PRIMERA PARTE
Economía del plan divino
1
Plan
divino de nuestra predestinación adoptiva en Jesucristo
Importancia para la vida espiritual del
conocimiento del plan divino
Dios nos ha elegido en Cristo desde antes de
la creación del mundo, para que seamos santos e irreprensibles delante de El;
según el beneplácito de su voluntad, nos ha predestinado amorosamente para ser
hijos suyos adoptivos por Jesucristo, en alabanza de la magnificencia de su
gracia, por la cual nos ha hecho agradables a sus ojos, en su querido Hijo» (Ef
1,4-6).
En estos términos describe el plan divino
sobre nosotros San Pablo, que había sido arrebatado hasta el tercer cielo y fue
escogido entre todos por Dios para poner en «su verdadera luz» como él mismo
dice, «la economía del misterio escondido en Dios, desde la eternidad»; y
vemos al gran Apóstol trabajar sin descanso en dar a conocer este plan eterno,
establecido para realizar la santidad de nuestras almas. ¿Por qué se encaminan
todos los esfuerzos del Apóstol, como él mismo nos dice, «a poner bien de
manifiesto esta economía de los designios divinos»? (ib. 3,8-9).
Porque sólo Dios, autor de nuestra salvación
y fuente primera de nuestra santidad, podía darnos a conocer lo que de nosotros
desea, para hacernos llegar hasta El.
Entre las almas que buscan a Dios, hay quienes
no llegan a El sino con mucho trabajo.
Unas no tienen noción precisa de lo que es la
santidad; ignoran o dejan a un lado el plan trazado por la Sabiduría eterna,
hacen consistir la santidad en tal o cual concepción que ellas mismas se
forman, quieren dirigirse únicamente por su propio impulso, adhiérense a ideas
puramente humanas, elaboradas por ellas y que no sirven más que para
extraviarlas. Podrá ser que avancen, pero fuera de la verdadera vía por Dios
trazada: son víctimas de sus ilusiones, contra las cuales prevenía ya San
Pablo a los primeros cristianos (Col 2,8).
Otras tienen nociones claras sobre puntos
menudos de poca importancia, pero les falta la vista del conjunto; piérdense en
los detalles sin llegar a tener una visión sintética, sin poder salir nunca
del atolladero; su vida está llena de trabajos, y sometida a incesantes
dificultades; se fatigan sin entusiasmo, sin optimismo y con frecuencia con poco
fruto, porque esas almas atribuyen a sus actos una importancia mayor o les dan
un valor menor que el que deben tener en conjunto.
Es, pues, de extrema importancia correr «en
el camino, no a la ventura» (1Cor 9,26), como dice San Pablo, sino «de manera
que toquemos la meta» (9,24); conocer lo más perfectamente que podamos la idea
divina de la santidad, examinar con el mayor cuidado el plan trazado por Dios
mismo para hacernos llegar hasta El, y adaptarnos rigurosamente a ese plan. Sólo
de esta manera conseguiremos nuestra salvación y nuestra santidad.
En materia tan grave, en cuestión tan vital,
debemos mirar y pesar las cosas como Dios las mira y las pesa Dios juzga todas
las cosas con plena inteligencia, y su juicio es la norma última de toda
verdad. «No hay que juzgar las cosas según nuestro gusto, decía San Francisco
de Sales, sino según el de Dios: esto es capital. Si somos santos según
nuestra voluntad, nunca llegaremos a serlo de verdad; seámoslo según la
voluntad de Dios» (Carta a la presidenta Brulart, Sept. 1606: Obras,
Annecy XIII, 213). La Sabiduría divina sobrepasa infinitamente toda la sabiduría
humana; el pensamiento de Dios está dotado de fecundas energías que no posee
ningún pensamiento creado; por tanto, el plan establecido por Dios encierra una
sabiduría tal que nunca será frustrado por su insuficiencia intrínseca, sino
únicamente por culpa nuestra. Si dejamos a la «idea», divina entera libertad
para obrar en nosotros, si nos adaptamos a ella con amor y fidelidad, será
extraordinariamente fecunda y nos conducirá a la más sublime santidad
Contemplemos, pues, a la luz de la Revelación,
el plan de Dios sobre nosotros. Esta contemplación será para nuestras almas
una fuente de luz, de fuerza, de alegría.
Ante todo voy a daros una idea general del
plan divino; después, siguiendo las palabras de San Pablo citadas al principio
de esta conferencia, me ocuparé de los detalles.
1. Idea general de este plan: La santidad a
que Dios nos llama por la adopción sobrenatural es una participación en la
vida revelada por Jesucristo
La razón humana puede demostrar que existe un
ser supremo, causa primera de toda criatura, Providencia del mundo, remunerador
soberano, fin último de todas las cosas.- De este conocimiento racional y de
las relaciones que entre las criaturas y Dios nos descubre, se siguen para
nosotros ciertos deberes con respecto a El y con respecto a nuestro prójimo;
deberes que en conjunto constituyen la ley natural y en
cuya observancia se funda la religión natural.
Pero por muy poderosa que sea nuestra razón,
no ha podido descubrir con certeza nada de lo referente a la vida íntima del
Ser Supremo: la vida divina aparece infinitamente distante «en una soledad
impenetrable» (1Tim 6,16).
La Revelación ha venido en nuestra ayuda con
su esplendorosa luz.
Ella nos enseña que hay en Dios una
Paternidad inefable.- Dios es padre: he aquí el dogma fundamental que presupone
todos los otros, dogma magnífico, que llena de asombro a la razón, pero que
cautiva a la fe y colma de gozo a las almas santas. Dios es Padre.- Eternamente,
mucho antes que la luz creada brillase sobre el mundo, Dios engendró un Hijo, a
quien comunica su naturaleza, sus perfecciones, su beatitud, su vida: porque
engendrar es comunicar [por la donación de una naturaleza semejante] el ser y
la vida. «Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado» (Sal 2,7; Heb 1,5). «Antes
de la aurora de los tiempos, yo te he engendrado de mi seno» (Sal 109,3). La
vida, pues, está en Dios, vida comunicada por el Padre y recibida por el Hijo.-
Este Hijo, semejante en todo al Padre, llamado con toda propiedad «unigénito»
(Jn 1,18) es único, porque tiene [mejor, porque es] con el Padre una naturaleza
divina única e indivisible, y uno y otro, aunque distintos entre sí (a causa
de sus propiedades personales de ser Padre y de ser Hijo), están
unidos con un abrazo de amor poderoso y sustancial, del cual procede la tercera
persona, a quien la Revelación llama con un nombre misterioso: el Espíritu
Santo.
Tal es, en cuanto la fe puede conocerlo, el
secreto de la vida íntima de Dios; la plenitud y fecundidad de esa vida es la
fuente de la felicidad inconmensurable que posee la inefable sociedad de las
tres divinas Personas. Pero he aquí que Dios, no para acrecer su plenitud, sino
para enriquecer con ella a otros seres, va a extender, por decirlo así, su
paternidad.- Esa vida divina tan poderosa y abundante, que únicamente Dios
tiene el derecho de vivir, esa vida eterna, comunicada por el Padre al Hijo único
y por los dos a su común Espíritu, quiere Dios que sea participada también
por las criaturas, y por un exceso de amor que tiene su origen en la plenitud
del ser y del bien que es el mismo Dios, esa vida va a desbordarse del seno de
la divinidad para comunicarse y hacer felices, elevándolos sobre su naturaleza,
a los seres sacados de la nada. A esas puras criaturas, Dios les dará el dulce
nombre de hijos y hará que lo sean.- Por naturaleza, Dios no tiene más que un
Hijo; por amor, tendrá una muchedumbre innumerable: he ahí la gracia de la
adopción sobrenatural.
