3.
San Pedro Claver, esclavo de los esclavos
Doctrina de la esclavitud
Los pensadores paganos de la antigüedad, siguiendo a Aristóteles (Política I, 2 y 5), estiman que la esclavitud es de derecho natural, es decir, conforme a la natura del hombre. Y la Iglesia antigua, fiel a la Biblia, se preocupa principalmente de liberar al hombre de la esclavitud del pecado, que hace al hombre esclavo de sus pasiones y del demonio (Jn 8,32.44; 1Jn 3,8; Rm 6,16; 2Pe 2,19), y de afirmar que es igual en Cristo la dignidad de quienes son esclavos o libres en la sociedad civil (1Pe 2,18-19; 1Cor 7,20-24; Gál 3,26-28).
En las celebraciones litúrgicas no se separan
libres y esclavos; el matrimonio de los esclavos es tenido por válido; los
esclavos tienen acceso a los cargos de la Iglesia; el papa San Calixto, por
ejemplo, había sido esclavo.
La Iglesia pretende así dos cosas: primera, que todos los hombres -todos ellos espiritualmente esclavos, tanto los esclavos como los libres-, vengan a ser en Cristo espiritualmente libres; y segunda, que el esclavo social sea tratado con toda caridad, «como a hermano muy amado» (Flm 16).
Pronto estos ideales obtuvieron realización histórica, y a partir del siglo IV, gracias a la Iglesia, se fue generalizando cada vez más la manumisión de esclavos. De este modo, al prevalecer el cristianismo sobre el paganismo antiguo, se produjo un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad, la desaparición de la esclavitud en el milenio medieval cristiano, un dato impresionante muchas veces ignorado.
Régine Pernaud dedica el capítulo V de su
libro ¿Qué es la Edad Media? a demostrar la afirmación precedente. «La
esclavitud es, probablemente, el hecho que más profundamente marca la
civilización de las sociedades antiguas. Sin embargo, cuando se analizan los
manuales de historia, se observa con sorpresa la discreción con que tal hecho
se evoca; y la sorpresa aumenta al ver la extraña reserva con que se trata la
desaparición de la esclavitud al comienzo de la Edad Media y más aún su
brusca reaparición a principios del siglo XVI... Si uno se entretiene, como
yo lo he hecho, en revisar los manuales escolares de las clases secundarias, se
comprueba que ninguno de ellos señala la desaparición progresiva de la
esclavitud a partir del siglo IV. Evocan con dureza la servidumbre medieval,
pero silencian por completo -lo que resulta paradójico- la reaparición de la
esclavitud en la Edad Moderna» (125), cuando el paganismo incipiente del
Renacimiento va desmoronando la cristiandad medieval. En línea con tal actitud,
«traducen la palabra siervo -servus- por esclavo. Contradicen
formalmente la historia del derecho y de las costumbres que evocan, pero se
quedan tan tranquilos... La realidad es que no hay punto de comparación entre
el servus antiguo, el esclavo, y el servus medieval, el siervo, ya
que el primero era una cosa y el segundo un hombre» (126-127).
En este sentido advierte José Luis Cortés López,
refiriéndose a los términos siervo-cautivo-esclavo, que «estas tres
palabras que hoy día pueden parecer sinónimas, debieron tener acepciones
diferentes, pero en los documentos no aparecen bien delimitadas por lo que
pueden originar errores de interpretación» (La esclavitud...16). Por
lo que a los autores escolásticos se refiere, cuando ellos hablan de la condición
del servus, hay que entender en principio que están hablando de los siervos
medievales, no de los esclavos del mundo pagano antiguo o contemporáneo.
Es significativo en esto que precisamente «la palabra esclavo se va
imponiendo abrumadoramente y en gran cantidad de documentos del siglo XVI»
(18). Predominó desde entonces el término esclavos porque eran
conscientes de que se trataba de una categoría distinta de los siervos
medievales.
Por lo que a la doctrina se refiere, los teólogos y juristas cristianos, y entre ellos Santo Tomás, estiman que la servidumbre «no podía existir en el estado de inocencia» (STh I,96,4), como tampoco existía el vestido. La servidumbre, servitus, «no fue impuesta por la naturaleza, sino por la razón natural para utilidad de la vida humana. Y así no se mudó la ley natural sino por adición» (I-II,94, 5 ad3m), como sucedió con el vestido. Por eso «la servidumbre, que pertenece al derecho de gentes, es natural en el segundo sentido, no en el primero» (II-II,57, 3 ad2m; +S. Buenaventura, S. Antonino de Florencia, Vitoria, Báñez, Sánchez, Lessio, Suárez, etc.).
En algunas circunstancias la servidumbre puede ser incluso «no sólo lícita, sino también fruto de la misericordia», como cuando ella conmuta una pena de muerte o por ella se libra a la persona de una opresión mayor (Domingo de Soto, Iustitia et iure IV,2,2). Este aspecto penal de la servidumbre es claro en Santo Tomás, para el que «la servidumbre es una cierta pena determinada, que pertenece al derecho positivo, pero procede del natural» (In IV Sent. lib.IV, dist. 36, 1 ad3m).
Las principales causas legítimas de la
servidumbre o de la esclavitud eran la guerra, la sentencia penal y la
compraventa, y todavía en 1698 estas tres -iure belli, condemnatione
et emptione- eran consideradas como lícitas en la Sorbona (+Cortés López,
38).
La guerra,
siempre, claro está, que fuera justa, podía y solía producir esclavos lícitos,
pues mediante ella los prisioneros, por un tiempo o para siempre, quedaban
cautivos bajo el dominio del vencedor, y como sucede hoy en las cárceles,
despojados de importantes libertades civiles.
La sentencia penal por
graves delitos también podía reducir a esclavitud lícitamente, viniendo a ser
entonces una pena semejante a la cárcel perpetua, aunque normalmente mucho más
benigna.
La compraventa
podía, en fin, dar lícito origen a esclavos, siempre que se cumplieran ciertas
exigencias: mayoría de edad del vendido, beneficio real para él, etc.
Ésta venía a ser la mentalidad europea sobre la esclavitud que tenían los laicos y religiosos en las Indias del siglo XVI, y aún duró mucho tiempo. Y era ésta también la mentalidad de los indios de América. Ellos también tenían esclavos por compra, por castigo penal o por guerra -aunque en muchas zonas lo más común era que los prisioneros de guerra fuesen sacrificados-. Y así en los mercados indígenas los esclavos eran comprados normalmente para el servicio o para ser sacrificados y comidos (F. Hernández, Antigüedades de México, cp.11.). Bernardino de Sahagún precisa que en el tianguis azteca, concretamente, el traficante de esclavos era el «mayor y principal de todos los mercaderes» (Historia X,16).
Práctica de la esclavitud
Por lo que se refiere a la práctica histórica, hallamos en la antigüedad la esclavitud en todas las culturas, aunque con modalidades muy diversas. Las mismas fronteras verbales entre las palabras siervos, cautivos y esclavos son bastante difusas. El imperio romano en su apogeo tenía 2 o 3 millones de esclavos, es decir, éstos eran un 35 o 40 % de su población (Klein, La esclavitud... 15).
En la Europa cristiana medieval la esclavitud declina hasta casi desaparecer en muchos lugares. Pero reaparece poco a poco en la Europa renacentista, en Italia, durante los siglos XIII al XV, por sus relaciones comerciales con Oriente, y en Portugal, desde mediados del XV, por su comercio con Africa. En ciertas familias ricas de la aristocracia o del comercio tener un esclavo -un eslavo blanco oriental o uno negro africano- contribuye no sólo a prestar unos servicios domésticos, sino sobre todo a dar una nota exótica de distinción.
Europa, a partir del XVI, admite sin mayores problemas el crecimiento de la esclavitud, que se multiplica después más y más. Entonces la esclavitud, más o menos como hoy el aborto, llega a verse como un mal admisible y justificable.
«La esclavitud del negro como institución -afirma Enriqueta Vila Villar- era, en esta época, un hecho admitido por todos. Los teólogos y la iglesia en general mantuvieron diferentes tendencias: algunos cerraron los ojos ante ella y se abstuvieron de ningún comentario; otros se procuparon de denunciar la violencia de la trata, y otros se detuvieron a hacer un inventario de las ventajas y los inconvenientes, llegando a reconocer la necesidad de mantener el «statu quo» establecido. Entre los primeros se podría citar al padre Vitoria; entre los segundos a Tomás de Mercado, Alonso de Sandoval, Bartolomé de Albornoz y el jesuita Luis de Molina, por destacar los más conocidos; y entre los terceros al también jesuita padre Vieira, que consideraba indispensable la esclavitud como único medio de mantener [en Brasil] la economía del azúcar y los intereses de la propia Compañía. Aunque este último, después de un profundo estudio, condena los métodos empleados en el tráfico negrero» (Hispanoamérica y el comercio de esclavos 4).
El sevillano dominico Tomás de Mercado
(+1575), profesor en la universidad de México, considera que «la venta y
compra de negros en Cabo Verde es de suyo lícita y justa», pero «supuesta la
fama que en ello hay y aun la realidad de verdad que pasa, es pecado mortal y
viven en mal estado y gran peligro los mercaderes de gradas que tratan de sacar
negros de Cabo Verde» (Suma de tratados y contratos II,21). Lo mismo
piensa el padre Las Casas, que estima que «de cien mil no se cree ser diez legítimamente
hechos esclavos» (Historia de las Indias I,27).
Ésta es también una convicción popular bastante
generalizada en esa época. Don Quijote dice liberar a los galeotes «porque me
parece duro hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres» (I,22). Y,
como ocurre siempre, los cristianos mejores son los que menos toleran los
males de su siglo, aunque estén muy generalizados. Así, por ejemplo, el padre
de Santa Teresa, según ella misma cuenta: «Era mi padre hombre de mucha
caridad con los pobres y piedad con los enfermos, y aún con los criados; tanta,
que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran
piedad. Y estando una vez en casa una -de un su hermano- la regalaba como a sus
hijos; decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piedad» (Vida
1,2).
En un discurso histórico en la isla senegalesa de Gore (22-2-1992), Juan Pablo II lamentaba profundamente que «personas bautizadas» hubiesen tomado parte en el «escandaloso comercio» de la esclavitud, y recordaba que ya Pío II en 1462 había condenado su práctica, como también la condenaron posteriormente varios Papa: Pablo III (1537), Urbano VIII (1639) o Benedicto XIV (1741). Tras una intervención de Pío VII, publicó Gregorio XVI una encíclica contra la esclavitud en 1837. Llegaron los Papas en ocasiones a imponer la excomunión a quienes tuvieren esclavos, pero muchos católicos resistieron medida tan radical, alegando que ello produciría el retraso de las naciones católicas, ya que las protestantes no tenían ese impedimento.
Durante tres siglos y medio, 10 o 15 millones de negros africanos fueron trasladados forzosamente a América como esclavos (Klein 25)... ¿Cómo pudo resistir la conciencia cristiana un crimen histórico tan horrible? Lo toleró sin perder por eso el sueño. La conciencia renacentista e ilustrada era mucho menos cristiana que la conciencia medieval.
La conciencia de aquellos cristianos toleró la esclavitud más o menos como la conciencia actual de muchos cristianos e ilustrados filántropos ha resistido que el comunismo haya matado más de cien millones de hombres, sin mayores aspavientos, o como tolera que la matanza de los niños inocentes, por el aborto, se haya hecho legal y subsidiada.
Un estudio de la Universidad Católica de Roma
afirma en 1997 que cada año el aborto legal acaba con la vida de cuarenta
millones de niños en todo el mundo -100.000 al día-, y que en algunos países
el número de abortos llega a triplicar el de los nacimientos. La mayoría de
las civilizadas conciencias actuales toleran estas matanzas con toda paz.
