4. La región del Río de la Plata

Un mundo complejo y fragmentado

Sólo en México y en Perú encontró España en América grandes sociedades organizadas. Y por eso en ambos imperios la conquista y la evangelización fueron muy rápidas. Pero en el resto de la inmensa América, con excepción de los chibchas de Colombia, los exploradores y conquistadores sólo fueron hallando un mosaico de innumerables tribus muy primitivas, sin organización alguna, sin ciudades ni comunicaciones establecidas, y casi siempre hostiles entre sí.

Para la exploración y conquista de aquel mundo tan grande, complejo y fragmentado, era preciso hacerse con cada tribu, una por una, y cuando ya aquélla quedaba pacificada por acuerdos o guerras, esta otra antes dominada se alzaba de nuevo. Éste fue el caso de la zona que con el tiempo vendría a ser el virreinato del Río de la Plata, el cual, limitando con Brasil, con el virreinato del Perú y la capitanía general de Chile, venía a comprender, al este de los Andes, las actuales naciones de Argentina y Bolivia, Uruguay y Paraguay.

Por ejemplo, en los Relatos de la conquista del Río de la Plata y Paraguay (1534-1554), escritos por el soldado bávaro Ulrico Schmidel, en los que se da cuenta de diversas exploraciones llevadas a cabo por la zona del Plata hasta los confines del Perú y el Brasil, se nos habla de indios charrúas, querandíes, curendas, quiloazas, mocoretáes, zennais salvaisco y mepenes, curemaguáes y agaces, carios, payaguáes, naperus y peysennes, timbúes, surucusis y achkeres, guajarapos, guebecusis, siberis y orthueses, jheperus y batatheis, maipais, chanés, tohonnas, peionas, maygennos, morrones, poronos y simenos, barconos, layonos, carconos y suboris, corcoquís y tupís. Con éstos había otros, como calchaquíes, chiquitos, eyiguayeguis o mbayás, abipones...

En general, estos pueblos tenían relativa abundancia de alimentos, procedentes de cultivos, caza y pesca, pero por lo demás, el desarrollo alcanzado en cerámica, artesanías y construcciones, o el grado de organización social y política, así como el nivel de conocimientos astronómicos, técnicos y religiosos, eran los correspondientes a pueblos muy primitivos. En lo moral, concretamente, las pautas conductuales de los pueblos dispersos por el Río de la Plata apenas permitían a aquellos indios, en cuestiones muy graves, distinguir el bien del mal.

Por medio de las antiguas crónicas, como las de Schmidel, Cabeza de Vaca, Díaz de Guzmán o Diego de Ocaña, conocemos la situación de las poblaciones indígenas del Plata en el siglo XVI. Y para los siglos XVII y XVIII son particularmente interesantes los informes dejados por los misioneros jesuitas de las Reducciones (1609-1767), como el paraguayo beato Roque González de Santa Cruz (1614), el peruano Antonio Ruiz de Montoya (1639), el francés Nicolás Du Toict (1673), los españoles Juan Patricio Fernández (1726) y José Sánchez Labrador (1770), Florian Paucke, natural de Silesia (1749-1767) o el alemán Martín Dobrizhoffer (1783) (+Tentación de la utopía; la república de los jesuitas en el Paraguay).

Un mundo primitivo

Desnudos en general, nómadas o agrupados en poblados de barro y paja, sujetos a terribles miedos supersticiosos, con inclinación a la pereza y a la imprevisión, a la violencia y al desorden, las poblaciones del Plata ofrecían unos rasgos socialmente primitivos y psicológicamente infantiles.

«Viven los eyiguayegis muy contentos en su innata pereza -refiere Sánchez Labrador-... Causa admiración verlos esclavos de la inacción». Sin embargo, despiertan de su letargo ante la aparición de lo nuevo: «La curiosidad de estos indios es extremada. Todo lo miran y todo lo preguntan». Cuando algo les causa admiración, «prorrumpen los hombres en esta expresión auú, y al mismo tiempo que se ponen la mano extendida en la boca, danse golpecitos como los niños cuando se alegran... El prisma les sacaba de tino, cuando veían teñidos de variedad de colores los árboles y los objetos».

Y más aún la piedra imán. No llegaba indio de fuera que «luego no nos viniese a pedir que le enseñásemos la piedra que vivía y comía hierro. Era preciso darles gusto». Fanfarrones como niños, «cuando nos hablaban, todos eran capitanes, descendientes de tales, y de una alcurnia la más sobresaliente». Ingratos, también en esto como los niños: «Creen que todo favor les es debido. Despedirles sin satisfacer sus antojos pueriles es motivo para que todo se eche en olvido y para que su ingrata condición se desfogue en este mote: acami aquilegi: tú eres mezquino y nada liberal. Cada día se nos ofrecen casos en este asunto» (+Tentaciones 83-84).

Antropofagia

En 1540, Alvar Núñez Cabeza de Vaca es nombrado Gobernador del Río de la Plata, y en sus Comentarios da muchas referencias de aquella región: «Esta generación de los guaraníes es una gente que come carne humana de otras generaciones [pueblos] que tienen por enemigos, cuando tienen guerra unos con otros; y si los cautivan en las guerras, tráenlos a sus pueblos, y con ellos hacen grandes placeres y regocijos, bailando y cantando; lo cual dura hasta que el cautivo está gordo, porque luego que lo cautivan lo ponen a engordar y le dan todo cuanto quiere comer, y a sus mismas mujeres e hijas para que haya con ellas sus placeres, y de engordallo no toma ninguno el cargo y cuidado, sino las propias mujeres de los indios, las más principales de ellas; las cuales lo acuestan consigo y lo componen de muchas maneras, como es su costumbre, y le ponen mucha plumería y cuentas blancas que hacen los indios de hueso y de piedra blanca, que son entre ellos muy estimadas».

«Y en estando gordo, son los placeres, bailes y cantos muy mayores, y juntos los indios, componen y aderezan tres muchachos de edad de seis años hasta siete, y danles en las manos unas hachetas de cobre, y un indio, el que es tenido por más valiente entre ellos, toma una espada de palo en las manos, que la llaman los indios macana; y sácanlo [al cautivo] en una plaza, y allí le hacen bailar una hora, y desque ha bailado, llega [el de la macana] y le da en los lomos con ambas manos un golpe, y otro en las espinillas para derribarle, y acontece, de seis golpes que le dan en la cabeza, no poderlo derribar, y es cosa muy de maravillar el gran testor [grosor] que tienen en la cabeza, porque la espada de palo con que les dan es de un palo muy recio y pesado, negro, y con ambas manos un hombre de fuerza basta a derribar un toro de un golpe, y al tal cautivo no lo derriban sino de muchos, y en fin al cabo, lo derriban, y luego los niños llegan con sus hachetas, y primero el mayor de ellos o el hijo del principal y danle con ellas en la cabeza tantos golpes, hasta que le hacen saltar la sangre, y estándoles dando, los indios les dicen a voces que sean valientes y se ensañen, y tengan ánimo para matar a sus enemigos y para andar en las guerras, y que se acuerden que aquél ha muerto de los suyos, que se venguen de él; y luego como es muerto, el que la da el primer golpe toma el nombre del muerto y de allí adelante se nombra del nombre del que así mataron, en señal que es valiente, y luego las viejas lo despedazan y cuecen en sus ollas y reparten entre sí, y lo comen, y tiénenlo por cosa muy buena comer de él, y de allí adelante tornar a sus bailes y placeres, los cuales duran por otros muchos días, diciendo que ya es muerto por sus manos su enemigo, que mató a sus parientes, que ahora descansarán y tomarán por ello placer» (Comentarios cp.16; el padre Ruiz de Montoya cuenta lo mismo un siglo después, Tentación... 71).

Diego de Ocaña, monje español de Guadalupe, que a fines del XVI anduvo por tierras del Plata, conoció a los indios guaraníes o chiriguanes, que «tienen a todos los demás indios por esclavos, y éstos son de más razón y más belicosos» (A través 24). «Son unos indios de guerra, los cuales la traen con otros indios que están en los Llanos. Y de todos cuantos cogen de los otros se sirven de ellos [como esclavos] y se comen muchos de ellos. Son indios fuertes y casi tan valientes como los de Chile».

A veces salen de paz a tratar con los españoles, y entonces «suelen traer de los indios que ellos tienen para comer o para su servicio; y los dan a trueco de algunos vestidos y de platos de plata, los cuales [indios esclavos] los españoles compran para servirse ellos en sus sementeras. Y esto es lícito porque si no se los compran, se los comen» (cp.29). La esclavitud justificada por la antropofagia.

El mismo Ocaña habla también de «otra nación que se llama calchaquíes. Son muy valientes. Estos comen carne humana todas las veces que la alcanzan y son muy caribes. Y los muertos no los entierran, sino se los comen; y no solamente los que matan en la guerra, sino sus mismos hijos cuando mueren, diciendo que lo que ellos parieron no se tienen de enterrar sino que ha de volver a sus vientres» (cp.24).

