuerpo, comporta una limitación del significado esponsalicio del cuerpo mismo, del que participaban el hombre y la mujer en el estado de la inocencia originaria. Cuando hablamos del significado del cuerpo, ante todo hacemos referencia a la plena conciencia del ser humano, pero incluimos también toda experiencia efectiva del cuerpo en su masculinidad y feminidad y, en todo caso, la predisposición constante a esta experiencia. El «significado» del cuerpo no es sólo algo conceptual. Sobre esto ya hemos llamado suficientemente la atención en los análisis precedentes. El «significado del cuerpo» es a un tiempo lo que determina la actitud: es el modo de vivir el cuerpo. Es la medida, que el hombre interior, es decir, ese «corazón», al que se refiere Cristo en el sermón de la Montaña, aplica al cuerpo humano con relación a su masculinidad/feminidad (por lo tanto, con relación a su sexualidad).

Ese «significado» no modifica la realidad en sí misma, lo que el cuerpo humano es y no cesa de ser en la sexualidad que le es propia, independientemente de los estados de nuestra conciencia y de nuestras experiencias. Sin embargo, este significado puramente objetivo del cuerpo y del sexo, fuera del sistema de las reales y concretas relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer, es, en cierto sentido, «ahistórico». En cambio, nosotros, en el presente análisis -de acuerdo con las fuentes bíblicas- tenemos siempre en cuenta la historicidad del hombre (también por el hecho de que partimos de su prehistoria teológica). Se trata aquí obviamente de una dimensión interior, que escapa a los criterios externos de la historicidad, pero que, sin embargo, puede ser considerada «histórica». Más aún, está precisamente en la base de todos los hechos, que constituyen la historia del hombre -también la historia del pecado y de la salvación- y así revelan la profundidad y la raíz misma de su historicidad.

6. Cuando, en este amplio contexto, hablamos de la concupiscencia como de limitación, infracción o incluso deformación del significado esponsalicio del cuerpo, nos remitimos, sobre todo, a los análisis precedentes, que se referían al estado de la inocencia originaria, es decir a la prehistoria teológica del hombre. Al mismo tiempo, tenemos presente la medida que el hombre «histórico», con su «corazón», aplica al propio cuerpo respecto a la sexualidad masculina/femenina. Esta medida no es algo exclusivamente conceptual: es lo que determina las actitudes y decide en general el modo de vivir el cuerpo.

Ciertamente, a esto se refiere Cristo en el sermón de la Montaña. Nosotros tratamos de acercar las palabras tomadas de Mateo 5, 27-28 a los umbrales mismos de la historia teológica del hombre, tomándolas, por lo tanto, en consideración ya en el contexto del Génesis 3. La concupiscencia como limitación, infracción o incluso deformación del significado esponsalicio del cuerpo, puede verificarse de manera particularmente clara (a pesar de la concisión del relato bíblico) en los dos progrenitores, Adán y Eva; gracias a ellos hemos podido encontrar el significado esponsalicio del cuerpo y descubrir en qué consiste como medida del «corazón» humano, capaz de plasmar la forma originaria de la comunión de las personas. Si en su experiencia personal (que el texto bíblico nos permite seguir) esa forma originaria sufrió desequilibrio y deformación -como hemos tratado de demostrar a través del análisis de la vergüenza- debía sufrir una deformación también él significado esponsalicio del cuerpo, que en la situación de la inocencia originaria constituía la medida del corazón de ambos, del hombre y de la mujer. Si llegamos a reconstruir en qué consiste esta deformación, tendremos también la respuesta a nuestra pregunta: esto es, en qué consiste la concupiscencia de la carne y qué es lo que constituye su nota específica teológica y a la vez antropológica. Parece que una respuesta teológica y antropológicamente adecuada, importante para lo que concierne al significado de las palabras de Cristo en el sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28), puede sacarse ya del contexto del Génesis 3 y de todo el relato yahvista, que anteriormente nos ha permitido aclarar el significado esponsalicio del cuerpo humano.

32. La concupiscencia hace perder la libertad interior de la donación mutua (23-VII-80/21-VII-80)

1. El cuerpo humano, en su originaria masculinidad y feminidad, según el misterio de la creación -como sabemos por el análisis del Génesis 2, 23-25- no es solamente fuente de fecundidad, o sea, de procreación, sino que desde «el principio» tiene un carácter nupcial; lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir. En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado, en el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de la personas «a imagen de Dios». Ahora bien, la concupiscencia «que viene del mundo» -y aquí se trata directamente de la concupiscencia del cuerpo- limita y deforma el objetivo modo de existir del cuerpo, del que el hombre se ha hecho partícipe. El «corazón» humano experimenta el grado de esa limitación o deformación, sobre todo en el ámbito de las relaciones recíprocas hombre-mujer. Precisamente en la experiencia del «corazón» la feminidad y la masculinidad, en sus mutuas relaciones, parecen no ser ya la expresión del espíritu que tiende a la comunión personal, y quedan solamente como objeto de atracción, al igual, en cierto sentido, de lo que sucede «en el mundo» de los seres vivientes que, como el hombre, han recibido la bendición de la fecundidad (cf. Gén 1).

2. Tal semejanza está ciertamente contenida en la obra de la creación; lo confirma también él Génesis 2 y especialmente el versículo 24. Sin embargo, lo que constituía el substrato «natural», somático y sexual, de esa atracción, ya en el misterio de la creación expresaba plenamente la llamada del hombre y de la mujer a la comunión personal; en cambio, después del pecado, en la nueva situación de que habla Génesis 3, tal expresión se debilitó y se ofuscó, como si hubiera disminuido en el delinearse de las relaciones recíprocas, o como si hubiese sido rechazada sobre otro plano. El substrato natural y somático de la sexualidad humana se manifestó como una fuerza casi autógena, señalada por una cierta «constricción del cuerpo», operante según una propia dinámica, que limita la expresión del espíritu y la experiencia del intercambio de donación de la persona. Las palabras del Génesis 3, 16, dirigidas a la primera mujer parecen indicarlo de modo bastante claro («buscarás con ardor a tu marido que te dominará»).

3. El cuerpo humano en su masculinidad / feminidad ha perdido casi la capacidad de expresar tal amor, en que el hombre-persona se hace don, conforme a la más profunda estructura y finalidad de su existencia personal, según hemos observado ya en los precedentes análisis. Si aquí no formulamos este juicio de modo absoluto y hemos añadido la expresión adverbial «casi», lo hacemos porque la dimensión del don -es decir, la capacidad de expresar el amor con que el hombre, mediante su feminidad o masculinidad se hace don para el otro- en cierto modo no ha cesado de empapar y plasmar el amor que nace del corazón humano. El significado nupcial del cuerpo no se ha hecho totalmente extraño a ese corazón: no ha sido totalmente sofocado por parte de la concupiscencia, sino sólo habitualmente amenazado. El corazón se ha convertido en el lugar de combate entre el amor y la concupiscencia. Cuanto más domina la concupiscencia al corazón, tanto menos éste experimenta el significado nupcial del cuerpo y tanto menos sensible se hace al don de la persona, que en las relaciones mutuas del hombre y la mujer expresa precisamente ese significado. Ciertamente, también él «deseo» de que Cristo habla en Mateo 5, 27-28, aparece en el corazón humano en múltiples formas; no siempre es evidente y patente, a veces está escondido y se hace llamar «amor», aunque cambie su auténtico perfil y oscurezca la limpieza del don en la relación mutua de las personas. ¿Quiere acaso esto decir que debamos desconfiar del corazón humano? ¡No! Quiere decir solamente que debemos tenerlo bajo control.

4. La imagen de la concupiscencia del cuerpo, que surge del presente análisis, tiene una clara referencia a la imagen de la persona, con la cual hemos enlazado nuestras precedentes reflexiones sobre el tema del significado nupcial del cuerpo. En efecto, el hombre como persona es en la tierra «la única criatura que Dios quiso por sí misma» y, al mismo tiempo, aquel que no puede «encontrarse plenamente sino a través de una donación sincera de sí mismo» (1). La concupiscencia en general -y la concupiscencia del cuerpo en particular- afecta precisamente a esa «donación sincera»: podría decirse que sustrae al hombre la dignidad del don, que queda expresada por su cuerpo mediante la feminidad y la masculinidad y, en cierto sentido, «despersonaliza» al hombre, haciéndolo objeto «para el otro». En vez de ser «una cosa con el otro» -sujeto en la unidad, mas aún, en la sacramental «unidad del cuerpo»-, el hombre se convierte en objeto para el hombre: la mujer para el varón y viceversa. Las palabras del Génesis 3, 16 -y antes aún, de Génesis 3, 7- lo indican, con toda la claridad del contraste, con respecto a Génesis 2, 23-25.

