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Nuestro
progreso sobrenatural en Jesucristo
La vida sobrenatural está sujeta a una ley
de progreso
Toda vida tiende, no solamente a manifestarse
por los actos que le son propios y que emanan de su principio interior, sino
también a crecer, a progresar, a desarrollarse y a perfeccionarse. El niño que
vio el día, no permanece siempre niño; por ley de su naturaleza ha de llegar a
la edad viril.
La vida sobrenatural sigue también esta ley.
De haberlo querido así, pudo Nuestro Señor constituirnos, en un instante,
después de un acto de adhesión de nuestra voluntad, en el grado de santidad y
de gloria a que destinaba nuestras almas, como se realizó en los ángeles.- No
lo quiso, y determinó, no obstante ser sus méritos la causa de toda santidad,
y su gracia el principio de la vida sobrenatural, que cooperásemos
incesantemente por nuestra parte en la obra de nuestra perfección y de nuestro
progreso espiritual, pues para eso se nos ha otorgado el tiempo que pasamos en
este mundo en la fe.
Debemos, como hemos visto, apartar, en primer
lugar, los obstáculos que se oponen a la vida divina en nosotros, y al mismo
tiempo ejecutar los actos destinados a desarrollar esta vida hasta que, en el
momento de la muerte, adquiera su perfección definitiva. Eso es lo que San
Pablo llama «llegar a la edad perfecta de Cristo».
El mismo Apóstol tuvo buen cuidado de señalar
la necesidad de este crecimiento y progreso y cómo debe ordenarse. Después de
encargarnos que «practiquemos la verdad en la caridad», añade al punto: «crezcamos
por todas las cosas en aquel que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,15).
Ya hemos visto en la conferencia anterior lo
que San Pablo entiende por «vivir en la verdad y en la caridad»; ya hemos
demostrado cómo estas palabras contienen el principio fundamental conforme al
cual debemos ordenar nuestras acciones para vivir sobrenaturalmente, y que
consiste en permanecer unidos a Cristo Jesús por la gracia santificante y en
enderezar a la gloria de su Padre por el amor, todas nuestras acciones humanas.
Tal es la ley fundamental que regula en nosotros la vida divina.
Veamos ahora cómo esta vida, cuyo germen
hemos recibido en el Bautismo, debe, en cuanto depende de nosotros, crecer y
desarrollarse. El asunto es importante. Fijad vuestra mirada en Jesucristo: toda
su vida está consagrada a la gloria del Padre, cuya nvoluntad hacía siemprer,
(Jn 5,30; 6,38); no tiene otra aspiración; en el momento de acabar su
existencia dice a su Padre que nha cumphdo su misión, la de procurar su gloria»
(ib. 17,4). Su corazón divino desea que nosotros también, a ejemplo
suyo, busquemos la gloria de su Padre. ¿Y cómo podremos nosotros glorificar al
Padre?
Escuchemos lo que nos dice Nuestro Señor: «Que
demos fruto abundante», que no nos contentemos con una perfección a medias,
sino que sea intensa nuestra vida sobrenatural (ib. 15,8). Por otra
parte, ¿para qué si no para eso vino Jesucristo, derramó su sangre. y nos
hizo partícipes de sus méritos? «Vino precisamente para que tuviéramos vida,
y la tuviéramos sobreabundante» (ib. 10,10). Digámosle, como la
Samaritana, a quien reveló la grandeza del «don divino», que nos «dé del
agua viva»; pidámosle que nos enseñe, por mediación de su Iglesia, a qué
fuentes debemos ir a sacar agua para dar con esos abundantes veneros que nos
pondrán en condiciones de producir copiosos frutos de vida y de santidad con
los que conseguiremos agradar a su Padre; esas aguas que nos servirán de
refrigerio hasta tanto consigamos la vida eterna.
Los sacramentos son las principales fuentes
del acrecentamiento de la vida divina en nosotros, obran en nuestras almas ex
opere operato, como el sol produce la luz y el calor; basta sólo que en
nosotros no se oponga ningún obstáculo a su operación. La Eucaristía es
entre todos los sacramentos el que más aumenta la vida divina, porque en ella
recibimos a Cristo en persona; bebemos en la fuente misma de aguas vivas. Por
eso, a causa de la grandeza de este sacramento os expondré más adelante, en
una plática especial, la naturaleza de su acción en nosotros, y condiciones a
que esa acción está supeditada.
Lo que ahora trato de mostraros son las leyes
generales en virtud de las cuales podemos aumentar en nosotros fuera de la
recepción de los sacramentos, la vida de la gracia.
1. Aparte de los sacramentos, la vida
sobrenatural se perfecciona con el ejercicio de las virtudes
He aquí cómo el Concilio de Trento expone la
doctrina sobre esta cuestión: «Una vez que somos purificados y nos hacemos
amigos de Dios y miembros de su linaje (por la gracia santificante), nos
renovamos de día en día como dice San Pablo, caminando de virtud en virtud...,
crecemos por la observancia de los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, en el
estado de justicia en que fuimos colocados por la gracia de Jesucristo; la fe
coopera a nuestras buenas obras y así avanzamos en la gracia que nos convierte
en justos a los ojos de Dios. Pues escrito esta: Que el justo, es decir, el que
posee por la gracia santificante la amistad de Dios, se haga cada vez más
justo. Y también: Progresad en el estado de justicia, hasta la muerte. Y este
aumento de gracia es el que pide la Iglesia cuando dice a Dios (Domingo XIII
después de Pentecostés): «Danos un aumento de fe, esperanza y caridad» (Sess.
VI, can.10).
Como veis, el santo Concilio nos señala el
ejercicio de las virtudes, principalmente el de las teologales, como fuente de
nuestro progreso, y de nuestro acrecentamiento en la vida espiritual, cuyo
principio es la gracia.
¿Cómo se realiza esto? -Primeramente, por
las buenas obras. Os he dicho que toda obra buena hecha en estado de gracia, a
impulso de la caridad divina, es meritoria, «toda obra meritoria es un motivo
de aumento de la gracia en nosotros» [Quolibet actu meritorio meretur homo
augmentum gratiæ. Santo Tomás, I-II, q.114, a.8]. Las buenas acciones del
alma en estado de gracia, no sólo son frutos o manifestaciones de nuestra
cualidad de hijos de Dios, sino también, dice el Concilio, causa de aumento de
la justificación que nos hace agradables a los ojos de Dios [Si quis dixerit
iustitiam acceptam non conservari atque etiam augeri coram Deo per
bona opera, sed opera ipsa fructus solummodo et signa esse iustificationis
acceptæ, non autem ipsius augendæ causam, anathema sit.
Sess.
VI, can.24]. A medida, pues, que nuestras
buenas obras se multiplican, la gracia aumenta, se hace más fuerte y poderosa,
y con ella aumenta también la caridad y como consecuencia de esto aumentará
asimismo nuestra gloria futura, que no es otra cosa sino la manifestación, el
florecimiento en el cielo del grado de gracia que poseamos aquí en la tierra [Si
quis diserit... ipsum (hominem) iustificatum bonis operibus quæ
ab eo per Dei gratiam et Iesu Christi meritum cuius vivum membrum est, fiunt,
non vere mereri augmentum gratiæ, vitam æternam et ipsius vitæ æternæ, si
tamen in gratia decesserit, consecutionem atque etiam gloriæ augmentum,
anathema sit.
Conc.
Trid., Sess. VI, can.32].
Por eso el Concilio nos repite las palabras de
San Pablo: «Sed firmes y constantes trabajando más y más en la obra del Señor,
sabiendo que vuestro trabajo no será inútil delante de Dios» (Sess.
VI,
cap.16; +1Cor 15,58).
Pero como principalmente se acrecienta la vida
de la gracia aquí abajo, es por el ejercicio de las virtudes.
Sabéis que, en el hombre la naturaleza hace
surgir de su fondo ciertas facultades -inteligencia, voluntad, sensibilidad,
imaginación-, que en nosotros son principios de acción, potencias de operación,
que nos permiten obrar plenamente como hombres; sin ellas, el hombre no es
perfecto en su concreta realidad de hombre.
Cosa análoga acontece en la vida
sobrenatural. La gracia santificante informa nuestra alma, y dándonos como un ser
nuevo, nova creatura, nos hace hijos de Dios; pero Dios, que lo hace
todo con sabiduría, y reparte sus dones con munificencia, ha dotado a este ser
de facultades que, proporcionadas a su nueva condición, le capacitan para obrar
según el fin sobrenatural que ha de alcanzar, es decir, como hijo de Dios
que espera la herencia de Cristo en la eterna bienaventuranza: éstas son las
virtudes sobrenaturales infusas.
Estas facultades se llaman virtudes (de
la palabra latina virtus, «fuerza»), porque son aptitudes para la acción,
principios de operación, energías que permanecen en nosotros en estado de hábitos
estables, y que actualizándose en el momento deseado, nos hacen producir con
prontitud comodidad y alegría, obras agradables a Dios.
