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El
bautismo, sacramento de adopción y de iniciación, muerte y vida
El Bautismo, primero de todos los
Sacramentos
La primera disposición de un alma frente a la
Revelación que se le hace del plan divino de nuestra adopción en Jesucristo
es, como lo hemos visto, la fe. La fe es la raíz de toda justificación y el
principio de la vida cristiana, y se adhiere, como a su objeto primordial, a la
divinidad de Jesús enviado por el Padre para llevar a cabo nuestra salvación:
«En esto consiste la vida eterna: en conocerte a Ti, ¡oh solo Dios verdadero!
y a Jesucristo a quien has enviado» (Jn 17,3).
Partiendo de este acto inicial, que consiste
en creer en Cristo, se amplía y extiende, si así podemos decirlo, sobre todo
aquello que concierne a Cristo: los Sacramentos, la Iglesia, las almas, la
Revelación entera, llegando a la perfección cuando bajo la inspiración del
Espíritu Santo se transforma en amor y adoración, mediante la entrega total de
nuestro ser al cumplimiento fiel de la voluntad de Jesús y de su Padre.
Pero la fe sola no basta.
Cuando envía a sus Apóstoles el divino
Maestro a que continúen en la tierra su misión santificadora, dice que «el
que no creyere será condenado»; y nada más añade con respecto a los que se
niegan a creer, porque siendo la fe raíz de toda santificación, todo lo que se
hace sin ella está completamente desprovisto de valor ante Dios: «Sin fe es
imposible agradar a Dios» (Heb 11,6); pero para quienes creen, añade Cristo,
como condición de incorporación a su reino, la recepción del Bautismo: «El
que creyere y se bautizare, se salvará» (Mc 16,16). San Pablo afirma
igualmente que «quienes reciben el Bautismo están revestidos de Cristo» (Gál
3,27). Este Sacramento, pues, es la condición de nuestra incorporación a Gisto.
El Bautismo es, en orden, el primero de todos los Sacramentos; la primera infusión
en nosotros de la vida divina se efectúa por medio del Bautismo, y todas las
comunicaciones divinas o sobrenaturales convergen hacia ese Sacramento o le
presuponen normalmente; de ahí le viene su excelencia.
Detengámonos a considerarlo; en él
encontraremos el origen de nuestros títulos de nobleza sobrenatural, puesto que
el Bautismo es el Sacramento de la adopción divina y de la iniciación
cristiana, al mismo tiempo, descubriremos en él sobre todo, como en su germen,
el doble aspecto de «muerte al pecado y de vida en Dios», que deberá
caracterizar toda la existencia del discípulo de Cristo.
Pidamos al Espíritu Santo, que santificó con
su divina virtud las aguas bautismales en las que fuimos regenerados que nos
haga comprender la grandeza de este Sacramento y las obligaciones contraídas en
él; su recepción señaló para nosotros el instante por siempre bendito en que
llegamos a ser hijos del Padre Celestial, hermanos de Jesucristo, y en el que
nuestras almas fueron consagradas, como un templo vivo, al Espíritu Santo.
1. Sacramento de adopción divina
El Bautismo es el Sacramento de la adopción
divina. Ya os he explicado que por la adopción divina nos hacemos hijos de
Dios; el Bautismo es como el nacimiento espiritual por el que se nos confiere la
vida de la gracia.
Poseemos dentro de nosotros, primeramente, la
vida natural, que recibimos de nuestros padres, según la carne; por ella
entramos en la familia humana, esta vida dura algunos años, luego se acaba con
la muerte. Si no tuviéramos otra vida que ésta, nunca jamás veríamos la faz
de Dios. Ella nos hace hijos de Adán, y, por ende, a partir del momento de
nuestra concepción, quedamos tiznados con el sello del pecado original.
Oriundos de la raza de Adán, hemos recibido una vida emponzoñada en su origen,
y compartimos la desgracia del cabeza de nuestra raza; nacemos, dice San Pablo, Filii
irae, «hijos de la ira»; «siempre que nace un hombre, nace Adán, un
condenado de otro condenado» [Quisquis nascitur, Adam nascitur, damnatus de
damnato. San Agustín, Enarr. in Ps. CXXXII].
Esta vida natural, que tiene sus raíces en el
pecado, de por sí sola, es estéril para el Cielo. «La carne de nada sirve» (Jn
6,64).
Pero esta vida natural, Ex voluntate viri,
ex voluntafe carnis, no es toda la vida, Dios desea, además, darnos una
vida superior, que sin destruir la natural, en lo que tiene de bueno, la
sobrepuje, la realce y la deifique; Dios quiere, en otros términos,
comunicarnos su propia vida.
Recibimos la vida divina mediante un nuevo
nacimiento, un nacimiento espiritual, que nos hace nacer de Dios: «Nacieron de
Dios» (ib. 1,13). Esa vida es una participación de la vida de Dios, es
de suyo inmortal (1Pe 1,23); y si logramos poseerla en la tierra, tenemos como
una prenda adelantada de la bienaventuranza eterna; por el contrario, si no la
poseemos, nos hallamos excluidos para siempre de la sociedad divina.