Crueldades

En una ocasión Cabeza de Vaca entró en contacto con los indios payaguaes, de cuyo jefe cuenta: «Este principal, aunque es pescador y señor de esta cautiva gente (porque todos son pescadores), es muy grave y su gente le teme y le tienen en mucho; y si alguno de los suyos le enoja en algo, toma un arco y le da dos o tres flechazos, y muerto, envía a llamar a su mujer (si la tiene) y dale una cuenta, y con esto le quita el enojo de la muerte. Si no tiene cuenta, dale dos plumas; y cuando este principal ha de escupir, el que más cerca de él se halla pone las manos juntas, en que escupe» (cp.49).

Las fiestas con borracheras orgiásticas son frecuentes y causan a veces terribles violencias, incluso entre amigos. Los calchaquíes, por ejemplo, al ser iniciados en los ritos supersticiosos, «se ensayan con frecuentes borracheras, y en ellas se ponen tan foroces y lúbricos cual es de esperar de hombres dados a la continua embriaguez. Apenas se calientan con el vino, se acometen unos a otros en venganza de las pasadas injurias y se disparan saetas a la cabeza; en tales combates es indecoroso huir el golpe o apartarlo con la mano, y honroso recibir heridas, derramar sangre y quedar con cicatrices en la cara» (Nicolás de Toict: +Tentación 76).

El padre Florian Paucke, a mediados del XVIII, cuando llevaba veintitrés años de misionero, todavía da cuenta de costumbres indígenas terribles, como cuando refiere que hay madres que «dan muerte no sólo a niños con defectos, sino también a criaturas totalmente sanas»:

Sucede esto, por ejemplo, si estando un niño recién nacido, el padre ha de ausentarse: entonces «el indio ordena a su mujer que mate a la criatura, orden que la madre lleva a cabo con diligencia, desnucando sin demora al recién nacido. El motivo es evitar que durante el viaje el niño sea un carga debido a su griterío y a los cuidados necesarios. Con todo, si la criatura logra sobrevivir hasta ser capaz de sonreír un poco a la madre, o posee algún rasgo que resulte del agrado del padre y de la madre, éstos se apiadan y le perdonan la vida; a un niño chillón, sin embargo, no tardan en retorcerle el pescuezo». También sucede que «cuando el marido sospecha que la criatura no es suya, ordena a la mujer que le dé muerte; ella, con tal de disipar toda duda, se presta gustosamente a estrangular al niño ante la mirada del padre». Y «en tercer lugar, cuando un hombre tiene ya demasiados hijos de una mujer, ordena a ésta que mate a todos los que nazcan... En cierta ocasión, sentí la curiosidad de saber cuántas de esas madres desnaturalizadas había en nuestra comunidad, y se me respondió que tantas como mujeres, y que algunas de ellas ya habían muerto a dos, a tres o incluso a más criaturas» (+Tentación 93-94).

Guerras

En aquellas regiones, un jefe de los indios cheneses, le contaba a Cabeza de Vaca «que en su tierra los de su generación tienen un solo principal que los manda a todos, y de todos es obedecido, y que hay muchos pueblos de muchas gentes de los de su generación, que tienen guerra con los indios que se llaman chimeneos y con otras generaciones de indios que se llaman carcaraes; y que otras muchas gentes hay en la tierra, que tienen grandes pueblos, que se llaman gorgotoquíes y payzuñoes y estaropecocies y candirees, que tienen sus principales, y todos tienen guerra unos con otros, y pelean con arcos y flechas...Y todas las generaciones tienen guerras unos con otros, y los indios contratan [intercambian] arcos y flechas y mantas y otras cosas por arcos y flechas, y por mujeres que les dan por ellos» (Comentarios cp.56).

Como en otros pueblos de las Indias, no pocas guerras procedían del deseo de comer carne humana. Así, por ejemplo, cuenta Ocaña: «Hay otra nación que se llama guaicuros y guatataes. Sirven sólamente cuando hay guerras de ayudar a los españoles, y esto sin que los llamen, sino ellos se convidan por sólo el vicio que tienen de matar y comer a los que matan, sin perdonar a ninguno; y de continuo están de noche apartados, que no se juntan con los españoles; y los demás indios los temen mucho, porque son crueles y no dan vida a ninguno de los que vienen a sus manos, mientras dura el pelear» (A través cp.24).

Este estado de guerra habitual, frecuente en pueblos muy primitivos, explica que cada generación solía vivir muy cerrada en su propio territorio, hasta el punto que muchas veces, a preguntas de los exploradores y misioneros españoles, manifestaban ignorar qué había al otro lado de los montes, o quiénes vivían allí. En este sentido, es indudable que a partir de 1492, como dije al principio, se produjo tanto para los europeos como para los indígenas de las Indias el descubrimiento de América.

Matrimonio y familia

La degradación moral de los pueblos paganos, pasados o presentes, suele tener en la violencia y el sexo sus exponentes más espectaculares, y los indígenas del Plata no eran, por supuesto, una excepción. Nicolás de Toict dice de los guaraníes que «en cuanto al matrimonio gozan de completa libertad: cada cual toma en concepto de esposas o concubinas cuantas mujeres puede conseguir y mantener. Los caciques se juzgan con derecho a las más distinguidas doncellas del pueblo, a las que ceden con frecuencia a sus huéspedes o clientes. Es tan grande su lascivia que abusan en ocasiones de sus mismas nueras. Para ninguno es afrentoso repudiar a sus mujeres o ser repudiado por éstas» (+Tentación 73).

Entre los indios chiquitos, según información de Juan Patricio Fernández, no es del todo insoportable «el venderse los unos a los otros: el padre a la hija, el marido a la mujer, el hermano a la hermana; y esto por codicia de solo un cuchillo o un hacha, o de otra cosa de poca monta, aunque los compradores sean sus mortales enemigos, que haya de hacer de ellos lo que su odio, pasión o enemistad les dictare» (+82). «A la muerte del marido -refiere Ruiz de Montoya, tratando de los guaraníes- las mujeres se arrojan de estado y medio de alto, dando gritos, y a veces suelen morir de estos golpes o quedar lisiadas» (+72)

En la crónica de Ocaña leemos que «hay otras naciones tan bestiales en sus costumbres que, por curiosidad, no se pueden dejar de decir, aunque de suyo no son honestas, por ser costumbres entre ellos muy usadas y en muchas partes y tierras. Una es, que se llaman los charrúas, que cuando cautivan a algunos españoles los llevan a sus casas; y estos indios son muy feroces y valientes, y pelean con unas bolas atadas en unas cuerdas de nervios de guanacos y de avestruz... A estos españoles que llevan presos a sus casas, como los tienen por gente que les resiste, los tratan bien y no los matan, antes les dan sus hijas para que duerman con ellos, y todas las que ellos quieren, porque queden preñadas y tengan casta de gente valiente; y cuando algún español no quiere admitir a las indias que le dan, por no morir en aquel pecado mortal sin confesión, les escupen a la cara y los tienen por gente vil y les hacen trabajar en las pescas y cazas» (cp.24).

«Hay otras naciones de chanaes y quirandíes, que tiene por costumbre venirse a ver unos con otros y pasan en canoas de una parte a otra del río; y los de la otra parte, cuando los ven venir, los salen a recibir y los llevan a sus casas, y les dan de comer o cenar. Y al tiempo de dormir se va el dueño de la casa fuera, y le entrega la misma mujer suya o alguna hija o hermana con las cuales duerme el huesped todos los días que allí está; y el otro no vuelve a su casa hasta que se va el huésped, ni a dormir ni a comer, sino que queda el huésped señor de toda la casa. Y lo mismo hacen los del otro pueblo cuando estotros van a verlos, y les pagan en la misma moneda el hospedaje» (cp.24).

Y aún «hay otra costumbre entre esta misma gente, más bestial: y es, que cuando algún cacique o algún indio principal y valiente, que ellos llaman capitanes, cuando quiere casar alguna hija con otro indio principal, da aviso por todos aquellos pueblos cómo la hija de tal cacique se quiere casar, que para tal luna acudan allá; y a ella la ponen en una casa hecha de esteras, con indias que la sirven, y no sale de allí; y mientras vienen los indios de los pueblos de alrededor, los padres cogen mucho pescado y caza, y hacen mucha chicha de maíz para celebrar la boda y darles de comer. Y el estar la hija en aquella casa de esteras es para que cuantos indios vienen de los pueblos gocen de ella como de una mujer pública de las mancebías de España, la cual admite a todos y no ha de desechar a ninguno, y los ha de recibir una vez a cada uno, y todos le van ofreciendo de lo que llevan, que son: unos, pellejos de nutrias y otros arcos y flechas y sartas de cascabeles, que son unas conchillas del río, y otros llautos de lana colorada, que son como listones [cintas] para la cabeza. Y dura el estar allí todo el tiempo que es menester, para que cada uno llegue a ella una vez. Y estas tales hijas de caciques no se casan sino ya grandes, de 20 años para arriba; y el último de todos que entra es el que está concertado para ser marido, el cual no la conoce antes ni le consienten que llegue a ella hasta entonces; y aquello que los otros indios le han dado recoge todo para él, que es el ajuar que le dan con la señora. Y con esto queda muy honrado y rico, que tal sea su salud como es su costumbre» (cp.24).