Como estas potencias de operación no tienen
su origen en nosotros y propenden a hacernos obrar con vistas a un fin que
sobrepuja las exigencias y excede las fuerzas de nuestra naturaleza, se las
llama sobrenaturales. Finalmente, la palabra infusa indica que
Dios mismo las deposita directamente en nosotros, el día del bautismo, junto
con la gracia santificante.
Por la gracia somos hijos de Dios, por
las virtudes sobrenaturales infusas podemos obrar como hijos de Dios, y
ejecutar actos dignos de nuestro destino sobrenatural.
Debemos distinguir las virtudes infusas de las
virtudes naturales. Estas son cualidades, «hábitos», que el hombre, aun el
mas descreído, adquiere y desarrolla en él por sus esfuerzos personales y
actos reiterados, tales son por ejemplo, el valor, la fuerza, la prudencia, la
justicia, la dulzura, la lealtad, la sinceridad. Son, en otros términos,
disposiciones naturales que personalmente hemos cultivado y que llegan, por el
ejercicio, al estado de hábitos adquiridos, perfeccionan y embellecen nuestro
ser natural en el plano intelectual o simplemente moral (+Santo Tomás, I-II,
q.110, a.3).
Una comparación sencilla os hará penetrar la
naturaleza de la virtud natural adquirida. Poseéis el conocimiento de varias
lenguas extranjeras, conocimiento que no lo habéis recibido al nacer, sino
adquirido por ejercicios y esfuerzos repetidos; y una vez adquirido, existe en
vosotros en estado de hábito, de potencia, dispuesta a manifestarse al menor
mandato de la voluntad: cuando queráis, hablaréis esas lenguas sin dificultad.
Así sucede también al que ha adquirido el
arte de la música; no podrá estar ejerciendo este arte en todo momento, pero
con todo permanece en él como hábito, y cuando el artista quiera, tomará un
instrumento músico o se colocará delante de un teclado, y tocará con la misma
facilidad con que otro realiza las acciones naturales de andar o de abrir los
ojos... Comprendéis igualmente que la virtud natural adquirida, como todo hábito
que se adquiere, para no perderse, debe ser sostenida y cultivada, y
precisamente por el mismo procedimiento que la ha hecho nacer, es decir, por el
ejercicio.
De muy distinta esencia son las virtudes
sobrenaturales infusas. En primer lugar, nos elevan por encima de nuestra
naturaleza; las ejercemos, sin duda, por las facultades de que la naturaleza nos
ha dotado, inteligencia y voluntad, pero estas facultades son ensalzadas,
levantadas, si puedo así expresarme, hasta el nivel divino; de suerte que los
actos de estas virtudes alcanzan la adecuación requerida para obtener nuestro
fin sobrenatural. Además las adquirimos, no por esfuerzos personales, sino que
su germen lo deposita libremente Dios en nosotros junto con la gracia cuyo
cortejo forman.
2. Las virtudes teologales. Naturaleza de
esas virtudes; son características de la cualidad de hijo de Dios
¿Qué son estas virtudes? Como oslo he dicho,
son potencias para obrar sobrenaturalmente, fuerzas que nos hacen capaces de
vivir como hijos de Dios y llegar a la eterna bienaventuranza.
El Concilio de Trento, cuando habla del
aumento de la vida divina en nosotros, distingue, ante todas las cosas la fe, la
esperanza y la caridad. Se llaman teologales porque tienen a Dios por
objeto inmediato [Santo Tomás (I-II, q.112, a.1) indica otras dos razones de
este término «virtudes teologales»; estas virtudes son otorgadas únicamente
por Dios, y, de otra parte, sólo la Revelación divina nos las hace conocer];
por ellas podemos conocer a Dios, esperar en El, amarle de una manera
sobrenatural, digna de nuestra vocación a la gloria futura y de nuestra condición
de hijos de Dios. Estas son propiamente las virtudes del orden sobrenatural; de
ahí su primacía y eminencia. Ved qué bien responden estas virtudes a nuestra
divina vocación. ¿Qué se necesita, en efecto, para poseer a Dios?
Es menester, en primer lugar, conocerle; en
el cielo ·de veremos cara a cara, y por eso seremos semejantes a El» (Jn 3,2),
pero en la tierra no le vemos; únicamente por la fe en El y en su Hijo,
creemos en su palabra y le conocemos con un conocimiento oscuro. Pero lo que nos
dice de sí mismo, de su naturaleza, de su vida y de sus planes de Redención
por su Hijo, eso lo conocemos con certeza, el Verbo, que está siempre en el
seno del Padre, nos dice lo que ve, y nosotros le conocemos porque creemos lo
que dice: «Nadie jamás ha visto a Dios; el Hijo Unigénito, que permanece en
el seno del Padre, es quien nos le dará a conocer» (Jn 1,18). Este
conocimiento de fe es, pues, divino, y por eso dijo Nuestro Señor que es «un
conocimiento que procura la vida eterna». «En esto consiste la vida eterna, en
conocerte a Ti, oh Dios verdadero, y a Jesucristo a quien nos enviaste» (ib.
17,3).
Por la luz de la fe, sabemos dónde está
nuestra bienaventuranza; sabemos lo que «el ojo no ha visto, ni el oído oyó,
ni el corazón sospechó, es decir, la hermosura y grandeza de la gloria que
Dios reserva a los que le aman» (1Cor 2,9). Mas esta inefable bienaventuranza
está por encima de la capacidad de nuestra naturaleza; ¿podremos, pues, llegar
a ella? Sí, indudablemente; es más: Dios hace nacer en nuestra alma el
sentimiento o la convicción interna de que estamos seguros de alcanzar este
objetivo supremo, mediante su gracia, fruto de los méritos de Jesús y a pesar
de los obstáculos que se opongan a ello. Podemos decir, con San Pedro: «Bendito
sea Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que, según su gran
misericordia, nos ha regenerado en el Bautismo, y nos dio esta viva esperanza
de una herencia incorruptible que nos es reservada en los cielos» (1Pe 1,3;
+2Cor 1,3).
Finalmente, la caridad, el amor, acaba
esta obra de acercamiento a Dios mientras permanecemos en el mundo, en espera de
poseerle en el otro; la caridad completa y perfecciona la fe y la esperanza,
hace que experimentemos en Dios una real complacencia, que le antepongamos a
todas las cosas, y deseemos manifestarle esa complacencia y preferencia por el
cumplimiento de su voluntad. «La compañera de la fe, dice San Agustín, es la
esperanza, es necesaria, porque no vemos lo que creemos y con ella no se nos
hace insoportable la espera; luego viene la caridad, que aviva en nuestro corazón
la sed y hambre de Dios e imprime en nuestra alma un deseo o impulso hacia El»
(Sermo LIII). El Espíritu Santo ha infundido en nuestros corazones la
caridad que nos mueve a clamar a Dios: ¡Padre, Padre! Es una facultad
sobrenatural que hace que nos adhiramos a Dios, como a la bondad infinita que
amamos más que a toda otra cosa. «¿Quién nos separará de la caridad de
Cristo?» (Rom 8,35).
Tales son las virtudes teologales: admirables
principios, potencias maravillosas para vivir de la vida divina, mientras
moramos en la tierra. Lo mejor que podemos hacer para que sea una realidad
nuestra cualidad de hijos de Dios y para caminar hacia la posesión de esta
presencia eterna de la cual estamos llamados a participar con Cristo, nuestro
hermano primogénito, es conocer a Dios tal como se ha revelado por Nuestro Señor
Jesucristo, esperar en El y en la bienaventuranza que nos promete, por los méritos
de su Hijo Jesús, y amarle sobre todas las cosas.
Dios nos ha dotado liberalmente con estas
potencias pero no olvidemos que si bien nos son dadas sin nuestro concurso, no
perseveran, no las conservamos ni las desarrollamos si no enderezamos a ello
nuestros esfuerzos.
Es propio de la naturaleza y perfección de
una potencia realizar el acto que le es correlativo (Santo Tomás, II-III, q.56,
a.2; +I-II, q.55, a.2); una potencia que permaneciera inerte, por ejemplo, una
inteligencia que jamás produjera un pensamiento, nunca alcanzaría el fin y,
por consiguiente, la perfección que le es debida. Las facultades nos son dadas
precisamente para que las ejercitemos.
Las virtudes teologales, aunque infusas, están
sujetas a esa ley de perfeccionamiento, y si quedan inactivas padecerá un grave
detrimento nuestra vida sobrenatural. De todos modos no son hijas del ejercicio,
pues en este caso no serían infusas; y por esta misma razón sólo Dios puede
acrecentarlas en nosotros. Por eso el Santo Concilio de Trento nos dice que
solicitemos de Dios el aumento de estas virtudes (Sess. X, cap.18). Y en el
Evangelio veis que los Apóstoles piden a Nuestro Señor les aumente la fe (Lc
17,5); San Pablo escribe a los fieles de Roma que está pidiendo a Dios haga
abundar en ellos la esperanza (Rom 15,13); suplica igualmente al Señor que
avive la caridad en el corazón de sus caros Filipenses (Fil 1,9).