Ahora bien, el medio ordinario instituido por
Cristo para nacer a esta vida no es otro que el Bautismo. Ya conocéis por el
relato de San Juan (Jn 3,1 y sig.) el episodio de la entrevista de Nicodemus con
Cristo Nuestro Señor: el doctor de la ley, miembro del gran Consejo, va a ver a
Jesús, sin duda para hacerse su discípulo, pues considera a Cristo como a un
profeta. A su pregunta, contéstale Jesús: «En verdad, en verdad te digo que
nadie puede gozar del reino de Dios, sin antes nacer de nuevo»; y Nicodemus,
que no comprende, se atreve a preguntar: «¿Cómo puede nacer un hombre viejo?
¿Puede acaso volver otra vez al seno de su madre y renacer?» -¿Qué le
responde el Señor? -Lo mismo que antes dijo, pero explicado: «En verdad, en
verdad te digo que nadie, si no renace por medio del agua y la gracia del Espíritu
Santo, puede entrar en el reino de Dios» [«Ser bautizado, es decir, sumergirse
en el agua para ser purificado, era cosa muy frecuente entre los judíos; sólo
faltaba explicarles que habría un Bautismo en el cual, uniéndose al agual el
Espíritu Santo, renovaría el espíritu del hombre».
Bossuet.
Méditations sur l’Evangile, la Cène, XXXVIe jours].
Y luego
opone entre sí las dos vidas, la natural y la sobrenatural: «Porque lo que ha
nacido de la carne, carne es, y lo que del Espíritu, espíritu es»; y concluye
como al principio: «No extrañes que te haya dicho que es menester que renazcas
otra vez».
La Iglesia, en el Concilio de Trento [Sess.
VII, De Bapt., canon 2], ha expuesto y fijado la interpretación de este
pasaje, aplicándolo al Bautismo, y declarando que el agua regenera al alma por
la virtud del Espíritu Santo. La ablución del agua, elemento sensible, y la
efusión del Espíritu Santo, elemento divino se unen para producir el
nacimiento sobrenatural como decía San Pablo: «Dios nos ha salvado, no en
virtud de las obras de justicia que hayamos hecho personalmente sino por razón
de su misericordia, haciéndonos renacer por el Bautismo y renovándonos por el
Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros en abundancia, por Jesucristo
Nuestro Señor; a fin de que, justificados por su gracia, lleguemos a ser ya
desde ahora, por la esperanza, herederos de la vida eterna» (Tit 3, 5-7).
Veis, por tanto, que el Bautismo constituye el
Sacramento de la adopción: sumergidos en las aguas bautismales, nacemos a la
vida divina; y por eso llama San Pablo al bautizado «hombre nuevo» (Ef 3,15;
4,24), puesto que Dios, al hacernos liberalmente participar de su naturaleza,
por un don que infinitamente sobrepuja nuestras exigencias, nos crea, en cierto
modo, de nuevo; y somos, según otra expresión del Apóstol, «una nueva
criatura» (2Cor 5,17; Gál 6,15); y por cuanto es divina esta vida, viene a ser
la Trinidad entera la que nos favorece con este don.
Al principio del mundo, la Trinidad presidió
la creación del hombre: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanzan» (Gén
1,26), de igual modo también en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo tiene lugar nuestro nuevo nacimiento, no obstante ser, como lo demuestran
las palabras de Jesús y de San Pablo, especialmente atribuido al Espíritu
Santo, ya que la adopción tiene por fuente el amor de Dios: «Admirad el amor
tan grande que nos ha mostrado el Padre, pues ha querido que nos llamemos y que
seamos efectivamente hijos de Dios» (1Jn 3,1).
Hállase muy subrayado este pensamiento en las
oraciones con que bendice el obispo, el día de Sábado Santo, las aguas
bautismales destinadas al Sacramento. Oíd algunas muy significativas: «Envía,
Dios Todopoderoso, el Espíritu de adopción para regenerar estos nuevos pueblos
que la fuente bautismal te va a engendrar». «Dirige, Señor, tus miradas sobre
la Iglesia y multiplica en ella tus nuevas generaciones». Luego invoca el
oficiante al Espíritu divino para que santifique esas aguas: «Dignese el Espíritu
Santo fecundar, por la impresión secreta de su divinidad, esta agua preparada
para la regeneración de los hombres, a fin de que, habiendo concebido esta
divina fuente la santificación, se vea salir de su seno purísimo una raza del
todo celestial, una criatura renovada». -Todos los ritos misteriosos que la
Iglesia se recrea en prodigar en este momento, no menos que las invocaciones de
tan magnífica y simbólica bendición, abundan en este pensamiento: que es el
Espíritu Santo quien santifica las aguas a fin de que cuantos sean en ellas
sumergidos nazcan a la vida divina luego de purificados de toda mancha: «Descienda
sobre todas estas aguas la virtud del Espíritu Santo». A fin de que todo
hombre a quien se aplique este misterio de regeneración renazca a la inocencia
perfecta de una nueva infancia».
Tal es la grandeza de este Sacramento, señal
eficaz de nuestra divina adopción; por él llegamos verdaderamente a ser hijos
de Dios e incorporados a Cristo; él nos abre las puertas de todas las gracias
celestiales. Retened esta verdad: todas las misericordias de Dios con nosotros,
todas sus condescendencias, derivan de la adopción. Cuando dirigimos la mirada
del alma a la divinidad, la primera cosa que se nos presenta y nos revela los
amorosos y eternos planes de Dios sobre nosotros es el decreto de nuestra adopción
en Jesucristo; todos los favores con que puede Dios colmar a un alma en la
tierra, hasta que llegue el momento de comunicarse a ella para siemprer en la
bienaventuranza de su Trinidad, tienen por primer eslabón, al que se enlazan
los demás, esta gracia inicial del Bautismo: en este momento predestinado
entramos en la familia de Dios, nos hacemos de la raza divina, y recibimos, en
germen, la divina herencia.