Religión

Uno de los primeros jesuítas que llegó a esta zona, Alonso de Barzana, en 1594 escribía con optimismo acerca de los guaraníes: «Es toda esta nación muy inclinada a religión, verdadera o falsa... Conocen toda la inmortalidad del alma y temen mucho las anguerá, que son las almas salidas de los cuerpos, y dicen que andan espantando y haciendo mal. Tienen grandísimo amor y obediencia a los Padres, si los ven de buen ejemplo» (Hemming, en AA, Hª América Latina 193).

Antes de llegar los misioneros, la vida religiosa de la mayor parte de estos pueblos solía estar dirigida estrictamente por los chamanes, brujos generalmente muy temidos y respetados, que procuraban mediante ritos supersticiosos la relación con el mundo invisible, y que después dieron a veces guerra muy dura a los misioneros.

Es de señalar que «ciertas coincidencias míticas y mesiánicas, que los jesuitas habían venido a encontrar entre la religión cristiana y la de los guaraníes, iban a facilitar la conquista espiritual» (Roa Bastos, Tentación 25). En efecto, tenían los guaraníes cierta idea de un Padre primordial, Ñamandú, creador de todo y origen de la palabra, esa palabra que tuvo siempre profetas fascinantes. Y perduró siglos entre ellos la esperanza mesiánica de una Tierra sin males, hacia la cual se produjeron migraciones desastrosas de «diez mil tupinamba, de 1540 a 1549, hasta el Perú, donde llegaron sólamente trescientos; y la que condujo, entre 1820 y 1912, a tres tribus guaraní del Paraná superior hasta la costa del Atlántico» (Krickeberg, Etnología... 195).

De todos modos, los datos que poseemos hoy nos llevan a estimar como muy precaria la religiosidad de estas poblaciones de la región del Plata. Por eso mismo eran en general estos indios extremadamente supersticiosos. Entre los guaraníes, «las supersticiones de los magos se fundan en adivinaciones por los cantos de las aves, chupando al enfermo las partes lesas, y sacando él de la boca cosas que lleva ocultas, mostrando que él con su virtud le ha sacado aquello que le causaba la dolencia, como una espina de pescado, un carbón o cosa semejante» (Ruiz de Montoya: +Tentación 73).

Los indios chiquitos, por ejemplo, «en materia de religión son brutales totalmente, y se diferencian de los otros bárbaros, pues no hay nación por inculta y bárbara que sea que no adore alguna deidad; pero éstos no dan culto a cosa ninguna visible ni invisible, ni aun al demonio, aunque le temen. Bien es verdad que cree son las almas inmortales», como se ve por sus ritos funerarios. «No tienen, pues, ni adoran otro dios que a su vientre [Rm 16,18; Flp 3,19], ni entienden en otra cosa que en pasar buena vida, la mejor que pueden».

Sin embargo, «son muy supersticiosos en inquirir los sucesos futuros por creer firmemente que todas las cosas suceden bien o mal, según las buenas o malas impresiones que influyen las estrellas», y si los pronósticos de los agüeros son infaustos, «tiemblan y se ponen pálidos como si se les cayese el cielo encima o les hubiese de tragar la tierra; y esto sólo basta para que abandonen su nativo suelo y que se embosquen en las selvas y montes, apartándose los padres de los hijos, las mujeres de los maridos, y los parientes y amigos, unos de otros con tal división como si nunca entre ellos hubiese habido ninguna unión de sangre, de patria o de afectos» (Juan Patricio Fernández: +Tentación 80).

A pesar de todo lo dicho, fue opinión generalizada entre los misioneros la buena disposición que estos pueblos ofrecían para recibir el Evangelio liberador de Jesucristo. Después de referir un cúmulo de datos verdaderamente deprimentes, solían siempre terminar sus cartas e informes con la profesión de muy altas esperanzas:

Beato Roque González: «Por lo demás son estos indios de buena disposición y fácilmente se les puede dirigir por buen camino. Las funciones sagradas son su gran afición... Con todo creo que en ninguna parte de la Compañía hubo mayor entusiasmo, mejor voluntad y más empeño» (+Tentación 70). Nicolás de Toict: «A pesar de las muchas necedades que van expuestas y de tal barbarie [de los guaraníes], no hay en América nación alguna que tenga aptitud tan grande para instruirse en la fe cristiana, y aun aprender las artes mecánicas y llegar a cierto grado de cultura» (+76). Juan Patricio Fernández: «Con todo eso y el no conocer ni venerar [los eyiguayeguis] deidad alguna ni hacer estima del demonio, era muy buena disposición para introducir en ellos el conocimiento del verdadero Dios», pues «estaban como una materia prima indiferente y capaz de cualquier forma», a causa de la misma precaridad extrema de sus religiosidad pagana (+82).

Difícil conquista del Río de la Plata

Las primera aproximaciones a la zona del Río de la Plata, entrando en el gran estuario, fueron realizadas por Magallanes, en 1520, y por Frey García Jofre de Loayza, en 1525, pero no dejaron consecuencias. La primera entrada considerable se produjo en 1527, cuando el veneciano Sebastián Caboto, Piloto Mayor del Rey hispano, infringiendo las instrucciones recibidas de ir al Oriente por el estrecho de Magallanes, se adentró por el río Paraná, pues había oído que conducía a la Sierra de la Plata. Bastante arriba del río encontró, al regresar, la expedición de Diego García de Moguer, ésta sí autorizada. Pero el hambre, la ignorada geografía y la hostilidad de los indios les obligó, tras graves pérdidas humanas, a regresar a España en 1529.

En 1535, el primer Adelantado, don Pedro de Mendoza, partió de España con una buena flota, compuesta por catorce naves y unos dos mil hombres, que llegaron al Mar Dulce, estuario del Río de la Plata, a comienzos de 1536. Rodrigo de Cepeda, de Avila, aquél que cuando era chico se escapó de casa con su hermanita Teresa hacia tierras de moros «pidiendo por amor de Dios que allí nos descabezasen», iba en la expedición. Y en febrero de 1536 establecieron una precaria fundación, el puerto de Nuestra Señora del Buen Aire, en zona habitada por indios charrúas, guaraníes y de otras tribus. Estos hombres tuvieron muy graves dificultades para sembrar, para cazar, para edificar, y el peor de los obstáculos fue sin duda para ellos la hostilidad de los indios querandíes, bartenis, charrúas, timbúes.

En los Relatos de Ulrico Schmidel hallamos una crónica impresionante de todo lo que allí pasaron (cp.8-11). A todo esto, el adelantado Mendoza, gravemente enfermo de sífilis, quiso volver a morir en España. Dejó a Ruiz Galán de gobernador de Buenos Aires, embarcó en 1537, y murió en la navegación. En 1541 se tomó la decisión de despoblar Buenos Aires. Entre tanto, los principales capitanes de Mendoza, el vergarés Domingo Martínez de Irala, y los burgaleses Juan de Ayolas y Juan Salazar de Espinosa, habían partido en diversas misiones de exploración o conquista. En 1537 Salazar fundó, con 57 hombres, el fuerte de la Asunción, bien arriba del río Paraná, y allí fueron a recogerse los sobrevivientes del Buenos Aires despoblado. Y más tarde llegó noticia de que Ayolas había sido matado, con todos sus hombres, por los indios naperus y payaguáes. De todos estos sucesos da también referencia detallada Ruy Díaz de Guzmán, nieto de Irala, en una crónica escrita en 1612 (La Argentina).

En 1539 se dió el mando al vasco Irala, y cuando éste pasó revista en la Asunción, cuenta Ruy Díaz de Guzmán, halló que de los 2.400 que habían entrado en la conquista, sólo tenía ya 600. Un desastre. Asunción era entonces una mínima isla de españoles perdida en un mosaico de tribus indias, unas veces aliadas, otras hostiles. Para colmo de males, era una ciudad en buena medida podrida de vicios. La costumbre indígena daba el trabajo del campo a las indias, de modo que los españoles tenían que adquirir un buen número de ellas para el trabajo de sus tierras.

En 1545, el capellán Francisco González Paniagua le escribía al Rey sin exageraciones: «acá tienen algunos setenta [mujeres]; si no es algún pobre, no hay quien baje de cinco o seis; la mayor parte de quince y de veinte, de treinta y cuarenta» (+Morales Padrón, Historia 639). Se hablaba por esos años de Asunción como del Paraíso de Mahoma.

Y cuenta Schimdel: «Entre estos indios el padre vende a la hija, item el marido a la mujer, si ésta no le gusta, también el hermano vende o permuta a la hermana; una mujer cuesta una camisa, o un cuchillo de cortar pan, o un anzuelo o cualquier otra baratija por el estilo». En 1542 llegó el segundo Adelantado, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y Asunción aumenta en cuatrocientos habitantes. Pero al año siguiente un terrible incendio destruye la ciudad de paja y madera. Alvar Núñez era hombre experimentado: más arriba recordamos (72-74), siguiendo su misma crónica Naufragios, lo que hubo de pasar, como sobreviviente, en su interminable travesía solitaria desde La Florida al sur de México. Hombre enérgico y atractivo, emprendió pronto la reconstrucción de la ciudad, esta vez en adobes, y sobre todo intentó poner límite a la inmoralidad de sus pobladores poligámicos, por lo demás, sumamente pobres.