Este decreto de amor, realizado en Adán desde
la aurora de la creación, desbaratado después por el pecado de nuestro primer
padre, que arrastra en la desgracia a toda su descendencia, será restaurado por
una intervención maravillosa de justicia y de misericordia, de sabiduría y de
bondad; porque el Hijo único, que vive eternamente en el seno del Padre, se une
en el tiempo a una naturaleza humana, de una manera tan íntima, que esta
naturaleza, sin dejar de ser perfecta en sí misma, pertenece enteramente a la
persona divina a que está unida. La vida divina, comunicada plenamente a esta
Humanidad, la convierte en la Humanidad real del Hijo de Dios: tal es la obra
admirable de la Encarnación. De este Hombre que se llama Jesús, Cristo,
decimos con entera verdad que es el propio Hijo de Dios.
Pero este Hijo, que por naturaleza es «el único
del Padre eterno», no aparece en la tierra sino para llegar a ser el «primogénito
de todos los que le han de recibir» después de haber sido rescatados por El (+Rm
8,29). Unigénito del Padre en los esplendores eternos, Hijo único por derecho,
es constituido cabeza de una multitud de hermanos, a quienes por su obra
redentora comunicará la gracia de la vida divina.
De manera que la misma vida divina que emana
del Padre al Hijo y que pasa del Hijo a la humanidad de Jesús, circulará por
medio de Cristo en todos aquellos que la quieran aceptar, y los impulsará hasta
el seno beatificante del Padre donde Cristo nos ha precedido (+Jn 14,2; 20,17),
después de haber dado por nosotros en la tierra su sangre como precio de ese
don.
Toda la santidad consistirá, por tanto, en
recibir de Cristo y por Cristo la vida divina; El la posee en toda su plenitud,
y ha sido establecido como único mediador. Consistirá en conservar esa vida,
en aumentarla sin cesar, por una adhesión más perfecta, por una unión cada
vez más estrecha con aquel de quien procede.
La santidad es, pues, un misterio de la
vida divina, comunicada y recibida: comunicada, en Dios, del Padre al Hijo
por una «generación inenarrable» (Is 53,8) comunicada fuera de Dios por el
Hijo a la humanidad a que se unió personalmente en la Encarnación; transmitida
después por esta humanidad a las almas, y recibida por cada una de ellas «en
la medida de su predestinación particular» (Ef 4,7). De suerte que Cristo es
verdaderamente la vida del alma, porque es la fuente y el dispensador de esa
vida.
La comunicación se hará a los hombres en la
Iglesia, hasta el día fijado por los decretos eternos para la consumación de
la obra divina sobre la tierra. En ese día, el número de los hijos de Dios, de
los hermanos de Jesús estará ya completo; presentada por Cristo a su Padre
(1Cor 15,24-28), la muchedumbre incontable de los predestinados circundará el
trono de Dios para sacar de las fuentes vivas una felicidad sin mezcla y sin fin
para exaltar las magnificencias de la bondad y de la gloria de Dios. La unión
será eternamente consumada, y «Dios será todo en todos».
Tal es en sus líneas generales el plan
divino; tal es, en resumen, la curva descrita por la obra sobrenatural. Cuando
en la oración considera el alma esta magnificencia y las atenciones de que
gratuitamente es objeto por parte de Dios, siente necesidad de abismarse en la
adoración y de cantar, en alabanza del ser infinito que se inclina hacia ella
para darle el nombre de hija, un cántico de acción de gracias. «¡Qué
grandes son tus obras, oh Señor, qué profundos tus pensamientos!». «¡Oh,
Dios mío!, ¿quién es semejante a ti? ¡Has multiplicado tus maravillas y tus
amorosos designios en favor nuestro; nada hay que se te pueda comparar!» (Sal
91,6; ib. 39,6). «¡Oh Dios, tú me regocijas con tus hechos y salto de
gozo ante las obras de tus manos!» (ib. 91,5-6). «Por esto te cantaré
mientras viva, mientras tenga un hálito de vida te ensalzaré» (ib.
103-32). «¡Esté mi boca llena de alabanza a fin de que yo pregone tu gloria!»
(ib. 70,8).
2. Dios quiere hacernos partícipes de su
propia vida para hacernos santos y colmarnos de felicidad: en qué consiste la
«santidad» de Dios
Comencemos ahora la exposición en detalle,
tomando por guía el texto del Apóstol. Esta exposición tendrá inevitables
repeticiones, pero confío que vuestra caridad las disculpará a causa de la
elevación y de la importancia de las vitales cuestiones que nos ocupan. Sólo
prolongando un poco la contemplación, podemos vislumbrar bien la grandeza de
estos dogmas y su fecundidad para nuestras almas.
Como sabéis, en toda ciencia hay primeros
principios, puntos fundamentales, que hay que empezar por conocer, porque sobre
ellos reposan todas las explicaciones ulteriores y últimas conclusiones. Estos
elementos primeros necesitan ser tanto más profundizados y requieren tanta
mayor atención cuanto sus consecuencias son más vastas e importantes.- Es
verdad que nuestro espíritu está hecho de tal manera que se desanima fácilmente
ante el análisis o la meditación de las nociones fundamentales. Toda iniciación
en una ciencia, como las Matemáticas, en un arte, como la Música; en una
doctrina, como la de la vida interior, exige cierta atención, que nuestro espíritu
no siempre presta de buen grado. En su impaciencia natural, deseana llegar
inmediatamente a las ampliaciones para admirar el orden, y a las aplicaciones
para recoger y gustar los frutos; pero es de temer que si no profundiza
cuidadosamente los principios, falte la solidez en las conclusiones, por muy
brillantes que aparezcan, y con frecuencia sean inestables y aventuradas sus
aplicaciones.
Por eso, y aun a riesgo de repetirme, no dudo
en volver a tratar con vosotros sobre estas verdades fundamentales. ¿No opináis
acaso vosotros que solamente haciendo hincapié en el corazón del dogma,
podremos sacar de él la vida, la fecundidad y la alegría para nuestras almas?
Según el pensamiento de San Pablo, cuyas
palabras os he citado al comenzar, ese plan puede resumirse en pocas líneas: Dios
quiere comunicarnos su santidad: «Dios nos ha escogido para ser santos e
irreprensibles». -Esta santidad consiste en una vida de hijos adoptivos; vida
cuyo principio y carácter sobrenatural es la gracia: «Dios nos ha
predestinado a ser hijos de adopción». Finalmente y sobre todo, este misterio
inefable no se realiza sino «por Jesucristo».
Dios nos quiere santos; ésta es su voluntad
desde toda la eternidad: por eso nos ha elegido: «Nos ha elegido para que
seamos santos e inmaculados en su presencia» (Ef 1,4). «Dios quiere vuestra
santificación», continúa San Pablo (1Tes 4,3). Dios desea, con una voluntad
infinita, que seamos santos; lo quiere, porque El también es santo (Lev 11,44;
1Pe 1,16); porque ha cifrado en esta santificación la gloria que El espera de
nosotros (Jn 15,8) y el gozo con que desea saciarnos (ib. 16,22).