En el momento del Bautismo, por el que Cristo
imprime en nuestra alma un carácter indeleble, recibimos la «prenda del Espíritu»
divino (2Cor 1,22; 5,5), que nos hace dignos de las complacencias del Padre, y
nos garantiza, si somos fieles en conservar esa prenda, todos los favores
prometidos a los que Dios mira como hijos suyos.
Debido a eso, los santos, que tienen una idea
tan clara de las realidades sobrenaturales, han tenido siempre en gran estima la
gracia bautismal; el día del bautismo significaba para ellos algo así como la
aurora de las liberalidades divinas y de la futura gloria.
2. Sacramento de iniciación cristiana;
simbolismo y gracia del Bautismo explicados por San Pablo
Todavía aparecerá mayor el Bautismo si le
consideramos en su aspecto de Sacramento de la iniciación cristiana.
La divina adopción se hace en Jesucristo. Nos
hacemos hijos de Dios para poder llegar a ser semejantes, por la gracia, al Hijo
único del Padre: No olvidéis jamás que «Dios no nos predestinó a la adopción,
sino en su Hijo muy amado» (Rm 8,29).
Las satisfacciones de Cristo son, por otra
parte, las que nos merecieron esta gracia, del mismo modo que Cristo es nuestro
modelo cuando queremos vivir como hijos del Padre celestial. Esto lo
comprenderemos perfectamente si recordamos el modo con que se llevaba a cabo en
la edad primitiva la iniciación cristiana.
En los primeros siglos de la Iglesia, no se
confería de ordinario el Bautismo más que a los adultos, después de largo período
de preparación, durante el cual se instruía al neófito en las verdades que
debía creer. El Sábado Santo, o mejor, la noche misma de Pascua, se
administraba el Sacramento en el baptisterio, capilla separada de la iglesia,
como todavía se ve en las catedrales italianas. Terminados por el Obispo los
ritos de la bendición de la fuente bautismal, el catecúmeno, esto es, el
aspirante al Bautismo, descendía a la fuente; allí, como lo indica la palabra
griega baptixein, se le sumergía en el agua, mientras el pontífice pronunciaba
las palabras sacramentales: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo,
y del Espíritu Santo». El catecúmeno estaba como sepultado bajo las aguas, de
donde salía luego por las gradas del borde opuesto de la fuente; allí le
aguardaba el padrino, quien le enjugaba el agua santa y le vestía. Bautizados
todos los catecúmenos, el Obispo les entregaba una vestidura blanca, símbolo
de la pureza de su corazón después los signaba en la frente con una unción de
óleo consagrado, diciendo: «El Dios Todopoderoso, que te ha regenerado por el
agua y el Espíritu Santo y te ha perdonado todos los pecados, te consagre
asimismo para la vida eterna». Terminados todos estos ritos, volvía la procesión
a emprender el camino de la basílica, precediendo los nuevos bautizados,
vestidos de blanco, y llevando en la mano un cirio encendido símbolo de Cristo,
luz del mundo. Comenzaba entonces la Misa de resurrección, que celebraba el
triunfo de Cristo saliendo del sepulcro, victorioso y animado de nueva vida, que
comunicaba a todos sus elegidos. Se consideraba tan dichosa la Iglesia con este
nuevo aumento del rebaño de Cristo, que durante ocho días les reservaba sitio
aparte en el templo, y su recuerdo llenaba la liturgia durante toda la octava
pascual.
[Los catecúmenos que, por no hallarse
presentes o no poseer la suficiente preparación para el Bautismo, no lo podían
recibir la noche de Pascua, recibíanlo en la vigilia de Pentecostés, en la
fiesta que conmemora la venida visible del Espíritu Santo sobre el Colegio
Apostólico y cierra el tiempo pascual, repitiéndose entonces los ritos
solemnes de la bendición de la fuente y administración del Sacramento. En esta
ocasión aumentaba el simbolismo, pues al que llevaba consigo la Pascua -que
perdura íntegro todo el periodo pascual- venía a añadirse la memoria del Espíritu
Santo, que por su divina virtud y eficacia regenera las almas en la pila
bautismal. Del mismo modo que la liturgia de la Octava de Pascua, las Misas de
la Octava de Pentecostés contienen más de una alusión a los recién
bautizados].
Como veis, estas ceremonias están henchidas
de simbolismo, y como afirma el mismo San Pablo, significan la muerte, la
sepultura y la resurrección de Cristo, de las que participa el cristiano.
Pero hay más que simbolismo; hay la gracia
producida, y si bien los ritos antiguos, cargados de simbolismo se han
simplificado algo desde que se introdujo el uso de bautizar a los niños,
permanece, con todo, íntegra la virtud del sacramento, el simbolismo es como la
corteza exterior los ritos sustanciales han quedado, y, juntamente con ellos, la
gracia íntima del sacramento.