A la oración, a la recepción de los
sacramentos, conviene añadir la práctica de las mismas virtudes.- Si Dios es
la causa eficiente del aumento de estas virtudes en nosotros, nuestros
actos, hechos en estado de gracia, son la causa meritoria. Por los actos
merecemos que Dios aumente en nuestras almas estas virtudes tan vitales; además,
el ejercicio facilita en nosotros la repetición de estos actos. Este es un
punto muy importante, puesto que esas virtudes son características y específicas
de nuestra condición de hijos de Dios.
Pidamos, pues, con frecuencia a nuestro Padre
celestial que las aumente en nosotros; digámosle, especialmente cuando nos
acercamos a los sacramentos, en la oración, en la tentación: «Señor, creo en
Ti, mas aumenta mi fe; eres mi única esperanza, mas afirma mi confianza, te amo
sobre todas las cosas, pero acrecienta este amor, a fin de que nada busque fuera
de tu santa voluntad...»
3. Por qué debe ser dada la preeminencia a
la caridad
La virtud que de un modo especial hemos de
practicar es la caridad.- Cuando hayamos llegado al final de la carrera,
la fe y la esperanza no tendrán razón de ser, por cuanto veremos y poseeremos
lo que en esta vida creímos y esperamos, y de esa visión perfecta y posesión
asegurada irradiará el amor que no tendrá fin. Por esta razón, como dice San
Pablo, la caridad es la «más eminente de todas las virtudes teologales; sólo
ella dura siempre». «La mayor, entre todas éstas, es la caridad» (Cor
13,13). La caridad tiene este puesto de honor ya en este mundo, y es una verdad
capital en la que quiero detenerme con vosotros.
Sabéis que cuando acompaña a las otras
virtudes en su ejercicio, la caridad les añade un nuevo brillo, les confiere
nueva eficacia, es el principio de un mérito nuevo. Si sufrís y aceptáis de
buen grado una humillación, es un acto de humildad; si renunciáis libremente a
un placer permitido, es acto de la virtud de templanza; si honráis a Dios,
cantando sus alabanzas, lo que hacéis es un acto de religión; cada uno de esos
actos, hechos por un alma en estado de gracia, tiene su valor peculiar, su mérito
específico, su brillo característico, pero si cada uno de esos actos es
realizado, además, con la intención explícita de amar a Dios, ese último
motivo tornasola, por decirlo así, los actos de las demás virtudes, y sin
quitarles nada de su mérito particular, añade uno nuevo (Santo Tomás, II-II,
q.23, a.8).
¿Qué se sigue de esto? Esta consecuencia,
que acaba de poner de relieve la excelencia de la caridad: que nuestra vida
sobrenatural y nuestra santidad aumentan y progresan en razón del grado de amor
con que ejecutamos nuestras acciones. Cuanto más perfecto, puro, desinteresado,
intenso, sea el amor a Dios que nos mueve a realizar un acto (supuesto, claro
está, que ese acto sea, como lo hemos visto, sobrenatural y conforme al orden
divino), ejercicio de piedad, de justicia, de religión, de humildad, de
obediencia, de paciencia; es decir, cuanto más inspirada esté nuestra
actividad en el amor a Dios, a sus intereses y a su gloria, tanto más elevado
será el grado de mérito inherente a todas nuestras acciones y, desde luego, más
rápido el aumento de la gracia y el desarrollo de la vida divina en nosotros.
Escuchad lo que dice San Francisco de Sales,
el Doctor eminente de la vida interior, que tan bien ha tratado de estas
materias: «En la medida en que la caridad que anida en un alma sea ardiente,
poderosa y pura, en esa misma medida contribuirá a enriquecer y perfeccionar
los actos ejecutados a impulso de las otras virtudes. Se puede padecer la muerte
y el fuego sin tener la caridad, como lo presupone San Pablo; con mayor razón
se podrá padecer con una exigua caridad: Según eso, digo, Teótimo, que muy
bien puede suceder que un pequeño acto de virtud ejecutado por un alma en la
que reina ardiente la caridad, tenga más valor que el mismo martirio soportado
por otra en la que el amor divino es lánguido, flojo y tibio... Así, las pequeñas
naderías, abyecciones y humillaciones en que los santos se han complacido tanto
para ocultarse y poner su corazón al abrigo de la vanagloria, por haber sido
hechas a impulsos de un puro y ardiente amor divino, fueron más agradables a
Dios que las grandes y llamativas obras de muchos otros que fueron hechas con
poca caridad y devoción» (Tratado del amor de Dios, L. XI, c. 5).
En la misma página, San Francisco nos propone
como ejemplo a Nuestro Señor Jesucristo; y con mucha razón. Contemplad un
instante al divino Salvador, por ejemplo, en el taller de Nazaret. Hasta la edad
de treinta años vivió en la oscuridad y el trabajo, tanto que, cuando comenzó
sus predicaciones e hizo sus primeros milagros, sus compatriotas se extrañaban
de ello, y aun se escandalizaban: «¿No es ése el hijo del carpintero que
hemos conocido? ¿De dónde, pues, le vienen estas cosas?» (Mt 13,55).
En efecto, durante aquellos años, Nuestro Señor
no hizo nada de extraordinario que atrajese sobre El las miradas; vivió
trabajando, un trabajo humildísimo. Sin embargo, aquel trabajo era
infinitamente agradable a Dios su Padre. ¿Por qué? -Por dos razones: primera,
porque Aquel que trabajaba era el mismo Hijo de Dios; en cada instante de
aquella vida oscura, podía decir el Padre: «He ahí a mi hijo muy amado en
quien tengo todas mis complacencias». Además, Cristo Tesús no sólo ponía en
su, trabajo una gran perfección material, sino que lo hacía todo únicamente
para la gloria de su Padre: «No busco hacer mi voluntad, sino la del Padre que
me ha enviado» (Jn 5,30); he ahí el móvil único de todas sus acciones, de
toda su vida: «Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre» (ib. 8,29).
Nuestro Señor obraba siempre con una perfección incomparable de amor interior
hacia su Padre.
Estos son los dos motivos por los que las
obras de Jesús, aunque al exterior no tuvieran nada de extraordinario, fueran
tan gratas a Dios y rescataran al mundo. ¿Podemos nosotros imitar en eso a
Jesucristo? -Sí. Lo que en nosotros corresponde a la unión hipostática, que
hace de Jesús el propio Hijo de Dios, es el estado de gracia. La gracia nos
hace hijos de Dios: el Padre puede decir al contemplar al que posee la gracia
santificante: «Ese es mi hijo amado». Nuestro Señor lo ha dicho: «Sois
semejantes a Dios». «¿Acaso no está escrito... Yo dije: Dioses sois?» (Jn
10,34, y Sal 81,6). Bien es verdad que Cristo no es como nosotros, adoptivo,
sino hijo natural. Lo que en segundo lugar confiere valor sobrenatural a
nuestras obras es el ser practicadas como las de Cristo, a impulsos de la
caridad; variando aquel valor en función del mayor o menor grado de perfección
interior de la caridad con que las ejecutamos; del mayor o menor grado de amor
que inspira nuestras acciones; siendo la caridad la que determina nuestro
progreso en la vida divina.
Esto es muy importante, si queremos, no
contentarnos solamente con lo que es estrictamente requerido para que mlestras
acciones sean meritorias, sino aumentar el grado de este mérito y avanzar rápidamente
hacia la unión con Dios. Observad en torno nuestro: encontraréis, tal vez, dos
personas piadosas en estado de gracia, que llevan una vida idéntica; ambas
ejecutan exteriormente las mismas acciones materiales, y, sin embargo, puede
haber, y hay a veces entre ellas, a los ojos de Dios, una diferencia enorme. La
una no progresa lo más mínimo; la otra da pasos de gigante en la vida de la
gracia, de la perfección y de la santidad.
¿Qué es lo que origina esta diferencia? ¿El
estado de gracia? -No; puesto que suponemos a estas dos personas en posesión de
la amistad de Dios. ¿La excelencia particular de las acciones de una de ellas?
-Tampoco, pues suponemos también que esas acciones materiales son las mismas en
su sustancia. ¿Acaso el cuidado puesto en hacer materialmente las acciones? -De
ningún modo, porque, aunque haya algo de eso, se supone que es igual en las dos
la perfección exterior.
¿De dónde, pues, proviene la diferencia? -De
la perfección interior, de la intensidad de amor, del grado de caridad con que
cada una ejecuta sus actos. La una, atenta a Dios, obra con un amor elevado,
poderoso; obra únicamente por agradar a Dios; queda interiormente anonadada en
espíritu de adoración al Señor; su actividad no procede, en su raíz, más
que de Dios, y por eso, cada uno de sus actos la aproxima más a Dios, avanza rápidamente
en la unión divina.