Pero, ¿qué es «ser santo»? -Nosotros somos
criaturas, nuestra santidad no existe más que por una participación de la de
Dios; debemos, pues, para comprenderla, remontarnos hasta Dios. Sólo El es
santo por esencia, o mejor, es la santidad misma.
La santidad es la perfección divina, objeto
de la contemplación eterna de los ángeles. Abrid el libro de las Escrituras y
comprobaréis que sólo dos veces se ha entreabierto el cielo ante dos grandes
profetas, el uno de la Antigua Alianza, y el otro de la Nueva: Isaías y San
Juan. Y ¿qué vieron?, ¿qué oyeron? Uno y otro vieron a Dios en su gloria;
uno y otro vieron a los espíritus celestiales alrededor de su trono; uno y otro
los oyeron cantar sin fin, no la belleza de Dios, ni su misericordia, ni su
justicia, ni su grandeza, sino su santidad: «Santo, Santo, Santo, es el Dios de
los ejércitos; llena está la tierra de su gloria» (Is 6,3; Ap 4,8).
Y bien: ¿en qué consiste esta santidad de
Dios?
En Dios todo es simple; en El sus perfecciones
son realmente idénticas a El mismo; además, la noción de santidad no se le
puede aplicar sino de una manera absolutamente trascendente y sin rebasar los límites
del lenguaje analógico; no tenemos término propio que exprese de modo adecuado
la realidad de esta perfección divina; sin embargo de ello, nos está permitido
emplear un lenguaje humano.
¿Qué es, pues, la santidad en Dios? -Según
nuestro modo de hablar, nos parece que se compone de un doble elemento: primero,
alejamiento infinito de todo cuanto es imperfección, de todo lo que es
criatura, de todo lo que no es el mismo Dios.
Esto no es más que un aspecto «negativo»;
hay otro elemento consistente en que Dios se adhiere, por un acto inmutable y
siempre actual de su voluntad, al bien infinito (que no es otro que El
mismo), hasta llegar a conformarse adecuadamente a todo lo que es ese mismo bien
infinito. Dios se conoce perfectamente; su omnisciencia le presenta su propia
esencia como la norma suprema de toda actividad; nada puede querer, hacer o
aprobar que no sea regulado por su sabiduría soberana y de acuerdo con la norma
última de todo bien, esto es, la esencia divina.
Esta adhesión inmutable, esta conformidad
suprema de la voluntad divina con la esencia infinita como norma última de
actividad, es perfectísima, porque en Dios la voluntad es realmente idéntica a
la esencia.
La santidad divina se confunde, pues, con el
amor perfectísimo y la fidelidad soberanamente inmutable con que Dios se ama de
una manera infinita.
Y como su sabiduría suprema muestra a Dios
que El es toda perfección, el único ser necesario, esto hace que Dios lo
refiera todo a sí mismo y a su propia gloria, y por esto los Libros Sagrados
nos hacen escuchar el cántico de los ángeles: «Santo, Santo, Santo... el
Cielo y la tierra están llenos de tu gloria». Que es como si dijesen: «¡Oh
Dios, tú eres el muy santo, tú eres la santidad misma, porque con una soberana
Sabiduría te glorificas digna y perfectísimamente».
De aquí que la santidad divina sirva de
fundamento primero, de ejemplar universal y de fuente única a toda santidad
creada.- Comprenderéis, efectivamente, que amándose de una manera necesaria,
con infinita perfección, Dios quiere, de una manera necesaria también, que
toda criatura exista para la manifestación de su gloria, y que sin sobrepasar
su categoría de criatura, no obre sino conforme a las relaciones de dependencia
y de fin que la Sabiduría eterna encuentra en la esencia divina. Por tanto,
cuanto mayor sea la dependencia de amor con respecto a Dios que haya en nosotros
y la conformidad de nuestra voluntad libre con nuestro fin primordial (que es la
manifestación de la gloria divina), más unidos estaremos a Dios, lo
cual no puede realizarse sino por el desprendimiento de todo lo que no es Dios,
cuanto más firmes y estables sean esa dependencia, esa conformidad, esa
adhesión, ese desprendimiento, más elevada será nuestra santidad.
[Santo Tomás (II-II, q.81, a.8) exige como
elemento de la santidad en nosotros la pureza (alejamiento de todo
pecado, de toda imperfección, desasimiento de todo lo creado) y la estabilidad
de la adhesión a Dios; a estos dos elementos corresponden en Dios la entera
perfección de su ser infinitamente trascendente y la inmutabilidad de su
voluntad en la adhesión a sí mismo].
3. La santidad en la Trinidad: plenitud de
la vida a que Dios nos destina
La razón humana puede llegar a determinar la
existencia de esta santidad del Ser Supremo, santidad que es un atributo, una
perfección de la naturaleza divina, considerada en sí misma; pero la Revelación
nos comunica a su vez nueva luz.
Debemos aquí dirigir con reverencia la mirada
de nuestra alma hacia el santuario de la Trinidad adorable, debemos escuchar lo
que Jesucristo ha querido -tanto para alimentar nuestra piedad como para
ejercitar nuestra fe- bien revelarnos por sí mismo, bien proponernos por medio
de su Iglesia, acerca de la vida íntima de Dios.
En Dios, como sabéis, podemos contemplar al
Padre al Hijo y al Espíritu Santo, tres personas distintas con una esencia o
naturaleza única. Inteligencia infinita, el Padre conoce perfectamente sus
perfecciones y expresa este conocimiento en una palabra única, el Verbo,
palabra viviente, sustancial, expresión adecuada de lo que es el Padre. Al
proferir esta palabra, el Padre engendra a su Hijo, a quien comunica toda su
esencia, su naturaleza, sus perfecciones, su vida: «Como el Padre tiene vida en
sí mismo, de igual modo ha concedido tener vida en sí mismo al Hijo» (Jn
5,26).
El Hijo es enteramente igual al Padre; está
entregado a El por una donación total, que arranca de su naturaleza de Hijo, y
de esta donación mutua de un solo y mutuo amor procede como de un principio único
el Espíritu Santo, que sella la unión del Padre y del Hijo, siendo su amor
viviente y sustancial. Esta comunicación mutua de las tres personas, esta
adherencia infinita y llena de amor de las personas divinas entre sí,
constituye seguramente una nueva revelación de la santidad en Dios, que es la
unión de Dios consigo mismo, en la unidad de su naturaleza y en la trinidad de
personas.