5. Violando la dimensión de donación recíproca del hombre y de la mujer, la concupiscencia pone también en duda el hecho de que cada uno de ellos es querido por el Creador «por sí mismo». La subjetividad de la persona cede, en cierto sentido, a la objetividad del cuerpo. Debido al cuerpo, el hombre se convierte en objeto para el hombre: la mujer para el varón y viceversa. La concupiscencia significa, por así decirlo, que las relaciones personales del hombre y la mujer son vinculadas unilateral y reducidamente al cuerpo y al sexo, en el sentido de que tales relaciones llegan a ser casi inhábiles para acoger el don recíproco de la persona. No contienen ni tratan la feminidad / masculinidad según la plena dimensión de la subjetividad personal, no constituyen la expresión de la comunión sino que permanecen unilateralmente determinados «por el sexo».

6. La concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad interior del don. El significado nupcial del cuerpo humano está ligado precisamente a esta libertad. El hombre puede convertirse en don -es decir, el hombre y la mujer puede existir en la relación del recíproco don de sí- si cada uno de ellos se domina a sí mismo. La concupiscencia, que se manifiesta como una «constricción ‘sui generis’ del cuerpo», limita interiormente y restringe el autodominio de sí y, por eso mismo, en cierto sentido, hace imposible la libertad interior del don. Además de esto, también sufre ofuscación la belleza, que el cuerpo humano posee en su aspecto masculino y femenino, como expresión del espíritu. Queda el cuerpo como objeto de concupiscencia y, por tanto, como «terreno de apropiación» del otro ser humano. La concupiscencia, de por sí, no es capaz de promover la unión como comunión de personas. Ella sola no une, sino que se adueña. La relación del don se transforma en la relación de apropiación.

Llegados a esto punto, interrumpimos por hoy nuestras reflexiones. El último problema aquí tratado es de tan gran importancia, y es además sutil, desde el punto de vista de la diferencia entre el amor auténtico (es decir, la «comunión de las personas») y la concupiscencia, que tendremos que volver sobre el tema en el próximo capítulo.

(1) Gaudium et spes, 24: «Más aún, el Señor cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn, 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».

33. La donación mutua del hombre y la mujer en el matrimonio (30-VII-80/3-VIII-80)

1. Las reflexiones que venimos haciendo en este ciclo se relacionan con las palabras que Cristo pronunció en el discurso de la montaña sobre el «deseo» de la mujer por parte del hombre. En el intento de proceder a un examen de fondo sobre lo que caracteriza al «hombre de la concupiscencia» hemos vuelto nuevamente al libro del Génesis. En él, la situación que se llegó a crear en la relación recíproca del hombre y de la mujer, está delineada con gran finura. Cada una de las frases de Génesis 3, es muy elocuente. Las palabras de Dios-Yahvé dirigidas a la mujer en Génesis 3, 16: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará», parecen revelar, analizándolas profundamente, el modo en que la relación de don recíproco, que existía entre ellos en el estado original de inocencia, se cambió, tras el pecado original, en una relación de recíproca apropiación.

Si el hombre se relaciona con la mujer hasta el punto de considerarla sólo como un objeto del que apropiarse y no como don, al mismo tiempo se condena a sí mismo a hacerse también el, para ella, solamente objeto de apropiación y no don. Parece que las palabras del Génesis 3, 16, tratan de tal relación bilateral, aunque directamente sólo se diga: «él te dominará». Por otra parte, en la apropiación unilateral (que indirectamente es bilateral) desaparece la estructura de la comunión entre las personas; ambos seres humanos se hacen casi incapaces de alcanzar la medida interior del corazón, orientada hacia la libertad del don y al significado nupcial del cuerpo, que le es intrínseco. Las palabras del Génesis 3,16 parecen sugerir que esto sucede más bien a expensas de la mujer y que, en todo caso, ella lo siente más que el hombre.

2. Merece la pena prestar ahora atención al menos a ese detalle. Las palabras de Dios-Yahvé según el Génesis 3, 16: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará», y las de Cristo, según Mateo 5, 27-28: «El que mira a una mujer deseándola...», permiten vislumbrar un cierto paralelismo. Quizá, aquí no se trata del hecho de que es principalmente la mujer quien resulta objeto del «deseo» por parte del hombre, sino más bien se trata de que -como precedentemente hemos puesto de relieve- el hombre «desde el principio» debería haber sido custodio de la reciprocidad del don y de su auténtico equilibrio. El análisis de ese «principio» (Gén 2, 23-25) muestra precisamente la responsabilidad del hombre al acoger la feminidad como don y corresponderla con un mutuo, bilateral intercambio. Contrasta abiertamente con esto el obtener de la mujer su propio don, mediante la concupiscencia. Aunque el mantenimiento del equilibrio del don parece estar confiado a ambos, corresponde sobre todo al hombre una especial responsabilidad, como si de él principalmente dependiese que el equilibro se mantenga o se rompa, o incluso -si ya se ha roto- sea eventualmente restablecido. Ciertamente, la diversidad de funciones según estos enunciados, a los que hacemos aquí referencia como a textos clave, estaba también dictada por la marginación social de la mujer en las condiciones de entonces (y la Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento proporciona suficientes pruebas de ello); pero también hay en ello encerrada una verdad, que tiene su peso independientemente de los condicionamientos específicos debidos a las costumbres de esa determinada situación histórica.

3. La concupiscencia hace que el cuerpo se convierta algo así como en «terreno» de apropiación de la otra persona. Como es fácil comprender, esto lleva consigo la pérdida del significado nupcial del cuerpo. Y junto con esto adquiere otro significado también la recíproca «pertenencia» de las personas, que uniéndose hasta ser «una sola carne» (Gén 2, 24), son a la vez llamadas a pertenecer una a la otra. La particular dimensión de la unión personal del hombre y de la mujer a través del amor se expresa en las palabras «mío... mía». Estos pronombres, que pertenecen desde siempre al lenguaje del amor humano, aparecen frecuentemente en las estrofas del Cantar de los Cantares y también en otros textos bíblicos (1). Son pronombres que en su significado «material» denotan una relación de posesión, pero en nuestro caso indican la analogía personal de tal relación. La pertenencia recíproca del hombre y de la mujer, especialmente cuando se pertenecen como cónyuges «en la unidad del cuerpo», se forma según esta analogía personal. La analogía -como se sabe- indica a la vez la semejanza y también la carencia de identidad (es decir, una sustancial desemejanza). Podemos hablar de la pertenencia recíproca de las personas solamente si tomamos en consideración tal analogía. En efecto, en su significado originario y específico, la pertenencia supone relación del sujeto con el objeto: relación de posesión y de propiedad. Es una relación no solamente objetiva, sino sobre todo «material»; pertenencia de algo, por tanto de un objeto, a alguien.

4. Los términos «mío... mía», en el eterno lenguaje del amor humano, no tienen -ciertamente- tal significado. Indicen la reciprocidad de la donación, expresan el equilibrio del don -quizá precisamente esto en primer lugar-; es decir, ese equilibrio del don en que se instaura la recíproca communio personarum. Y si ésta queda instaurada mediante el don recíproco de la masculinidad y la feminidad, se conserva en ella también él significado nupcial del cuerpo. Ciertamente, las palabras «mío... mía», en el lenguaje del amor, parecen una radical negación de pertenencia en el sentido en que un objeto-cosa material pertenece al sujeto-persona. La analogía conserva su función mientras no cae en el significado antes expuesto. La triple concupiscencia y, en especial, la concupiscencia de la carne, quita a la recíproca pertenencia del hombre y de la mujer la dimensión que es propia de la analogía personal, en la que los términos «mío... mía» conservan su significado esencial. Tal significado esencial está fuera de la «ley de la propiedad», fuera del significado del «objeto de posesión»; la concupiscencia, en cambio, está orientada hacia este último significado. Del poseer, el ulterior paso va hacia el «gozar»: el objeto que poseo adquiere para mí un cierto significado en cuanto que dispongo y me sirvo de él, lo uso. Es evidente que la analogía personal de la pertenencia se contrapone decididamente a ese significado. Y esta oposición es un signo de que lo que en la relación recíproca del hombre y de la mujer «viene del Padre» conserva su persistencia y continuidad en contraste con lo que viene «del mundo». Sin embargo, la concupiscencia de por sí empuja al hombre hacia la posesión del otro como objeto, lo empuja hacia el «goce», que lleva consigo la negación del significado nupcial del cuerpo. En su esencia, el don desinteresado queda excluido del «goce» egoísta. ¿No lo dicen acaso ya las palabras de Dios-Yahvé dirigidas a la mujer en Génesis 3, 16?

5. Según la primera Carta de Juan 2, 16, la concupiscencia muestra sobre todo el estado del espíritu humano. También la concupiscencia de la carne atestigua en primer lugar el estado del espíritu humano. A este problema convendrá dedicarle un ulterior análisis. Aplicando la teología de San Juan al terreno de las experiencias descritas en Génesis 3, como también a las palabras pronunciadas por Cristo en el discurso de la montaña (Mt 5, 27-28), encontramos, por decirlo así, una dimensión concreta de esa oposición que -junto con el pecado- nació en el corazón humano entre el espíritu y el cuerpo. Sus consecuencias se dejan sentir en la relación recíproca de las personas, cuya unidad en la humanidad está determinada desde el principio por el hecho de que son hombre y mujer. Desde que en el hombre se instaló otra ley «que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 23) existe como un constante peligro en tal modo de ver, de valorar, de amar, por el que el «deseo del cuerpo» se manifiesta más potente que el «deseo de la mente». Y es precisamente esta verdad sobre el hombre, esta componente antropológica lo que debemos tener siempre presente, si queremos comprender hasta el fondo el llamamiento dirigido por Cristo al corazón humano en el discurso de la montaña.