San Pablo explica de una manera profunda el
primitivo simbolismo y la gracia bautismal. Abarquemos primero con una mirada la
síntesis de su pensamiento, para que nos haga comprender mejor sus propias
palabras. La inmersión en las aguas de la fuente representa la muerte y
sepultura de Cristo; participamos de ella sepultando en las aguas sagradas el
pecado, junto con todas las afecciones al mismo, a las que también renunciamos
con él; «el hombre viejo» [El hombre viejo en San Pablo
indica el hombre natural que nace y vive moralmente, hijo de Adán, antes de ser
regenerado en el Bautismo por la gracia de Jesucristo] manchado con la culpa de
Adán, desaparece bajo las aguas y es como sepultado, a manera de un muerto (sólo
a ellos se sepulta) en un sepulcro.- La salida de la fuente bautismal es el
nacimiento del hombre nuevo, purificado del pecado, regenerado por el agua que
fecunda el Espíritu Santo; el alma es hermoseada con la gracia, principio de
vida divina, con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. El que se
sumergió en la fuente, para dejar en ella sus pecados, era un pecador; mas se
ha trocado en justo, cuando, a imitación de Cristo, que salió radiante del
sepulcro, sale de ella para vivir vida divina [Ut unius eiusdemque elementi
mysterio et finis esset vitiis et origo virtutibus. Bendición solemne de
las fuentes bautismales, el Sábado Santo].
Tal es la gracia del Bautismo expresada por el
simbolismo; simbolismo que mejor que ahora adquiria todo su relieve y su
completa significación cuando era administrado el Bautismo en la noche pascual.
Oigamos ahora a San Pablo (Rm 6): «¿Por
ventura ignoráis que todos los que hemos sido bautizados para llegar a ser
miembros del cuerpo [místico] de Cristo, lo hemos sido en virtud de su muerte?»
-Es decir, que la muerte de Jesús es para nosotros el ejemplar y causa
meritoria de nuestra muerte para el pecado por el Bautismo. ¿Por qué morir?
-Porque Cristo, nuestro modelo, ha muerto. Pero, ¿qué es lo que muere? -La
naturaleza viciada, corrompida, el «hombre viejo». ¿Para qué? -Para que nos
veamos libres del pecado. «Hemos sido, por tanto, continúa diciendo San Pablo
al explicar el simbolismo, sepultados con Cristo en el bautismo en conformidad
con su muerte, a fin de que a ejemplo de Jesucristo resucitado de entre los
muertos, en virtud del poder glorioso de su Padre, caminemos también nosotros
hacia una nueva vida». [Complantati facti sumus similitudini mortis eius...
Vetus homo noster simul crucifixus est, ut destruatur corpus peccati, et ultra
non serviamus peccato.
Rm 6,3-13. Sicut ille qui sepelitur sub terra, ita
qui baptizatur immergitur sub aqua. Unde et in baptismo fit trina immersio non
solum propter fidem Trinitatis sed etiam ad repræsentandum triduum sepulturæ
Christi, et inde est quod in sabbato sancto solemnis baptismus in Ecclesia
celebratur. Santo Tomás, In Epist. ad Rm., c. VI, 1,1].
Ved formulada aquí la obligación que nos
impone la gracia bautismal: «vivir nueva vida», vida a la cual nos incita, por
medio de su resurrección, Cristo, nuestro modelo y ejemplo. ¿Y esto por qué?
Porque «si hemos reproducido, mediante nuestra unión con El, la imagen de su
muerte, menester es también que reproduzcamos, con una vida del todo
espiritual, la imagen de su vida de resucitado, nuestro hombre viejo ha
sido crucificado con El, es decir, ha sido destruido por la muerte de Cristo,
para que no seamos ya esclavos del pecado, puesto que el que ha muerto, se halla
libre del pecado» [«El hombre pecador, asegura Santo Tomás, está sepultado
por el Bautismo en la pasión y muerte de Cristo; viene a ser algo así como si
padeciera y muriera él mismo los padecimientos y la muerte del Salvador. Y así
como la pasión y muerte de Cristo tienen poder de satisfacer por el pecado y
por todas las deudas del pecado, del mismo modo el alma, asociada por el
Bautismo a esta satisfacción, está libre de toda deuda ante la justicia de
Dios». III, q.69, a.2]. Así, pues, en el Bautismo hemos renunciado para
siempre al pecado.
Pero esto solo no basta: hemos recibido además
el germen de la vida divina, y debemos también desarrollar en nosotros ese
germen, como nos lo recuerda a renglón seguido San Pablo. «Porque si, dice,
hemos muerto con Cristo, creemos que hemos de vivir igualmente con El», sin que
cese nunca ese vivir, «pues Cristo -que no sólo es modelo, sino que infunde
además en nosotros su gracia-, una vez resucitado no vuelve a morir: la muerte
no tiene ya dominio sobre El; porque en cuanto al haber muerto como fue por
destruir el pecado, murió una sola vez; mas en cuanto al vivir, vive para Dios
y es inmortal».
Concluye San Pablo su exposición con esta
aplicación dirigida a aquellos que, por el Bautismo, participan de la muerte y
vida de Cristo, su modelo: «Así, ni más ni menos, vosotros considerad también
que realmente estáis muertos al pecado por el Bautismo y que vivís ya para
Dios en Jesucristo», a quien estáis incorporados por la gracia Bautismal (Rm
6, 3-13).
