JOSE ANTONIO SAYES

El tema del alma en el Catecismo de la Iglesia Católica

Indice

I. Causas de una crisis

Influjo protestante, 2. Influencia de la filosofía trascendental, 3. La actitud antidualista, 3.

II. Repercusiones en la escatología

1.- Un poco de historia, 5. 2.- León Dufour y la Resurrección de Cristo, 7. Conclusión, 8.

III. La doctrina del Catecismo

1.- El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, 9. 2.- El alma y el conocimiento de Dios, 11. 3.- La fundamentación de la moral, 12.

IV. Resurrección de Cristo y escatología

1.- La resurrección de Cristo, 13. 2.- La resurrección de los hombres, 14. 3. - La existencia del purgatorio, 17.

V. La respuesta a las objeciones

a) La antropología bíblica, 17. b) El tiempo más alla de la muerte, 18. c) La retribución plena del alma, 18.

VI. Los inconvenientes de las nuevas teorías

Conclusión, 19.

Notas, 21.

Probablemente ningún concepto de la tradición filosófica de inspiración cristiana ha sufrido más en los últimos años que el concepto del alma espiritual e inmortal, afectando así no sólo al tema antropológico sino al tema escatológico del alma separada después de la muerte en la escatología intermedia, y en consecuencia, como veremos, a la misma resurrección de la carne y del mismo Cristo. Por ello, era sumamente interesante el estudio de esta materia en el Catecismo de la Iglesia católica, toda vez que dicho Catecismo habría de abordar tanto el aspecto antropológico como el escatológico.

Pero, antes de entrar en el estudio del contenido del Catecismo, examinemos brevemente las causas y motivaciones de las crisis actual sobre el concepto de alma.


I. CAUSAS DE UNA CRISIS

Podríamos señalar tres causas de la crisis actual del concepto del alma: el influjo protestante, la filosofía trascendental y la llamada antropología unitaria.

Influjo protestante

Es claro que se ha dado un influjo del protestantismo en el tema que nos ocupa. Desde que O. Cullmann (Inmortalité de l’âme ou résurrection des morts?, Neuchâtel-Paris 1956) lanzara el eslogan de que la inmortalidad del alma es una idea griega contrapuesta a la idea bíblica de la resurrección de los muertos, no son pocos los que se han lanzado al intento de olvidar toda idea de inmortalidad natural. Es curioso que Alhbrecht (Tod und Unsterblichkeit in der evangelischen Theologie der Gegenwart, Paderborn 1964, 112-120), al hablar del asunto, confiese que en el rechazo de la inmortalidad natural del alma se verifique el principio protestante de la justificación por la sola fe: el hombre no podría presentar ante el juicio final nada propio, y, evidentemente, la inmortalidad sería algo propio y natural. No olvidemos, por otro lado, que en el mundo protestante todo aquello que presenta el adjetivo de «natural» es aceptado con recelo a partir del principio luterano de la total corrupción del hombre por el pecado original (Cf. J. Ratzinger, Escatología, Barcelona 1984, 118-135).

Influencia de la filosofía trascendental

Una tendencia innegable que ha influido en la situación actual es la actitud que constata en el hombre la existencia de la conciencia; de una conciencia que tiende al infinito, sin deducir de ello que tiene que existir en el hombre un principio espiritual que explique los actos de la conciencia. Es el caso, por ejemplo, de Alfaro, que habla del carácter trascendente de la subjetividad y de la conciencia humana sin que en momento alguno use el término de alma (De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Salamanca 1988, 207-209). Y de la misma manera que se opta por Dios por la vía del postulado sin emplear el principio de causalidad que nos conduce con certeza a su existencia, se habla también de los actos espirituales del hombre sin concluir que debe existir un principio espiritual que los cause.

La actitud antidualista

Otro factor que ha influido indudablemente en este sentido es la actitud antidualista de cierta antropología actual: el hombre es una unidad corpóreo-espiritual. Se podría hablar en todo caso de dos aspectos o dimensiones en él, pero no de dos principios diferentes: cuerpo y alma. Sin distinguir suficientemente entre dualismo (desprecio del cuerpo, considerado como cárcel del alma, como aquello que subyuga al alma y que no tiene relevancia para la salvación) y dualidad (existencia de dos principios en el hombre en una unidad personal), se ataca la existencia de la dualidad de principios en el hombre.

En este sentido tenemos teólogos que en su antropología hablan y usan el término de alma, pero lo entienden dentro de un esquema unitario que no permite la subsistencia del alma separada después de la muerte. Se puede hablar en el hombre de dos dimensiones, la espiritual y la corporal, pero no de dos principios que permiten la subsistencia separada del alma después de la muerte (1). Esto sería dualismo; además, una parte del hombre, el alma, no puede ser sujeto de retribución plena, de una retribución que es definitiva en cuanto que supone salvación o condenación. (Cf. J. L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión, Santander 1983, 324).

Pues bien, se llega así a la existencia del alma más bien por la vía del postulado, puesto que es una dimensión que posibilitaría la dignidad del hombre, la existencia de la ética y la posibilidad de que el hombre sea interpelado por Dios (2). Conocemos la existencia del alma, dicen, pero no su esencia o naturaleza (3). No se usa el camino de la demostración filosófica.

El concepto de alma se presenta así, más bien, como un concepto funcional, en cuanto que posibilita la dignidad y la trascendencia del hombre, pero no ha de ser entendido como un principio diferente de otro principio corporal en una visión dual de principios (4). El alma, en la perspectiva tomista, es precisamente la forma del cuerpo, es decir, su estructuración, su sentido pleno y trascendente. Por ello, la visión tomista de la antropología, se nos dice, conoce un único ser dotado de materia y forma, por lo que es la perspectiva más lograda de todas. La forma no es un ser aparte o en frente del cuerpo; es forma en cuanto que ejerce la función de informar y estructurar a la materia, formando un ente con ella (5).

No admiten, pues, estos antropólogos que el alma sea creada inmediatamente por Dios, y así hay quien se muestra indignado con la Humani Generis, acusándola de haber tomado una salida salomónica en el problema del evolucionismo: La encíclica habría encontrado este tipo de solución: «Bien, el cuerpo puede venir por evolución, pero el alma, no; el alma es creada directamente por Dios» (6). No, dicen los mencionados autores, el alma misma viene por evolución en el sentido de que Dios mismo ha dado a la materia la capacidad de autotrascenderse. Es ésta la teoría de K. Rahner (7). Por supuesto que, según esta antropología, en la muerte es todo el hombre el que muere (8).

Claro que, siendo así, y si no hubiera ningún elemento de continuidad, la resurrección sería una total recreación. Advierten por ello que ha de darse una continuidad entre el muerto y el resucitado: un yo que perdura y que constituye la condición de posibilidad de la restauración íntegra del hombre por parte de Dios en el momento de la muerte. Pero, en todo caso, esto no implica necesariamente que se afirme la inmortalidad natural del hombre; bien puede ocurrir que Dios confiera esa inmortalidad al hombre como don (9).

II. REPERCUSIONES EN LA ESCATOLOGIA

El tema de la escatología, e incluso el de la resurrección de Cristo, se ha visto cuestionado no poco en virtud de esta llamada antropología unitaria.

Sabido es que la fe católica sostiene una escatología de doble fase: la escatología del alma humana que pervive tras la muerte gozando de la unión con Dios, sufriendo la condenación o completando su purificación en el purgatorio, y la fase de la escatología final que coincide con la parusía del Señor al fin de los tiempos y con la recuperación por parte del alma de la unión con el cuerpo resucitado.

Esta visión de la escatología ha sido puesta en entredicho en la medida en que no se admite la posibilidad de un alma separada, y se postula que en el mismo momento de la muerte resucita el yo humano con una nueva corporalidad que no es ya la que se entrega al sepulcro. Con el mencionado eslogan de Cullmann ha ido ganando terreno la convicción de que la inmortalidad del alma no es un tema bíblico (Cf. J. Ratzinger, Escatología, Barcelona 1980, 106), aunque sin duda alguna la motivación más decisiva en el asunto, como recuerda Ratzinger (ib. 107), ha sido la defensa de una antropología unitaria que impide hablar del alma separada (10).

Pues bien, fundamentalmente, las teorías que se han desarrollado en esta dirección se han apoyado en tres supuestos:

1) la antropología bíblica no es una antropología dual. Los términos de basar y nefes indican no dos principios diferentes en el hombre, sino al hombre todo entero en cuanto débil y sometido al sufrimiento (basar) y en cuanto viviente (nefes).

2) Se basan también estas antropologías en que en el más allá no hay tiempo, por lo que la resurrección tiene lugar para cada muerto en el mismo momento de morir. Aquí morimos en la sucesión del tiempo y del espacio, pero todos resucitamos en el mismo momento, porque los muertos entran con su yo en un mundo en el que no hay sucesión temporal.

3) Finalmente, se argumenta que una parte del hombre, el alma, no puede ser sujeto de una retribución plena.

Todo esto ha tenido también como consecuencia que se defienda por parte de algunos que Cristo resucita en el mismo momento de la muerte con una corporalidad diferente de la sepultada, privando así de significado al hallazgo del sepulcro vacío y quitando contenido objetivo a las apariciones. Algunos han afirmado incluso que, si hoy en día se encontrara el cadáver de Cristo, ello no perjudicaría para nada la fe en la resurrección (Cf. W. Brändle, Musste das Grab Iesu leer sein?: Orientierung 31, 1967, 108-112).