La pobreza paraguaya era ya cosa famosa entre los españoles de las Indias. Vestidos de cueros o algodón, en chozas pobres, sin oro ni plata, malvivían de la ganadería y del trabajo agrícola de las indias. Tuvo Alvar Núñez buena política con los indios, y con la ayuda de los guaraníes, redujo a los guaycurúes, que eran tenidos por invencibles. Él mismo hizo crónica de sus aventuras, con gran viveza, en sus Comentarios. Pero una parte de los españoles, resentidos de su autoridad y deseosos de un caudillo más audaz, que les llevara a los reinos fantásticos -a la Sierra de Plata, al Reino de las Amazonas, al Imperio del Rey Blanco...-, lo apresó y lo envió a España, donde su proceso duró ocho años.

En 1544 llegó, pues, otra vez la hora de Domingo Martínez de Irala. Hubo, por cierto, muchos vascos en los comienzos del Plata. Una entrada penosísima por el Chaco, en 1547, permitió llegar a Irala con sus hombres hasta Charcas, donde los indios macasíes, cuenta Schmidel, «nos recibieron muy bien, y empezaron a hablar en español, lo que nos asustó mucho» (Relatos cp.48). Estaban, con inmensa decepción, en el Perú hispano. Otra entrada por el Chaco en 1553 fue también un desastre. Y cuando muere el gobernador Irala en 1556, se han apagado ya las ansias de Reinos fabulosos, y la gente quiere «poblar y no conquistar».

Gonzalo de Mendoza, yerno de Irala, tomó entonces el mando, pero murió pronto, en 1558. El Cabildo de Asunción eligió gobernador a Ortiz de Vergara, que sometió a los indios guayrá, y sujetó también a los guaraníes, alzados en 1563. Pronto Vergara sufre un proceso, y cuando se le restituye en el cargo, en 1567, ya la Audiencia limeña ha nombrado gobernador a Juan Ortiz de Zárate.

En estos años, el hidalgo vizcaíno Juan de Garay, partiendo de Asunción, funda Santa Fe (1573) con ochenta soldados, «todos los más hijos de la tierra», según Ruy Díaz (Argentina III,19); y vuelve a fundar Buenos Aires (1580) con sesenta y cuatro vecinos, diez de ellos españoles, los demás «mancebos de la tierra», es decir, mestizos de español e india.

Difícil y tardía evangelización

A los comienzos en el Plata, los españoles se aliaron principalmente con los guaraníes y con los guaycurúes, sobre todo con los primeros, en un mestizaje de guerra y también de sangre, del que nacieron los llamados en las antiguas crónicas «mancebos de la tierra». Y los misioneros pronto se dieron cuenta de que los guaraníes del Paraguay, así como sus parientes los carijó y los tape del Brasil meridional, también de habla guaraní, eran con bastante diferencia los indios que mejor recibían la acción evangelizadora y civilizadora. Además la lengua guaraní, de gran belleza, era sin duda entre las cien lenguas de la zona, la de mayor extensión.

De todos modos, la evangelización del Plata se presentó desde el principio como una tarea sumamente ardua y difícil, que parecía estrellarse con lo imposible. Aparte del mosaico inextricable de pueblos hostiles entre sí, apenas conocidos, y difíciles de conocer por su agresividad, se daba otra dificultad complementaria, y grave. Al carecer la tierra de riquezas mineras, el flujo inmigratorio de españoles era muy escaso, menor en cantidad y calidad que en otras zonas privilegiadas, como Perú o México. Aquí los españoles que llegaban habían de limitarse al cultivo de la tierra y a la ganadería con la ayuda, muchas veces difícil de conseguir, de los -o más bien de las- indígenas.

Todo eso explica que, a finales del siglo XVI, cuando ya en Perú y México había grandes ciudades, universidades y catedrales, en el cono Sur de América apenas se había logrado una organización aceptable de lo cívico y lo religioso. El obispado de Asunción es relativamente antiguo, de 1547, pero el de Buenos Aires es de 1620, y el de Montevideo data de 1878, pues hasta entonces Uruguay había sido un vicariato apostólico.

Los trámites civiles y religiosos eran por aquella región indeciblemente lentos... Sólo un ejemplo: La fundación de una Universidad en San Miguel de Tucumán (1763) costó a los jesuitas 13 años de memoriales, expedientes y gastos... Como veremos, sólo con las reducciones de indios, desde finales del siglo XVI, y sobre todo desde comienzos del XVII, comenzará a arraigar allí el Evangelio de Cristo. Montevideo del convento dominico (1810).

Todo había ido muy lento en el Plata durante los siglos XVI y XVII, por las dificultades aludidas, pero ya más tarde las dificultades iban a ser las propias del XVIII y XIX. En efecto, «los ministros del despotismo borbónico, que llevaban por bandera el programa de la Ilustración, se oponían a la fundación de colegios y universidades, aun sin gastos para el real erario» (Esponera Cerdán, Los dominicos y la evangelización del Uruguay 273).

Ya había quedado atrás la época en que la Corona hispana apoyaba con fuerza la evangelización, y ahora el Plata hallaba para el Evangelio las mismas dificultades que en el XVIII halló en México el beato Junípero Serra, o en el XIX en Colombia San Ezequiel Moreno.

En este mundo del Plata, tan heterogéneo, con tantos aspectos negativos, tan revuelto y desorganizado por parte de los indios y también de los españoles, ¿qué podían hacer los misioneros?...

5. Venerable Vicente Bernedo, apóstol de Charcas

Un muchacho navarro

En Navarra, las rutas del Camino de Santiago que vienen de Francia, una por Roncesvalles, y otra por Aragón, se unen en un pueblo de un millar de habitantes, Puente la Reina, que debe su nombre al bellísimo puente por el que pasan los peregrinos jacobeos. Allí, junto a la iglesia de San Pedro, en el hogar de Juan de Bernedo y de Isabel de Albistur y Urreta, nace en 1562 un niño, bautizado con el nombre de Martín, el que había de llamarse Vicente, ya dominico. Son seis hermanos, y uno de ellos, fray Agustín, le ha precedido en la Orden de Predicadores.

Conocemos bastante bien la vida del Venerable «fray Vicente Vernedo Albistur» -así firmaba él- a través de los testigos que depusieron en los Procesos instruídos a su muerte. Se perdieron los procesos informativos realizados en 1621-1623 por el arzobispo de Charcas o La Plata, pero se conservan los demás procesos (Pamplona 1627-1628, Potosí 1662-1664, La Plata 1663, Lima 1678).

Contamos también con una Relación de la vida y hechos y muerte del Venerable religioso padre fray Vicente de Bernedo, compuesta hacia 1620 por un dominico anónimo que convivió con él; y con las antiguas biografías publicadas por los dominicos Juan Meléndez (1675) y José Pérez de Beramendi (1750), así como con los excelentes estudios recientes del padre Brian Farrely, O.P., vicepostulador de su Causa de beatificación, que son la base de nuestra reseña.

De 1572 a 1578, aproximadamente, Martín estudió humanidades en Pamplona. Hay indicios bastante ciertos de que a los diez o doce años hizo «voto de castidad y religión», a la muerte, que le impresionó mucho, de un tío suyo capitán. A los dieciséis años de edad, fue Martín a estudiar en la universidad de Alcalá de Henares, y ya entonces, en el colegio universitario en que vivió, se inició en una vida de estudio y recogimiento. Recordando esta época, poco antes de morir, declaró con toda sencillez que «aunque en su mocedad y principios había tenido terrible resistencia, rebeldía y tentaciones en su carne, había vencido ayudado de Dios con ayunos y penitencias». Una vez que descubrió la inmensa fuerza liberadora del ayuno y de la penitencia, les fue adicto toda su vida.

Fray Vicente Bernedo, dominico

Tenían los dominicos en Alcalá de Henares dos casas, el Colegio de Santo Tomás y el convento de la Madre de Dios. En éste, fundado en 1566, y que vivía en fidelísima observancia regular, tomó el hábito en 1574 Agustín Bernedo. Y cuando Martín fue a estudiar en Alcalá, allí se verían los dos hermanos, y el pequeño sentiría la atracción de la comunidad dominicana. El caso es que en 1580 ingresó Martín en la Orden.

Los dominicos entonces vivían con un gran espíritu. A partir de la Observancia aceptada en España en 1502, y de la que ya dimos noticia, habían acentuado rigurosamente la pobreza, característica originaria de las Ordenes mendicantes, las penitencias corporales, y la dedicación a la oración, con una cierta tendencia eremítica, en cuanto ella era compatible con la vida cenobítica y apostólica. Taulero, la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, así como los dominicos Savonarola y Granada, eran para ellos los maestros espirituales preferidos.

Dedicados los dominicos principalmente al ministerio de la predicación, dieron mucho auge a las cofradías del Rosario y del santo Nombre de Jesús. Por otra parte, su formación intelectual venía guiada por la doctrina de Santo Tomás de Aquino, declarado Doctor Universal en 1567.

En este cuadro religioso floreciente, Martín Bernedo hizo en 1581, el 1 de noviembre, su profesión religiosa, y adoptó el nombre de Vicente. Vino así a tomar el relevo de otro gran santo dominico hispano-americano, San Luis Bertrán, que había muerto en Valencia el 9 de octubre de ese mismo año. Uno y otro, como veremos, ofrecen unos rasgos de santa vida apostólica muy semejantes. Los dos venían de la misma matriz sagrada, la fiel Observancia dominicana.