(1) Cf. por ej. Cant 1, 9. 13. 14. 15. 16; 2, 2. 3. 8. 9. 10. 13. 14. 16. 17; 3, 2. 4. 5; 4, 1. 10; 5, 1. 2. 4; 6, 2. 3. 4. 9; 7, 11; 8, 12. 14.

Cf., además por ej. Ez 16, 8; Os 2, 18; Tob 8, 7.

34. El matrimonio a la luz del Sermón de la Montaña (6-VIII-80/10-VIII-80)

1. Prosiguiendo nuestro ciclo, volvemos hoy al discurso de la montaña y precisamente al enunciado «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 8). Jesús apela aquí al «corazón».

En su coloquio con los fariseos, Jesús, haciendo referencia al «principio» (cf. los análisis precedentes), pronunció las siguientes palabras referentes al libelo de repudio: «Por la dureza de vuestro corazón, os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). Esta frase encierra indudablemente una acusación. «La dureza de corazón» (1) indica lo que según el ethos del pueblo del Antiguo Testamento, había fundado la situación contraria al originario designio de Dios-Yahvé según el Génesis 2, 24. Y es ahí donde hay que buscar la clave para interpretar toda la legislación de Israel en el ámbito del matrimonio y, con un sentido más amplio en el conjunto de las relaciones entre hombre y mujer. Hablando de la «dureza de corazón», Cristo acusa, por decirlo así, a todo el «sujeto interior», que es responsable de la deformación de la ley. En el discurso de la montaña (Mt 5, 27-28) hace también una alusión al «corazón», pero las palabras pronunciadas ahí no parecen una acusación solamente.

2. Debemos reflexionar una vez más sobre ellas, insertándolas lo más posible en su dimensión «histórica». El análisis hecho hasta ahora, tendente a enfocar al «hombre de la concupiscencia» en su momento genético casi en el punto inicial de su historia entrelazada con la teología, constituye una amplia introducción, sobre todo antropológica, al trabajo que todavía hay que emprender. La sucesiva etapa de nuestro análisis deberá ser de carácter ético. El discurso de la montaña, y en especial ese pasaje que hemos elegido como centro de nuestros análisis, forma parte de la proclamación del nuevo ethos: el ethos del Evangelio. En las enseñanzas de Cristo, esta profundamente unido con la conciencia del «principio»; por tanto, con el misterio de la creación en su originaria sencillez y riqueza. Y, al mismo tiempo, el ethos, que Cristo proclama en el discurso de la montaña, está enderezado de modo realista al «hombre histórico», transformado en hombre de la concupiscencia. La triple concupiscencia, en efecto, es herencia de toda la humanidad y el «corazón» humano realmente participa en ella. Cristo, que sabe «lo que hay en todo hombre» (Jn 2, 25) (2), no puede hablar de otro modo, sino con semejante conocimiento de causa. Desde ese punto de vista, en las palabras de Mt 5, 27-28, no prevalece la acusación, sino el juicio: un juicio realista sobre el corazón humano, un juicio que de una parte tiene un fundamento antropológico y, de otra, un carácter directamente ético. Para el ethos del Evangelio es un juicio constitutivo.

3. En el discurso de la montaña, Cristo se dirige directamente al hombre que pertenece a una sociedad bien definida. También él Maestro pertenece a esa sociedad, a ese pueblo. Por tanto, hay que buscar en las palabras de Cristo una referencia a los hechos, a las situaciones, a las instituciones con que someter tales referencias a un análisis por lo menos sumario, a fin de que surja más claramente el significado ético de las palabras de Mateo 5, 27-28. Sin embargo, con esas palabras, Cristo se dirige también, de modo indirecto pero real, a todo hombre «histórico» (entendiendo este adjetivo sobre todo en función teológica). Y este hombre es precisamente el «hombre de la concupiscencia», cuyo misterio y cuyo corazón es conocido por Cristo («pues El conocía lo que en el hombre había»: Jn 2, 25). Las palabras del discurso de la montaña nos permiten establecer un contacto con la experiencia interior de este hombre, casi en toda latitud y longitud geográfica, en las diversas épocas, en los diversos condicionamientos sociales y culturales. El hombre de nuestro tiempo se siente llamado por su nombre en este enunciado de Cristo, no menos que el hombre de «entonces», al que el Maestro directamente se dirigía.

4. En esto reside la universalidad del Evangelio, que no es en absoluto una generalización. Quizá precisamente en ese enunciado de Cristo que estamos ahora analizando, eso se manifiesta con particular claridad. En virtud de ese enunciado, el hombre de todo tiempo y de todo lugar se siente llamado en su modo justo, concreto, irrepetible: porque precisamente Cristo apela al «corazón» humano, que no puede ser sometido a generalización alguna. Con la categoría del «corazón», cada uno es individualizado singularmente más aún que por el nombre; es alcanzado en lo que lo determina de modo único e irrepetible; es definido en su humanidad «desde el interior».

5. La imagen del hombre de la concupiscencia afecta ante todo a su interior (3). La historia del «corazón» humano después del pecado original, esta escrita bajo la presión de la triple concupiscencia, con la que se enlaza también la más profunda imagen del ethos en sus diversos documentos históricos. Sin embargo, ese interior es también la fuerza que decide sobre el comportamiento humano «exterior» y también sobre la forma de múltiples estructuras e instituciones a nivel de vida social. Si de estas estructuras e instituciones deducimos los contenidos del ethos, en sus diversas formulaciones históricas, siempre encontramos ese aspecto íntimo propio de la imagen interior del hombre. Esta es, en efecto, la componente más esencial. Las palabras de Cristo en el discurso de la montaña, y especialmente las de Mateo 5, 27-28, lo indican de modo inequívoco. Ningún estudio sobre el ethos humano puede dejar de lado esto con indiferencia.

Por tanto, en nuestras sucesivas reflexiones trataremos de someter a un análisis mas detallado ese enunciado de Cristo que dice: «Habéis oído que fue dicho: no adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (o también: «Ya la ha hecho adúltera en su corazón»).

Para comprender mejor este texto analizaremos primero cada una de sus partes, a fin de obtener después una visión global más profunda. Tomaremos en consideración no solamente los destinatarios de entonces que escucharon con sus propios oídos el discurso de la montaña, sino también, en cuanto sea posible, a los contemporáneos, a los hombres de nuestro tiempo.

(1) El término griego sklerokardia ha sido forjado por los Setenta para expresar lo que en hebreo significaba: «incircuncisión de corazón» (cf. como ej. Dt 10, 16; Jer 4, 4; Sir 3, 26 s.) y que, en la traducción literal del Nuevo Testamento, aparece una sola vez (Act 7, 51).

La «incircuncisión» significaba el «paganismo», la «impureza», la «distancia de la Alianza con Dios»; la «incircuncisión de corazón» expresaba la indómita obstinación en oponerse a Dios. Lo confirma la frase del diácono Esteban: «Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros padres, así también vosotros» (Act 7, 51).

Por tanto hay que entender la «dureza de corazón» en este contexto filológico.

(2) Cf. Ap 2, 23; «...el que escudriña las entrañas y los corazones...»; Act 1, 24: «Tu. Señor, que conoces los corazones de todos...» (kardiognostes).

(3) «Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre...» (Mt 15, 19-20).

35. Cristo denuncia el pecado de adulterio (13-VIII-80/17-VIII-80)

1. El análisis de la afirmación de Cristo durante el sermón de la montaña, afirmación que se refiere al «adulterio cometido en el corazón» debe realizarse comenzando por las primeras palabras. Cristo dice: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás...» (Mt 5, 27). Tiene en su mente el mandamiento de Dios, que en el Decálogo figura en sexto lugar y forma parte de la llamada Tabla de la Ley, que Moisés había obtenido de Dios-Jahvé.

Veámoslo por de pronto desde el punto de vista de los oyentes directos del sermón de la montaña, de los que escucharon las palabras de Cristo. Son hijos e hijas del pueblo elegido, pueblo que había recibido la «ley» del propio Dios-Jahvé, había recibido también a los «Profetas», los cuales repetidamente, a través de los siglos habían lamentado precisamente la relación mantenida con esa Ley, las múltiples transgresiones de la misma. También Cristo habla de tales transgresiones. Más aun habla de cierta interpretación humana de la Ley, en que se borra y desaparece el justo significado del bien y del mal, específicamente querido por el divino Legislador. La ley, efectivamente, es sobre todo, un medio, un medio indispensable para que «sobreabunde la justicia» (palabras de Mt 5, 20, en la antigua versión). Cristo quiere que esa justicia «supere a la de los escribas y fariseos». No acepta la interpretación que a lo largo de los siglos han dado ellos al auténtico contenido de la Ley, en cuanto que han sometido en cierto modo tal contenido, o sea, el designio y la voluntad del Legislador, a las diversas debilidades y a los límites de la voluntad humana, derivada precisamente de la triple concupiscencia. Era esa una interpretación casuística, que se había superpuesto a la originaria visión del bien y del mal, enlazada con la ley del Decálogo. Si Cristo tiende a la transformación del ethos, lo hace sobre todo para recuperar la fundamental claridad de la interpretación: «No penséis que he venido a abrogar la Ley a los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a hacer que se cumpla» (Mt 5, 17). Condición para el cumplimiento de la ley es la justa comprensión. Y esto se aplica, entre otras cosas, al mandamiento «no cometer adulterio».