1) Un poco de historia

No pretendemos en este apartado hacer una presentación exhaustiva de la nueva visión de la escatología sino hacer alusión a algunos de sus representantes más significativos. Comencemos por algunos representantes del protestantismo.

-P. Althaus. Uno de los primeros que postuló una nueva visión de la escatología fue P. Althaus (Die letzten Dingen, Gütersloh 1964). Piensa Althaus que el mantenimiento del estadio intermedio del alma separada quita significación a la corporeidad humana y a la resurrección. El alma separada gozaría ya de Dios plenamente, con lo que la muerte no habría tenido ninguna repercusión dramática. La resurrección corporal queda privada ya de relieve. Ello supone una concepción de la felicidad como algo puramente espiritual al margen del cuerpo y se introduce por otro lado un duplicado innecesario de juicio (particular tras la muerte y final).

Propone Althaus el caer en la cuenta de que la muerte supone el tránsito al más allá del tiempo, de modo que, aunque tiene lugar para nosotros en momentos sucesivos de la historia, al trasladarnos al más allá por la resurrección, nos conduce a la parusía y al juicio definitivos. Se trata, por lo tanto, de una escatología de fase única y definitiva.

-E. Brunner se expresó en términos análogos (Das Ewige als Zukunft und Gegenwart, München 1965). Él viene a decir que en el más allá no existe la temporalidad, de modo que nuestras muertes se realizan en la sucesión del tiempo, pero en virtud de la resurrección después de la muerte ya no se puede hablar de distancia con respecto a la parusía. En la presencia de Dios, dice Brunner, mil años son como un día.

-C. Stange, por su lado (Die Unsterblichkeit der Seele, Gutersloh 1925), presentó la idea de que con la muerte muere todo el hombre (Der Ganztod), sin que nada de él sobreviva, de modo que la resurrección es interpretada como una nueva recreación del hombre. Por parte católica, ya Teilhard de Chardin y K. Rahner, en un primer momento, defendieron que, no pudiendo ser pensada la existencia del alma separada después de la muerte, habría que concluir que el alma mantiene una relación con el cosmos, de modo que así tuviera una corporeidad permanente. K. Rahner hablaba de la pancosmicidad del alma, por la que sigue manteniendo una relación trascendental con la materia.

-L. Boros, más concretamente, fue el que profundizó la idea de que el hombre resucita en el mismo momento de la muerte, dejando para el eschaton la consumación final como transformación del cosmos y de la historia. Es decir, la muerte de cada hombre conlleva la cadena de resurrecciones sucesivas (en el respectivo momento de su muerte), aunque toda esta cadena de resurrecciones no encontraría su plenitud sino en la parusía final del Señor (Mysterium mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung, Olgen 1964).

Habría, por lo tanto, un estadio intermedio, de no consumación plena, pero no del alma separada, sino de la totalidad del hombre en su unidad corpóreo-espiritual que el hombre alcanza ya por la resurrección en el mismo momento de la muerte.

-G. Greshake, por su lado, sostiene que cada hombre resucita en el mismo momento de morir, de modo que el eschaton no tiene significado alguno, puesto que la consumación escatológica y definitiva tiene lugar en los momentos sucesivos de las resurrecciones personales. Tiene lugar así una serie de consumaciones individuales que hace supérflua la realidad del eschaton (Auferstehung der Toten, Essen 1969). Se suprime, por lo tanto, toda realidad de estadio intermedio.

Con todo, Greshake ha cambiado de postura, volviendo prácticamente a la posición de Boros, por la necesidad de dar relieve al eschaton como consumación final del cosmos y de la historia. (Cf. G. Greshake en: R. Schulte, G. Greshake, J. L. Ruiz de la Peña, Cuerpo y alma. Muerte y resurrección, Madrid 1985).

-Ruiz de la Peña, finalmente, parte también como los anteriores de la imposibilidad de admitir la existencia del alma separada después de la muerte. ¿Cómo puede ser sujeto de retribución plena el alma, una entidad incompleta a nivel ontológico? (La otra dimensión, Santander 1986, 324). Además, si el alma goza ya plenamente de Dios, ¿qué significado puede tener para ella el eschaton, la parusía, etc.? Defiende Ruiz de la Peña que ni el Magisterio ni la Biblia imponen la escatología de doble fase.

La inmortalidad del alma se admite como condición de posibilidad de la misma resurrección, en cuanto que, si no persistiera un núcleo personal, Dios tendría que recrearlo todo en la resurrección. Por ello hay un núcleo personal que pervive, aunque no es necesario hablar de una inmortalidad natural del yo: Dios podría conferir tal inmortalidad por gracia (La imagen... 151). A partir de ese núcleo personal Dios resucita al hombre en su ser integral.

Ahora bien, el hombre, al morir, entra por la resurrección en el más allá, rebasando con ello el continuum de la temporalidad de aquí abajo, de modo que la resurrección coloca al hombre en otra categoría, en la eternidad participada. No quiere decir esto que el hombre, en el más allá, no tenga una cierta temporalidad, puesto que si careciera de ella, coincidiría con Dios. La temporalidad del más allá es un intermedio entre la temporalidad del continuum de aquí y la eternidad estricta de Dios. Se podría hablar de una duración sucesiva, pero discontinua, y sobre la base de esa discontinuidad, se podría pensar que el muerto, al trascender el tiempo, traspasa de golpe la distancia que nos separa a nosotros del final de la historia, del eschaton, y entra en contacto con él: «Saliendo del tiempo, el muerto llega al final de los tiempos, un final que, siendo inconmensurable según los parámetros de la temporalidad histórica, equidista de cada uno de esos momentos. El instante de la muerte es distinto para cada uno de nosotros, pues se emplaza en la sucesividad cronológica de nuestros calendarios; el instante de la resurrección, en cambio, es el mismo para todos» (La otra dimensión, 350). Al pasar la barrera de la muerte, el muerto entra en contacto con el eschaton que, cronológicamente hablando, no es distinto de la muerte.

2) León Dufour y la Resurrección de Cristo

La prueba de que estas teorías comprometen la resurrección, la tenemos en el estudio de Léon Dufour sobre la resurrección de Cristo (Resurrección y mensaje pascual, Salamanca 1974). Toda la interpretación que hace León Dufour de la resurrección de Cristo está condicionada por la mencionada antropología unitaria que sitúa la resurrección en el mismo momento de la muerte al margen del cadáver sepultado.

Viene a decir Léon Dufour que la resurrección de Cristo se entiende más bien como exaltación gloriosa; es una realidad metahistórica y a ella sólo se llega por la fe.

Hay, según él, en el Nuevo Testamento un doble lenguaje para hablar del misterio pascual de Cristo: 1) uno es el lenguaje de exaltación propio de los himnos (Flp 2, 6 ss.) que habla de la exaltación gloriosa de Jesús sin hacer mención de la recuperación del cadáver, y 2) el lenguaje de resurrección propio de las confesiones de fe (1 Cor 15, 3-5) que hacen referencia al sepultado. Entiende Léon Dufour que el más genuino es el lenguaje de exaltación. El lenguaje de resurrección es un lenguaje inadecuado que tiende a representar la resurrección como un acontecimiento de la historia que viene cronológicamente después de la muerte de Jesús. Pero el lenguaje de la resurrección no es el único (ib. 87).

Lo mismo ocurre con las apariciones de Jesús: hay un lenguaje tipo Galilea que presenta en las apariciones dos elementos: la iniciativa de Jesús y la misión a la que envía a los suyos. El lenguaje Jerusalén incorpora en las apariciones de Jesús un elemento nuevo que es el de reconocimiento de su cuerpo resucitado. Lógicamente León Dufour privilegia el primer tipo de lenguaje.

En las apariciones a Pablo (Gal 1, 13-23; Flp 3, 7-14; 1 Cor 9, 1-2; 1 Cor 15, 81-10) falta el elemento de reconocimiento. Ahora bien, si es verdad que Pablo equipara su aparición a las demás, ¿pertenece el elemento de reconocimiento a la esencia de la aparición? (ib. 109). Es claro que el lenguaje de Jerusalén se fue imponiendo, porque mientras el de Galilea (exaltación de Cristo glorioso) marcaba el fin de la historia, la tradición yeroslimitana permitía situar en el pasado el acontecimiento pascual y lanzar la historia de la Iglesia hacia la resurrección final (ib. 159).

A las apariciones de Jesús no se les puede someter a la alternativa de exteriores o interiores. El encuentro con Cristo resucitado no desemboca en una visión, sino en la fe; no es como el encuentro con una persona en la calle, sino como la experiencia de amor entre dos personas (ib. 308).

No puede negar León Dufour el hecho de que las mujeres encontraron el sepulcro vacío (dado que él sabe que en la antropología judía la resurrección implica la recuperación del cadáver), pero puesto que no cuenta con él para la resurrección de Cristo, habría que pensar, dice en la primera edición francesa, que se volatilizó en el espacio de tres días (Ed. París 1971, 304, nota 43). Conclusión que se vio obligado a cambiar en ediciones posteriores (y entre ellas, la española), afirmando que al historiador no le compete saber sobre la cuestión del destino del cuerpo de Jesús (Resurrección y mensaje pascual, 309, nota 43). El hallazgo del sepulcro vacío que vemos en los evangelios no mira, dice nuestro autor, en primer lugar a señalar el vacío, la carencia del cadáver (con un pretendido valor de demostración), cuanto a señalar la victoria de Dios sobre la muerte (ib. 172-173).