Estudios y sacerdocio

La renovación de la Orden de los Predicadores, y el auge de la doctrina de Santo Tomás, trajo consigo un notable florecimiento de teólogos dominicos, como el cardenal Cayetano en Italia, Capreolo en Francia, o en España Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Domingo Báñez. Cuando fray Vicente Bernedo pasó a Salamanca, donde siguió estudios hasta 1587, encontró a esta universidad castellana en uno de sus mejores momentos, y pudo adquirir allí una excelente formación intelectual. Fue discípulo del gran tomista Báñez, y también probablemente del famoso canonista Martín de Azpilcueta, «el Doctor Navarro», tío de San Francisco de Javier. Compañeros de fray Vicente fueron por aquellos años salmantinos los dominicos Juan de Lorenzana y Jerónimo Méndez de Tiedra, y este último sería más tarde el Arzobispo de Charcas o la Plata que le haría el primer proceso de de canonización.

En 1586 llegó el día en que fray Vicente pudo escribir a su casa esta carta dichosa: «Señora Madre: por entender que Vuestra merced recibirá algún contento de saber (que ya bendito Dios) estoy ordenado sacerdote, he querido hacerla saber a Vmd. como ya me ordené (gracias a mi Dios, y a la Virgen Santísima del Rosario, y nuestro Padre Santo Domingo) por las témporas de la Santísima Trinidad».

Primeros ministerios

En el convento de Valbuena, en las afueras de Logroño, parece ser que en 1591 tuvo ministerio fray Vicente. Consta que predicó en Olite y que allí estableció una cofradía del Rosario. Se sabe por un testigo del Proceso de Pamplona (1627) que fray Vicente «hizo en este reino de Navarra muchas cosas que dieron muestras de su mucha virtud, religión y cristiandad, como es predicar la palabra de Dios en esta Villa de la Puente y en el valle de Ilzarbe, fundando en varios lugares de dicho valle cofradías de nuestra Señora del Rosario».

Predicaban por entonces los dominicos todo el Evangelio de Cristo a través de los misterios del santo Rosario. Un testigo del Proceso potosino, el presbítero Luis de Luizaga, afirmó que fray Vicente «le enseñó a rezar el rosario del nombre de Jesús», en el que se rezaba una avemaría en lugar del padrenuestro, y en lugar del avemaría se decía «ave, benignísimo Jesús».

Sabemos que en 1595 estaba fray Vicente en el convento de la Madre de Dios, de Alcalá. Para esas fechas ya había muerto su hermano mayor, en la expedición de la Armada Invencible, y su hermano dominico, fray Agustín. No quedaban ya más hermanos que Lorenzo, fray Vicente y Sebastiana. Y fue entonces cuando fray Vicente -en el convento madrileño de Atocha, donde había muerto el padre Las Casas treinta años antes- se inscribió en una expedición misionera hacia el Perú. Pasó a las Indias en 1596 o 1597, sin que podamos precisar más la fecha y la expedición.

Cartagena, Bogotá, Lima

Cuando fray Vicente llegó al puerto de Cartagena, vió un una ciudad fuertemente amurallada, de altos contrafuertes, al estilo de Amberes o de Pamplona. El Obispo, fray Juan de Ladrada, era el cuarto pastor dominico de la diócesis, y todavía estaba viva en la zona el admirable recuerdo de San Luis Bertrán. Poco tiempo estuvo allí fray Vicente, pues en seguida fue asignado como lector, es decir, como profesor a la Universidad del Rosario, en Santa Fe de Bogotá.

Esta importante ciudad de Nueva Granada tenía Audiencia, contaba con unos seiscientos vecinos y con cincuenta mil indios tributarios. El convento dominico del Rosario, fundado en 1550, pronto tuvo algunas cátedras, y en 1580 fue constituído por el papa como Universidad. Allí estuvo el padre Bernedo un par de años como profesor.

En 1600 fue asignado a Lima, hacia donde habría partido a pie, pues esto era lo mandado en las Constituciones actualizadas de 1556: «Como ir en cabalgadura repugne al estado de los mendicantes, que viven de limosnas, ningún hermano de nuestra Orden, sin necesidad, sin licencia (cuando haya aprelado a quien acudir) o sin grave necesidad, viaje en montura, sino vaya a pie». Así pues, el padre Bernedo se dirigió a pie, por la cuenca del río Magdalena, y a través de un rosario de conventos dominicanos -Ibagué, Buga, Cali, Popayán, Quito, Ambato, Riobamba, Cuencia y Loja-, llegó hasta Lima, la Ciudad de los Reyes.

En 1600, la Archidiócesis de Lima era en lo religioso la cabeza de todo el Sur de América, pues tenía como sufragáneas las diócesis de Cuzco, Charcas, Quito, Panamá, Chile y Río de la Plata. En aquella sede metropolitana, en el III Concilio limense de 1583, se habían establecido las normas que durante siglos rigieron la acción misionera y pastoral en parroquias y doctrinas. Fray Vicente sólo estuvo en Lima unos cuantos meses.

Tenía entonces 38 años, y las edades que entonces tenían los santos vinculados a Lima eran éstas: 62 el arzobispo, Santo Toribio de Mogrovejo, 51 San Francisco Solano -que cinco años más tarde iba a producir en la ciudad un pequeño terremoto con un famoso sermón suyo-; 21 San Martín de Porres, 14 Santa Rosa de Lima, y 15 San Juan Macías, que llegaría a Lima quince años después.

En Potosí, Villa Imperial y «pozo del infierno»

Largas jornadas hizo fray Vicente, descansando con sus hermanos dominicos en Jauja, Huamanga -hoy Huancavelica- y Cuzco, caminando luego por aquellas tierras altísimas, hacia Copacabana, una doctrina de la Orden junto al lago Titicaca, y Chuquiabo, donde en 1601 se fundó el convento de La Paz, y siguiendo después hacia el convento de San Felipe de Oruro, para llegar finalmente al de Potosí.

Desde Cartagena de Indias había hecho un camino de 1.200 leguas, es decir, unos 7.000 kilómetros, mucho más largo que aquel otro viaje en el que acompañamos a San Francisco Solano desde Paita hasta el Tucumán. Por fin el padre Bernedo ha llegado al lugar que la Providencia divina le ha señalado, para que en dieciocho años (1601-1619) se gane el nombre de Apóstol de Charcas.

Potosí, a más de 4.000 metros de altura, fundada en 1545 al pie del Cerro Rico, o como le decían los indios Coolque Huaccac -cerro que da plata-, era ya por entonces una ciudad muy importante, llena de actividad minera y comercial, organizada especialmente a raíz de la visita del virrey Francisco de Toledo, en 1572, y de las célebres Ordenanzas de Minas por él dispuestas. En torno a la Plaza Mayor, hizo erigir Toledo la Iglesia Matriz, las Cajas Reales y la Casa de Moneda.

Contaba la Villa Imperial con conventos de franciscanos, dominicos, agustinos, jesuítas y mercedarios, situados en las manzanas próximas a la Plaza Mayor. Había varias parroquias «de españoles», trece para los indios que se agrupaban en poblaciones junto a la ciudad, y una «para esclavos», es decir, para los negros. Entre la ranchería de los indios y el Cerro se hallaba la tarja, casa en la que se pagaba a los mineros su trabajo semanal. En las minas los indios, obligados al trabajo por un tiempo cada año, según el servicio de mita o repartimiento, o bien contratados por libre voluntad -los llamados mingados-, laboraban bajo la autoridad del Corregidor, del alcalde de minas, de tres veedores y de ocho alguaciles o huratacamayos.

Por esos años en Potosí, a los treinta años de la fundación de la ciudad, las condiciones laborales de las minas eran todavía pésimas. Y también aquí se alzaron en seguida voces de misioneros y de funcionarios reales en defensa de los indios.

En 1575 tanto el arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa, como el Cabildo de la misma ciudad elevan memoriales sobre la situación del trabajo en las minas (Olmedo Jiménez, M., 276-278). Unos años después, en 1586, Fray Rodrigo de Loaisa escribe otro memorial en el que describe así el trabajo minero de los indios, concretamente el que realizaban en Potosí: «Los indios que van a trabajar a estas minas entran en estos pozos infernales por unas sogas de cuero, como escalas, y todo el lunes se les va en esto, y meten algunas talegas de maíz tostado para su sustento, y entrados dentro, están toda la semana allí dentro sin salir, trabajando con candelas de sebo; el sábado salen de su mina y sacan lo que han trabajado». Cuando a estos pobres indios se les predica del infierno, «responden que no quieren ir al cielo si van allá españoles, que mejor los tratarán los demonios en el infierno... y aún muchos más atrevidos me han dicho a mí que no quieren creer en Dios tan cruel como el que sufre a los cristianos».