Incluso se indignan con quienes pugnan por detenerlas.
La esclavitud de indios en América
En los primeros años de la conquista de América, «los españoles legitimaban la esclavitud del mismo modo que lo hacían los indígenas. En el caso español se trataba de una institución practicada por todos los europeos y los musulmanes entre sí y con los africanos, y desde luego representaba un derecho de guerra reconocido universalmente y que sólo la Corona interrumpió con los indios americanos cuando dispuso prohibirla» (Esteva Fabregat, La Corona española y el indio americano 175-176).
Hernán Cortés, por ejemplo, cuando se disponía a conquistar la región de Tepeaca, después de la Noche Triste, le escribía a Carlos I con toda naturalidad: «Hice ciertos esclavos, de que se dio el quinto a los oficiales reales»... De ellos se ayudaban los conquistadores como guías, porteadores y constructores, y a veces incluso como fieles guerreros aliados. El problema moral de conciencia por entonces -como en los tiempos de San Pablo- no se planteaba, en modo alguno, sobre el tener esclavos, sino sobre el trato bueno o malo que a los esclavos se daba.
Así las cosas, «si los indios coincidían con
los combatientes españoles en cuanto a considerar legítimo el derecho a tener
esclavos a los que les hacían la guerra, la Iglesia y la Corona tuvieron que
empeñarse no sólo en una lucha ideológica con los diversos grupos y culturas
indígenas, sino que también se vieron obligados a convencer a sus propios españoles
acerca de que el indio debía ser una excepción en lo que atañe a esclavitudes
y servidumbres. Ambos, indios y españoles, tuvieron que ser reeducados
en función de la confluencia de una nueva ética: la que se fundaba en el
cristianismo y en la igualdad de trato entre cristianos» (Esteva 167).
En este sentido, «lo que aprendieron [los indios] de los españoles fue precisamente el protestar contra la esclavitud y el tener derecho a ejercer legalmente acciones contra los esclavistas» (168). Y éste, como veremos, fue ante todo mérito de la Iglesia y de la Corona.
Como es natural, el empeño por cambiar la mentalidad de indios y españoles sobre la esclavitud de los naturales de las Indias hubo de prolongarse durante varios decenios, pero se comenzó desde el principio. En efecto, los Reyes Católicos iniciaron el antiesclavismo de los indios cuando Colón, al regreso de su segundo viaje (1496), trajo a España como esclavos 300 indios de La Española, y le obligaron a regresarlos de inmediato, y como hombres libres.
Alertados así sobre el problema, los Reyes dieron en 1501 rigurosas instrucciones al comendador Nicolás de Ovando, en las que insistían en que los indios fuesen tratados no como esclavos, sino como hombres libres, vasallos de la Corona. Recordaremos aquí brevemente las acciones principales de la Iglesia y la Corona para la liberación de los indios.
Por parte de la Iglesia,
el combate contra la esclavización de los indios vino exigida tanto por
misioneros como por teólogos y juristas. La licitud de la esclavitud, según
hemos visto, estaba por entonces íntimamente relacionada con la cuestión gravísima
de la guerra justa, y ésta con el problema de los títulos lícitos
de conquista, como ya vimos brevemente más arriba (53-56). Pero, en
referencia directa a la esclavitud de los indios, hemos de recordar, por
ejemplo, el sermón de Montesinos (1511), la enseñanza del catedrático
salmantino Matías de Paz (1513), la carta de fray Juan de Zumárraga, primer
obispo de México, al virrey Mendoza; la carta de los franciscanos de México al
Rey, firmada por Jacobo de Tastera, Motolinía, Andrés de Olmos y otros; las
intervenciones de Las Casas; las tesis de la Escuela de Salamanca, encabezada en
esta cuestión por Diego de Covarrubias y Leyva, contra Sepúlveda, apoyadas por
Soto, Cano, Mercado, Mancio, Guevara, Alonso de Veracruz (+Pereña 95-104); y
poco más tarde las irrefutables argumentaciones del jesuita José de Acosta,
apoyadas en buena medida en Covarrubias.
Por parte del Estado,
recordaremos primero las numerosas y tempranas intervenciones antiesclavistas de
altos funcionarios reales, algunas de las cuales ya hemos referido más
arriba (45-47). Núñez de Balboa, por ejemplo, en 1513, escribe al Rey desde el
Darién, quejándose del mal trato que Nicuesa y Hojeda dan a los indios, «que
les parece ser señores de la tierra», y que una vez que se hacen con los
indios «los tienen por esclavos» (Céspedes, Textos 53-54). En 1525, a
los cuatro años de la conquista de México, don Rodrigo de Albornoz, contador
de la Nueva España, escribe también al Rey, denunciando que con la costumbre
de hacer esclavos «se hace mucho estrago en la tierra y se perderá la gente de
ella y los que pudieran venir a la fe y dominio de V. M., si no lo mandare
remediar luego y que en ninguna manera se haga sin mucha causa, porque es gran
cargo de conciencia» (+Castañeda 65-66). Unos diez años más tarde, don Vasco
de Quiroga, oidor real en México, refuta uno tras otro con gran fuerza
persuasiva todos los posibles supuestos legítimos de esclavización de los
indios, en aquella Información en derecho de la que ya dimos noticia
(208-209). «Naturalmente, estos autores no intentan negar el derecho de
cautiverio, fruto de la guerra, sino conseguir una excepción con los indios
americanos» (Castañeda 66; +68-88, 125-136).
La Corona hispana, atendiendo estas voces, prohibe desde el principio la esclavización de los indios en reiteradas Cédulas y Leyes reales (1523, 1526, 1528, 1530, 1534, Leyes Nuevas 1542, 1543, 1548, 1550, 1553, 1556, 1568, etc.), o la autoriza sólamente en casos extremos, acerca de indios que causan estragos o se alzan traicionando paces -caribes, araucanos, chiriguanos-. En 1530, por ejemplo, en la Instrucción de la Segunda Audiencia de México, el Rey prohibe la esclavitud en absoluto, proceda ésta de guerra, «aunque sea justa y mandada hacer por Nos», o de rescates (+Castañeda 59-60).
Pero también llegaban al Rey informaciones y solicitudes favorables a la esclavitud de los indios, formuladas no sólo por conquistadores y encomenderos, sino también por religiosos dominicos y franciscanos, que, al menos en algunos lugares especialmente bárbaros, «aconsejaron la servidumbre de los indios», contra la primera idea de los Reyes Católicos (López de Gómara, Historia gral. I,290).
Pedro Mártir de Anglería, en una carta de 1525 al arzobispo de Cosenza, refiere: «El derecho natural y el canónico mandan que todo el linaje humano sea libre; mas el derecho romano admite una distinción, y el uso contrario ha quedado establecido. Una larga experiencia, en efecto, ha demostrado la necesidad de que sean esclavos, y no libres, aquellos que por naturaleza son propensos a vicios abominables y que faltos de guías y tutores vuelven a sus errores impúdicos. Hemos llamado a nuestro Consejo de Indias a los bicolores frailes Dominicos y a los descalzos Franciscanos, que han residido largo tiempo en aquellos países, y les hemos preguntado su madura opinión sobre este extremo. Todos, de acuerdo, convinieron en que no había nada más peligroso que dejarlos en libertad» (+Cortés 38).
Los españoles de Indias aducían contra la
prohibición de la esclavitud «varias razones, y al parecer, de peso: que los
hombres de armas, no viendo provecho en conservar la vida de sus prisioneros,
los matarían; que siendo el sistema de hueste el usual de la conquista, y
siendo los esclavos parte fundamental y a veces única del botín, nadie querría
embarcarse en nuevas guerras contra los indios; que si impedían los rescates se
cerraban las posibilidades de que muchos indios conocieran el cristianismo y
abandonaran la idolatría; que los indios, viendo que sus rebeliones no podían
ser castigadas con el cautiverio, se estaban volviendo ya de hecho
incontrolables» (Castañeda 60). Todas estas presiones teóricas y prácticas
explican que la Corona española, a los comienzos, quebrase en algún momento su
continua legislación antiesclavista, como cuando en 1534 autoriza de nuevo el
Rey, bajo estrictas condiciones, la esclavitud de guerra o de rescate.
Pero inmediatamente vienen las reacciones
antiesclavistas, y entre ellas quizá la más fuerte la del oficial real don
Vasco de Quiroga: «Diré lo que siento, con el acatamiento que debo, que la
nueva provisión revocatoria de aquella santa y bendita primera [1530] que, a mi
ver por gracia e inspiración del Espíritu Santo, tan justa y católicamente se
había dado y proveído, allá y acá pregonado y guardado sin querella de
nadie, que yo acá sepa»... (+Castañeda 118). Las Leyes Nuevas de 1542, y las
que siguen a la gran disputa académica de 1550 entre Las Casas y Ginés de Sepúlveda,
reafirmaron definitivamente la tradición antiesclavista de la Iglesia y la
Corona. Así en 1553 ordena el Rey «universalmente la libertad de todos los
indios, de cualquier calidad que sean», y encarga a los Fiscales proceder en
esto con energía, «de forma que ningún indio ni india deje de conseguir y
conservar su libertad».
Por lo demás, «la persecución de que se hizo objeto a quienes practicaban la esclavitud de los indios se fue generalizando a medida que se acentuaba el papel de la Iglesia en Indias, y a medida también que la Corona española aumentaba sus controles funcionarios sobre los españoles» (Esteva 184). Esta persecución comenzó muy pronto, y no eximió tampoco a los poderosos, como vimos ya en el caso de Colón, o podemos verlo en el de Hernán Cortés, que en el juicio de residencia de 1548, fue acusado de tener trabajando en sus tierras indios esclavos de guerra o rescate, a los que se dio libertad.
1492, 1550... En aquel dramático encuentro de indios y españoles, es evidente que los indios, mucho más primitivos y subdesarrollados, en un marco de vida moderna absolutamente nuevo para ellos, vinieron a ser el proletariado de la nueva sociedad que se fue desarrollando, con todo los sufrimientos que tal condición social implicaba entonces -no mayor, probablemente, a los que, por ejemplo, se daban en el XIX durante la revolución industrial entre los mismos ingleses, o a los que en el XX se experimentan en los suburbios y lugares más deprimidos de América-.
La esclavitud, en las Indias hispanas, desde el comienzo, cedió el paso a la encomienda, con el repartimiento de indios, y ésta institución no tardó mucho en verse sustituída por el régimen de las reducciones en pueblos. En todo caso, es preciso reconocer que, ya desde 1500, al abolir la esclavitud de los indios, «la Corona española se adelantaba varios siglos a la abolición de la esclavitud en el mundo» (Pereña, Carta Magna de los Indios 106).
La esclavitud de negros en América
Aunque hubo algunos momentos de vacilaciones, como hemos visto, la actitud antiesclavista de la Iglesia y la Corona en relación a los indios fue firme y clara. En cambio, la importación de esclavos negros a las Indias constituyó un problema moral y legal diferente. Si su presencia, más o menos difundida por toda Europa, no suscitaba problemas de conciencia, tampoco se veían dificultades morales para permitir su paso a América, donde estuvieron presentes desde el primer momento, aunque en modalidades muy diferentes, que ahora simplificaremos en tres tipos.
1. Esclavos-conquistadores. Los negros esclavos fueron casi siempre compañeros de aventura de los descubridores y conquistadores -Ovando, Cortés, Pizarro, Núñez Cabeza de Vaca, etc.-, desempeñando a veces funciones relevantes. En las Instrucciones dadas en 1501 por los Reyes Católicos al gobernador Nicolás de Ovando, se prohibía el paso a las Indias de judíos y moros, pero se autorizaba el ingreso de negros esclavos, con tal de que fuesen nacidos en poder de cristianos.