En una palabra, la resurrección de Cristo es una realidad de gloria y triunfo personal de Cristo, a la que se accede sólo por la fe y de la que no podemos tener constancia histórica.

Hablar de resurrección corporal, dice Léon Dufour, no consiste en mantener una identidad o continuidad con el cuerpo terrestre, lo cual responde más bien a una antropología dualista: alma inmortal que viene a recuperar el cuerpo sepultado. El cadáver ya no tiene relación alguna con aquel que ha vivido, porque retorna al universo indiferenciado de la materia. En consecuencia, el «cuerpo de Jesucristo es el universo asumido y transfigurado en él. Según la expresión de Pablo, Cristo en adelante se expresa por su cuerpo eclesial. El cuerpo de Jesucristo no puede ser limitado, por tanto, a su cuerpo "individual"» (ib. 320).

Conclusión. Hemos visto cómo la admisión de la antropología unitaria ha terminado por comprometer no sólo la existencia de un estadio intermedio del alma separada sino, en último término, la misma resurrección corporal de Cristo.

Todas estas teorías, a juicio del documento de la Comisión Teológica Internacional sobre Algunas cuestiones actuales respecto a la escatología (1992; en La civiltà cattolica: 3401, 7-III-1992, 458-494), han conducido a una «penumbra teológica», de modo que con ellas los fieles no reciben ningún apoyo para su fe y consiguen poner en duda algunas verdades. Los fieles, dice el documento, oyen discutir sobre la existencia del alma, sobre el significado de la supervivencia, y presentar la resurrección en términos incomprensibles y contrarios a la Tradición (ib. 460). El pueblo cristiano oye con perplejidad homilías en las cuales, mientras se sepulta el cadáver, se afirma que ese muerto ya ha resucitado. «Hay que temer, confiesa el documento, que tales homilías ejerzan un influjo negativo sobre los fieles, porque pueden favorecer la actual confusión doctrinal» (ib. 468).

Visto lo cual, vamos a exponer la doctrina del Catecismo. Quede claro que el Catecismo, en su metodología, emplea una exposición positiva de la doctrina. Es decir, no se dedica a refutar errores, sino a exponer positivamente la doctrina de la Iglesia, aunque lo hace con tal claridad que el lector puede comprobar inmediatamente si las teorías mencionadas pueden concordar o no con su doctrina.

III. LA DOCTRINA DEL CATECISMO

El primer apartado en el que hay que buscar la doctrina del Catecismo (Cathecismus Ecclesiæ Catholicæ = CEC) es, sin duda alguna, el de la creación de hombre a imagen y semejanza de Dios. Esta concepción del hombre aparecerá también a la hora de presentar la dignidad de la persona como fundamento de la ética. Visto así el tema antropológico, estudiaremos a continuación la resurrección de Cristo, para terminar con el tema de la resurrección del hombre y de la escatología. Creo que ésta es la exposición más lógica y coherente.

1. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios

Dice el Catecismo: «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz de conocer y amar a su Creador" (GS 12, 3); es la "única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por sí misma" (GS 24, 3); él sólo es llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad» (CEC 356).

Así comienza el Catecismo hablando del hombre, recogiendo los mejores textos de Gaudium et Spes, para decir a continuación que el hombre, por ser imagen de Dios, tiene la dignidad de persona, de modo que no es algo, sino alguien; alguien «capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y de entrar en comunión con otras personas», siendo llamado por la gracia a una alianza con su Creador, y a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro puede dar en su lugar (CEC 357). Todo ha sido creado para el hombre, y el hombre ha sido creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación (CEC 358).

Sigue el Catecismo recogiendo el pensamiento de Gaudium et Spes 22,1, que enseña que el misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado. Y gracias a la comunidad de origen, dice el Catecismo, todo el género humano forma una unidad (CEC 360).

Hechas estas afirmaciones sobre el carácter trascendente y personal del hombre, entra el Catecismo a analizar, más a fondo, la naturaleza humana. Y es así cuando expone una rica y precisa doctrina al respecto.

El Catecismo subraya que el hombre es a la vez un ser corporal y espiritual (CEC 362). Y llama la atención la preocupación del mismo por subrayar la unidad personal del hombre al tiempo que la dualidad (no dualismo) de principios que en él se dan. Para subrayar la unidad, acude al concilio de Vienne (DS 902), considerando al alma como «forma» del cuerpo. Aquí el término de «forma» va entre comillas, como diciendo con ello que no trata de asumir una filosofía determinada con sus particulares implicaciones de escuela, cuanto de afirmar el pensamiento fundamental y básico según el cual «es gracias al alma como el cuerpo constituido de materia es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas, sino que su unión forma una única naturaleza» (CEC 365). El concilio de Vienne pretendía, con su doctrina del alma como forma del cuerpo humano, no canonizar el hilemorfismo, sino mantener la unidad sustancial del hombre, que quedaba comprometida si se admite que el hombre tiene varias almas. El cuerpo humano, sigue diciendo el Catecismo, participa de la dignidad de ser «imagen de Dios», precisamente porque está animado de un alma espiritual, de modo que es la persona, toda entera, la que está destinada a llegar a ser, en el Cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo (CEC 364).

Así afirmada la unidad personal del hombre, el Catecismo subraya asimismo que en el hombre hay una dualidad de principios que tienen origen diferente. Consciente de que en la Sagrada Escritura el término de alma puede significar la vida humana (toda la persona humana), sabe también el Catecismo y recuerda que dicho término designa también en la Biblia lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y lo más valioso en él (cf. Mt 10,28; 2 M. 6,30), aquello por lo que el hombre es más particularmente imagen de Dios, de modo que «alma significa el principio espiritual del hombre» (CEC 363) (11).

Y, según esto, el cuerpo y el alma tienen un origen diferente. Mientras el cuerpo proviene de los padres, el alma es creada inmediatamente por Dios. Así lo confiesa el Catecismo católico: «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf. Pío XII, enc. Humani Generis, 195: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es "producida" por los padres-, y que es inmortal (cf. Cc. de Letrán V, año 1513: Ds 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (CEC 366) (12).

Laterano IV, Humani Generis y Credo del Pueblo de Dios sostienen, de acuerdo con la inmortalidad natural que siempre ha mantenido la Iglesia respecto del alma, que ésta subsiste después de la muerte separada del cuerpo, hasta que se junte a él en la resurrección final.

Es difícil pedir mayor claridad a un texto sobre el alma, su existencia, su origen y su condición inmortal. Pero al presentar esta doctrina, el Catecismo no solamente es consecuente con la Tradición, sino que escapa de las enormes contradicciones en las que incurre la teología moderna cuando defiende la llamada visión unitaria del hombre. Cuando las corrientes modernas, en aras de un unitarismo exacerbado, defienden que en el hombre no hay dualidad de principios, caen en el error de atribuir a un solo y único principio acciones materiales y espirituales, lo cual es metafísicamente imposible. Un perro jamás hablará y un ángel jamás comerá. Un principio material no podrá nunca realizar acciones espirituales, porque lo que tiene partes extensas en el espacio no podrá nunca producir lo simple, es decir, aquello que carece de dimensiones materiales. La materia engendra siempre materia. De la misma manera, la materia no sacará nunca a la luz al alma humana; por ello ésta sólo puede tener su origen en una nueva y directa creación de Dios.

Dejemos que lo diga Sto. Tomás de una forma lapidaria: «El alma, como es substancia inmaterial, no puede ser producida por generación, sino sólo por creación divina. Decir, pues, que el alma intelectiva es producida por el que engendra, equivale a negar su subsistencia y a admitir, consecuentemente, que se corrompe con el cuerpo. Es, por consiguiente, herético decir que el alma intelectiva se propaga por generación» (STh I, q.118,2)

El único origen posible del alma es, por tanto, la creación directa e inmediata por parte de Dios. El alma no proviene de la evolución. Ni aun con la potenciación de Dios puede surgir lo simple a partir de lo que tiene partes extensas en el espacio, pues se trata de dimensiones contrarias.

Por otra parte, es también un contrasentido decir que del alma propiamente conocemos sólo su existencia, no su naturaleza. Pero ¿cómo es posible decir que existe algo que trasciende a la materia, a lo que tiene partes extensas en el espacio, y decir también que desconocemos su naturaleza? ¿No es ésa justamente su naturaleza?

Postular, en fin, el concepto de alma como un concepto funcional y no ontológico constituye una contradicción más. A veces, los mismos defensores de esta tesis se percatan de su contradicción, pero no consiguen fundamentar la ontología del alma (13).

Ciertamente, el Catecismo habla de la espiritualidad y la inmortalidad como dimensiones naturales del alma. Es consciente de que, para hablar en el hombre de un elemento sobrenatural, la Sagrada Escritura usa el término de «espíritu» (ruah), por el que el alma es elevada gratuitamente a la comunión sobrenatural con Dios (CEC 367).

2. El alma y el conocimiento de Dios

A propósito del conocimiento racional de Dios, creemos que el Catecismo realiza un progreso respecto de la Tradición. Ha presentado, junto a la vía del mundo para llegar a Dios, la vía del hombre, pero purificándola de toda connotación propia del postulado y confiriéndole una base ontológica.