Tales son las palabras del Apóstol; según él,
el Bautismo representa la muerte y resurrección de Jesucristo, y produce
aquello que significa y representa: hácenos morir para el pecado y vivir en
Jesucristo.
3. Cómo la existencia de Cristo encierra
el doble aspecto de «muerte» y de «vida», que reproduce en nosotros el
Bautismo
Para que comprendáis mejor aún esta profunda
doctrina, vamos a aclarar este doble aspecto de la vida de Cristo que se
reproduce en nosotros por el Bautismo, y que deberá imprimir un sello en
nuestra vida entera.
Como hemos repetido, el plan divino de la
adopción sobrenatural a que fue elevado Adán, ha sido frustrado por el pecado;
el pecado de la cabeza del género humano transmítese a toda su descendencia,
excluyéndola del reino eterno. Para que las puertas del cielo se abrieran de
nuevo, era menester una reparación a la ofensa divina, una satisfacción
adecuada y total, que borrase la malicia infinita del pecado; el hombre, simple
criatura, era de todo punto incapaz de poder ofrecerla ¡el Verbo encarnado Dios
hecho hombre, se encargó de esta misión; y por este motivo, toda su vida,
hasta el instante de la consumación de su sacrificio, fue marcada con un carácter
de muerte.- Cierto que nuestro Señor no incurrió en la falta original ni
cometió pecado alguno personal, ni padeció las consecuencias del pecado,
incompatibles con su divinidad, tales como el error, la ignorancia, la
enfermedad; «aseméjase en todo a sus hermanos, si se exceptúa que no ha
cometido pecado», más bien es Cordero que quita los pecados del mundo, y viene
a salvar a los pecadores.- Pero Dios puso sobre sus hombros las iniquidades de
los pecadores; y al aceptar Cristo, desde su venida al mundo, el sacrificio que
reclamaba de El su Padre, su existencia toda, desde el pesebre al Calvario, va
sellada con el carácter de víctima. [Cristo, sin embargo, no puede llamarse penitente
en el sentido riguroso de la palabra; el penitente tiene que saldar ante
la justicia una deuda personal, y Cristo es un «Pontífice santo y sin mancilla»;
la deuda que paga es la deuda del género humano, y sólo la paga porque amorosísimamente
se ha puesto en nuestro lugar]. Vedle en las humillaciones de Belén vedle huir
ante la cólera de Herodes, vedle vivir como humilde carpintero; vedle durante
su vida pública soportar el odio de sus enemigos, vedle durante su pasión
dolorosa, desde la agonía que inunda su alma de tedio y de angustia, hasta el
abandono por parte de su Padre en la Cruz, «como un cordero llevado al matadero»
(Jer 11,19), «cual gusano de tierra maldito y pisoteado» (Sal 21,7), pues «había
venido en la semejanza de la carne pecadora» (Rm 8,3) y hecho propiciación por
los crímenes del mundo entero, no llega a saldar la deuda universal si no es
con su muerte en el madero.
Esta muerte nos ha valido la vida eterna.-
Jesucristo hace que muera y sea destruido el pecado en el momento mismo en que
la muerte le hiere a El, víctima inocente de todos los pecados de los hombres.
«La muerte y la vida libraron singular combate; el autor de la vida, muere;
pero, vuelto a ella, reina y vence» [Mors et vita duello conflixere mirando;
Dux vitæ mortuus regnat vivus. Sec. del día de Pascua]. En otro tiempo, ya
el profeta había cantado este triunfo de Cristo: «¡Oh muerte yo he de ser tu
muerte!; ¿dónde está, oh muerte, tu victoria?» Y San Pablo, repitiendo estas
palabras, dice: «La muerte ha sido absorbida por la victoria de Cristo saliendo
del sepulcro» (1Cor 15, 54-55; +Os 13-14). «Con su muerte ha destruido nuestra
muerte. y resucitando nos restituyó la vida» [Mortem nostram moriendo
destruxit et vitam resurgendo reparavit. Prefacio del tiempo Pascual]. En
efecto, una vez resucitado Jesucristo, ha vuelto a tomar nueva vida. Cristo ya
no muere más, «la muerte pierde su imperio sobre El»; ha destruido para
siempre el pecado y su vida en adelante será una vida para Dios, vida gloriosa,
que se verá coronada el día de la Ascensión.
Me diréis: la vida de Cristo, ¿no fue
siempre por ventura una vida para Dios? -Cierto que sí; Jesucristo no ha vivido
sino para el Padre; viniendo al mundo, se ofreció todo entero para hacer la
voluntad de su Padre (Heb 10,9); en esto consiste su comida: «Mi alimento
consiste en hacer la voluntad de Aquel que me envió» (Jn 4,34). Hasta su Pasión
misma la acepta llevado del amor a su Padre (ib. 14,31); pese a la
repugnancia de su naturaleza sensible, acepta en la agonía el cáliz que le
ofrecen; no expira hasta que todo se ha consumado. Muy bien puede resumir toda
su vida diciendo: «Cumplí siempre lo que era del agrado del Padre» (ib.
8,29), pues lo que siempre procuró en todo fue la gloria de su Padre. «No
apetezco mi gloria sino que honro a mi Padre» (ib. 8, 49-50).
