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JOSE MARIA IRABURU

Causas de la escasez de vocaciones

 

Indice

(La numeración de este Indice hace referencia a las páginas de la edición impresa)

 

 

Introducción

Las «vocaciones», 3. Las vocaciones en la Iglesia universal, 3. Escasez de vocaciones en la Europa descritianizada, 4. Riqueza y descristianización, 4. ¿Cómo ha podido suceder? 4. ¿Conviene hacerse estas preguntas? 5. Causas y culpables, 6. Heterodoxia y heteropraxis, causas principales, 6. Las circunstancias psico-sociales, 7. Respuestas eclesiales insuficientes, 8.

1. Las vocaciones en los últimos 50 años

Campo de la encuesta, 10. Promedios por naciones: 1944, 1963, 1993, 10. Promedios totales de Europa, 11. Sacerdotes, 12. Se-minaristas, 12. Ovejas sin pastor, 12.

2. Fe y doctrina

Falsificaciones y silencios, 14. Numerosas desviaciones heréticas, 14. Efectos en catequesis y misiones, 15. Efectos en las vocaciones, 15. -1. El demonio, 16. -2. Salvación o condenación, 17. -3. La secularización, 20. Los sabios necios y los ignorantes sabios, 22. La primacía de los teólogos sobre los pastores, 24. «Las herejías se agolpan»... y acaban con las vocaciones, 25. Los países ricos descristianizados, escándalo para los países pobres, 27.

3. Espiritualidad y disciplina

Falsificaciones de la moral, 29. -1. El precepto dominical, 29. -2. El sacramento de la penitencia, 33. -3. La castidad y el celibato, 34. -4. La obediencia, 35. Han sido sólo unos ejemplos, 36. Seguir a Cristo: amor y oración, 36.

4. Los caminos de perfección

El mundo, 38. Descristianización y mundanización, 38. La renuncia de los religiosos al mundo, 39. Caminos de perfección más o menos perfectos, 40. Rectificación de algunos criterios falsos, 41. La perfección del camino sacerdotal, 43. Mundanización-secularización y escasez de vocaciones, 44.

5. La pastoral vocacional

Prefieren seguir en sus ideas que tener vocaciones, 45. Pérdida del instinto de conservación, 46. Ignorancia de las causas e impotencia sobre sus efectos, 47. No se puede tener todo a la vez, 47. Por sus frutos los conoceréis, 48. Trabajar en la suscitación de vocaciones: con profundidad, 49; con toda esperanza, 50; con mucha y humilde oración, 51. La adulación de la juventud, 53. Conversión del pecado y aumento de vocaciones, 54. La Nueva Evangelización, 55. El Cristo del Apocalipsis llama a conversión a las Iglesias, 55.

 

Introducción

Las «vocaciones»

Todos los cristianos han recibido de Dios no sólamente la vocación cristiana genérica, sino también una vocación específica, que ha de configurar su vida. Sin embargo, cuando hablamos sin más de «las vocaciones», entendiendo éstas por antonomasia, solemos referirnos a las vocaciones sacerdotales y religiosas. Éstas no siguen la vocación general primera -«creced y multiplicáos [familia] y dominad la tierra [trabajo]» (Gén 1,28)-, sino que nacen de un impulso particular de la gracia, es decir, de una especial llamada de Dios: «Tú, déjalo todo, ven y sígueme».

Pues bien, en este sentido más característico hablaré de «las vocaciones», y concretamente de las causas de su escasez. Y al decir «las Iglesias», me referiré a las Iglesias locales, las diócesis o Iglesias particulares.

Las vocaciones en la Iglesia universal

La Iglesia Católica está hoy formada por 976 millones de fieles. De ellos, en cifras redondas, 30 % viven en Europa, 50 % en América, 10 % en Africa, 10 % en Asia, y 0'6 % en Oceanía.

Pues bien, un estudio reciente muestra que entre 1970 y 1994 el número de las vocaciones sacerdotales aumenta en el conjunto de la Iglesia, y disminuye en Europa, Norteamérica y Canadá: los seminaristas mayores pasaron en ese período de 72.991 a 105.075. Adviértase que estas cifras no son evaluadas en relación al crecimiento de la población y de los católicos en ese tiempo -dato importante-; pero señalan, en todo caso, un aumento decisivo de las vocaciones en Africa (1970: 3.470 seminaristas; 1994: 17.125) y en América Hispana (1970: 5.041; 1994: 17.808). (L’Osservatore Romano, 22-VII-1996, según los datos del Annuario Pontificio).

Estos informes, y otros referentes, por ejemplo, a la evolución de la práctica sacramental en el pueblo cristiano, hacen pensar que la Iglesia Católica va disminuyendo mucho en los países ricos, de antigua filiación cristiana, al mismo tiempo que crece notablemente en los países pobres, que fueron evangelizados por aquéllos.

Escasez de vocaciones en la Europa descristianizada

En este escrito vamos a examinar la situación de las vocaciones en Europa, en ese 30 % de la Iglesia universal. Sin embargo, no pocas de las consideraciones que se irán haciendo valen para otras Iglesias de condiciones semejantes. Y en todo caso, al menos como aviso, sirven, creo yo, para todas.

En la Redemptoris missio (1990), al señalar Juan Pablo II, entre otros graves fenómenos negativos, «la descristianización de países cristianos, la disminución de las vocaciones al apostolado» (36), sugiere una conexión objetiva entre ambos males. En efecto, como veremos a lo largo de diversos análisis, hay un nexo indudable entre la escasez de vocaciones y la apostasía, al menos práctica, de gran parte de esos pueblos ricos descristianizados.

Riqueza y descristianización

Alguno podrá decir «a más riqueza, menos vocaciones». Y es cierto que esa relación es verdadera, pero no siempre es necesaria y suficiente. Que es verdadera lo vemos en el mismo Evangelio, en la escena del joven rico, llamado por el Señor para que lo dejase todo y se fuese con él: «se puso triste [y no le siguió], porque era muy rico» (Lc 18,23). Eso que sucedió en una persona, estaría sucediendo ahora en muchos pueblos ricos de antigua filiación cristiana. De hecho, es un dato indiscutible que la espectacular curva ascendente de las riquezas coincide, en los mismos pueblos y tiempos, con la impresionante curva descendente de las vocaciones. ¿Pero es bastante esta consideración para explicar la gravísima escasez de vocaciones en las Iglesias de los países ricos? No, pues la historia de la Iglesia ha conocido pueblos ricos con abundancia de vocaciones apostólicas.

También podría decirse que «la escasez de las vocaciones no es sino un reflejo de la descristianización del pueblo». Y hay en esto no poco de verdad, es cierto; sin embargo, no se ve proporción entre el grado de descristianización del pueblo y el grado, mucho más acentuado, de escasez de vocaciones... Parece, pues, que, con ésas, tiene que haber otras causas.

¿Cómo ha podido suceder?

¿Cómo las Iglesias que hasta hace unos decenios enviaban a todo el mundo sacerdotes y religiosos misioneros apenas tienen hoy vocaciones para atender las propias necesidades pastorales más apremiantes? ¿Por qué, cómo ha sucedido esto?... El problema es de tal magnitud que debe condicionar hoy todos los planteamientos doctrinales y prácticos de estas Iglesias.

No puede remediarse un mal si no se conocen bien las causas de donde procede. ¿Cómo es posible que en tantas Iglesias, y durante decenios, se haya producido una carencia de vocaciones tan generalizada y persistente que llega a comprometer la misma perduración de las Iglesias locales afectadas?...

Hay muchas Iglesias en Europa que, en los últimos treinta años, han visto reducirse en un 40 % el número de los cristianos practicantes, y en un 65 % el de vocaciones. Y enotras Iglesias de situación semejante a las de Europa ha sucedido más o menos lo mismo.

En los Estados Unidos, por ejemplo, las religiosas se han reducido a la mitad en unos veinticinco años: han pasado de 181.000 (1966) a 92.000 (1993), al mismo tiempo que el número de católicos aumentaba. En Francia, entre 1966 y 1991, abandonaron el ministerio unos 6.000 sacerdotes diocesanos y religiosos, aunque otros cálculos hablan de 8.000. Todo eso significa cierre de parroquias y conventos, abandono de escuelas, colegios y obras apostólicas, supresión de centros asistenciales, renuncia forzosa a las misiones... Pues bien, ¿exigir un análisis profundo del modelo de vida religiosa y sacerdotal que en esos años ha ido prevaleciendo allí, con tan tremendos resultados, será un catastrofismo temerario e involucionista?

Si en treinta años se han secularizado unos 80.000 sacerdotes, la gran mayoría de ellos en Occidente, ¿será superfluo que la Iglesia trate de detectar las actitudes doctrinales y prácticas -sobre la figura del sacerdote, la visión del mundo moderno, la actitud ante la Tradición y el Magisterio, etc.- que, habiendo prevalecido durante estos años en Occidente, parecen ser la única explicación posible de tan gran tragedia? ¿La honesta investigación de las causas habrá de ser calificada de pesimismo morboso y de lamentable actitud masoquista? ¿O es que no se trata de una gran tragedia, dirá alguno, sino de una crisis pasajera sin mayor importancia? Y además, después de todo, «que la Iglesia crezca o disminuya en el mundo no es cosa que tenga mayor importancia. Lo importante es que esté sana y fuerte»... ¿Pero es posible que una Iglesia sana y fuerte esté en progresiva disminución, tanto en el número de fieles como en el de vocaciones?...

¿Conviene hacerse estas preguntas?

La escasez de vocaciones es un fenómeno eclesial muy grave y negativo. Y no podrá enfrentarse adecuadamente si no se conocen suficientemente sus causas. Sin embargo, de hecho, la búsqueda de las causas de la escasez de vocaciones es un tema tabú. Son muchos los que parecen decididos a eludirlo, como si pensaran: «Bastante preocupados estamos con la escasez misma de las vocaciones, y con sus graves consecuencias pastorales, como para que además hubiéramos de ponernos ahora a investigar sus causas. Ya no nos faltaba más que eso».

Esta actitud, convendrá reconocerlo, es suicida. ¿Por qué esta gravísima cuestión no se plantea de frente, buscando hasta las causas últimas, a veces las más decisivas y las más ocultas? ¿Es que tenemos miedo a conocer la verdadera explicación de la escasez de vocaciones?... Es duro suponer ese miedo. En este o en cualquier otro tema ¿desde cuándo el conocimiento de la verdad es temible para «la Iglesia del Dios vivo, que es columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,9)?

El cardenal Pío Laghi, presentando el «Congreso sobre las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada», que se celebrará en Roma, en mayo de 1997, dice: «Un análisis de la situación anual en Europa demuestra una crisis de vocaciones persistente. Las causas de este triste fenómeno son múltiples, y tenemos que afrontarlas con vigor, especialmente aquellas cuyo origen se puede encontrar en una aridez espiritual o en un comportamiento de disentimiento corrosivo».

Causas y culpables

Convendrá decirlo abiertamente. Buscar las causas de la ausencia de vocaciones es una empresa extraordinariamente delicada, estando vivos aún en las Iglesias aquéllos que en los últimos decenios -profesores de teología, formadores de seminarios y noviciados, pastores y superiores mayores y menores- han dado las principales orientaciones en materias doctrinales y prácticas. El problema es real: ¿cómo distinguir las causas de los causantes? ¿Cómo evitar que la investigación de las causas de la escasez de vocaciones venga a convertirse en una inquisición de los culpables principales de la misma?

El peligro es verdadero, sin duda, y habrá que hacer todo lo posible para no caer en él. No busquemos culpables. «¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno?» (Rom 14,4). ¿Quién estará en condiciones de tirar sobre los presuntos culpables «la primera piedra» (Jn 8,7)?. Por lo demás, la comunión de los santos implica profundas conexiones de méritos y de culpas. A veces, en un cuerpo humano, la cabeza no discurre bien o no actúa porque el corazón no le envía suficiente sangre, o porque brazos o piernas están paralizados. Y eso mismo pasa a veces en el cuerpo de las Iglesias. No nos juzguemos, pues, los unos a los otros, que el que ha de juzgarnos es sólamente el Señor (1Cor 4,3-4). Y más nos vale que así sea.

No busquemos culpables; pero busquemos las causas. Por otra parte, ofenderíamos a esos hombres principales de Iglesia con sólo suponer que quizá están más interesados por su propio prestigio que por el bien del pueblo cristiano; es decir, que «aman más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Jn 12,43). Y en todo caso, no investigar las causas de graves fenómenos negativos de las Iglesias por temor a ofender presuntas susceptibilidades personales sería una caridad falsa, sólo aparente.

Las Iglesias necesitan urgentemente conocer y reconocer las causas de la ausencia de vocaciones apostólicas, para poner a ese grave mal los remedios necesarios. No es posible demorar por más tiempo el análisis profundo de las causas de un mal que va generando cada vez mayores males.

Heterodoxia y heteropraxis, causas principales

El brusco y persistente fenómeno de la escasez de vocaciones en ciertas Iglesias locales ha de tener como causa principal la acción de algunos errores doctrinales y prácticos, no suficientemente neutralizados. No se puede explicar en otra clave lo que en ellas está sucediendo.

Ésta es la tesis de André Manaranche, S.J., en su libro Querer y formar sacerdotes (Desclée de Brouwer, Bilbao 1996; ed. francesa, Fayard 1994). Explica en clave doctrinal las causas de la escasez de vocaciones al sacerdocio presbiteral.

Sabemos, en efecto, que «el justo vive de la fe», y que «la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 1,17; 10,17). Por tanto, cualquier infidelidad a la palabra de Cristo en la predicación, produce graves deficiencias en la fe del pueblo, y consecuentemente en su vida. Y ha de ser la causa principal de la escasez de vocaciones. Pienso que ésta es la interpretación más cierta, sobre todo cuando el fenómeno aludido se produce en Iglesias antes abundantes en vocaciones.

Si en una Iglesia el número de los cristianos practicantes se reduce en pocos años a la mitad y las vocaciones apostólicas casi desaparecen totalmente ¿cuál es la bomba atómica, en el orden espiritual de las ideas, que ha podido producir ese desastre? ¿Cómo sin una brusca difusión de graves errores, podría explicarse por otras claves un fenómeno eclesial semejante? ¿Qué puede haber en la Iglesia de Cristo, fuera del error, capaz de causar tantos males en tan poco tiempo?...

Sin una generalización de graves falsificaciones de la fe católica, no puede explicarse una esterilidad de tal grado en el florecimiento normal de las vocaciones apostólicas. En otras épocas y lugares se han producido crisis de gran decadencia moral, que sin embargo no han sido suficientes para cortar el flujo de las vocaciones, porque, a pesar de todo, no se quebrantaba la fe. Es principalmente la falsificación o el silencio de grandes verdades de la fe lo que produce la disminución acelerada de la práctica religiosa y la desaparición de las vocaciones.

Las circunstancias psico-sociales

Algunos quizá estimen simplista atribuir la causa principal de la escasez de vocaciones a la falta de fidelidad doctrinal y espiritual, pues ese diagnóstico ignoraría otras muchas causas de orden psico-sociológico, actualmente vigentes, que son determinantes en el tema que nos ocupa: el descenso de la natalidad, el paso demográfico del campo a la ciudad, la diversificación de alternativas para una entrega altruista, y tantas otras.

Desde luego, no es fácil ignorarlas, entre otras cosas porque a ellas suele atribuirse, una y otra vez, la escasez de vocaciones. No hace falta, pues, abundar en ellas, pues ya se dice bastante.

Hay que creer, sin embargo, que las causas principales de la ausencia de vocaciones pertenecen al orden de la fe y de la vida espiritual, como he dicho; y que esas circunstancias -más que «causas»- psico-sociales en forma alguna son determinantes. Y pueden darse dos razones de esto:

1. «La intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva» a toda circunstancia personal o social, enseña Juan Pablo II, y esa «primacía absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en la palabra de Jesús: "no me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros" (Jn 15,16)» (exh. ap. Pastores dabo vobis 36; 1992). La acción sobrenatural de la gracia es más fuerte que todas las circunstancias naturales.

Eso explica que una relativa abundancia de vocaciones se dé hoy en Iglesias que viven en las mismas circunstancias que otras muchas que no las tienen. Y de hecho, en la historia, ha habido vocaciones en Iglesias que vivían en pueblos ricos o pobres, cultos o ignorantes, oprimidos o libres, en paz o en guerra.

2. Las circunstancias negativas para las vocaciones proceden normalmente de graves deficiencias doctrinales o morales -si no exclusivamente, sí principalmente, como la extrema reducción de la natalidad-. No son, pues, meras circunstancias psico-sociales neutras.

En este sentido señala Juan Pablo II que «no sólo los bienes materiales pueden cerrar el corazón humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino de Dios, sino también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difíciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensión» (Pastores 37).

Respuestas eclesiales insuficientes

Ciertas respuestas eclesiales a la escasez de vocaciones, aunque son verdaderas, son insuficientes: «Hoy estamos en la diócesis la mitad del número de sacerdotes que había hace treinta años, y en diez años habrá la mitad que ahora. Hemos de tener valor, hecho de confianza en Dios, para mirar la realidad como es. Y como hemos de prever que sea. Por otra parte, hemos de poner nuestro empeño actual en que las situaciones nuevas que se avecinan tengan también efectos positivos. Los laicos, concretamente, han de asumir unas nuevas responsabilidades y funciones, que han de suscitar su crecimiento espiritual y apostólico. Y la Iglesia será más reducida, pero más intensa y auténtica, menos apoyada en estructuras socio-religiosas ambientales».

En esos planteamientos hay, sin duda, verdad y esperanza. Pero son incompletos. Faltan grandes verdades y esperanzas, o quedan éstas insuficientemente afirmadas. ¿Y si la disminución de la Iglesia, en fieles y en vocaciones, es un proceso que continúa indefinidamente en la misma dirección, al no ser localizadas y neutralizadas las causas que lo están produciendo? El número de pastores, en diez años, será la mitad que hoy. ¿Y si en veinte es la mitad de la mitad, y en treinta la mitad de la mitad?... Por otra parte, ¿a menos sacerdotes, laicos más preparados y responsables? ¿A menos pastores, un rebaño más unido? ¿Vamos por ese camino sólamente a un cambio en «el modelo» de esas Iglesias, o nos dirigimos -sin miedos ni alarmas: «todo está bajo control»- hacia su casi-extinción?

Y sobre todo, ¿hemos de considerar en las Iglesias esos procesos históricos como «irreversibles», como «imparables»? Así pensaba de la ruina de Occidente y de su propio crecimiento el difunto marxismo, siguiendo claves mentales hegelianas. Pero ¿y cómo se explica que, en circunstancias a veces semejantes, unas Iglesias decrecen mientras otras Iglesias crecen, ciertas Iglesias y asociaciones suscitan vocaciones y otras no?...

Hace falta enfrentar con más verdad y una mejor esperanza los problemas de esas Iglesias que van disminuyendo en número de fieles y de vocaciones. Los cristianos sabemos y creemos que la historia de las Iglesias está siempre abierta a la conversión, es decir, a grandes cambios de orientación y práctica, y que, bajo la guía de la Providencia divina, todos los procesos decadentes pueden ser invertidos, pues todo es posible para la gracia de Dios y la libertad de los hombres.