2. Quien siga por las páginas del Antiguo Testamento la historia del pueblo elegido de los tiempos de Abraham, encontrará allí abundantes hechos que prueban cómo se practicaba y cómo, en consecuencia de esa práctica, se elaboraba la interpretación casuística de la Ley. Ante todo es bien sabido que la historia del Antiguo Testamento es teatro de la sistemática defección de la monogamia: lo cual, para comprender la prohibición «no cometer adulterio», debía tener un significado fundamental. El abandono de la monogamia, especialmente en tiempo de los Patriarcas, había sido dictado por el deseo de la prole, de una numerosa prole. Este deseo era tan profundo y la procreación, como fin esencial del matrimonio, tan evidente que las esposas, que amaban a los maridos, cuando no podían darles descendencia, rogaban por su propia iniciativa a los maridos, los cuales las amaban, que pudieran tomar «sobre sus rodillas» -o sea, acoger- a la prole dada a la vida por otra mujer, como la sierva, o esclava. Tal fue el caso de Sara respecto a Abraham (1) y también el de Raquel respecto a Jacob (2). Esas dos narraciones reflejan el clima moral en que se practicaba el Decálogo. Explican el modo en que el ethos israelita era preparado para acoger el mandamiento «no cometer adulterio» y la aplicación que encontraba tal mandamiento en la más antigua tradición de aquel pueblo. La autoridad de los Patriarcas era, de hecho, la más alta en Israel y tenía un carácter religioso. Estaba estrictamente ligada a la Alianza y a la promesa.

3. El mandamiento «no cometer adulterio» no cambió esa tradición. Todo indica que su ulterior desarrollo no se limitaba a los motivos (más bien excepcionales) que había guiado el comportamiento de Abraham y Sara, o de Jacob y Raquel. Si tomamos como ejemplo a los representantes más ilustres de Israel después de Moisés, los reyes de Israel, David y Salomón, la descripción de su vida atestigua el establecimiento de la poligamia efectiva, y ello, indudablemente, por motivos de concupiscencia.

En la historia de David, que tenía también varias mujeres, debe impresionar no solamente el hecho de que había tomado la mujer de un súbdito suyo, sino también la clara conciencia de haber cometido adulterio. Ese hecho, así como la penitencia del rey, son descritos de forma detallada y sugestiva (3). Por adulterio se entiende solamente la posesión de la mujer de otro, mientras no lo es la posesión de otras mujeres como esposas junto a la primera. Toda la tradición de la Antigua Alianza indica que en la conciencia de las generaciones que se sucedían en el pueblo elegido, a su ethos no fue añadida jamás la exigencia efectiva de la monogamia, como implicación esencial e indispensable del mandamiento «no cometer adulterio».

4. Sobre este fondo histórico hay que entender todos los esfuerzos que están dirigidos a introducir el contenido específico del mandamiento «no cometer adulterio» en el cuadro de la legislación promulgada. Lo confirman los Libros de la Biblia, en los que se encuentra registrado ampliamente el conjunto de la legislación del Antiguo Testamento. Si se toma en consideración la letra de tal legislación; resulta que esta lucha contra el adulterio de manera decidida y sin miramientos, utilizando medios radicales, incluida la pena de muerte (4). Pero lo hace sosteniendo la poligamia efectiva, más aún, legalizándola plenamente, al menos de modo indirecto. Así, pues, el adulterio es combatido sólo en los límites determinados y en el ámbito de las premisas definitivas, que componen la forma esencial del ethos del Antiguo Testamento. Aquí por adulterio se entiende sobre todo (y tal vez exclusivamente) la infracción del derecho de propiedad del hombre con respecto a cualquier mujer que sea su esposa legal (normalmente: una entre tantas); no se entiende, en cambio, el adulterio como aparece desde el punto de vista de la monogamia establecida por el Creador. Sabemos ya que Cristo se refirió al «principio» precisamente en relación con este argumento (cf. Mt 19, 8).

5. Por otra parte, es muy significativa la circunstancia en que Cristo se pone de parte de la mujer sorprendida en adulterio y la defiende de la lapidación. El dice a los acusadores: «Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra contra ella» (Jn 8, 7). Cuando ellos dejan las piedras y se alejan, dice a la mujer: «Ve, y de ahora en adelante no peques más» (Jn 8, 11). Cristo identifica, pues, claramente el adulterio con el pecado. En cambio, cuando se dirige a los que querían lapidar a la mujer adultera, no apela a las prescripciones de la ley israelita, sino exclusivamente a la conciencia. El discernimiento del bien y del mal inscrito en las conciencias humanas puede demostrarse más profundo y más correcto que el contenido de una norma.

Como hemos visto, la historia del Pueblo de Dios en la Antigua Alianza (que hemos intentado ilustrar sólo a través de algunos ejemplos) se desarrollaba, en gran medida, fuera del contenido normativo encerrado por Dios en el mandamiento «no cometer adulterio»; pasaba, por así decirlo, a su lado. Cristo desea enderezar estas desviaciones. De aquí, las palabras pronunciadas por El en el sermón de la montaña.

(1) Cf. Gén 16, 2.

(2) Cf. Gén 30, 3.

(3) Cf. 2 Sam 11, 2-27.

(4) Cf. Lev 20, 10; Dt 22, 22.

36. El adulterio según la Ley y los profetas (20-VIII-80/24-VIII-80)

1. Cuando Cristo, en el sermón de la montaña, dice: «Habéis oído que fue dicho: no adulterarás» (Mt 5, 27), hace referencia a lo que cada uno de los que le escuchaban sabía perfectamente y se sentía obligado a ello en virtud del mandamiento de Dios-Jahvé. Sin embargo, la historia del Antiguo Testamento hace ver que tanto la vida del pueblo, unido a Dios-Jahvé por una especial alianza, como la vida de cada uno de los hombres, se aparta frecuentemente de ese mandamiento. Lo demuestra también una mera ojeada dada a la legislación, de la que existe una rica documentación en los Libros del Antiguo Testamento.

Las prescripciones de la ley vétero-testamentaria eran muy severas. Eran también muy minuciosas y penetraban en los mas mínimos detalles concretos de la vida (1). Se puede suponer que cuanto más evidente se hacía en esta ley la legalización de la poligamia efectiva, tanto más aumentaba la exigencia de sostener sus dimensiones jurídicas y establecer sus límites legales. De ahí, el gran número de prescripciones y también la severidad de las penas previstas por el legislador para la infracción de tales normas. Sobre la base de los análisis que hemos hecho anteriormente acerca de la referencia que Cristo hace al «principio», en su discurso sobre la disolubilidad del matrimonio y sobre el «acto de repudio», es evidente que El veía con claridad la fundamental contradicción que el derecho matrimonial del Antiguo Testamento escondía en sí, al aceptar la efectiva poligamia, es decir, la institución de las concubinas junto a las esposas legales, o también el derecho a la convivencia con la esclava (2). Se puede decir que tal derecho, mientras combatía el pecado, al mismo tiempo contenía en sí e incluso protegía las «estructuras sociales del pecado», lo que constituía su legalización. En tales circunstancias, se imponía la necesidad de que el sentido ético esencial del mandamiento «no cometer adulterio» tuviese también una revalorización fundamental. En el sermón de la montaña, Cristo desvela nuevamente ese sentido, superando sus restricciones tradicionales y legales.

2. Quizá merezca la pena añadir que en la interpretación vétero-testamentaria, cuanto más la prohibición del adulterio está marcada -pudiéramos decir- por el compromiso de la concupiscencia del cuerpo, tanto más claramente se determina la posición respecto a las observaciones sexuales. Esto lo confirman las prescripciones correspondientes, las cuales establecen la pena capital para la homosexualidad y la bestialidad. En cuanto a la conducta de Onán, hijo de Judá (de quien toma origen la denominación moderna de «onanismo», la Sagrada Escritura dice que «...no fue del agrado del Señor, el cual hizo morir también a él» (Gén 38, 10).

El derecho matrimonial del Antiguo Testamento, en su más amplio conjunto, pone en primer plano la finalidad procreativa del matrimonio y en algunos trata de demostrar un tratamiento jurídico de igualdad entre la mujer y el hombre -por ejemplo, respecto a la pena por el adulterio se dice explícitamente: «Si adultera un hombre con la mujer de su prójimo, hombre y mujer adúlteros serán castigados con la muerte» (Lev 20, 10); pero en conjunto prejuzga a la mujer tratándola con mayor severidad.