Es cierto por lo mismo que aun antes de su
resurrección no vivió Nuestro Señor más que por Dios y para Dios, no consagró
a otra cosa su vida sino a los intereses de su Padre, pero hasta entonces esa
vida ha estado como subordinada a su carácter de víctima; y, en cambio, una
vez resucitado, libre ya de toda deuda con la divina justicia, Cristo no vive más
que para Dios, y en adelante tiene una vida perfecta, una vida en toda su
plenitud y en todo su esplendor, sin enfermedad alguna, sin perspectivas de
expiación, de muerte, ni del más ligero padecimiento. Todo en Cristo
resucitado tiene carácter de vida; vida gloriosa, cuvas prerrogativas
admirables de libertad y de incorruptibilidad se manifiestan, ya desde este
mundo, a la mirada atónita de los discípulos en su cuerpo, libre ya de toda
servidumbre; vida que es un cántico ininterrumpido de alabanzas y de acción de
gracias, vida que será para siempre ensalzada en el día de la Ascensión,
cuando Cristo tome definitivamente posesión de la gloria debida a su humanidad.
Este doble aspecto de muerte y de vida que
caracteriza la existencia del Verbo encarnado entre nosotros, y que alcanza su máximo
de intensidad y esplendor en la Pasión y en la Resurrección, debe ser
reproducido por todos los cristianos, por todos aquellos que han sido
incorporados a Cristo por el Bautismo.
Convertidos en discípulos de Jesús en la
sagrada pila, merced a un acto que simboliza tanto su muerte como su resurrección,
debemos reproducir esta muerte y esta resurrección durante los días que nos
corresponda pasar en la tierra.- Lo dice muy bien San Agustín: «Nuestro camino
es Cristo; miremos, pues, a Cristo; y veamos cómo vino a padecer para merecer
la gloria; en busca de desprecios. para ser glorificado; a morir, para luego
también resucitar» (Sermo., LXII, c. 11). Esto no es sino el eco de lo
que nos dijo antes San Pablo: «Debéis consideraros cual muertos para el
pecado, al que habéis renunciado, para no vivir sino para Dios». [Ita et
vos existimate. «Vivir para el pecado, morir para el pecado» son
expresiones corrientes de San Pablo; significan: «permanecer en el pecado,
renunciar al pecado»].
Al contemplar a Cristo, ¿qué vemos en El?
-Un misterio de muerte y de vida: «Fue entregado a la muerte a causa de
nuestros pecados y ha resucitado para nuestra santificación» (Rm 4,25).- El
cristiano revive durante su existencia este doble misterio que le hace semejante
a Cristo. Oigamos a San Pablo tan explícito sobre este particular: «Sepultados,
nos dice, con Cristo, en el Bautismo, habéis sido por el mismo Bautismo
devueltos a la vida eterna, luego de haberos perdonado todas vuestras ofensas;
vosotros que, por vuestros pecados, estabais muertos a esa vida» (Col 2,
12-13). Del mismo modo que Cristo dejó en el sepulcro los sudarios que envolvían
su santo cuerpo, y que constituían como un símbolo de su muerte y de su vida
pasible, así también nosotros dejamos en las aguas bautismales todos nuestros
pecados, y como Cristo salió vivo y libre del sepulcro, salimos igualmente
nosotros de la pila sagrada, no solamente purificados de toda falta, sino con el
alma adornada con la gracia santificante, gracia que debemos a la operación del
Espíritu Santo, y que, con su cortejo de virtudes y dones, viene a ser para
nosotros germen y principio de vida divina. El alma se ha transformado en templo
donde habita la Santísima Trinidad y en objeto de las divinas complacencias.
4. Toda la vida cristiana no es más que el
desarrollo práctico de la doble gracia inicial conferida en el Bautismo; «muerte
al pecado» y «vida para Dios». Sentimientos que debe despertar en nosotros el
recuerdo del Bautismo: gratitud, alegría y confianza
Hay una verdad ya insinuada por San Pablo,
verdad que no debemos perder de vista, y es que esta vida divina otorgada por
Dios, solamente la recibimos en germentiene que crecer y desarrollarse, del
mismo modo que nuestra renuncia al pecado y nuestra «muerte para el pecado»
tienen que renovarse y mantenerse incesantemente.
Lo perdimos todo de una vez con el pecado de
Adán, pero Dios no nos devuelve de una vez en el Bautismo toda la integridad
del don divino, sino que deja en nosotros, para que se convierta en fuente de méritos,
mediante las luchas que provoca, la concupiscencia, foco del pecado, que
propende a disminuir y a destruir la vida divina; de tal modo que nuestra
existencia entera debe perfeccionar lo que el Bautismo inaugura; mediante el
Bautismo, participamos del misterio y de la virtud de la muerte y de la vida
resucitada de Cristo. La «muerte para el pecado» se ha realizado; pero, a
causa de la concupiscencia que permanece, tenemos que mantener esa muerte con
nuestro continuo renunciar a Satanás, a sus inspiraciones y a sus obras y a las
solicitaciones del mundo y de la carne. En nosotros, la gracia es principio de
vida, pero es un germen que debe desarrollarse; el reino de Dios en nosotros es
comparado por Nuestro Señor mismo a una semilla, a un grano de mostaza que
llega a ser árbol frondoso. Así acontece con la vida divina en nosotros.