[Digamos para las almas que estén algo más
iniciadas en cuestiones teológicas, que cada una de las tres Personas es idéntica
a la esencia divina, y, por consiguiente, santa, con una santidad sustancial,
porque obra conforme a esa esencia considerada como norma suprema de vida y de
actividad.- Añadamos que las Personas son santas, porque cada una de ellas se
entrega y existe para las otras en un acto de adhesión infinita.- Finalmente,
la tercera persona se llama particularmeute santa, porque procede de las otras
dos por amor. El amor es el acto principal por el cual la voluntad propende a su
fin, y se uue a él; significa el acto más eminente de adhesión a la norma de
toda bondad, es decir. de santidad, y por esto el Espíritu, que en Dios procede
por amor, lleva el nombre de Santo por excelencia. He aquí el texto de
Santo Tomás qne nos expone esta hermosa y profunda doctrina: Cum bonum
amatum habeat rationem finis. ex fine autem motus voluntarius bonus vel malus,
redditur, necesse est quod amor quo ipsum bonum amatur, quod Deus est, eminentem
quandam obtineat bonitatem, quæ nomine sanctitatis exprimitur... Igitur
Spiritus quo nobis insinuatur amor quo Deus se amat, Spiritus Sanctus nominatur
(Opuscula Selecta). Por esto se ve que por la consideración de la Trinidad
de personas se llega a tener un conocimiento más profundo de la santidad
divina].
Dios encuentra en esta vida divina,
inefablemente una y fecunda, toda su felicidad esencial. Para existir, Dios sólo
tiene necesidad de sí mismo y de sus perfecciones; encuentra toda felicidad en
las perfecciones de su naturaleza y en la sociedad inefable de sus personas, y,
por tanto, no necesita de ninguna criatura; toda la gloria que brota de sus
perfecciones infinitas la refiere Dios a sí mismo, en sí mismo, en la augusta
Trinidad.
Dios ha decretado, como sabéis, hacernos
participes de esa vida íntima que es exclusivamente suya; quiere comunicarnos
esa beatitud sin límites que tiene sus fuentes en la plenitud del Ser infinito.
Por tanto -y éste es el primer punto de la exposición de San Pablo sobre el
plan divino-, nuestra santidad consistirá en adherirnos a Dios conocido y
amado, ya no simplemente como autor de la creación, sino como se
conoce y se ama a sí mismo, en la felicidad de su Trinidad; esto será
estar unidos a Dios hasta el punto de participar de su vida íntima.- Pronto
veremos por qué medios maravillosos realiza Dios este plan; detengámonos ahora
un instante a considerar la grandeza del don que nos ha hecho. Llegaremos a
formarnos una idea de ello si nos fijamos en lo que pasa en el orden natural.
Mirad el mineral: no vive, no tiene dentro de
sí el principio interior fuente de actividad; el mineral posee una participación
del ser con ciertas propiedades, pero su modo de existir es muy inferior.- Mirad
la planta: vive, se mueve armoniosamente de una manera constante y con leyes
fijas, hacia la perfección de su ser; pero esta vida está en el grado último,
porque la planta no posee conocimiento.- Aunque superior a la vida de la planta,
la del animal está limitada a la sensibilidad y a las necesidades del
instinto.- Con el hombre subimos ya a una esfera más elevada: la razón y la
voluntad libre caracterizan la vida propia del ser humano, pero el hombre es
también materia.- Encima de él está el ángel, espíritu puro, cuya vida señala
la cima en el dominio de la creación.- Infinitamente sobre todas estas vidas
creadas y participadas, existe la vida divina, vida increada, vida absolutamente
trascendente, plenamente autónoma e independiente, y superior a las fuerzas de
toda criatura; vida necesaria, subsistente en sí misma; inteligencia ilimitada,
Dios abarca, por un acto eterno de intelección, lo infinito y todos los seres
cuyo prototipo se encuentra en El, voluntad soberana, se une sin peligro de
desasirse nunca al bien supremo, que no es otro que El mismo, en esta vida
divina que se desenvuelve con toda plenitud, encuéntrase la fuente de toda
perfección y el principio de toda felicidad.
Esta vida divina es la que Dios nos quiere
comunicar, y el participar de ella constituye nuestra santidad, y como para
nosotros esta participación tiene grados diversos, cuanto más intensa sea,
mayor y más elevada será nuestra santidad.
No olvidemos que «Dios ha resuelto» darse a
nosotros únicamente por amor.- En Dios, lo único necesario son las inefables
comunicaciones de personas divinas entre sí [necesarias en cuanto que no
pueden no ser. +Santo Tomás, I, q.41, a.2, ad 5].
Esas
relaciones mutuas pertenecen a la esencia misma de Dios; en ellas consiste la
vida de Dios. Toda otra comunicación que Dios quiere hacer de sí mismo es
fruto de un amor soberanamente libre; pero como ese amor es divino, el don lo es
también. Dios ama divinamente: se entrega a sí mismo. Nosotros estamos
llamados a recibir en una medida inefable esa comunicación divina; Dios trata
de darse a nosotros, no solamente como belleza suprema, objeto de contemplación,
sino de unírsenos para no formar, en cuanto sea posible, más que una misma
cosa con nosotros. «¡Oh Padre, decía Jesucristo en la última cena, que mis
discípulos sean uno en nosotros como Tú y yo somos uno, a fin de que
encuentren en esta unión el goce sin fin de nuestra propia beatitud»; «para
que en ellos habite plenamente mi gozo» (Jn 17,11-13; +15,11).
4. Realización de este decreto por la
adopción divina mediante la gracia: carácter sobrenatural de la vida
espiritual
¿Cómo realiza Dios este designio magnífico,
por el cual quiere que tomemos parte en esta vida que excede las proporciones de
nuestra naturaleza, que supera sus derechos y sus energías propias, que no es
reclamada por ninguna de sus exigencias, sino que sin destruir esa naturaleza
viene a colmarla de una felicidad que el corazón humano es incapaz de
sospechar? ¿Cómo va Dios a hacernos «entrar en la sociedad inefable» (1Jn
1,3) de su vida divina para que seamos partícipes de su eterna beatitud? Adoptándonos
por hijos suyos. Por una voluntad infinitamente libre, pero llena de amor: «Según
el decreto de su voluntad» (Ef 1,5), Dios nos predestina a ser, no sólo
criaturas, sino también hijos suyos (Ef 1,5) para hacernos así «partícipes
de su naturaleza divina» (2Pe 1,4). Dios nos adopta por hijos. ¿Qué quiere
decir con esto San Pablo? ¿Qué es la adopción humana?
Es la admisión de un extraño en una familia.
Por la adopción, el extraño llega a ser miembro de la familia, toma su nombre,
recibe el título, con derecho a heredar los bienes. Pero para poder ser
adoptado, es preciso ser de la misma raza; para ser adoptado por un hombre es
preciso ser miembro de la raza humana.- Pues bien; nosotros, que no somos de la raza
de Dios, que somos pobres criaturas, que estamos por nuestra naturaleza más
lejos de Dios que el animal del hombre, que nos hallamos infinitamente distantes
de Dios: «Extraños y advenedizos» (Ef 2,19), ¿cómo podremos ser adoptados
por Dios?
He aquí el milagro de la sabiduría, del
poder y de la bondad de Dios. Dios nos da una participación misteriosa de su
naturaleza que llamamos «gracia»: «Para haceros partícipes de la naturaleza
divina» (2Pe 1,4). [San Pedro no dice que llegamos a ser participantes de la esencia
divina, sino de la naturaleza divina, es decir, de esa actividad que
constituye la vida de Dios, y que consiste en el conocimiento y el amor fecundo
y beatificante de las Personas divinas].