El historiador chileno Rolando Mellafe hace
notar que estos esclavos «se sentían también conquistadores, y de hecho lo
eran», y «muchos de ellos obtuvieron su libertad por este hecho, otros
alcanzaron a adquirir hasta la jerarquía de conquistadores y pudieron a su vez
poseer esclavos» (La esclavitud... 25), con los que no solían ser
demasiado clementes. Muy pronto las leyes de la Corona hubieron de proteger a
los indios de posibles abusos de los negros. En todo caso, «la aceptación
social de estos esclavos llegó hasta el matrimonio de conquistadores o hijos de
ellos con esclavas mulatas y negras, y de negros con hijas mestizas de
conquistadores. De este modo, estos grupos, que podríamos llamar esclavos-conquistadores,
se enriquecieron a través de granjerías económicas, encomiendas de indios,
etc., y pasaron a constituir puntos troncales importantes de la aristocracia señorial
indiana, y se diferenciaron claramente de los demás esclavos negros, que después
llegaron en forma masiva, como mano de obra» (26).
2. Esclavos-criados. Por otra parte, «permisos para pasar a las Indias con un número de esclavos que fluctuaba entre tres y ocho se les dio a casi todos los funcionarios nombrados por el Consejo [de Indias] en el siglo XVI: virreyes, gobernadores, oidores, contadores, fundidores, así como a las dignidades eclesiásticas y hasta los simples párrocos» (22). Estos negros de que hablamos ahora venían a ser criados, hombres a veces de mucha confianza de sus señores. El arzobispado de Sevilla, por ejemplo, tenía un gran número de estos esclavos, y también los tenían en las Indias los religiosos, a veces en gran número, como los jesuitas.
Cuando el obispo Mogrovejo parte en 1580 para
Lima con veintidós familiares y colaboradores, «iban también por especial
licencia real seis fieles criados de raza negra. En bien de estos servidores
hizo don Toribio dos solicitudes al Rey antes de partir: una para el uso de «armas
ordinarias dobladas»; otra, para que en el Perú se les concediesen «tierras y
solares en que puedan labrar y edificar». A ambas accedió el Monarca» (Rodríguez
Valencia I,154). Dando a los esclavos buen trato, no había escrúpulo de
conciencia en tenerlos. San Martín de Porres, por ejemplo, con un donativo que
recibió, «compró un negro para el lavadero del convento». Y San Pedro Claver
tuvo en Cartagena esclavos negros a su servicio como intérpretes.
3. Esclavos-mano de obra. Otra muy distinta, y mucho más dura, fue la situación de los negros llevados a las Indias, y en primer lugar a las Antillas, como mano de obra. Estas Islas fueron a los comienzos la base fundamental de los descubrimientos y conquistas, de tal modo que los indígenas antillanos, poco numerosos y primitivos, se vieron obligados a trabajos enormes y urgentes, siendo así que, a diferencia de los indios de los grandes imperios de México o del Perú, ellos no estaban habituados de ningún modo al trabajo organizado y persistente.
Esfuerzos tan agotadores, unidos a las epidemias y a la violencia de los comienzos anárquicos, acabaron prácticamente en las Islas con lo población india. Y fue preciso entonces pensar en la importación de negros africanos, que viniesen a complementar, y en muchos casos a sustituir, la mano de obra indígena. Los negros, en efecto, resistían las epidemias de origen europeo, pues pertenecían al mismo medio endémico, y poco a poco, a requerimiento de funcionarios y pobladores, fueron trayéndose a todas las zonas de las Indias hispanas, aunque en proporciones muy diversas.
El tráfico negrero
«Convencido el gobierno español de que el comercio de negros no debía dejarse librado a la mera iniciativa privada, casi desde el primer momento lo despojó de toda libertad, sujetándolo a un rígido control en provecho del Real Tesoro y a una estricta vigilancia de la cantidad y calidad de los esclavos introducidos en las Indias» (Elena F.S. de Studer, La trata...48). La Corona española percibía, pues, por cada pieza que permitía introducir en América un impuesto, señalado en las licencias o asientos que establecía con personas o Compañías traficantes. Este tráfico requería en sus organizadores -casi nunca españoles- grandes medios de capital, barcos y personas, así como posesiones o contactos en el Africa, y fue asumido por personas o compañías de diversas nacionalidades, según las vicisitudes económicas y políticas de Europa.
En efecto, «no hubo potencia de la Europa
occidental -señala Klein- que no participara en alguna medida en el tráfico
negrero; cuatro, empero, preponderaron en él. Del principio al final hubo
portugueses, quienes fueron los que mayor cantidad de esclavos transportaron.
Los ingleses dominaron la trata durante el siglo XVIII. En tercer lugar se sitúan,
también en el XVIII, los holandeses, y luego los franceses. A la cola figuran,
por períodos más o menos cortos, daneses, suecos, alemanes y norteamericanos,
pero nunca los españoles» (94); casi nunca, para ser más exactos.
Los puertos de Cartagena y Veracruz son autorizados por la Corona para recibir esclavos africanos; pero el permiso poco a poco se va ampliando a otros puertos, hasta que en 1789 decreta Carlos III la total libertad del comercio negrero; y hacia 1804 todos los puertos importantes de Hispanoamérica gozan de una completa libertad de comercio de esclavos negros.
Número de esclavos negros
en América
Durante los siglos en que la esclavitud estuvo vigente, 10 o 15 millones de negros africanos fueron trasladados a América como esclavos. Al principio se importaron esclavos en cantidades muy reducidas, pero después, a medida que avanzaba la secularización de Europa y se relajaba su espíritu cristiano y su conciencia moral, y a medida también que el desarrollo de los pueblos acrecentaba la necesidad de mano de obra, el número creció enormemente.
En los siglos XVI y XVII Brasil importó entre 500.000 y 600.000 esclavos negros; el Caribe no ibérico más de 450.000; la América hispana entre 350.000 y 400.000; y las incipientes colonias de Francia e Inglaterra 30.000 (Klein 43).
En los siglos XVIII y XIX se acrecienta muchísimo la importación de negros en América. «Cuatro quintos del total de esclavos africanos llegados al Nuevo Mundo, fueron transportados en siglo y medio, entre 1700 y mediados del siglo XIX» (94). A medida que van creciendo las estructuras productivas de las naciones de América, y también a medida que el espíritu de la Ilustración liberal y capitalista las va impregnando, se multiplica terriblemente la cantidad de esclavos negros, sobre todo en el Caribe, Brasil y los Estados Unidos. En algunas de estas regiones las importaciones son tan masivas que llegan a tener una población mayoritariamente negra.
A fines del XVIII, por ejemplo, en los Estados Unidos, la mitad de la población de Maryland, Virginia, Carolinas y Georgia es negra; y aún más, dos tercios, en Carolina del Sur (L. A. Sánchez, Breve historia... 217, 227-228). En 1768 en la colonia británica de Jamaica hay 167.000 negros por 18.000 blancos, es decir, diez negros por un blanco (Klein 44). Describiremos este proceso con ayuda de dos cuadros (Klein 173-175).
1. Población negra en América a fines
del siglo XVIII
Región esclavos libres total
-Brasil 1.000.000 399.000 1.399.000
Caribe no ibérico, Colonias: 1.085.000
-francesas 575.000 30.000
-inglesa 467.000 13.000
-Estados
Unidos 575.420 32.000 607.420
-América
Hispana *271.000 650.000 921.000
Totales: 2.888.420 1.124.000 4.012.000
*Esclavos en México y América central,
19.000; Panamá, 4.000; Nueva Granada, 54.000; Venezuela, 64.000; Ecuador,
8.000; Perú, 89.000; Chile, 12.000; Río de la Plata, 21.000.
2. Población negra en América entre
1860 y 1872
Región esclavos libres total
-Estados
Unidos (1860)
3.953.696 *488.134 4.441.830
-Brasil (1872)
1.510.806 4.245.428 5.756.234
Caribe hispano
-Cuba (1861)
370.553 232.493 603.046
-Puerto Rico (1860)
41.738 241.037 282.775
Totales: 5.876.793 5.207.092 11.083.885
*De estos negros libertos, 261.918 residían en
los estados esclavistas del sur. Y en esos años (1860) los Estados Unidos tenían
31 millones de habitantes (+C. Pereyra, La obra... 269).
Estos cuadros estadísticos de la esclavitud negra en América explican no poco algunas cuestiones comparativas, pues las enormes diferencias cuantitativas que se aprecian de unas a otras regiones proceden y al mismo tiempo causan ciertas diferencias cualitativas.
La esclavitud en América fue abolida a lo largo del siglo XIX, aunque se mantuvo de hecho en ocasiones después de las prohibiciones legales, al ser éstas bastante tiempo ineficades.
«Chile y México destacan por haber declarado
la emancipación plena desde el primer momento. Chile liberó a sus 4.000
esclavos incondicionalmente en 1823; fue, al parecer, la primera república
americana en hacerlo. México, que antes de su independencia conservaba 3.000
esclavos, emancipó a todos a principios de la década de 1830» (Klein 160).
Estados Unidos liberó a los esclavos en 1863. Y en 1888 Brasil «decretó la
emancipación inmediata y sin compensación de todos los esclavos. Caía así el
más vasto régimen esclavista sobreviviente. Con él terminó la esclavitud
americana» (163).
Suavización hispana
de la esclavitud negra
En opinión de Vila Villar, «»sorprende ver -escribe Jaramillo Uribe- la situación de inferioridad en que se encontraba el negro ante la legislación colonial, especialmente cuando se le compara con la que tuvo el indígena». En efecto, a partir de la aplicación de las Leyes Nuevas y la consiguiente política de protección al indio se cargaron sobre el negro las tareas más duras. En toda la legislación indiana de los siglos XVI y XVII apenas algunas normas humanitarias aparecen al lado de las disposiciones penales más duras. Lo cual contribuyó a crear una mentalidad de represión continua conseguida mediante una conducta de crueldad, tortura y malos tratos» (Hispanoamérica... 237).
El profesor Kamen, en cambio, afirma que «no se puede dudar que la legislación española para los negros, como para los indios, era la más progresista del mundo en aquella época» (+Cortés López 188). En realidad, como señala Elena F.S. de Studer, «no existió un cuerpo legal que reglamentara la situación del esclavo hasta la R. C. de 31 de mayo de 1789, que vino a constituir el Code Noir de la monarquía española. Al implantarse la esclavitud en América, las relaciones entre el amo y el esclavo se rigieron por Las Siete Partidas, título XXI» (333).
La esclavitud negra fue en el mundo hispano más suave que en otras zonas de América. Es ésta, al menos, la opinión de autores importantes. El cubano José Antonio Saco, en su monumental Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, después de treinta años de investigación sobre el tema, llegó a concluir que «la crueldad no fue el signo distintivo de la esclavitud de los negros en las posesiones españolas, sobre todo en ciertos países del continente» (+Tardieu, Le destin des noirs...317).
Ésta fue también la opinión del brasileño Gilberto Freyre, reafirmada por Frank Tannenbaum en su libro Slave and Citizen: the Negro in the Americas (1947), y compartida también por Elsa Goveia y Herbert S. Klein (+Tardieu 315-320), y más recientemente, en su estudio sobre Los africanos en la sociedad de la América española colonial, por Frederick P. Bowser (AV, Hª de América Latina 138-156).
Ciertamente, fueron grandes las diferencias en
el trato de los esclavos negros según épocas y zonas. Elena F. S. de Studer,
estudiando La trata de negros en el Río de la Plata durante el siglo XVIII,
afirma: «El trato que los negros recibieron en estas regiones fue humano y benévolo.