Los creyentes no aceptamos que la ruina progresiva del Templo eclesial se considere un proceso previsible e inevitable: cada vez menos piedras vivas trabadas entre sí sobre la Roca, y más piedras muertas, formando un montón ruinoso siempre en crecimiento. Nosotros pretendemos reedificar el Templo de Dios, queremos que se acreciente y sea cada vez más grande y hermoso. No pocas Iglesias han superado situaciones muy negativas y, saneadas de los errores y abusos que en ellas había, en pocos años las ha levantado Dios de situaciones que parecían irremediables. También nosotros, con una esperanza histórica firmísima, queremos procurar la revitalización de las Iglesias hoy languidecientes. Y queremos que recuperen así su normal fecundidad en vocaciones apostólicas.

No nos resignamos a Iglesias casi sin sacerdotes, en las que agentes pastorales laicos se encarguen prácticamente de todo: catequesis, enfermos, pobres, matrimonios, gobierno pastoral de la comunidad, etc., y en las que los pocos sacerdotes que haya corran de aquí para allá «diciendo misas», lo único que los laicos no pueden hacer. Eso implica una gravísima desfiguración de las Iglesias y del mismo ministerio sacerdotal. Es una situación excepcional, que habrá que superar cuanto antes, y que no debe llegar a considerarse ordinaria.

Las comunidades cristianas sin sacerdote se ven privadas de un signo vivo fundamental de Cristo mismo. En efecto, les falta el pastor, que conoce a sus ovejas y es conocido por ellas (Jn 10,14); están privadas de aquel que, «proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados, y sobre todo celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad»; más aún: «hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos» (Sínodo 1971: I,4).

No nos resignamos a Iglesias casi sin religiosos, pues éstos, fieles a su carisma específico, son también para todos los cristianos un testimonio elocuente del Evangelio, más aún, una manifestación preciosa del mismo Cristo.

Como dice el Vaticano II, «el estado constituído por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece de manera indiscutible a su vida y santidad» (LG 44d). La extrema escasez o la desaparición de los religiosos podría llegar a verse como algo normal, como si ellos fueran en la Iglesia un fruto precioso, aunque no estrictamente necesario. Pero eso es falso. La vida de los consejos evangélicos forma parte del misterio de la Iglesia, y es «un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (43a).

«Queremos sacerdotes y religiosos» para las comunidades cristianas. Queremos, pues, que se reconozcan y supriman las causas que están produciendo la actual escasez de vocaciones apostólicas en las Iglesias, y que se recupere en éstas la salud doctrinal y disciplinar que hace posibles y numerosas las vocaciones. Nosotros lo queremos. Y nos atrevemos a quererlo porque estamos convencidos de que lo quiere Dios.

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Las vocaciones en los últimos 50 años

Antes de nada, comencemos por conocer la realidad de la situación. Estudiaremos, concretamente, la evolución de las vocaciones sacerdotales y religiosas en la Europa occidental de los últimos cincuenta años.

Campo de la encuesta

-Años de la encuesta. El estudio que sigue considera los datos que el Annuario Pontificio ofrece de los años 1944, 1963 y 1993. Es hacia 1944 cuando el Annuario comienza a publicar datos estadísticos sobre cada una de las diócesis. Y esas tres fechas nos permiten conocer la situación de los últimos cincuenta años: los veinte anteriores al Concilio Vaticano II (1963-65), y los treinta posteriores.

-Diócesis de la encuesta. No pudiendo hacer un estudio de todas las diócesis europeas, que son muchas, se han elegido sesenta y seis, correspondientes a trece países de Europa, en forma completamente aleatoria. Sólo ha sido consciente la elección de las diócesis de España. Y no se ha querido considerar la situación vocacional de la Europa oriental porque en esos decenios estaba muy distorsionada por la dictadura comunista.

Promedios por naciones:

1944, 1963, 1993

Alemania

(Colonia, Hildesheim, Mainz, Munich, Münster, Osnabruck, Paderborn, Passau)

Católicos

por sacerdote dioc.: 1.085, 1.348, 1.622;

por seminarista: 25.753, 7.397, 12.668;

por sacerdote relig.: 7.039, 7.169, 5.890;

por religiosa: 277, 362, 650.

Austria

(Graz, Linz, Salzburgo, Viena)

Católicos

por sacerdote dioc.: 1.329, 2.360, 2.225;

por seminarista: 13.965, 11.069, 19.056;

por sacerdote relig.: 2.863, 2.787, 3.850;

por religiosa: 390, 417, 810.

Bélgica

(Brujas, Bruselas, Gante, Lieja)

Católicos

por sacerdote dioc.: 857, 836, 1.311;

por seminarista: 3.912, 7.868, 34.572;

por sacerdote relig.: 2.417, 1.739, 3.002;

por religiosa: 164, 178, 406.

Escocia

(Aberdeen, Dundee, Edimburgo, Glasgow)

Católicos

por sacerdote dioc.: 727, 737, 967;

por seminarista: 4.743, 5.266, 9.346;

por sacerdote relig.: 2.959, 2.600, 2.465;

por religiosa: 452, 478, 646.

España

(Barcelona, Burgos, Gerona, León, Madrid, Pamplona, Toledo, Zaragoza)

Católicos

por sacerdote dioc.: 1.106, 1.333, 1.822;

por seminarista: 11.162, 4.395, 27.400;

por sacerdote relig.: 3.363, 3.190, 3.728;

por religiosa: 454, 514, 394.

Francia

(Agen, Bayona, Bayeux, Beauvais, Dijon, Metz)

Católicos

por sacerdote dioc.: 825, 937, 1.954;

por seminarista: 4.214, 7.704, 31.724;

por sacerdote relig.: 7.236, 9.332, 6.629;

por religiosa: 368, 437, 934.

Holanda

(Breda, Haarlem, Rotterdam, Utrecht)

Católicos

por sacerdote dioc.: 1.022, 1.161, 2.891;

por seminarista: 4.689, 6.422, 34.866;

por sacerdote relig.: 2.049, 1.383, 2.225;

por religiosa: 122, 165, 478.

Inglaterra

(Birmingham, Brentwood, Leeds, Liverpool)

Católicos

por sacerdote dioc.: 644, 908, 1.414;

por seminarista: 5.002, 4.613, 10.303;

por sacerdote relig.: 1.808, 2.410, 4.118;

por religiosa: 182, 290, 590.

Irlanda

(Armagh, Cashel, Clifton, Clogher)

Católicos

por sacerdote dioc.: 707, 680, 932;

por seminarista: 4.176, 4.021, 6.189;

por sacerdote relig.: 2.324, 1.794, 2.167;

por religiosa: 249, 186, 410.

Italia

(Adria, Fermo, Ferrara, Lucca, Padua, Palermo, Parma, Treviso)

Católicos

por sacerdote dioc.: 1.206, 1.237, 1.611;

por seminarista: 5.296, 5.597, 27.878;

por sacerdote relig.: 4.464, 2.792, 3.916;

por religiosa: 414, 308, 518.

Polonia

(Kielce, Lomza, Lublin, Varsovia)

Católicos

por sacerd. dioc.: 2.510, 2.332, 1.920;

por seminarista: 53.006, 9.252, 5.448;

por sacerd. relig.: 42.825, 24.556, 11.551;

por religiosa: 2.804, 1.886, 1.609.

Portugal

(Braga, Coimbra, Faro, Lisboa)

Católicos

por sacerd. dioc.: 2.857, 3.082, 3.751;

por seminarista: 10.648, 8.580, 36.488;

por sacerd. relig.: 30.508, 49.110, 13.320;

por religiosa: 4.875, 2.714, 1.756.

Suiza

(Basilea, Lausana, Lugano, Zurich)

Católicos

por sacerdote dioc.: 573, 698, 1.427;

por seminarista: 3.589, 5.977, 19.330;

por sacerdote relig.: 1.791, 2.585, 2.600;

por religiosa: 646, 912, 383.

Promedios totales de Europa:

1944, 1963, 1993

Entre unos y otros países europeos, como hemos podido comprobar, hay diferencias bastante considerables. En todo caso, éstas son las cifras medias que corresponden al conjunto de los trece países europeos estudiados:

Número de católicos en Europa

por sacerd. dioc.: 1.188 - 1.358 - 1.834.

por seminarista: 11.550 - 6.782 - 21.174.

por sacerd. relig.: 8.588 - 8.573 - 5.035.

por religiosa: 881 - 681 - 737.

Para no alargarme, limitaré aquí mis observaciones a las variaciones del número de sacerdotes y seminaristas, pues éstos, normalmente, permanecen estables en sus diócesis de origen. El análisis de las cifras correspondientes a religiosos y religiosas es mucho más complejo, pues los religiosos se trasladan frecuentemente no sólo de una a otra diócesis, sino también de un país a otro, y regresan muchas veces a su tierra de origen en la jubilación o la enfermedad.

Sacerdotes

El número de sacerdotes diocesanos se ha reducido en un 31 % en los últimos treinta años; y en un 41 % en cincuenta años.

La disminución ha sido bastante mayor en algunos países (Francia 52 % y 68%; Holanda 60 % y 65 %; Suiza 51 % y 60 %). La reducción numérica en España viene a ser la de la media europea (27 % y 39 %).

Cabe prever que en Europa el número de sacerdotes seculares en activo se reducirá a la mitad en los próximos quince años, si consideramos la alta media de edad actual del clero diocesano, y el fuerte descenso del número de seminaristas en los últimos treinta años.

Por lo que a España se refiere, concretamente, en un estudio elaborado sobre los años 1966-1987 por la Oficina de Estadística y Sociología de la Iglesia, bajo la dirección de Francisco Azcona, se dice: «Con una previsión moderada se puede afirmar que de aquí [1989] a 15 años, más de la mitad del clero se hallará en edad de jubilación» (Informe acerca del estudio demográfico sobre el clero, presentado a la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, noviembre 1989).

Son cifras, sólamente frías cifras, pero significativas de grandes males. Significan, entre otras cosas, que en los tres últimos decenios un tercio de los fuegos de Eucaristía que ardían en Europa se han apagado, y que en quince años más se apagará la mitad de los que hoy arden aún...

Con un ejemplo aproximado. Supongamos un cristiano europeo medio, que vive 70 años, entre 1940 y 2010. Si al nacer había en su diócesis 700 sacerdotes, a los 25 años de su edad (1965) había 600, y cuando haya de ser asistido para su muerte (2010) habrá sólo 200. En sus setenta años de vida, este católico habrá visto reducirse el número de pastores a menos de un tercio del que había cuando nació.

Seminaristas

El número de seminaristas, en los últimos treinta años, se ha reducido en un 44 %; y en un 64 % en cincuenta años.

El vaciamiento de los Seminarios se hace especialmente grave, por este orden, en Holanda, Portugal, Bélgica, Francia, España e Italia.

Ovejas sin pastor

Antes de estudiar las causas de la escasez de las vocaciones, conviene que apuntemos siquiera brevemente qué significan los efectos que tal escasez trae consigo en la realidad.

-Significan que casi ninguno de los bautizados está dispuesto a dejarlo todo para seguir a Cristo, dedicando así su vida a procurar en el mundo la gloria de Dios y la salvación temporal y eterna de los hombres.

-Significan, pues, que el verdadero amor a Dios y a los hombres está muy débil en las Iglesias sin vocaciones. Hacen pensar en aquel duro reproche de San Pablo: «todos buscan sus propios intereses y no los de Jesucristo» (Flp 2,21). La ausencia de vocaciones, denota, pues, una profunda descristianización.

-Significa que la Eucaristía, la actualización de la pasión y resurrección de Cristo, el sacrificio universal de salvación, que se ofrece en favor de los fieles y de todos los hombres, va celebrándose cada vez menos veces y en menos lugares.

-Significa que la identidad misma de la Iglesia local se va poniendo en juego. En efecto, «faltando la presencia y la acción del ministerio [sacerdotal], la Iglesia no puede estar plenamente segura de su fidelidad y de su visible continuidad» (Sínodo sobre el sacerdocio 1971: I,4).

La Iglesia es un rebaño, es una casa. Ahora bien, ¿un rebaño en su mayor parte disperso hasta qué punto es un rebaño? Una casa, en la que la mayor parte de las piedras están caídas y desprendidas ¿en qué medida puede decirse que es una casa?

-Una ausencia grave de vocaciones pastorales significa, en fin, una profunda y extensa acción del Demonio, en aquella forma, sobre todo, que le es más propia: la difusión de errores y falsificaciones del cristianismo verdadero, bíblico y tradicional. Él conoce bien la Escritura sagrada, y para algunas cuestiones la tiene muy en cuenta: «heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31).

En realidad, cuando se habla de la ausencia de vocaciones, se está hablando de Iglesias en situaciones gravemente anómalas. Examinemos, pues, cuidadosamente algunas de las verdades de la fe y de la vida moral que, falsificadas por el Padre de la Mentira, acaban con las vocaciones sacerdotales y religiosas. Y amenazan también la vida del mismo pueblo cristiano.

 

2

Fe y doctrina

Falsificaciones y silencios

La difusión de los grandes errores sobre la fe y la moral viene producida no sólamente por falsificaciones de ciertas verdades, sino casi tanto o quizá más por los silenciamientos de las mismas. Un silencio largamente persistente sobre una verdad católica equivale muchas veces a una negación. «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). No es posible que un cristiano sacerdote, catequista o educador crea en una verdad importante de la fe, y nada diga de ella en su ministerio durante años. La luz que no se pone en lo alto, para que alumbre a los de la casa, sino que se oculta en un cajón, viene a ser normalmente una luz apagada (+Mt 5,15).

Por otra parte, dada la íntima unidad que armoniza entre sí todas las verdades de la fe, no puede falsificarse o silenciarse-negarse una, sin que todas las otras se vean profundamente afectadas.

Numerosas desviaciones heréticas

En el año 1984, el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación de la Fe, describe en su libro Informe sobre la fe (BAC pop., Madrid 1985), expresándose a título personal, el panorama sombrío que no pocas Iglesias de Occidente ofrecen con frecuencia. Y en los años siguientes a esa fecha no se han producido cambios decisivos en la situación.

Según Ratzinger, «gran parte de la teología» católica olvida que su trabajo es ante todo un servicio eclesial, y de ahí «se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que poco tiene que ver con las bases de la tradición común... con grave daño para el desconcertado pueblo de Dios... En esta visión subjetiva de la teología, el dogma es considerado con frecuencia como una jaula intolerable, un atentado a la libertad del investigador» (79-80).

«Después del Concilio se produce una situación teológica nueva: se forma la opinión de que la tradición teológica existente hasta entonces no resulta ya aceptable, y que, por tanto, es necesario buscar, a partir de la Escritura y de los signos de los tiempos, orientaciones teológicas y espirituales totalmente nuevas... La crítica de la tradición por parte de la exégesis moderna, especialmente de Rudolf Bultmann y de su escuela, se convierte en una instancia teológica inconmovible» (196).

De las premisas anteriores se sigue, pues, un «confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a la puertas de la auténtica fe católica» (114). Por eso, la descripción de todos y cada uno de los errores ampliamente difundidos en el pueblo cristiano resulta aquí una tarea imposible, por supuesto. En todo caso, señala el Cardenal, entre otros errores, el optimismo rousseauniano o teilhardiano en la visión del hombre, que quita todo sentido al dogma del pecado original (87-89, 160-161), el arrianismo actual en cristología, que acentúa la humanidad de Jesús, silenciando su divinidad o no afirmándola suficientemente (85), el «colapso» de la teología sobre la Virgen María (113), la errónea visión del misterio de la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158), la deformación de la redención, del misterio de la salvación, cuyo significado viene a reducirse a «caminar simplemente hacia el porvenir como necesaria evolución hacia lo mejor» (89), etc.

Efectos en catequesis y misiones

Los efectos de estas frecuentes confusiones y desviaciones teológicas han de ser muy graves.

-Catequesis. «Puesto que la teología ya no parece capaz de transmitir un modelo común de la fe, también la catequesis se halla expuesta a la desintegración, a experimentos que cambian continuamente. Algunos catecismos y muchos catequistas ya no enseñan la fe católica en la armonía de su conjunto», sino algunos aspectos del cristianismo que consideran «más cercanos a la sensibilidad contemporánea» (80). Ello produce «el resultado que comprobamos: la disgregación del sensus fidei en las nuevas generaciones» (81).

-Misiones. Habiendo «disminuído el carácter esencial del bautismo, se ha llegado a poner un énfasis excesivo en los valores de las religiones no cristianas, que algún teólogo llega a presentar no como vías extraordinarias de salvación, sino incluso como caminos ordinarios... Tales hipótesis obviamente han frenado en muchas la tensión misionera» (220; +152-154).

Así las cosas, «los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad» (35). Juan Pablo II certifica el mismo dato: «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado» (Redemptoris missio 3).

Efectos en las vocaciones

¿Es extraño que el árbol de una Iglesia local, regado unas veces con agua y otras con ácidos corrosivos, deje casi de dar el fruto de las vocaciones sacerdotales y religiosas? ¿Hay que considerar la ausencia de estas vocaciones como un misterio negativo sorprendente, acerca del cual no se sabe bien cómo actuar, pues no se conocen bien sus causas o se estima que no es posible actuar sobre ellas?...

Una vez descrita en síntesis la situación doctrinal en publicaciones, Seminarios, catequesis, ¿se alcanza a comprender por qué los niños y adolescentes de ciertas Iglesias, así adoctrinados, no se animan a dejarlo todo, para seguir a Cristo en la vocación apostólica?...

Nótese que todo error generalizado en la predicación tiende a producir en el pueblo cristiano deformaciones mentales y de conciencia más o menos graves. En estas circunstancias, la gracia del Señor ha de realizar obras realmente extraordinarias para llevar a buen término una vocación apostólica: 1º, tiene que hacerse oir en la conciencia del llamado, sin que muchas veces se den los medios ordinarios para ello; y 2º, tiene que rehacer completamente en el candidato un mente y una vida gravemente malformadas. Estamos así, con todo esto, fuera de las vías ordinarias por las que el Señor suscita las vocaciones en sus Iglesias.

Veamos, pues, ahora sólamente algunos temas concretos de la fe, falseados o silenciados. Nos asomaremos únicamente a tres temas. Otros habría más importantes, sobre Cristo y la Iglesia, la gracia y la libertad humana, etc. Pero estos tres que he elegido pueden ser objeto de una exposición más simple y rápida. Y como ejemplos, son suficientes para mostrar la verdad que ha de ser afirmada: que la escasez de vocaciones es causada principalmente por el falseamiento o el olvido de importantes verdades de la fe católica.

1. El demonio

Viene a dar lo mismo negar la existencia del demonio o silenciarla sistemáticamente durante decenios, excluyéndola de la teología, de la catequesis, de la espiritualidad y de la predicación. Es lo mismo para los efectos. Ahora bien, en los últimos años muchos maestros del pueblo cristiano han silenciado casi totalmente la fe católica sobre el demonio.

Concretamente, aquellos textos de espiritualidad cristiana, que sistemáticamente se permiten ignorar, negar o silenciar la raíz diabólica de la tentación y de todos los males del mundo, llevan en sí, aunque no lo pretendan, una no pequeña falsificación de la vida cristiana. Contradicen, por ejemplo, a San Pablo, para quien el combate cristiano tiene en el diablo un enemigo mayor aún que el que halla el hombre en su propio ser, pues «no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los espíritus malos» (Ef 6,12)

Con una parábola. Tras leer un libro muy amplio sobre Táctica y estrategia de la guerra, comprobamos, no sin sorpresa, que el autor no menciona en absoluto, o lo hace en un parrafito a pie de página, la aviación militar enemiga... Pero ¿no es ésta hoy, precisamente, la parte más poderosa y destructiva de un ejército? ¿Cómo es posible, pues, que no se trate de ella en un texto tan completo sobre estrategias bélicas? No caben sino tres explicaciones: 1, el autor no conoce la aviación de guerra; 2, niega su existencia; 3, la conoce, pero no se atreve a hablar de ella; no le parece oportuno. Transponiendo ya la parábola al campo teológico de la espiritualidad, habrá que pensar que aquel teólogo que escribe un libro de espiritualidad sin mencionar al demonio, es un ignorante, un hereje o un oportunista. Y en ninguno de los tres casos interesa leerle. Mejor dicho, interesa no leerle. Es un autor que, en un tema grave, se separa claramente de la Biblia y de la Tradición doctrinal y espiritual cristiana.