La gracia es una cualidad interior producida
por Dios en nosotros, inherente al alma, adorno del alma, que hace al alma
agradable a Dios, del mismo modo que, en el dominio de la naturaleza, la belleza
y la fuerza son cualidades del cuerpo, el genio y la ciencia del espíritu, el
valor y la lealtad del corazón. Según Santo Tomás, esa gracia es una «semejanza
participada de la naturaleza de Dios» [participata similitudo divinæ naturæ.
III, q.62, a.1. Por esto se dice en Teología que la gracia es deiforme,
para significar la semejanza divina que produce en nosotros]. La gracia nos hace
participantes de la naturaleza divina, de una manera que no podemos comprender
del todo; nos eleva a un estado que no nos correspondería por naturaleza, en
cierto modo llegamos a ser dioses. No nos hacemos iguales, sino semejantes a
Dios; por eso nuestro Señor decía a los judios: «¿Acaso no está escrito en
vuestros Libros Santos: Yo he dicho: Vosotros sois dioses?» (Jn 10,34).
Por tanto, nuestra participación en esta vida
divina se realiza por medio de la gracia, en virtud de la cual nuestra alma
recibe la capacidad de conocer a Dios como Dios se conoce, de amar a Dios como
Dios se ama, de gozar de Dios como Dios está henchido de su propia beatitud, y
de vivir así de la vida del mismo Dios.
Tal es el misterio inefable de la adopción
divina. Pero hay una profunda diferencia entre la adopción divina y la humana.
Esta no es más que exterior, ficticia, garantizada, sin duda, por un documento
legal, pero sin llegar hasta la naturaleza de aquel que es adoptado.- Dios, por
el contrario, al adoptarnos, al darnos la gracia, llega hasta el fondo de
nuestra naturaleza; sin cambiar lo que es esencial en el orden de esa
naturaleza, la levanta interiormente por su gracia hasta el punto que llégamos
a ser verdaderamentc hijos de Dios; este acto de adopción tiene tal eficacia,
que nos hace de una manera realísima, mediante la gracia, participantes de la
naturaleza divina, y porque la participación de la gracia divina constituye
nuestra santidad, esta gracia se llama santificante.
La consecuencia de ese decreto divino de
nuestra adopción, de esa predestinación tan llena de amor por la que Dios se
digna hacernos hijos suyos, es dar a nuestra santidad un carácter especial. ¿Qué
carácter es ése? Que nuestra santidad es sobrenatural.
La vida a que Dios nos eleva es, con respecto
a nosotros como con respecto a toda criatura, sobrenatural, es decir, que excede
las proporciones, los derechos y las exigencias de nuestra naturaleza. No hemos,
pues, de ser santos como simples criaturas humanas, sino como hijos de Dios,
por actos inspirados y animados por la gracia. La gracia llega a ser en
nosotros el principio de una vida divina. ¿Qué es vivir? -Vivir, para
nosotros, es movernos en virtud de un principio interior, fuente de acciones que
nos impulsan a la perfección de nuestro ser. En nuestra vida natural se
injerta, por decirlo así, otra vida cuyo principio es la gracia; la gracia
viene a ser en nosotros fuente de acciones y operaciones, que son sobrenaturales
y se encaminan a un fin divino: poseer a Dios algún día y gozar de El, como El
se conoce y goza en sus perfecciones.
Es este punto de capital importancia, y desearía
que nunca le perdieseis de vista. Dios podía haberse contentado con aceptar de
nosotros el homenaje de una religión natural; ésta hubiera sido la fuente de
una moralidad humana, natural también, de una unión con Dios conforme a
nuestra naturaleza de seres racionales, fundada en nuestras relaciones de
criaturas con el Creador y en nuestras relaciones con los semejantes.
Pero Dios no quiso limitarse a esta religión
natural. Nos hemos encontrado ciertamente con hombres que no están bautizados,
y que, sin embargo de ello, son rectos, leales, íntegros, equitativos, justos y
compasivos, pero allí no hay más que una honradez natural [hay que añadir,
además, que a causa de los malos instintos, secuela del pecado original, esta
honradez, puramente natural, raras veces es perfecta]. Sin rechazarla, todo lo
contrario, Dios no se contenta con ella. Porque ha decidido hacernos partícipes
de su vida infinita, de su propia beatitud -lo cual representa para nosotros un
destino sobrenatural- por el hecho de habernos otorgado su gracia, Dios quiere
que nuestra unión con El sea una unión, una santidad sobrenatural, que tenga a
esa gracia como origen y principio.
Fuera de este plan, no hay para nosotros más
que la perdición eterna. Dios es dueño de sus dones, y desde toda la eternidad
ha decretado que no llegaremos a ser santos delante de El sino viviendo
por la gracia como hijos de Dios. ¡Oh Padre Celestial, concédeme que
guarde mi alma la gracia que hace de mí un hijo tuyo! ¡Presérvame de todo el
mal que podría alejarme de ti!
5. El plan divino desbaratado por el
pecado, restablecido por la Encarnación
Como sabéis, Dios realizó su designio desde
la creación del primer hombre: Adán recibió para sí y para su descendencia
la gracia que hacía de él un hijo de Dios. Mas por culpa suya perdió, tanto
para sí como para su descendencia, ese don divino; después de su desobediencia
todos nacemos pecadores, despojados de esa gracia que nos haría hijos de Dios.
En vez de hijos de Dios somos hijos de ira (Ef 2,3), enemigos de
Dios, hijos condenados a su indignación: El pecado ha destruido todo el plan de
Dios.
Pero Dios, dice la Iglesia, se ha mostrado más
admirable en la restauración de sus designios que en la creación misma. «¡Oh
Dios, que de un modo maravilloso creaste la excelsa dignidad de la naturaleza
humana, y de forma aun más maravillosa la restauraste!» [Deus qui humanæ
substantiæ dignitatem mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti.
Ofertorio de la misa.].
¡Cómo!, ¿qué maravilla es ésta?
Este misterio es la Encarnación.
Dios va a restaurarlo todo por el Verbo
encarnado. Tal es el misterio escondido desde los siglos en la mente divina (Ef
3,9), que San Pablo viene a revelarnos: Cristo, HombreDios, será nuestro
mediador; El nos reconciliará con Dios y nos devolverá la gracia. Y como este
gran designio ha sido previsto desde toda la eternidad, tiene razón San Pablo
cuando nos habla de él como de un misterio siempre presente. Este es el último
rasgo con que el Apóstol acaba por darnos a conocer el plan divino.
Oigámosle con fe, porque tocamos aquí en el
corazón mismo de la obra divina.
El pensamiento divino es constituir a Cristo
jefe de todos los redimidos, «de todo lo que tiene un nombre en este mundo y en
el siglo venidero» (ib. 1,21), a fin de que por El, con El y en El
lleguemos todos a la unión con Dios y realicemos la santidad sobrenatural que
Dios exige de nosotros. No hay pensamiento más claro en todas las Epístolas de
San Pablo, ninguno de que esté más convencido, ni que trate de poner más de
relieve.- Leed todas sus Epístolas: veréis que sin cesar vuelve sobre él
hasta el punto de formar con él el fondo casi único de su doctrina. Ved: en el
pasaje de la Epístola a los Efesios que he citado al comenzar. ¿Qué nos dice?