Efectivamente, en la redacción del Catecismo enviada a los obispos en 1990, se leía lo siguiente: «A partir del hombre, con su apertura a la verdad, su sentido moral, la voz de su conciencia, su aspiración al infinito y a la felicidad, se puede conocer a Dios como Verdad suprema y Bien supremo» (nº 129).

Ahora, en cambio, en la redacción definitiva, leemos lo siguiente: «con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. "Semilla de eternidad que en sí lleva, irreductible a la sola materia" (GS 18,1; cf. 14,2), su alma no puede tener origen más que en Dios» (CEC 33).

Este párrafo es de una importancia incalculable. Con él se ha evitado el recurso a la vía del postulado, la de Kant o la que sigue la escuela de Maréchal, para llegar a Dios. En efecto, la tendencia al Infinito, la apertura a la Verdad y a la Belleza prueban que tendemos a ellas, no que de hecho existen. Esta tendencia del hombre al Infinito sirve, por supuesto, para plantear al problema de Dios desde dentro del hombre, pero nunca asegura una respuesta, pues la realidad no puede ser probada por el deseo (J. A. Sayés, Principios filosóficos... 60-61; 95,99,101; 150-156).

Se ha preferido así en el Catecismo dar una base ontológica a la llamada prueba del hombre: la tendencia al Bien, a la Verdad y al Infinito, la libertad misma del hombre y su conciencia son signos de un alma espiritual, la cual, siendo irreductible a la materia, sólo en Dios puede tener su origen. De este modo, del postulado se ha pasado a una prueba de verdadero alcance ontológico: sencillamente, hay en el hombre un alma espiritual que no puede provenir de la materia y que, por tanto, sólo en Dios puede tener su origen inmediato. De la irreductibilidad del alma a la materia, deduce el Catecismo que su origen inmediato es Dios. Yo diría incluso que, con este procedimiento, se ha recuperado lo bueno de la Tradición agustiniana, apuntalándolo con una buena ontología del alma. Se da en este párrafo una constatación de la existencia del alma a partir de sus manifestaciones espirituales, y una prueba de la existencia de Dios en cuanto que el alma es irreductible a la materia y sólo puede provenir de El.

3. La fundamentación de la moral

La fundamentación de la moral tiene en el Catecismo un doble polo: el polo de la dignidad trascendente de la persona humana creada a imagen de Dios (ética natural) y el polo de la vocación del hombre en Cristo a la visión beatífica como último fin y que vivimos por la fe, la esperanza y la caridad según la ley nueva (la gracia del Espíritu Santo) y el espíritu de las bienaventuranzas.

Nos interesa ahora solamente el primer elemento, el fundamento natural de la ética. Y dice así el Catecismo: «Dotada de una alma "espiritual e inmortal" (GS 14), la persona humana es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado en sí misma" (GS 24, 3). Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna» (CEC 1703). Es por esto por lo que el hombre está dotado de razón, voluntad, libertad y conciencia (1704-1706).

Hablando el Catecismo del carácter inviolable de la vida humana, dirá, a propósito del quinto mandamiento, lo siguiente: «La vida humana es sagrada, porque desde su inicio comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente» (Congr. Doctrina Fe, instr. Donum Vitae, introd. 6) (CEC 2258) (14).

IV. RESURRECCION DE CRISTO Y ESCATOLOGIA

Vimos cómo el rechazo de la posiblidad de la existencia del alma separada después de la muerte conducía a la admisión de una resurrección del cuerpo en el mismo momento de la muerte al margen del cadáver sepultado, lo cual conducía como consecuencia a la alteración de la resurrección de Cristo. Ahora partiremos de la resurrección de Cristo para exponer después la resurrección de los muertos y el problema de la escatología intermedia. Es la resurrección de Cristo la causa y el modelo de nuestra resurrección. Pero, por otro lado, pensamos que es el dogma de la resurrección de los cuerpos al final de la historia lo que conduce a la Iglesia a la fe en la existencia de una escatología intermedia del alma. Con otras palabras, es la fe en la resurrección final de los cuerpos lo que conduce a la creencia en una escatología del interim. Comencemos, pues, por la resurrección de Cristo.

1. La resurrección de Cristo

En el tema tan traído hoy en día de la resurrección de Cristo llama la atención el tremendo equilibrio que el Catecismo mantiene entre dos afirmaciones:

a) Por un lado, la resurrección de Cristo es trascendente, final, escatológica, por medio de la cual su cuerpo queda glorificado. No es una vuelta a la vida natural, sometida aún al sufrimiento y la muerte como en el caso de Lázaro.

b) Pero, por otro lado, esta resurrección de Cristo no ha escapado a la historia, porque se ha manifestado históricamente mediante el sepulcro vacío y las apariciones. De este modo, el Catecismo no sólo es fiel a lo que dicen los textos de la S. Escritura, sino que escapa al fideísmo en el que caen hoy en día tantos teólogos.

Comienza el Catecismo diciendo que el misterio de la resurrección de Cristo es un hecho real que ha tenido manifestaciones históricamente constatadas, como lo atestigua el Nuevo Testamento (Cf. J. A. Sayés, La resurrección de Cristo y la historia en: Cristología fundamental, CETE, Madrid 1985, 329ss). En este sentido, el primer elemento que conduce a los discípulos a la fe en la resurrección es el hallazgo del sepulcro vacío. Este hallazgo por sí solo no es ciertamente una prueba (puesto que por sí solo podría ser interpretado de otro modo), pero es un signo esencial (CEC 640). Juan afirma que, al llegar al sepulcro y ver las vendas en el suelo (enrolladas, pero sin contenido) (Jn 20,6), le hizo ya creer.

Pero fueron sobre todo las apariciones las que condujeron a los apóstoles a la fe: apariciones a Pedro, los doce, etc., hombres concretos, conocidos por los cristianos, de los que la mayoría vivían entre ellos, como confiesa Pablo. «Con estos testimonios, afirma el Catecismo , es imposible interpretar la resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico» (643). La fe de los discípulos no se puede explicar por un proceso de exaltación mística, toda vez que estaban sumidos en el abatimiento y la depresión. Incluso cuando ven a Jesús, todavía dudan; claro exponente de que estos textos no son producto de la fe de los apóstoles.

Los apóstoles pudieron constatar que el cuerpo resucitado de Cristo era el mismo que fue crucificado (CEC 645). Jesús les invita a reconocer que no es un espíritu, si bien su cuerpo posee las propiedades de un cuerpo glorioso, de modo que su humanidad no podía ser detenida en la tierra y no pertenecía ya sino al domino del Padre (CEC 645).

Ciertamente, la resurrección de Cristo no es como la de Lázaro, el cual torna de nuevo al dominio del sufrimiento y de la muerte. La de Cristo es evidentemente una resurrección diferente (CEC 647), pues participa en la vida divina, en el estado de gloria. Nadie fue testigo directo del hecho mismo de la resurrección. Sin embargo, el Catecismo enseña al mismo tiempo que es «un acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con Cristo resucitado», a la vez que confiesa que constituye un misterio de fe por el modo como trasciende y sobrepasa la historia (CEC 647).

El Catecismo, por consiguiente, no prescinde de la constatación histórica de la resurrección por las huellas que ha dejado en la historia. Prescindir de esto sería tanto como deshistorizar el cristianismo o, en palabras de Pablo VI, caer en el docetismo.

2. La resurrección de los hombres

La resurrección de los hombres tiene su fundamento y su modelo en la resurrección de Cristo, el cuál nos resucitará el último día (CEC 989). Esta fe en la resurrección de los muertos se fue imponiendo tardíamente en el pueblo judío como consecuencia de la fe en Dios, Creador del hombre entero, cuerpo y alma (CEC 992). La fe en la resurrección reposa sobre la fe en Dios que «no es Dios de muertos, sino de vivos» (CEC 993). Pero son sobre todo las palabras de Cristo las que anuncian que los que hayan creído en él resucitarán el último día, enlazando así la fe en la resurrección con su propia persona:

«Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él (cf. Jn 5,24-25; 6,40). En su vida pública ofrece ya un signo y una prueba de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7,11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único El habla como del "signo de Jonás" (Mt 12,40), del signo del Templo (cf. Jn 2,19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10,34)» (CEC 994).

La esperanza cristiana en la resurrección está, pues, totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El y para El (CEC 995). Esta fe en la resurrección, original del cristianismo, fue lo que suscitó la mayor oposición en los orígenes contra el cristianismo. Lo vemos, por ejemplo, en la predicación de San Pablo a los atenienses, gente que «no se ocupan en otra cosa que en decir y oir novedades... Cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, algunos se echaron a reir, y otros dijeron: Ya te oiremos sobre esto en otra ocasión. Así salió Pablo de en medio de ellos» (Hch 17,21. 32-33). Ya decía San Agustín que ningún otro punto de la fe ha encontrado mayor contestación que la resurrección de la carne (Sal 88, 2,5).

Y hechas estas afirmaciones, entra el Catecismo a responder pedagógicamente a las grandes preguntas sobre la resurrección de la carne. Así en el n. 997 se pregunta qué es resucitar, y responde: «En la muerte, separación del alma y del cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, quedando en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por virtud de la resurrección de Jesús».