Sin la fe en el demonio no se entiende la gravedad de los males del mundo, se trivializa la redención obrada por Cristo Salvador, se deja en nada la necesidad de la gracia, de los sacramentos, de la oración de petición. Se acude al combate espiritual empleando unas armas de juguete, ridículas, y es casi inevitable caer en actitudes semipelagianas o pelagianas: el hombre puede salvarse por sus propias fuerzas. Es sólo cuestión de mejorar la educación, aplicar ciertos métodos, y organizar un poco mejor las cosas.

> Vocaciones. ¿Qué falta hacen, en ese cuadro cristiano falseado, los sacerdotes, los ministros de una salvación por gracia? Pero vengamos todavía a otra pregunta: quienes durante decenios silencian o niegan al demonio en su ministerio, desfigurando así tan gravemente el Evangelio, ¿se dan cuenta de que esa actitud es causa, con otras, de la escasez de las vocaciones -y de tantos otros males-?... Quizá ellos piensen que presentan así un cristianismo «más positivo» o, incluso, «menos primitivo», «más aceptable al hombre moderno». Pero están en un grave error. El Evangelio más positivo y aceptable para el hombre moderno es el Evangelio verdadero que predicó nuestro Señor Jesucristo. Y ése es el único que puede suscitar vocaciones.

2. Salvación o condenación

En las Iglesias sin vocaciones se pensó durante los últimos decenios que hablar mucho de la vida eterna traía consigo una devaluación de la vida terrena. Gran error. La verdad es justamente lo contrario. La vida terrena, formada de innumerables actos pequeños, aparentemente triviales, tan condicionados y contingentes, sólamente manifiesta toda su grandeza cuando por la fe se conoce que es ella la que decide una eterna salvación o una irremediable condenación, una vida eterna más o menos dolorosa o feliz. Por eso, una devaluación de la vida más allá de la muerte, un encerramiento mental en el tiempo presente, no consigue sino miserabilizar indeciblemente la vida temporal terrena.

Más claramente: la negación o el silenciamiento sistemático de una posible condenación eterna (infierno) y de una escatología intermedia de purificación (purgatorio), así como las escasas alusiones a la esperanza de la vida eterna (cielo) -que, por lo demás, se presenta con frecuencia como un happy end necesario-, son errores que dejan a los cristianos encerrados en un cristianismo falso, horizontal y secularizado, construído ante todo para mejorar en lo poco que se pueda esta precaria vida presente.

> Vocaciones. En esta perspectiva falseada del Evangelio, las vocaciones, como podemos comprobar, son prácticamente imposibles. Pero analicemos estas cuestiones con mayor atención.

-El infierno

El Catecismo observa que «Jesús habla con frecuencia de la gehenna y del fuego que nunca se apaga» (n. 1034). Es verdad. Jesucristo, con mucha frecuencia -en unos cincuenta momentos diversos de su Evangelio; es decir, casi siempre que enseña o exhorta-, da su mensaje señalando en forma explícita un posible final eterno de salvación o de condenación.

En este sentido, el lenguaje de Cristo en el Evangelio es fuertísimo. Pero lo emplea porque sabe que es necesario para salvar a la humanidad, que Él ama hasta entregar por ella su sangre. Él sabe que los hombres están en un tremendo error: piensan que pueden hacer de su vida lo que les dé la gana, sin que pase nada. El Padre de la Mentira, por medio de esta falsedad, les mantiene fijos en la insolencia habitual de sus pecados. Creen que no hay Dios, o que Dios no es el Señor. Piensan, si no, que Dios, siendo tan bueno, perdona todo necesariamente, aunque los hombres no se arrepientan. Y por eso siguen pecando. Se puede, pues, tranquilamente dejar morir de hambre al prójimo, profanar el matrimonio, abortar los propios hijos, mentir o robar, aceptar, incluso legalmente, las uniones homosexuales, proclamándolas tan naturales como los matrimonios, independizar totalmente la vida social humana de la autoridad del Señor, etc.

Pues bien, Jesucristo, «la epifanía del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), precisamente porque ama con toda su alma a los hombres pecadores, les dice: «yo os lo aseguro: si vosotros no os arrepentís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3). «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo podréis escapar de la condenación del infierno?« (Mt 22,33). Sabedlo, creedlo: al fin de los tiempos, el Señor «dará a cada uno según sus obras» (16,27), y «cuantos hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; los que hicieron el mal, para la resurrección de la condenación» (Jn 5,29).

Ésta es la predicación de Cristo, la de los Apóstoles y la de toda la tradición de la Iglesia. La única que puede sacar al hombre de sus pecados. La que afirma claramente que cada uno de nosotros ha de comparecer finalmente ante «el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2Cor 5,10). Por eso, puesto que «el Padre juzga a cada uno según sus obras, conducíos con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación» (1Pe 1,17; +Ap 2,23).

Pues bien, si Cristo predica aludiendo con frecuencia la trágica y real posibilidad del infierno, y si ésta ha sido la predicación continua de la Iglesia -San Pablo, San Agustín, San Francisco de Javier, San Luis María Grignion de Monfort, todos-, ¿podremos hoy nosotros evangelizar, negando en la práctica o silenciando sistemáticamente una posible condenación eterna? ¿Una desfiguración tan grave del Evangelio podrá ser justificada por la pretensión de ofrecer un cristianismo más «atrayente», más «positivo», liberado de «dramatismos» innecesarios?

Y no vale decir: «Ahora no predicamos el infierno porque antes se predicó demasiado». Esa dialéctica es falsa. Una proposición excesiva del infierno dice la verdad de modo imprudente, pero un silenciamiento total transmite de hecho un error, una mentira.

Tampoco vale la hipótesis: «¿y si el infierno está vacío?». Ese supuesto es difícilmente conciliable con los anuncios proféticos de Cristo y con la tradición unánime de la Iglesia. Como recuerda el Catecismo, «Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles, que recogerán a todos los autores de iniquidad... y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13,41-42), y que pronunciará la condenación: "¡alejáos de mí, malditos, al fuego eterno!" (25,41)» (n.1034). Por eso «la enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad» (n.1035).

Un padre del Concilio Vaticano II, solicitó que se declarase que hay condenados de hecho -es decir, que el infierno no es una mera hipótesis vacía-. Pero la Comisión Teológica le respondió que en el mismo texto conciliar (Lumen gentium 48d) ya se excluía esta interpretación meramente hipotética del infierno en las citas del Nuevo Testamento, aducidas en forma gramatical futura (saldrán, irán, etc.) (+C. Pozo, Teología del más allá, BAC 282, 19812, 555).

-El purgatorio

Nos dice la fe de la Iglesia que «cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular, bien a través de una purificación», etc. (Catecismo n.1022). La Iglesia ha enseñado siempre que esta purificación será más o menos larga y dolorosa según la mayor o menor impureza de los hombres a la hora de la muerte, y que cesa, por el ingreso en el cielo, «una vez que estén purificados después de la muerte» (Benedictus Deus, Dz 1000). Hay, pues, que orar y ofrecer misas y sufragios por los difuntos, para aliviar y acortar este proceso de santificación última, pasiva y dolorosa.

Pues bien, en las Iglesias que apenas tienen ninguna vocación, se ha extendido con relativa frecuencia la predicación funeraria, aparentemente optimista, de que «nuestro hermano, ya desde hoy, está en el cielo». Por lo visto, consta que nuestro hermano no necesita una purificación complementaria después de la muerte, y que ha muerto en perfecta disposición para la visión beatífica... De este modo, los mismos que se escandalizan de ciertas beatificaciones realizadas en pocos años, canonizan a los difuntos al día siguiente de su fallecimiento: «ya está en el cielo», les aseguran a los familiares afligidos. Y alguno irá aún más lejos, extendiendo al difunto el privilegio único de la Virgen Santísima, elevada en cuerpo y alma a los cielos: «nuestro hermano ya ha resucitado»...

La Escritura y la fe de la Iglesia dicen otra cosa. Pablo VI, en el Credo del Pueblo de Dios, atestigua, por ejemplo, que las almas del purgatorio y del cielo «constituyen el pueblo de Dios después de la muerte, la cual será totalmente destruída el día de la resurrección, en el cual las almas se unirán con sus cuerpos» (n.28). Y la resurrección se producirá «en la segunda venida de Cristo», cuando Él vuelva, en el último día.

-El cielo

Así como en las Iglesias sin vocaciones no suele hablarse nunca del infierno y del purgatorio, del cielo sí se habla algo, muy poco, pero dándolo como un destino seguro para todos. Otra cosa se estima inconciliable con la bondad infinita de Dios. Y se piensa también quizá que viene a ser mejor callar aquellos temas de la fe que podrían alejar a muchos de la Iglesia.

Tampoco, por otra parte, se llega casi nunca a recordar que en la felicidad de la vida eterna hay grados muy diversos, pues en la Casa del Padre «hay muchas moradas» (Jn 14,2), y que «el que escaso siembra, escaso cosecha; pero el que siembra con largueza, con largueza cosechará» (2Cor 9,6). En efecto, como enseña el Concilio de Florencia, todos los bienaventurados «ven claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es; unos sin embargo con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos» (1439: Dz 1305; +1582).

> Vocaciones. Según lo hasta aquí expuesto, si el infierno es impensable, si el purgatorio no existe, y si el cielo es un destino seguro e igual para todos ¿quién se animará a dejar familia y trabajo, para ser sacerdote o religioso, dedicando la vida con Cristo para la salvación de los hombres? ¿Para qué, si están ya todos salvados?

Consideremos esto con un ejemplo. Veamos la acción de un sacerdote sobre una persona que está desesperada, al borde del suicidio, a causa de su situación económica. Precisemos, en primer lugar, que su desesperación suicida tiene por causa su falta de confianza en la Providencia divina, y como ocasión su posible ruina. Pues bien, supongamos que ese sacerdote le procura al desesperado una ayuda económica, y le devuelve la tranquilidad: con eso le ha hecho un bien-terreno-material, apreciable, pero muy limitado, pues la persona queda igual, con la misma desconfianza en Dios, e igualmente vulnerable a futuras desesperaciones. Supongamos que, además de ese bien material -o si no puede procurárselo, en vez de él-, el sacerdote, con la gracia de Dios, le comunica un bien-terreno-espiritual inmenso: le enseña a confiar siempre en la Providencia, también en las angustias económicas, de modo que esta persona pasa ya para siempre de las continuas preocupaciones o una confianza inalterable. Este bien espiritual, sin duda, es mucho mayor que el primero. Y aunque sus buenos efectos se ven ya en la vida presente, sus beneficios sin duda mayores son invisibles, pues se producen más allá de la muerte: la acción sacerdotal ha ayudado a ese desesperado a evitar el infierno -la desesperación suicida puede ser un pecado gravísimo-, a disminuir el purgatorio -pues la persona muere vestida del hábito limpio de la santa esperanza, no ensuciado por la desconfianza-, y a acrecentar su cielo.

En resumen, allí donde la acción apostólica transmite a los hombre bienes terrenos -materiales y sobre todo espirituales- y con ellos bienes en la vida eterna -evitar el infierno, disminuir el purgatorio, agrandar el cielo-, se manifiesta a los fieles como algo tan verdaderamente grandioso, que hay vocaciones. ¿Cómo no va a haberlas? Las hay de hecho.

Por el contrario, el ministerio sacerdotal, allí donde se ha suprimido infierno y purgatorio, y se ha asegurado a todos un cielo igual, queda reducido a una asistencia benéfica temporal, que viene a unirse en el mismo nivel -si no más abajo- a las demás profesiones seculares: médicos, asistentes sociales, psiquiatras, etc. ¿Cómo va a haber así vocaciones apostólicas? No las hay. Faltan casi en absoluto. ¿Cómo va a haberlas? En realidad, si se falsifica tan gravemente el Evangelio, no tienen éstas por que surgir.

3. La secularización

En otro estudio he descrito la secularización de la vida laical, de las obras de caridad, de la acción pastoral y misionera, la secularización de la liturgia, la secularización, en fin, de los fines y medios propios de la Iglesia de Cristo. Todas esas modalidades de la secularización, evidentemente, están entre las causas que más eficazmente influyen en la escasez de vocaciones apostólicas. Pero, como es obvio, de una manera especial influye en esa escasez la secularización de la vida y acción de sacerdotes y religiosos. Me dispenso, pues, aquí, para ser breve, de describir estos procesos que en ese libro analizo (+Sacralidad y secularización).

Señalo, sin embargo, aquí otra manera de la secularización que, en grados más o menos acusados, se da con frecuencia en las Iglesias más debilitadas; y es la secularización de la educación católica. En las Iglesias sin vocaciones los colegios católicos apenas dan educación católica. Y esto, a veces, no sólo de hecho, sino en principio.

Hace poco, en un congreso de 1996, se establecía este plan para la educación católica:

«Los educadores cristianos estamos convocados a evangelizar, desde la educación, las culturas de nuestro tiempo. Esta llamada exige lucidez para detectar lo que ocurre en la realidad circundante, capacidad crítica para analizarlo y toma de postura desde los criterios del Evangelio.

«Ante una concepción de educación escolar exclusivamente como transmisora de saberes es preciso pensar, programar y realizar una educación comprometida con la causa del ser humano como persona. Una educación que, en todos los procesos de enseñanza-aprendizaje, tenga como referente de comprensión, de interpretación y de actuación a la persona como valor fundamental. Una educación que, por ser personalizadora, ha de ayudar al desarrollo de todas las dimensiones y capacidades del ser humano. Para ello, junto a otros muchos contenidos educativos, ha de hacer presente la propuesta de valores de sentido de la propia existencia.

«A la educación personalizadora, enraizada en la valoración de cada persona, hay que incorporar la dimensión social de la educación. Una educación insertada en el proceso global de transformación de la sociedad.

«Esta propuesta educativa nos lleva:

-«A desarrollar el potencial de valoración de los alumnos de modo que les capacite para hacer opciones libres y conscientes en la vida.

-«A ayudarles en el proceso de maduración en ámbitos básicos de su personalidad: la dimensión cognitiva, la dimensión afectiva y la dimensión de la libertad. La experiencia nos confirma que sólo en lo profundo de una personalidad madura pueden germinar y crecer los valores trascendentes.

-«A asumir operativamente la dimensión social de la educación y la formación de la conciencia social de los alumnos, promoviendo en los centros educativos acciones concretas: programas cooperativos en favor de la solidaridad, los derechos humanos, la paz, la tolerancia, el diálogo; colaboración en proyectos sociales dirigidos a las personas y los grupos desfavorecidos, excluidos o marginados.

«Percibimos la necesidad de una educación moral de nuestros alumnos y alumnas que parta del reconocimiento de la dignidad de toda persona. Esto nos lleva a ofrecer el mensaje cristiano como horizonte para la realización del ser humano, para la mejora y humanización de la sociedad.

«En este contexto, la propuesta de educación integral debe dirigirse hacia la formación de personas autónomas que saben quiénes son y hacia dónde se orienta su existencia, capaces de darse un proyecto personal de vida valioso y de llevarlo libremente a la práctica».

Un portavoz autorizado declaraba que este planteamiento de la educación católica se producía «en la perspectiva de la Nueva Evangelización». Y tan nueva...

Poco más tarde, un Obispo, en el funeral de dos policías asesinadas por unos delincuentes, señalaba que «la fe y la esperanza en Jesucristo son las únicas que pueden hacer posible que nuestros corazones no se dejen llevar a su vez, ante la brutal injusticia y la violencia, al odio, a la venganza, es decir, a más violencia y ruina de nuestras vidas». En efecto, «hasta los valores éticos, que en teoría parecen evidentes, pierden su consistencia y su carácter vinculante, y sobre todo, el corazón pierde la energía para adherirse a ellos, antes hechos como éste». Es evidente: «entre la pérdida de la fe cristiana y el crecimiento de la violencia, de la injusticia y de la pérdida del respeto a la vida, hay una relación directa... Una sociedad de espaldas a Dios, donde Dios no cuenta, es una sociedad que se vuelve inhumana, es una sociedad donde proliferan toda clase de plagas sociales». Éste es, sin duda, el verdadero lenguaje de la educación católica del pueblo y de la nueva evangelización.

Por lo demás, si unos creen que, en un mundo tan secularizado, es inevitable limitarse a una educación en valores éticos universales, ya que no es posible dar una educación católica -que ellos no dan-, y hay otros, en cambio, que, en ese mismo mundo secularizado, creen que es posible dar una educación católica -que ellos dan-, ¿a cuál de los dos testimonios convendrá que demos crédito?

Que le pregunten, por ejemplo, si es posible en el mundo de hoy la educación católica, en el sentido fuerte del término, a FASTA (Fraternidad de Agrupaciones de Santo Tomás de Aquino), asociación canónica privada de fieles, fundada en Argentina, en 1962, por el dominico Aníbal E. Fosbery, que tiene en Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Estados Unidos y España, un buen número de colegios, escuelas de niños, institutos, residencias universitarias, casas de espiritualidad y centros de servicios educativos. Y a este ejemplo, gracias a Dios, podrían añadirse otros en muchas regiones de la Iglesia actual.

> Vocaciones. Para infundir en los hombres «la fe y la esperanza en Jesucristo», como única salvación de personas y pueblos, hay y habrá siempre vocaciones sacerdotales y religiosas. Pero para propugnar la solidaridad, la tolerancia, el diálogo y la paz, no las hay ni las habrá. Ni tiene por qué haberlas en la Iglesia de Dios. Para eso, nadie será capaz de «dejarlo todo y seguir a Cristo». Esto puede comprenderse teóricamente, pero basta la experiencia práctica para asegurarse de su verdad.

Y ya que estamos en ello, notaré de paso que, entre los distintos grupos de institutos religiosos, el brusco descenso de las vocaciones se ha producido de modo especial en las familias religiosas educativas, a pesar de ser ellas las que tienen un contacto más directo y frecuente con la juventud.

Los sabios necios y los ignorantes sabios

Hemos visto, en fin, brevemente, sólo tres temas doctrinales, en que la enseñanza católica de la Iglesia es torcida o silenciada con frecuencia. Y hemos señalado su nexo causal evidente con la ausencia de vocaciones. En otros cien objetos de la fe, de más compleja descripción y análisis, hubiéramos llegado a las mismas conclusiones: todo falseamiento o silenciamiento de verdades de la fe tiene fuerza para acabar con las vocaciones. Esta afirmación es muy grave y muy importante, y merece el complemento de cuatro observaciones.

1.- El pueblo cristiano guarda la fe, aunque en las alturas de la Iglesia se produzcan escándalos morales. En tantas ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia, se ha podido comprobar que los pecados personales de los miembros de la Iglesia, incluso de los más altos, no eran capaces de destruir la fe de los cristianos. Y que éstos continuaban yendo a Misa, para pedir unánimes al Señor: «no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia». Lo mismo que seguían también surgiendo vocaciones.