Los cronistas y viajeros están de acuerdo en afirmar que los esclavos porteños
eran considerados por sus amos con bastante familiaridad, recibiendo muchos de
ellos no sólo el apellido sino hasta la libertad y bienes. Su suerte no difirió,
en general, de la de los blancos pobres. La mayoría murió sin haber recibido
un solo azote, no sabían de tormentos, se les cuidó durante la enfermedad, y
como el alimento principal, la carne, era muy barata, y se les vestía con las
telas que ellos mismos fabricaban, siendo muy raro el que trajera zapatos, se
mantenían con facilidad. Hubo, sin duda, excepciones, pero si alguna vez fueron
maltratados, intervenía la autoridad y el esclavo era vendido a un amo más
humano» (331-332).
Las causas de esta menor dureza de la esclavitud negra en Hispanoamérica son bastante claras:
-La condición religiosa católica, común a blancos, negros o indios, contribuye también, sin duda, a suavizar el horror inherente a la esclavitud, fomentando el respeto a la dignidad personal del esclavo. «El Estado y la Iglesia reconocían la esclavitud como nada más que una desafortunada condición secular. El esclavo era un ser humano que poseía un alma, igual que cualquier persona libre ante los ojos de Dios» (Bowser 147). Las cofradías religiosas de negros tuvieron gran importancia en la América española, como las irmandades en el Brasil. Por el contrario, la esclavitud negra de América fue muchísimo más dura donde apenas hubo empeño por evangelizar a los africanos.
-La liberación de esclavos era muy recomendada por la Iglesia católica. Ermila Troconis de Veracoechea, estudiando la esclavitud negra en Venezuela, dice que «era una modalidad muy común de muchos amos libertar a sus esclavos [por testamento] en el momento de su muerte; este sistema de manumisión la hacía el testador con el fin de sentirse exento de cargos de conciencia y morir así en paz y sin remordimientos» (XXXIV).
En efecto, la frecuencia de la manumisión en los esclavos de la América española queda reflejada en los documentos notariales, en los testamentos, y hemos tenido muestra patente de ella en los dos cuadros estadísticos más arriba transcritos, que consignan la proporción entre los negros esclavos y libres de América según las regiones. Este es un dato de mucha importancia, pues puede establecerse como regla general, por razones obvias, que el trato peor de los esclavos se dio en América donde los negros esclavos eran muchos más que los libres, y el mejor donde los negros libres eran muchos más que los esclavos.
Bowser, por ejemplo, nos informa de que en el
período comprendido entre 1524 y 1650, fueron liberados incondicionalmente en
Lima un 33’8 % de esclavos africanos, en la ciudad de México un 40’4 %; y
en la zona de Michoacán, entre 1649 y 1800, un 64’4 % (146).
-La adquisición de la libertad, por otra parte, no era obstruída legalmente por condiciones casi insuperables, pues ya desde las Siete Partidas medievales venía favorecida en la legislación hispana.
Y así vemos, con los mismos datos de Bowster
que acabamos de citar, que el resto de negros esclavos compró por sí mismo la
libertad, o fue comprada por un tercero, en Lima un 39’8 %, en México el
31’3 %, y en Michoacán el 34 % (153-154). Y téngase en cuenta que las
ciudades de Lima y México tenían por esos años las mayores concentraciones de
negros del hemisferio occidental (146).
-Los prejuicios sociales y raciales en el mundo hispánico, al ser éste católico, fueron y son siempre mínimos, al menos en relación a otros marcos culturales. Estima Bowser que «las investigaciones de otros estudiosos parecen confirmar la afirmación de Tannenbaum de que los latinoamericanos aceptaban de buena gana la presencia de negros libres, para asimilarlos a una sociedad más tolerante (aunque en sus niveles más bajos) e incluso otorgarles cierto respeto como artesanos o como oficiales de la milicia. No hubo linchamientos en Hispanoamérica, y la ruidosa oposición a los negros libres que prevaleció en el sur de los Estados Unidos no llegó, ni mucho menos, a un extremo parecido, aunque eso no niega una gran dosis de sutiles prejuicios» (154).
A este propósito transcribe Madariaga las
impresiones escritas por un observador inglés en el Buenos Aires de 1806: «Entre
los rasgos más estimables del carácter criollo ninguno sobresale más que su
conducta para con sus esclavos [negros]. Testigos con frecuencia del duro trato
que a estos semejantes nuestros se da en las Antillas inglesas, de la total
indiferencia para con su instrucción religiosa que allí se observa, les llamó
al instante la atención el contraste entre nuestros estancieros y estos
sudamericanos» (Auge 419). Y añade Madariaga: «Por muy cruel que haya
sido un español con un indio o con un negro, jamás le infirió insulto o
maltrato alguno que no hubiera sido capaz de inferir a otro español en
circunstancias análogas» (424).
Fuera del mundo hispano-católico, el trato del indio o del esclavo negro tuvo una dureza mucho mayor; pero además con una diferencia no sólo cuantitativa, sino cualitativa.
El mismo Madariaga da referencia de cómo en
1830, en las Indias occidentales holandesas, el gobernador de Surinam ordenó en
una pragmática «que ningún negro fumara, cantara o silbara en las calles de
Paramaribo; que al acercarse un blanco a cinco varas todo negro se descubriera;
que no se permitiera a ninguna negra llevar ropa alguna por encima de la
cintura, que era menester que llevasen los pechos al aire, y sólo se les
toleraba una enagua de la cintura a la rodilla» (424). El capitán Alexander,
que publica en 1833 sus impresiones tras un largo viaje por América, describe
en términos patéticos la pena de azotes con látigo que podían sufrir los
esclavos negros en la América holandesa, en tanto que «un inspector holandés
lo contempla todo fumando su pipa con tranquilidad. Cualquiera [allí] puede
mandar un negro a la cárcel y hacer que le den ciento cincuenta azotes mediante
pago de un peso» (107).
Y en las Antillas británicas o en los Estados Unidos el desprecio racial no fue menor. James Grahame, en su historia de los Estados Unidos y de las colonias británicas, habla en 1836 de indios y negros, quizá influido por las recientes tesis de Darwin, llamándoles «las dos razas degeneradas» (Madariaga 425).
De Abraham
Lincoln, presidente de los Estados
Unidos y liberador de los negros (1863), cuenta Julien Green que en su momento
«apoyaba la vieja idea humanitaria de Henry Clay de enviar a Liberia a toda la
gente de color para devolverles la libertad, sus costumbres y su tierra de
origen». En un discurso en Charleston, Illinois, decía en 1858: «No soy
partidario -nunca lo he sido, bajo ningún concepto- de la igualdad social y política
entre la raza blanca y la raza negra... Existe una diferencia física entre
ellas que les impedirá, siempre, vivir juntas en igualdad social y política.
Existe naturalmente una situación de superioridad e inferioridad, y mi opinión
es asignar la posición de superioridad a la raza blanca» (Las estrellas del
Sur, 477, 519).
Una mentalidad como la de este distinguido antiesclavista ha sido y es completamente ajena a la propia del mundo hispano-católico americano.
-Por último, la profusión del mestizaje entre blancos y negros, característica de las Indias hispanas desde un comienzo -el caso por ejemplo de los padres de San Martín de Porres-, es a un tiempo efecto de la ausencia de prejuicios raciales y sociales, y causa de que éstos no se produzcan o se den con más suavidad. «Esta mezcla ha traído como consecuencia la ventaja de la falta de prejuicios raciales en los países hispanoamericanos, lo cual bien podría calificarse de herencia cultural de los primeros españoles conquistadores» (Troconis XIX).
La realidad es que en el mundo católico
hispano-lusitano, nunca llegó a formarse un abismo infranqueable entre los
hombres blancos y los de color. Mientras que, por ejemplo, en los Estados Unidos
o en Sudáfrica la diferencia entre negro y blanco ha sido neta y
abismal, en la zona iberoamericana, incluso en el campo terminológico, había
una «escala resbaladiza» -mulatos, tercerones, cuarterones, quinterones,
zambos o zambahigos, pardos o morenos, castizos, chinos, cambujos, salta-atrás,
chamizos, coyotes, lobos, etc., etc.-, por la cual siempre era posible subir o
bajar.
Pero vengamos ya a conocer la vida del gran San Pedro Claver, el jesuita que se hizo esclavo de los esclavos.
Un catalán de Verdú
En Cataluña, en el Valle de Urgel, provincia de Lérida, está el pueblo de Verdú, que a finales del XVI tenía unos 2.000 habitantes. Allí, en una hermosa masía, donde vivía un matrimonio de ricos labradores, Pedro Claver y Minguella y Ana Corberó y Claver, nació en 1580 San Pedro Claver. Su padre fue alcalde y regidor primero del pueblo. Y él fue el menor de varios hermanos, llamados Juan, Jaime e Isabel. Seguiremos su vida atendiendo a la biografía escrita por Angel Valtierra - Rafael M. de Hornedo.
Teniendo Pedro trece años, murió su madre, y poco después su hermano Jaime. El padre volvió a casarse, con Angela Escarrer, y muerta ésta, contrajo terceras nupcias, con Juana Grenyó. No parece que estos acontecimientos enfriaran en Pedro su cariño a la familia, pues en una carta a ella dirigida desde Mallorca se expresaba en un tono muy confiado y afectuoso.
De chico habría estudiado sus primeras letras con los beneficiados de la iglesia parroquial, y muy pronto sintió la vocación eclesiástica, pues a en 1595 recibió del Obispo de Vich la primera tonsura en Verdú. Y viendo sus padres esta inclinación vocacional, en el año 1596 o 1597 enviaron a Pedro a Barcelona, al estudio general, como estudiante externo. Allí realizó tres cursos de gramática y retórica. En 1601 ingresó en el Colegio de Belén, de los jesuitas.
En la Compañía de Jesús, con vocación de esclavo
Estando en el Colegio de Belén, de Barcelona, se decidió Pedro a ser jesuita, y en 1602, con veintidós años, entró en el noviciado de Tarragona. Los dos años que allí vivió marcaron en él la espiritualidad ignaciana para siempre.
La Compañía de Jesús,
por esos decenios, estaba en plena expansión. Por esos años, concretamente al
morir San Ignacio en 1556, la Compañía tenía ya unas cien casas y unos mil
religiosos. Y en 1615, a la muerte del padre Aquaviva, cuarto General, había
unos 13.000 jesuitas distribuídos en 372 colegios, 156 residencias y 41
noviciados. El ímpetu misionero de los jesuitas, encabezado por San Francisco
de Javier (1506-1552), fue desde un principio formidable, de tal modo que ya muy
pronto se extendieron por todo el mundo cristiano y por las misiones. Desde el
último cuarto del siglo XVI desplegaron su gran fuerza misional por toda América.
El hermano Nicolás González, que acompañó a San Pedro Claver en Cartagena durante veintidós años, cuenta que cuando el padre hizo en 1604 sus votos, escribió en un cuaderno de notas que llevaba siempre consigo: «Hasta la muerte me he consagrar al servicio de Dios, haciendo cuenta que soy como esclavo que todo su empleo ha de ser en servicio de su Amo y en procurar con toda su alma, cuerpo y mente agradarle y darle gusto en todo y por todo».
Al realizar con tanto amor esta consagración personal al Señor, el padre Claver tenía veinticinco años, y según un contemporáneo era un hombre «esforzado, enérgico y robusto, con un rostro perfecto y regular, iluminado por ojos grandes y negros, por los cuales brota el fuego de su alma juvenil, cuerpo con una gran entereza física, aún no gastado y atenazado por aquella melancolía que será típica en sus últimos años».
Durante un año en Gerona completó sus estudios de latín, griego y oratoria. Ya estaba entonces espiritualmente maduro para un encuentro decisivo, dispuesto para él en Mallorca por la providencia amorosa de Cristo.