Entiende el Catecismo que la muerte es la separación del alma y del cuerpo. Mientras éste va al sepulcro, el alma va al encuentro con Dios esperando que El dará la vida incorruptible a nuestros cuerpos sepultados. Esta resurrección de la carne, dirá el Catecismo, tendrá lugar al final de la historia con la llegada de nuestro Señor. Resucitaremos con los mismos cuerpos que ahora tenemos (CEC 999) y que serán transformados gloriosamente al final de la historia:

«Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrena. Del mismo modo, en El, "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora" (Conc. de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria:" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Cor 15, 44)" (CEC 999), en el último día, en el acontecimiento de la parusía del Señor» (CEC 1001) (15).

Es curioso ver cómo se repite la historia del dogma en este punto. La afirmación de la escatología del alma separada no aparece en la historia del dogma como un influjo de la filosofía helénica, sino en conexión con el dogma de la resurrección al final de los tiempos. Nunca la Iglesia o la Biblia han pensado que se resucite con una corporalidad distinta de la que va al sepulcro y que tenga lugar en el momento de la muerte. La fe de la Iglesia habla, más bien, de la resurrección final de los cuerpos, los que ahora tenemos, al final de la historia. Mientras tanto, tiene lugar la escatología de las almas.

Y ello implica por lo tanto la confesión de una escatología intermedia de un elemento espiritual y no corporal (16). Es preciso reconocerlo: la fe en la escatología intermedia no es una imposición del mundo griego, sino más bien una implicación en relación a la resurrección final de los cuerpos. En efecto, lo primero que tenemos sobre este tema en el Nuevo Testamento lo encontramos en las cartas de San Pablo y en relación con la escatología final de la resurrección.

-En 1 Tes 4,16-18 responde S. Pablo a la preocupación de los tesalonicenses sobre la suerte de los que han muerto. Puesto que la parusía se retrasaba, la preocupación de éstos consistía en saber qué ocurriría con los ya muertos antes de la parusía. San Pablo contesta diciendo que los muertos resucitarán en primer lugar con Cristo; luego, los que vivimos, dice, seremos arrebatados al cielo con Cristo. Esto supone, por lo tanto, que los muertos no han resucitado todavía y que de ellos pervive algo después de la muerte según la creencia judía de que los muertos perviven en el sheol.

-Flp 1,20-24 dice así: «... espero que en modo alguno seré confundido; antes más bien con plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, pues para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mi trabajo fecundo, no se qué escoger... Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual ciertamente es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús cuando ya vuelva a estar entre vosotros».

En este texto Pablo piensa en una reunión con Cristo inmediatamente después de la muerte individual y antes de la resurrección de los muertos que en toda la carta es colocada al final de los tiempos (17). Ese partir supone un dejar de vivir en la carne, mientras que la vida en el mundo es un vivir en la carne.

-2 Cor 5,1-10 (18). En la primera parte de esta perícopa afirma San Pablo que «si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos un edificio que procede de Dios, una casa no hecha por manos humanas, eterna, en los cielos» (5,1). La tienda de nuestra mansión terrena es sin duda nuestro cuerpo mortal (Flp 1,23; 2 Pe 1,14). El edificio que tenemos en el cielo es el cuerpo resucitado que, según el pensamiento escatológico de Pablo y por su referencia al estado de desnudez que supone la muerte, es el cuerpo que se recibe en la parusía (C. Pozo, op. cit., 259).

La preferencia de Pablo es que la parusía le encuentre con vida (vestido) es decir, sin haber muerto previamente, de modo que sería revestido de aquella habitación celeste. No quiere que la muerte le sobrevenga antes de la parusía de modo que se encuentre «desnudo» cuando ésta llegue (5, 3). Es claro que este estar desnudo por la muerte significa un estado de privación del cuerpo.

Después del v. 8, Pablo expone su deseo de «salir de este cuerpo» para vivir en el Señor, cuando previamente había expresado el deseo de no morir y ser sobrevestido. Esto se entiende por un lado por la repugnancia natural a la muerte, y por otro, porque mirando la realidad con los ojos de la fe, vivir es habitar en el cuerpo estando ausentes del Señor, mientras que morir es dejar de habitar en el cuerpo para estar con el Señor (Flp 1, 23) (19).

En el Nuevo Testamento aparece, pues, la escatología intermedia como una implicación de la resurrección de la carne al final de la historia. Si la resurrección tiene lugar al final, mientras tanto hay un estado de desnudez corporal que permite, sin embargo, un encuentro real con Cristo.

Distinto es el estado de María asunta ya en cuerpo y alma a los cielos. El Catecismo enseña que la «Asunción de la Santa virgen es una participación singular en la resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los otros cristianos» (CEC 966). Esta singularidad de María quedaría rota si todos resucitáramos como ella en el momento de morir. Por otro lado, el termino de «anticipación» es un término temporal que no puede ser reducido a «en plenitud».

3. La existencia del purgatorio

Señalemos por último, aunque sea brevemente, que el Catecismo vuelve a hablar del alma separada a propósito del juicio particular: «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. conc. de Lyon: DS 857-858; conc. de Florencia: DS 1304-1306; conc. de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Benedicto XII: DS 1000-1001; Juan XXII: DS 990), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Benedicto XII: DS 1002)» (CEC 1022).

Así pues, la liturgia y la piedad del pueblo cristiano acertaban y aciertan al pedir a Dios que «las almas de los fieles difuntos» descansen en paz.

V. LA RESPUESTA A LAS OBJECIONES

a) La antropología bíblica

Decíamos anteriormente que los partidarios de la antropología unitaria apelaban al hecho de que en la antropología bíblica los términos de basar y nefes no hacen referencia a dos principios diferentes en el hombre, sino al hombre entero en cuanto que es débil (basar) y al hombre entero en cuanto viviente (nefes).

Ahora bien, más allá de esta terminología, no necesariamente perfecta, pues el pueblo hebreo no tiene una conceptualización desarrollada en campo metafísico, se da una concepción teológica sobre la resurrección que, en el fondo, es más importante para conocer la antropología hebrea. De la terminología antropológica hebrea, dice Pozo que «no es un dato primariamente teológico, aunque consignado en la Escritura. Mucho más directamente teológica es la doctrina sobre el más allá. Y pienso que fue la progresiva revelación de un mensaje sobre el más allá, lo que impulsó e hizo evolucionar las concepciones antropológicas hebreas. Con ello quiero decir que no fue el estudio del hombre lo que determinó los límites de la escatología bíblica, sino ésta la que obligó a una más profunda visión teológica del hombre». En la antropología hebrea, mientras el núcleo personal (refaim) va al sehol, el cadáver va al sepulcro. Ambos elementos -he ahí la dualidad- son salvados. Es, pues, una antropología dual (20).

Por otra parte, el mismo concepto de nefes que en un principio significaba la persona entera en cuanto viviente, en los salmos místicos va adquiriendo una evolución hasta significar el alma espiritual, la psiché espiritual en distinción del cuerpo, algo que quedará plenamente desarrollado en el libro de la Sabiduría, como ya vimos más arriba (III,1; nota 11).

b) El tiempo más allá de la muerte

Se ha apelado, como hemos visto, al hecho de que más allá de la muerte no existe el tiempo. Mientras nuestras muertes se sucederían aquí en el tiempo, en el más allá la resurrección corporal de todos los muertos coincidiría en un único momento, ya que en él no existiría el tiempo.

Ante este problema es preciso recordar algo de suma importancia. Cabe distinguir entre sucesión física (movimiento físico) y sucesión psicológica de los actos del espíritu, y ésta tendría sin duda alguna en el más allá. Alfaro, por ejemplo, hablando de la visión beatífica, dice que el hombre no pierde toda sucesión de actos, una transición a actos de la voluntad y del amor creados, un tránsito de potencia a acto, un movimiento, pues es la movilidad radical pura de la criatura. Y, sin esta movilidad, el hombre se identificará totalmente con Dios perdiendo su autonomía de criatura (J. Alfaro, Trascendencia e inmanencia de lo sobrenatural: Gregorianum, 1957, 43).

El mismo proceso de purificación que implica el purgatorio, implica una sucesión de actos hasta completar la santidad requerida. En ello se basa la posibilidad de ofrecer sufragios por los muertos (CEC 1030-1032).

c) La retribución plena del alma

Dejando la cuestión de si la resurrección corporal al final de la historia aporta al alma un aumento intensivo o extensivo de la felicidad, lo cierto es que, siendo la muerte una violencia, el alma anhela la resurrección del cuerpo y la participación en el triunfo cósmico de Cristo por su parusía, que también afectará al alma. La plenitud de la visión beatífica después de la muerte se refiere al gozo que procura el objeto de la contemplación: Dios en sí mismo; no que el sujeto de dicha contemplación esté completo. El alma separada no ha vencido aún la muerte, que es el último enemigo en ser vencido (1 Cor 14, 26) de modo que en la parusía participará de la victoria total y plena de Cristo.