El mismo virrey Velasco, en carta de 1597 al rey Felipe II, le pide que intervenga para reducir estos abusos, y denuncia que los indios vecinos de Potosí son traídos a las minas «donde los tienen 2, 4, 6 meses y un año, en que con la ausencia de su tierra, trabajo insufrible y malos tratamientos, muchos se mueren, o se huyen, o no vuelven a sus reducciones, dejando perdidas casa, mujer e hijuelos, por el temor de volver, cuando les cupiere por turno [la llamada mita], a los mismos trabajos y aflicciones y por los malos tratamientos y agravios que les hacen los Corregidores y Doctrinantes con sus tratos y granjerías». Nótese que alude también a los abusos de los sacerdotes encargados de las Doctrinas. En efecto, poco antes ha señalado «la poca caridad con que algunos ministros de doctrina, particularmente clérigos, acuden a los que están obligados». Los culpables de todas estas miserias tenían todavía ánimo a veces para defenderse con piadosas alegaciones, como las escritas por Nicolás Matías del Campo, encomendero de Lima, en 1603, en su Memorial Apologético, Histórico, Jurídico y Político en respuesta de otro, que publicó en Potosí la común necesidad, y causa pública, para el beneficio de sus minas. En este engendro «maquiavélico», como bien lo califica hoy el padre Farrely, el sutil encomendero se atreve a alegar que «ni la deformidad de la obra se considera, cuando se halla sana, santa y recta la intención del operante». Sic.

Recogimiento inicial

En este mundo potosino, extremadamente cruel, como todo mundo centrado en el culto al Dinero, ¿qué podía hacer el padre Bernedo, si quería conseguir que Cristo Redentor, el único que puede librar del culto a la Riqueza, fuera para los indios alguien inteligible y amable? Comenzó por donde iniciaron y continuaron su labor todos los santos apóstoles: por la oración y la penitencia.

En aquellos años el convento dominico de Potosí tenía unos doce religiosos, y el recién llegado fray Vicente, antes de intentar entre los indios el milagro de la evangelización, quiso recogerse un tiempo con el Señor, como hizo San Pablo en Arabia (Gál 1,17). Durante dos años, según refiere la Relación anónima, «tuvo por celda la torre de las campanas, que es un páramo donde si no es por milagro no sabemos cómo pudo vivir». De allí, según Meléndez, hubieron los superiores de pasarle a un lugar menos miserable, a una celda «muy humilde, en un patiecillo muy desacomodado».

Y allí se estuvo, en una vida semieremítica, pues «amaba la soledad, de tal suerte que lo más del día se estaba en su celda encerrado haciendo oración, y si no era muy conocido el que llamaba a su celda no le abría». Un testigo afirmó que «todos los días se confesaba y decía misa con grandísima devoción». También «la devoción que tuvo con nuestra Señora y su santo rosario fue muy grande, el cual rezaba cada día y le traía al cuello». Igual que en San Luis Bertrán, hallamos en el Venerable Bernedo el binomio oración y penitencia como la clave continua de la acción apostólica fecunda.

Fray Vicente, concretamente, no comía apenas, por lo que fue dispensado de asistir al refectorio común. «Su comida -dice el autor de la Relación- fue siempre al poner el sol un poco de pan, y tan poco... que apenas pudo ser sustento de la naturaleza. En las fiestas principales el mayor regalo que hacía a su cuerpo era darle unas sopas hechas del caldo de la olla antes que hubiese incorporado a sí la grosedad de la carne... Certifican los que le llevaba el pan que al cabo de la semana volvían a sacar todo, o casi todo el que habían llevado, de donde se echa de ver lo poco que comía, y lo mismo afirman los que en sus casas le tuvieron en los valles», cuando comenzó a misionar, donde «los de aquella tierra no le conocieron más cama que el suelo».

Fue siempre extremadamente penitente, como se vió -sigue diciendo el Relator- «por los instrumentos de penitencia que nos dejó: dos cilicios uno de cerdas que siempre tuvo a raíz de las carnes, y un coleto [chaleco] de cardas de alambre que el Prelado le quitó en la última enfermedad de la raíz de las carnes, cuatro disciplinas cualquiera de ellas extraordinarias con que todas o las más noches se azotaba. La una más particular es una cadena de hierro de tres ramales, limados los eslabones para que pudiesen herir agudamente; unos hierros con que ceñía su cuerpo que le quitaron de él por reliquias los seculares que en su última enfermedad le visitaron». Y es que «siempre se tuvo por gran pecador», y con razón pensaba que no podría dar fruto en el apostolado si no mataba del todo en sí mismo al hombre viejo, dejando así que en él actuase Cristo Salvador con toda la fuerza de su gracia.

Estudio y pobres

El fámulo del convento, Baltasar de Zamudio, dijo que algunas veces que acudió a la celda de fray Vicente vió «que tan sólamente tenía una tabla y sobre ella una estera en que dormía, sin otra más cosa que unos libros en que estudiaba». Oración y estudio absorbían sus horas en ese tiempo. Lo mismo dice el presbítero Juan de Oviedo: «Siempre [que] entraba en la celda del siervo de Dios padre maestro fray Vicente Vernedo, siempre le hallaba escribiendo algunos cuadernos... y otras veces lo hallaba rezando hincado de rodillas».

Como veremos, era fray Vicente muy docto en Escritura y teología, y en su labor docente de profesor escribió varias obras. Pero no por eso se engreía, sino que «era muy humilde y pacífico con todos los que le comunicaban -según Meléndez-, y los hábitos que tenía eran muy pobres y rotos». Al amor de la pobreza unía el amor a los pobres, y en todas las fases de su apostolado tuvo un especial cuidado por ellos.

Cuando salía a veces a buscar limosna para el convento, «a la vuelta del viaje preguntándole el Prior cuánta limosna traía, respondía con sumisión que ninguna; porque la que había juntado la había repartido entre los indios que había en muchos parajes, necesitados de todo, y más que los mismos frailes, a quienes lo daba Dios por otros caminos... Y esto lo sabía decir con tales afectos de su encendido fervor y celo caritativo, que no sólo dejaba pagados y satisfechos a los prelados, sino contentos y alegres, teniendo su caridad en mucho más que si trajera al convento todas las piñas y barras del Cerro de Potosí».

La testigo Juana Barrientos «vió muchas veces» que cuando «le daba limosna por las misas que le decía, el venerable siervo de Dios iba luego a la portería, y la plata la daba de limosna a los pobres que allí estaban; y así le llamaban todos "el padre de los pobres" por grande amor y caridad». Y Juan de Miranda declaró que «lo poco que tenía [fray Vicente] lo daba de limosna a los pobres que a él acudían, y no teniendo qué darles se entristecía mucho y los consolaba con oraciones, encargándoles mucho a todos no ofendiesen a su Divina Majestad».

Sin embargo, como refiere Meléndez, «no era pródigo y desperdiciado, que bien sabía cómo, cuándo y a quién había de dar limosna; porque la misma caridad que le movía... a liberalidad con sus prójimos, le había hecho profeta de sus necesidades...; y así en llegando a su celda algunos de los que gastan lo suyo y lo ajeno en juegos y vanidades, y andan estafando al mundo, a título de pobreza, respondía ingenuamente: "Perdone, hermano, que no doy para eso"; y por más que le instaban y pedían significando miserias y necesidad, se cerraba respondiendo que no daba para eso; y esto pasó tantas veces, que llegaron a entender que por particular don de Dios, conocía los que llegaban a él por vicio, o por necesidad».

Fraile predicador con fama de santo

Por lo que se ve, en estos años de recogimiento casi eremítico, fray Vicente apenas salía de su celda como no fuera a servir a los pobres. Pero también salía, como buen dominico, cuando era requerido para el ministerio de la predicación. Predicaba con un extraño ardor, con una exaltación que, concretamente al hablar de la Virgen, le hacía elevarse en un notable éxtasis de elocuencia, hasta perder la noción del tiempo: «Sucedió en una ocasión -cuenta Meléndez- que predicando el venerable en una de las festividades de nuesta Señora, se explayó de tal manera en sus encomios, que de alabanza en alabanza, se fue dilatando tanto que predicó cinco o seis horas de una vez, con pasmo de los oyentes».

Ya por estos años el padre Bernedo tenía fama de santo, hasta el punto, dice el presbítero Juan de Cisneros Boedo, que «no salía de su celda, porque en saliendo fuera del convento no le dejaban pasar por las calles porque todas las personas que lo veían se llegaban a besar la mano y venerarle, y huyendo de estas honras excusaba siempre salir de su celda».

Y otro presbítero, Luis de Luizaga, añade que «si alguna vez salía era por mandado de los prelados a algún acto de caridad, y entonces procuraba que fuese cuando la gente estaba recogida, porque todas las personas que lo veían luego se abalanzaban a besarle las manos y venerarle por santo».

Doctrinero en la parroquia india de San Pedro

Se acabaron, por fin, los años de vida recoleta. Por los años 1603 a 1606, probablemente, fue fray Vicente doctrinero de la parroquia de San Pedro, la más importante parroquia de naturales que en la zona del rancherío tenía el convento potosino de Santo Domingo. Hubo de aprender el quechua para poder asumir ese ministerio pastoral, según las disposiciones del Capítulo provincial dominicano de 1553 y las normas de los Concilios limenses (1552, 1567 y 1583). Y es sorprendente comprobar, ateniéndonos a los testimonios que se conservan de estos años parroquiales, cómo el padre Bernedo en este tiempo continuaba sus oraciones y penitencias con la misma dedicación que en sus años de recogimiento.