2.- El pueblo cristiano tampoco pierde la fe cuando él mismo peca. Eso sí, la pone en peligro: «mantén el buen combate, con fe y buena conciencia. Algunos que la perdieron naufragaron en la fe» (+1Tim 1,18-19).

Es posible, por ejemplo, que un feligrés en un mal momento se propase con su novia, y quebrante la ley de Cristo. Tendrá que arrepentirse, confesarse, y hacer propósito de la enmienda; y aún con eso, es posible que tenga otras recaídas. De todos modos, en esa y otras materias, cojeando, cayendo y levantándose, con el favor de Dios, mejor o peor, irá caminando por el Evangelio del Señor. Lo que no es probable es que este cristiano corriente, pierda la fe en temas de castidad, es decir, se atreva a suprimir la ley de Cristo o a cambiarla, que viene a ser igual.

3.- El pueblo pierde la fe cuando es engañado por los falsos profetas. Sin éstos, aunque sea precariamente, guarda la fe. Para cambiar o suprimir la ley de Cristo hace falta la soberbia de una autosuficiencia que rara vez se encuentra en los feligreses sencillos, pero que por desgracia se da hoy con demasiada frecuencia entre los estudiosos de las Iglesias sin vocaciones.

Volviendo al ejemplo último: no pocos expertos en teología moral, partiendo de sus conocimientos y títulos académicos, y usando delicadísimas herramientas semánticas, hermenéuticas, filosóficas y teológicas, llegan a descubrir a veces lo que nunca se le hubiera ocurrido al pobre pueblo cristiano ignorante: que «a partir de una visión meramente personalista del amor no se puede afirmar taxativamente que las relaciones sexuales prematrimoniales sean enteramente y en todas circunstancias descartables». Es posible, eso sí, discernir el criterio de «la negatividad moral de las relaciones sexuales prematrimoniales. Pero, al mismo tiempo, el criterio no indica que siempre sean en sí mismas éticamente rechazables»...

Leo este texto de un teólogo católico, publicado por una editorial católica, en una librería católica. Pero, con pocas excepciones, en cualquier librería católica de las Iglesias debilitadas, también en las diocesanas, pueden hoy adquirir los novios cristianos informaciones semejantes sobre tan «alentadora» enseñanza.

4.- La generalización de la mala doctrina, que se registra en los pueblos descristianizados de Occidente, y que es capaz de acabar con la fe y con las vocaciones, ha venido impulsada ante todo por los eclesiásticos y religiosos más ilustrados. Así ha sido casi siempre, por lo demás. Ya sabemos que el Señor se complace en manifestar a los humildes pequeños lo que oculta a los sabios autosuficientes (+Mt 11,25).

Y quien se extrañe de que puedan darse en las Iglesias tan grandes errores, olvida las profecías de Jesucristo: «saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a la gente» (Mt 24,11; +7,15-16). Estos maestros del error, al servicio del enemigo -según explica Cristo- son los que siembran la cizaña en el campo del Señor, «mientras todos dormían» (Mt 13,25), especialmente los que tenían por encargo vigilar la heredad de Dios.

Ésta es, propiamente, la acción del Padre de la Mentira, o como dice el Apocalipsis, la actividad propia de la Bestia segunda (Ap 13,2.12-17). Es el empeño incesante de los falsos profetas, cuya fisonomía y modos de actuar conocemos perfectamente, no sólo por la experiencia presente, sino porque son muy numerosos los avisos y las descripciones que los Apóstoles dan sobre ellos (1Tim 1,7; 6,4-6.21; 2Tim 2,17-18; 3,1-13; 4,4.15; Tit 1,10-16; 3,11; Sant 3,15; 2Pe 2; 1Jn 2,18.26; 4,1.5-6; Jud 3-23).

Podemos visualizar esto con una parábola-acertijo. Dos hermanos, cristianos practicantes, se ven sacudidos por una gran desgracia: su padre ha sido atropellado por un conductor imprudente. Ambos han procurado los más extremos cuidados clínicos a su padre, que está ahora entre la vida y la muerte, y sólo queda esperar si reacciona. En esta situación, un hermano acepta la desgracia como permitida por la Providencia divina; y suplica a Dios, encargando misas y por la intercesión especial de un santo, que sane a su padre, lo que vendría a ser un milagro, si así conviene. El segundo hermano ironiza con amargura sobre todo eso, pues él niega que la Providencia divina tenga nada que ver con un mínimo accidente causado por un imprudente; no cree en la intercesión de los santos, ni en la eficacia de las misas ofrecidas por una intención; como tampoco cree en la posibilidad de un milagro que altere en un punto las leyes universales. El primer hermano defiende sus actitudes espirituales recurriendo al Catecismo universal de la Iglesia. El segundo comenta que el mayor defecto del citado Catecismo es haber sido escrito. El acertijo es éste: ¿cuál de los dos hermanos estudió recientemente en un seminario, un noviciado o un centro teológico?... En la mayor parte de las Iglesias que van a menos la respuesta es obvia.

5.- No pocas veces, las mismas Iglesias y familias religiosas que no tienen fuerza para suscitar vocaciones, tampoco la tienen para dar buena formación en sus seminarios y noviciados a aquellas pocas que, a través de movimientos, familias cristianas o personas concretas -muy poco de su agrado-, Dios les da, en su gran misericordia. Sus Centros de formación vocacional adolecen de graves deficiencias en doctrina y espiritualidad. Lo cual es causa también de la escasez de vocaciones.

6.- Por último, donde la mala doctrina abunda, se debilita la fe y la vida moral del pueblo cristiano, y se acaban las vocaciones sacerdotales y religiosas.

La primacía de los teólogos sobre los pastores

En un pueblo descristianizado es lógica la primacía de los teólogos sobre los pastores. Por eso, precisamente, es un pueblo descristianizado: porque no «persevera en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42).

Y entonces, cuando un buen número de teólogos se contrapone al Magisterio apostólico, y se hace hábilmente con la guía práctica de los cristianos -cuando, por ejemplo, entre los autores más promovidos en las librerías católicas, también en las diocesanas, están durante decenios un Hans Küng o un Leonardo Boff-, el pueblo se divide, y muchos van a la ruina. O con otro ejemplo: poco crédito se dará a unas encíclicas como la Humanæ vitæ o la Familiaris consortio, allí donde tantas librerías católicas, también las diocesanas, difunden sobre todo libros de teólogos que las contradicen abiertamente en temas graves.

Es normal que el mundo protestante, careciendo de sucesión apostólica, de sacerdocio sacramental y de santidad canonizada, dé la primacía de la enseñanza a los teólogos. Eso es lógico. Pero la Iglesia católica confía la guía de los cristianos no a los más listos, o a los que más gritan, o a los que reciben más apoyos del mundo, sino a los pastores, sacramentalmente ordenados, «puestos por el Espíritu Santo para apacentar la Iglesia de Dios» (+Hch 20,28), los cuales, contando con la fiel colaboración de los teólogos, aseguran a los cristianos los buenos pastos. En efecto, la buena doctrina es primordialmente, con la Escritura, la didascalia apostolorum y la enseñanza de los santos. El orden, pues, es éste, y no debe ser alterado: «primero los apóstoles, segundo los profetas, tercero los doctores» (1Cor 12,28). Es decir: primero los Obispos, segundo los santos, y tercero los teólogos.

De nuevo un ejemplo, esta vez histórico. Cuando a comienzos del siglo V el semipelagianismo se va difundiendo en torno de algunos monasterios de las Galias, los futuros santos Próspero e Hilario acuden a la Sede apostólica del Papa Celestino I, denunciando que no pocos sacerdotes están enseñando en temas de gracia contra la verdad católica. San Celestino I (431) escribe entonces una larga carta a los Obispos de las Galias, en la que casi más que de rechazar los errores, se ocupa de reprocharles que no hayan sabido hacer valer su autoridad apostólica docente, y que en sus Iglesias hayan prevalecido así las enseñanzas de aquellos a quienes corresponde un tercer puesto en la Iglesia (cum sit eius tertius locus intra Ecclesiam deputandus). Expresa luego sus dudas acerca de si los Obispos no serán cómplices de aquellos errores que no condenan (timeo ne connivere sit, hoc tacere). Ordena que no siga alzándose la novedad contra la antigua tradición (desinat incessere novitas vetustatem), de modo que la Iglesia pueda vivir en paz y sin confusión. Manda que los presbíteros se sujeten a los Obispos (sciant se, si tamen censentur presbyteri, dignitate vobis esse subjectos). Y finalmente termina su corrección diciéndoles: nam quid in ecclesiis vos agitis, si illi summam teneant prædicandi? ¿Qué hacéis, pues, en vuestras Iglesias, si son otros los que dan la suprema doctrina?... (ML 50, 528-537; 67, 267-278).

«Las herejías se agolpan»... y acaban con las vocaciones

No pocas Iglesias pasan por «un confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica». Esta afirmación del Cardenal Ratzinger, que citaba más arriba, no se limita a ciertos Centros teológicos, profesores o publicaciones especializadas. Vale también, en no pocas Iglesias, para las parroquias y catequesis, reuniones y revistas más populares. Para mostrarlo, y teniendo sólo en cuenta el campo de los sacerdotes con ministerio pastoral, podría fácilmente coleccionarse un anecdotario siniestro...

-«Hoy, en la homilía, ha dicho el cura que a la muerte de Cristo no hay que echarle tanta mística -un "sacrificio", ofrecido para "redención de los pecadores", etc.-; y que fue, simplemente, como sigue ocurriendo hoy, la muerte de un defensor de pobres y marginados, ordenada por ricos instalados en el poder». -«Vengo de una celebración penitencial. Al acabar las lecturas y la predicación, nos ha explicado el sacerdote que por el hecho de reunirnos en una liturgia penitencial, ya quedaban perdonados nuestros pecados; pero que si alguno quería pasar a confesarlos individualmente, podía...» etc. -«¿Recuerdas a aquel joven que hace unos años le abandonó su esposa? El otro día un religioso le ha dicho que así no puede seguir, que vaya pensando en rehacer su vida con alguna buena mujer, que no es posible que, a su edad, Dios le pida...» etc.

En una Iglesia local, maleada en doctrina y disciplina, estas anécdotas se multiplican indefinidamente, hasta el punto que ya ni siquiera se almacenan en la memoria. Llegan un día tras otro, y a veces varias en un solo día. No afectan, a veces, es cierto, a la mayoría del clero y del laicado; pero crean efectivamente en muchos, a veces en la mayoría, una oscura y difusa confusión, en la que casi todo resulta más o menos opinable, y en la que el Magisterio apostólico viene a ser «una línea» más de pensamiento y acción, respetable, sin duda, pero que, por supuesto, no obliga estrictamente en conciencia. Ésta, sin duda alguna, ha de ser puesta siempre por delante.

Ese continuo anecdotario, herético y sacrílego, forma en esas Iglesias un tal ambiente morboso, que podría recordarnos al de una región altamente insalubre, en la que nubes de mosquitos inoculasen en la población unas fiebres malignas, de las que no pocos murieran. Esa zona sólo podría sanearse fumigándola desde arriba, y acometiendo obras importantes de infraestructura para sanear las ciénagas nocivas. Otro remedio no hay.

Podrá discutirse el aspecto cuantitativo del maleamiento doctrinal y práctico en esas Iglesias: si esos errores y abusos se dan con mucha o no tanta frecuencia. Y no será fácil dar con un criterio objetivo de medida. Pero hay, sin embargo, en esta cuestión un aspecto cualitativo, difícilmente discutible, y que es claramente significativo: en esas Iglesias ya apenas se denuncian al Obispo o a otras autoridades pastorales tan frecuentes «desviaciones heréticas» o tan numerosos «sacrilegios» (sacrilegio es «tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas», según el Catecismo de la Iglesia Católica, n.2120). Y es que los cristianos fieles se han resignado ya a ese mal, abrumados por su frecuencia: «¿Qué adelantaríamos con denunciarlos?, dicen. Todo esto sucede públicamente en bastantes lugares hace muchos años, y el Obispo tiene que saberlo de sobra. Será que no se puede hacer nada»... Este aspecto cualitativo, fácilmente verificable, certifica, pues, la realidad del aspecto cuantitativo, que algunos pudieran poner en duda.

> Vocaciones. Pues bien, cuando la confusión en algunos graves temas de la fe se generaliza en una Iglesia local, cuando ciertos errores importantes pueden allí afirmarse en formas estables sin que ocurra nada especial, es muy improbable que se den vocaciones sacerdotales y religiosas. Por muchas razones, de las que sólo señalaré dos:

1ª. Comprendamos que estas vocaciones apostólicas implican una opción personal muy audaz y arriesgada, que sólamente puede fundamentarse en la Roca firme de una fe verdaderamente católica. Un cristiano va sin miedos al matrimonio y al trabajo, aunque su fe esté vacilante: en todo caso, aunque fallara la fe, el matrimonio y el trabajo siguen teniendo un sentido natural pleno, y no tienen por qué derrumbarse. Pero un cristiano no puede ir a la vida sacerdotal o religiosa sino partiendo de una fe absolutamente firme: éstas son formas de vida que, si vacila la fe, se vienen abajo por su propio peso. No se sostienen en motivaciones naturales, o si en ellas se apoya sólamente, habrá de ser con enormes amarguras y contradicciones, hipocresías y sacrilegios.

2ª. Entre los miembros del clero diocesano o de la familia religiosa donde se dan estos errores y graves abusos en diaria abundancia, hay necesariamente terribles divisiones. Sólamente puede haber unidad -no sólo de disciplina, sino también de caridad fraterna- donde la obediencia a la doctrina y disciplina de la Iglesia tiene un nivel suficiente. Pues bien, un cuerpo social muy dividido en forma alguna atrae a ingresar en él.

Por eso, en una Iglesia local, gravemente maleada en doctrina y disciplina, un Consejo para la Doctrina de la Fe que funcione, tiene mucha más fuerza para suscitar vocaciones que un Consejo para la Pastoral Vocacional, por bien que éste trabaje. Aunque, volviendo a lo mismo: el Consejo Doctrinal será también inoperante allí donde la libertad de expresión y de acción, entendida al modo liberal de la sociedad civil, sea más apreciada que la ortodoxia doctrinal y disciplinar de la Iglesia Católica.

Los países ricos descristianizados, escándalo para los países pobres

La apostasía moderna se ha producido ante todo en países ricos de antigua filiación cristiana, allí precisamente donde hoy es mayor la escasez de vocaciones. Es en esas naciones donde ha nacido la mayor parte de las actuales falsificaciones del cristianismo. Y así, las mismas regiones que hasta hace poco, con sus misioneros y publicaciones, irradiaban al mundo fe y costumbres cristianas, hace ya decenios que más bien van difundiendo ateísmo, nihilismo y degradación moral.

«No es posible cerrar los ojos, decía Juan Pablo II, ante la oleada de materialismo, hedonismo, ateísmo teórico y práctico, que desde los países occidentales se ha volcado sobre el resto del mundo» (21-3-1981). O como dice Ratzinger: «es infernal la cultura de Occidente cuando persuade a la gente de que el único objetivo de la vida son los placeres y el interés individual» (Informe 209).

Un ejemplo reciente. Los organismos internacionales dominados por los países ricos de Occidente, intentan en la Conferencia de la ONU sobre población y desarrollo (El Cairo, 1994) difundir a nivel mundial el aborto, la sexualidad prematrimonial o las uniones diversas al matrimonio. De resistir ese potentísimo influjo siniestro han de encargarse no los grandes países de antigua cultura católica -que tienen gran fuerza en el conjunto de las naciones-, sino el mínimo Estado del Vaticano, con los países islámicos y Malta, y nueve países católicos de Hispanoamérica, encabezados por Argentina. Son hechos que dan mucho que pensar.

Por lo demás, como hace notar Ratzinger, es indudable que «determinada "contestación" de ciertos teólogos lleva el sello de las mentalidades típicas de la burguesía opulenta de Occidente. La realidad de la Iglesia concreta, del humilde pueblo de Dios, es bien diferente de como se la imaginan en esos laboratorios donde se destila la utopía» (24). Esto se ve, por ejemplo, con especial claridad en «la teología de la liberación, que en sus formas conexas con el marxismo, no es ciertamente un producto autóctono, indígena, de América Latina o de otras zonas subdesarrolladas, en las que habría nacido y crecido casi espontáneamente, por obra del pueblo. Se trata en realidad, al menos en su origen, de una creación de intelectuales; y de intelectuales nacidos o formados en el Occidente opulento» (207).

Y algo semejante habría de decirse respecto de la african theology: «muchísimo de lo que es presentado como africano es en realidad una importación europea, y tiene mucha menos relación con las auténticas tradiciones africanas que con la misma tradición cristiana clásica. Esta última, en realidad, se encuentra más próxima a las ideas fundamentales de la humanidad y al patrimonio básico de la cultura religiosa humana en general, que a las tardías construcciones del pensamiento europeo, con frecuencia distanciadas de las raíces espirituales de la humanidad» (215-216).

La aversión a «Roma», la repugnancia hacia los dogmas y hacia la gran disciplina de la Iglesia, el olvido de la Cruz y del sacrificio, la negación de la validez universal de las normas morales objetivas, la arbitrariedad en la sagrada liturgia, la supresión indebida de los signos sensibles distintivos en las personas, cosas o lugares especialmente sagrados, la anticoncepción generalizada y la falsificación de la moral prematrimonial y conyugal, la eliminación por principio de la autoridad de Dios en el curso de la vida política, la destrucción de la unidad interna de las naciones, etc., todo eso ha nacido en los países ricos descristianizados.

En estas naciones descristianizadas, de antigua tradición cristiana, están situados, todavía hoy, los principales centros teológicos, y allí se escribe y edita la mayor parte de cuanto se lee en la Iglesia universal. Ese enorme poder de difusión doctrinal unas veces, es cierto, está al servicio de la fe y de la caridad eclesial; pero con demasiada frecuencia sirve para escandalizar a las Iglesias locales jóvenes de los países pobres o menos desarrollados, haciéndoles vacilar a veces en su fe más reciente.

 

3

Espiritualidad y disciplina

Falsificaciones de la moral

La verdad moral procede de la verdad dogmática (operari sequitur esse); y, del mismo modo, los errores de la teología moral proceden necesariamente de los errores en la teología dogmática. Pues bien, como afirma Ratzinger, «muchos moralistas occidentales, con la intención de ser todavía creíbles, se creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la sociedad y la disconformidad con la Iglesia... Pero este divorcio creciente entre Magisterio y nuevas teologías morales provoca lastimosas consecuencias» (94-95), por ejemplo, en cuanto se refiere a la moral de la sexualidad: masturbación, relaciones prematrimoniales, anticoncepción, pastoral de divorciados, de homosexuales, etc. (95-96).

Veamos, pues, la repercusión que algunas desviaciones en la vida moral producen en la escasez de vocaciones. Voy a considerar sólamente cuatro cuestiones muy concretas a modo de ejemplo.

1. El precepto dominical

Hay muchas Iglesias en las que un 80 % de los bautizados se mantiene habitualmente lejos de la Eucaristía. Esto es un horror. Pero, fácilmente, cuando un horror perdura largamente en una Iglesia -y, más aún, si afecta también a muchas otras-, comenzamos por desdramatizarlo, y acabamos por verlo como casi normal, justificándolo hasta cierto punto. «Es normal que no vayan a una Misa anclada en formas arcaicas, hoy incomprensibles». Y después de todo, «no está el ser cristiano en ir o no a Misa, sino en mucho más que eso: concretamente en la vida de la caridad». Por otra parte, «de poco vale lo hecho por obligación legal: el cristiano ha de moverse siempre por amor». Así pues, «que los cristianos vayan a Misa cuando hayan captado su valor, y no por cumplimiento (cumplo y miento) de un precepto», etc.