3. Convendría quizá poner de relieve el lenguaje de esta legislación, el cual, como en ese caso, es un lenguaje que refleja objetivamente la sexuología de aquel tiempo. Es también un lenguaje importante para el conjunto de las reflexiones sobre la teología del cuerpo. Encontramos en él la específica confirmación del carácter de pudor que rodea cuanto, en el hombre, pertenece al sexo. Más aún; lo que es sexual se considera, en cierto modo, como «impuro», especialmente cuando se trata de las manifestaciones fisiológicas de la sexualidad humana. El «descubrir la desnudez» (cf. por ej. Lev 20, 11; 17, 21), es estigmatizado como el equivalente de un ilícito acto sexual llevado a cabo; ya la misma expresión parece aquí bastante elocuente. Es indudable que el legislador ha tratado de servirse de la terminología correspondiente a la conciencia y a las costumbres de la sociedad de aquel tiempo. Por tanto, el lenguaje de la legislación del Antiguo Testamento debe confirmarnos en la convicción de que no solamente son conocidas al legislador y a la sociedad la fisiología del sexo y las manifestaciones somáticas de la vida sexual, sino también que son valoradas de un modo determinado. Es difícil sustraerse a la impresión de que tal valoración tenía carácter negativo. Esto no anula, ciertamente, las verdades que conocemos por el Libro del Génesis, ni se puede inculpar al Antiguo Testamento -y entre otros a los libros legislativos- de ser como los precursores de un maniqueísmo. El juicio expresado en ellos respecto al cuerpo y al sexo no es tan «negativo» ni siquiera tan severo, sino que está mas bien caracterizado por una objetividad motivada por el intento de poner orden en esa esfera de la vida humana. No se trata directamente del orden del «corazón», sino del orden de toda la vida social, en cuya base están, desde siempre, el matrimonio y la familia.

4. Si se toma en consideración la problemática «sexual» en su conjunto, conviene quizá prestar brevemente atención a otro aspecto; es decir, al nexo existente entre la moralidad, la ley y la medicina, que aparece evidente en los respectivos Libros del Antiguo Testamento. Los cuales contienen no pocas prescripciones prácticas referentes al ámbito de la higiene, o también al de la medicina marcado más por la experiencia que por la ciencia, según el nivel alcanzado entonces (3). Por lo demás, el enlace experiencia-ciencia es notoriamente todavía actual. En esta amplia esfera de problemas, la medicina acompaña siempre de cerca a la ética; y la ética, como también la teología, busca su colaboración.

5. Cuando Cristo, en el sermón de la montaña, pronuncia las palabras: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás, e inmediatamente añade: Pero yo os digo...», esta claro que quiere reconstruir en la conciencia de sus oyentes el significado ético propio de este mandamiento, apartándose de la interpretación de los «doctores», expertos oficiales de la ley. Pero, además de la interpretación procedente de la tradición, el Antiguo Testamento nos ofrece todavía otra tradición para comprender el mandamiento «no cometer adulterio». Y es la tradición de los Profetas. Estos, refiriéndose al «adulterio», querían recordar «a Israel y a Judá» que su pecado más grande era el abandono del único y verdadero Dios en favor del culto a los diversos ídolos, que el pueblo elegido, en contacto con los otros pueblos, había hecho propios fácilmente y de modo exagerado. Así, pues, es característica propia del lenguaje de los Profetas más bien la analogía con el adulterio que el adulterio mismo; sin embargo, tal analogía sirve para comprender también el mandamiento «no cometer adulterio» y la correspondiente interpretación, cuya carencia se advierte en los documentos legislativos. En los oráculos de los Profetas, y especialmente de Isaías, Oseas y Ezequiel, el Dios de la Alianza-Jahvé es representado frecuentemente como Esposo, y el amor con que se ha unido a Israel puede y debe identificarse con el amor esponsal de los cónyuges. Y he aquí que Israel, a causa de su idolatría y del abandono del Dios-Esposo, comete para con El una traición que se puede parangonar con la de la mujer respecto al marido: comete, precisamente, «adulterio».

6. Los Profetas con palabras elocuentes y, muchas veces, mediante imágenes y comparaciones extraordinariamente plásticas, presentan lo mismo el amor de Jahvé-Esposo, que la traición de Israel-Esposa que se abandona al adulterio. Es éste un tema que deberemos volver a tocar en nuestras reflexiones, cuando sometamos a análisis, concretamente, el problema del «sacramento»; pero ya ahora conviene aludir a él, en cuanto que es necesario para entender las palabras de Cristo, según Mt 5, 27-28, y comprender esa renovación del ethos, que implican estas palabras: «Pero yo os digo...». Si por una parte, Isaías (4) se presenta en sus textos tratando de poner de relieve sobre todo el amor del Jahvé-Esposo, que, en cualquier circunstancia, va al encuentro de su Esposa superando todas sus infidelidades, por otra parte Oseas y Ezequiel abundan en parangones que esclarecen sobre todo la fealdad y el mal moral del adulterio cometido por la Esposa-Israel.

En la sucesiva meditación trataremos de penetrar todavía más profundamente en los textos de los Profetas, para aclarar ulteriormente, el contenido que, en la conciencia de los oyentes del sermón de la montaña correspondía al mandamiento «no cometer adulterio».

(1) Cf. por ej. Dt 21, 10-13; Núm 30, 7-16; Dt 24, 1-4; Dt 22, 13-21; Lev 20, 10-21 y otros.

(2) Aunque el Libro del Génesis presenta el matrimonio monogámico de Adán, de Set y de Noé como modelos que imitar y parece condenar la bigamia que se manifiesta solamente en los descendientes de Caín (cf. Gén 4, 19), por otra parte la vida de los Patriarcas proporciona ejemplos contrarios. Abraham observa las prescripciones de la ley de Hammurabi, que consentía desposar una segunda mujer en caso de esterilidad de la primera; y Jacob tenía dos mujeres y dos concubinas (cf. Gén 30, 1-19).

El Libro del Deuteronomio admite la existencia legal de la bigamia (cf. Dt 21, 15-17 e incluso de la poligamia, advirtiendo al rey que no tenga muchas mujeres (cf. Dt 17, 17); confirma también la institución de las concubinas prisioneras de guerra (cf. Dt 21, 10-14) o esclavas (cr. Esd 21, 7-11). (Cf. R. de Vaux, Ancient Israel, Its Life and Institutions. London 1976), Darton, Longman, Todd; págs. 24-25, 83). No hay en el Antiguo Testamento mención explícita alguna sobre la obligación de la monogamia, si bien la imagen presentada por los Libros posteriores demuestra que prevalecía en la práctica social (cf. por ej. los Libros Sapienciales, excepto Sir 37, 11; Tb).

(3) Cf. por ej. Lev 12, 1-6; 15, 1 28; Dt 21, 12-13.

(4) Cf. por ej. Is 54; 62, 1-5.

37. El adulterio falsifica el signo de la alianza conyugal (27-VIII-80/31-VIII-80)

1. Cristo dice en el sermón de la montaña: «No penséis que he venido a abrogar la ley o los Profetas: no he venido a abrogarla, sino a darle cumplimiento» (Mt 5, 17). Para esclarecer en qué consiste este cumplimiento recorre después cada uno de los mandamientos, refiriéndose también al que dice: «No adulterarás». Nuestra meditación anterior trataba de hacer ver cómo el contenido adecuado de este mandamiento, querido por Dios, había sido oscurecido por numerosos compromisos en la legislación particular de Israel. Los Profetas, que en su enseñanza denuncian frecuentemente el abandono del verdadero Dios Yahvé por parte del pueblo, al compararlo con el «adulterio», ponen de relieve, de la manera más auténtica, este contenido.

Oseas, no sólo con las palabras, sino (por lo que parece) también con la conducta, se preocupa de revelarnos (1) que la traición del pueblo es parecida a la traición conyugal, aún más, al adulterio practicado como prostitución: «Ve y toma por mujer a una prostituta y engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye la tierra, apartándose de Yahvé» (Os 1, 2). El Profeta oye esta orden y la acepta como proveniente de Dios-Yahvé: «Díjome Yahvé: Ve otra vez y ama a una mujer amante de otro y adúltera» (Os 3, 1). Efectivamente, aunque Israel sea tan infiel en su relación con su Dios como la esposa que «se iba con sus amantes y me olvidaba a mí» (Os 2, 15), sin embargo, Yahvé no cesa de buscar a su esposa, no se cansa de esperar su conversión y su retorno, confirmando esta actitud con las palabras y las acciones del Profeta: «Entonces, dice Yahvé, me llamará ‘mi marido’, no me llamará baalí... Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordia y piedades, y yo seré tu esposo en fidelidad, y tu reconocerás a Yahvé» (Os 2, 18. 21-22). Esta ardiente llamada a la conversión de la infiel esposa-cónyuge va unida a la siguiente amenaza: «Que aleje de su rostro sus fornicaciones, y dé entre sus pechos sus prostituciones; no sea que yo la despoje y, desnuda, la ponga como el día en que nació» (Os 2, 4-5).