Por otro lado, desde el punto de vista filosófico, es clara la posibilidad de subsistencia de un yo personal tras la muerte sin el complemento del cuerpo y la posibilidad de actos de conocimiento y amor. El conocimiento sensible que aquí procura el cuerpo es condición en la tierra de todo conocimiento intelectual, pero no es causa del mismo. Puede por tanto subsistir y conocer y amar el sujeto personal que pervive sin el complemento del cuerpo, esperando que en el gozo de Dios participe también el cuerpo propio tras la victoria final de Cristo sobre la muerte. Volvemos a repetir que la plenitud del gozo en la escatología intermedia se refiere al objeto contemplado: Dios en sí mismo, no a la plenitud del sujeto que contempla. No ha llegado todavía la fase final del reino y ello repercute en la salvación misma. Si la salvación no ha llegado aún a su plenitud es porque el reino no se ha completado en su etapa final. No podríamos entender además que el hombre gozara de una integridad total y de un triunfo total sobre la muerte y el cosmos, cuando el triunfo total de Cristo sobre la muerte y el cosmos aún no ha tenido lugar. Decíamos que, siendo el eschaton una realidad que se manifiesta en la victoria de Cristo sobre el cosmos y la muerte, no se ha realizado aún. La salvación no es aún completa y por ello el hombre tras la muerte y antes del triunfo total de Cristo no puede tener una salvación completa y definitiva.

VI. LOS INCONVENIENTES DE LAS NUEVAS TEORIAS

Pero hablemos ahora de los inconvenientes que encierran las nuevas teorías y que son, a mi modo de ver, sumamente graves.

1) La llamada antropología unitaria, lejos de ser un esfuerzo que facilita la fe, la desfigura gravemente, toda vez que cae en el fideísmo en el más allá, al perder la certeza en la inmortalidad natural del alma y la objetividad de las apariciones de Cristo. Es paradójico, pero es así: deja a la fe en el más allá totalmente indefensa, de modo que, creyendo en él sin motivación racional e histórica alguna, apreceríamos ante el agnóstico de hoy como el fideísta que se refugia fácilmente en su torre de marfil.

2) Se trata de salvar el realismo cristiano de la resurrección de los cuerpos, tema que paradójicamente olvidan los llamados enemigos del platonismo, pues en realidad caen en un cierto docetismo al despreciar el cuerpo real con el que hemos vivido y luchado en esta vida. No deja de ser paradójico que los modernos antropólogos, que tanto insisten en el valor del cuerpo, en realidad lo abandonan en el sepulcro vencido por la muerte, y defienden más bien, como recuerda Ratzinger sagazmente, la idea de la inmortalidad del alma, toda vez que se ven obligados a mantener la continuidad de un yo que posibilite la recepción de una nueva corporalidad en el momento de la muerte, pues sin esa continuidad, habría que hablar de una recreación (21).

3) Con la doctrina de la espiritualidad y de la inmortalidad del alma no sólo se sustenta racionalmente la fe en el más allá, sino que se ponen las bases de una verdadera antropología y de una fundamentación de la ética. El cristiano tiene una visión trascendente del hombre y tiene que dar razón de ella, sin recurrir al postulado. Esto no significa que se defienda un dualismo, pues hay que distinguir siempre entre dualidad y dualismo.

4) Finalmente, no podemos deshistorizar el cristianismo. La resurrección de Cristo es algo que ha tenido ya lugar, pues ha dejado huellas en la historia; no así la parusía que coincidirá con la transformación final del cosmos. Entre ambos acontecimientos hay un tiempo (para vivos y para muertos), hasta que llegue la consumación del Reino con la venida última del Señor.

Conclusión

El Catecismo para la Iglesia católica ha trazado las líneas fundamentales de la existencia del alma y sus implicaciones teológicas. Ha mantenido los datos básicos sin los cuales uno no se puede decir en comunión con la fe católica: El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, posee una unidad personal en una dualidad de principios: el cuerpo, que proviene de los padres, y el alma, que es directamente creada por Dios. En su carácter trascendente se basa su dignidad espiritual y sagrada, base y fundamento de toda ética. Siendo el alma espiritual e inmortal, subsiste después de la muerte hasta unirse al mismo cuerpo que tenemos y que resucitará al final de la historia. El hombre resucitará con el mismo cuerpo con el que ha vivido, a semejanza de Cristo resucitado.

La transfiguración del Cuerpo de Jesús no es sino una situación cualitativa que presupone la identidad del mismo cuerpo. De igual manera, nuestros cuerpos transformados en gloria, seguirán siendo los mismos cuerpos con los que hemos vivido. A Dios, creador de todo, le sobra poder para salvar nuestros cuerpos históricos.

No se puede decir que el Catecismo haya dado preferencia teológica a una línea en contra de otras, pues el Catecismo metodológicamente no ha querido entrar en cuestiones teológicas; lo que hace sencillamente es recoger los datos de la Tradición que toda explicación teológica tiene que tener en cuenta como punto de partida. Tampoco se puede afirmar que el Catecismo sea simplemente un nivel de afirmación de la fe distinto del teológico, de modo que éste pudiera contradecir lo que el Catecismo enseña. Es cierto que son dos niveles diferentes: la regula fidei y la intelligentia fidei. Uno se limita a exponer los datos básicos de la fe y el otro trata de profundizar teológicamente en ellos; pero no constituyen una doble verdad, como si uno pudiera contradecir al otro.

El Catecismo deja abierta la posibilidad de una ulterior profundización del tema en aras a explicar adecuadamente esa unidad personal en la dualidad de principios. Personalmente, estoy convencido de que la solución teológica al problema deberá inspirarse en la cristología. En el campo de la cristología ocurría que, mientras la escuela de Antioquía distinguía bien la naturaleza divina y la humana de Cristo, sin saber unirlas adecuadamente, la escuela de Alejandría conseguía esta unidad en detrimento siempre de la integridad de la naturaleza humana. Calcedonia mantiene la integridad de ambas naturalezas en una unidad de persona, que hace de bisagra de las mismas, como único sujeto gestor de ambas. ¿No podríamos pensar también en algo análogo en el campo antropológico? ¿Por qué no buscar la solución que trate de mantener la integridad del cuerpo y del alma en la unidad personal de un único sujeto que gestione ambos? Ante el dualismo de un cuerpo y alma separados, no vale como solución conseguir la unidad a base de sacrificar la naturaleza y la integridad del alma espiritual e inmortal. Aquí, como en cualquier otro problema teológico, es sumamente saludable el uso de la analogía de la fe.

Pensamos por lo tanto que hay aquí una tarea apasionante que, sabiendo dar cuenta de todos los datos de la fe, no sacrifique ninguno de ellos.

Notas

1.- Dice Ruiz de la Peña que el alma es la estructura, la morfé, la forma del cuerpo humano (Las nuevas antropologías, Santander 1983, 211). No se puede hablar en el hombre de dos sustancias ontológicamente diferentes. La antropología bíblica dice (ib., 220), desconoce el dualismo alma-cuerpo y describe al hombre indistintamente como carne animada o alma encarnada, no como composición de dos realidades. No se puede, pues, emplear el sistema dicotómico de cuerpo y alma, extraño a la antropología bíblica. «Tal lenguaje no sería utilizable, obviamente, en una interpretación monista del hombre; si lo es en una antropología cristiana, será sólo a condición de que los términos alma cuerpo no signifiquen ya lo mismo que significaban en el ámbito del dualismo» (ib., 221). El alma humana no es un principio que compone con otro sino, como en la filosofía hilemórfica, un coprincipio que junto con el coprincipio de la materia forma el único ser del hombre (Id., Imagen de Dios. Antropología fundamental, Santander 1988, 130).

Por ello son dos realidades inseparables: «La unidad espíritu-materia cobra, pues, su más estricta verificación; el espíritu finito es impensable a extramuros de la materialidad, que opera como su expresión y su campo de autorrealización. A su vez, el cuerpo no se limita a ser instrumento o base del despegue del espíritu; es justamente su modo de ser; a la esencia del espíritu humano en cuanto espíritu pertenece su corporeidad» (ib., 131). Cuerpo y alma son momentos estructurales de una misma y única realidad (ib., 132). Cabe distinguirlos, pero no pueden ser separados (ib., 133).

2.- Dice Ruiz de la Peña que el alma es cuando menos un postulado (Las nuevas antropologías, 211), y afirma: «La aserción teológica el alma es funcional, está en función de la dignidad y del valor absoluto del único ser creado que es "imagen de Dios" (ib., 210). No se plantea el problema de la demostrabilidad del alma. E1 pensamiento cristiano, dice, entiende el quid del alma teológicamente, es decir, más existencial y soteriológicamente que ontológicamente: el alma es la capacidad que tiene el hombre de ser interpelado por Dios» (Imagen de Dios, 140).

3 .- Dice Ruiz de la Peña: «parece metodológicamente indispensable distinguir con nitidez dos cuestiones alojadas en la problemática del alma: an sit, quid sit (si existe y qué sea). Hay razones de peso para responder a la primera afirmativamente; la segunda, en cambio, la que atañe a su esencia, supuesto el mínimum contenido implicado en la persona, ha de dejarse abierta, y probablemente sea ese su anónimo destino» (Las nuevas antropologías, 209).

4.- La aserción teológica del alma es funcional, dice Ruiz de la Peña. Es verdad que la diversidad funcional, estructural, cualitativa, del ser cuerpo propia del ser hombre está demandando una peculiaridad entitativa, ontológica del mismo ser del hombre (Las nuevas antropologías, 211); pero este autor no fundamenta ese momento ontológico. Nosotros creemos que no puede fundamentarlo (por vía de demostración) dado que una demostración del mismo le conduciría a la admisión en el hombre (a partir de sus manifestaciones espirituales) de un principio espiritual, distinto esencialmente del corporal, conduciéndolo así a una solución que él ha llamado «dualista».

