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Panis
vitæ
La Comunión eucarística es el medio más
eficaz para mantener en nosotros la vida sobrenatural
«Haz, Señor de toda majestad, que todos los
que participando de este altar, recibamos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu
Hijo, seamos llenos de toda bendición celestial y de toda gracia» [Ut
quotquot, ex hac altaris participatione, sacrosanctum Filii tui corpus et
sanguinem sumpserimus, omni benedictione cælesti et gratia repleamur. Canon
de la Misa].
Con estas palabras finaliza una de las
oraciones que en el santo sacrificio de la Misa se dicen después del augusto
rito de la consagración. Cristo, bien lo sabéis, está realmente presente en
el altar, no ya sólo para tributar al Padre homenaje perfecto con su mística
inmolación, que renueva la del sacrificio del Calvario, sino también para
darse en alimento a nuestras almas bajo las especies sacramentales.
Claramente manifestó Jesús esta intención
de su corazón sagrado al instituir este sacramento: «Tomad y comed pues éste
es mi cuerpo»; «tomad y bebed, pues ésta es mi sangre» (1Cor 11,24; Lc 22,17
y 20).
Si Nuestro Señor quiso quedarse presente bajo
las especies de pan y de vino, fue para ser nuestro alimento.- Así, pues, si
queremos conocer por qué Cristo instituyó este sacramento a modo de manjar,
veremos que, ante todo, lo hizo para mantener en nosotros la vida divina; y
luego para que, recibiendo de El esa vida sobrenatural, siempre le estemos
unidos. La Comunión sacramental, fruto del sacrificio eucarístico, es para el
alma el medio más seguro de vivir unida a Cristo Jesús.
La verdadera vida del alma, la santidad
sobrenatural, consiste, ya lo he dicho también, en esa unión con Cristo. Jesús
es la vid, nosotros los sarmientos; la gracia es la savia que del tronco pasa a
las ramas para que den fruto. Pues bien, es sobre todo al entregarse a nosotros
en la Eucaristía, cuando Jesucristo nos colma de sus gracias.
Contemplemos con reverencia y fe, con amor y
confianza, este misterio de vida, en el cual nos unimos con Aquel que es a un
mismo tiempo nuestro divino modelo, nuestra satisfacción y aun la fuente misma
de nuestra santidad (Catecismo del Concilio de Trento, cap.XX, 1).
Luego veremos cuales han de ser las
disposiciones para recibirle, si hemos de llegar a la perfecta unión a la que
Cristo aspira al darse así a nosotros.
1. La Comunión es el convite en que Cristo
se da como pan de vida
Cuando, al orar, pedimos al Señor que nos
diga por qué, en su eterna sabiduría, se dignó instituir este inefable
sacramento, ¿qué nos responde el Señor?
Nos dice lo que por vez primera dijo a los judíos,
al anunciarles la institución de la Eucaristía: «Como el Padre que vive me
envió, y yo vivo por el Padre, así el que me comiere vivirá por mí» (Jn
6,58). Como si dijera: Todo mi anhelo es comunicaros mi vida divina. A mí, el
ser, la vida, todo me viene de mi Padre, y porque todo me viene de El, vivo únicamente
para El; así, pues, yo sólo ansío que vosotros también, que todo lo recibís
de mí, no viváis más que para mí. Vuestra vida corporal se sustenta y se
desarrolla mediante el alimento; yo quiero ser manjar de vuestra alma para
mantener y dar auge a su vida, que no es otra que mi propia vida. [Sumi autem
voluit sacramentum hoc tamquam spirituale animarum cibum quo alantur et
confortentur viventes vita illius qui dixit: et qui manducat me et ipse vivet
propter me. Conc. Trid., Sess. XIII, cap.2]. El
que me comiere, vivirá mi vida; poseo en mí la plenitud de la gracia, y de
ella hago partícipes a los que me doy en alimento. El Padre tiene en sí mismo
la vida, pero ha otorgado al Hijo el tenerla también en sí (Jn 5,26); y como
yo poseo esa vida, vine para comunicárosla abundante y plena (ib.
10,10). Os doy la vida al darme a mí mismo como manjar. Yo soy el pan de vida,
el pan vivo que bajó del cielo para traeros la vida divina; ese pan que da la
vida del cielo, la vida eterna, cuyo preludio es la gracia (Jn 6,35,48,51). Los
judíos en el desierto comieron el mana, alimento corruptible; pero yo soy el
pan que siempre vive, y siempre es necesario a vuestras almas, pues «si no le
comiereis, pereceréis sin remedio» (ib. 6,54).
Tales son las palabras mismas de Jesús. Luego
Cristo no se hace realmente presente sobre el altar tan sólo para que le
adoremos, y le ofrezcamos a su Eterno Padre como satisfacción infinita; no
viene tan sólo a visitarnos, sino para ser nuestro manjar como alimento del
alma, y para que, comiéndole, tengamos vida, vida de gracia en la tierra, vida
de gloria en el cielo.
«Como el Hijo de Dios es la vida por esencia,
a El le corresponde prometer, a El comunicar la vida. La Humanidad santa que le
plugo asumir en la plenitud de los tiempos, toca tan de cerca la vida, y tan
bien se apropia su virtud, que de ella brota una fuente inagotable de agua
viva... ¿No es el pan de vida, o mejor dicho, no es un pan vivo el que comemos
para tener vida? Porque ese pan sagrado es la carne de Cristo, carne viva, carne
unida a la vida, carne llena y penetrada del espíritu vivificador. Pues si el
pan común, que carece de vida, mantiene y conserva la del cuerpo, ¿cuán
admirable no será la vida del alma en nosotros, que comemos un pan vivo, que
comemos la vida misma en la mesa del Dios vivo? ¿Quién oyó jamás semejante
prodigio: que la vida pudiera ser comida? Sólo Jesús pudo darnos tal manjar.
Es vida por naturaleza quien la come, come la vida. ¡Oh banquete delicioso de
los hijos de Dios!» (Bossuet, Sermon pour le Samedi Saint).-
Por
eso el sacerdote, al dar la Comunión, dice a cada uno: «¡El cuerpo de Nuestro
Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna!».
Ya os dije que los sacramentos producen la
gracia que significan.- En el orden natural, el alimento conserva y sustenta,
aumenta, restaura y prolonga la vida del cuerpo. [Son, según Santo Tomás, los
cuatro efectos del alimento: el santo Doctor los aplica a la Eucaristía,
alimento del alma. III, q.79, a.1]. Así, ese pan celeste es manjar del alma que
conserva, repara, acrecienta y dilata en ella la vida de la gracia,
puesto que le comunica al Autor mismo de la gracia.
Por otras puertas puede entrar en nosotros la
vida divina, pero en la Comunión inunda nuestras almas «cual torrente
impetuoso». De tal modo es la Comunión sacramento de vida que, por sí misma,
perdona y borra los pecados veniales, a los que no sentimos apego; obra de tal
manera, que, recobrando en el alma la vida divina su vigor y su hermosura,
crece, se desarrolla y da frutos abundantes. ¡Oh festín sagrado, convite en el
que el alma recibe a Cristo y la mente se siente inundada de gracia!
[O
sacrum convivium in quo Christus sumitur... mens impletur gratia.
Antíf.
del Magnificat de las II Vísperas del Corpus].- Oh Cristo Jesús, Verbo
encarnado!, «en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col
2,9), ven a mí para hacerme partícipe de esa plenitud; ahí está mi vida,
puesto que recibir es llegar a ser hijo de Dios (Jn 1,12); es tener parte en la
vida que del Padre recibiste y mediante la cual vives para el Padre; vida que de
tu Humanidad se desborda sobre todos tus hermanos en la gracia: ¡Ven, Señor, sé
mi manjar, para que tu vida sea la mía!