-«Dios nos ha elegido en Cristo para que seamos santos, nos ha
predestinado a ser sus hijos adoptivos por Cristo... y nosotros
somos agradables a sus ojos en su querido Hijo». Dios ha resuelto
«restaurarlo todo en su Hijo Jesús» (Ef 1,10). O mejor, según el texto
griego, «ha resuelto colocar todas las cosas bajo Cristo, como bajo un jefe único».
Cristo está siempre en el primer plano de los pensamientos divinos.
¿Cómo se realiza esto?
El Verbo, cuya generación eterna adoramos «en
el seno del Padre», in sinu Patris, «se hizo carne» (Jn 1,14).
La Santísima Trinidad ha creado una humanidad semejante a la nuestra y desde el
primer instante de su creación la ha unido de una manera inefable e indisoluble
a la persona del Verbo del Hijo, de la segunda persona de la Trinidad beatísima.
Este Dios-Hombre es Jesucristo. Esta unión es tan estrecha, que no forma mas
que una sola persona la del Verbo. «Dios perfecto», por su naturaleza divina,
el Verbo se hace, por su encarnación, «hombre perfecto». Al hacerse hombre
continúa siendo Dios.- «Continuó siendo lo que era; asumiendo lo que no tenía»
[Quod fuit permansit, quod non erat assumpsit. Ant. del Oficio de la
Circuncisión]; -el hecho de haber tomado una naturaleza humana para unírsela,
no ha disminuido su divinidad.
En Jesucristo, Verbo encarnado, se han unido
las dos naturalezas sin mezcla, sin confusión; permanecen distintas, a pesar de
estar unidas en la unidad de la persona; y a causa del carácter personal de
esta unión, Cristo es propiamente Hijo de Dios. «Posee la vida de Dios». «Como
el Padre tiene vida en sí mismo, de igual modo ha dado al Hijo el poseer en sí
mismo la vida» (Jn 5,26). La misma vida divina que subsiste en Dios, es la que
llena la humanidad de Jesús. El Padre comunica su vida al Verbo, al Hijo, y el
Verbo la comunica a la humanidad, que ha unido a sí personalmente. De ahí que
al mirar a nuestro Señor, el Padre Eterno le reconoce «como su verdadero Hijo».
«Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado» (Sal 2,7; Heb 5,5).- Y por ser su
Hijo, porque esta humanidad es la humanidad de su Hijo, posee esta humanidad una
comunicación plena y perfecta de todas las perfecciones divinas. «El alma de
Cristo está henchida de todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría de
Dios» (Col 2,3). «En Cristo, dice San Pablo, habita corporalmente toda la
plenitud de la divinidad» (Col 2,9); la santa humanidad está «llena de gracia
y de verdad» (Jn 1,14).
El Verbo hecho carne es, pues, adorable lo
mismo en su humanidad que en su divinidad, porque debajo de esta humanidad se
encubre la vida divina.- «Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado, yo me postro
delante de ti, porque tú eres el Hijo de Dios, igual a tú Padre. Eres
verdaderamente el Hijo de Dios. Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero. Eres el Hijo muy amado del Padre, aquel en quien El tiene todas sus
complacencias. Yo te amo y te adoro» [venite, adoremus!].
Pero esta plenitud de la vida divina que
habita en Jesucristo, debe derramarse hasta nosotros y llegar a todo el género
humano, y ésta es una revelación admirable que nos llena de gozo.
La filiación divina que pertenece a Cristo
por naturaleza y que le convierte en «el Hijo propio y único de Dios» debe
extenderse hasta nosotros por la gracia, de manera que «Jesucristo, en el
pensamiento del Padre, no es sino el primogénito de una multitud de hermanos»
que son hijos de Dios por la gracia como El lo es por naturaleza. «Nos
predestinó para que seamos conformes a la imagen de su Hijo, para que El llegue
a ser el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29).
Nos hallamos ahora en el punto central del
plan divino: La adopción divina la recibimos de Jesucristo y por Jesucristo.
«Dios ha enviado a su Hijo al mundo, para darnos su adopción» (Gál 4,5).
La gracia de Cristo, Hijo de Dios, se nos comunica a fin de que sea en nosotros
el principio de la adopción. Y todos nosotros debemos recurrir a la plenitud de
la vida divina y de la gracia de Jesucristo. San Pablo después de haber dicho
que la plenitud de la divinidad habita corporalmente en Cristo, añade a modo de
consecuencia: «En El lo tenéis todo plenamente, porque El es vuestro jefe»
(Col 2,10; Ef 4,15). Y San Juan, después de habernos mostrado al Verbo hecho
carne, lleno de gracia y de verdad, añade: «Todos nosotros hemos recibido de
su plenitud» (Jn 1,16).
Así, no solamente nos «ha elegido el Padre
en Cristo» desde la eternidad: Elegit nos in ipso -notad el término: in
ipso: nos ha elegido «en Cristo»; todo lo que hay fuera de Cristo
no existe, por decirlo así, en el pensamiento divino-; sino que hasta la gracia
misma, instrumento de la adopción a que estamos destinados, la recibimos por
Jesucristo. «Dios nos ha predestinado para ser adoptados como hijos por medio
de Jesucristo» (Ef 1,5). «Somos hijos como Jesús: El por naturaleza,
nosotros por gracia; El, Hijo propio y natural; nosotros, adoptivos» (ML 68,
701). Por medio de Jesucristo entramos en la familia de Dios; de El y por
El nos viene la gracia y con ella la vida divina: «Yo soy la vida... vine para
que tengan la vida y muy copiosa» (Jn 10,10).
Tal es la fuente misma de nuestra santidad.
Como todo Jesucristo puede resumirse en la filiación divina, así todo
el cristiano se resume en la participación, por Jesucristo y en Jesucristo, de
esta filiación. Nuestra santidad no es otra cosa; cuanto más participemos de
la vida divina por la comunicación que Jesucristo nos hace de su gracia, cuya
plenitud posee El perpetuamente, más elevado será el grado de nuestra
santidad. Cristo no es sólo santo en sí mismo, es nuestra santidad.
Toda la santidad que Dios ha destinado a las almas ha sido depositada en la
humanidad de Cristo, y de esta fuente debemos nosotros beberla.
«¡Oh Cristo Jesús!», cantamos nosotros con
la Iglesia en el Gloria de la Misa: «Oh Cristo Jesús. Tú solo eres santo»
[Tu solus sanctus, Iesu Christe]. Tú solo eres santo, porque
posees la plenitud de la vida divina; Tú solo eres santo, porque sólo de Ti
puede venir nuestra santidad. «Tú, como dice tu gran Apóstol, has llegado a
ser nuestra justicia, nuestra sabiduría, nuestra redención
y nuestra santidad» (1Cor 1,30). En Ti lo hallamos todo, al recibirte a
Ti lo recibimos todo, porque cuando tu Padre, que es nuestro Padre, «te dio a
nosotros, como Tú mismo lo has dicho (Jn 20,17), nos lo dio todo». «¿Cómo
juntamente con El no iba a darnos todas las demás cosas?» (Rm 8,32). Todas las
riquezas, toda la fecundidad sobrenatural de que está lleno el mundo de las
almas nos vienen únicamente de ti. «En Cristo tenemos la redención... según
las riquezas de su gracia, que copiosamente nos ha comunicado (Ef 1,8). Por
tanto, para Ti sea toda alabanza, oh Cristo, y que por Ti toda alabanza suba
hasta tu Padre, por el «don inenarrable» que nos ha hecho dándote a nosotros.