Ante el panorama de una situación mental y práctica semejante, supongamos que un Obispo o un párroco escribiera a los fieles una Carta pastoral con este esquema aproximado de ideas:

«Queridos cristianos de N.:

«Como quizá habéis ya sabido estos días, la encuesta sobre la asistencia a la Eucaristía dominical nos informa que sólamente un 20 % de bautizados participa semanalmente en ella. Esto me hace pensar que entre nosotros un 80 % de los bautizados no conoce qué es la misa, ignora la verdad de su propia vocación de cristiano, y no tiene fe suficiente para entender hasta qué punto es necesaria la Eucaristía para vivir cristianamente en este mundo y para obtener después la salvación eterna. La fe de la Iglesia, sin embargo, es en todo esto sumamente cierta y luminosa.

«Fuente y cumbre.- El Concilio Vaticano II expresa una convicción ciertísima de la Iglesia cuando dice que "la liturgia es la cumbre a la que tiende toda la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. De la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la que las demás obras de la iglesia tienden como a su fin" (SC 10). Cristianos: sabed, pues, que desde el bautismo sois en Cristo sacerdotes, y que, por tanto, vuestro fin principal en este mundo es proclamar la gloria de Dios y procurar la salvación vuestra y la del mundo.

«Gloria de Dios.- Sabed que "sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable" (1Pe 2,9). El que ni siquiera una vez por semana, en el Día del Señor, está dispuesto a congregarse con sus fieles hermanos para dar gloria al Creador y gracias al Redentor, sepa que no quiere ser cristiano. No podemos obligarle a serlo, pero debe saberlo.

«Salvación del mundo.- Todos los cristianos, como sacerdotes, tenéis que ser luz y sal del mundo, y en la Eucaristía -y en toda la vida- habéis de ofreceros con Cristo al Padre "por todos los hombres, para el perdón de los pecados". Por todos, y en primer lugar por vosotros mismos, por vuestros hijos y hermanos, por los más próximos. Cristo se ofrece al Padre en la cruz como "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29.36). Él, que no tenía pecado alguno. Nosotros, que somos pecadores, ¿nos negaremos a ofrecernos con Él, en el santo sacrificio de la Eucaristía? Alejándonos de la misa, ¿le dejaremos solo a Cristo en el Sacrificio de la redención?... Eso sería negarse a ser cristiano.

«Sacramento de la unidad de la Iglesia.- La Eucaristía es el sacramento -signo y causa- de la unidad de la Iglesia. "Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino" (Is 53,6). Pero el Padre nos envió para congregarnos a su Hijo, como Pastor. Y en efecto, Él "murió por el pueblo, para reunir en la unidad a todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52). Hacéis, pues, vana la encarnación y la muerte de nuestro Señor Jesucristo si, despreciando su Sangre, no aceptáis reuniros eucarísticamente en la unidad de la Iglesia. Si no perseveráis en la Eucaristía, os alejáis de la Iglesia, y si os apartáis de la Iglesia, os alejáis de Cristo. No hay vida cristiana sin vida eclesial, ni vida eclesial sin vida eucarística.

«La Iglesia es una unidad, una comunión, una común-unión, una congregación de gentes antes dispersas y contrapuestas: es una convocación, en la que cada cristiano tiene vocación a integrarse en esa unidad comunitaria. Sabedlo con toda claridad: al que no le interese reunirse semanalmente en la Eucaristía, al que no quiera "perseverar en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan [Eucaristía] y en la oración" (Hch 2,42), no le interesa mayormente ser cristiano. Tenga, pues, conciencia de ello. Conozca y reconozca la actitud en que está y la dirección que sigue.

«Un rebaño.- 80 % de bautizados habitualmente alejados de la Eucaristía... ¡Qué horror y qué dolor! ¡Cuántos sacrilegios van también implícitos en esas terribles cifras! Muchachos que reciben el sacramento de la confirmación, estando determinados a dejar la Misa, una vez que lo hayan recibido. Cristianos que, sin confesar primero el grave pecado de su alejamiento habitual, ni arrepentirse de él, se acercan de tarde en tarde, en señaladas celebraciones, a la comunión del cuerpo de Cristo, ¡que es el sacramento de la unidad de la Iglesia! Sabed, cristianos alejados de la Eucaristía, que apenas sois cristianos, pues apenas sois Iglesia... La Iglesia es eucarística, y no tiene ser ni vida al margen de la Eucaristía. Sabed que la Iglesia es un Rebaño, pero un rebaño reunido. Un rebaño disperso no es un rebaño; quizá lo fue o no llegó a serlo; pero lo que está claro es que, en la medida en que está disperso, en esa medida no es Iglesia.

«Un templo.- Vosotros, cristianos, formáis en este mundo, de entre todos los pueblos, un gran Templo de Dios, edificado sobre la roca de Cristo y el fundamento de los apóstoles. De ese Templo "sois piedras vivas, edificados en Casa Espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo" (1Pe 2,5). Si no permanecéis trabados en la edificación eclesial, sois como piedras caídas y muertas, desprendidas del edificio. Sois la parte ruinosa de un edificio espiritual que en parte se mantiene aún erguido.

«Permanecer en Cristo, cuestión de vida o muerte.- Cristianos no-practicantes -absurda expresión-, sabed que, alejándoos habitualmente de la Eucaristía, estáis arriesgando vuestra propia salvación eterna. Decidme, si no, cómo hemos de entender palabras de Cristo tan graves como éstas:

"Yo soy el pan vivo bajado del cielo... En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día" (Jn 6,51-54). Es en la Eucaristía donde, oyendo la Palabra de Cristo y comiendo su Cuerpo, y uniéndonos a los pastores y a los hermanos en la fe, recibimos la vida de la gracia, la vida eterna. Es así, fundamentalmente, como la Iglesia es y obra en cuanto "sacramento universal de salvación" (Vaticano II: LG 48, AG 1). ¿Te crees tú capaz de atravesar el desierto de este mundo temporal, en un Exodo que va del Egipto del mundo a la Tierra Prometida del cielo, sin alimentarte con el maná eucarístico? ¿Estás loco? ¿Has perdido el instinto de conservación de tu vida cristiana?

-«"Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan" (Jn 15,5-6). De muchos modos, es cierto, permanecemos en Cristo, en primer lugar "guardando sus preceptos" (15,10), y el principal de ellos es sin duda la caridad; pero uno de ellos, y bien principal, es precisamente "haced esto en memoria mía" (1Cor 24-25): celebrad la Eucaristía, el memorial de la Redención, "hasta que venga" (26). Es un mandato, no es un consejo dirigido a unos cuantos devotos. ¿Te atreves a desobedecer a Cristo, el Señor, el que "ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos"? ¿Te atreves tú a separarte habitualmente de la santa Vid, para quedar convertido en un sarmiento reseco, sin vida y sin fruto? ¿Conoces tú a qué destino lleva eso?

«Confesar a Jesucristo.- En la Eucaristía, en el Día del Señor, ya desde el mismo día de su resurrección, los cristianos nos reunimos con los sacerdotes de la Nueva Alianza y con la asamblea fraterna de los fieles, para glorificar a Cristo por su inmensa gloria, para pedirle "Señor, ten piedad de nosotros", en una palabra, para proclamar su grandeza de Salvador en un acto público, solemne y comunitario: para confesarle ante los ángeles y los santos, antes los creyentes y ante los incrédulos. Pues bien, aquellos cristianos que habitualmente os mantenéis alejados de la gloriosa Eucaristía -pudiendo asistir a ella, pero teniendo al parecer cosas más importantes que hacer-, recordad la palabra de Cristo: "a todo el que me confesare delante de los hombres, lo confesaré yo delante de mi Padre celestial. Y a quien me negare delante de los hombres, yo lo negaré delante de mi Padre celestial" (Mt 10,32).

«¡Confesad, cristianos, a Cristo en esta vida pública y litúrgicamente, con todo entusiasmo, si queréis ser confesados por Cristo ante el Padre en la otra! ¡No despreciéis a Cristo, que quiere entregaros en la Eucaristía su Palabra y su Cuerpo, porque desea apasionadamente, hasta la muerte en Cruz, vuestra salvación! ¡No enseñéis a vuestros hijos a despreciar a Cristo! ¡No déis a la Eucaristía una importancia secundaria, que debe ceder, prácticamente, ante cualquier otra cosa! ¡Entrad en el gozo de la Cena del Señor! Y de este modo tendréis la felicidad de dar cumplimiento al mandato apostólico: "¡alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegraos!" (Flp 4,4).

«Cristiano que desprecias habitualmente la Eucaristía, viviendo normalmente alejado de ella, "¿piensas tú... que escaparás al juicio de Dios? ¿O es que desprecias las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad, desconociendo que la bondad de Dios te atrae a conversión?" (Rm 2,3-4). ¿Quieres y eliges vivir tú y que vivan tu esposa y tus hijos "lejos de Cristo, excluídos de la ciudadanía de Israel y extraños a la Alianza de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef 2,12)? ¿O es que todavía piensas que es posible ser cristiano marginándose de la Eucaristía, es decir, de Cristo-Palabra, de Cristo-Cuerpo eucarístico, de Cristo-Cuerpo místico, congregado en su nombre, presidido por sus pastores?

«La Iglesia sabe que no pueden los fieles vivir la gracia sin la Palabra divina y el Cuerpo místico y eucarístico de Cristo. Y por esas razones profundísimas, no en forma arbitraria, establece en su tradición canónica secular, que hace falta una grave causa para que los fieles se vean lícitamente eximidos de la obligación que tienen de participar en la Misa los domingos y los demás días de precepto (Código 1247-1248). El precepto dominical, gloriosa obligación de amor, declara simplemente la verdad de las cosas: que sin relación habitual con la Eucaristía, el cristiano fallece -con ley o sin ley, es lo mismo-; se queda sin Cristo, que es la Vida; es decir, se muere.

«Cristianos, vosotros, sobre todo, los que sois padres de familia: lo mejor que suele haber en vosotros es el amor a vuestros hijos. Con la palabra y el ejemplo, ayudadles, pues, desde niños a centrarse con vosotros en la Eucaristía, de tal modo que, con la gracia de Dios y la intercesión de la Virgen y San José, forméis siempre una verdadera Familia Sagrada, abierta a todos los bienes de Dios en esta vida y en la otra».

Si alguno me dice: «no me gusta el tono», yo habré de decirle: «cámbiale, pues, el tono, pero di eso mismo». Así o de otra forma, en este tono o en otro diverso -o mejor, en todos los tonos y maneras, según personas y circunstancias-, padres y catequistas, Obispos y párrocos, habrán de llamar a la Eucaristía una y otra vez, sin cansarse, a lo largo de años y decenios, en formas tan insistentes como fuere necesario, con campañas y slogans, carteles y trípticos, visitas y cartas circulares, artículos y pastorales, sin reparar en trabajos y en gastos, con conferencias y congresos, libros y folletos sobre la Misa, en plazas, calles y templos. Siempre y en todo lugar, con oportunidad o sin ella.

Como dice el Vaticano II, «los trabajos apostólicos [todos los trabajos pastorales] se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el Sacrificio y coman la Cena del Señor» (SC 10). ¡La vida entera de la Iglesia tiene «su fuente y su fin» en ese encuentro dominical de todos los fieles en el Sacrificio de la Nueva Alianza! Todo lo demás tiene que venir de ahí, como de su fuente, y todo ha de ordenarse a eso, como a su fin.

Pues bien, en las Iglesias sin vocaciones sacerdotales estas llamadas a la Eucaristía dominical apenas se producen nunca, al menos con insistencia, con fuerza solemne, pública, comprometedora. O a veces el mensaje se pronuncia con acento tan suave y discreto que no llega al corazón de nadie, y a nadie convierte. Se hacen campañas nacionales y diocesanas sobre la solidaridad, los pobres, el paro, la marginación, el hambre, la xenofobia, los enfermos, la ecología, la contribución económica a la Iglesia, la construcción o restauración de templos, y muchos otros temas de indudable importancia. Pero entre el apremio pastoral de esos importantes asuntos y la exhortación explícita a «permanecer en Cristo» por la Eucaristía dominical viene a haber una proporción como de noventa y nueve a uno. De ahí los fieles sacan la consecuencia de que la Eucaristía tiene su importancia, pero que lo que realmente importa para ser cristiano es todo lo referente a la vida moral, especialmente en cuanto ésta se refiere a cuestiones de justicia social.

> Vocaciones. ¿Se comprende, pues, cómo es posible que en esas Iglesias un 80 % de bautizados se mantenga lejos de la Eucaristía habitualmente, sin especiales problemas de conciencia? ¿Se comprende también que no haya en ese ambiente casi ningún cristiano que, ante todo y sobre todo, quiera ser «sacerdote de la Nueva Alianza», el hombre que, con la asamblea cristiana, actualiza en la Eucaristía el Sacrificio de la Redención, en el que «Dios está en Cristo, reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19)?

¿Cómo surgirán vocaciones al sacerdocio pastoral, es decir, vocaciones a la Eucaristía y a la congregación de los fieles, en una Iglesia que, de hecho, no da la prioridad absoluta de sus empeños al culto de Dios y a la redención del mundo en el Mysterium fidei -Cena, Cruz, Resurrección-, es decir, en una Iglesia que está descentrada de su centro absoluto?

2. El sacramento de la penitencia

Es evidente que la condición de ministro del perdón de Dios entre los hombres es uno de los aspectos más hermosos de la figura del sacerdote de la Nueva Alianza. El Cristo resucitado, acercándose a los apóstoles, sopló su aliento sobre ellos, y les dijo: «recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retuviereis les serán retenidos» (Jn 20,22).

Antes he recordado cómo el Sínodo de Obispos de 1971 enseña que el ministerio sacerdotal «hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos», y lo hace, entre otros modos, «perdonando los pecados» (I,4). En este sentido, el ministro del perdón de Dios es para los cristianos un lugar privilegiado para encontrarse con Jesucristo.

>Vocaciones. Donde no hay confesiones, no hay vocaciones. Es una regla que no falla. Como tampoco falla la regla contraria: donde hay confesiones, hay vocaciones. Parece un principio muy sencillo; pero es que, en realidad, los misterios de la gracia son muy sencillos, pues son ante todo para los humildes. Es la soberbia la que complica las cosas, y la que introduce en callejones sin salida.

Pues bien, aquellas Iglesias en las que el sacramento de la penitencia ha sido prácticamente eliminado -mediante absoluciones generales ilícitas o determinadas ficciones- dan lugar a tales deformaciones de conciencia y a tales falsificaciones de la figura del sacerdote católico, que se condenan a sí mismas a no tener vocaciones.

3. La castidad y el celibato

-La castidad

Psicólogos, sociólogos y cualquier persona con buen sentido, todos están de acuerdo en que hoy se padece una erotización morbosa. Así las cosas, a no pocas Iglesias sin vocaciones se les podría decir aquello que San Pablo escribía a la Iglesia en Corinto: «es ya público que reina entre vosotros la fornicación» (1Cor 5,1).

El espíritu de la lujuria, propio de un mundo erotizado, enferma a muchos cristianos ya desde niños y adolescentes, y sigue haciendo estragos en los jóvenes, y también en los matrimonios que, sin usar de los lícitos métodos naturales para regular la natalidad, apenas tienen hijos.

Y sin embargo, siendo ésa la realidad en las Iglesias que no tienen vocaciones, apenas se da predicación y catequesis sobre la castidad, esa forma preciosa de la caridad y del respeto al prójimo -y a uno mismo-, ese espíritu de fortaleza, dominio y libertad.

A los que tantos elogios hacen de la Palabra del Señor habrá que preguntarles: «¿por qué no predicáis esta palabra evangélica?»... Y a los que, con toda justicia, encarecen la dignidad de los laicos y su llamada a la santidad, habrá también que decirles: «¿por qué no recordáis a los fieles, alguna vez al menos, la enseñanza del Apóstol: "no os engañéis: los fornicarios no poseerán el reino de Dios" (1Cor 6,9-10)?». ¿Es que el pueblo no está enfermo de lujuria y no está necesitado de la única medicina específica capaz de sanar al hombre, que es la Palabra de Cristo?

Dirá alguno: «hoy conviene silenciar la castidad, pues hace unos decenios la Iglesia hablaba de ella demasiado». Reitero el argumento que ya di a una objeción semejante: el que predica la castidad con excesiva insistencia da la verdad al pueblo, aunque en forma imprudente; mientras que el que calla la castidad, miente, engaña, falsea el Evangelio con su silencio, y deja que la gente se muera en sus pecados. El presunto exceso del pasado en forma alguna excusa el silencio presente.

¿Cómo va a ser casto un pueblo al que no se le predica la castidad, y más aún si vive en un mundo hundido en la impureza? Si el cristiano «vive de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), cómo va a vivir una Palabra divina que no se le da? Las nuevas generaciones no han de ser privadas de aquellas verdades que quizá se dieron en exceso... a sus abuelos.

Recordemos cómo habla San Pablo de aquellos hombres del mundo antiguo que tiene ante sí: a éstos hombres viciosos «los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos, pues trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador... Por eso los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío... Conocían la enseñanza de Dios, que los que tales cosas hacen son dignos de muerte, y sin embargo, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen» (Rom 1,24...32). ¿Está viva esta predicación apostólica en las Iglesias que no tienen vocaciones?

> Vocaciones. Allí donde la castidad es una virtud escasamente predicada, apenas habrá, lógicamente, vocaciones sacerdotales y religiosas.

-El celibato

Como es sabido, la virginidad-celibato es un valor netamente evangélico, no conocido apenas por el hombre adámico, y ni siquiera por el Israel antiguo. Y es que sólamente se reveló en plenitud cuando Cristo-Esposo se unió con la humanidad-Iglesia en alianza de amor indisoluble. Entonces es cuando Dios abrió este camino de gracia a muchos hombres y mujeres creyentes: un camino, de suyo, aún «mejor», «más feliz», y «más excelente» que el del matrimonio sacramental cristiano; que ya es decir (+1Cor 7,35.40; Trento, 1563: Dz 1810). Pero es un camino precioso que ni los mismos cristianos conocen si no les es iluminado por la predicación.

Pues bien, en las Iglesia sin vocaciones, en las que apenas se predica la castidad, menos aún se hace el elogio de la virginidad. Y si alguna vez se habla de ella, no se afirma tanto su valor en función de Cristo Esposo, sino en función sólamente de una mayor capacidad para servir al prójimo en caridad -argumento muy débil: como si un taxista casado, por serlo, rindiese menos en su trabajo que otro soltero-. No va por ahí el sentido principal del celibato sacerdotal, no. Por él, antes de nada, el sacerdote está llamado «a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa» (Juan Pablo II, 1992, Pastores dabo 22).

> Vocaciones. El valor del celibato y de la virginidad no es captado muchas veces por los mismos cristianos, allí donde no es objeto de una predicación suficiente. Por eso, las Iglesias locales que no predican y no veneran la sagrada virginidad no tienen vocaciones apostólicas.