2. Esta imagen de la humillante desnudez del nacimiento, se la recordó el Profeta Ezequiel a Israel-esposa infiel, y en proporción más amplia (2): «...con horror fuiste tirada al campo el día en que naciste. Pasé muy cerca de ti y te vi sucia en tu sangre, y, estando tú en tu sangre, te dije: ¡Vive! Te hice crecer a decenas de millares, como la hierba del campo. Creciste y te hiciste grande y llegaste a la flor de la juventud; te crecieron los pechos y te salió el pelo pero estabas desnuda y llena de vergüenza. Pasé yo junto a ti y te miré. Era tu tiempo, el tiempo del amor, y tendí sobre ti mi mano, cubrí tu desnudez, me ligue a ti con juramento e hice alianza contigo, dice el Señor, Yahvé, y fuiste mía... Puse arillo en tus narices, zarcillos en tus orejas, y espléndida diadema en tu cabeza. Estabas adornada de oro y plata, vestida de lino y seda en recamado... Extendióse entre las gentes la fama de tu hermosura, porque era acabada la hermosura que yo puse en ti... Pero te envaneciste de tu hermosura y de tu nombradía, y te diste al vicio, ofreciendo tu desnudez a cuantos pasaban, entregándote a ellos... ¿Cómo sanar tu corazón, dice el Señor, Yahvé, cuando has hecho todo esto, como desvergonzada ramera dueña de sí, haciéndote prostíbulos en todas las encrucijadas y lupanares en todas las plazas? Y ni siquiera eres comparable a las rameras, que reciben el precio de su prostitución. Tú eres la adúltera que en vez de su marido acoge a los extraños» (Ez 16, 5-8. 12-15. 30-32).

3. La cita resulta un poco larga pero el texto, sin embargo, es tan relevante que era necesario evocarlo. La analogía entre el adulterio y la idolatría esta expresada de modo particularmente fuerte y exhaustivo. El momento similar entre los dos miembros de la analogía consiste en la alianza acompañada del amor. Dios Yahvé realiza por amor la alianza con Israel -sin mérito suyo-, se convierte para él como el esposo y cónyuge más afectuoso, más diligente y más generoso para con la propia esposa. Por este amor, que desde los albores de la historia acompaña al pueblo elegido, Yahvé-Esposo recibe en cambio numerosas traiciones: «las alturas», he aquí los lugares del culto idolátrico, en los que se comete el «adulterio» de Israel-esposa. En el análisis que aquí estamos desarrollando, lo esencial es el concepto de adulterio, del que se sirve Ezequiel. Sin embargo se puede decir que el conjunto de la situación, en la que se inserta este concepto (en el ámbito de la analogía), no es típico. Aquí se trata no tanto de la elección mutua hecha por los esposos, que nace del amor recíproco, sino de la elección de la esposa (y esto ya desde el momento de su nacimiento), una elección que proviene del amor del esposo, amor que, por parte del esposo mismo, es un acto de pura misericordia. En este sentido se delinea esta elección: corresponde a esa parte de la analogía que califica la naturaleza del matrimonio. Ciertamente la mentalidad de aquel tiempo no era muy sensible a esta realidad -según los israelitas el matrimonio era más bien el resultado de una elección unilateral, hecha frecuentemente por los padres-, sin embargo esta situación difícilmente cabe en el ámbito de nuestras concepciones.

4. Prescindiendo de este detalle, es imposible no darse cuenta de que en los textos de los Profetas se pone de relieve un significado del adulterio diverso del que da del mismo la tradición legislativa. El adulterio es pecado porque constituye la ruptura de la alianza personal del hombre y de la mujer. En los textos legislativos se pone de relieve la violación del derecho de propiedad y, en primer lugar, del derecho de propiedad del hombre en relación con esa mujer, que es su mujer legal: una de tantas. En los textos de los Profetas el fondo de la efectiva y legalizada poligamia no altera el significado ético del adulterio. En muchos textos la monogamia aparece la única y justa analogía del monoteísmo entendido en las categorías de la Alianza, es decir, de la fidelidad y de la entrega al único y verdadero Dios-Yahvé: Esposo de Israel. El adulterio es la antítesis de esa relación esponsalicia, es la antinomía del matrimonio (también como institución) en cuanto que el matrimonio monogámico actualiza en sí la alianza interpersonal del hombre y de la mujer, realiza la alianza nacida del amor y acogida por las dos partes respectivas precisamente como matrimonio (y, como tal, reconocido por la sociedad). Este género de alianza entre dos personas constituye el fundamento de esa unión por la que «el hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24). En el contexto antes citado, se puede decir que esta unidad corpórea es su derecho (bilateral), pero que sobre todo es el signo normal de la comunión de las personas, unidad constituida entre el hombre y la mujer en calidad de cónyuges. El adulterio cometido por parte de cada uno de ellos no sólo es la violación de este derecho, que es exclusivo del otro cónyuge, sino al mismo tiempo es una radical falsificación del signo. Parece que en los oráculos de los Profetas precisamente este aspecto del adulterio encuentra expresión suficientemente clara.

5. Al constatar que el adulterio es una falsificación de ese signo, que encuentra no tanto su «normatividad», sino más bien su simple verdad interior en el matrimonio -es decir, en la convivencia del hombre y de la mujer, que se han convertido en cónyuges-, entonces, en cierto sentido, nos referimos de nuevo a las afirmaciones fundamentales, hechas anteriormente, considerándolas esenciales e importantes para la teología del cuerpo, desde el punto de vista tanto antropológico como ético. El adulterio es «pecado del cuerpo». Lo atestigua toda la tradición del Antiguo Testamento, y lo confirma Cristo. El análisis comparado de sus palabras, pronunciadas en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28), como también de las diversas, correspondientes enunciaciones contenidas en los Evangelios y en otros pasajes del Nuevo Testamento, nos permite establecer la razón propia del carácter pecaminoso del adulterio. Y es obvio que determinemos esta razón del carácter pecaminoso, o sea, del mal moral, fundándonos en el principio de la contraposición en relación con ese bien moral que es la fidelidad conyugal, ese bien que puede ser realizado adecuadamente sólo en la relación exclusiva de ambas partes (esto es, en la relación conyugal de un hombre con una mujer). La exigencia de esta relación es propia del amor esponsalicio, cuya estructura interpersonal (como ya hemos puesto de relieve) está regida por la normativa interior de la «comunión de personas». Ella es precisamente la que confiere el significado esencial a la Alianza tanto en la relación hombre-mujer, como también, por analogía, en la relación Yahvé-Israel). Del adulterio, de su carácter pecaminoso, del mal moral que contiene, se puede juzgar de acuerdo con el principio de la contraposición con el pacto conyugal así entendido.

6. Es necesario tener presente todo esto, cuando decimos que el adulterio es un «pecado del cuerpo»; el «cuerpo» se considera aquí unido conceptualmente a las palabras del Génesis 2, 24, que hablan, en efecto, del hombre y de la mujer, que, como esposo y esposa, se unen tan estrechamente entre sí que forman «una sola carne». El adulterio indica el acto mediante el cual un hombre y una mujer, que no son esposo y esposa, forman «una sola carne» (es decir, esos que no son marido y mujer en el sentido de la monogamia como fue establecida en el origen, más aún, en el sentido de la casuística legal del Antiguo Testamento). El «pecado» del cuerpo puede ser identificado solamente respecto a la relación de las personas. Se puede hablar de bien o de mal moral según que esta relación haga verdadera esta «unidad del cuerpo» y le confiera o no el carácter de signo verídico. En este caso, podemos juzgar, pues, el adulterio como pecado, conforme al contenido objetivo del acto.

Y éste es el contenido en el que piensa Cristo cuando, en el discurso de la montaña, recuerda: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás». Pero Cristo no se detiene en esta perspectiva del problema.

(1) Cf. Os 1-3.

(2) Cf. Ez 16, 5-8. 12-15. 30-32.

38. El adulterio en el cuerpo y en el corazón (3-IX-80/7-IX-80)

1. En el sermón de la montaña Cristo se limita a recordar el mandamiento: «No adulterarás», sin valorar el relativo comportamiento de sus oyentes. Lo que hemos dicho anteriormente respecto a este tema proviene de otras fuentes (sobre todo, de la conversación de Cristo con los fariseos en la que El se remitía al «principio»: Mt 19, 8; Mc 10, 6). En el sermón de la montaña Cristo omite esta valoración o, más bien, la presupone. Lo que dirá en la segunda parte del enunciado, que comienza con las palabras: «Pero yo os digo...», será algo más que la polémica con los «doctores de la ley», o sea, con los moralistas de la Tora. Y será también algo mas respecto a la valoración del ethos veterotestamentario. Se trata de un paso directo al nuevo ethos. Cristo parece dejar aparte todas las disputas acerca del significado ético del adulterio en el plano de la legislación y de la casuística, en las que la esencial relación interpersonal del marido y de la mujer había sido notablemente ofuscada por la relación objetiva de propiedad, y adquiere otras dimensiones. Cristo dice: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28); ante este pasaje siempre viene a la mente la traducción antigua: «ya la ha hecho adúltera en su corazón», versión que, quizá mejor que el texto actual, expresa el hecho de que se trata de un mero acto interior y unilateral. Así, pues el adulterio cometido con el corazón se contrapone en cierto sentido al «adulterio cometido con el cuerpo».