San Alonso Rodríguez (1531-1617)
Los tres años que San Pedro Claver pasó en la isla de Mallorca, en el Colegio de Montesión, realizando sus estudios eclesiásticos con los jesuitas, fueron recordados por él siempre como «los más bellos de su vida», y no tanto por el encanto fascinante de aquellos lugares, o por la calidad de los estudios, sino ante todo por su amistad espiritual con el hermano portero de la casa, el jesuita San Alonso Rodríguez.
Este santo anciano, que allí vivía y servía desde 1571, tenía entonces setenta y tres años venerables. Nacido en Segovia en 1531, fue durante toda su vida religiosa, es decir, durante cuarenta y siete años, portero de Montesión. Murió en 1617, fue beatificado en 1824, y canonizado, al mismo tiempo que San Pedro Claver, en 1888.
Al llegar a Mallorca, Pedro Claver no estaba muy seguro de su vocación sacerdotal, ni tenía idea apenas de lo que el Señor quería hacer con él. En cuanto llegó a Montesión, dice el hermano Nicolás González, «tuvo permiso para hablar todas las noches un cuarto de hora a solas con Alonso sobre el modo de adquirir la perfección evangélica», y allí fue, por mediación de San Alonso, donde el corazón de San Pedro recibió de Dios su orientación definitiva. Por su parte, aquel santo portero tenía un carisma especial para formar espiritualmente a los jóvenes jesuitas, y para suscitar en ellos vocaciones misioneras hacia las Indias.
En este tiempo tuvo Alonso, acompañado de su ángel de la guarda, una visión del cielo, donde vio un precioso trono vacío, y oyó que le era dicho: «Éste es el lugar preparado para tu discípulo Pedro Claver en premio de sus muchas virtudes y de las innumerables almas que convertirá en las Indias con sus trabajos y sudores». Nada de esto dijo San Alonso a Pedro, pero ya, con más seguridad interior, le fue hablando del apostolado misionero en las Indias: «Cuántos que están ociosos en Europa -le decía con lágrimas en los ojos- podrían ser apóstoles de América»... Y le añadía: «¡Oh, que la caridad de Dios no haya de surcar aquellos mares que ha sabido hendir la humana avaricia!».
Ya llegaban por entonces muchas noticias de los grandes misiones llevadas adelante por la Compañía de Jesús entre los indios. Tantos pueblos nuevos, tantos hombres que todavía ignoraban el amor de Cristo y la fuerza salvadora de su Espíritu... «Pues qué, ¿no valen también aquellas almas la vida de un Dios? Por ventura, ¿no ha muerto El también por ellas? Ah, Pedro, hijo mío amadísimo, ¿y por qué no vas tú también a recoger la Sangre de Jesucristo? ¡No sabe amar el que no sabe padecer, y allá te espera, y ay si supieses el gran tesoro que te tiene preparado!».
Hombre de pocos libros
Terminado el trienio de Mallorca, en 1608 fue Claver a Barcelona para estudiar teología durante dos años. El padre Gaspar de Garrigas, su condiscípulo, escribirá del padre Pedro acerca de ese tiempo: «No le vi quebrantar ni faltar en la observancia de ninguna regla, por mínima que fuese. En todo trataba de imitar al santo hermano Alonso Rodríguez».
San Pedro Claver, siguiendo la norma ignaciana, non multa, sed multum, hizo su lectura espiritual mucho más a fondo que en extensión. En su celda de Cartagena, según cuenta el hermano Nicolás, tenía unos pocos libros en los que leía siempre.
La biblioteca básica del padre Claver estaba
compuesta por el Evangelio, San Bernardo, el Kempis, escritos de Santa Teresa,
las Meditaciones de los misterios de nuestra Santa Fe en la práctica
de la oración mental sobre ellos, del padre La Puente (1605), el Libro
de la guía de la virtud y de la imitación de Nuestra Señora, tres volúmenes
editados en Madrid (1624-1646), y otro, con 160 grabados, del padre Bartolomé
Ricci, Vita D. N. Iesv Christi, impreso en Roma (1607). Otro libro que
alegró mucho al padre Claver en su última enfermedad, fue el escrito por el
padre Francisco Colín, catalán: Vida, hechos y doctrina del Venerable
Hermano Alonso Rodríguez, publicada en Madrid (1652). «Bendito sea Dios
-dijo nuestro Santo- que me ha dejado ver impresa cosa que tanto deseaba».
De todos modos, puede decirse en realidad que toda la lectura y meditación de San Pedro Claver podía concentrarse en el texto sagrado de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: pensaba él «que no se debía leer otra cosa en el mundo». Y aún hubiera podido Claver dejar a un lado todos esos escritos referidos, y quedarse mirando sólamente el Crucifijo. Ese era su libro único, en el que el Señor se lo decía todo.
Un precioso cuaderno de avisos espirituales
San Alonso Rodríguez supo ciertamente que Pedro Claver iba a ser un gran santo. En Mallorca, antes de separarse de él, le dió, escrito de su mano, el Oficio parvo de la Inmaculada, que toda su vida guardó San Pedro, y rezó tres veces por semana. Y le dió además un cuaderno de avisos espirituales, también autógrafo. Pedro Claver, con especial licencia de sus superiores, lo recibió como un precioso tesoro, y siempre lo llevó consigo, hasta su última enfermedad, en que lo tuvo sobre su pecho.
Merece la pena que transcribamos aquí una selección de los avisos espirituales de San Alonso Rodríguez, hecha por A. Valtierra y R. M. de Hornedo (44-45), ya que en ellos tenemos una síntesis exacta de la espiritualidad vivida por San Pedro Claver. Esto es justamente lo que él vivió:
«Para buscar la voluntad de Dios es necesario
que el hombre, en todos los casos, menosprecie hacer su voluntad; porque cuanto
más muriere a sí mismo, tanto más vivirá a Dios; y cuando más se purgare de
el amor suyo, y amor propio, tanto más abundará en el de Dios. Y para cumplir
la voluntad de Dios, es menester que el hombre le ame; porque la medida del amor
será el cumplimiento de la voluntad de Dios.
«No está la perfección del religioso en
tener el cuerpo cerrado de paredes, sino en tener el alma acompañada de
virtudes.
«Si quiere ganar mucho y bien hablar, hable de
Dios siempre y con Dios, viviendo con El a solas humildemente.
«Hablar poco con los hombres y mucho con Dios.
«Antes de salir de casa, visite a Nuestro Señor
en su templo y pídale que le acompañe y vaya siempre con El.
«Nunca comer cosa dulce, ni regalada, ni otra
que la necesaria para sustentar la vida: quien admite el regalo del cuerpo
pierde el del espíritu, y quien se regala con los hombres pierde los regalos de
Dios.
«Gócese en los vituperios y estime los
baldones, por los que Cristo sufrió por él; humíllese en las afrentas, pues
merece más por sus pecados.
«Medite a menudo la pasión del Señor; acuérdese
en cada hora lo que padeció por él y déle muchas gracias y pídale su cruz y
llévela con gusto por su amor.
«Sirva a las misas siempre que pudiere, acordándose
que los ángeles asisten y sirven al Señor que allí se ofrece; mírele en el
altar, como en el Calvario, y ofrézcale con el sacerdote a su Eterno Padre.
«Sea muy devoto de la Santísima Virgen, amándola
y sirviéndola de todo corazón; visítela muchas veces cada día; ofrézcale
todas sus obras; récele su rosario y si pudiere sus horas; y no pierda ocasión
de hacerle cualquier servicio; contemple sus virtudes, y anímese a imitarlas
con la gracia de Dios.
«Sea también devoto del santo ángel de su
guarda y de San Ignacio, nuestro padre, ámele como hijo, venérele como a padre
y ponga a ambos por intercesores para alcanzar lo que pidiere a Dios.
«Velar mucho y dormir poco; cuanto se ahorra
de sueño se añade de vida y merecimientos.
«Estudiar con cuidado lo necesario y no lo
supérfluo;
la ciencia conveniente aprovecha, y la supérflua envanece.
«Busque en todas las cosas a Dios y le hallará
y tendrá siempre a su lado».
Bajo la acción de la gracia de Dios, cumpliendo fielmente estas normas de vida, San Pedro Claver, convirtió y bautizó 300.000 esclavos negros en las Indias.
Claver a las Indias
Había en Sevilla una casa en la que se reunían los jesuitas que iban a partir a las Indias. Allí se juntó la expedición conducida por el padre Alonso Mejía, el cual dispuso que se ordenaran de subdiáconos los que ya tenían órdenes menores. El hermano Claver, con toda humildad, se excusó. Aún no le había mostrado claramente el Señor su vocación sacerdotal, ni siquiera a través del hermano Alonso. Este, según manifestó Claver poco antes de morir, le había comunicado claramente tres cosas: que él trabajaría con negros, en Nueva Granada, y concretamente en Cartagena. Pero, según parece, no más.
En abril de 1610, partió por fin la expedición, cuando Pedro Claver tenía treinta años, en uno de los 60 o 70 galeones que por entonces salían anualmente de Sevilla rumbo a las Indias. Cuando llegaron al puerto de Cartagena, la audiencia del Nuevo Reino de Granada comprendía Colombia y parte de Panamá, Venezuela y Ecuador, y un buen gobernador la presidía, don Juan de Borja, nieto de San Francisco. En el Colegio jesuita de Santa Fe de Bogotá, hasta 1613, Pedro Claver acabó sus estudios de teología, cobrando gran amistad con el profesor Antonio Agustín, que fue su padre espiritual hasta 1635.
Un año más, el de su tercera probación, en 1614, pasó Claver en el colegio que la Compañía tenía en Tunja, pequeña ciudad llena de encanto, sobria y ascética por entonces. Al noviciado jesuita que allí había legó antes de morir, como preciado tesoro, el cuaderno autógrafo de San Alonso. Y desde Tunja, en 1615, San Pedro Claver, a los treinta y cinco años, se dirigió por el camino de Honda, río de Magdalena y Mompox, a Cartagena, su destino final.
Cartagena de Indias
En contraposición a Tunja, ciudad serena, y un poco triste, en la que predominaban los indígenas asimilados, Cartagena, el puerto fortificado que daba acceso a Nueva Granada, con sus muchos mestizos y negros, forasteros y comerciantes, era una ciudad revuelta y bulliciosa, en la que la caridad no podía ser ejercitada sino en forma heróica. Sumaba entonces Cartagena unos 2.000 españoles y 3 o 4.000 negros, muchos de ellos a la espera de ser vendidos y llevados a otros lugares. Por entonces, sólo en ella y en Veracruz estaba autorizada en América hispana la trata legal de negros.
El mismo Claver describe aquella ciudad: «Estos
lugares son tan calurosos, que estando al presente en la mitad del invierno, se
siente mayor calor que en la canícula. Los esclavos negros, en número de 1.400
en la ciudad, van casi desnudos. Los cuerpos humanos de continuo están bañados
en sudor. Hay gran escasez de agua dulce, y la que se bebe es siempre
caliente... Creo que en ninguna parte del mundo hay tantas moscas y mosquitos
como en estas regiones; la mayor parte de los campos son pantanosos; el aire es
poco propicio a la salud; los europeos se enferman aquí casi todos... No
escribo esto apesadumbrado por haber venido, antes bendigo a Dios de
haber secundado mi deseo de padecer algo por El. Sólo pretendo informaros
de la calidad de estas partes del Nuevo Mundo.
«En cuanto a forasteros, ninguna ciudad de América,
a lo que se dice, tiene tantos como ésta; es un emporio de casi todas las
naciones, que de aquí pasan a negociar a Quito, Méjico, Perú y otros reinos;
hay oro y plata. Pero la mercancía más en uso es la de los esclavos negros.