6. Universalidad de la adopción divina:
amor inefable que manifiesta
Todos debemos participar de la santidad de
Jesucristo. No excluye a nadie de la vida que trajo al mundo y por la cual nos
hace hijos de Dios. «Por todos ha muerto Cristo» (2Cor 5,15); por El las
puertas de la vida eterna han sido abiertas a todo el género humano; El es el
primogénito, como dice el Apóstol, pero es primogénito de «una muchedumbre
de hermanos» (Rm 8,29). El Padre Eterno quiere que Cristo, su Hijo, sea
constituido jefe de un reino, del reino de sus hijos. El plan divino quedaría
incompleto si Cristo permaneciese solo, aislado. «Para gloria suya y para
gloria del Padre» (Ef 1,6). Cristo debe ser jefe de una multitud
innumerable que es como su «complemento» (pleroma), y sin
el cual, en cierto modo, no sería perfecto.
San Pablo lo dice clarísimamente en su Epístola
a los Efesios, en la que traza el plan divino: «Dios ha hecho a Cristo sentarse
a su derecha en los cielos, por encima de todo principado, de toda autoridad, de
todo poder, de toda dignidad y de todo nombre que se puede nombrar no sólo en
el siglo presente, sino también en el siglo venidero. Todo lo ha puesto bajo
sus pies y le ha dado por jefe supremo a la Iglesia, que es su cuerpo» (ib.
1,20-23). Esta asamblea, esta Iglesia es la que Jesucristo ha rescatado, según
la palabra del mismo Apóstol, para que aparezca en el último día «sin mancha
ni lunar, toda santa e inmaculada» (ib. 5,27). Esta Iglesia, este reino,
empieza a formarse aquí abajo; éntrase en ella por el Bautismo, y mientras
estamos en la tierra, vivimos en su seno por la gracia, en la fe, la esperanza y
la caridad; pero llegará un día en que contemplemos su cabal perfeccionamiento
en los cielos, entonces se realizará el reino de la gloria, en la claridad de
la visión; el goce de la posesión y la unión sin fin.
Ved por qué decía San Pablo: «la gracia de
Dios es la vida eterna, traída al mundo por Cristo» (Rm 6,23).
Aquí está el gran misterio de los
pensamientos divinos. ¡Oh, asi conocieses el don de Dios»! Don inefable en sí
mismo e inefable sobre todo en su fuente, que es el amor. Dios quiere
hacernos participar, como a hijos suyos, de su propia beatitud, precisamente
porque nos ama: «Para que se nos considere como hijos de Dios y para que lo
seamos en realidad» (1Jn 3,1). Sólo un amor infinito puede otorgarnos un don
semejante, porque, como dice San León: «Es don que supera a todos los dones el
que Dios llame al hombre hijo suyo y el hombre llame a Dios su padre» [Omnia
dona excedit hoc donum ut Deus hominem vocet filium et homo Deum nominet Patrem.
Serm. VI de Nativ.]. Cada uno de nosotros puede decirse con toda verdad: «Dios
me ha creado y me ha llamado por el Bautismo a la adopción divina, por un acto
particular de su amor y su benevolencia, porque en su plenitud y en su opulencia
divina, Dios no tiene necesidad de criatura alguna: «Nos ha engendrado libérrimamente
por un acto de su voluntad» (Sant 1,18). Dios «me ha escogido», por un acto
especial de dilección y de complacencia, para ser elevado infinitamente por
encima de mi condición natural, para gozar por siempre jamás de su propia
beatitud, para realizar uno de sus pensamientos divinos, para ser una voz en el
concierto de los elegidos, para ser uno de esos hermanos que son semejantes a
Jesús y participan sin fin de su celestial herencia.
Este amor se manifiesta con un fulgor especial
en el modo como se realiza el plan divino, en «Cristo Jesús».
«Dios ha manifestado su amor hacia nosotros
enviando a su Hijo único al mundo para que vivamos por El» (1Jn 4,9). Sí;
«Dios nos ama hasta tal punto, que para mostrarnos ese amor, nos ha dado a su
propio Hijo» (Jn 3,16). Nos ha dado a su Hijo para que su Hijo sea
nuestro hermano y nosotros seamos un día sus coherederos, tomando parte en las
riquezas de su gracia y de su gloria (Ef 2,7).
Tal es, en su majestuosa profundidad, en su
sencillez misericordiosa, el plan de Dios sobre nosotros. Dios quiere nuestra
santidad, la quiere porque nos ama infinitamente, y nosotros debemos quererla
con El. Dios quiere santificarnos, haciéndonos participar de su misma vida y
para ello nos adopta como hijos suyos y herederos de su gloria infinita y de su
bienaventuranza eterna. La gracia es el principio de esta santidad, sobrenatural
en su fuente, en sus actos, en sus frutos. «Pero Dios no nos eleva a esa adopción
sino por su Hijo Jesucristo», sólo en El y por El quiere unirse a nosotros, y
que nosotros nos unamos a El: «Nadie llega al Padre si no es por mediación mía»
(Jn 14,6). Cristo es el camino, el camino único para llevarnos a Dios;
«sin El nada podemos hacer» (ib. 15,5). «No hay para nuestra santidad
otro fundamento que el que Dios ha querido establecer, es decir, la unión con
Cristo» (1Cor 3,11).
Así, Dios comunica la plenitud de su vida
divina a la humanidad de Cristo y por ella a todas las almas «en la medida de
su predestinación en Cristo Jesús» (Ef 4,7).
Comprendamos que no podemos ser santos sino en
la medida en que la vida de Jesucristo se halle en nosotros. Esta es la única
santidad que Dios nos pide, no hay otra -y no llegaremos a ser santos sino en
Jesucristo- de lo contrario, nunca lo sercmos. La creación no contiene en sí
misma ni un átomo de esta santidad- toda ella deriva de Dios por un acto
soberanamente libre de su voluntad omnipotente, y por esto es sobrenatural.
San Pablo nos hace notar más de una vez lo
gratuito del don divino de la adopción, la eternidad del amor inefable que ha
resuelto hacernos participar de este don, y el medio admirable de su realización
por la gracia de Jesucristo: «Acuérdate, escribe a su discípulo Timoteo, que
Dios nos ha escogido con vocación santa, no por nuestras obras, sino por mera
benevolencia, y conforme a la gracia que antes de todos los siglos nos ha sido
dada en Jesucristo» (2Tim 1,9). «Habéis sido salvados y santificados de
pura gracia, escribía a los fieles de Efeso, y no por vuestras propias
fuerzas, a fin de que nadie pueda gloriarse en sí mismo» (Ef 2,8-9).