La otra realiza la misma obra, pero en ella la
fe está adormecida, el alma no piensa en los intereses de Dios, su amor es poco
fervoroso, de un grado ordinario, mediocre; sin duda, su acción no deja de ser
meritoria, pero la medida de ese mérito es escasa, y aun puede ser disminuida
por la disipación, el amor propio, la vanidad, y tantos otros móviles humanos
que por negligencia o ligereza se deslizarán en todos los actos de esta alma de
fe adormecida.
Ese es el secreto de la diferencia
considerable que puede existir, a los ojos de Dios, entre ciertas almas que
viven la una junto a la otra y cuyo género de vida exteriormente es idéntico.
[He dicho «a los ojos de Dios», porque el ojo humano no puede siempre
distinguir esta diferencia. Puede suceder que exteriormente la una sea más
«correcta» y dé menos motivos a la crítica de los hombres; mientras que en
la otra, en realidad más adelantada en la unión con Dios, la manifestación exterior
de la gracia halle obstáculos por defectos de temperamento, independientes de
su voluntad].
Tal es la eminencia de la virtud de la
caridad; pues ella es la que determina propiamente la medida de vida divina en
nosotros.
Procuremos, pues, obrar en todo exclusivamente
para imitar a Nuestro Señor, y procurar la gloria de su Padre; pidamos
frecuentemente a Jesucristo, en nuestros tratos íntimos con El, que toda
nuestra actividad brote, como la suya, del amor; que nos permita compartir el
amor que profesaba a su Padre, y que le hacía obrar siempre y en todo con suma
perfección. «Porque amo al Padre» (Jn 14,31). Nuestro divino Salvador no
puede dejar de escucharnos.
4. Necesidad de las virtudes morales
adquiridas e infusas
Pero, me diréis, si así es, ¿no podrá uno
contentarse con la caridad? ¿No hace inútiles las demás virtudes? -No; sería
un grave error creer eso. ¿Por qué? -Porque la caridad, el amor, es un tesoro
más expuesto que los otros.
Sabéis que la fe y la esperanza no se pierden
sino por faltas graves, directamente contrarias a su objeto, por ejemplo, la
herejía, la desesperación; mientras que la caridad se pierde, como la gracia,
que es su raíz, por todo pecado mortal, de cualquier naturaleza que sea. Todo
pecado grave es para la caridad un enemigo mortal; por él, el alma se aparta
completamente de Dios para volverse a la criatura, lo cual va en contra de la
caridad sobrenatural. Esta es una preciosa perla y un tesoro de inestimable
valor, pero está expuesta a perderse por cualquier falta grave, así que es
menester protegerla contra todos los ataques; y ése es el papel de las virtudes
morales, las cuales son como los centinelas del amor, ellas protegen al alma
contra las faltas veniales deliberadas y contra las graves que amenazan la
caridad.
Debo deciros a este propósito algunas
palabras sobre las virtudes morales; el cuadro y carácter de nuestras pláticas
no me permiten hacer una exposición muy extensa; espero, a pesar de esto,
demostraros suficientemente la necesidad de estas virtudes y el lugar que ocupan
en nuestra vida sobrenatural.
Como lo indica el nombre, virtudes morales son
las que regulan nuestras costumbres, es decir, los actos libres que debemos
ejecutar para que nuestra conducta concuerde con la ley divina (Mandamientos de
Dios, preceptos de la Iglesia, deberes de estado), para de este modo conseguir
nuestro fin último. Ya veis que el objeto inmediato de estas virtudes no es
Dios en sí mismo como en las virtudes teologales.
Las virtudes morales son muy numerosas: la
paciencia, la obediencia, la humildad, la abnegación, la mortificación, la
piedad, y muchas otras; pero todas se reducen o se encierran en cuatro
principales llamadas cardinales [de la palabra latina cardo, «quicio,
eje, gozne»; estas cuatro virtudes constituyen como el eje o quicio sobre el
que gira y se apoya toda nuestra vida moral] (fundamentales), y que son:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza.- Estas virtudes cardinales son, a la
vez, naturales (adquiridas), y sobrenaturales (infusas), y éstas se
corresponden con aquéllas; hay una templanza adquirida y otra infusa, una
fortaleza adquirida y otra infusa, y así las demás. ¿Cuál es su relación
mutua? -Tienen tolas el mismo campo de acción, y el concurso de las virtudes
adquiridas es necesario para el pleno desarrollo de las virtudes morales
infusas. ¿Por qué así?
Después del pecado original, nuestra
naturaleza está viciada; hay en nosotros inclinaciones depravadas que resultan
del atavismo, del temperamento y también de los malos hábitos que contraemos y
que son otros tantos obstáculos para el perfecto cumplimiento de la voluntad
divina. ¿Quién va a suprimir esos obstáculos? ¿Acaso esas virtudes morales
infusas que Dios deposita en nosotros con la gracia? No, éstas, de por sí no
tienen esa eficacia.
Sin duda que son admirables principios de
operación; pero es una ley psicológica que toda destrucción de los hábitos
viciosos y la corrección de las malas inclinaciones no pueden realizarse sino
por hábitos contrarios, y estos mismos no se adquieren sino con la repetición
de actos; de ahí las virtudes morales adquiridas. A éstas corresponde destruir
los malos hábitos y crear en nosotros la facilidad para el bien: facilidad que
las virtudes morales adquiridas aportan como un auxilio a las virtudes morales
infusas, las cuales aceptan este concurso, muy humilde, sí, pero necesario, y
en cambio, elevan los actos de la virtud natural al nivel divino y les
convierten en meritorios. Retened esta verdad; ninguna virtud natural, por
vigorosa que sea, es capaz de remontarse por sí misma al nivel sobrenatural,
pues esto es propio de las virtudes infusas y constituye su superioridad y su
eminencia.
Un ejemplo aclarará más la exposición de
esta doctrina. Como consecuencia del pecado original, llevamos en nosotros
mismos una inclinación a los placeres sensuales. Puede un hombre, obedeciendo a
su razón natural, hacer esfuerzos para abstenerse de los desarreglos y del
abuso de estos placeres; multiplicando los actos de templanza, adquiere una
facilidad, cierto hábito, que constituye en él una fuerza (virtus) de
resistencia. Esta facilidad adquirida es de orden puramente natural; si ese
hombre no posee la gracia santificante, los actos de templanza no son meritorios
para la vida eterna.
Viene la gracia con las virtudes infusas, y si
ese hombre no poseía ya, a consecuencia de la virtud moral ad quirida, cierta
facilidad para la templanza, la virtud moral infusa (de templanza) se
desarrollará con dificultad, a causa de los obstáculos que resultan de las
malas inclinaciones del hombre, aún no contrarrestadas por los buenos hábitos
contrarios; pero si, en cambio, se encuentra con cierta facilidad para el bien,
la utiliza para ejercitarse ella misma con más comodidad.
Después, no solamente la virtud infusa
impulsará al hombre a mayor perfección y le hará subir a más alto grado de
virtud, hasta el punto de hacerle despreciar incluso los placeres permitidos, a
fin de imitar más de cerca a Jesús crucificado, sino que también la gracia,
sin la que no hay virtud infusa, dará a los actos de la virtud moral adquirida
un valor sobrenatural y meritorio que jamás alcanzarían por sí mismos.
Donde se encuentren las dos virtudes,
adquirida e infusa, se establece entre ellas un intercambio necesario; la virtud
natural o adquirida remueve el obstáculo y crea la facilidad para el bien; la
virtud infusa o sobrenatural se sirve de esta facilidad para desarrollarse ella
misma y además, para elevar el valor de esa buena costumbre, aportarle un
aumento de fuerza, extender su campo de operaciones y convertirla
sobrenaturalmente en merecedora de la eterna felicidad.
5. Las virtudes morales salvaguardan la
caridad, la cual a su vez las preside y las perfecciona
Semejante intercambio de servicios existe
entre las virtudes morales, adquiridas e infusas, y la caridad. Os decía que ésta
es un tesoro expuesto a perderse por cualquier falta grave; a las virtudes
morales, custodios natos del amor, toca el protegerla. Por esas virtudes, el
alma se libra de las faltas mortales, que amenazan la existencia de la caridad,
y de los estados que conducen al pecado grave.
Esto es verdad, tratándose sobre todo de las
almas poco adiestradas aún en la vida interior y en las que el amor todavía no
ha alcanzado aquel grado eminente que lo hará fuerte y estable. Esas almas
reciben a Nuestro Señor en la Comunión; si la Comunión es fervorosa, las
almas rebosan de amor en el comulgatorio; pero si durante el día las solicita
una tentación sensual, es menester que la virtud moral de templanza las incline
a la resistencia pues de lo contrario, consentirían, y el amor peligraría. Del
mismo modo, si el alma es tentada por la ira, es necesario que la virtud moral
de paciencia o de mansedumbre se imponga para obligarla a aceptar una humillación
si no, se dejará dominar por la cólera, o la venganza, con riesgo de perder la
gracia santificante y, con ella, la caridad.