4. La obediencia

La Escritura sagrada -hace un momento lo veíamos- enseña que estar «abandonado a los deseos del propio corazón» es la mayor desgracia que puede darse en un hombre: verse dejado a la propia voluntad. Es una fórmula de perdición: «los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos» (Sal 80,13); «los entregó Dios a los deseos de su corazón» (Rom 1,24; +28). Por el contrario, conocer y realizar la voluntad de Dios es la suprema felicidad del hombre (Sal 118). Todos los cristianos verdaderos lo entienden. Y a todos ellos, a cada uno según su estado de vida, inculca Cristo la amorosa virtud filial de la obediencia.

La obediencia evangélica, fecunda y liberadora, es la que guarda a los hombres en el amor, la unidad y la paz. Es, concretamente, esa obediencia que ha de prestarse no sólamente a la ley de Dios, sino también a los padres, maestros, pastores y jefes, «como al Señor», «en el Señor», porque «es grato al Señor» (Hch 20,28; Rm 1,30; 13,1-7; 1Cor 11,3; Ef 5,22-24; 6,1.5-8; Col 3,20.22-24; 1Tes 5,12; 1Tim 2,1-2; 5,1-2; 6,1-2; 2Tim 3,2; Tit 2,5; 3,1-3; Heb 13,17; 1Pe 2,13-18; 3,1-6; 5,5). Es ésta una doctrina muy frecuente en la Revelación nueva, como también en la antigua (+Ex 20,12; Dt 5,16). Todo cristiano ha de conocerla y vivirla.

Más aún, a algunos cristianos les da Dios la gracia especialísima de profesar el consejo evangélico de la obediencia, obligándose por él libremente a vivir en la continua obediencia a una Regla y a un Superior, para de este modo librarse del propio juicio y voluntad, y adherirse así con más facilidad y certeza a la gloriosa voluntad de Dios.

Desde el comienzo de la vida religiosa, la Iglesia siempre ha sabido que «el voto de obedecer es el principal, porque por el voto de obediencia el hombre ofrece a Dios lo mayor que posee, su misma voluntad, que es más que su propio cuerpo, ofrecido a Dios por la continencia, y que es más que los bienes exteriores, ofrecidos a Dios por el voto de pobreza» (Santo Tomás, STh II-II,186,8; +Juan XXII, bula Quorundam exigit: 7-X-1317).

Pues bien, la soberbia propia de los países ricos descristianizados de Occidente ignora en gran medida la espiritualidad de la obediencia, tanto en sus formas generales, como más aún en el camino de la vida religiosa. Y esto sucede, como siempre, porque no se vive y predica suficientemente el Evangelio de la obediencia, y porque incluso se enseñan doctrinas contrarias.

> Vocaciones. ¿Cómo surgirán vocaciones a la vida religiosa, allí donde se ignora -o incluso se rechaza- la obediencia evangélica, si ésta es una de las claves principales de esa vida?

Han sido sólo unos ejemplos

Hemos visto hasta aquí cómo la escasez de vocaciones ha de atribuirse principalmente a la falsificación o silenciamiento de importantes verdades de la fe (ejemplos: el demonio; salvación o condenación; secularización), y a la insuficiente suscitación y vida de valores evangélicos principales (ejemplos: eucaristía dominical; sacramento de la penitencia; castidad y celibato; obediencia).

Se trata, como se ve, sólamente de unos pocos temas bien concretos, a mi juicio suficientes. Sin embargo, para explicar adecuadamente la carencia de vocaciones apostólicas sería preciso hacer análisis mucho más amplios sobre la gnosis teológica que la está causando -así lo hace en su obra Manaranche-. Pero eso requeriría un estudio mucho más extenso. Y yo he preferido tratar aquí de la cuestión en un escrito más breve, que pueda ser leído por mayor número de personas.

Seguir a Cristo: amor, oración

He dejado para el final la causa principal de la escasez de vocaciones, la más importante. No puede haber vocaciones si no hay una presentación suficiente de Cristo mismo, y si no se estimula lo bastante una relación íntima y amistosa con Él por la oración y la frecuencia de los sacramentos.

Tres motivaciones principales pueden darse para dejarlo todo y seguir a Jesucristo: 1, la fascinación atractiva del mismo Cristo; 2, la valoración de su doctrina; 3, el atractivo de la misión apostólica. Y las tres, en uno u otro grado, suelen darse en todos aquellos que siguen la vocación apostólica. Pero la motivación principal de las vocaciones es siempre el amor atractivo del mismo Cristo. Y este amor íntimo y personal -«yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20)- ha de ser suscitado en la predicación, y vivido sobre todo en la oración y los sacramentos.

Observemos el ejemplo decisivo de la vocación de los Doce. Cuando ellos «dejaron todo y siguieron a Jesús», fue en el comienzo mismo de la vida pública del Maestro. No le siguieron, pues, admirados de su doctrina: aún no había comenzado apenas a predicar su Evangelio. No dejaron sus trabajos profesionales atraídos por la grandeza y belleza de los trabajos al servicio del Reino: apenas tenían entonces una idea de cuál y cómo iba a ser su ministerio apostólico. Es evidente: lo dejaron todo y siguieron a Jesús, atraídos y fascinados por Él, queriendo ser sus amigos y compañeros.

Por eso las vocaciones apostólicas florecen únicamente en aquellas familias cristianas, parroquias o movimientos, que centran todo el cristianismo en la persona de Cristo, en su amor, en la vinculación íntima de los hombres con Él. Partiendo de esta unión personal con Cristo, suscitan todos los demás valores de la vocación: la difusión del Evangelio, la liturgia, la causa de la justicia, la promoción de los pobres, la salvación de hombres y pueblos, etc. Ese amor personal a Jesucristo es lo único que, cuando Él llama, puede dar fuerzas para decirle que sí, dejarlo todo y seguirle.

 

4

Los caminos de perfección

El mundo

La Escritura y la tradición cristiana ven el mundo secular -el conjunto de pensamientos y caminos acostumbrado por los hombres (+Is 55,8)-, como inficcionado por el pecado -por «el pecado del mundo»-, y por tanto absolutamente necesitado de la verdad y la gracia de Cristo, «Salvador del mundo» (Jn 4,42). No ven, pues, el mundo de los hombres como un plano neutro y horizontal, en el que lo mismo puede cavarse un pozo o alzarse una torre, sino como un plano inclinado, que positivamente inclina al error y al pecado, en complicidad continua con la carne y el demonio. Del mundo, como de la carne (la concupiscencia), ha de decirse que «procede del pecado y al pecado inclina» (Dz 792/1515).

Efectivamente, «la Escritura presenta el mundo entero prisionero del pecado» (Gál 3,22). Por eso, el que se deja llevar del mundo, de sus modos de pensar y de vivir, el que se hace su amigo, se hace enemigo de Dios y de su Envidado (Sant 4,4; 1Jn 2,16; 5,19; 2Cor 4,4), porque el mundo ha odiado y perseguido a Cristo, en su vida mortal, y sigue odiándolo y persiguiéndolo ahora, en los cristianos (+Jn 14,18-21).

Descristianización y mundanización

Pues bien, la descristianización de los pueblos cristianos ricos de Occidente se ha producido sobre todo por una mundanización general de pensamientos y de costumbres. Y así la muchedumbre de los cristianos mundanizados, hoy, en concreto, no sólamente no mira con horror la Bestia moderna ateizante, cuyas cabezas visibles están siempre adornadas de «títulos blasfemos» (Ap 13,1), sino que «sigue maravillada a la Bestia» (13,3). (En mi libro De Cristo o del mundo desarrollo ampliamente este tema).

Jacques Maritain, en su obra, escrita en 1966, Le paysan de la Garonne. Un vieux laïc s’interroge à propos du temps présent, explica bien el proceso. Extracto algunas páginas suyas (85-90), y los subrayados normalmente son míos. «La crisis presente tiene muchos aspectos diversos. Uno de los más curiosos fenómenos que apreciamos en ella es una especie de arrodillamiento ante el mundo, que se manifiesta de mil maneras... En amplios sectores del clero y del laicado, aunque es el clero el que da el ejemplo, apenas la palabra «mundo» es pronunciada, brilla un fulgor de éxtasis en los ojos de los oyentes». Palabras como presencia en el mundo, o mejor aún, apertura al mundo, suscitan estremecimientos de fervor. Por el contrario, «todo lo que amenaza recordar la idea de ascesis, de mortificación o de penitencia es naturalmente apartado. Y el ayuno está tan mal visto que más vale no decir nada de él, aunque por el ayuno se preparó Jesús a su misión pública»...

Ricos y mundanizados. El joven del Evangelio, que fue llamado por Cristo, no quiso dejarlo todo para seguirle, «porque era muy rico» (Mt 19,22). Hoy ocurre lo mismo en muchos países ricos descristianizados. Entre ellos, «porque son muy ricos», casi ningún cristiano quiere dejarlo todo para seguir a Cristo. Están apegados al mundo, y no están libres de su fascinación. Pero tampoco tiene nada de extraño que mantengan esa actitud, si al apego natural, digamos, a las riquezas, se añade además que estos cristianos han sido educados en una nueva actitud espiritual de simpatía y admiración hacia el mundo secular.

Pues bien, cuando una Iglesia mantiene viva la visión bíblica y tradicional sobre el «mundo», como asociado a la carne y al demonio para combatir el Reino de Dios y perder a los hombres, 1.- los laicos se santifican, pues viven en el mundo secular con las cautelas convenientes, y al verlo tan perdido en la mentira y la vanidad, se empeñan en mejorarlo con todas sus fuerzas; 2.- y los sacerdotes y religiosos, al ser llamados por Cristo, están prontos para dejarlo todo y seguirle, buscando así la perfección evangélica propia y colaborando con él en la salvación del mundo.

> Vocaciones. Por el contrario, si prevalece en tal Iglesia una visión del mundo secular extraña al Evangelio y a la tradición, si se ve el mundo como un ámbito no malo, sino neutro; y si, por otra parte, se generaliza la convicción de que da lo mismo, en orden a la perfección, dejarlo todo o seguir con ello, entonces: 1.- los laicos se secularizan, se pierden en su condición secular, no son fermentos evangélicos en el mundo, ni tienen fuerza alguna para mejorarlo; y 2.- los sacerdotes y religiosos también se secularizan, existencial o incluso canónicamente. Y por supuesto, no hay vocaciones.

Pero veamos el complejo tema de las diversas vocaciones con un poco más de amplitud.

La renuncia de los religiosos al mundo

Que los laicos, viviendo en el mundo, están llamados por Dios a la perfección de la vida cristiana es una verdad de fe indiscutible (puede verse mi escrito Caminos laicales de perfección). No me detendré, pues, aquí a estudiar las posibilidades de santificación de los que tienen el mundo, sino la de aquellos otros -sacerdotes y religiosos- que, de uno u otro modo, renuncian a poseerlo. Señalaré algunas verdades de la fe que hacen posibles estas vocaciones, y los errores contrarios que acaban con ellas.

Pues bien, Jesús llama de entre los cristianos a algunos para que dejen el mundo y le sigan (+Mt 19,21.27). Los religiosos, según esto y en palabras del Vaticano II, vienen a ser cristianos que «no sólo han muerto al pecado, sino que también, renunciando al mundo, viven únicamente para Dios» (PC 5a; +Rm 6,11). «Cada día muero» (1Cor 15,31), pues «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14).

Paradójicamente, esta muerte al mundo hace que, entre todos los cristianos, sean precisamente los religiosos los que tienen una vitalidad más fuerte y benéfica, que se manifiesta no sólo en la vida eclesial, sino también en la vida cívica del mundo temporal. Nadie, por ejemplo, ha tenido en la historia civil de Europa o de América un influjo tan profundo y benéfico como los religiosos. Juan Pablo II recordaba hace poco esta realidad histórica tan cierta y notable (29-X-94).

Caminos de perfección más o menos perfectos

Existen actualmente muchos caminos de perfección, antiguos o modernos, reconocidos por la Iglesia, para tender con rapidez y seguridad hacia la santidad: órdenes monásticas, canónigos regulares, órdenes mendicantes, clérigos regulares, así como congregaciones religiosas clericales o laicales, institutos seculares, sociedades de vida apostólica, etc.

Pues bien, es oportuno recordar en esto la enseñanza de Santo Tomás -bastante tradicional en esto-, cuando considera la mayor o menor virtualidad perfectiva de los diversos modos de la vida religiosa, que en su tiempo estaba todavía muy poco diversificada. Afirma el Doctor común en la Summa Theologica unos criterios que hoy nos conviene recordar (STh II-II,188, 1-8).

1.- La mayor o menor excelencia de los institutos diversos de vida consagrada ha de considerarse primariamente por el fin al que principalmente se dedican, y secundariamente por las prácticas y observancias a que se obligan, que vendrán determinadas por ese fin (+II-II,188, 6).

2.- Según eso, el primer grado de perfección corresponde a la vida contemplativa-activa, la que llevaron Cristo y los Apóstoles, pues es más lucir e iluminar que sólo lucir; el segundo grado corresponde a la vida contemplativa; y el tercero a la vida activa (+II-II,ib.). Y aún conviene añadir otros dos principios a esos dos enseñados por Santo Tomás.

3.- La consagración personal, realizada por la profesión de los consejos evangélicos, según dice el Vaticano II, «será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (LG 44a). En esta perspectiva, pues, los institutos con votos solemnes y perpetuos son los más perfectos y perfeccionantes.

4.- Por último, la vida consagrada es, en principio, tanto más perfecta cuanto más efectivamente renuncia al mundo, sea saliendo fuera de él, o manteniéndose dentro de él, pero con suficiente pobreza y recogimiento.

Efectivamente, «si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme»: ya se comprende que en ese dejarlo todo, para seguir a Jesús y buscar la perfección, caben muchos grados y modalidades. En principio, pues, cuanto más completa sea la renuncia al mundo, más idóneo será el camino para el seguimiento de Jesús -es decir, para la abnegación de sí, el crecimiento en la caridad, y la acción apostólica-. Esta renuncia al mundo, por lo demás, puede ser muy radical, aunque se esté en continuo contacto con los hombres: podemos comprobarlo, por ejemplo, en las Hijas de la Caridad o en las religiosas de la Madre Teresa de Calcuta. Én todo caso, es éste un criterio de orden secundario, según enseña Santo Tomás en la primera regla señalada. Es el fin pretendido por cada familia religiosa -volveré sobre ello- lo que caracteriza principalmente su grado de excelencia.

Rectificación de algunos criterios falsos

Si actualmente el aprecio excesivo de la secularidad -que en ciertos ambientes llega al «arrodillamiento ante el mundo»-, es una de las enfermedades más difundidas en el cristianismo de las Iglesias locales más debilitadas, de ahí habrán de seguirse inevitablemente, y también en forma generalizada, ciertos errores respecto a los diversos caminos de perfección. No se verá la vida religiosa, la del seguimiento de los consejos evangélicos, como «mejor y más seguro estado», en expresión de Santa Teresa (Vida 3,5). Incluso, se estimarán mejores aquellas formas de vida consagrada que menos renuncien al estilo de vida del mundo secular. Y consecuentemente, se considerará que un instituto de vida de perfección tendrá tanta mayor fuerza evangelizadora cuanto más secular sea su forma de vida y de acción... Éstos errores y otros semejantes deben ser verificados, afirmando la verdad bíblica y tradicional.

1.- El camino de la vida religiosa es más perfecto y perfeccionador que el de la vida laical. Esta convicción tradicional de la Iglesia, arraigada en la enseñanza de Cristo y en la experiencia secular, fue reafirmada en el Vaticano II.

Este Concilio, por ejemplo, en lo que se refiere a matrimonio y celibato, quiere que los seminaristas, conociendo bien «la dignidad del matrimonio cristiano», sin embargo, «comprendan la excelencia mayor de la virginidad consagrada a Cristo» (OT 10b). Advertimos, sin embargo, que esta fe de la Iglesia sobre la mayor perfección del camino del celibato, de la pobreza y de la obediencia, es negada en ciertos modos de espiritualidad secular.

2.- La vida consagrada dedicada directamente a la evangelización, a la contemplación o al cuidado pastoral de los fieles es de suyo más perfecta, es decir, en principio más santa y santificante, que aquella otra orientada a ocupaciones seculares o a labores asistenciales. Los Apóstoles, en concreto, se reservan exclusivamente para «la oración y el ministerio de la palabra», y forman unos diáconos para que se dediquen al caritativo «servicio cotidiano» de los pobres (Hch 6,1-7). No parece dudoso que los apóstoles, al hacer esto, eligen la mejor parte (Lc 10,42), siendo, al mismo tiempo, muy buena la parte que encomiendan a los diáconos.

La mejor parte y sin duda la más urgente. Dejando el caso concreto excepcional, y considerando las necesidades globales de los hombres y de los pueblos, hay que afirmar y reafirmar que, hoy como siempre, la tarea más urgente para el bien de la humanidad es la predicación explícita del Evangelio. Si este prioritario servicio de evangelización no es cumplido suficientemente, 1º, de tal modo crecerán en el mundo las miserias humanas -hambre y enfermedad, drogadicción y neurosis, paro y guerra- que los servicios caritativos de los laicos y de los religiosos asistenciales se verán absolutamente desbordados, aún más de lo que ya están ahora. Pero además, por otra parte, 2º, se terminarán las vocaciones asistenciales, pues no habrá suficiente acción evangelizadora que las suscite y cultive. De hecho, cualquiera puede comprobar que se van haciendo ya ancianos los religiosos, y que no hay jóvenes dispuestos a relevarles. La urgencia, pues, de reafirmar el primado de la evangelización, sin dejar por eso otras actividades asistenciales muy urgentes, puede verse, por ejemplo, en un San Pablo, que llega a decir: «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1Cor 1,17).

3.- En principio, la vida religiosa más pobre es la que tiene más fuerza santificadora y evangelizadora. Y esto último es verdad tanto entre los pobres como entre los ricos. Así lo demuestra la vida de Cristo y de sus apóstoles, que en la mendicidad evangelizaron a ricos y pobres, sabios e ignorantes. Sigue, pues, vigente la norma de Aquél que envía al apostolado: «no toméis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata, ni tengáis dos túnicas cada uno» (Lc 9,3).

Desde Juan el Bautista, pasando por los apóstoles, los santos de los desiertos, los monjes que hicieron Europa, o los misioneros de América, el Señor ha obrado siempre sus mayores obras de santificación personal y de apostolado a través de cristianos llamados por Él a una gran pobreza, es decir, a una renuncia sumamente radical al mundo secular.

Por supuesto, el Señor suscita formas de apostolado que requieren muchos medios -casas, instalaciones, talleres, bibliotecas, etc.-; pero quienes se sirven de todos esos medios, deben reconocer bien claramente que cuando Cristo aconseja la pobreza se refiere también a los medios puestos en el apostolado. Y así, la misma disposición de esos medios, necesariamente cuantiosos, debe estar marcada con el sello de la austeridad evangélica. Y, lo que es más importante, quienes usan de esos medios para el apostolado no han de poner nunca su confianza en la eficacia de esos medios, sino en la gracia misericordiosa del Omnipotente (expongo más ampliamente este tema en Pobreza y pastoral).

4.- Aquella forma de vida consagrada en la que se renuncia menos al estilo exterior de la vida secular común es menos perfecta, de suyo y en principio, que otras en las que, con plena libertad respecto al mundo, se sigue un camino de vida comunitario netamente inspirado en el Evangelio. Ahora bien, es indudable que el Señor asiste con su gracia a aquellos cristianos que, dóciles a la vocación que Él mismo les da, llevan una forma de vida en la que el mundo -sus costumbres, sus ocupaciones, sus títulos y prestigios, sus vestidos, sus modos de ocio, etc.- se deja menos en lo exterior.