5.- En Santo Tomás, dice Ruiz de la Peña (Las nuevas antropologías 223), el hombre consiste en la unión sustancial del alma y de la materia prima, y no del alma y del cuerpo: «lo que existe realmente es lo único; en el hombre concreto no hay espíritu por un lado y materia por otro. El espíritu en el hombre deviene alma, que no es un espíritu puro, sino la forma de la materia. La materia en el hombre deviene cuerpo, que no es una materia bruta, sino informada por el alma» (ib., 223). El alma es principio de la materia, un factor estructural, y el cuerpo es la alteridad del alma. A su esencia pertenece la corporeidad. No son pues separables (ib., 224). Son dos coprincipios y no dos seres.

6.- Ruiz de la Peña, La imagen... 225.

7.- Ib. 257.

8.- Ruiz de la Peña, por ejemplo, no admite la inmortalidad natural del alma, y advierte que muere el hombre entero: «En una antropología unitaria, muerte es, según vimos, el fin del hombre entero. Si a ese hombre a pesar de la muerte, se le promete un futuro, dicho futuro sólo puede pensarse adecuadamente como resurrección, a saber, como un recobrar la vida en todas sus dimensiones, por tanto, también en la corporeidad. Lo que aquí resulta problemático es el concepto de inmortalidad...» (La imagen de Dios, 144).

9.- Según Ruiz de la Peña, «el aserto definido por Letrán no conlleva necesariamente una ontología del alma, ni impone el esquema del alma separada (la problemática del estadio intermedio quedaba fuera de la intención conciliar), ni exige que la inmortalidad enseñada sea una inmortalidad natural; puede ser ya gracia y no cualidad inmanente» (La imagen de Dios, 151).

10.- En este sentido, Ruiz de la Peña estima que «las teorías alternativas a la doctrina tradicional quieren mantener esa verdad del hombre, para hacer así creíble no sólo la afirmación de la unidad psicosomática, sino también la esperanza en la supervivencia del ser humano en su cabal identidad e integridad» (La otra dimensión, 358).

11.- En los llamados salmos místicos (16; 49; 73) se da una evolución hacia el concepto de alma separada después de la muerte y presente en el sheol (Cf. C. Pozo, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980, 214 ss).

-El salmo 49,16 dice así: «Pero Dios rescatará mi alma del sheol, puesto que me recogerá». El término que se utiliza es el de nefes, pero ahora nefes cobra un sentido de mayor sustantividad e individualidad. Mientras que el término rafaim hace referencia a un plural anónimo, aquí se habla de mi alma, acentuando la relación de intimidad con Dios. Esto hace pensar, afirma Coppens, en la convicción que el autor bíblico tiene de la subsistencia del alma separada más allá de la muerte. Pozo ve en ello una evolución del término de nefes que, de ser usado en el mundo de la antropología de los vivos, pasa ahora a significar el alma que subsiste después de la muerte y viene a ser equivalente de psiché (ib., 270). No obsta a ello el que, a veces, al alma en el sheol se le apliquen propiedades corpóreas, pues eso mismo ocurre en la primera reflexión griega sobre el alma que es calificada de inmortal, aun cuando no todavía claramente espiritual. La reflexión filosófica sobre la espiritualidad del alma comienza fundamentalmente con Platón. Esta mayor sustancialidad e individualidad del alma permite frente al anonimato de los refaim, entender que la suerte de los justos, después de la muerte, es diversa de la de los impíos.

-Se subraya también en el salmo 16,10: «pues no abandonarás mi alma en el sheol, ni dejarás que tu siervo contemple la corrupción», subrayando a continuación la felicidad del alma con Dios. El justo es liberado ya del sheol y llevado junto a Dios, de modo que el sheol queda reservado ya para los impíos (cuando, en un primer momento, en el sheol habitaban unos y otros aunque a diferente nivel). El salmo 16 introduce, pues, la esperanza en la resurrección corporal. El v 9: «mi cuerpo descansa en seguridad» es una alusión a la paz del sepulcro y la frase «no permitirás que tu siervo contemple la corrupción» es una esperanza en la resurrección. Es una esperanza aún imprecisa, confiesa la Biblia de Jerusalén, pero que preludia la fe en la resurrección (Dan 12,2; 2 Mc 7,11). Las versiones traducen fosa por corrupción. Que aquí se refiera a una resurrección del sepulcro parece incontrovertible por el hecho de que no se puede hablar propiamente de corrupción en el sheol. En el sheol hay una pervivencia, pero no sometida a la corrupción. De nuevo, pues, la esperanza en la resurrección del sepulcro implica que en el sheol hay un alma (identificable ahora con la psiché) con una mayor sustancialidad e individualidad.

-Esto es lo que vemos también en el libro de la Sabiduría. De influjo helenístico, es testigo de la inmortalidad del alma. Quiere ser un consuelo para los judíos piadosos, y sobre todo, para los perseguidos a causa de la fe. El consuelo consiste en que el piadoso, enseguida después de la muerte, no queda destruido, pues entra en posesión de la inmortalidad. El sujeto de esta inmortalidad es la psiché: «Pues las almas de los justos están en manos de Dios y no les tocará tormento alguno» (Sab. 3,1). Poco antes se ha hablado del juicio de las almas puras (Sab. 2,22). La suerte de los impíos, es caer en el sheol y permanecer en él (Sab. 4,19). El hombre, hecho incorruptible por Dios, se ha hecho corruptible por la muerte que ha entrado en el mundo por la envidia del diablo (Sab 2,24); pero claramente se especifica que es el cuerpo el sujeto de la corruptibilidad (Sab 9,15). No todo el hombre muere, por lo tanto, y las almas de los justos están en manos de Dios. Y este es el consuelo que ofrece el libro; no hay una destrucción completa del justo (como piensan los impíos), de modo que sus almas gozan de Dios. Por ello, si se afirma claramente que la muerte ha afectado al cuerpo (el cuerpo es lo corruptible: Sab 9,15) se está hablando implícitamente de la muerte como separación de cuerpo y alma.

-Finalmente en Mateo 10,28 encontramos las palabras de Cristo: «No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma (psiché); temed más bien a los que pueden echar cuerpo y alma a la gehemna». G. Dautzenberg ha demostrado que aquí el término de psiché hay que tomarlo como alma y no como vida (Cf. Sein Leben bewahren. Psiché in den Herrenworten der Evangelien, Munchen 1966, 153). El cuerpo puede ser matado, pero el alma, no; lo cual corresponde a la dualidad cuerpo-alma. Decir por ello que aquí alma significa la persona entera es inaceptable, toda vez que va unida a cuerpo como partes que se distinguen y contraponen.

12.- -El concilio de Letrán (1513) quiso denunciar la teoría averroísta: «condenamos y reprobamos que el alma intelectiva es mortal o única en todos los hombres, y a los que tales cosas pongan en duda» (DS 1440). Este texto conciliar muestra que la inmortalidad del alma es algo básico en el cristianismo y que la razón no puede demostrar lo contrario de lo que enseña la Iglesia. Afirma la inmortalidad del alma individual, no la del compuesto cuerpo-alma, si bien presenta el alma como forma del cuerpo. El concilio no se pronunció sobre la demostrabilidad racional de la inmortalidad del alma. A pesar de la insistencia de León X en este sentido y de la mayoría de los teólogos, Cayetano influyó en sentido contrario. De todos modos, afirma el concilio que la inmortalidad del alma es patrimonio de la fe católica. El alma es inmortal y se da en la multitud de cuerpos en los que se infunde.

-Encíclica Humani Generis (1950): «El magisterio de la Iglesia no se opone a que el tema del evolucionismo, en el presente desarrollo de las ciencias humanas y de la teología, sea objeto de investigaciones y discusiones de peritos en uno y otro campo. Siempre, desde luego, que se investigue sobre el origen del cuerpo humano a partir de una materia ya existente y viva, porque la fe católica nos obliga a mantener la inmediata creación de las almas por Dios» (DS 3896).

-El Credo del pueblo de Dios (1968) enseña que Dios ha creado en cada hombre un alma espiritual e inmortal (n. 8). También el documento de la Congregación para la doctrina de la fe Donum vitae, sobre la bioética, enseña que «el alma espiritual de cada hombre es inmediatamente creada por Dios» (Intr. n. 5).

13.- No olvidemos que los partidarios de la llamada antropología unitaria aceptan de buena gana la teoría tomista del alma como forma del cuerpo, pero silencian a Sto. Tomás cuando, superando a Aristóteles en este campo (Aristóteles no aceptaba la inmortalidad del alma individual, creyendo que como forma suya se corrompe con el cuerpo en la muerte), defendía que el alma, aparte de ser forma, es también substancia, dotada de un propio actus essendi que le permite poder subsistir separada después de la muerte. Este actus essendi lo comunica el alma a la materia, de modo que en el hombre hay un solo actus essendi, un solo esse, que garantiza su unidad. El esquema de Aristóteles no es ya el de Sto. Tomás (Cf. J. A. Sayés, Principios filosóficos del cristianismo, Edicep, Valencia 1990, 81).

14.- Remitimos también al magnífico artículo de C. Schönborn sobre la cuestión del alma humana, en cuanto fundamento de la dignidad espiritual del hombre y de la ética: L’homme creé par Dieu: le fondement de la dignité de l’homme: Gregorianum, 1984, 337-363.