2. Por la Comunión, Jesucristo mora dentro
de nosotros y nosotros dentro de El
Una de las intenciones del corazón de Jesús,
al instituir el sacramento de la Eucaristía, fue el convertirse en el pan
celestial que conserve y aumente en nosotros la vida divina; pero aun perseguía
Cristo otra finalidad que viene a completar la anterior: «El que come mi carne
y bebe mi sangre, en Mí mora, y yo en él» (ib. 6,55). ¿Qué quiere
decir la palabra «morar»?
Cuando se lee el Evangelio de San Juan -que
nos refiere las palabras de Jesús- se advierte que casi siempre emplea ese
vocablo para expresar la unión perfecta. No hay unión más estrecha que la del
Padre y del Hijo en la Trinidad adorable, puesto que entrambos poseen, en unión
también con el Espíritu Santo, la misma y única naturaleza divina; pues bien:
San Juan dice que «el Padre mora en el Hijo»
«Morar en Cristo» es, en primer lugar, tener
parte por la gracia en su filiación divina; es ser uno con El, siendo como El
hijo de Dios, aunque a título diverso. Es la unión íntima y fundamental, a la
que el mismo Cristo alude en la parábola de la viña: «Yo soy la vid, vosotros
los sarmientos: el que mora en mí y yo en él, da frutos abundantes»
(Jn 15,5).
Esa unión no es la única. «Morar» en
Cristo es identificarse con El en todo lo tocante a nuestra inteligencia
voluntad y actividad.- «Moramos» en Cristo por la inteligencia, al
acatar por un acto de fe simple, puro e íntegro cuanto Cristo nos enseña. El
Verbo está siempre en el seno del Padre, ve los divinos arcanos y nos
manifiesta lo que ve (ib. 1,18). Por la fe respondemos «así es», Amén,
a cuanto el Verbo encarnado nos dice; creemos en su palabra, y de este modo
nuestra inteligencia se identifica con Cristo. La sagrada Comunión nos hace
morar en Cristo por la fe; no podemos recibirle si no aceptamos por la fe cuanto
El es y cuanto enseña. Mirad cómo, al anunciar Jesús la Eucaristía les dice:
«Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí, no tendrá hambre y el que cree en
Mí no tendrá sed jamás» (ib. 6,35). Y viendo que los judíos incrédulos
murmuran, repíteles sus palabras: «En verdad, en verdad os digo, el que cree
en Mí tiene la vida eterna» (ib. 6,47). Cristo, pues, se nos da en
alimento, mediante la fe, y unirse a El es aceptar, inclinando la inteligencia
ante su palabra, todo cuanto El nos revela. Cristo es alimento de nuestra
inteligencia al comunicarnos toda verdad.
Morar en El es también someter nuestra
voluntad a la suya y hacer que toda nuestra actividad sobrenatural dependa
de su gracia. Es decir, que debemos permanecer en su amor, acatando reverentes
su santísima voluntad: «Si guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor,
del mismo modo que yo he guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su
amor» (ib. 15,10). Es anteponer sus deseos a los nuestros, abrazar sus
intereses, entregarnos a El enteramente, sin cálculo ni reserva alguna, pues no
puede permanecer quien no es constante y estable, con la confianza
ilimitada de la esposa para con su esposo. Nunca la esposa es más grata al
esposo que cuando lo fía todo a su prudencia, poder, fuerza y amor. De aquí
que este pan celestial, siendo sustento del amor, conserve la vida de nuestra
voluntad.
Tal es la divina disposición que Cristo
quiere despertar en el alma del que le recibe. El Señor viene a ella para que
ella «permanezca en El», esto es, para que, teniendo confianza plena en su
palabra. se abandone a El dispuesta a cumplir en todo su divino beneplácito,
sin tener otro móvil en toda su actividad que la acción de su Espíritu. «El
que se une al Señor es un espíritu con El» (1Cor 6,17).
Nuestro Señor también mora en el alma. «Y
yo en él» (Jn 15,5).- Mirad lo que ocurría en el Verbo encarnado. Existía en
El una actividad natural, humana muy intensa pero el Verbo, al que estaba
indisolublemente unida la humanidad, era la hoguera en que se alimentaba y de
donde irradiaba toda su actividad.
Lo que Cristo anhela obrar al darse al alma es
algo parecido. Sin que la unión llegue a ser tan estrecha como la del Verbo con
su santa humanidad, Cristo se da al alma para ser en ella, por medio de su
gracia y la acción de su Espíritu, fuente y principio de toda su actividad
interior. Et ego in eo; está en el alma, mora en ella, mas no inactivo;
quiere obrar en ella (Jn 5,17), y cuando el alma se entrega de veras a El, a su
voluntad, tan poderosa se manifiesta entonces la acción de Cristo, que esa alma
llegará infaliblemente a la más alta perfección, en conformidad con los
designios que Dios tenga sobre ella. Pues Cristo viene a ella con su divinidad,
con sus méritos, sus riquezas, para ser su luz, su camino, su verdad, su
sabiduria, su justicia, su redención; «Cristo al que hizo Dios ruestra sabiduría
y justicia y santificación y redención» (1Cor 1,30); en una palabra, para ser
la vida del alma, para vivir El mismo en ella: «Vivo yo, mas no yo, sino Cristo
vive en mí» (Gál 2,20). El anhelo del alma es no formar más que una
sola cosa con el amado; la Comunión, en la que el alma recibe a Cristo en
alimento, realiza ese anhelo, transformando poco a poco al alma en Cristo.
3. Diferencia entre los efectos del
sustento corporal y los frutos de la manducación eucarística; cómo Cristo nos
transforma en El: influencia que en el cuerpo ejerce este maravilloso alimento
Los Padres de la Iglesia hicieron notar la
enorme diferencia que hay entre la acción del alimento que da vida al cuerpo y
los efectos que en el alma produce el pan eucarístico.
Al asimilar el alimento corporal, lo
transformamos en nuestra propia sustancia, en tanto que Cristo se da a nosotros
a modo de manjar para transformarnos en El.- Son muy notables estas palabras de
San León: «No hace otra cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo,
sino trocarnos en aquello mismo que tomamos» [Nihil aliud agit participatio
corporis et sanguinis Christi, quam ut in quod sumimus transeamus. Sermón
LXIV, de Passione, 12, c. 7]. Más categórico es aún San Agustín,
quien pone en boca de Cristo estas palabras: «Yo soy el pan de los fuertes; ten
fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí»
(Confess., Lib. VII, c. 4). Y Santo Tomás condensa esta doctrina en
pocas líneas, con su habitual claridad: «El principio para llegar a comprender
bien el efecto de un Sacramento no es otro que el de juzgarlo por analogía con
la materia del Sacramento... La materia de la Eucaristía es un alimento; es,
pues, necesario que su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el
manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas
del organismo y le da el desarrollo conveniente. No ocurre así en el alimento
eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforrna en sí
al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar
de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir: "Vivo yo;
mas no yo, sino que vive Cristo en mí" (Gál 2,20)» (In IV Senten.,
Dist. 12, q.2, a.1).
¿Cómo se realiza esa transformación
espiritual? Al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre,
su alma, su divinidad y su humanidad. Nos hace participar de cuanto piensa y
siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo «enciende en nosotros, el
fuego que vino a traer a la tierra» (Lc 12,49), fuego de amor, de caridad. En
esto consiste la transformación que la Eucaristía produce. «La eficacia de
este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en transformarnos de algún modo
en Cristo mediante la caridad. Ese es su fruto específico. Y propio es de la
caridad transformar al amante en el amado».- Así pues, la venida de Cristo a
nosotros tiende por naturaleza a establecer entre sus pensamientos y los
nuestros, entre sus sentimientos y nuestros sentimientos, entre su voluntad y la
nuestra, tal intercambio, correspondencia y semeianza, que ya nuestros
pensamientos, nuestro sentir y nuestro querer no sean otros que los de
Jesucristo. «Sentid en vosotros lo mismo que sentía Jesucristo» (Fil 2,5). Y
esto tan sólo por amor: el amor entrega a Cristo la voluntad entera, y con ella
todo nuestro ser, todas nuestras energías de aquí que, siendo el amor el que
somete enteramente el hombre a Dios, sea también el que origina nuestra
transformación y nuestro desarrollo espiritual. Bien dijo San Juan: «El que
permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él» (Jn 4,16).