7. Fin primordial del plan de Dios: la
gloria de Jesucristo y de su Padre en la unidad del Espiritu Santo
[El Concilio Vaticano I definió que Dios sacó
libremente a la criatura de la nada, por un acto de su bondad y de su
omnipotencia al mismo tiempo, no para aumentar su bienaventuranza, ni para poner
el sello a su perfección, sino para manifestar esa perfección por medio de los
bienes de que colma a sus criaturas (Const. Dogm. De Fide Catholica). En
el canon 4, el Concilio anatematiza «al que niegue que el mundo ha sido creado
para la gloria de Dios».- De estos textos se desprende que Dios ha creado el
mundo para su gloria, que esta gloria consiste en la manifestación de sus
perfecciones, por los dones que derrama sobre sus criaturas, que el motivo que
le determina libremente a glorificarse de este modo es su bondad (o formaliter,
el amor de su bondad). Dios une, por tanto, la felicidad de la criatura a su
gloria: glorificar a Dios es nuestra bienaventuranza. «Los dones de Dios, dice
Dom L. Janssens, no tienen otra fuente ni otro fin que la bondad suprema, cuya
expresión más compendiada es su gloria». Pues bien; el don por excelencia,
del que emanan para nosotros todos los demás, es el de la unión hipostática
en Cristo: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum unigenitum daret... quomodo
cum illo non omnia nobis donavit? (Jn 3,16; Rm 8,32)].
Toda la gloria, en efecto, debe encaminarse a
Dios. Esta gloria es el fin fundamental de la obra divina. Pablo nos lo muestra
al terminar con estas palabras su exposición del plan de la Providencia: «En
alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).
Si Dios nos adopta por hijos suyos, si realiza
esta adopción por la gracia, cuya plenitud está en su Hijo Jesús, si quiere
que tomemos parte en la felicidad de la herencia eterna de Cristo, es únicamente
con miras a la exaltación de su gloria.
Fijaos con qué insistencia, al exponernos el
plan divino en las palabras que cité al principio, se detiene San Pablo en ese
punto: «Dios nos ha elegido... para exaltación de la gloria de su gracia» (Ef
1,6) [hay que notar en el texto griego el empleo de la preposición eis,
que indica el fin que se persigue de una manera activa], y más abajo vuelve dos
veces a la misma idea. «Dios nos ha predestinado para que sirvamos de alabanza
a su gloria» (Ef 1,12 y 14) [+Fil 1,11: «Sed puros e irreprochables hasta el día
en que Cristo aparezca, llenos de los frutos de la justicia que El os ha
acarreado por su gracia para gloria y alabanza de Dios»]. La primera frase del
Apóstol es sobremanera expresiva: no dice «para que se celebre su gracia»,
sino «para que se celebre la gloria de su gracia», lo cual quiere decir que
esta gracia será rodeada del esplendor que acompaña siempre a los vencedores.
¿Por qué habla así San Pablo? -Es que, para
darnos la adopción divina, Cristo ha tenido que triunfar de los obstáculos
creados por el pecado; pero estos obstáculos no han servido más que para hacer
resaltar a los ojos del mundo las maravillas divinas en la obra de nuestra
restauración sobrenatural [mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti.
Ordinario de la Misa]. Cada uno de los elegidos es fruto de la sangre de Jesús
y de las operaciones admirables de su gracia y todos los elegidos juntos son
otros tantos trofeos adquiridos por esa sangre divina; de aquí que constituyan
una gloriosa alabanza de Cristo y de su Padre (Ef 1,12 y 14).
Os decía, al comenzar, que la perfección
divina, particularmente cantada por los ángeles, es la santidad: Sanctus,
Sanctus, Sanctus.- Mas ¿cuál es el clamor de alabanza que en el cielo se
eleva de entre el coro de los elegidos? ¿Cuál es el cántico incesante de esta
muchedumbre inmensa que constituye el reino cuya cabeza es Cristo «¡Oh,
Cordero inmolado, Tú nos has rescatado, Tú nos has devuelto los derechos a la
herencia y has hecho que podamos tomar parte en ella; a Ti y a Aquel que está
sobre el trono sentado, la alabanza, el honor, la gloria y el poder!» (Ap 5,9 y
14). Este es el cántico de alabanza que resuena en el cielo para exaltar los
triunfos de la gracia de Jesús (Ef 1,6).
Unirnos desde ahora aquí abajo a este cántico
de los elegidos es entrar en los pensamientos eternos. Mirad a San Pablo: al
escribir esta admirable epístola a los Efesios, se encuentra entre cadenas,
pero en el momento en que se dispone a revelar el misterio oculto desde los
siglos, de tal manera se halla deslumbrado por la grandeza de ese misterio de la
adopción divina en Jesucristo, hasta tal punto le fascinan las «riquezas
insondables» que tenemos en Jesús que, a pesar de sus privaciones, no puede
menos de lanzar desde el principio de su carta un grito de alabanza y de acción
de gracias: «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido en Cristo con toda suerte de bendiciones espirituales!» (Ef 1,3).- Sí,
bendito sea el Padre Eterno, que nos ha llamado a sí desde toda la eternidad
para hacernos sus hijos y darnos el derecho a participar en su propia vida y en
su propia bienaventuranza; que para realizar sus designios nos ha dado en
Jesucristo todos los bienes, todas las riquezas, todos los tesoros, de suerte
que «en El nada nos falta» (1Cor 1,7)
He aquí el plan divino:
El ejercicio de toda nuestra santificación
consiste en comprender cada vez mejor, a la luz de la fe, esta idea íntima de
Dios [Sacramentum absconditum], en entrar en el pensamiento divino, y
realizar en nosotros las miras eternas del Creador.
El, que quiere salvarnos y hacernos santos, ha
trazado el plan con una sabiduría que corre parejas con su bondad; ajustémonos
a ese pensamiento divino, que quiere que cifremos la santidad en nuestra
conformidad con Jesucristo. Fuera de esa conformidad, repetimos una vez más, no
hay otra santidad ni otro camino para alcanzarla; y ya que ser «agradable a
Dios» constituye todo el fundamento de la santidad, no podemos ser agradables
al Padre Eterno si no reconoce en nosotros los rasgos de su divino Hijo. Y para
ello es menester que de tal suerte nos identifiquemos con Cristo, por la gracia
y las virtudes, que el Padre celestial, al mirar nuestras almas, nos reconozca
como sus verdaderos hijos. y pueda depositar en nosotros sus complacencias, como
lo hacía al contemplar a Jesucristo en la tierra. Cristo es su Hijo muy amado y
en El llegaremos nosotros a vernos henchidos de todas las bendiciones que nos
conducirán a la plenitud de nuestra adopción en la celestial bienaventuranza.
¡Qué hermoso es repetir ahora, a la luz de
esas verdades tan sublimes y consoladoras, la oración que Jesús, el Hijo muy
amado del Padre, puso en nuestros labios, y que, viniendo de El, es la oración
por excelencia del hijo de Dios: «¡Oh Padre Santo, que estás en los cielos,
nosotros somos tus hijos, puesto que quieres llamarte nuestro Padre; sea tu
nombre santificado, honrado y glorificado, y tus perfecciones alabadas y
ensalzadas más y más en la tierra; reproduzcamos en nosotros mismos, por
nuestras obras, el esplendor de tu gracia; ensancha, pues, tu reino; acreciéntese
sin cesar ese reino, que es también el de tú Hijo, puesto que Tú le has
constituido jefe de él; sea verdaderamente tu Hijo el rey de nuestras almas;
que manifestemos esta realeza en nosotros mismos por el cumplimiento perfecto de
tu voluntad; como El, «procuremos sin cesar unirnos a Ti realizando siempre tu
voluntad» (Jn 8,29) tu pensamiento eterno sobre nosotros, a fin de hacernos
semejantes en todas las cosas a tu Hijo Jesús, y ser por El dignos Hijos de tu
amor!