Debemos preguntarnos sobre las razones que cambian el punto de gravedad del pecado, y preguntarnos además cual es el significado auténtico de la analogía: si, efectivamente, el «adulterio», según su significado fundamental, puede ser solamente un «pecado cometido con el cuerpo», ¿en qué sentido merece ser llamado también adulterio lo que el hombre comete con el corazón? Las palabras con las que Cristo pone el fundamento del nuevo ethos, exigen por su parte un profundo arraigamiento en la antropología. Antes de responder a estas cuestiones, detengámonos un poco en la expresión que, según Mateo 5, 27-28, realiza en cierto modo la transferencia o sea, el cambio del significado del adulterio del «cuerpo» al «corazón». Son palabras que se refieren al deseo.

2. Cristo habla de la concupiscencia: «Todo el que mira para desear». Precisamente esta expresión exige un análisis particular para comprender el enunciado en su integridad. Es necesario aquí volver al análisis anterior, que miraba, diría, a reconstruir la imagen «del hombre de la concupiscencia» ya en los comienzos de la historia (cf. Gén 3). Ese hombre del que habla Cristo en el sermón de la montaña -el hombre que mira «para desear», es indudablemente hombre de concupiscencia. Precisamente por este motivo, porque participa de la concupiscencia del cuerpo, «desea» y «mira para desear». La imagen del hombre de concupiscencia, reconstruida en la fase precedente, nos ayudará ahora a interpretar el «deseo», del que habla Cristo, según Mateo 5, 27-28. Se trata aquí no sólo de una interpretación psicológica sino, al mismo tiempo, de una interpretación teológica. Cristo habla en el contexto de la experiencia humana y a la vez en el contexto de la obra de la salvación. Estos dos contextos, en cierto modo, se sobreponen y se compenetran mútuamente: y esto tiene un significado esencial y constitutivo para todo el ethos del Evangelio, y en particular para el contenido del verbo «desear» o «mirar para desear».

3. Al servirse de estas expresiones, el Maestro se remite en primer lugar a la experiencia de quienes le estaban oyendo directamente; se remite, pues, también a la experiencia y a la conciencia del hombre de todo tiempo y lugar. De hecho, aunque el lenguaje evangélico tenga una facilidad comunicativa universal, sin embargo para un oyente directo, cuya conciencia se había formado en la Biblia, el «deseo» debía unirse a numerosos preceptos y advertencias, presentes ante todo en los libros de carácter «sapiencial», en los que aparecían repetidos avisos sobre la concupiscencia del cuerpo e incluso consejos dados a fin de preservarse de ella.

4. Como es sabido, la tradición sapiencial tenía un interés particular por la ética y la buena conducta de la sociedad israelita. Lo que en estas advertencias o consejos, presentes, por ejemplo en el libro de los Proverbios (1), o de Sirácida (2) o incluso de Cohélet (3), nos impresiona de modo inmediato es su carácter en cierto modo unilateral, en cuanto que las advertencias se dirigen sobre todo a los hombres. Esto puede significar que son especialmente necesarias para ellos. En cuanto a la mujer, es verdad que en estas advertencias y consejos aparecen más frecuentemente como ocasión de pecado o incluso como seductora de la que hay que precaverse. Sin embargo, es necesario reconocer que tanto el Libro de los Proverbios como el Libro de Sirácida, además de la advertencia de precaverse de la mujer y de no dejarse seducir por su fascinación que arrastra al hombre a pecar (cf. Prov 5, 1. 6; 6, 24-29; Sir 26, 9-12), hacen también el elogio de la mujer que es «perfecta» compañera de vida para el propio marido (cf. Prov 31, 10 ss.). Y además elogian la belleza y la gracia de una mujer buena, que sabe hacer feliz al marido.

«Gracia sobre gracia es la mujer honesta. Y no tiene precio la mujer casta. Como resplandece el sol en los cielos, así la belleza de la mujer buena en su casa. Como lámpara sobre el candelero santo es el rostro atrayente en un cuerpo robusto. Columnas de oro sobre basas de plata son las piernas sobre firmes talones en la mujer bella... La gracia de la mujer es el gozo de su marido. Su saber le vigoriza los huesos» (Sir 26, 19-23. 16-17).

5. En la tradición sapiencial contrasta una advertencia frecuente con el referido elogio de la mujer-esposa, y es que el se refiere a la belleza y a la gracia de la mujer, que no es la mujer propia, y resulta pábulo de tentación y ocasión de adulterio: «No codicies su hermosura en tu corazón...» (Prov 6, 25). En Sirácida (cf. 9, 1-9) se expresa la misma advertencia de manera más perentoria:

«Aparta tus ojos de mujer muy compuesta y no fijes la vista en la hermosura ajena. Por la hermosura de la mujer muchos se extraviaron, y con eso se enciende como fuego la pasión» (Sir 9, 8-9).

El sentido de los textos sapienciales tiene un significado prevalentemente pedagógico. Enseñan la virtud y tratan de proteger el orden moral, refiriéndose a la ley de Dios y a la experiencia en sentido amplio. Además, se distinguen por el conocimiento particular del «corazón» humano. Diríamos que desarrollan una específica psicología moral, aunque sin caer en el psicologismo. En cierto sentido, están cercanos a esa apelación de Cristo al «corazón», que nos ha transmitido Mateo (cf. 5, 27-28), aun cuando no pueda afirmarse que revelen tendencia a transformar el ethos de modo fundamental. Los autores de estos libros «utilizan el conocimiento de la interioridad humana para enseñar la moral más bien en el ámbito del ethos históricamente vigente y sustancialmente confirmado por ellos. Alguno a veces, como por ejemplo Cohélet, sintetiza esta confirmación con la «filosofía» propia de la existencia humana, pero si influye en el método con que formula advertencias y consejos, no cambia la estructura fundamental que toma de la valoración ética.

6. Para esta transformación del ethos será necesario esperar hasta el sermón de la montaña. No obstante, ese conocimiento tan perspicaz de la psicología humana que se halla presente en la tradición «sapiencial», no está ciertamente privado de significado para el círculo de aquellos que escuchaban personal y directamente este discurso. Si, en virtud de la tradición profética, estos oyentes estaban, en cierto sentido, preparados a comprender de manera adecuada el concepto de «adulterio», estaban preparados además, en virtud de la tradición «sapiencial», a comprender las palabras que se refieren a la «mirada concupiscente» o sea, al «adulterio cometido con el corazón.

Nos convendrá volver ulteriormente al análisis de la concupiscencia, en el sermón de la montaña.

(1) Cf., por ej., Prov 5, 3-6. 15-20; 6, 24-7, 27; 21, 9. 19; 22, 14; 30, 20.

(2) Cf., por ej., Sir 7, 19. 24-26; 9, 1-9; 23, 13-26, 18; 36, 21-25; 42. 6. 9-14.

(3) Cf., por ej., Coh 7, 26-28 9, 9.

39. Concupiscencia y adulterio según el Sermón de la Montaña (10-IX-80/14-IX-80)

1. Reflexionemos sobre las siguientes palabras de Jesús, tomadas del sermón de la montaña: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» («ya la ha hecho adúltera en su corazón») (Mt 5, 28). Cristo pronuncia esta frase ante los oyentes que, basándose en los libros del Antiguo Testamento, estaban preparados, en cierto sentido, para comprender el significado de la mirada que nace de la concupiscencia. Ya el miércoles pasado hicimos referencia a los textos tomados de los llamados Libros Sapienciales.

He aquí, por ejemplo, otro pasaje, en el que el autor bíblico analiza el estado de ánimo del hombre dominado por la concupiscencia de la carne:

«...el que se abrasa en el fuego de sus apetitos que no se apaga hasta que del todo le consume; el hombre impúdico consigo mismo, que no cesará hasta que su fuego se extinga; el hombre fornicario, a quien todo el pan es dulce, que no se cansará hasta que no muera; el hombre infiel a su propio lecho conyugal, que dice para sí: ‘¿Quién me ve? la oscuridad me cerca y las paredes me ocultan, nadie me ve, ¿qué tengo que temer? El Altísimo no se da cuenta de mis pecados’. Sólo teme los ojos de los hombres. Y no sabe que los ojos del Señor son mil veces más claros que el sol y que ven todos los caminos de los hombres y penetran hasta los lugares más escondidos... Así también la mujer que engaña a su marido y de un extraño le da un heredero» (Sir 23, 22-32).