Así, por ejemplo, un minero del Cerro Rico, Juan Dalvis, testificó que «siendo niño de escuela se huyó de ella y se fue a retraer a la iglesia de la parroquia del señor San Pedro... y allí estaba y dormía con los muchachos de la doctrina, donde estuvo ocho días, y en este tiempo conoció allí al siervo de Dios, el cual decía su misa muy de mañana, y como este testigo no podía salir de la iglesia le era fuerza el oír misa, y con la fama que el siervo de Dios tenía de hombre santo se la llegaba a oír este testigo con más devoción, y siempre que le oyó su misa le vió este testigo patentemente y sin género de duda que el siervo de Dios, antes de consagrar y otras veces alzando la hostia consagrada, se suspendía del suelo más de media vara de alto, y así se estaba en el entre tanto que alzaba la hostia y el cáliz, y a esto, con ser la edad de este testigo tan tierna, quedaba admirado porque no lo veía en otros; y el olor que el siervo de Dios despedía era muy extraordinario porque parecía del cielo, y de noche veía que dormía en la sacristía de la parroquia sin cama ni frazada ni otra cosa que le cubriese más que su hábito, y que todas las noches se disciplinaba con unas cadenas que este testigo conoció eran por el ruido que hacían, y que lo más del día y de la noche se pasaba en oración hincado de rodillas».

Fray Vicente, como Santo Domingo de Guzmán o como San Luis Bertrán, no sabía ejercitar otro apostolado que el enraizado en la oración, al más puro estilo dominicano: contemplata aliis tradere. Después de todo, éste es el modo apostólico de Cristo, que oraba de noche, y predicaba de día (Mc 6,46; Lc 5,16; 21,37).

Misionero itinerante

El padre Bernedo fue hombre de poca salud, según los que le conocieron. Cristóbal Alvarez de Aquejos «vió que el siervo de Dios andaba siempre con poca salud, muy pálido y flaco, y que padecía muchas incomodidades de pobreza, y todas éstas le veía que llevaba con grande paciencia y sufrimiento, resignando toda su voluntad en las manos de Dios». Al menos ya de mayor, según recuerdo de Juan de Oviedo, presbítero, «era muy atormentado de la gota, enfermedad que le afligía mucho».

Con esta poca salud, y con una inclinación tan fuerte al silencio contemplativo ¿podría este buen fraile dejar su convento, o salir del marco estable de su doctrina de San Pedro, y partir a montañas y valles como misionero entre los indios? Así lo hizo, con el favor de Dios, largos años, alternando los viajes de misión con su labor docente de profesor de teología.

En efecto, a partir de 1606 y desde Potosí, fray Vicente salió a misionar regularmente, por el sur hasta el límite de los Lípez con la gobernación de Tucumán, por los valles subandinos de la región de los Chibchas, y al este por la provincia de Chuquisaca, hasta la frontera con los chiriguanos. Contra toda esperanza humana, anduvo, pues, en viajes muy largos, a través de alturas y climas muy duros y cambiantes. Y viajando siempre a lo pobre.

Juan Martínez Quirós recuerda haberle visto en Vitiche, cómo «andaba tan pobremente por los caminos con un mancarrón [caballejo] y una triste frazada con que se cobijaba, y dondequiera que llegaba aunque le daban cama no la quería recibir y dormía en el suelo sin poner debajo cosa chica ni grande». Según un Interrogatorio preparado para el Proceso de 1680, se iba fray Vicente por las zonas indias «pasando grandísimo trabajo en todos los caminos, guardando en todos ellos el mismo rigor, y aspereza, silencio, y pobreza que en su celda, pasando las más de las noches en oración, y teniendo siempre ayunos continuos, y casi siempre de pan y agua, sin querer recibir de nadie otro regalo ninguno más que pan». Predicaba donde podía, fundaba a veces cofradías del Rosario y del Nombre de Jesús en los poblados de indios y españoles, «y a veces -dice el mismo Martínez Quirós- se ponía junto al camino real y viendo que pasaba alguna persona se le llegaba a preguntar con toda modestia y humildad de dónde venía y del estado que tenía, y conforme a lo que le respondía contaba un ejemplo, instruyéndoles en las cosas de Dios y de su salvación».

El padre Bernedo, como sus santos hermanos mendicantes Luis Bertrán o Francisco Solano, aunque misionara entre los indios, llevaba su celda consigo mismo, y evangelizaba desde la santidad de su oración. Y esto lo mismo en la ciudad que en la selva o en las alturas heladas de la cordillera andina.

En los Lípez, concretamente, según recuerdo del minero Alonso Vázquez Holgado, «en su cerro de Santa Isabel, que es un paraje en todo extremo frígido, por ser lo más alto, estaba también allí en un toldo el venerable siervo de Dios fray Vicente Bernedo, de noche; y llamándole los mineros que estaban allí en una casa pequeña, para que se acogiese en ella por el mucho frío que hacía y para darle de cenar de lo que tenían, se excusó cuanto pudo el dicho siervo de Dios, con que no tuvo lugar de que entrase en la casa. Y después, acabado de cenar, salieron fuera algunas personas de las que habían estado dentro, y este testigo se quedó en la casa; y de allí a un ratito volvieron a entrar diciendo cómo habían visto a fray Vicente... de rodillas, haciendo oración, sin temer el frío que en aquel paraje hacía, de que quedaron admirados porque el páramo y frío que allí hace era tan grande que algunas veces sucedió hallar muertas a algunas personas de frío en aquel paraje». A muchos miles de metros de altura, con un frío terrible, orando a solas, de noche, en un toldo... Ésta es, sin duda, la raza de locos de Cristo que evangelizó América.

Retiros largos y resurrecciones

A veces fray Vicente, durante sus travesías misioneras, se detenía una temporada en un lugar para hacer un retiro prolongado. Su «compadre» Pérez de Nava, en el Proceso potosino, comunica este recuerdo:

«Este testigo tenía su casa en el valle de Chilma, provincia de Porco, donde el siervo de Dios estuvo cinco o seis meses retirado en sus ejercicios, y en este tiempo vio este testigo que nunca salió de un aposentillo en que se hospedó, porque se estaba todo el día y la noche en oración y tan sólamente comía de veinte y cuatro a veinte y cuatro horas un poco de pan y agua; y estando en este paraje y casa sucedió que en un río que estaba allí cerca se ahogó un muchacho indiezuelo que sería de edad de tres a cuatro años, y con aquella lástimas sus padres, con la grande fama que el siervo de Dios tenía de hombre santo, se lo llevaron muerto y le pidieron intercediese con nuestro Señor para que le diese vida, y el siervo de Dios movido de piedad, cogió al muchacho y lo entró dentro de su aposento, y todos los presentes se quedaron fuera, y luego dentro de dos o tres horas poco más o menos volvió el siervo de Dios a salir del aposento trayendo al muchacho, que se llamaba Martín, de la mano, vivo y sin lesión alguna, y se lo dió a sus padres diciéndoles que diesen gracias a Dios por aquel suceso, de que todos y este testigo quedaron admirados y con mayor afecto lo llamaban "el padre santo"».

En otra ocasión, probablemente un año antes de morir, el padre Vicente Bernedo, en el valle de Vitiche, resucitó a la señora Francisca Martínez de Quirós, y el proceso informativo potosino de 1663 recogió todos los datos del caso.

Los chiriguanos, sueño imposible

La zona misional más avanzada era la ocupada por los indios chiriguanos, grupo numeroso de la familia tupiguaraní, procedentes del Guayrá o Paraguay. Eran éstos muy aguerridos, y había sometido a los chanes o chaneses, a quienes tenían como esclavos. Por los autores de la época sabemos que eran antropófagos, y también sabía esto fray Vicente, como lo expresa en una carta a Felipe III: «Cuando un chiriguana se enoja, coge un hacha o maca y mata al esclavo; y cuando a una vieja le da gana de comer carne humana matan al esclavo que se le antoja y se lo dan a comer; y cuando muere algún chiriguana natural, o su mujer, o hijo, o hija, matan algunos esclavos para enterrarlos con ellos, demás que en unas tinajas grandes que tienen para este ministerio meten vivos a los muchachos y muchachas e indios mayores y alrededor de la sepultura ponen estas tinajas en cada una un esclavo o una esclava y con la chicha y maíz que les ponen les encierran allí hasta que mueran».

Eran los chiriguanos muy astutos y simuladores, como se vió en varias ocasiones, lo que les hacía aún más peligrosos. Una vez, parlamentando con una expedición de españoles, dijeron que, en tanto los soldados estuvieran con sus arcabuces armados, no podían atender las razones evangelizadoras del padre Rodrigo de Aguilar, que les hablaba en chiriguano. Fray Rodrigo pidió a los soldados que apagaran las mechas de sus armas, y en cuanto lo hicieron éstos, un chiriguana le abrió en dos la cabeza al dominico de un golpe de macana. Este bendito mártir, el padre Rodrigo de Aguilar, era precisamente el confesor del padre Bernedo.