Si eso falta, ya no hay verdadera «Comunión»;
recibimos a Cristo con los labios, cuando es menester unirnos a El con el espíritu,
con el corazón, con la voluntad, con nuestra alma toda para participar, en
cuanto en la tierra es posible, de su vida divina, de modo que, realmente, por
la fe que en El tenemos, por el amor que le profesamos, su vida y no nuestro «yo»
llegue a ser el principio de la nuestra. Bien claramente lo indica una oración
que la Iglesia pone en labios del sacerdote después de la Comunión: «Haz, Señor,
que nuestra alma y nuestro cuerpo estén tan rendidos a la operación de este
don celestial, que no sea nuestro propio sentir, sino el efecto de este
sacramento el que siempre domine en nosotros» [Mentes nostras et corpora
possideat, quæ sumus, Domine, doni cælestis operatio; ut non sensus in nobis,
sed iugiter eius præveniat effectus. Postcomunión del 15º Domingo después
de Pentecostés]. De esta oración de la Iglesia se colige que la acción de la
Eucaristía trasciende del alma aun sobre el mismo cuerpo. Cierto que Cristo se
une inmediatamente al alma; cierto que viene, en primer lugar, a asegurar y
confirmar su deificación [Ut inter eius membra numeremur cuius corpori
communicavimus et sanguini. Postcomunión del sábado de la 3ª semana de
Cuaresma]. Pero la unión del cuerpo y del alma es tan honda e íntima, que a la
vez que acrecienta la vida del alma y la hace desear ardientemente las delicias
de lo Alto, la Eucaristía mitiga los ardores de la carne y pone en paz todo
nuestro ser.
Los Padres de la Iglesia [San Justino, Apolog.
ad Anton. Pium, n.66. San Ireneo, Contra haereses, lib.V, c.2. San
Cirilo de Jerusalén, Catech., XII (Mystag.
IV),
n.3; Catech., XIII (Mystag. V),
n.15] hablan de una influencia aun más directa; y ¿qué tiene esto de
particular? Cuando Jesucristo vivía en el mundo, bastaba el solo contacto con
su Humanidad para sanar los cuerpos. Y, ¿habrá disminuido esta virtud curativa
porque Cristo se esconda tras los velos de las especies sacramentales? «¿Pensáis,
decía Santa Teresa, que no es mantenimiento, aun para estos cuerpos, este santísimo
manjar, y gran medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es, y
conozco una persona de grandes enfermedades, que estando muchas veces con
grandes dolores, como con la mano se le quitaban, y quedaba buena del todo...
Cierto, nuestro adorable Maestro no suele mal pagar la morada que hace en la
posada de nuestra alma cuando recibe buen hospedaje» (Camino de perfección,
cap.34). [La Santa es aún más explícita en el cap.30 de su Vida].
Antes de comulgar, el sacerdote suplica a Cristo que «la recepción de su carne
santísima aproveche para defensa del alma y del cuerpo». La misma oración nos
hace repetir la Iglesia en varias de sus postcomuniones, al dar gracias a Dios
por el don celestial que nos otorga: «Purifica, Señor, nuestras almas, renuévalas
por tus celestiales sacramentos, para que aun nuestros cuerpos experimenten tu
virtud todopoderosa así en esta vida como en la otra» [Sit nobis, Domine, reparatio
mentis et corporis cæleste mysterium. Postcomunión 8º domingo de
Pentecostés; Purifica quæsumus, Domine, mentes nostras et renova cælestibus
sacramentis: ut consequenter et corporum præsens pariter et futurum
capiamus auxilium. Postcomunión 16º dom. de Pentecostés].
No echemos en olvido que Cristo está siempre
vivo, siempre activo; cuando viene a nosotros, une nuestros miembros a los
suyos; purifica, eleva, santifica, transforma en cierto modo nuestras
facultades, de suerte que, conforme al hermoso pensamiento de un autor antiguo,
amamos a Dios con el corazón de Cristo, le alabamos con sus labios, nuestra
vida es su vida. La presencia divina de Jesús y su virtud santificadora
impregnan tan íntimamente todo nuestro ser, cuerpo y alma con todas sus
potencias, que llegamos a ser otros Cristos.
Tal es el efecto verdaderamente sublime de
nuestra unión con Cristo en la Eucaristía, unión que cada Comunión tiende a
estrechar más y más. ¡Si conociésemos el don de Dios! Porque los que en esta
fuente beben el sgua de la gracia no tendrán ya más sed quedan satisfechos (Jn
4,13); hallan en esa fuente todos los bienes. «¿Cómo, juntamente con El, no
nos dará todas las cosas?» (Rm 8,32). Del altar fluye para nosotros toda
bendición y toda gracia.
4. La preparación es necesaria para
asimilarse los frutos de la Comunión
Tan maravillosos efectos no se obran en el
alma sin que ésta se haya aparejado para recibir la efusión de tantos bienes.
Es verdad, como ya os he dicho, que los sacramentos producen por sí mismos el
fruto para que han sido instituidos, pero siempre que ningún obstáculo se
oponga a su accion.
Pues bien, ¿cuál es aquí el óbice?
Claro que no puede haberle por parte de
Cristo: «en El están todos los tesoros de la divinidad», y ansía
infinitamente comunicárselos dándose a nosotros; y no los escatima, pues si
viene para darnos la vida, quiere darla con sobreabundancia, repitiendo a cada
uno de nosotros lo que decía a sus Apóstoles la vispera de la institución de
este Sacramento: «Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros» (Lc
22,15).
No echemos en olvido que la Comunión no es
invención humana, sino un sacramento instituido por la Eterna Sabiduría. Pues
a la Sabiduría incumbe el hacer que los medios sean proporcionados con el fin.
Luego si nuestro divino Salvador instituyó la Eucaristía para unirse a
nosotros y hacernos vivir su vida, tengamos por cierto que este Sacramento
contiene cuanto es menester para realizar esa unión y llevarla hasta el supremo
grado. Virtud y eficacia incomparable contiene esta invención maravillosa para
obrar en nosotros una transformación divina.
Los obstáculos, pues, están en nosotros.- ¿Cuáles
son? -Para saberlo sólo precisamos considerar la naturaleza de este Sacramento.
Es un manjar que ha de conservar la vida y cimentar la unión.
Todo cuanto se opone a la vida sobrenatural y
a la unión es obstáculo para recibir y sacar fruto de la Eucaristía. El
pecado mortal, que causa la muerte del alma es obstáculo absoluto; como el
alimento no se da más que a los vivos, así la Eucaristía no se da más que a
los que tienen ya la vida de la gracia. Es la primera condición, y basta ella,
con «la recta intención», para que todo cristiano pueda acercarse a Cristo y
recibir el pan de vida. Así lo declaró en un memorable documento el gran Pontífice
Pío X [Decreto del 20-XII-1905. 1905. El Sumo Pontífice explica así la recta
intención: «Consiste en acercarse a la sagrada mesa no por rutina, o por
vanidad, o por miras humanas, sino por cumplir la voluntad de Dios, unirse a El
más estrechamente por la caridad, y, merced a este divino remedio, combatir los
propios defectos y debilidades»]. El sacramento obra ex opere
operato; por sí misma, la Eucaristía nutre al alma y acrecienta la gracia,
al propio tiempo que el hábito de la caridad. Ese es el fruto primario y
esencial del sacramento.