Van los mercaderes a comprarlos a valiosísimos precios a las costas de Angola y
Guinea; de allí los traen en naves bien sobrecargadas a este puerto, donde
hacen las primeras ventas con increíble ganancia... A los esclavos que
desembarcan por primera vez en Cartagena, gente sumamente ruda y miserable,
acude la Compañía con toda caridad, pues para esto fue llamada acá en años
pasados. Según muchos me dicen, yo será uno de los destinados a la obra de su
catequización, y ya se trata de darme los intérpretes» (+Valtierra 63).
Padre Alonso de Sandoval (1576-1652)
La Providencia divina fue guiando la vida del padre Claver, y le acercó en cada momento la persona que necesitaba. Pues bien, lo que fue para él en Mallorca el hermano Alonso Rodríguez, como formador de su vida espiritual, eso fue el padre Alonso de Sandoval, para la orientación de su ministerio apostólico con los esclavos negros. En 1603 la Compañía de Jesús, con la ayuda de su buen amigo dominico Juan de Ladrada, Obispo de Cartagena, había iniciado en aquel puerto su presencia y servicio. Y el gran impulsor y organizador del apostolado con los esclavos negros fue el padre Alonso de Sandoval.
Su padre, contador de la Real Hacienda en Lima,
tuvo doce hijos, de los que seis fueron religiosos. Alonso, nacido en Sevilla en
1576, ingresó en la Compañía de Jesús en Lima. Aunque muy inteligente, no
obtuvo calificaciones demasiado altas, y a causa de su carácter algo fuerte y
desabrido, y de la audacia de sus acciones apostólicas, se le negó siempre la
profesión perpetua, aunque llegó a rector del Colegio de Cartagena en 1623.
Desde que el padre Sandoval fue asignado en 1605 a la joven fundación de Cartagena, hasta su muerte en 1652, casi toda su vida transcurre en este puerto, entregado en cuerpo y alma al servicio de los esclavos negros recién llegados o bozales, con una caridad y abnegación indecibles.
Alonso de Sandoval visitaba la cargazón de negros cuando llegaban los galeones, prestaba los primeros auxilios, averiguaba la lengua y procedencia de aquellos esclavos atemorizados, hacía unas catequesis de urgencia, bautizaba a los moribundos. Atendía después a los negros en las armazones, donde se formaba una verdadera Babel de lenguas diversas: angolas, congos, jolofos, biafaras, biojos, enau, carabali, etc. Sandoval llegó a distinguir más de setenta lenguas, y habló varios de los dialectos.
La Compañía, en esta situación, se vio obligada a comprar negros intérpretes, hasta dieciocho, algunos de los cuales, como el llamado Calepino, hablaba once lenguas diversas. El celo apostólico de Sandoval, su experiencia tan prolongada, su inteligencia y sentido práctico, quedaron expresados en una obra asombrosa, Naturaleza, policía sagrada i profana, costumbres i ritos, disciplina i catecismo evangélico de todos los etíopes, publicada en Sevilla en 1627, y conocida por el título De instauranda Aethiopum salute. Éste fue el maestro apostólico del padre Claver.
La Compañía de Jesús, que tan numerosos
esclavos negros tuvo en América, mostró por ellos al mismo tiempo una muy
especial solicitud. Con razón, pues, pudo el padre Sandoval, en el libro cuarto
de la obra citada, tratar ampliamente De la gran estima que nuestra sagrada
religión de la Compañía de Jesús siempre ha tenido, y caso que ha hecho del
bien espiritual de los morenos, y de sus gloriosos empleos en la conversión de
estas almas. Por lo demás, a nombres tan gloriosos como el de Sandoval o
Claver, es preciso añadir el de otros jesuitas, como el del segoviano Diego de
Avendaño (1594-1688), que pasó casi toda su larga vida en el Perú, desde
1610. Allí escribió la obra Thesaurus Indicus (1668), en defensa de los
indios e impugnando con gran fuerza la esclavización de los negros (+Losada,
1-18).
Pedro
Claver, sacerdote
El influjo de Sandoval sobre Claver fue, como el del Hermano Alonso, decisivo, para siempre. Y él fue también quien influyó para que Claver se ordenara, por fin, en 1616 sacerdote.
Pedro Claver, por otra parte, a la hora de su incorporación definitiva a la Compañía con la formulación de los cuatro votos, solicitó, por humildad, permanecer sin grado fijo. Pero no le aceptaron su petición, y en 1622, con mano firme, escribió la fórmula de su entrega personal, poniendo como introducción: «Amor, Jesús, María, José, Ignacio, Pedro, Alonso mío, Tomé, Lorenzo, Bartolomé [apóstoles de la raza negra], santos míos, patronos míos, maestros y abogados míos y de mis queridos negros, oídme». Seguía después la fórmula, y al final la firma: «Petrus Claver, ethiopum semper servus» (esclavo de los negros para siempre). Cuarenta años mantuvo la veracidad de esta firma.
Esclavo de los esclavos
Vivía Claver en un cuarto oscuro del Colegio de la Compañía, «el peor de todos», según un intérprete, pero que tenía la ventaja de quedar junto a la portería, lo que le permitía estar listo para el servicio a cualquier hora del día o de la noche. Para su ministerio de atención a los esclavos negros tenía la colaboración de varios intérpretes negros, Sacabuche, Sofo, Yolofo, Biafara, Maiolo, etc., y sobre todo la ayuda del hermano Nicolás, que estuvo con él veintidós años como amigo, colaborador y confidente, y que fue su primer biógrafo, pues su testimonio en el Proceso ocupa unas 180 páginas.
En los días más tranquilos, el padre Claver, acompañado de alguno de estos colaboradores, se echaba al hombro unas alforjas, y se iba a pedir limosna -dinero y ropas, frutas y medicinas- para sus pobres negros en las casas señoriales de la ciudad. Allí tuvo muchos amigos, lo que le permitió distribuir al paso del tiempo una enorme cantidad de limosnas.
San Padre Claver llegó a Cartagena de Indias
en 1610, y trabajó con los esclavos negros hasta 1651, año de su última
enfermedad. Y el tráfico de negros, por mandato de la Corona española, quedó
suspendido entre los años 1640 y 1650. Calcula Angel Rosemblat que en 1650, en
toda América, había unos 857.000 africanos, incluyendo en el número a los
negros libres; y «según un detallado documento de la época -informa la
profesora Vila Villar-, en toda la América española habría hacia 1640,
327.000 esclavos, repartidos de la forma siguiente: México (80.000), América
Central (27.000), Colombia (44.000), Venezuela (12.000), Región Andina
(147.500) y Antillas (16.000) (Hispanoamérica... 226-227).
La misma investigadora nos informa, en el apéndice
4º de su libro, acerca de los Navíos negreros llegados al puerto de
Cartagena desde 1622 a 1640 -en 1633-1635 no llegó ninguno-. En este tiempo
llegaron 119 barcos, es decir, unos 8 cada año, que trajeron del Africa 16.260
esclavos. Desembarcaron, pues, en Cartagena unos 1.084 negros cada año; y cada
barco, como media, trajo 137 negros; el que más, 402, y el que menos, 44. Los
traficantes eran todos por esos años portugueses, y los barcos traían su carga
humana de Angola (76), Guinea (25), Cabo Verde (7), Santo Tomé (5) y Arda (2).
El padre Claver, era cosa sabida, tenía ofrecidas misas y penitencias a quienes le avisaran primero la llegada de algún galéon negrero. Entonces se despertaba en él un caudal impetuoso de caridad y como que se transfiguraba, según dicen, «se encendía y ponía rojo». Iba al puerto a toda prisa, entraba en el galeón, donde el olor era tan irresistible que los blancos, ni los mismos capitanes negreros, solían ser capaces de resistir un rato. El se quedaba allí horas y horas, y lo primero que hacía era abrazar a los esclavos negros, especialmente a los enfermos, acariciar a los niños, entregarles todo lo que para ese momento llevaba en una bolsa de piel colgada con una cuerda bajo el mateo: dulces, frutas, bizcochos.
En seguida, con ayuda de sus intérpretes, averiguaba sus procedencias y sus lenguas. Los negros, que llegaban enfermos y extenuados, después de meses de encierro y navegación, y que estaban aterrorizados ante un porvenir desconocido -muchos temían ser devorados-, quedaban asombrados y seducidos por la caridad extrema que les mostraba aquel hombre extraño, envuelto en su manteo negro.
Muchos de los esclavos procedentes del Africa
morían en el viaje, generalmente a causa de la disentería, o a epidemias de
viruela, sarampión u otras. «Una mejor información sobre las dietas
alimenticias y la inoculación contra la viruela» hicieron bajar la tasa de
defunción más tarde: «De un 20 por ciento antes de 1700, ésta cayó a un 5
por ciento entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX». Aun con esto, «las
tasas de mortalidad, comparadas con las de otros viajeros contemporáneos, no
dejan de ser elevadas. Los esclavos disponían, en efecto, a bordo de la mitad
del espacio asignado a soldados, emigrantes y penados, y sus instalaciones
sanitarias eran, por supuesto, las más rudimentarias» (Klein 95).
Catequesis y bautismos
En cuanto era posible, el padre Claver iniciaba la obra de evangelización y catequesis de aquel millar de negros que anualmente llegaban a Cartagena. Horas y horas, cuatro, seis, lo que fuera preciso, se dedicaba a hablarles de Cristo y de la redención, ayudándose de dibujos y estampas, con el auxilio de los intérpretes, que cada tanto tiempo, agotados y mareados por el ambiente asfixiante, habían de ser relevados, en tanto que él seguía en su ministerio, como ajeno completamente a la mera posibilidad del cansancio.
Sus palabras y gestos pretendían la máxima expresividad. Por ejemplo, para explicar la conversión del hombre viejo en un hombre nuevo, «les decía, según cuenta el hermano Nicolás, que de la misma manera que la serpiente muda de piel, así hay que mudar de vida y costumbres, despojándose de la gentilidad y sus vicios, y al decir estas palabras el padre Claver, colocando el Cristo en su seno, con las manos se cogía la piel desde la frente hasta la cintura como desgarrándose y como si quisiese arrancar la piel, y los moros hacían lo mismo... con tanto fervor que parecía que se despojaban verdaderamente de la piel y la revestían de la fe. Era el hombre nuevo».
Era muy riguroso en los exámenes que precedían al bautismo, dedicaba horas interminables al trato directo y personal, prestando especialísima atención a los enfermos más graves. Una vez administrado el bautismo, sigue contando el hermano Nicolás, y «acabada la instrucción, sacaba del seno un crucifijo de bronce que llevaba consigo y lo alzaba y explicaba la fuerza de la redención con fervor. Hacía que se pidiera perdón a Dios y él mismo se golpeaba el pecho con la izquierda, y los negros lo mismo: «Jesucristo, Hijo de Dios, tú eres mi Padre y mi Madre a los cuales tengo yo gran afecto, me duele en el alma de haberte ofendido», y repetía muchas veces: «Señor, yo te tengo gran amor, grande, grande»..., con golpes y lágrimas».
Las catequesis y pláticas con los negros solía
tenerlas en «un cuarto bajo muy oscuro, húmedo, lleno de bancos, que estaba
junto a la portería. Allí hacía sentar a los negros frente a un gran cuadro
de Cristo. Delante había una mesa con una vela que aclaraba el cuarto, cuyo
resplandor iluminaba el libro de imágenes, que tenía siempre, de la vida de
Cristo [el del padre Ricci], e igualmente la figura de un alma condenada que traía
del confesonario donde la tenía siempre fija». Tenía Claver, quizá por el
recuerdo de su amado hermano Alonso, especial querencia hacia la portería, y
siempre que podía -en Bogotá, en Tunja, y ya de sacerdote en Cartagena- se
ofrecía al portero para suplirle durante la siesta. Allá se entretenía con
negros y pobres, con esclavos y «prisioneros herejes» -ingleses, sobre todo,
corsarios, contrabandistas, desertores o apresados-, enseñándoles oraciones,
rezando con ellos, o dándoles de comer. En ocasiones señaladas, organizaba
para toda esta pobre gente «banquetes espléndidos a la puerta del colegio,
haciendo preparar la comida por algunos devotos, por ejemplo en casa de Isabel
de Urbina o del capitán Andrés Blanquer».