Pues bien, fray Vicente intentó en varias ocasiones evangelizar a estos chiriguanos terribles, internándose muy adentro por sus zonas, más allá del Río Grande. Sufría mucho de verles cerrados todavía al Evangelio, y también le afligía mucho la suerte de quienes caían en sus manos. Pero lo mismo que Santo Domingo no pudo pasar a evangelizar a los cumanos, a pesar de su deseo, tampoco pudo fray Vicente llevar adelante su heroico proyecto. Otros hermanos suyos dominicos lo intentarían, animados por su ejemplo. En todo caso, este impulso suyo sostenido hacia los chiriguanos, es una confirmación de lo que aseguran, según Meléndez, los testigos que le conocieron: «Fueron grandísimas las ansias que tuvo de padecer martirio... Faltó al ánimo el martirio, pero no al martirio el ánimo».

Teólogo y escritor

Fray Vicente, que traía una excelente formación bíblica y teológica de las universidades de Alcalá y de Salamanca, tuvo el grado de lector, y en las Indias ejerció como profesor de teología primero en Bogotá (1598-1599), y posteriormente, ya asignado a Potosí y alternando con sus viajes misioneros, ejerció la docencia en la próxima ciudad de La Plata, o Chuquisaca (1609-1618), en el Estudio General que allí tenían los dominicos desde 1606.

Aque fraile tan orante, que ya en su celda primera de Potosí estaba «siempre escribiendo cuadernos», tenía una muy considerable erudición teológica, y dejó escritos no sólo una serie de sermonarios y cartas, sino también unos comentarios a la Suma Teológica de Santo Tomás -al estilo de Báñez, con cierta originalidad a veces-, junto con «pareceres innumerables», como dice él mismo en su carta de 1611 a Felipe III.

Estos pareceres, que se escribían por iniciativa propia o en respuesta a consultas oficiales, eran sentencias, cuidadosamente argumentadas, sobre cuestiones candentes del momento. Era norma de aquella Provincia dominica que ningún religioso «que no fuese, o hubiese sido lector o graduado» dictara pareceres. El padre Bernedo, en una prosa más bien pesada y farragosa, muestran en estos escritos un espíritu lúcido y ardiente, atento a las cuestiones de su época, atrevido y duro a veces en la expresión, como cuando arremete contra ciertos jueces poco escrupulosos, que medran con sus granjerías. A éstos les llama a la restitución: y «si no lo hicieren, escribe, con la plata que llevaron o mejor decir sin ella se irán al infierno».

Siempre el mismo

Durante este último decenio, junto a sus labores docentes y sus viajes misionales, también ejercía fray Vicente, como buen dominico, el ministerio de las predicaciones festivas y ocasionales. Recogeremos sólamente un testimonio, el del maestro pintor Miranda, que según su declaración,

«conoció al siervo de Dios tiempo de cuatro años antes de que muriese, y siempre reconoció en él una vida ejemplar y santa, porque siendo este testigo mayordomo de la fábrica de la parroquia del señor San Pedro, que es de religiosos del orden de Predicadores [y de la cual fray Vicente estuvo encargado unos años], vio que el siervo de Dios fue a la parroquia a decir un novenario de misas a la Virgen en la Candelaria, el cual tiempo asistió en la sacristía, donde dormía y estaba todo el día, y que no tenía cama ni otra cosa alguna más de que dormía en el suelo, y este testigo, como tal mayordomo de la fábrica y que estaba todo el día en la parroquia, le asistía y servía, y así vió lo referido y que todo su sustento era de veinte y cuatro a veinte y cuatro horas dos huevos duros sin querer recibir otra cosa de sustento por tenue que fuese; y que con la grande opinión y fama que tenía de santo acudían a él los indios de la parroquia que estaban enfermos que sus hijos estaban ya desahuciados y sin esperanza de vida, y el siervo de Dios con mucho amor y caridad los recibía y consolaba, y vió este testigo en muchas ocasiones que con sólo una bendición que les echaba sanaban y se iban con entera salud dando gracias a Dios y aclamando en voces altas: "El santo padre nos ha dado salud", y esto era muy público y notorio en toda esta Villa».

Y sigue informando: «Todo el tiempo que el siervo de Dios asistió en la parroquia de San Pedro, este testigo le ayudaba la misa que decía sin perder ninguna, y que en ellas le veía que antes de consagrar, y otras veces habiendo ya consagrado, se suspendía del suelo más de media vara en alto, y así se estaba un gran rato, de que este testigo y todos los circunstantes quedaban admirados y dando gracias a Dios de tener en esta Villa un religioso santo y de tan loable vida. Y asimismo vió este testigo todas las noches las pasaba en oración, hincado de rodillas y a ratos en parte oculta se disciplinaba. Y estando haciendo oración una noche en la iglesia, vió este testigo que el siervo de Dios también estaba suspendido del suelo más de media vara. Y todo lo referido lo veía este testigo porque, como tiene dicho, le asistió como mayordomo de la fábrica, pues dormía dentro de la iglesia, con que tenía particular cuidado en reparar en las acciones del siervo de Dios».

Éxtasis final y muerte

Permite Dios a veces que hombres santos tengan intenciones que no coinciden con las divinas, y así ellos, que han mostrado con frecuencia dotes proféticas de discernimiento respecto de otras personas, yerran en alguna cosa sobre sí mismos. El 1 de enero de 1619 escribe fray Vicente una carta en la que manifiesta su intención de pasar a España con objeto de hacer imprimir allí sus escritos, y para ello obtuvo licencia del provincial y consiguió limosnas para costear el viaje y para editar sus libros. Pero el 10 de agosto de ese mismo año cayó enfermo. El autor anónimo de la Relación potosina, testigo directo, narra con todo detalle cuanto presenció aquellos días:

Aún celebró misa el día 13, pero sufrió un desmayo y apenas pudo acabarla. Hubieron de llevarle a su celda, «donde se estuvo el siervo de Dios recostado sobre la misma tabla en que dormía cuando sano, vestido todo éste. No bastaron con él razones ni ruegos a que se dejase desnudar ni para que tomase otra cama, hasta que el padre prior se lo mandó por obediencia, y luego sin replicar como obedientísimo consintió que le desnudásemos y que le pusiésemos sobre un bien pobre colchón que se tomó de la cama de otro religioso».

Próximo a la muerte, seguía siendo el mismo de siempre. «Su silencio fue el mismo que tuvo en salud, pues jamás habló si no fue respondiendo entonces sólo lo necesario, o en cosas precisas a las necesidades naturales o edificativas de sus hermanos. Y a los seglares que le visitaban su paciencia fue rarísima, que jamás se quejó ni aún dió señal por donde pudiésemos colegir que tenía algún dolor».

Siempre observante, procuró guardar las normas del ayuno, y hasta la misma víspera de su muerte rezó las Horas litúrgicas y se confesó diariamente con toda devoción. «El viernes [16] viéndose muy afligido y cierta ya, a lo que entendemos, su partida, al padre prior y algunos religiosos de este convento, entre los cuales por mi dicha me hallé yo, y con notable encogimiento, humildad y vergüenza, nos dijo que por la misericordia de Dios nuestro Señor y con su gracia, había guardado hasta aquel punto el precioso don de la virginidad». También confesó, para honra de Dios y de la Orden dominicana, que «hacía muchos años que se conservaba limpio sin mancha de culpa mortal, y preguntado si esto era así, por qué frecuentaba tan a menudo el sacramento de la penitencia, respondió que por los veniales, que era insufrible carga, y por el respeto que se ha y debe tener a la presencia de Cristo nuestro bien en las especies sacramentales del Altar... También declaró el insaciable deseo que reinaba en su alma de padecer martirio por su ley o su fe».

«El sábado [17] a poco más de mediodía le dió un parassismo, a nuestro parecer, que en realidad de verdad no fue sino rapto que él tuvo abstraído de los sentidos por espacio de media hora, poco más, que fue el tiempo en que el convento hizo la recomendación del alma según y como en el Orden se acostumbra. Tiróle el padre prior del brazo, y con esto volvió en sí, y dijo a su confesor que el padre prior despertándole le había quitado todo su bien; y en confesión le dijo y declaró que en aquel tiempo que estuvo sin sentidos había visto a la Santísima Trinidad, a la Virgen Sacratísima nuestra Señora y a nuestro glorioso Santo Domingo, que le habían consolado y animado». Y el lunes 19, poco después de que, convocada la comunidad, se hiciera la recomendación de su alma, «la dió él con extraña paz y serenidad a Dios cuya era».

Las exequias fueron las de un santo reconocido como tal por todos, desde el Cabildo de la ciudad hasta el último niño. «Los más no le sabían más nombre que "el padre santo de Santo Domingo"». Un año y cuatro meses después, poco antes del Proceso que se le inició, trasladaron sus restos para colocarlos bajo el altar de una capilla, donde mejor pudieran ser venerados. El arzobispo Méndez de Tiedra, su antiguo compañero de Salamanca, el Cabildo, Comunidades religiosas, caballeros y pueblo, asistieron al solemne acto, y «le hallaron tan incorrupto como si en aquel mismo día acabara de morir».

A comienzos de 1991 la Iglesia reconoció públicamente las virtudes heróicas del Venerable siervo de Dios, religioso de la Orden de Predicadores, fray Vicente Bernedo, navarro de Puente la Reina.