No sólo el pecado mortal amenaza la caridad,
toda falta leve habitual no reprimida, como he dicho antes, llega a ser un
peligro para ella, porque expone al alma a caídas graves.- Ahora bien, para
combatir las faltas veniales deliberadas o de hábito, se necesita el ejercicio
de las virtudes morales que nos hacen resistir a las múltiples solicitaciones
de la concupiscencia.
Nuestra voluntad quedó debilitada después
del pecado original; es de gran versatilidad y propende fácilmente al mal. Para
que se incline al bien, es preciso una fuerza esa fuerza es la virtud, es un «hábito»
que inclina constantemente al alma hacia el bien. Es un hecho, probado por la
experiencia, que obramos casi siempre, por no decir siempre, según la inclinación
de nuestros hábitos; de un hábito, sobre todo no combatido, salen sin cesar
chispas, como de un ardiente foco.
Un alma inclinada al vicio del orgullo caerá
constantemente, si no lo combate, en actos de orgullo y de vanidad.
Lo mismo pasa con las virtudes: son hábitos
de donde proceden sin cesar los actos correspondientes. Las virtudes morales,
adquiridas e infusas, sirven, pues, principalmente para remover todos los obstáculos
que nos detienen en la marcha hacia Dios; nos ayudan a usar de los medios que
nos son necesarios para cumplir nuestras diversas obligaciones en la vida moral
y de esa manera salvaguardan la existencia en nosotros de la caridad. Tal es el
servicio que las virtudes morales deben rendir a la caridad. En correspondencia,
la caridad, sobre todo allí donde ella reina poderosa y ardiente, perfecciona
los actos de las otras virtudes, confiriéndoles un brillo especial y añadiéndoles
un nuevo mérito.
La influencia de la caridad va aún más
lejos: puede de tal modo dirigir todas nuestras acciones, que, en caso
necesario, ella hará que florezcan en el alma las virtudes morales adquiridas;
el alma, empujada por la caridad, ejecuta poco a poco los actos cuya repetición
provoca el nacimiento de las virtudes morales adquiridas. El impulso viene en
tal caso de la caridad; pero ella no puede ejercer todos los actos de cada
virtud, y a cada facultad le incumbe su papel propio y su especial ejercicio.
Esto sucede a las almas adelantadas en la vida
divina. En ellas la caridad ha llegado a tan gran perfección, que no anida
solamente en los labios ni en lo recóndito del corazón, sino que se traduce en
obras. Si amamos verdaderamente a Dios, guardaremos sus Mandamientos. «Si me amáis,
guardad mis mandamientos» (Jn 14,15).
El amor afectivo es necesario para la
perfección de la caridad; cuando amamos a uno, le alabamos, le ensalzamos, nos
felicitamos de sus buenas cualidades; y el alma que ama a Dios, se complace en
sus infinitas perfecciones repite constantemente como el Salmista: «¿Quién es
semejante ati, oh Dios mío? ¡Oh Señor, cuán digno de admiración es tu
nombre, escrito en todas tus obras!» (Sal 76,14, y Sal 8,2). Se entrega con
ardor a cantar la gloria de Dios de su corazón sube su alabanza a los labios:
«Cantar es propio de quien ama» [Cantare amantis est. San Agustín,
Sermón CCCXXXVI, c. 1]. Porque amaban, compusieron, San Francisco de Asís, sus
admirables Cánticos, y Santa Teresa sus ardientes Exclamaciones.
Pero, ¿son suficientes estos afectos? -No,
porque el amor, para ser perfecto, necesita manifestarse en las obras; el amor
afectivo debe enlazarse con el efectivo, que se identifica con la
voluntad divina y a ella se entrega totalmente; ésa es la verdadera señal de
que hay amor. [«Tenemos dos principales ejercicios de amor para con Dios, el
uno afectivo, y efectivo el otro; por aquél amamos a Dios y a lo que El ama;
por éste le servimos y hacemos lo que ordena; el uno nos hace deleitar en Dios;
el otro nos hace agradables a Dios». San Francisco de Sales, Tratado del
amor de Dios, L. IV, cap.1]. Y cuando ese amor es ardiente y está bien
arraigado en el alma, rige a las demás virtudes y a las buenas obras, pues es
el soberano, y como tal, inclina continuamente la voluntad al bien, y a Dios. [+San
Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, L. XI, cap.8]. El amor
efectivo se traduce por una constante fidelidad al querer divino, a las
inspiraciones del Espíritu Santo. A esas almas llenas de amor pudo decir San
Agustín: «Ama y haz lo que quieras» (Dilige, et quod vis fac.
In
Epist. Joan. Tract.,
VII, cap.4), porque esas almas no admiten más que lo que agrada a Dios, y, a
ejemplo de Jesucristo, pueden ellas decir: «Yo hago siempre lo que agrada a mi
Padre celestial». En eso consiste la perfección.
6. Aspirar a la caridad perfecta por la
pureza de intención
Ahora bien, ¿cómo adquirir ese amor
perfecto? ¿Cómo aumentarle en nosotros de manera que vivamos de él? Porque,
cuando es verdadero, contiene el germen de todas las virtudes; a todas pone en
movimiento, a cada una en el momento oportuno, como hace un capitán con sus
soldados (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, L. III,
cap.1). «La caridad lo cree todo, lo espera todo, lo sufre todo y lo soporta
todo» (1Cor 13,7). Cada paso que damos en el amor es un paso que damos en la
santidad, en la unión con Dios.
[He aquí lo que escribía Santa Juana de
Chantal a propósito de San Francisco de Sales: «La divina bondad había puesto
en esta santa alma una caridad perfecta, y como él dice que, entrando la
caridad en un alma, se aloja en ella todo el cortejo de virtudes, no hay duda
que las había traído y colocado en su corazón con un orden admirable, cada
una en el puesto y autoridad que le pertenece, y tan ordenadas, que la una no
emprendía nada sin la otra, pues veía el santo claramente lo que convenía a
cada una y los grados de su perfección, y todas producían sus acciones según
las ocasiones que se presentaban y a medida que la caridad le excitaba a ello
dulcemente y sin ruido». Cta. al Rv. P. D. Juan de San Francisco, Feuillant, Abrégé
de l’esprit intérieur... de la Visitation, Ruan 1744, 95].
¿Cómo podremos llegar a esa perfección de
la santidad? ¿Cómo sostener en nosotros la intensidad del amor? Por el
sacramento de la Eucaristía, que es el sacramento de la Unión, es como
principalmente se intensiíica ese amor, según veremos pronto detalladamente;
aquí consideramos la cuestión fuera de la acción de los sacramentos, en el
plano de nuestra cooperación.
La caridad se mantiene y su intensidad aumenta
en nosotros, sobre todo, por la renovación de la intención que nos mueve a
obrar. La intención, como lo dicen muy bien los Padres de la Iglesia,
comentando unas palabras de Nuestro Señor, es el ojo del alma que orienta todo
el ser hacia Dios. Si ese ojo es puro y no está ofuscado por ningún estorbo
humano creado, toda la actividad del alma se dirige a Dios (+Santo Tomás, I-II,
q.12, a.1 y 2).
¿Es necesario que la intención que nos mueve
a obrar por amor de Dios, es decir, para procurar su gloria haciendo su
voluntad, sea siempre actual? No, de ninguna manera; ni se requiere ni tampoco
es posible; pero la experiencia y la ciencia de los Santos han demostrado la
conveniencia y la sobrenatural oportunidad de la práctica de renovar
frecuentemente nuestra intención para avanzar y progresar en el amor de Dios y
en la vida divina. [No hablamos aquí de lo que es estrictamente
requerido para que un acto sea meritorio, sino del aumento de perfección. «Nuestras
intenciones, dice en una parte Bossuet, están sujetas naturalmente a
extinguirse, si no se las hace revivir». Prácticamente, la intención se
renueva por una señal de la cruz, una oración jaculatoria, un suspiro del
corazón hacia Dios]. ¿Por qué así? -Porque la pureza de intención
mantiene nuestra alma en la presencia de Dios, la excita a buscarle en todas las
cosas, e impide que la curiosidad, la ligereza, la vanidad, el amor propio, el
orgullo, la ambición, se insinúen o se infiltren en nuestras acciones para
disminuir su mérito.
La intención pura, frecuentemente renovada,
hace oblación del alma a Dios en su ser y en su actividad, aviva y mantiene sin
cesar en ella la hoguera del amor divino, y de esta suerte, por cada obra buena
que promueve y endereza a Dios, acrecienta la vida del alma. «Para hacer
excelentes progresos en la devoción, dice San Francisco de Sales, hay que
ofrecer todas las acciones a Dios cada día, pues en esta diaria renovación del
ofrecimiento comunicamos a nuestras acciones el vigor y la virtud de dilección
por una nueva consagración de nuestro corazón a la gloria divina mediante la
cual se santifica cada vez más. Además de esto dediquémonos una y otra vez
durante el día a fomentar en nosotros el divino amor mediante la práctica de
oraciones jaculatorias, elevaciones de corazón y recogimiento espiritual del
alma, pues estos santos ejercicios, impulsando y orientando constantemente
nuestro espíritu hacia Dios harán que todos nuestros actos se los consagremos
a El. ¿Cómo puede concebirse que un alma que se lanza en todo momento hacia la
divina bondad y suspira incesantemente palabras de amor, descansando siempre su
corazón en el seno de este Padre celestial, no ejecute todas sus buenas obras
pensando únicamente en El y con vistas a complacerle?» (Tratado del amor de
Dios, L. XIII, c. 9).