Ved cómo San Pablo nos expone esta verdad: «Por
el Bautismo habéis dejado el hombre viejo que desciende de Adán, junto con sus
obras de muerte, y os habéis revestido del hombre nuevo creado en la justicia y
la verdad -el alma regenerada en Jesucristo por el Espíritu Santo-, que se
renueva sin cesar a imagen de aquel que la creó» (Col 3, 9-10). Lo mismo
repite a sus amados fieles de Efeso: «Se os ha enseñado en la escuela de
Cristo a despojaros, teniendo en cuenta vuestra vida pasada, del hombre viejo
corrompido por las concupiscencias engañosas; a renovaros en lo más íntimo
del alma, y a revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en justicia y
santidad verdadera» (Ef 4, 20-24). En este mundo, pues, mientras realizamos
nuestra peregrinación terrena tenemos que proseguir esta doble operación de
muerte para el pecado y de vida por Dios: Ita et vos existimate.
En los planes amorosísimos de Dios, esta
muerte para el pecado es definitiva, y esta vida es, por su naturaleza,
inmortal; pero podemos, no obstante esto, perderla y recaer en la muerte por el
pecado. Nuestra obra, nuestro trabajo, deberá consistir, por tanto, en
preservar, conservar y desarrollar ese germen hasta tanto que lleguemos a la
plenitud de la edad de Cristo, en el último día. Toda la ascética cristiana
deriva de la gracia bautismal; se reduce a hacer brotar, libre de todo obstáculo,
el divino germen arrojado en el alma por la Iglesia en el día de la iniciación
de sus hijos.
La vida cristiana no es otra cosa sino el
desarrollo y desenvolvimiento progresivo y continuo, la aplicación práctica,
en el curso de toda nuestra existencia humana, del doble acto inicial verificado
en el Bautismo, del doble resultado sobrenatural de «muerte» y de «vida»
producido por este sacramento; en eso
consiste todo el programa del Cristianismo.
Del mismo modo también, no es otra cosa
nuestra bienaventuranza final que la liberación total y definitiva del pecado,
de la muerte y del padecimiento, y el florecimiento glorioso de la vida divina
depositada en nosotros al imprimirnos el carácter de bautizado. Como veis, son
la muerte y la vida misma de Cristo las que se reproducen en nuestras almas
desde el instante del Bautismo; pero la muerte es para la vida. ¡Oh, quién
comprendiera las palabras de San Pablo!: «vosotros los que estáis bautizados
os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27). No sólo revestido como una prenda
exterior, sino revestidos interiormente. [Esta verdad está significada por el
vestido blanco que revestían los neófitos al salir de la fuente bautismal;
ahora en el bautismo de los niños, el sacerdote, después de la ablución
regeneradora, coloca un velo blanco sobre el bautizado]. Estamos «injertados»
en El, sobre El, dice San Pablo, pues «El es la vid y nosotros los sarmientos»,
circulando en nosotros su savia divina (+Rm 11,61 ss.), para «transformarnos en
El» (2Cor 3,18).
[Véase una hermosa oración de la Iglesia que
contiene toda esa doctrina; nótese que se dice el sábado de Pentecostés, un
poco antes de la bendición solemne de la fuente bautismal y de la administración
del bautismo a los catecúmenos: «Dios todopoderoso y eterno, que has dado a
conocer a tu Iglesia por tu único Hijo, que eres el viñador celeste, que
cuidas con amor, con el fin de que produzcan más abundantes frutos, los
sarmientos que su unión a este mismo Cristo, verdadera vid, vuelve fecundos; no
permitan que invadan las espinas del pecado los corazones de tus fieles, a
quienes has hecho pasar por la fuente bautismal, cual viña trasplantada de
Egipto; protégelos por tu Espíritu de santificación a fin de que en ellos
abunden las riquezas de una incesante cosecha de buenas obras»].
Mediante la fe en Cristo, le recibimos en el
bautismo; su muerte es nuestra muerte para Satanás, para sus obras, para
el pecado; su vida se convierte en nuestra vida; ese acto inicial, que
nos hace hijos de Dios, nos ha hecho igualmente hermanos de Cristo, incorporados
a El, miembros de su Iglesia, animados de su Espíritu. Bautizados en Cristo,
hemos nacido, mediante la gracia, a la vida divina en Cristo. Por esta razón,
dice San Pablo, tenemos que caminar in novitate vitae. «Debemos
emprender un nuevo tenor de vida» (Rm 6,4). Caminemos, pues, no por la vía del
pecado, al que renunciamos, sino por el camino de la luz y de la fe, bajo la
acción del Espíritu divino, que nos permitirá producir con nuestras buenas
obras frutos copiosos de santidad.
Renovemos a
menudo la virtud de este sacramento de adopción y de iniciación, renovando las
promesas, a fin de que Cristo, engendrado en nuestras almas por la fe, crezca más
y mas en nosotros ad gloriam Patris. Es una práctica muy útil de
piedad. Mirad a San Pablo: en la Epístola a su discípulo Timoteo le suplica
que «resucite en su alma la gracia de su ordenación sacerdotal». Lo mismo
quiero deciros a vosotros respecto de la gracia que recibisteis en el Bautismo:
hacedla revivir, renovando los votos entonces formulados por el padrino que nos
representaba.