2. No faltan descripciones análogas en la literatura mundial (1). Ciertamente, muchas de ellas se distinguen por una más penetrante perspicacia de análisis psicológico y por una mayor intensidad sugestiva y fuerza de expresión. Sin embargo, la descripción bíblica del Sirácida (23, 22-32) comprende algunos elementos que pueden ser considerados «clásicos» en el análisis de la concupiscencia carnal. Un elemento de esta clase es, por ejemplo, el parangón entre la concupiscencia de la carne y el fuego: éste, inflamándose en el hombre, invade sus sentidos, excita su cuerpo, envuelve los sentimientos y en cierto sentido se adueña del «corazón». Esta pasión, originada por la concupiscencia carnal, sofoca en el «corazón» la voz más profunda de la conciencia, el sentido de responsabilidad ante Dios; y precisamente esto, de modo particular, se pone en evidencia en el texto bíblico que acabamos de citar. Por otra parte, persiste el pudor exterior respecto a los hombres -o más bien, una apariencia de pudor-, que se manifiesta como temor a las consecuencias, más que al mal en sí mismo. Al sofocar la voz de la conciencia, la pasión trae consigo inquietud de cuerpo y de sentidos: es la inquietud del «hombre exterior». Cuando el hombre interior ha sido reducido al silencio, la pasión, después de haber obtenido, por decirlo así, libertad de acción, se manifiesta como tendencia insistente a la satisfacción de los sentidos y del cuerpo.

Esta satisfacción, según criterio del hombre dominado por la pasión, debería extinguir el fuego; pero, al contrario, no alcanza las fuentes de la paz interior y se limita a tocar el nivel más exterior del individuo humano. Y aquí el autor bíblico constata justamente que el hombre, cuya voluntad está empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra sosiego, ni se encuentra a sí mismo, sino, al contrario, «se consume». La pasión mira a la satisfacción; por esto embota la actividad reflexiva y desatiende la voz de la conciencia; así, sin tener en sí principio alguno indestructible, «se desgasta». Le resulta connatural el dinamismo del uso, que tiende a agotarse. Es verdad que donde la pasión se inserte en el conjunto de las más profundas energías del espíritu, ella puede convertirse en fuerza creadora; pero en este caso debe sufrir una transformación radical. En cambio, si sofoca las fuerzas mas profundas del corazón y de la conciencia (como sucede en el relato del Sirácida 23, 22-32), «se consume» y, de modo indirecto, en ella se consume el hombre que es su presa.

3. Cuando Cristo en el sermón de la montaña habla del hombre que «desea», que «mira con deseo», se puede presumir que tiene ante los ojos también las imágenes conocidas por su oyentes a través de la tradición «sapiencial». Sin embargo, al mismo tiempo, se refiere a cada uno de los hombres que, según la propia experiencia interior, sabe lo que quiere decir «desear», «mirar con deseo». El Maestro no analiza esta experiencia ni la describe, como había hecho, por ejemplo, el Sirácida (23, 22-32); El parece presuponer, diría, un conocimiento suficiente de ese hecho interior, hacia el que llama la atención de los oyentes, presentes y potenciales. ¿Es posible que alguno de ellos no sepa de qué se trata? Si verdaderamente no supiese nada de ello, no le atañería el contenido de las palabras de Cristo, ni habría análisis de descripción alguna que se lo pudieran explicar. En cambio, si sabe -se trata efectivamente en este caso de una ciencia totalmente interior, intrínseca al corazón y a la conciencia- entenderá rápidamente que dichas palabras se refieren a él.

4. Cristo, pues, no describe ni analiza lo que constituye la experiencia del «desear», la experiencia de la concupiscencia de la carne. Incluso se tiene la impresión de que El no penetra esta experiencia en toda la amplitud de su dinamismo interior, como sucede, por ejemplo, en el citado texto del Sirácida, sino que más bien se queda en sus umbrales. El «deseo» no se ha transformado todavía en una acción exterior, aun no ha llegado a ser «acto del cuerpo»; hasta ahora es el acto interior del corazón; se manifiesta en la mirada, en el modo de «mirar a la mujer». Sin embargo, ya deja entender, desvela su contenido y su calidad esenciales.

Es preciso que hagamos ahora estos análisis. La mirada expresa lo que hay en el corazón. La mirada expresa, diría a todo el hombre. Si generalmente se considera que el hombre «actúa conforme a lo que es» (operari sequitur esse), Cristo en este caso quiere poner en evidencia que el hombre «mira» conforme a lo que es: intueri sequitur esse. En cierto sentido, el hombre a través de la mirada se revela al exterior y a los otros; sobre todo revela lo que percibe en el «interior» (2).

5. Cristo enseña, pues, a considerar la mirada como umbral de la verdad interior. Ya en la mirada, «en el modo de mirar», es posible individuar plenamente lo que es la concupiscencia. Tratemos de explicarla. «Desear», «mirar con deseo» indica una experiencia del valor del cuerpo, en la que su significado esponsalicio deja de ser tal, precisamente a causa de la concupiscencia. Además, cesa su significado procreador, del que hemos hablado en nuestras consideraciones precedentes, el cual -cuando se refiere a la unión conyugal del hombre y de la mujer- se arraiga en el significado esponsalicio del cuerpo y casi emerge de él orgánicamente. Ahora bien, el hombre «al desear», «al mirar para desear» (como leemos en Mt 5, 27-28) experiencia de modo más o menos explícito el alejamiento de ese significado del cuerpo, en el cual (ya hemos observado en nuestras reflexiones) se basa en la comunión de las personas: tanto fuera del matrimonio, como -de modo particular- cuando el hombre y la mujer están llamados a construir la unión «en el cuerpo» (como proclama el «Evangelio del principio en el texto clásico del Génesis 2, 24). La experiencia del significado esponsalicio del cuerpo esta subordinada de modo particular a la llamada sacramental, pero no se limita a ella. Este significado califica la libertad del don, que -como veremos con más expresión en ulteriores análisis- puede realizarse no sólo en el matrimonio sino también de modo diverso.

Cristo dice: «Todo el que mira a una mujer deseándola (el que mira con concupiscencia), ya adulteró con ella en su corazón» («ya la ha hecho adúltera en el corazón») (Mt 5, 28). ¿Acaso no quiere decir con esto que precisamente -como el adulterio- es un alejamiento interior del significado esponsalicio del cuerpo? ¿No quiere remitir a los oyentes a sus experiencias interiores de este alejamiento? ¿Acaso no es por esto por lo que lo define «adulterio cometido en el corazón»?

(1) Cf., por ejemplo, las Confesiones de San Agustín:

«Deligatus morbo carnis mortifera suavitate trahebam catenam meam, solvi timens, et quasi concusso vulnere repellens verba bene suadentis tamquam manum solventis. (...) Magna autem ex parte atque vehementer consuetudo satiandae insatiabilis concupiscentiae me captum excruciabat (Confesiones, lib. VI, cap. 12, 21, 22).

«Et non stabam frui Deo meo, sed rapiebar ad te decore tuo; moxque deripiebar abs te pondere meo, et ruebam in ista cum gemitu: et pondus hoc, consuetudo carnalis» Confesiones, lib, VII cap. 17).

«Sic aegrotabam et excruciabar accusans memetipsum solito acerbius nimis, ac volvens et versans me in vinculo meo, donec abrumperetur totum, quo iam exiguo tenebar, sed tenebar tamen. Et instabas tu in occultis Domine, severa misericordia, flagella ingeminans timoris et pudoris, ne rursus cessarem, et non abrumperetur idipsum exiguum et tenue quod remanserat; et revelasceret iterum et me robustius alligaret...» (Confesiones, lib. VIII, cap. 11).

Dante describe esta ruptura interior y la considera merecedora de pena:

Quando giungo davanti alla ruina quivi le strida, il compianto, il lamento; bestemmian quivi la virtú divina. Intesis che a cosí fatto tormento enno dannati i peccator carnali, che la ragion sommettono al talento. E come gli stornei ne portan l’ali nel freddo tempo a schiera larga e piena, cosí quel fíato gli spiriti mali: di qua, di là, di giù, di su li mena; nulla speranza li conforta fai, non che di posa, ma di minor pena» (Dante, Divina Comedia, Inferno, V, 37-43).

«Shakespeare has described the satisfaction of a tyrannous lust as something. Past reason hunted and, no sooner had, past reason hated» (C. S. Lewis, The Four Loves, New York, 1960. Harcourt, Brace, pág. 28).

(2) El análisis filosófico confirma el significado de la expresión ho blépon («el que mira» o ,«todo el que mira»: Mt 5, 28).

«Si blépo de Mt 5, 28 tiene el valor de percepción interna, equivalente a ‘pienso, fijo la atención, observo’, resulta severa y más elevada la enseñanza evangélica respecto a a las relaciones interpersonales de los discípulos de Cristo.

Según Jesús, no es necesaria siquiera una mirada lujuriosa para convertir en adúltera a una persona. Basta incluso un pensamiento del corazón» M. Adinolfi, «Il desiderio della donna in Matteo 5, 28», in: Fondamenti biblici della teología morale - Atti della XXII Settimana Biblica Italiana, Brescia, 1973, Paideia, pág. 279).