Tengamos buen cuidado de no obrar
habitualmente, sino por la gloria de Dios, para complacerle y serle agradables y
para que, según la oración misma de Cristo, «el nombre de nuestro Padre
celestial sea santificado, venga a nos su reino y se haga su voluntad». En el
alma así dispuesta y orientada prenderá cada día con más fuerza el amor
divino, pues a cada paso se abisma más en ese fuego sagrado, renovando
continuamente sus actos amorosos. El amor es entonces un peso que arrastra al
alma, gradual y progresivamente, hacia una mayor generosidad y fidelidad en el
servicio de Dios. «Mi amor es mi fuerza de gravedad» (Amor meus, pondus
meum. San Agustín, Confess., L. XIII, c. 9). De ahí la prontitud
con que responde el alma cuando se trata de dedicarse al servicio de Dios y
buscar los intereses de su gloria; ésa es, en suma, la verdadera devoción.
¿Qué significa la palabra devoción? -El
término latino devovere lo indica: estar dado y consagrado al servicio
de Dios, y esto hacerlo con alegría. La devoción no consiste únicamente en
haber sido consagrado a Dios en el Bautismo, sino principalmente en dedicar con
prontitud y de buen grado a su servicio y a la gloria del Padre todas sus energías,
todas sus obras. [Devotio est quidam voluntatis actus ad hoc quod homo
prompte se tradat ad divinum obsequium. Santo Tomás, II-II, q.82, a.3]. Es
lo que la Iglesia pide a menudo para nosotros: «Haz, Señor, que nuestra
voluntad te sea siempre adicta y que nuestro corazón se consagre siempre al
servicio de tu Majestad» [Fac nos tibi semper et devotam gerere voluntatem
et maiestati tuæ sincero corde servire. Oración del domingo en la octava
de la Ascensión]. En otra ocasión nos hace pedir la gracia de ser «consagrados
a Dios de modo que procuremos la gloria de su nombre por nuestras buenas obras»
[In bonis actibus nomini tuo sit devota. Oración del XXI domingo después
de Pentecostés].
No tener en la práctica de nuestra actividad
otro principio que la gracia, ni otro fin que el cumplimiento de la voluntad de
Dios, que nos ha hecho sus hijos, ni otro móvil supremo que el amor de Dios y
los intereses de su gloria, es, como dice San Pablo, «caminar de una manera
digna de Dios y complacerle en todas las cosas, produciendo frutos en toda clase
de obras buenas y progresando en el conocimiento del que es nuestro Dios» (Col
1,10).
Sea éste, pues, nuestro, ideal, y cumpliremos
así el precepto promulgado por Jesús, precepto que es el primero de todos y
resume mejor que otro alguno la vida sobrenatural: «Amar a Dios con todo
nuestro espíritu, con toda nuestra alma, con todo nuestro corazón, con todas
nuestras fuerzas» (Mc 12,30).
7. La caridad puede informar todas las
acciones humanas; sublimidad y sencillez de la vida cristiana
San Pablo acaba de decirnos que para cumplir
este precepto hay que agradar a Dios en todo; y emplea la misma expresión
cuando se trata del acrecentamiento de la vida divina en nosotros. El Apóstol
emplea más de una vez esta misma locución «en todo», que está llena de
sentido. ¿Qué quiere decir San Pablo con ese: «crecer en todas las cosas»?
Que ninguna acción, desde el momento que es
«verdadera» en el sentido que hemos dicho, se sustraiga al dominio de la
gracia, de la caridad y del mérito; que no haya ninguna que no pueda servir
para aumentar en nosotros la vida de Dios. San Pablo mismo explicó esta frase per
omnia en su primera Epístola a los de Corinto: «Ya comáis, dice, ya bebáis
o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo por la gloria de Dios» (1Cor 10,31); y a
los Colosenses: «Todo lo que hagáis en palabras y en obras, hacedlo todo en
nombre del Señor Jesús, dando por El gracias a Dios Padre» (Col 3,17).
Ya lo veis; no sólo los actos que por su
naturaleza se refieren directamente a Dios, como los «ejercicios» de piedad,
la asistencia a la santa Misa, la comunión y la recepción de los demás
sacramentos, las obras de caridad espiritual y corporal, sino también las
acciones más ordinarias y comunes, los incidentes más vulgares de nuestra vida
cotidiana, como tomar alimento, ocuparse en los propios negocios o trabajos,
desempeñar en la sociedad las distintas obligaciones necesarias o simplemente
útiles, de hombre y de ciudadano; descansar, dormir; en una palabra, todas las
acciones que se repiten cada día y tejen literalmente, en su monótona y
rutinaria sucesión, la trama de toda nuestra vida, pueden ser transformadas,
por la gracia y el amor, en actos agradabilísimos a Dios y muy ricos en
merecimientos. Es como el grano de incienso, un poco de polvo disgregado; pero
cuando se arroja al fuego, se convierte en perfume agradable. Cuando la gracia y
el amor lo impregnan y colorean todo en nuestra vida, entonces toda ella es como
un himno perpetuo a la gloria del Padre celestial; es para El, por nuestra unión
con Cristo, como un grauo de incienso, que exhala suaves aromas: «Somos para
Dios el buen olor de Cristo» (2Cor 2,15). Cada acto de virtud reporta una alegría
inmensa al corazón de Dios, pues es una flor y un fruto de la gracia que nos ha
sido procurada por los méritos de Jesús: «En alabanza de la gloria de su
gracia» [In laudem gloriæ gratiæ suæ (Ef 1,6). «Las menudencias de
cada día: un dolorcillo de cabeza, de dientes, de fluxión, la quebradura de un
vaso, el menosprecio, la mofa, en suma, cualquier ligero padecimiento, todo esto
y mucho más que puede tener lugar todos los días, tomándolo y abrazándolo
con amor, contenta en gran manera de la divina bondad, la cual por un solo vaso
de agua prometió un mundo de felicidad a todos sus fieles... Las grandes
ocasiones de servir a Dios se presentan rara vez, pero las pequeñas son
frecuentes... Haced, pues, todas las cosas en nombre de Dios y estarán bien
hechas». San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III
parte, cap.35].
No está, pues, exceptuado ningún acto bueno;
toda clase de esfuerzo, trabajo u obra, toda renuncia, todo padecimiento, toda
pena o lágrima, recibe, si queremos, la influencia saludable de la gracia y de
la caridad. ¡Oh, cuán sencilla y sublime es la vida cristiana! Sublime porque
es la vida misma de Dios, que teniendo en El su principio nos ha sido dispensada
por la gracia de Cristo y nos lleva hacia Dios: «Reconoce, oh cristiano, tu
dignidad» [Agnosce, o Christiane, dignitatem tuam. San León, Sermo I
de nativitate Domini]. Sencilla, porque esta vida divina se injerta en la
humana por baja, humilde, enferma, pobre y ordinaria que ésta sea. Dios no nos
exige, para que seamos sus hijos y lleguemos a ser coherederos de su Hijo, la
ejecución de muchos actos heroicos; no nos pide que «atravesemos los mares, ni
que nos alcemos hasta los cielos» (Dt 30, 12-13). No; en nosotros mismos
es donde se halla el reino de Dios, y en nosotros se edifica, se embellece y se
perfecciona. «El reino de Dios está en vuestro interior» (Lc 17,21); la vida
sobrenatural es una vida interior cuyo principio está ocuito con Cristo en Dios
y en el alma. «Vuestra vida discurre escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3).
No necesitamos cambiar de naturaleza, sino
corregir lo que tiene de defectuoso; no es preciso usar fórmulas largas, pues
la intensidad del amor puede consistir en una sola mirada del corazón; nos
basta estar en gracia, hacerlo todo por Dios, para darle gloria con intención
pura, y desde luego, vivir como hombres en el lugar en que nos ha destinado la
Providencia, haciendo la voluntad divina y cumpliendo el deber del momento
presente; y esto sencilla y tranquilamente, sin agitarse y con la confianza íntima
y profunda hecha de libertad y de gozo interior, propia del hijo que se siente
amado de su padre y le ama a su vez en la medida de su debilidad.
No siempre se trasluce al exterior esta vida
animada de la gracia e inspirada en el amor; sin duda, dice Nuestro Señor (Mt
12,33), todo árbol se conoce por sus frutos; el Espíritu Santo, que habita en
el alma, le hace producir esos frutos de caridad, de benignidad, que descubren
al exterior el poder de su acción; pero el principio de esa acción es
totalmente íntimo; su brillo sustancial queda en el interior. «Toda la gloria
de la hija del Rey se halla en su interior» (Sal 4,12); su resplandor
sobrenatural está con frecuencia oculto bajo las toscas apariencias de la vida
cotidiana.