Produce, además, otros frutos, secundarios,
es cierto pero tan grandes, no obstante, que bien merecen no los pasemos por
alto: son las gracias actuales de unión que excitan nuestra caridad a obrar [«el
Sacramento excita la caridad no sólo en cuanto al hábito, sino también en
cuanto al acto», Santo Tomás, III, q.89, a.4], nos estimulan a devolver amor
por amor, a cumplir la voluntad divina, a evitar el pecado, y llenan de gozo el
alma: «La Dulzura de ese pan celestial, lleno de suavidad», se comunica al
alma para avivar su devoción en el servicio de Dios, y fortalecerla contra el
pecado y las tentaciones [+Catecismo del Concilio de Trento, cap.XX, 1].-
Ahora bien, estos efectos secundarios pueden ser más o menos abundantes; y, de
hecho, dependen, en no corta medida, de nuestras disposiciones, máxime cuando
el amor, principio de unión, es el móvil que nos impulsa a preparar al Señor
una morada menos indigna de su divinidad, y a tributarle con el mayor afecto
posible los obsequios a que se hace acreedor al venir a nosotros. Verdad que
Cristo, como soberanamente libre e infinitamente bueno, otorga sus dones a quien
le place; pero a mas de que su majestad infinita -pues permanece siempre Dios-
reclama de nosotros que le preparemos, en cuanto lo permita nuestra indigencia,
una morada digna en nuestro corazón, ¿podríamos dudar un solo instante de que
mirará con singular complacencia los esfuerzos de un alma que desea recibirle
con fe y con amor? [«Aunque los sacramentos de la nueva ley producen su efecto ex
opere operato (por sí mismos), sin embargo, tanto mayor es ese efecto
cuanto más perfectas son las disposiciones de los que reciben el sacramento. Así,
pues, debemos procurar que a la Sagrada Comunión preceda una preparación
diligente, y le siga la conveniente acción de gracias». Pío X, Decreto del
20-XII-1905, acerca de la comunión diaria].
Mirad cómo recompensó los deseos y esfuerzos
de Zaqueo. Este príncipe de los publicanos sólo quería ver a Jesús; y el Señor,
al encontrarle, se adelanta a sus deseos y le dice que va a alojarse en su casa.
Y la visita le vale el perdón y la salvación. Ved también lo que acontece
cuando Simón el fariseo recibe a nuestro Señor. Durante el convite, una mujer,
Magdalena, entra en el aposento, se acerca a Jesús y derrama olorosos perfumes
sobre sus pies, y los besa reverente. Los comensales saben que aquella mujer es
una pecadora, y Simón fariseo se indigna y piensa en su interior: «¡Si Jesús
supiese quién es esa mujer!...» Conoce Cristo aquellos pensamientos secretos y
se convierte en abogado de la mujer, poniendo en parangón lo que ella hace por
agradarle con lo que el fariseo ha dejado de hacer al ejercer su hospitalidad
para con Jesús: «¿Ves esa mujer?, dice Jesús a Simón. Entré en tu casa y
no me has dado agua con que lavar mis pies, pero ella los ha bañado con sus lágrimas
y enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de paz; pero ésta,
desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi
cabeza, y ésta ha derramado perfumes sobre mis pies. Por todo lo cual te digo
que le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho...» Luego dijo
a la mujer: «Perdonados te son tus pecados, tu fe te ha salvado; vete en paz»
(Lc 7, 36-39; 44-50).
Ya veis, pues, cómo el Señor tiene en cuenta
las disposiciones, las pruebas de amor con que le recibimos. La Eucaristía es
el sacramento de la unión, y cuantos menos estorbos encuentra Cristo para que
esa unión sea perfecta, tanto más obra en nosotros la gracia del sacramento.
El Catecismo del Concilio de Trento nos dice que «recibimos toda la plenitud de
los dones de Dios cuando recibimos la Eucaristía con corazón bien dispuesto y
perfectamente preparado» (Cap. XX, 3).
5. Disposiciones remotas: absoluta donación
de uno mismo a Jesucristo: orientar todas nuestras acciones en orden a la comunión
Hay, con todo, una disposición general muy
importante, fundada en ]a misma naturaleza de la unión, y que sirve
admirablemente de preparación habitual a nuestra unión con Cristo, y muy
particularmente a la perfección de esa unión: es la donación total de uno
mismo a Jesucristo, renovada con frecuencia. Esa donación al Verbo humanado
comenzó en el Bautismo; allí, por vez primera, Cristo tomó posesión de
nuestra alma, y nosotros empezamos por la gracia a asemejarnos a Dios y a vivir
unidos a El. Pues bien, cuanto más arraigo tenga en nosotros esa disposición
fundamental, iniciada con el Bautismo, de morir para el pecado y vivir para
Dios, tanto mejor será nuestra preparación remota para recibir la abundancia
de la gracia eucarística. Guardar apego al pecado venial, a imperfecciones
deliberadas, a negligencias voluntarias, a inlidelidades meditadas, son cosas
que desagradan al Señor que viene a nosotros. Si ansiamos esa unión perfecta,
no hemos de «regatear» a Cristo nuestra libertad de corazón; ni reservar en
ese corazón un lugar, por angosto que sea, a la criatura amada en cuanto tal.
Hemos de vaciarnos de nosotros mismos, desasirnos de las criaturas, suspirar por
el advenimiento perfecto del reino de Jesucristo a nosotros mediante la sumisión
de todo nuestro ser a su Evangelio y a la acción del Espíritu Santo.
Es ésta una de las mejores disposiciones. ¿Qué
es lo que impide a Cristo el identificarnos completamente con El cuando viene a
nosotros? ¿Son tal vez nuestras flaquezas de cuerpo y de espíritu, las
miserias inherentes a nuestra condición de desterrados, las servidumbres a que
está sujeta nuestra naturaleza humana? Cierto que no; esas imperfecciones. aun
las mismas faltas en que caemos, que lamentamos y procuramos corregir, no
detienen a Cristo; al contrario, viene a nosotros para ayudarnos a corregir esas
faltas y a llevar con paciencia esas flaquezas; es pontífice compasivo que «conoce
de qué barro estamos formados» (Sal 102,14), y que «ha cargado con todas
nuestras dolencias» (Is 53,4).
Lo que pone trabas a la perfecta unión son
los hábitos malos, conocidos y de los que no queremos despegarnos, y a los que,
por falta de generosidad, no nos atrevemos a combatir; es el apego voluntario a
nosotros mismos o a las criaturas. Mientras no trabajemos eficazmente por
desarraigar esos malos hábitos y por romper esas ligaduras a fuerza de una
constante vigilancia sobre nosotros mismos y de la mortificación, Cristo no
podrá hacemos participantes de la plenitud de su gracia.
Esto es sobre todo verdad tratándose de
faltas deliberadas o habituales contra la caridad para con el prójimo. Ya
desarrollaré este punto cuando exponga los motivos que tenemos para amarnos
mutuamente, pero no estará de más decir aquí algunas palabras. Cristo es uno
con su cuerpo místico por la gracia todos los cristianos son sus miembros.
Cuando comulgamos, debemos hacerlo con Cristo total, entero, es decir. unirnos
por la caridad con Cristo en su ser físico, y también con los miembros de
Cristo. No podemos separarlos. «Quiso Nuestro Señor, dice el Concilio
Tridentino, dejarnos este Sacramento como símbolo de la íntima unión de ese
cuerpo místico, cuya cabeza es El» (Sess. XIII, cap.2). «No hay más que un
solo pan, dice San Pablo hablando de la Eucaristía; así también, aunque
seamos muchos, formamos sólo un cuerpo todos los que participamos de un mismo
pan» (1Cor 10,17). Escuchad lo que el mismo Cristo dice: «Si al tiempo de
presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna
queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante del altar, y ve primero a
reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tus dones». (Mt
5, 23-24). De aquí que la menor frialdad voluntaria, el más leve resentimiento
para con el prójimo, albergado en el corazón, constituye un grande estorbo
para la perfección de esa unión que Nuestro Señor quiere entablar con
nosotros en la Eucaristía.