Por el contrario, cuando estos cristianos estiman que su camino, por ser más secular es más perfecto y apostólicamente más eficaz, entonces se apoyan más en la fuerza humana que en la de Dios, y por ahí se debilitan o se pierden. Y es que se alejan en esto de la lógica del Logos divino (1Cor 1,26-31).

5.- La vida consagrada a Dios por votos solemnes y perpetuos debe ser especialmente apreciada, pues en principio es más santa y santificante que aquellas otras que se fundamentan en votos temporales o en otros compromisos menos firmes y estables (+LG 44a; STh II-II,88,6).

> Vocaciones. Fácilmente se entiende que, allí donde no se mantengan vivas estas convicciones de la fe cristiana, y se iguale la virtualidad santificante de todos los caminos, o incluso se consideren éstos mejores cuanto más seculares sean, se acabará con las vocaciones sacerdotales y religiosas.

En fin, quede claro en todo esto que no se compara aquí, por supuesto, la virtualidad santificante, por ejemplo, de un movimiento laical muy ferviente con una orden religiosa muy decadente. Se compara, ya se entiende, estados diversos de perfección en igualdad de condiciones, es decir, en grados semejantes de fidelidad y entrega. Y se hace la comparación en un plano doctrinal, tratando de conocer aquello que es de suyo mejor, en principio, atendiendo a las condiciones objetivas de un concreto camino de vida. En este sentido, siguiendo a Santo Tomás, he recordado estas comparaciones no para otra cosa sino para que andemos siempre humildes en la verdad, pues «la humildad es andar en verdad» (Santa Teresa, VI Mor 10,8). Sólo en la humildad de la verdad florece la vida cristiana y surgen todas las vocaciones cristianas.

La perfección del camino sacerdotal

Una breve nota sobre el tema. Junto a la vocación religiosa, la Iglesia tradicionalmente ha reconocido que la vida pastoral de los sacerdotes, que se da plenamente en los Obispos, es un camino especialmente favorable para la perfección. En efecto, por la vida apostólica, que tantos santos canonizados ha dado a la Iglesia, se asume el mismo género de vida de Cristo y de los Apóstoles, y su misma misión, su mismo oficio y ministerio: ese dar la vida por las ovejas, para que tengan vida, y la tengan sobreabundante (Jn 10); ese «gastarse y desgastarse por las almas, hasta el agotamiento» (2Cor 12,15); esa dedicación sacerdotal «en favor de los hombres, para las cosas que miran a Dios» (Heb 5,1), es un estímulo diario potentísimo para crecer en el amor a Dios y a los hombres, es decir, para ir creciendo día a día en la perfección evangélica.

Por eso el Vaticano II, fiel a la Tradición, afirma que «los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar la perfección», por su nueva configuración sacramental a Jesucristo, y porque de ello depende además en buena medida la eficacia de su ministerio santificador (PO 12; Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, cp. III).

El sacerdote católico recorre su camino diario bajo el impulso de la caridad pastoral, que le lleva a darse en el triple ministerio, como maestro, sacerdote y pastor (PO 13). Pero, al menos en la Iglesia latina, a semejanza de los religiosos, también se perfecciona en su modo según el triple consejo evangélico, es decir, también en él, dedicado a los hombres en las cosas de Dios, hay una radical ruptura con el mundo secular, configurada en la obediencia, la pobreza y el celibato (PO 15-17). Ya no enmarca su vida en las coordenadas primigenias, familia y trabajo (Gén 1,28), sino que «en cuanto representa a Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote... está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa» (Pastores dabo 22). Tampoco se dedica ya a pescar peces, ni a otros trabajos seculares rentables, sino que está dedicado a «pescar hombres» (Lc 5,10). Sin una renuncia, pues, al mundo secular, en sus formas naturales, elevadas por Cristo, de familia y trabajo, no puede el cristiano acceder al sacerdocio ministerial.

>Vocaciones. Pues bien, allí donde se haya secularizado la figura del sacerdote, igualando más o menos el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común; allí donde se haya olvidado o negado que el sacerdote hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos; allí donde se ignore o se niegue que la vida sacerdotal es especialmente santificante -especialmente estimulante del amor a Dios y al prójimo-, y que, por tanto, de suyo, en orden a la santidad, no da lo mismo ser sacerdote o laico; allí donde no estén vigentes éstas y otras convicciones bíblicas y tradicionales, disminuyen necesariamente o desaparecen las vocaciones sacerdotales. Ésta es una afirmación teórica, doctrinal; pero es al mismo tiempo una comprobación práctica, de experiencia.

Mundanización-secularización y escasez de vocaciones

> Vocaciones. Volviendo al tema de la mundanización secularizante, habrá que decir que la escasez de vocaciones debe atribuirse en buena parte a dos causas:

1ª.-Apenas hay cristianos que quieran renunciar al mundo para seguir a Jesucristo, o bien porque están apegados al mundo, como el joven rico (Mt 19,22), o bien porque les han hecho creer que tal renuncia no trae especiales ventajas para la vida espiritual y el apostolado.

2º.- Los seminarios y noviciados de ambiente mundano defraudan gravemente a aquellos cristianos que quieren dejar el mundo, para seguir a Cristo, al servicio de los hermanos. Y en ocasiones, esos Centros formativos ejercen sobre esas personas presiones difícilmente soportables.

Es un dato de experiencia que las verdaderas vocaciones al sacerdocio o a la vida religiosa se ven continuamente hostilizadas en los seminarios o noviciados de ambiente secularizado, y que en ocasiones, incluso, acaban con ellas o las malean. Por lo demás, es fácil comprobar que son estos Centros los que menos vocaciones atraen. Y al contrario, los Centros formativos que más vocaciones atraen son aquéllos cuya vida es notablemente distinta a la del mundo secular y claramente mejor, más evangélica.

 

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La pastoral vocacional

Prefieren seguir en sus ideas que tener vocaciones

Hay centros religiosos o diocesanos que, antes que aceptar las orientaciones de la Iglesia, prefieren quedarse sin vocaciones. No pueden menos de saber que, en circunstancias sociales y culturales análogas, otros centros religiosos o diocesanos, que se identifican con la doctrina y la disciplina de la Iglesia, tienen vocaciones, y a veces muchas. Pero, por supuesto, no por este dato de experiencia abandonan aquéllos su obstinación suicida. Ellos viven fuera de la realidad eclesial; tienen bastante con sus ideas.

Citaré un ejemplo. Una encuesta reciente hecha en las diócesis de un país grande de Europa, mayoritariamente católico, muestra que en ellas la proporción media por un seminarista es de 22.575 habitantes. Unicamente en dos diócesis la media es de casi 70.000, lo que significa que su escasez de vocaciones es más del triple de la media nacional. Pues bien, al poco tiempo de hacerse públicos estos datos, un profesor de una de esas dos diócesis publica un artículo en el que denuncia que

«la rigidez del aparato eclesiástico termina por preferir el mantener un prototipo de cura, antes que garantizar la presidencia y celebración eucarística de las comunidades». Y profundiza más en su análisis: «Frecuentemente, el problema-obsesión del número de seminaristas, se utiliza como solapamiento del intento de volver a los modelos negativamente clericales de antaño o de la ofensiva sacerdotalizadora del presbiterado, que supone una práctica rejudaización del mismo» (19-III-94, subrayados míos)... Lo digo yo en otras palabras: «La Iglesia tiene la culpa de que nosotros no tengamos vocaciones, porque se obstina en mantener un modelo de cura distinto del que nosotros, proféticamente, queremos producir»... La idea es formidable.

En realidad, no pocas veces, las Iglesias locales sin fuerza para suscitar vocaciones, tampoco la tienen para dar buena formación doctrinal y espiritual a las que en ellas nacen, por milagro de Dios. Y así se forma un círculo vicioso. A veces, en esas situaciones, faltan vocaciones allí donde faltan buenos seminarios y noviciados.

Y aún señalaré otra situación especialmente lamentable. Hay quienes piensan así: «ya sabemos que si quisiéramos hacer sacerdotes o religiosos al estilo tradicional, tendríamos vocaciones. Pero eso sería un paso atrás inadmisible en la vida de la Iglesia. Antes de eso, preferimos no tener vocaciones». Partiendo, pues, de ese planteamiento, ellos siguen procurando en su pastoral vocacional y en sus Centros formativos un modelo de sacerdote y religioso abiertamente diverso del que la Iglesia quiere. Y el hecho de que, como consecuencia, persista una extrema escasez de vocaciones no les angustia especialmente, sino que en cierto modo les alegra, porque piensan que «una carencia de vocaciones, suficientemente prolongada, obligará por fin a la Iglesia a cambiar su modelo de sacerdote o religioso, y a aceptar el que nosotros hoy, proféticamente, propugnamos». Datos objetivos obligan a pensar que esta siniestra hipótesis no es sólamente un mal sueño o un juicio temerario.

Quienes así piensan y actúan están, pues, echando un pulso a la Iglesia y al Señor Jesucristo, que la gobierna a través de los Pastores sagrados. ¿De quién habrá que pensar que será la victoria?...

Pero, en fin, todas estas nieblas se disipan con la luz de una verdad muy sencilla: siendo nuestro Señor Jesucristo quien da la gracia de las vocaciones, es normal que las dé donde éstas se configuran del modo que Él quiere, y que no las suscite donde pretenden configurarlas en modos contrarios a su voluntad. Ahora bien, cómo quiere Cristo que se configuren las vocaciones sacerdotales y religiosas no es una voluntad que permanezca oculta, ni que sea un mero objeto de adivinaciones aventuradas, sino que se manifiesta suficientemente en la Tradición y el Magisterio apostólico doctrinal y disciplinar, en las Reglas y constituciones religiosas, así como en los santos, sean sacerdotes o religiosos, que han sido canonizados para ejemplo universal.

Pérdida del instinto de conservación

Causa perplejidad la obstinación de algunas Iglesias o familias religiosas en ciertas desviaciones doctrinales o prácticas, por cuya causa principal se están extinguiendo por falta de vocaciones. Es como si hubieran perdido el instinto de conservación. Se muestran incapaces de someter a un sereno discernimiento las doctrinas teológicas y espirituales que les han conducido a la situación terminal en que se encuentran.

Algunos enfermos, en las fases más graves de su mal, pierden el instinto de conservación, se arrancan los tubos a los que están conectados para seguir con vida, rechazan las medicinas que les podrían curar, y realizan movimientos bruscos sin sentido, completamente inútiles, y a veces perjudiciales.

La capacidad de resolver un problema radica, en primer lugar, en reconocer su existencia y en averiguar luego las causas que lo producen. Es normal, por ejemplo, que en una carretera haya de vez en cuando algún accidente. Pero si en cierta carretera hay accidentes continuamente, habrá que decidirse a examinarla, procurando descubrir los posibles fallos de trazado y construcción que explican tantos accidentes. Es normal que alguna vez se produzcan intoxicaciones por la comida. Pero si casi todos los que han ingerido un cierto alimento se han puesto enfermos ¿no habrá que analizarlo y retirarlo del consumo?

¿Qué planteamientos doctrinales y disciplinares han prevalecido en una Iglesia local o regional durante los últimos decenios, para que en ella se haya reducido a la mitad el número de cristianos practicantes y a un tercio el de las vocaciones apostólicas? ¿Hacerse esta pregunta, con ánimo sincero de hallar las causas, para modificar éstas y reorientar la dinámica de sus efectos, supone un pesimismo perjudicial y una curiosidad morbosa?

Ignorancia de las causas e impotencia sobre sus efectos

No hay conocimiento científico de un fenómeno -en realidad, no hay conocimiento de ningún género- cuando se ignoran completamente sus causas. Ni hay posibilidad tampoco de modificar los efectos.

Produce, pues, una gran perplejidad la torpeza con que ciertas Iglesias y familias religiosas enfrentan su carencia casi total de vocaciones, impulsando unas campañas vocacionales que ignoran por completo las causas doctrinales y disciplinares del fenómeno que quieren superar. Aunque si he de hablar claramente, no es tan extraño que así suceda, pues las mismas debilidades doctrinales y disciplinares que causan la esterilidad vocacional, son las que causan muchas veces la esterilidad de esas campañas vocacionales. ¿Esperan obtener vocaciones con slogans estimulantes, carteles y trípticos, Días y concentraciones juveniles?... Si todos esos medios, de suyo buenos y relativamente necesarios, están impregnados del mismo espíritu que causa la carencia de vocaciones, lógicamente no servirán para nada. No sirven, de hecho.

Las Iglesias que permanecen largamente sin vocaciones -o digámoslo con más exactitud, quienes en ellas dirigen la pastoral vocacional- muchas veces no tienen casi ni sospecha de cuál pueda ser la causa real de esa carencia, y por eso no consiguen apenas nada, aunque multipliquen sus trabajos con la mejor intención. Convendría que se pararan a pensar un momento, y que se hicieran esta pregunta: ¿merece la pena seguir lanzando campañas vocacionales, mientras se dejan intactas las causas doctrinales y disciplinares que están causando tal ausencia de vocaciones?... Quizá con esas actividades consigan una cierta conciencia de que en tan grave cuestión «se hace todo lo que se puede», pero sin duda los esfuerzos serán -son- altamente decepcionantes.

No se puede tener todo a la vez

Mientras en las librerías de una Iglesia o institución religiosa se difunda literatura ortodoxa y heterodoxa; mientras en un seminario o noviciado haya profesores que enseñen contra la doctrina católica e ironicen sobre el Catecismo; mientras en esos mismos medios se falsifique impunemente la historia, acusando al pasado y a la Iglesia de todos los males, al mismo tiempo que se glorifica al mundo moderno y se ignoran o se minimizan sus horrores; mientras en no pocas parroquias venga a eliminarse prácticamente el sacramento de la penitencia, sustituyéndolo por ciertas ficciones; mientras, de modo generalizado y sin apenas resistencias, se impugne allí «el modelo» de presbítero o religioso que la Iglesia enseña y manda, y se arrincone, lógicamente, a quienes encarnan ese «modelo»... no es posible que haya vocaciones, por muchos Secretariados y Comisiones que se establezcan, por perfecta que sea la organización de las Campañas y de los Días, por sincero, esforzado y bienintencionado que sea el trabajo de las personas. Es inútil.

Por el contrario, cuando una Iglesia o familia religiosa, aunque sea con grandes sufrimientos, persecuciones y marginaciones, guarda fielmente «la Palabra de Dios y el testimonio de Jesús» (Ap 1,2; 20,4); cuando en sus seminarios y noviciados, catequesis y librerías difunde únicamente la fe católica; cuando impide eficazmente que con abusos habituales se cometan sacrilegios en la Eucaristía y los sacramentos, especialmente el de la penitencia; cuando allí se acepta con humildad lo que la Iglesia enseña o dispone... etc., entonces ciertamente hay vocaciones, Dios las suscita, existan o no Secretariados, Comisiones y Campañas, y tanto mejor si existen, pues fácilmente querrá Dios servirse de esas modestas mediaciones.

Y es que no se puede tener todo al mismo tiempo. Si una Iglesia quiere tener una imagen moderna, liberal-permisiva, y desea contar así con el respeto del mundo y el aprecio de otras Iglesias que llevan ese mismo aire, conseguirá tener ese respeto y aprecio; pero no tendrá vocaciones. Y si de verdad quiere tener vocaciones, tendrá que recuperar una fidelidad martirial, en doctrina y disciplina, que le hará perder en buena parte su prestigio ante el mundo secular y ante otras Iglesias. Pues bien, es cuestión de elegir. No se puede tener todo al mismo tiempo.

Por sus frutos los conoceréis

A lo largo de este estudio, he dejado escrito en muchas ocasiones, como un ritornello, que «con tales planteamientos, es imposible que haya vocaciones». Ya se entiende por el contexto el alcance de tal afirmación, que no pretende poner en duda la omnipotencia del Misericordioso, pues «de las piedras puede Dios sacar hijos para Abraham» (Mt 3,9). Pero es llegado el momento de precisar más una cuestión tan delicada, con proposiciones más ajustadas.

Desde luego, la afirmación referida es válida si se habla en general del conjunto de las Iglesias, en las que indudablemente hay un nexo causal entre desviaciones doctrinales y prácticas y ausencia de vocaciones. Otra cosa muy distinta es que tal principio pueda aplicarse automáticamente, sin discernimiento, a una Iglesia concreta. A ese nivel las cosas se hacen mucho más complejas y delicadas, y las causas de la ausencia de vocaciones en ciertas Iglesias quedan ocultas en el misterio de la Providencia divina.

De modo semejante, cuando se examina en general el fenómeno de una natalidad bajísima en pueblos cristianos muy ricos, puede atribuirse con relativa certeza a su descristianización espiritual. Pero otra cosa muy distinta es atreverse a realizar allí el mismo diagnóstico si se considera el caso de un matrimonio concreto.

No obstante, pues, la complejidad de la cuestión que nos ocupa, es posible indicar para ella algunos criterios de discernimiento.

«Todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos» (Mt 7,17), o no da fruto alguno. Las Iglesias son como árboles plantados por Dios: si están sanos, dan buenos y abundantes frutos de vocaciones; si están enfermos, no dan fruto o lo dan malo. En esta cuestión, como en cualquier otra, está siempre vigente ese criterio general de discernimiento enseñado por Jesucristo. Sin embargo, requiere para su justa aplicación no pocas precisiones y matizaciones.

1.- En las Iglesias más fieles a la Iglesia es normal que haya una relativa abundancia de vocaciones. Y aunque a veces esa fidelidad no sea mayoritaria en el ambiente de la diócesis, basta muchas veces con que el Obispo y unos pocos, aunque tengan muchas fuerzas en contra, luchen con toda su alma por la fidelidad doctrinal y práctica, para que, a corto o medio plazo, Dios bendiga con nuevas vocaciones ese esfuerzo martirial -ciertamente martirial, pues en él tendrán que «perder la vida» y el honor mundano-. Dios suscitará a jóvenes que quieran sumar sus fuerzas a ese empeño heroico.

-Es cierto que no pocas familias religiosas que se mantienen plenamente fieles a la Iglesia carecen, sin embargo, de vocaciones. Las causas no están en ellas, sino en factores eclesiales exteriores negativos, de los que dependen en buena parte y sobre los que no pueden actuar.

-También puede haber Iglesias fieles que, sin embargo, apenas tengan vocaciones. Por razones análogas. Pero este supuesto será menos frecuente, ya que una Iglesia local tiene en sí misma tal plenitud de medios de santificación -palabra y sacramentos, comunión de los fieles y guía apostólica, escuelas y publicaciones, catequesis y templos, etc.-, que si se guarda a sí misma en la verdadera doctrina y en la verdadera disciplina de la Iglesia, normalmente recibirá de Dios el don de las vocaciones.

2.- Las Iglesias y familias religiosas en las que abundan los errores y los abusos disciplinares, ciertamente, no suelen tener apenas vocaciones. De hecho, esto es así, y es normal que así sea. Más aún, hemos de reconocer de buen grado que esto debe ser así. En efecto, Dios engañaría a su pueblo si diera buenas cosechas a unos campos que los campesinos regaran unas veces con agua y otras con ácidos corrosivos. El Señor no debe hacerlo, y no lo hace. «Es Dios quien da el crecimiento» (1Cor 3,7), y Él sólamente da buenas cosechas a los campos regados con agua, y cultivados según sus preceptos. ¿Cómo podría obrar de otro modo sin engañarnos?