Cuando por la mañana, verbigracia, al
hallarse presente Nuestro Señor en nuestro corazón después de la comunión,
renovamos, con fe y amor, las disposiciones de arrepentimiento, de renuncia a
Satanás, al pecado, al mundo, para no adherirnos sino a Cristo y a su Iglesia,
entonces la gracia del Bautismo brota, por decirlo así, del fondo del alma, en
la que queda grabado indeleble el carácter de bautizado; y esta gracia produce,
por la virtud de Cristo, que habita en nosotros, con su Espíritu, como una
nueva muerte para el pecado; nuevos bríos para resistir al demonio; como un
nuevo infiujo de vida divina y un mayor estrechamiento de los lazos que nos
ligan a Jesucristo.
Así, «cada día, dice San Pablo, el hombre
terrestre, el hombre natural, se acerca más y más a la muerte; en cambio, el
hombre interior, que ha recibido la vida mediante el nacimiento sobrenatural del
Bautismo, y que ha sido recreado por segunda vez en la justicia de Cristo, el
hombre nuevo, se renueva de día en día» (2Cor 4,16).
Esta renovación, inaugurada en el Bautismo,
continúa durante toda nuestra existencia cristiana y permanece hasta que
hayamos alcanzado la perfección gloriosa de la eterna inmortálidad: «Las
cosas que se ven ahora son temporales, mas las que no se ven son eternas» (ib.
18). «En este mundo, continúa diciendo, está oculta esta vida en el fondo del
alma; se traduce ciertamente al exterior, por las obras, pero su principio
permanece oculto dentro de nosotros; solamente en el día final, al presentarse Cristo,
nuestra vida, apareceremos nosotros también en la gloria» (Col 3, 3-4).
En espera de este bendito día, en el que
brillará en todo su esplendor nuestra renovación interior, debemos dar gracias
a Dios a menudo por la adopción divina que nos concedió en el Bautismo, gracia
inicial de la que se derivan todas las demás.- Nuestra grandeza tiene su origen
en el Bautismo, que nos comunicó la vida divina; sin ella, la vida humana, por
muy brillante que sea al exterior, por muy fecunda que parezca, carece de valor
para la eternidad; el Bautismo es, en fin de cuentas, el que comunica a nuestra
vida el principio de su verdadera fecundidad.- Este reconocimiento debe
manifestarse por una fidelidad generosa y constante a las promesas bautismales,
tan penetrados hemos de estar del sentimiento de nuestra dignidad sobrenatural
de cristianos, que debemos esforzarnos por arrojar y rechazar firmemente
cuanto pudiera empañarla, y buscar, en cambio, con diligencia suma, lo que la
favorezca [Deus... da cunctis qui christiana professione censentur et illa
repuere quæ huic inimica sunt nomini, et ea auæ sunt apta sectari. Oración
del III domingo después de Pascua].
El primer sentimiento que ha de despertar en
nosotros la gracia bautismal es el de gratitud, el segundo el de alegría.- Nunca
deberíamos pensar en el Bautismo sin un sentimiento profundo de alegría
interior. El día del Bautismo nacimos, en principio, a la vida eterna; más aún,
poseemos una prenda de esa vida: la gracia santificante que nos fue comunicada
en el sacramento, y ya alistados en la familia de Dios, tenemos derecho a
participar de la herencia de su Unigénito Hijo. ¡Qué motivo de alegría tan
grande para un alma es pensar que, en el día venturoso del Bautismo, la cariñosa
mirada del Padre Eterno se posó con amor en ella, y la llamó -susurrando
dulcemente a su oído el nombre de hijo- a participar de las bendiciones de que
está Cristo henchido!
Por fin, y sobre todo, debemos fomentar en
nuestra alma una gran confianza, y en nuestra relación con el
Padre celestial debemos acordarnos que somos hijos suyos, por la participación
en la filiación de Jesucristo, nuestro hermano mayor. Dudar de nuestra adopción,
de los derechos a ella inherentes, es dudar del mismo Cristo. No olvidemos nunca
que en el día de nuestro Bautismo «nos revestimos de Cristo» (Gál 3,27), o
mejor dicho, nos incorporamos a El, y, por tanto, tenemos derecho a presentarnos
ante el Padre Eterno y decirle: «Yo soy tu primogénito»; a hablarle en nombre
de su Hijo, a solicitar de El con entera confianza cuanto podamos necesitar.
La Santísima Trinidad, al crearnos, lo hizo
«a imagen y semejanza suya», al conferirnos la adopción en el Bautismo,
imprime en nuestras almas los rasgos mismos de Cristo, y, debido a esto, al
vernos adornados de la gracia santificante, por la que nos asemejamos a su
divino Hijo, el Padre Eterno no puede menos de otorgarnos cuanto le pidamos,
fiando, no en nosotros mismos, sino apoyados en aquel en quien El puso todas sus
complacencias.
Tal es la gracia y el poder que nos confiere
el Bautismo: hacernos, mediante la adopción sobrenatural, hermanos de Cristo,
capaces con toda verdad de participar de su vida divina y herencia eterna: «Os
revestisteis de Cristo» (Gál 3,27).
¿Cuándo te darás cuenta, oh cristiano, de
tu grandeza y dignidad?... ¿Cuándo proclamarás con tus obras que eres de
estirpe divina?... ¿Cuándo vivirás como digno discípulo de Cristo?...