Así, pues, si en nuestro corazón descubrimos
algún apego voluntario y desordenado a nuestro propio juicio o a nuestro amor
propio, o sobre todo si anidan en él hábitos contrarios a la caridad, estemos
ciertos que mientras nos avengamos a vivir en ese estado, será limitada la
percepción de los frutos del Sacramento.- En cambio, si un alma toma la
resolución de corregirse de los malos hábitos que halla en sí; si seriamente
se esfuerza por destruirlos; si se acerca a Cristo; en la Comunión para hallar
en El la fuerza que necesita para servirle de veras, tenga por cierto que el Señor
la mirará con misericordia, bendecirá sus esfuerzos y la recompensará
generosamente.
Verdad es, repitámoslo, que nuestras
disposiciones no causan la gracia del Sacramento, no hacen sino dejar que la
gracia fluya libremente, apartando todos los impedimentos; pero debemos, no
obstante, abrir y dilatar nuestros corazones cuanto podamos a la efusión de los
dones divinos. Disposición excelente es, por tanto, procurar con diligencia no
rehusar nada a Cristo: un alma que habitualmente se halla dispuesta a desechar
de sí todo aquello que en algo puede herir la vista del Divino huésped, y a
cumplir siempre su voluntad adorable, está admirablemente dispuesta para
recibir la acción del Sacramento.
La razón es obvia. La Eucaristía es
Sacramento de unión, como lo indica el mismo vocablo Comunión. Cristo
viene a nosotros para unirnos a El. Unir es hacer de dos cosas una sola. Y
nosotros nos unimos a Cristo tal como El es. Pues bien, toda Comunión supone el
sacrificio del altar, y, por consiguiente, el de la Cruz. En la ofrenda de la
Misa, Cristo nos asocia a su cualidad de pontífice; en la Comunión nos hace
partícipes de su condición de víctima. El santo sacrificio supone, según
dejo explicado, la oblación interior y plena que Jesús hizo de sí mismo a la
voluntad de su Padre al entrar en el mundo, oblación que renovó a menudo
durante su vida y a la que dio remate con su muerte cruenta en el Calvario.-
Todo esto, en frase de San Pablo, nos lo recuerda la sagrada Comunión.«Todas
las veces que comiereis este pan y bebiereis este cáliz, anunciaréis, o representaréis
la muerte del Señor» (1Cor 11,26). Cristo se da a nosotros, pero sólo
después de haber muerto por nosotros; se entrega como manjar, pero después de
haberse ofrecido como víctima. Y en la Eucaristía -sa-crificio y sacramento-,
los caracteres de víctima y alimento son inseparables. Por eso es tan
importante esta disposición habitual de oblación total de sí mismo. Cristo se
nos da en la medida con que nosotros nos damos a El a su Padre, a nuestros prójimos,
que son los miembros de su cuerpo místico esta disposición fundamental nos
hace semejantes a Cristo, pero a Cristo víctima, es el lazo de unión entre El
y nosotros.
Cuando el Señor halla un alma así dispuesta,
entregada del todo y sin reserva a su divino querer, se manifiesta en ella con
aquella virtud divina que por no encontrar obstáculo ninguno, obra maravillas
de santidad. La carencia de esa disposición requerida para que la unión
sea más íntima es la razón de que muchas almas adelanten tan poco en la
perfección, aunque comulguen a menudo. Cristo no encuentra la docilidad
sobrenatural que reclama para obrar libremente en ellas; sus afectos están divididos
y repartidos entre Dios y las criaturas, por el apego voluntario que
conservan a su vanidad, a su amor propio, a su susceptibilidad, a su egoísmo, a
sus celos, a su sensualidad, cosas todas que impiden que la unión entre
ellas y Cristo se realice con esa intensidad, esa plenitud mediante la cual se
realiza de un modo total y perfecto la transformación del alma.
Pidamos al Señor que El mismo nos ayude a
adquirir poco a poco esa disposición fundamental; es sobremanera deseable
porque prepara maravillosamente nuestra alma para la acción del Sacramento de
amor y unión divina.
A esta disposición de unión, que sirve
admirablemente de preparación habitual, podemos añadir otra, remota
igualmente, pero más bien actual, que consiste en orientar cada día,
por un acto explícito, todas nuestras acciones hacia la comunión, de
modo que nuestra unión con Cristo en la Eucaristía sea verdaderamente el sol y
centro de nuestra vida. Cuando San Francisco de Sales se ordenó sacerdote, tomó
la resolución de convertir todos los momentos del día en preparación al
sacrificio eucarístico que había de celebrar al día siguiente, de manera que
pudiese responder con verdad, si le preguntaban en qué se ocupaba: «Me preparo
a celebrar la Misa» (Hamon, Vida de San Francisco de Sales, t.I, lib.II,
cp.1). Es práctica recomendable y excelente.
Pero si es cierto «que nada podemos hacer sin
Cristo Jesús», nunca es más verdad esto que cuando tratamos de llevar a cabo
la acción más santa de cada dia. Unirse sacramentalmente a Cristo en la
Eucaristía es para la criatura el acto más sublime que puede realizar, en su
comparación nada es toda la sabiduría humana, por eminente y grande que ella
sea. Sin la ayuda de Cristo, somos incapaces de disponernos convenientemente
para unirnos a El. Nuestras plegarias demuestran el respeto que Jesús nos
inspira; pero ha de ser El mismo quien se ha de preparar una morada en nosotros,
como lo afirma el Salmista: «El Altísimo ha de santificar su tabernáculo»
(Sal 45,5).- Sean estas nuestras peticiones cuando por las tardes vayamos a
visitar al Señor Sacramentado: «Señor mío Jesucristo, Verbo humanado, quiero
prepararte una morada en mí, pero me reconozco incapaz de hacerlo: Tú, que
eres sabiduría eterna, por tus méritos infinitos, prepara mi alma para ser
templo tuyo, haz que sólo a Ti me adhiera; te ofrezco los actos y penas de este
día, para que los tornes gratos a tus divinos ojos, de forma que mañana no me
presente yo ante tu acatamiento falto y vacío de méritos». Esta oración es
excelente, pues mediante ella enderezamos todas las obras del día a la unión
con Cristo; el amor, principio de unión, inspira todos nuestros actos. Lejos de
murmurar, si algo nos acaece penoso o desagradable, por un movimiento de dilección
ofrezcámoselo a Cristo, y el alma se hallará de ese modo, casi sin advertirlo,
preparada para cuando llegue el instante de recibirle.
6. Disposiciones próximas: fe, confianza
ya amor; cómo premia el Señor tales disposiciones: la Comunión constituye la
más alta participación de la divina filiación de Jesucristo. Diversidad de «fórmulas»
y disposiciones interiores en la preparación inmediata
Después de esto, sólo resta hacer, cuando
llegue el momento de la comunión, la preparación inmediata que requiere
la dignidad infinita de Aquel a quien recibimos. Y aunque esa preparación
reciba su valor y su virtud de esa disposición fundamental de que nos hemos
ocupado, no estará de más decir breves palabras acerca de ella.
Una de las disposiciones inmediatas de mayor
importancia es la fe.- La Eucaristía es por esencia un «misterio de fe»
[Mysterium fidei. Palabras contenidas en la fórmula de consagración de
la preciosa Sangre]. Pero, ¿acaso no son misterios de fe todos los misterios de
Cristo? -Cierto que sí, pero en ninguno es la fe tan útil y fecunda como en éste.