El mismo San Pedro Claver nos ha dejado
descritas, con rasgos vivísimos, sus actividades en cartas e informes diversos.
Su mayor compasión suele expresarla cuando refiere actividades suyas en los armazones
donde se acumulaban de mala manera los negros recién llegados. En una ocasión
cuenta: «Después de haber gastado con ellos [con dos enfermos] muchas horas,
salí a tomar un poco de aire, y luego me fueron a llamar, diciendo que uno de
los dos enfermos se había muerto. Volví, y ya la habían sacado al patio. Quedé
lastimado. Dije le metiesen dentro y estúveme con él, y quiso el Señor que al
cabo de un rato volvió en sí, cobrando tanta mejoría que respondía mejor que
los sanos. Bauticé a los dos solos con grandísimo gusto y agradecimiento a
Dios».
El hermano Nicolás conoció un papel en el que el padre Claver, por escrito y ante Dios, se comprometía a consagrarse de por vida al servicio material y espiritual de los negros. Con tan apasionado amor les quería que, cuando la trata de negros cesó casi por completo al final de su vida, por la separación de Portugal y España, anduvo soñando con irse a misionar a las mismas costas de Africa, de donde habían venido los que él había conocido y amado.
En sus cuarenta años de servicio apostólico a los esclavos llegó a bautizar 300.000. La cifra parece increíble, pero es cierta. Cuenta el hermano Nicolás en el Proceso: «Yo le pregunté al padre unos años antes que muriese cuántos negros había bautizado en este tiempo que ejercitaba su ministerio, y me respondió que según su cuenta más de 300.000, y pareciéndome a mí muchos», comenzaron a hacer cuentas y cálculos, y «vine a conocer con realidad y certeza que el padre había dicho la verdad».
Enfermos y muertos
El padre Antonio Aristráin, historiador, dice: «No sabemos si en la historia de la Iglesia se hallan prodigios de caridad corporal como los que se cuentan de este santo varón». Cuando el padre Claver, tras diez horas de trabajo durísimo, después de haber agotado a varios intérpretes, regresaba extenuado a la portería, encontraba en ella a veces una nueva solicitación urgente, a la que siempre se mostraba dispuesto: «Precisamente llegáis en buena hora, tengo un rato perfectamente desocupado». Y allá se iba, vacilante, envuelto en su manteo raído, sacando fuerzas sólo de Cristo.
El manteo del padre Claver llegó a ser famoso, y de él se habla en el proceso más de trescientas veces. Con él envolvía a los enfermos mientras les arreglaba el catre, con él cubría a las negras cuando las confesaba, con él secaba el sudor de los enfermos... Cuenta un intérprete que hubo día en que fue necesario lavarlo siete veces. Aquel manteo, de color ya indefinido, que él vestía sin repugnancia alguna, envolviendo y cubriendo a los miserables, no era sino un signo gráfico de su amor sin medida.
Todo lo que San Pedro Claver pretendía era, precisamente, esto: manifestar y comunicar el amor de Cristo a los hombres. Para eso servía y limpiaba a los enfermos, los abrazaba y los llevaba en sus brazos. Para eso, barría las salas escoba en mano, hacía las camas, servía de comer, fregaba los platos, abrazaba a los apestados, y llegaba a besar -muchas veces lo hizo- las llegas de los leprosos. Sus colaboradores, a veces, se le echaban atrás, vencidos por la repugnancia, y el padre trataba de retenerles. A una intérprete biafara que en una ocasión se le echaba atrás, le dijo: «Magdalena, Magdalena, no se vaya, que éstos son nuestros prójimos redimidos con la sangre de Nuestro Señor Jesucristo».
El lugar preferido de
Claver, donde tenía su
querencia, era el hospital de San Lázaro, que acogía unos 70 leprosos. Para éstos
guardaba los obsequios mejores que le hacían. A uno, especialmente repugnante,
a quien nadie se le acercaba, le ponía sobre sus rodillas para confesarle. Con
estos enfermos extremaba la expresión física de su cariño, y cuando trataba
con ellos, los abrazaba siempre uno a uno. Eran los momentos en que su rostro,
habitualmente triste, brillaba de alegría. Pocos días antes de morir, estando
impedido de pies y manos, allá quiso ir, a San Lázaro, a despedirse de sus
leprosos.
A los negros difuntos les conseguía mortaja y ataud, cirios y un entierro religioso digno, cosa que conmovía especialmente a los esclavos, que se veían tan abandonados. «Una pobre esclava llamada Magdalena, de la casta Brau, murió en tal pobreza que no tenía ni ataúd ni paño de difunto. Acudió Claver, recitó los responsos, extendió su manteo, tomo el cadáver y lo puso sobre él, asistiendo con una vela en la mano hasta el final de la ceremonia».
Presos y condenados a muerte
«Yo le acompañé muchas veces al padre Pedro Claver, cuenta el hermano Rodríguez, cuando iba a visitar, confesar y consolar a los encarcelados, lo cual hacía con gran devoción y caridad; les daba pláticas muy afectuosas exhortándoles a la paciencia y a la confesión, y allí, sentado en el altar, les confesaba. Luego ellos le hacían sus encargos, que él cumplía con fidelidad, pues tenía varios abogados amigos».
Su caridad con los presos se hacía extrema cuando alguno de ellos era condenado a muerte. En efecto, él iba por lo derecho, y tras dar un abrazo al sentenciado, le decía: «Hermano mío, se acerca el día de tu muerte, ánimo». Seguidamente, les ayudaba al arrepentimiento y la confesión, les exhortaba y animaba, y como atestigua el intérprete Sacabuche, «trataba con ellos días enteros». Les daba frutas, vino, alguna golosina, y con ello, algún libro para la buena muerte, sin olvidar unos cilicios, como todos los testigos cuentan: «Sufre, hermano, ahora que puedes merecer».
Cosa notable: condenados a muerte, preparándose a morir ceñidos de cilicios. Y cosa más notable: los sentenciados comprendían y recibían tan singular tratamiento. De hecho, era común que, en su último trance, en aquella hora dramática, todos querían recibir la atención de Claver, todos buscaban la confortación de su caridad, a la vez tan tierna y tan fuerte.
Para el entierro de un sentenciado a muerte, movilizaba Claver a sus amigos, conseguía limosnas, llamaba a músicos. La cárcel quedaba junto a la catedral, y en ésta se hacían los funerales. «Esos días el padre Claver movía toda la música de la catedral -cuenta Pedro Mercado, un sacerdote- y todos los instrumentos del colegio, pífanos, bajos, cornetas. Entre los intérpretes esclavos negros del santo había buenas voces... Fácil es comprender la estima y amor que estas delicadezas despertaban entre esos pobres, que lo habían perdido todo en vida y en muerte».
Amigo de sus amigos
San Pedro Claver suscitó desde joven muchas y profundas amistades. Fue muy querido de sus amigos porque supo quererles. Trató con mucho cariño, por ejemplo, a sus intérpretes, de los que llegó a tener ocho o diez. El sólo consiguió hablar con dificultad el angoleño. Algunos de sus intérpretes, como José Monzolo, uno de sus más fieles colaboradores, fueron atendidos por él cuando llegaron esclavos en un galeón negrero, enfermos y aterrorizados, y se vieron fascinados por su caridad.
Otro de ellos, Francisco Yolofo, contaba: «Cuando caían enfermos los llevaba a su cuarto, les daba la ropa de su cama y compraba para ellos las medicinas más costosas». Le querían también mucho los niños, todos los negros, los pobres y los presos. Los enfermos miserables y los leprosos de San Lázaro contaban los días que duraban sus ausencias.
En todo caso, cuatro personas tuvieron un lugar muy especial entre las amistades de Claver: San Alonso Rodríguez, el padre Alonso Sandoval, el hermano Nicolás González (¿1615-1684?), nacido en Plasencia, y muchos años sacristán en Cartagena; y doña Isabel de Urbina, muy relacionada con la Compañía, pues tenía dos hermanos y dos sobrinos jesuitas. Doña Isabel, sobre todo cuando quedó viuda, le ayudó mucho, y como aquellas mujeres del Evangelio que seguían a Jesús, ella «le servía de sus bienes» (Lc 8,3), que no eran escasos.
Trato con los ricos
En este sentido, llama la atención que incluso entre los ricos y poderosos tuviera el padre Claver tantos amigos, siendo así que sacudía con fuerza sus conciencias, denunciaba sus lujos, se permitía a veces ciertas ironías sobre sus disposiciones para recibir la absolución, y les urgía tanto a la justicia y a la limosna.
Su declarada y patente opción por los pobres se revelaba -con enojo y protestas de algunos ricos- en la confesión. Como cuenta el hermano Nicolás, «mientras había negros esclavos, en vano había que intentar confesarse con él; después de éstos venían los pobres y luego, a falta de unos y de otros, los niños de la escuela. Sentía mucho que otra gente, y más si era autoridad, se mezclase entre sus humildes penitentes; a los caballeros decía que les sobraban confesores, y a las señoras que era estrecho su confesonario para guardainfantes, que sólo era capaz para los pobres negros». Notemos que el guardainfantes era un traje aparatoso, por el cual las señoras fieles a la moda lograban asemejarse a una mesa camilla.
«Muchos dueños usaron con el padre -dice Fernández- de grandes demasías», o como señala Andrade: Claver «tuvo que lidiar con los amos de los negros...; le hacían la guerra por las caricias y regalos que les hacía, le decían oprobios, injurias y palabras afrentosas, motejándole de imprudente y que les echaba a perder, porque con sus favores tomaban alas y se hacían insolentes, y como a enemigo suyo le cerraban las puertas de sus casas y le despedían con desdén. Todo lo llevaba con paciencia, hasta recabar licencia de aquellos amos para enseñar el camino del cielo a sus esclavos».
Alguna vez, es cierto, le falló la paciencia
en el trato con los señorones. Cuenta el hermano Nicolás que «un día de la
semana de pasión de 1644 entró en la iglesia una señora con galas impropias
del tiempo y con el famoso vestido guardainfante. Apenas la vio Pedro Claver,
que estaba acomodando a los negros junto a su confesonario, se dirigió a ella y
le dijo que debía respetar este tiempo santo, y ella entonces, dirigiéndose
cerca de la capilla del Milagro, empezó a gritar diciendo que el padre la había
ofendido en público y la había afrentado. Yo la consolé lo mejor que pude, y
dirigiéndome al padre le dije que no debía entrometerse en eso y que por causa
de él iba a quedar la iglesia vacía.
«El padre rector oyó el alboroto; era el
padre Francisco Sarmiento; bajó a la iglesia, y en presencia de todo el pueblo
reprendió severamente al padre, diciéndole que los religiosos no eran los
reformadores de los hábitos de las mujeres y que para eso estaba el
confesonario o el púlpito. El padre Claver calló todo el tiempo.
«Al día siguiente, a las cuatro de la mañana,
estando yo como sacristán haciendo oración en la sacristía, entró él y
cayendo de rodillas me besó los pies, diciendo que estaba como Judas a los pies
de Cristo, y yo procuré disculparme de lo que le había dicho, diciéndole que
procedía de mi celo de que todos vinieran a la iglesia. El padre, sin decir
palabra, se levantó y fue a su confesonario».
Al hermano Lamparte le hizo un día la
confidencia de que «tenía sólo dos penitentes españolas que confesaba
fijamente y que éstas le daban más trabajo que todos los negros de la ciudad».