No seamos, pues, indolentes, dejando de
aprovechar con tanta frecuencia todos los bienes que tenemos a nuestro alcance,
dándonos a «bagatelas engañadoras» (Sab 4,12). ¿Qué diríamos de aquellas
pobres gentes a quienes un principe magnánimo abriese sus tesoros, y que en
lugar de coger a manos llenas para enriquecerse, los miraran con indiferencia?
Pues que eran unos insensatos.
No seamos nosotros esos pobres insensatos. Ya
os lo he dicho: por nosotros mismos nada podemos, y Nuestro Sei;or quiere que no
olvidemos esto: Sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5); pero cuando poseemos
su gracia, ésta debe llegar a ser, con el amor, el principio de una vida
completamente divina.
Es menester que con la gracia de Cristo lo
hagamos todo para complacer a su Padre. «Todo lo puedo, dice San Pablo, en
aquel que me fortalece» (Fil 4,13); procuremos que todas nuestras
acciones, lo mismo las grandes que las pequeñas, las ocultas que las
brillantes, nos sirvan para avanzar a grandes pasos en la vida divina, por el
amor intenso con que las hagamos.
Si lo hacemos así, Dios nos mirará con
agrado, porque podrá contemplar en nosotros la imagen de su Hijo, imagen que va
perfeccionándose más y más. Con el aumento de la gracia, de la caridad y de
las demás virtudes, los rasgos de Cristo se reproducen en nosotros cada día
con mayor perfección para gloria de Dios y alegría de nuestra alma.
8. Fruto de la caridad y de las virtudes
que ella rige: hacernos crecer en Cristo, para completar su cuerpo místico
En efecto, para que seamos semejantes a
Cristo, debemos vivir en todas las cosas, por la caridad: «Crezcamos por todos
los medios en Aquel que es nuestra cabeza, esto es, Cristo». El fin que
perseguimos con el desarollo de la vida sobrenatural en cada uno de nosotros, no
es sino el de «llegar a la perfección de la edad de Cristo». Os dije, al
tratar de la Iglesia, que Cristo, en su realidad personal y física, es
perfecto; pero forma con su Iglesia un cuerpo místico que todavía no ha
conseguido su completa perfección. Esta perfección se realiza poco a poco en
las, almas en el transcurso de los siglos, «según la medida de la gracia de
Cristo, que Dios da a cada uno» (Ef 4,7) pues en un cuerpo hay muchos miembros,
y todos no tienen la misma función ni la misma nobleza. Este cuerpo místico
forma una sola cosa con Cristo, que es la cabeza; nosotros formamos parte de él
por la gracia, pero debemos ser miembros perfectos, dignos de la cabeza divina;
esto es lo que buscamos con nuestro perfeccionamiento sobrenatural. Cristo es el
fundamento de ese progreso, porque es la cabeza. No lo olvidemos jamás:
Jesucristo, después de haberse revestido de nuestra naturaleza, santificó
todas nuestras acciones y sentimientos; su vida humana fue semejante a la
nuestra, y su corazón divino es el foco de todas las virtudes. Jesucristo
ejercitó todas las formas de la actividad humana, pues no hay que imaginarse
que estuviera inmovilizado en éxtasis, por lo contrario, en la visión
beatifica de las perfecciones de su Padre encontraba el estímulo para su
actividad; quiso glorificar a su Padre, santificando en su persona las formas de
actividad en que nosotros mismos tenemos que ejercitarnos. Si nosotros rezamos,
también El pasó noches en oración; trabajamos, mas El también se fatigó en
el trabajo hasta la edad de treinta años; comemos, y El se sentó a la mesa con
sus discípulos; tenemos que soportar contrariedades de parte de los hombres,
pues El también las conoció, porque, ¿acaso le dejaron tranquilo los
fariseos? Padecemos, y El derramó lágrimas, padeció por nosotros, antes que
nosotros, en su cuerpo y en su alma, como nadie lo hará jamás; disfrutamos
alegrías, y su santa alma las sintió inefables, nos entregamos al descanso, y
el sueño también cerró sus párpados. En una palabra, hizo todo lo que
nosotros hacemos. Y todo ello, ¿para qué? No solamente para darnos ejemplo,
puesto que es nuestro Jefe, sino también para merecernos, por estas acciones,
la gracia de poder santificar todos nuestros actos; para darnos la gracia que
nos hace agradables a su Padre. Esta gracia nos une a El, nos hace miembros de
su cuerpo, y no necesitamos, para crecer en El, y llegar a la perfección que
debemos alcanzar como miembros de ese cuerpo, más que dejar que esa gracia
vivifique a nuestra alma y a toda nuestra actividad.
Cristo habita en nosotros con todos sus méritos,
a fin de vivificar todas nuestras acciones. Cuando por una intención recta y
pura, frecuentemente renovada, unimos los actos de nuestra jornada a las
acciones del mismo género que Jesús realizó en la tierra, la virtud divina de
su gracia influye constantemente en nosotros, y si todo lo hacemos unidos a El
por el amor, no cabe duda que avanzaremos rápidamente. Oíd estas consoladoras
y magnííicas palabras de Nuestro Señor: «Mi padre no me deja solo, porque
hago siempre lo que le es agradable» (Jn 8,29). Cada uno de nosotros ha de
hacer lo mismo: «¡Oh Padre celestial hago esta acción únicamente para
complacerte, por tu gloria y por la de tu Hijo. Cristo Jesús, en unión,
contigo quiero realizar este acto para que lo santifiques con tus méritos
infinitos».
El amor que llenaba el corazón de Cristo
hacia su Padre debe ser el móvil de los actos de sus miembros como lo fue de
los suyos, la gloria de su Padre fue ei primero y último pensamiento en todas
las obras de Cristo por consiguiente, séalo también de las nuestras por la unión
continua con la gracia y caridad de Cristo. Por eso, la santa Iglesia nos
exhorta a que pidamos a Dios que conformemos nuestros actos con su divino
querer, ya que permaneciendo unidos al «Hijo de su predilección», mereceremos
abundar en obras buenas. «Caminad en la caridad, a ejemplo de Cristo», dice
San Pablo (Ef 5,2); de esa manera estaréis acordes del todo con vuestro Jefe.
«Habéis de abundar en los mismos sentimientos en que abundaba Cristo Jesús»
(Fil 2,5). Así iremos de virtud en virtud (Sal 83,8); aspiraremos a la perfección
de nuestro modelo por un crecimiento constante porque Cristo mora en nosotros
con su Padre, que nos ama (Jn 14,23), y con el Espíritu Santo, que nos guía
con sus inspiraciones; esto dará origen a un progreso continuo y fecundo con
vistas al cielo. De esta suerte, alcanzaremos esa sólida perfección que nace
de la constancia y de la plenitud en el obrar enteramente de acuerdo con la
voluntad divina: «Para que os conservéis perfectos y cabales en todo querer
divino» (Col 4,12).
9. El progreso sobrenatural puede ser
continua hasta la muerte: «donec occurramus omnes... in mensuram ætatis
plenitudinis Christi»
Mientras vivimos en este mundo podemos crecer
en la gracia. El rio de vida divina comenzó en nosotros por una fuente el día
del Bautismo, pero puede ensancharse sin cesar para alegría de mlestra alma, a
la que riega y fecunda hasta que desemboque en el océano divino. «El ímpeu de
las aguas del río alegra la ciudad de Dios» (Sal 45,5).
No me digáis que eso es una idea de
mercenario. Verdad que el dilatar en nosotros la vida divina redunda en provecho
nuestro, pues cuanto más crecemos en gracia y caridad, más se acrecientan
nuestros méritos y mayor será nuestra gloria futura y nuestra bienaventuranza
eterna. Pero Dios, en su magnificencia, lo ha querido así, y si de ello depende
nuestra felicidad durante toda la eternidad, también va en ello la voluntad de
Dios y la gloria que procura al Padre celestial el cumplimiento de esa voluntad.
[«Un alma que ama a Dios debe desear sinceramente reunir en sí todas las
perfecciones en que Dios se complace, y poseerlas en la medida conforme a su
voluntad». Vida de Santa Magdalena de Pazzi, por P. Cepari].
San Pablo es, en esto, un admirable modelo.
Después de llegar al término de su carrera, contando ya con poco tiempo de
vida, pues espera la muerte en las prisiones de Roma; después de predicar, a
Cristo con infatigable perseverancia y de procurar reproducir en sí los rasgos
divinos de Jesús, a quien tanto ama, ved lo que escribe a los de Filipo, al
cabo de tantos trabajos sobrellevados por Jesús, de tantas luchas reñidas por
su gloria, de tantas tribulaciones soportadas con aquel amor ardiente que nada
era capaz de enfriar: «Aun no he llegado a la perfección, pero sigo mi carrera
interior para tratar de obtenerla, ya que para ello fui llamado por Jesucristo;
no creo haberlo alcanzado, mas sólo procuro una cosa: olvidando lo que queda
atrás, voy derecho a lo que está delante; prosigo mi carrera, por ver si
alcanzo el premio de la soberana vocación a la que fui llamado por Dios, en
Jesucristo» (Fil 3, 12-24).