¿Por qué? -Porque en él ni la razón ni los sentidos advierten cosa alguna de
Cristo.- Id al pesebre: Cristo es un niño pequeñuelo, pero los angeles cantan
su venida para manifestar que es Dios y el Salvador de los hombres. Durante su
vida pública, sus milagros y la sublimidad de su doctrina dan testimonio de que
es Hijo de Dios; en el Tabor, su humanidad se transfigura en su divinidad; hasta
en la Cruz no se vela del todo su divinidad; la Naturaleza proclama, al
conmoverse, que el crucificado es el creador del mundo (Lc 23,44 y 45). En
cambio, en el altar no aparecen ni la humanidad ni la divinidad [Latet simul
et humanitas. Himno Adoro te]. Para los sentidos, vista, gusto,
tacto, no hay sino pan y vino. Para rebasar esas apariencias y penetrar por
entre esos velos hasta las realidades divinas, menester son los ojos de la fe:
es lo primero que se requiere.
Con claridad meridiana se echa esto de ver
cuando se lee el capítulo de San Juan en que se narra cómo Jesús anunció a
los judíos el misterio de la Eucaristía (Jn 6, 30-70). La víspera acaba el Señor
de mostrar su bondad y su poder dando de comer a unos cinco mil hombres con sólo
cinco panes y algunos pececillos. Al ser testigos de este milagro estupendo, los
judíos exclamaron: «Este es el profeta que ha de venir». Y pasando del pasmo
a la acción, quisieron arrebatarle para crearle rey.- Mas he aquí que Jesús
les revela un misterio harto más estupendo que el prodigio que acaban de
presenciar: «Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo». Y esas palabras
bastan para que al punto se alcen murmullos entre los judíos. «¿No es acaso
el hijo de José? Conocemos a su padre y a su madre; pues ¿cómo dice él: He
bajado del cielo?» -Y Jesús les responde: «No andéis murmurando entre
vosotros. Yo soy el pan de vida; vuestros padres comieron el maná en el
desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, a fin de que,
quien comiere de él, no muera. Quien comiere de este pan, vivirá eternamente;
y el pan que yo daré es mi misma carne entregada por la vida del mundo».
Comenzaron entonces los judíos, cada vez más incrédulos, a altercar unos con
otros, diciendo: «¿cómo puede éste darnos a comer su carne?» -Cristo,
empero, no retira o desdice ninguna de sus afirmaciones, antes al contrario, las
confirma de un modo más explícito, diciendo: «En verdad, en verdad os digo
que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no
tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna; y Yo le resucitaré en el último día, porque mi carne es verdadera
comida y mi sangre es verdadera bebida». -La incredulidad cunde entonces hasta
entre sus mismos discípulos. Algunos de entre ellos lo oyen y protestan. «Dura
es esta doctrina, y, ¿quién puede escucharla?». Y desde ese momento, añade
San Juan, muchos de sus discípulos, escandalizados, perdieron la fe en Jesús;
le abandonaron y ya no andaban con El...- Cuando se hubieron ido, Jesús, vuelto
a los doce Apóstoles, les dijo: «Y vosotros, ¿queréis también retiraros?»
Respondióle Simón Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de
vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo
de Dios».
Creamos también nosotros con Pedro y los Apóstoles
que permanecieron fieles. Que supla la fe a nuestros sentidos [Præstet fides
supplementum sensuum defectui. Himno Pange lingua]. Cristo lo ha
dicho: Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre; tomad, comed, y tendréis vida».
-Tú lo has dicho, Señor; esto basta, yo creo. Ese pan que nos das, eres Tú
mismo, Cristo, Hijo amado del Padre; Tú mismo, que te encarnaste y entregaste
por mí, que naciste en Belén, que viviste en Nazaret, que sanaste a los
enfermos, que diste vista a los ciegos, que perdonaste a la Magdalena y al Buen
Ladrón, que en la última Cena dejaste a San Juan reclinar su cabeza sobre tu
corazón; Tú, que eres camino, verdad y vida, que diste tu vida por mi amor,
que subiste a los cielos, y ahora, a la diestra del Padre, reinas con El e
intercedes sin cesar por nosotros. ¡Oh Jesús, Verdad eterna! Tú afirmas que
estás presente en el altar, real y sustancialmente, con tu humanidad y con
todos los tesoros de tu divinidad; yo lo creo, y porque lo creo, me postro en tu
presencia para adorarte. Recibe, como mi Dios y mi todo, este tributo de mi
adoración.- Este acto de fe es el más sublime que podemos hacer, y el homenaje
más completo de nuestra inteligencia que podamos tributar a Cristo.
Es igualmente un acto de confianza, pues
Cristo, al que contemplamos con los ojos de la fe, viene a nosotros como cabeza
nuestra y como el primogénito de entre nuestros hermanos. Avivemos, pues,
nuestros deseos. «¡Oh Señor Jesús!, debemos decirle con el sacerdote, al
tiempo de la comunión, no mires mis pecados, que detesto, sino a la fe de tu
Iglesia, que me dice que estás realmente presente bajo los velos de la hostia,
para venir a mí. Tienes, Señor, poder para atraerme enteramente a Ti, para
transformarme en Ti. Me entrego por completo a Ti para que te hagas dueño de
todo mi ser, de toda mi actividad, para que yo no viva sino de Ti, por Ti y para
Ti». Si pedimos esa gracia, no dudemos que Cristo nos la otorgará; por eso
hemos de llegar hasta importunarle, sin poner límites a nuestros santos deseos.
Si nos diéramos cuenta de las riquezas que este sacramento encierra -son
infinitas, puesto que contiene al mismo Cristo [continet in se Christum
passum. Santo Tomás, In Ioan. Evg. c.VI, lect. 6. Y también: effectus
quem passio Christi fecit in mundo, hoc sacramentum facit in homine. III,
q.79, a.1]-, si pudiésemos comprender los frutos que en nosotros es capaz de
producir la venida de Cristo, arderíamos en deseos de verlos convertidos en
realidad. Todos los frutos de la Redención están en él contenidos «para
nuestro provecho», «para que sintamos constantemente en nosotros los frutos de
tu Redención» [ut redemptionis tuæ fructum un nobis iugiter sentiamus.
Oración de la fiesta del Santísimo Sacramento].
Desea ardientemente el Señor comunicárnoslos;
pero exige que dilatemos nuestros corazones por medio del deseo y de la
confianza. «Dios sabe ciertamente lo que necesitamos, dice San Agustín [Epist.
CXXX, c. 8. Lo dice de la vida eterna, pero puede muy bien aplicarse a la
Eucaristía, que es prenda de esa vida: Et futuræ gloriæ nobis pignus datur];
pero quiere que nuestro deseo se inflame en la oración para hacernos más
capaces de recibir lo que El nos prepara. Y tanto más capaces seremos de
recibir el pan de vida cuanto nuestra fe en esta vida sea más grande nuestra
esperanza más firme, nuestro deseo más ardiente». «Abre tu boca y Yo la
llenaré», nos dice Cristo, como antaño al Salmista (Sal 80,11), «Abrete por
la fe, por la confianza, por el amor, por santos deseos, por el abandono en Mí,
y Yo te llenaré». -¿De qué, Señor? -De Mí mismo. Yo me daré a ti, todo
entero, con mi humanidad y mi divinidad, con el fruto de mis misterios con el mérito
de mis trabajos, con la satisfaccion de mis dolores, con el valor de mi Pasión.
Bajaré a ti, como cuando vine a la tierra, para «destruir y arruinar la obra
de Satanás» (1Jn 3,8), para tributar a mi Padre juntamente contigo, homenajes
divinos, te haré partícipe de los tesoros de mi divinidad, de la vida eterna
que yo recibo del Padre y que mi Padre quiere que te comunique para que en todo
te asemejes a mí; te colmaré de mi gracia para ser yo mismo tu sabiduría, tu
santificación, tu camino, tu verdad y tu vida. Serás como otro yo mismo,
en quien, como en mí y a causa de mí, pondra el Padre todas sus
complacencias... «Dilata tu alma y yo la llenaré».