-Incluso en esas Iglesias o familias religiosas poco fieles Dios suscita algunas vocaciones, muy escasas, por amor a su pueblo, para que no se quede absolutamente sin sacerdotes y religiosos. Pero estas vocaciones no suelen proceder de la vida general de esas Iglesias o institutos religiosos, sino más bien de Restos fieles que en ellos perviven -movimientos laicales sanos, familias cristianas, dirección espiritual de tal o cual sacerdote o religioso, etc.-. No sería honesto, por lo demás, ignorar las grandes dificultades por las que a veces esas vocaciones han de pasar entonces, al acudir a los Centros formativos de esas Iglesias y familias religiosas.

3.- Otras situaciones, en fin, exigen discernimientos y distinciones más sutiles, o como he indicado, quedan en no pocos casos ocultas en el misterio de la Providencia divina.

Trabajar en la suscitación de vocaciones:

1º, con profundidad

En el Sínodo de 1990, sobre La formación de los sacerdotes en la situación actual, los Padres sinodales, como recuerda Juan Pablo II, declararon explícitamente que «la crisis de las vocaciones al presbiterado tiene profundas raíces en el ambiente cultural y en la mentalidad y praxis de los cristianos. De aquí la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija decididamente hacia la reconstrucción de la "mentalidad cristiana", tal como la crea y sostiene la fe» (Pastores 37).

Toda acción educativa y pastoral debe tener indudablemente una dimensión vocacional; y ahí es donde la pastoral vocacional ha de darse en modo extensivo (ib. 41). Pero la pastoral específicamente vocacional parece que ha de ser más bien intensiva, aunque no prescinda de algunas acciones extensivas, sin duda convenientes.

La pastoral vocacional, sobre todo, ha de trabajar intensa y profundamente en algunas personas y grupos. Téngase en cuenta que en las Iglesias con grave carencia de vocaciones, frecuentemente los jóvenes con indicios vocacionales adolecen de grandes ignorancias y errores, de considerables atrofias y desviaciones. Por eso, para desarrollar en ellos, a la luz de la fe, «una mentalidad y práctica» genuinamente cristianas, que les independice y libere de un «ambiente cultural» cerrado a las vocaciones, es precisa una acción pastoral muy profunda, asidua y personal, capaz de ayudarles a reconstruir completamente su personalidad cristiana. A esta dimensión última se refiere la Pastores dabo vobis cuando encarece en la pastoral vocacional la necesidad de «la dirección espiritual» (40).

2º, con toda esperanza

Todos hemos podido comprobar que algunas Iglesias o familias religiosas tienen vocaciones, aunque unas y otras estén rodeadas de situaciones eclesiales generalizadamente desérticas. Plantas surgidas en el desierto. Voy a contar dos casos reales. Y los lectores conocerán bastantes más, gracias a Dios.

En una gran diócesis de Hispanoamérica, muy escasa por entonces en vocaciones, un párroco humilde y trabajador, obediente a la Iglesia y muy orante, asumió una gran parroquia, que dirigió por «la línea» católica tradicional, es decir, según el Concilio Vaticano II. Su orientación pastoral era, pues, bastante diversa de la que seguían muchas otras parroquias de su área. Actualmente, después de dos o tres decenios, proceden de su feligresía 24 sacerdotes y 3 Obispos, más varios seminaristas mayores, sin contar religiosos y religiosas, y una cantidad innumerable de familias verdaderamente cristianas.

En una diócesis de Europa, por esos mismos años, al llegar el nuevo Obispo encontró una situación lamentable. En el Seminario, concretamente, había unos pocos seminaristas confusos, «a la búsqueda de la identidad sacerdotal» -que en buena parte ignoraban, por lo visto, ellos y sus formadores, veinte siglos después de la primera venida de Cristo-. Puesto a la obra, el Obispo restauró en pocos años la ortodoxia y la ortopraxis en la diócesis, y reordenó el Seminario según la doctrina y disciplina de la Iglesia. Como no permitía en su Iglesia errores doctrinales o sacrilegios, éstos dejaron de producirse -ya que se producen mientras es posible-. En veinte años los seminaristas se multiplicaron por once: pasaron de 10 a 113. Y en todo este proceso no hubo propiamente milagros, sino una perfecta coherencia entre causas y efectos. Hubo, eso sí, un Obispo que, eligiendo justamente sus colaboradores, se atrevió a trabajar, con toda fidelidad doctrinal y disciplinar, al servicio de la Iglesia, contando, pues, ciertamente con la gracia y con la cruz de Cristo.

Es algo cierto: trabajando pastoralmente con absoluta fidelidad a la Iglesia, y por tanto a Dios, aunque ello quizá suponga enfrentamientos graves con el mundo, y aún mucho más graves y dolorosos con la parte mundanizada de una Iglesia, hay frutos: hay vocaciones. «Dios está con nosotros».

3º, con mucha y humilde oración

Nuestro Señor Jesucristo quiere, nos manda, que pidamos al Padre, y que pidamos «en su nombre», asegurándonos la eficacia de nuestras súplicas (Jn 14,13; 15,16; 16,23-26). Y concretamente nos manda pedir por las vocaciones, cuya escasez, en cierta medida, se da en forma permanente: «La mies es mucha, y los obreros pocos. Pedid, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37).

Los empeños pastorales, por tanto, en favor de las vocaciones habrán de centrarse ante todo en las campañas de oración por las vocaciones sacerdotales y religiosas. Es ésta una explícita voluntad de Jesucristo. Aunque todo estuviera mal en una Iglesia -la doctrina, la disciplina, la práctica sacramental, la vida moral, el ministerio pastoral, etc.-, una oración perseverante y confiada, que pide al Señor vocaciones, tiene una eficacia infalible, y más aún si es comunitaria: «si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre, que está en los cielos» (Mt 18,19).

Esta palabra de Cristo, como todas las suyas, es verdadera y no puede fallar. Por eso, si una Iglesia local no tiene vocaciones, habrá que preguntarse si en ella se hace suficiente oración de petición por las vocaciones... «No tenéis, porque no pedís», dice Santiago (4,2). Y si argumentáramos a eso: «sí que pedimos por las vocaciones», podría replicarnos el mismo apóstol: «no recibís, porque pedís mal» (4,3). En efecto, nuestras oraciones alcanzan infaliblemente sus esperanzas si pedimos «en el nombre de Jesús», es decir, haciendo nuestro su espíritu: por tanto, desde la más profunda humildad, y con toda confianza.

Una oración no cristiana, sino pelagiana, que no se funda en la bondad misericordiosa de Dios, sino que acentúa la fuerza y la generosidad presuntas de la juventud, adulando a ésta lamentablemente, por muy comunitaria y multitudinaria que sea, no tiene por qué obtener lo que pide, pues no solicita al Padre «en el nombre de Jesús», es decir, en su espíritu.

A modo de ejemplo, e inspirándome en un encuentro juvenil real, veamos una muestra de oración pelagiana por las vocaciones: «Te damos gracias, Señor, por este encuentro, en el que hemos reflexionado sobre el modelo de Iglesia y de sacerdote que querríamos los jóvenes de N. N. Hemos comprendido que el status general en que se encuentra sumergida la Iglesia hace de ella una estructura jerárquica que poco tiene que ver con el mundo real, del cual está cada vez más distanciada. Son muchos los que la consideran un negocio, un montaje, un sistema de poder o cosas aún peores. Queremos que la misa sea una comida familiar, no una obra de teatro. Queremos que la catequesis sea una reunión de amigos, no una clase. Queremos menos dogmas y más diálogo. Queremos tantas cosas. Pero también hemos comprendido, Señor, que no cambiarán las cosas sin la creatividad y el impulso nuevo de la juventud, que...» etc.

Con oraciones semejantes no se consigue de Dios el don preciosísimo de las vocaciones. En realidad, quienes se atreven a «orar» en tales actitudes, le desagradan y ofenden gravemente.

La oración de petición infalible, la que conmueve el corazón de Dios, la que consigue de él todo, también las vocaciones, es la oración humilde y confiada. Es la oración que, incluso en las situaciones más lamentables, todo lo consigue de Dios, pues a Él se dirige «desde lo más profundo» de nuestra impotencia, de nuestra infidelidad, de nuestra esterilidad, de nuestras culpas. «De profundis clamavi ad te, Domine... Señor, escucha mi voz. Si llevas cuenta de nuestros delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?» (Sal 29,1-3).

Modelos bíblicos y litúrgicos para ella, desde luego, no nos faltan. Podemos imaginar una oración comunitaria por las vocaciones, tomando como trama básica un himno del profeta Daniel:

«Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y glorioso es tu Nombre. Porque eres justo en cuanto has hecho con nosotros, [dejándonos sin pastores, permitiendo la dispersión de tu rebaño, la ruina de tu Templo]. Todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios.

«Porque hemos pecado y cometido iniquidad, apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido [: nuestros padres y también nosotros, buscamos nuestros intereses, y no los de Jesucristo; y tanto ellos como nosotros hemos abandonado la Eucaristía, despreciando la Palabra, el Cuerpo y la Sangre de tu único Hijo, nuestro Salvador Jesucristo].

«Por el honor de tu Nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu Alianza, no apartes de nosotros tu misericordia [reúnenos de nuevo en tu rebaño, suscita para congregarlo pastores santos, haznos dignos de entrar a tu servicio, pues no lo somos; danos para ello un corazón nuevo, y vence nuestras voluntades rebeldes con la fuerza omnipotente de tu gracia].

«Por Abrahán, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas [por Jesucristo, tu Hijo, para que su muerte en la Cruz no sea vana; por la Santísima Virgen María, para que muchos hombres la conozcan y la amen; por tus santos apóstoles Pedro y Pablo, etc. -letanía de los santos-].

«Ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. [Si seguimos por el camino que llevamos, en unos años más habremos de decirte:] No tenemos profetas, ni jefes [ni sacerdotes, ni seminaristas, ni religiosos], ni sacrificios, ni ofrendas, ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia.

«Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde. [Danos un corazón nuevo, que no esté fascinado por el mundo visible, sino enamorado de ti. Que no piense tanto en sí mismo, como en tu gloria y el bien temporal y eterno de todos los hombres. Llámanos, y danos tu gracia para que seamos capaces de entregarte nuestras vidas incondicionalmente, en la forma que tú quieras]. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia; porque los que en ti confían no quedan defraudados» (Dan 3,26-29.34-41).

Oraciones de este espíritu, que expresen «un corazón quebrantado y humillado» (Sal 50,19), una confianza que se alza a Dios desde lo más profundo de la condición humana y pecadora (o tantas otras oraciones semejantes: +salmos 73 ó 78, el Templo en ruinas; 79, la Viña devastada; etc., bíblicas o no), han de ser parte necesaria de una plegaria comunitaria por las vocaciones.

¿Alguien se atreve a creer que tales oraciones, celebradas una y otra vez, frecuentemente, cada mes, cada semana, con la perseverancia propia de la oración cristiana, y si es posible, presididas por el Obispo y ante el Santísimo Sacramento, pueden ser desoídas por el Señor?

La adulación de la juventud

Aquellos que, por gracia de Dios, han sido destinados por su Obispo o Superior para trabajar en la pastoral de las vocaciones han de ejercitar muchas virtudes, que no entro a describir, y han de evitar muchos defectos, de los cuales sí quiero destacar uno.

Eviten como una peste adular a la juventud, como si elogiando sus presuntas virtudes de sinceridad, inocencia, generosidad, fuerza y creatividad, fueran así a ganarla mejor para Cristo. A Cristo no se llega sino por el camino de la humildad, que es el de la verdad. Él sólamente sabe «santificar en la verdad» (Jn 17,17). No sabe santificar de otro modo.

Los jóvenes, como los adultos, son «hijos de Eva», están asediados por mil tentaciones externas, y lastrados por mil debilidades internas. Son, simplemente, hombres pecadores, necesitados de una salvación que Dios realice por gracia.

El elogio adulador de la juventud implica además una concepción de la vida humana sumamente falsa y pesimista. Si la juventud fuera sinónimo de generosidad y valor, veracidad y autenticidad, por simetría antitética, la condición adulta del hombre, y aún más su vejez, estarían caracterizadas por el egoísmo y la cobardía, la mentira y la hipocresía. En otras palabras: según eso, el hombre con los años iría normalmente empeorándose. Este juicio, como se ve, no resulta excesivamente estimulante para los mayores ¡y tampoco para los jóvenes! Pero, felizmente, es mentira en la mayor parte de los casos. Cualquiera sabe que en mil ocasiones una persona joven egoistilla y con la cabeza llena de pájaros ilusorios, con los años, con el matrimonio, la experiencia y las luchas de la vida, en definitiva, con la gracia de Dios, va haciéndose más abnegada y generosa, más veraz, serena y realista. Como los vinos, el hombre normalmente mejora con los años. Ésta es la visión optimista del hombre que conviene transmitir a los mayores ¡y también a los jóvenes!

Cualquier hombre joven, si no es un mentiroso, habrá de confesar como San Pablo: «no sé lo que hago, pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago... Es el pecado, que mora en mí... Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rom 7,15-19). ¿A qué viene, pues, adularle si, como nosotros, como todos, es hombre pecador?

El Evangelio que hay que anunciar a los jóvenes -y a los niños, adultos y ancianos, y a los ricos y los pobres, y a los sanos y los enfermos- consiste en asegurarles lisa y llanamente que sin Cristo Salvador no van a salir de su miseria, están perdidos, sin camino, no van a poder nada (+Jn 15,5), y sus presuntas buenas intenciones van a resultar ineficaces. Más aún: que están muertos en sus delitos y pecados, más o menos sujetos al Príncipe de este Mundo, gran Padre de la Mentira (+Ef 2,1-3; Jn 8,43-45). Pero que si se acercan a Cristo por la fe y por la súplica, «si le aman y guardan sus mandatos» (+Jn 14,15; 15,10), es decir, si se hacen discípulos suyos, van a recibir, por pura gracia de Dios, una vida nueva, santa, verdadera, luminosa, benéfica, libre, eterna.

Ése es el Evangelio que hay que predicar a jóvenes y a niños, adultos y ancianos. Ir a unos y a otros con adulaciones pelagianas es darle a beber veneno a un enfermo.

Conversión del pecado y aumento de vocaciones

Empleando modos bíblicos de pensamiento y expresión, podría decirse: el Señor está muy enojado con las Iglesias locales en las que se producen, en modos relativamente estables, desviaciones heréticas y sacrilegios; y no suscitará en ellas vocaciones mientras no reconozcan sus pecados y se conviertan de ellos. Y muy especialmente está ofendido por los pecados contra la fe cometidos, en formas habituales, por no pocos de los pastores. «Sus sacerdotes han violado mi Ley, y han profanado mis cosas sagradas» (Ez 22,26).

Recordemos que el pecado de infidelidad, que lesiona más o menos gravemente la fe, puede definirse como un acto de voluntario disentimiento acerca de una verdad revelada, suficientemente propuesta (STh II-II,10, arts. 1.2.4). Y recordemos también que el pecado de infidelidad, después del odio a Dios, «es el mayor de cuantos pervierten la vida moral», por ser el que más aleja de Dios al hombre (3 in c.). Si tal pecado es cometido por un sacerdote en el ejercicio de su ministerio, como maestro de la verdad católica, el pecado es aún más horrible. Y si se produce en el ámbito de las acciones litúrgicas -por ejemplo, en una celebración comunitaria del sacramento de la penitencia-, deriva normalmente en sacrilegio.

Pues bien, cuando en una cierta Iglesia éste y otros graves pecados semejantes pueden darse en alguna medida de modo estable, es decir, más o menos impune, podría hablarse en ella, como se dice a veces al tratarse de una sociedad civil, de una situación de pecado o, si se quiere, de un pecado social -aunque Dios distingue perfectamente en esa Iglesia a sus hijos fieles de aquellos otros que no lo son-. Cabría, pues, transponer a una Iglesia local concreta, en la que abundan las infidelidades doctrinales y disciplinares, lo que Juan Pablo II enseña acerca de este grave tema:

«Cuando la Iglesia habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales.

«Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar o, al menos, limitar determinados males sociales, omite hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo [de una Iglesia concreta]; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio alegando supuestas razones de orden superior [no dejar al pueblo sin sacerdote; no alterar en la comunidad cristiana la paz (!), no poner en peligro la unidad (!), etc.]. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas.

«Una situación -como una institución o estructura- no es, de suyo, sujeto de actos morales. Así pues, en el fondo de toda situación de pecado hallamos siempre personas pecadoras. Esto es tan cierto que, si tal situación puede cambiar en sus aspectos estructurales e institucionales por la fuerza de la ley o por la ley de la fuerza, en realidad el cambio se demuestra incompleto, vano e ineficaz, por no decir contraproducente, si no se convierten las personas directa o indirectamente responsables de tal situación» (extractos de exh. apost. Reconciliatio et pænitentia 16; 1984).

Si la escasez o ausencia de vocaciones en una Iglesia local ha de atribuirse muchas veces a la proliferación en ella de errores doctrinales y abusos disciplinares, habrá que concluir que no habrá vocaciones sino en la medida en que haya conversión, es decir, vuelta a la fidelidad católica en doctrinas y prácticas.

La Nueva Evangelización

Y con esto, llegados al final, volvemos al principio. «El justo vive de la fe, la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 1,17; 10,17). Tanto la re-evangelización de la muchedumbre de bautizados alejados, como la suscitación de abundantes vocaciones apostólicas, lo mismo que la conversión de los pueblos paganos, todo comienza por el anuncio del Evangelio tal como es, entero y armonioso, sencillo y fuerte; el Evangelio de Jesucristo, que es «el mismo ayer y hoy y siempre» (Heb 13,8): pecado y gracia, mundo y Reino, el Príncipe de este Mundo y Cristo Rey, debilidad suma de la carne y fuerza gloriosa del Espíritu, condenación eterna o salvación eterna, etc.

Aquella Iglesia que no tenga fuerza para predicar el Evangelio de Cristo -éste: no hay otro-, sino que abundando en falsificaciones y silencios, decaiga en un eticismo naturalista, languidecerá más y más en la vida que de Dios procede, perderá un año tras otro muchos de sus fieles, apenas se mostrará fecunda en nuevos hijos y, por supuesto, no tendrá vocaciones apostólicas. Habrá, pues, de ser re-evangelizada o bien desde fuera, o bien por aquel Resto que Dios en ella guarda, y a veces oculta, con muy especial providencia

El Cristo del Apocalipsis llama a conversión a las Iglesias

El Nuevo Testamento se termina con el Apocalipsis. Y este breve escrito va a cerrarse también con ese libro inspirado. Cuando el Cristo del Apocalipsis escribe a las siete Iglesias de Asia, va mezclando a un tiempo elogios y recriminaciones. Sólo a dos de las Iglesias dirige únicamente acusaciones, y aún así, lo hace con inmenso amor... A una y a otra no les exige cambios organizativos, modificaciones de imagen, método o lenguaje, o cosas semejantes, sino simplemente fidelidad a la doctrina recibida, y vuelta al amor primero.

«Al Angel de la Iglesia de Sardes escribe: Tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto. Ponte en vela, reanima lo que te queda y está a punto de morir. Acuérdate de cómo recibiste y oíste mi Palabra: guárdala y arrepiéntete» (3,1-6).

«Al Angel de la Iglesia de Laodicea escribe: Puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca. Tú dices: "Me he enriquecido, nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo... Sé ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3,14-22).