¿Por qué persigue San Pablo este objetivo
con toda la energía de su alma grande? Sin duda por «el premio», pero por el
premio «al cual ha sido llamado por vocación divina en Jesucristo». Ya os he
dicho, al principio, que glorificamos al Padre si damos mucho fruto, como
Nuestro Señor mismo nos lo ha asegurado; y si Dios nos dio a su Hijo y Este la
Iglesia, su Espíritu y todos sus méritos, fue para que la vida divina abunde
en nosotros.
Por esta razón exhortaba tanto San Pablo a
los cristianos de su época para que progresaran en la vida cristiana: «Pues así
como recibisteis a Jesucristo, Nuestro Señor, les decía, andad con El,
arraigados y sobreedificados en El, fortalecidos en la fe, creciendo en El, en
hacimiento de gracias» (Col 3, 6-7). También desde la prisión escribía a los
Filipenses: «Lo que pido a Dios es que vuestra caridad abunde más y más, a
fin de que seáis sinceros e irreprochables para el día de Cristo, llenos de
frutos de justicia, por Jesucristo, para gloria y loor de Dios» (Fil 1, 9-11).
Y todavía con más insistencia: «Que el Señor
fortalezca vuestros corazones y los haga irreprensibles, en santidad, delante de
Dios Padre, el día en que Nuestro Señor venga con todos sus santos. Hermanos,
os lo pido y os lo suplico, por el Señor Jesús; habéis aprendido de nosotros
cómo hay que conducirse para complacer a Dios; caminad, pues, progresando más
y más cada día, pues ya conocéis los preceptos que os hemos dado de parte del
Señor, Jesús, puesto que lo que Dios quiere es vuestra santificación» (Tes
3,13; 4, 1-3).
Procuremos, pues, cumplir esta voluntad de
nuestro Padre celestial. Nuestro Señor quiere que el esplendor de nuestras
obras sea tal, que muevan a los que las contemplen a glorificar a su Padre (Mt
5,16). No temamos ni la tentación pues hasta de ella saca Dios provecho para
nosotros cuando la resistimos (1Cor 10,13), porque es buena coyuntura para una
victoria que nos afianza en el amor de Dios; ni las pruebas, pues podemos vernos
envueltos en grandes dificultades, padecer graves contradicciones, soportar
hondos padecimientos, pero desde el momento en que nos ponemos al servicio de
Dios por amor, esas dificultades, esas contrariedades, esos padecimientos,
sirven de alimento al amor.
Cuando se ama a Dios, se puede sentir la cruz,
Dios mismo nos la hará sentir más y más, a medida que avancemos, porque la
cruz nos hace más semejantes a Cristo; pero entonces se ama, si no la cruz
misma, al menos la mano de Jesús, que la coloca sobre nuestros hombros, pues
esta mano nos da también la unción de la gracia para soportar su peso. El amor
es un arma poderosa contra las tentaciones y una fuerza invencible en las
adversidades.
No nos dejemos tampoco abatir por nuestras
miserias, por las imperfecciones que deploramos, pues no impiden el aumento de
la gracia, «porque Dios conoce de qué barro estamos formados» (Sal 102,14);
son el tributo pagado por nuestra naturaleza humana y son a la vez raíz fecunda
de humildad. Tengamos paciencia con nosotros mismos en este anhelo incesante por
llegar a la perfección; la vida cristiana no tiene nada de agitada ni de
inquieta; su desenvolvimiento en nosotros se concilia perfectamente con nuestras
miserias, servidumbres y flaquezas, porque «en medio de éstas es donde
sentimos que habita en nosotros la fuerza triunfante de Cristo». «Para que
habite en mí la fortaleza de Cristo» (2Cor 12,9).
Dios es, en efecto, el principal autor de
nuestra santificación y de nuestra salvación. [«Que el Dios de paz, escribía
San Pablo, os haga capaces de toda buena obra, por el cumplimiento de su
voluntad, obrando en vosotros lo que es más agradable a sus ojos, por
Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos». Heb 13,21]. No
lo olvidemos jamás. Dice el Concilio de Trento: «No hemos de vanagloriarnos
como si lo obrásemos todo por nosotros mismos, sino que Dios, que es tan rico
en misericordia, quiere recompensar los dones que El mismo depositó en nosotros»
(Sess VI, cap.16) [Lo cual declara muy bien una oración del Sábado Santo
(después de la 12ª profecía): Omnipotens sempiterne Deus, spes unica
mundi... auge populi tui vota placcatus, quia in nullo fidelium, nisi ex tua
inspiratione, proveniunt quarumlibet incrementa virtutum]. «Por la gracia
de Dios, dice San Pablo, soy lo que soy», y añade (1Cor 15,10): «y yo no he
dejado la gracia inactiva en mí, he trabajado más que todos los otros, pero no
sólo, sino la gracia de Dios conmigo». «Para que Dios, dice también, dé el
aumento, es preciso plantar y regar» (ib. 3,6).
Procuremos, pues, con toda la energía de
nuestra alma, por medio del ejercicio meritorio de las virtudes, en especial de
las teologales y por esa disposición fundamental de hacerlo todo por la gloria
de nuestro Padre celestial, procuremos, digo, y no impidamos que la acción de
Dios y del Espíritu Santo se desenvuelva en nosotros con la más amplia
libertad, porque de esa manera «creceremos en Cristo, que es nuestra cabeza».
Fijemos en El nuestras miradas, pues para eso fuimos llamados por Cristo Jesús
(Fil 3,12). Detenerse en el camino de la santificación es, para el alma,
retroceder.
Por otra parte, podemos adelantar siempre,
mientras vivamos en este mundo: «Es preciso, decía Nuestro Señor de sí
mismo, que mientras dura el día, realice yo las obras del que me ha enviado;
pues una vez que se eche encima la noche, nadie puede hacer nada» (Jn 9, 4-5).
Sólo la muerte pondrá término a «esas ascensiones del corazón
propias de este valle de lágrimas» (Sal 83, 6-7).
¡Ojalá lleguemos, en ese momento decisivo,
«a la edad de la perfección de Cristo» y a la plenitud de vida y
bienaventuranza que Dios determinó para cada uno de nosotros al predestinarnos
en su Hijo muy amado (Ef 4,13)!
NOTA.- Creemos útil terminar esta conferencia
con una ojeada muy rápida sobre el conjunto del organismo sobrenatural: esta
exposición sintética acabará de fijar el orden de los distintos elementos que
constituyen la vida de hijo de Dios. A este obieto, lo mejor que podemos hacer
es considerar, durante unos instantes, la persona misma de Nuestro Señor, ya
que es nuestro modelo. En virtud de la gracia de unión hipostática, Jesucristo
es, por naturaleza, el Hijo Unigénito de Dios; nosotros somos hijos de Dios por
la adopción.- En Cristo, la gracia santificante existe en su plenitud; nosotros
participamos de esa plenitud en una medida más o menos abundante, según el don
que nos hace de ella Cristo: Secundum mensuram donationis Christi (Ef
4,7).- La gracia santificante lleva consigo el cortejo de las virtudes infusas,
teologales y morales. Nuestro Señor no tenía, propiamente hablando, la fe: la
esperanza, hasta cierto punto; pero la caridad la llevó al mas alto grado;
mientras vivimos en este mundo, permanecen con nosotros la fe, la esperanza y la
caridad, en un grado de mayor o menor desarrollo.
Jesucristo poseía las virtudes cardinales
infusas y las otras virtudes morales compatibles con su diviuidad; pero en El se
desarrollaron libremente, sin trabas y sin esfuerzo, porque Nuestro Señor
revestía una naturaleza humana perfecta, exenta de pecado y de sus
consecuencias; esas virtudes no encontraban obstáculo alguno en su práctica;
pero, en cambio, en nosotros, a consecuencia del pecado orignal, el
desenvolvimiento de las virtudes morales infusas encuentra obstáculos y reclama
el concurso de las virtudes morales adquiridas.- Finalmente, el Espíritu Santo
difundió la plenitud de sus dones en el alma de Jesús. El nos concede una
participación de ellos, la cual, aunque limitada, produce admirables frutos.
Añadamos que las virtudes teologales y los
dones del Espíritu Santo nos transportan a un terreno especial que no necesita
el auxilio directo de las virtudes naturales, mientras que las virtudes morales
infusas reclaman, para su pleno desarrollo, el concurso de las virtudes morales
naturales correspondientes, concurso que al utilizarlo lo dignifican y lo
elevan; sólo la caridad da a las demás virtudes virtualidad sobrenatural, razón
por la cual posee la primacía.
Tal es, a grandes rasgos, el maravilloso
organismo sobrenatural que la infinita bondad y la soberana sabiduría de Dios
ha establecido para realizar nuestra santificación.