¿No bastarán estas palabras para entregarnos
de todas veras a Cristo, a fin de que su gracia nos invada y realice en nosotros
todos sus divinos anhelos? Observad cómo Cristo nos devuelve lo que le damos, cómo
acrecienta en nosotros esa fe, esa confianza, ese amor con que nos disponemos a
recibirle.- Es el Verbo, la palabra eterna, que susurra en lo íntimo de nuestro
corazón los secretos divinos y nos inunda con su luz esplendorosa, pues el
Verbo ilumina a todo hombre que viene a este mundo.- Es también el que bajó a
la tierra para nuestra salud, y el que en esa unión eucaristica nos va a
aplicar los méritos infinitos de su muerte. ¡Qué paz y qué inquebrantable
seguridad comunica Jesús al alma que le recibe! No contento con aplicarle sus méritos
satisfactorios, le da prenda segura de la futura gloria [Et futuræ gloriæ
nobis pignus datur. Antífona de Vísperas de la festividad del Corpus]. Por
fin, Cristo aviva el amor; el amor vive de unión. Verdaderamente, es éste el
sacramento de vida y de acrecentamiento espiritual. Cada comunión bien hecha,
nos acerca más y más a nuestro modelo; y en especial, nos hace penetrar y
ahondar más en el conocimiento, en el amor y en la práctica del misterio de
nuestra predestinación y de nuestra adopción en Cristo Jesús, nuestro hermano
mayor, perfeccionando en nosotros la gracia de la filiación divina.
Tan importante es esto, que insistiré sobre
ello. Toda nuestra santidad se reduce a participar, por medio de la gracia, de
la filiación divina de Jesucristo, a ser, por la adopción sobrenatural, lo que
Cristo es por naturaleza. Cuanto mayor sea esa participación, tanto más
elevada será nuestra santidad.- ¿Qué es lo que nos hace coherederos de Cristo
e hijos de Dios? Nos lo dice San Juan: «Es la fe, mediante la cual recibimos a
Cristo, origen de toda gracia». «A todos los que le recibieron les dio
facultad para convertirse en hijos de Dios; a todos los que creen en su nombre»
(Jn 1,12). Por tanto, cuanto más arraigada y profunda sea la fe con que a
Cristo recibimos, mayor donación nos hará de lo que en El hay de más sublime:
su cualidad de Hijo de Dios; tanto mayor será el grado de nuestra participación
en su filiación divina.
Pues bien; no hay acto en que nuestra fe pueda
ejercitarse con mavor intensidad que el de la Comunión, no hay homenaje de fe más
sublime que el de creer en Jesucristo, oculto en cuanto Dios y en cuanto Hombre
tras los velos de la sagrada hostia.- Cuando los judíos veían a Cristo
realizar los más estupendos milagros, como la multiplicación de los panes en
el desierto, se sentian inclinados por la realidad extraordinaria de esos
hechos, a reconocer la divinidad de Jesús, era ése un acto de fe, es cierto
pero no difícil de hacer.- En cambio, cuando el Señor decía a los judíos: «Yo
soy el pan de vida, que ha bajado del cielo», era ya cosa más ardua el asentir
a sus palabras, tanto, que muchos de sus oyentes no fueron capaces de este acto,
y abandonaron a Cristo para siempre.- Mas cuando Cristo, mostrándonos un poco
de pan, y un poco de vino, nos afirma: «Este es mi cuerpo», «ésta es mi
sangre», y nuestra inteligencia, descartando lo que ante los sentidos aparece,
presta asentimiento a estas palabras, y nuestra voluntad nos lleva a la sagrada
mesa con respeto y amor, para mostrar con obras ese asentimiento nuestro,
hacemos el acto de fe más excelso y más absoluto que un hombre puede rendir.
Recibir a Cristo sacramentado es, pues, hacer
el acto de fe más elevado, y por tanto, participar en sumo grado de su filiación
divina. Y he ahí por qué toda comunión bien hecha es para el cristiano tan
vital y tan fecunda; no ya sólo porque en ella recibimos al mismo Cristo, sino
también porque de ningún, modo puede manifestarse nuestra fe más viva y más
intensa; porque el acto de fe que ejecutamos no es sólo de la inteligencia,
sino que todo nuestro ser concurre a él cuando nos acercamos al altar.
Así, pues, la comunión eucarística es el
acto más perfecto de nuestra adopción divina.- No hay instante en que con
mayor razón podamos decir a nuestro Padre celestial: «Oh Padre celestial, yo
vivo en tu Hijo Jesús, y tu Hijo vive en mí. Tu Hijo, que procede de Ti,
recibe con toda plenitud comunicación de tu vida divina; yo he recibido con fe
a tu Hijo, la fe me dice que en este momento yo estoy con El; y, puesto que
participo de su vida, mírame, Señor, en El, por El y con El, como a hijo de
tus complacencias». ¡Qué gracias, qué luz, qué fuerza infunde a los hijos
de Dios semejante plegaria! ¡Qué sobreabundancia de vida divina, qué unión
tan estrecha, qué adopción tan profunda no nos comunica este acto de fe!
Llegamos al último grado, a la cumbre más alta de la adopción divina, que nos
es dado alcanzar en este mundo.
En lo concerniente a las «fórmulas» que nos
ayudan a la preparación próxima de esa unión con Jesús, no se pueden fijar
ni concretar de una forma exclusiva. Tanto las necesidades de las almas como su
modc de ser, son variadísimas.
Unas se esfuerzan por seguir las oraciones y
ceremonias del celebrante, y se acercan a la sagrada mesa durante la Misa, en el
momento de la comunión, ésta es, cuando se puede hacer, la mejor manera de
disponerse inmediatamente a recibir a Cristo. ¿Por qué las plegarias
que la Santa Madre Iglesia pone en boca del sacerdote para prepararse a recibir
a Cristo no habrían de ser buenas para los simples fieles? Preparándose de ese
modo, uno se une más directamente al sacrificio de Cristo y a las intenciones
de su sacratísimo Corazón. Además el misal contiene, como en el Gloria in
excelsis, encendidas expresiones de fe, confianza y amor. «Te alabamos, te
glorificamos, te damos gracias, Señor Dios, Cordero de Dios... que quitas el
pecado del mundo, ten piedad de nosotros... Atiende nuestras súplicas; tú que
estás sentado a la derecha del Padre ten piedad de nosotros...» ¡Qué acto de
fe! Ese pedazo de pan que voy a recibir contiene a Aquel que «en los cielos está
sentado a la diestra del Padre, el solo Señor el solo Santo, el solo Altísimo,
Jesucristo, que con el Espíritu Santo está en la gloria de Dios Padre». Otros
repasan o leen, intercalando fervientes efusiones de fe, de esperanza y de
caridad, el capítulo VI del Evangelio de San Juan, en el cual el Apóstol
refiere las promesas de la Eucaristía. También se puede fomentar la devoción
con el libro IV de la Imitación de Cristo, especialmente consagrado al
Sacramento del Altar; o bien valerse de fórmulas que se hallan en devocionarios
debidamente aprobados.
En esto cada cual puede seguir lo que más se
acomode con sus preferencias, siempre, claro está, que la inteligencia y el
corazón se asocien a las palabras que pronuncian los labios. Si el alma aumenta
su capacidad de unión, mediante una fe viva, una reverencia profunda, una
confianza absoluta, un deseo y un amor ardientes, y sohre todo un generoso
abandono al divino querer, en este caso todo está bien dispuesto; no hay más
que acercarse a recibir el don divino...