Mártir del confesonario
El mismo martirio que el franciscano Motolinía refería un siglo antes en México, lo vivía el jesuita Claver en Cartagena. Ordinariamente, entraba en su confesonario de cinco a ocho de la mañana. Pero en cuaresma o grandes fiestas, «era tal la multitud de negros y negras que venían, que este testigo -el hermano Nicolás- no sabe cómo tenía fuerzas, cuerpo ni espíritu para tanto, y más con una vida austera y rigurosa». Por otra parte, «la iglesia es muy húmeda por estar cerca del mar y estrecha y muy caliente. Hay mucho zancudo [mosquito]. En ella estaba el padre Claver toda la mañana y la mayor parte de la tarde en su confesonario estrecho y caluroso. Los cilicios le acompañaban».
En cambio, atestiguó Zapata de Talavera, para los penitentes «en el confesonario tenía una canastilla con algunos regalos, y con sus manos los daba a algunos negros o negras más enfermos, en especial dátiles y rosmarino».
«Algunas veces, añade un testigo, le sucedió
sentarse a confesar a las ocho de la noche y no dejarle levantar hasta las once
del día siguiente, de cuyo trabajo le sobrevinieron algunas veces desmayos que
le quebraron las fuerzas para poder decir misa. En estos casos permitía algo
que él consideraba muy regalado: el hermano Nicolás le aplicaba un poco de
vinagre para reconfortarle».
«Hubo una peste de viruelas -refiere el
hermano Rodríguez-, el padre Claver visitaba a todos, cansaba a tres o cuatro
hermanos, iba con uno y cuando no podía caminar llamaba a otro: era
incansable, infatigable. Al entrar, después de horas de trabajo, decía al
portero que le llamaran por la noche para las confesiones, porque él
estaba listo, y que los otros padres estaban cansados de las fatigas del día y
era justo que reposasen. Las llamadas eran frecuentes. Al punto estaba en la
portería [tenía la celda al lado para eso] y se presentaba al portero diciéndole
que ya estaba vestido y listo. Siempre llevaba al cuello dos cajas de vidrio con
los óleos».
Oración y penitencia
Una vida así, llevada sin descanso durante cuarenta años, parece cosa increíble, no tiene explicación humana, es un milagro diariamente sostenido. Efectivamente, la vida de San Pedro Claver es una prodigiosa manifestación continuada del amor de Cristo a los hombres: Cristo estaba en Pedro amando a los hombres de modo sobrehumano, porque Pedro había muerto totalmente a sí mismo, y dejaba que Cristo se manifestara y actuara plenamente en él. Esa es la clave de Claver, como la de todos los santos.
San Pedro Claver podía realizar esa milagrosa entrega diaria de caridad no a pesar de las horas que pasaba cada día con Cristo en oración, sino precisamente por ello.
«Todos los días -dice el hermano Nicolás-
tenía continuadas cinco horas enteras de oración antes de salir a los
ministerios, porque tomaba un ligero sueño al principio de la noche, y de las
doce a la una se levantaba a gozar, como él decía, del silencio y
quietud que Dios le daba, cuando todos dormían, y se ponía en oración
hincado de rodillas o postrado en el suelo... y perserveraba de esta manera en
la oración hasta que la tenían todos en la comunidad, empezando a la una y
acabando a las seis de la mañana». El mismo hermano informa que «a veces se
iba al coro, con más frecuencia quedaba en su cuarto». Solía orar sobre los
salmos o el evangelio, y cuando la meditación era sobre el evangelio, abría la
Vita Christi del padre Ricci, y ponía sus ojos sobre la estampa que
ilustraba el pasaje. Siete testigos del Proceso afirmaron haberle visto en éxtasis.
San Pedro Claver podía realizar esa milagrosa entrega diaria de caridad no a pesar de las grandes penitencias con que se castigaba, uniéndose a la pasión del Crucificado, sino precisamente por ello.
El hermano Pedro Lomparte afirmó que el padre
Claver «tenía un cilicio por todo el cuerpo de la cintura para arriba, como un
hombre armado, y esto aun enfermo». El hermano Nicolás dice lo mismo: «Tan
estrecho era este cilicio como si amarrasen un fardo para llevarlo de viaje». Y
añade: «Tenía tres clases de disciplinas, un verdadero museo, con cuerdas
duras que terminaban en pedazos de hierro. No llevaba camisa; la sotana venía
directamente sobre el cilicio, que cubría su cuerpo». Andrade refiere que «nunca
usó colchón, ni sábanas, ni almohada para dormir. Su cama era una estera
vieja tendida en el suelo, y por gran regalo una piel de vaca, y en los últimos
años, a causa de la vejez y achaques, se quitó aun esto, durmiendo en el
desnudo suelo y con un madero por cabecera, sin piel ni estera». En lo
referente a comer, «tomaba de ordinario, cuenta el hermano Nicolás, al mediodía
un plato de arroz, una sopa de pan bañada en agua o vino. A la noche, un poco
de arroz; hubo días en que su alimento era sencillamente pan en agua».
Sólo un hombre tan extremadamente penitente podía acercarse a los esclavos negros, a los presos, a los apestados, a los sentenciados a muerte, para mostrarles el Crucifijo, para afirmarles el valor redentor de la Cruz, para asegurarles del amor de Cristo. El padre Claver, tan pobre y penitente, situado, por ejemplo, junto a un condenado a la horca, daba la figura de otro desgraciado.
Así nos lo describe el hermano Gónzález: «El reo estaba sentado sobre una silla vecina al palo en donde se le debía colgar. El padre Claver, allí muy cerca en el suelo, con su sombrero desteñido de puro viejo, caídas las alas, rota la badana del forro que le daba en la cara, los ojos profundos enmarcados en dos líneas oscuras de espesas cejas. Estaba más serio que de ordinario». Él era un miserable más entre los miserables, y éstos podían aceptar su consolación, porque le veían hermano en el dolor. Él era, como Jesucristo, «un hombre de dolores, acostumbrado al sufrimiento» (Is 53,3). Por eso precisamente era, como Cristo, «el Consolador» de todos los hombres (Is 40,1; Lc 2,25).
Incomprendido a veces
En la primera biografía de San Pedro Claver, escrita en 1657, tres años después de su muerte, se le describe como hombre «mediano de cuerpo, el rostro flaco, la barba medianamente poblada, entre negra y cana, los ojos grandes y melancólicos, la nariz afilada, el color trigueño y con las penitencias y malos tratamientos del cuerpo estaba amarillo, como de hombre muy penitente».
Envuelto el padre Claver en su famoso manteo, cubierto por algo que dicen fue un sombrero, calzado siempre con zapatos de desecho, colgada al hombro una bolsa con toda clase de socorros para los pobres, aquel santo espantajo, a veces un tanto desabrido con los ricos, que convertía su celda en almacén para pobres, con vino y todo, que metía en su cama negros enfermos, que apenas comía nunca en la primera mesa, que llenaba portería y templo con negros y miserables, aunque era generalmente estimado como santo, no siempre era comprendido y aprobado, ni siquiera por sus compañeros jesuitas.
En realidad, el padre Claver fue muy estimado como santo y como apóstol por sus compañeros y superiores. Y si no tuvo cargos de importancia dentro de la Compañía fue porque no valía para ello. Una vez que le hicieron ministro, se vio pronto que no sabía mandar, y que se abrumaba a sí mismo tomando cargas para descargar a los otros. Muchos años, eso sí, hasta su última enfermedad, fue maestro de novicios de los hermanos coadjutores, director espiritual de la casa y prefecto de la iglesia.
Era San Pedro Claver muy estimado, sí, por sus hermanos religiosos. Sin embargo, «juzgaban muchos -refiere el padre Andrade- que no procedía según las reglas de la prudencia... Las reprensiones ácidas con palabras muy mayores y de vivo sentimiento que llevó de algunos superiores fueron muchas y muy graves, no una, sino muchas veces... Muchos, tomando ocasión de su paciencia y mansedumbre, le despreciaron y trataron ignominiosamente, llamándole ignorante, simple, impertinente, sin letras ni prudencia y que no sabía gramática». El solía responder a estos chaparrones con el silencio, o a veces poniéndose de rodillas y pidiendo perdón. Pero no parecía verse demasiado afectado, pues, a no mediar la obediencia, él seguía a su aire, que era el del Espíritu Santo.
Pasión y muerte
Nueve jesuitas murieron en Cartagena durante la peste de 1651. A causa de ella, Sandoval y Claver quedaron casi paralíticos, recluídos en la enfermería. Sandoval murió en 1652, pero Claver aún tuvo dos años de purgatorio. Quedó hecho un guiñapo: «las facciones desencajadas; las fuerzas, débiles; el movimiento, torpe, una especie de estatua de la penitencia -dice un testigo- con honores de persona».
Pero a esos sufrimientos se añadieron otros, quizá peores. El padre Fernández, que en 1666 publicó su biografía, dice que el padre Claver «pasó aquellos últimos años de su vida en sumo desamparo, remate el más precioso de la cruz de Cristo. Menos dos señoras, doña Isabel y doña Jerónima de Urbina, que siempre le fueron devotísimas, le olvidaron los de afuera como si no hubieran conocido tal hombre».
La peste había dejado la Casa con muy pocos religiosos, y el muchacho bozal que le atendía en la enfermería «un día le dejaba sin bebida, otro sin pan, muchos sin ración». Además de eso, «le martirizaba cuando le vestía, desgobernándole a estirones, crujiéndole los brazos, dándole encuentros, manejándole con tanta crueldad como desprecio. Por otra parte estaba lleno de cilicios. Nunca le salió un ¡ay! ni una queja; antes decía: "Más merecen mis culpas"».
Tres años duró este calvario de inactividad, desamparo y sufrimientos. Un día de agosto de 1654, cuando ya tenía 74 años, le dijo al hermano Nicolás: «Ya se va acabando esto: en un día dedicado a la Virgen tengo que morir». El tuvo siempre, desde chico, una gran devoción a la Virgen, a la Moreneta, como buen catalán. Rezaba siempre aquel oficio breve de la Inmaculada que le dió San Alonso, hacía especiales penitencias en vísperas de las fiestas marianas, y se entretenía mucho en hacer rosarios con sus propias manos -hizo miles-, para repartirlos a todos, especialmente a sus negros, a los presos y enfermos. Finalmente, la Virgen, que ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, ese mismo año, el día 8 de setiembre, fiesta de su gloriosa Natividad, se llevó consigo a su hijo Pedro al descanso eterno.
El humillado fue ensalzado
Cuando se corrió en la ciudad la voz de que se moría el Santo, «empezó -cuenta el hermano Nicolás- la gran peregrinación ante el que ya no tenía sentido; la apoteosis al que murió creyéndose abandonado de todos». Caballeros y pobres, curas y religiosos de otras órdenes, todos querían tocarle, llevarse de él cabellos, un trozo de su camisa, lo que fuera: «le besan aun antes de morir las manos, los pies, tocándole rosarios». Dos pintores entraron primero para hacerle el retrato, pero en seguida, como dice el padre Juan de Arcos, rector del colegio, «la gente entraba y salía como a una estación de Jueves Santo; diluvios de niños y negros venían diciendo: "Vamos al Santo"»...
El gobernador don Pedro Zapata y el concejo de la ciudad solicitaron del capítulo, ya que la sede episcopal estaba vacante, que se iniciaran los informes sobre la vida y milagros -fueron éstos innumerables, en vida y ya muerto- del siervo de Dios. En 1657 se nombró al efecto la comisión. Con aprobación de Roma se inició el proceso en 1695. Se reconocieron las virtudes heróicas del padre Claver en 1747, fue beatificado en 1851, y canonizado en 1888.