7. Acción de gracias después de la Comunión:
«Mea omnia tua sunt et tua mea»
La misma amplia libertad dejaría yo para la
acción de gracias.- Unos, silenciosamente recogidos, adoran al Verbo en su
pecho. La humanidad que recibimos es la humanidad del Verbo Eterno- por su
mediación entramos en comunión con el Verbo, que desde el seno del Padre in
sinu Patris, ha bajado a nosotros. Por esencia, el Verbo está todo entero
en su Padre; todo lo recibe de El, sin que por eso sea inferior al Padre. Pero
todo lo endereza a su Padre: su esencia es vivir por el Padre. Cuando así
estamos unidos a El y del todo nos entregamos a El, por la fe que en El tenemos,
El nos lleva hasta el Santo de los Santos. Allí nos es dado unirnos a esos
actos de adoración intensa que la humanidad de Cristo tributa a la Trinidad
beatísima. Tan unidos estamos a Cristo en ese instante, que podemos hacer
nuestros los actos de su santa humanidad y tributar al Padre, en unión del Espíritu
Santo, los homenajes que más pueden agradarle. Cristo mismo es entonces nuestra
acción de gracias, nuestra Eucaristía; El es, nunca lo olvidéis,
quien suple todas nuestras flaquezas, todas nuestras enfermedades, todas
nuestras miserias. ¡Qué ilimitada confianza despierta en nosotros esa
presencia de Cristo en el alma!
También pueden nuestros labios entonar el cántico
de la creación que recibe el ser del Verbo, para que todos los seres que han
sido hechos por el Verbo -«todas las cosas fueron hechas por El, y sin El no se
hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,3)-, ensalcen en El y por El la gloria
de Dios. Esto hace el sacerdote al volver del altar. La Iglesia, esposa de
Cristo, que conoce mejor que nadie los secretos de su divino Esposo, ordena al
sacerdote que cante, allá en el santuario de su alma, donde el Verbo reside, el
cántico interior de la acción de gracias. El alma convoca todas las criaturas
a los pies de su Dios y Señor, para que reciba el homenaje de todos los seres
que existen o se mueven (Dan 3,57): «Criaturas todas que salisteis de las manos
del Señor, bendecidle, alabadle y ensalzadle para siempre jamás... Angeles del
Señor, bendecid a Dios: bendecidle, cielos... sol y luna; estrellas del cielo,
bendecid al Señor. Lluvias, vientos y tempestades, llamas y fuego, frio y
calor, rocío y escarcha, hielos y nieves, alabad al Señor. Noches y días,
tinieblas y luz, nubes y relámpagos, alabad al Señor...» El celebrante
convida luego a la tierra, a montes y collados, plantas, mares y rios; a los
peces, aves y fieras; a los hombres, a los sacerdotes, a los humildes de corazón
y a los santos, a que glorifiquen a la Trinidad, a quien todo honor le es
tributado por medio de la humanidad santa de Jesús. ¡Qué admirable cántico
el de la creación cantado de este modo por el sacerdote en el momento en que
está unido al Pontífice Eterno, al mediador único al Verbo divino, por quien
todo fue creado!
Otros, sentados como Magdalena a los pies de
Jesús, se entretienen familiarmente con El, escuchando sus palabras en el fondo
del alma y dispuestos a darle todo cuanto les pida; pues en esos momentos en que
mora en nosotros la luz divina, suele Jesús, no pocas veces, mostrar al alma lo
que de ella quiere y reclama. «Este, pues, es buen tiempo, dice Santa Teresa,
para que os enseñe nuestro Maestro, para que le oigamos y besemos los pies,
porque nos quiso enseñar, y le supliquemos no se vaya de con nosotros» (Camino
de Perfección, cap.34).
También puede leerse reposadamente, como si
escuchásemos a Cristo, el magnífico discurso después de la Cena, cuando
Jesucristo hubo instituido este Sacramento: «Creed que yo estoy en el Padre y
el Padre está en Mí...; el que guarda mis mandamientos, ése me ama, y quien
me ama, será amado de mi Padre, y Yo también le amaré y me manifestaré a él...
Como mi Padre me amó, así también Yo os he amado; permaneced en mi amor... Os
he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea
cumplido... Os he llamado mis amigos, porque todo cuanto he escuchado de mi
Padre os lo he manifestado... El mismo Padre os ama porque vosotros me habéis
amado y habéis creído que Yo he salido del Padre... Estas cosas os he dicho
para que en Mí tengáis paz; el mundo os perseguirá, pero confiad en Mí; Yo
he vencido al mundo» (Jn 14 y 15).
También podemos conversar mentalmente con
Nuestro Señor, como si estuviéramos al pie de la cruz, o bien orar vocalmente
rezando los salmos referentes a la Eucaristía. «El Señor me gobierna, nada me
faltará; El me hace descansar entre sabrosos pastos; me ha conducido junto a
las aguas refrescantes y hace revivir mi alma. Aunque anduviese envuelto por las
sombras de la muerte, no temeré ningún mal, pues tú, Señor, estás conmigo»
(Sal 23, 1-4).
Todas esas disposiciones del alma son
excelentes; la inspiración del Espíritu Santo es infinitamente variada. Todo
estriba en que reconozcamos la magnitud del don divino, que San Pablo llama «inefable»
(2Cor 9,15) y vayamos a sacar de los tesoros de ese don infinito cuanto
necesitamos nosotros, nuestros hermanos y la Iglesia entera; pues «el Padre ama
al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos» (Jn 3,35) para que nos lo comunique.
Cristo, pues, al darse, nos da todas las cosas con El; igualmente nosotros
debemos entregarnos a El enteramente, repitiéndole, desde lo íntimo del corazón,
aquellas sus palabras: «Quiero obrar siempre lo que es grato a sus ojos» (ib.
8,29); o también aquellas palabras de Jesús a su Padre en la última
Cena, palabras que son la expresión acabada de la unión perfecta: «Todas mis
cosas son tuyas, como las tuyas son mías» (ib. 17,10).
Ese es, lo repito, el fruto propio de la
Eucaristía: la identificación del hombre con Cristo, por la fe y el amor. Si
recibís bien el cuerpo de Cristo, dice admirablemente San Agustín, sois eso
mismo que recibís. [La virtud peculiar de este alimento es producir la unidad,
unirnos tan estrechamente al cuerpo de Cristo que, hecho miembros suyos, seamos
nosotros mismos aquello que recibimos. Virtus ipsa quæ ibi intelligitur
unitas est, ut redacti in corpus eius, effecti membra eius, simus quod accipimus.
Sermo LVII, c. 7].
Cierto que el acto mismo de la comunión es
transitorio y pasajero; mas el efecto que produce, la unión con Cristo, vida
del alma, es de suyo permanente, y se prolonga todo el tiempo y en la medida que
nosotros queremos. La Eucaristía no es el sacramento de la vida sino porque es
el sacramento de la unión; preciso es que «permanezcamos en Cristo y
que Cristo permanezca en nosotros». No dejemos que en el transcurso del
día se amengue el fruto de la unión y de la recepción eucarística, por causa
de nuestra veleidad, de nuestra disipación, de nuestra curiosidad, de nuestra
vanidad, de nuestro amor propio. Es un pan vivo, pan de vida, pan que hace
vivir, el que hemos recibido. Acabamos de realizar el acto vital sobrenatural
por excelencia. Por lo tanto, debemos ejecutar obras de vida, obras de hijos de
Dios, después de habernos alimentado con este pan divino para transformarnos en
El, pues el que afirma que permanece en Cristo, ha de vivir como Cristo mismo
vivió (1Jn 2,6). [Eso mismo nos manda pedir la Iglesia en la misa del segundo
domingo después de Pentecostés: «Haz, Señor, que esta oblación de tu divino
Hijo... nos vaya llevando de día en día a la práctica de una vida del todo
celestial»].
Y no digamos, para excusar nuestra pereza y
ocultar la falta de generosidad, que somos flacos y débiles. Cierto es y más
de lo que pensamos, pero al lado de ese abismo (pues lo es) de nuestra flaqueza,
que no excluye la buena voluntad, y que Cristo conoce mejor que nosotros, hay
otro abismo: el de los méritos y tesoros infinitos de Cristo; y mediante la
comunión, nuestros son esos méritos y esos tesoros, pues Cristo está en
nosotros.