15.- Este realismo de la fe cristiana es el que hacía decir a San Ireneo: «Que nos digan los que afirman lo contrario, es decir, los que contradicen a su salvación: ¿en qué cuerpo resucitarán la hija muerta del gran sacerdote, y el hijo de la viuda al que llevaban muerto cerca de la puerta de la ciudad, y Lázaro que había estado ya en la tumba cuatro días? Evidentemente, en aquellos mismos cuerpos en que habían muerto; porque si no hubiera sido en aquellos mismos, no habrían sido ya estos muertos los mismos que resucitaron» (Adv. Haer. 5,13: PG 7,1156).

Ésta es también la Fides Damasi (fines s.V): «Creemos que el último día hemos de ser resucitados por él en esa misma carne en que ahora vivimos» (DS 70). El concilio XI de Toledo (675) rechaza que la resurrección tenga lugar «en una carne aérea o en otra cualquiera». La fe se refiere a la resurrección en «la carne en que vivimos, subsistimos y nos movemos», según el modelo de la resurrección de Cristo, cabeza nuestra (DS 540). La Professio fidei de León IX (1053) dice en el mismo sentido: «Creo en la verdadera resurrección de la misma carne que ahora llevo» (DS 684). Y la profesión de fe prescrita a los valdenses (1208): «creemos en la resurrección de esta carne que llevamos y no de otra» (DS 797).

16.- En este sentido la bula de Benedicto XII que defiende la escatología de las almas separadas inmediatamente después de la muerte, lo hace con toda la tradición, partiendo de la fe de que la resurrección de los cuerpos tiene lugar al final de la historia. Es sabido que se ha defendido la tesis de que la bula de Benedicto XII define simplemente, contra la posición mantenida por Juan XXII, que la bienaventuranza del hombre comienza inmediatamente después de la muerte. Esta doctrina estaría expresada en los esquemas de la cultura de aquel tiempo (concepción del alma separada tras la muerte), pero eso no sería objeto de definición. Pozo ha contestado a esto que «el papa Benedicto XII afirma en ella mucho más que lo estrictamente necesario para una mera refutación negativa (en conceptos de la época) de la posición de Juan XXIII sobre la dilación de la visión beatífica. Así, p. e., desarrolla el concepto de juicio universal del mundo para los hombres ya resucitados, y contrapone este estado al estado previo de la escatología de las almas». Esta aclaración de Pozo nos parece certera, pero pensamos que lo que decide definitivamente si el tema del alma separada es un esquema representativo o no, es que es conclusión del dato de fe de que la resurrección de los cuerpos tiene lugar al final de la historia. Con otras palabras, para el papa Benedicto XII la afirmación de la escatología del alma separada es mucho más que un esquema representativo, pues es una deducción del dato de fe de la resurrección de los cuerpos al final de la historia, y como tal, la asume en la definición. Es algo que se puede decir no sólo de esta Bula sino de la tradición toda de la Iglesia. Digamos también, a propósito del Lateranense V (1513), que definió la inmortalidad del alma individual contra la sentencia de los averroístas que defendían sólo la inmortalidad del alma común y separada de los hombres, y que ciertamente el concilio en este momento no pretende hablar del tema del alma separada y prescinde incluso de la cuestión de la demostrabilidad racional del alma espiritual e inmortal. Ahora bien, se tergiversa el pensamiento del concilio cuando se afirma que esa inmortalidad se refiere a la persona y no a una parte del hombre, el alma (aun cuando el concilio presente el alma como forma del cuerpo). La tradición de la Iglesia había mantenido siempre la inmortalidad del alma, nunca del cuerpo ni del conjunto corpóreo-espiritual. Santo Tomás, por otro lado, había abierto para este tiempo la posibilidad filosófica de la subsistencia del alma separada. Dicho de otro modo, en el concilio nadie piensa que la inmortalidad es una cualidad de la unidad corpóreo-espiritual del hombre, sino sólo del alma.

La inmortalidad la ha enseñado la Iglesia siempre referida al alma, como lo hace el Vaticano II (GS 14), afirmando incluso que es irreductible a la materia (GS 18). No es de extrañar por ello que el Credo del Pueblo de Dios, recogiendo la tradición de la Iglesia, enseñe la escatología del alma separada. El Papa enseña la existencia en cada hombre de un alma espiritual e inmortal, y dice así a continuación: «Creemos que las almas de todos aquellos que han muerto en la gracia de Cristo (tanto las que han de ser purificadas por el fuego del purgatorio, como aquéllas que, separadas del cuerpo (como la del buen ladrón), son recibidas inmediatamente por Jesús en el paraíso), constituyen el pueblo de Dios después de la muerte, que será destruida totalmente el día de la resurrección» (n.28).

Se puede comprobar aquí perfectamente que la afirmación de la esctología del alma separada va indisolublemente unida a la afirmación de la victoria sobre la muerte el día de la resurrección. Y recordemos también el documento de la Congregación de la Doctrina de la Fe (1979) en el que se afirma «la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elmento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el yo humano carente mientras tanto del complemento de su cuerpo». El documento ve en María un caso único en cuanto que, ascendida al cielo en cuerpo y alma, posee ya por anticipación la glorificación reservada a todos los elegidos (AAS 73, 1979, 941).

17.- A. Díez Macho, La resurrección de Cristo y del hombre según la Biblia, Valencia 1977, 222-225. Sobre el tema de Flp 1,20-24: B. Rigaux, Dieu l’a ressucité. Exégèse et théologie biblique, Gembloux 1973, 410ss; A. Díez Macho, op. cit., 220-225; C. POZO, op. cit. 254ss.

18.- A. Díez Macho, op. cit., 207-220; A. Feuillet, La demeure céleste et la doctrine des chrétiens. Exégèse de II Cor 5,1-10 et contribution à l’étude des fondements de la eschatologie paulinienne: Rech. Scien. Rel., 1956, 161-192; 360- 402; M. Guerra, Antropologías y teología, Pamplona 1976; M. Rissi, Studien zum zweiten Korintherbrief, Zurich 1969, 65-98.

19.- Ruiz de la Peña (cf. La otra dimensión, Santander 1975, 377ss), comentando a H. Lietzmann, observa que el texto se está refiriendo a una parusía próxima. Así que considerar los v. 6-8 como una disgresión sobre la muerte antes de la parusía es introducir en la marcha de las ideas un corte abrupto. Además Pablo había expresado el deseo de ser revestido y no hallarse desnudo, ¿cómo entonces ahora parece decidirse por este estado? La respuesta nos parece encontrarse en lo que dice Rissi (op. cit., 94) cuando explica que mientras Pablo siente una repugnancia natural a morir, desde los ojos de la fe prefiere morir para estar con Cristo, de modo que viene a repetir lo dicho en Flp 1,23. Pero Ruiz de la Peña presenta dos objecciones más:

a) Dado el carácter antignóstico de la carta (corintios que esperan en la salvación sólamente del alma), Pablo expresa su deseo de ser revestido con el cuerpo de la resurrección. Respecto de esto tenemos que recordar que, en 1 Cor 15,23, donde Pablo se enfrenta a fondo con los Corintios, la resurrección corporal la pone al final de la historia, en la parusía (1 Cor 15,23) y pensamos con la Biblia de Jerusalén (1 Cor. 5,3) que Pablo quisiera ser de los que se encuentran vivos en la parusía del Señor («habrá gente que muera»: 1 Cor 15, 51) de modo que sea transformado sin pasar por el trauma de la muerte, mientras que la muerte le haría vivir en estado de desnudez.

b) Estar domiciliados en el cuerpo, dice Ruiz de la Peña con Hoffmann, se corresponde al estar ausentes lejos del Señor en un dualismo no antropológico sino escatológico entre el eón presente y el futuro. Soma denota la existencia temporal del hombre (lo realizado durante la vida terrena: dia tou somatos) en contraposición a la comunión personal con Cristo.

Pensamos que es cierto que existe una contraposición escatológica, pero esta comunión con Cristo puede suponer el salir del cuerpo (5,8), un estar fuera de él (5, 9), un estado de desnudez (5,8), si es que la muerte nos sobreviene antes de la parusía.

Observa Ruiz de la Peña que aun contando con que aquí se hablara de la posibilidad de la muerte antes de la parusía, nada autoriza a pensar que se entienda como una separación del cuerpo del alma. Pues bien, pensamos nosotros que si Pablo coloca la resurrección de los cuerpos al final de la historia (1 Cor 15,23; 1 Tes 4, 16) y confiesa que hay quien muere antes de ella (1 Cor 15, 51; 1 Tes 4, 16) es lógico que piense en una separación de cuerpo y de alma. Dice así la Biblia de Jerusalén comentando 2 Cor 5, 8: «Aquí y en Flp 1,23 Pablo piensa en una unión del cristiano con Cristo inmediatamente después de la muerte individual. Sin ser contraria a la doctrina bíblica de la resurrección final (Rm 2,6; 1 Cor 14,44), esta esperanza de una felicidad para el alma separada denota una influencia griega que por lo menos era ya sensible en el judaísmo primitivo, cf. Lc 16,22; 23,43; 1 Pe 3,10». Que 2 Cor 5,10 se refiera a la parusía del Señor no obsta a lo dicho, pues ante esta parusía unos serán encontrados en el cuerpo (los que serán revestidos) y otros fuera de él (5, 9).

20 .- C. Pozo hizo un estudio de la antropología veterotestamentaria en el Symposium sobre la resurrección (Roma 1970) y aportó los textos en los que la resurrección aparece claramente no sólo como una vuelta de los refaim a la vida, sino como asunción del cadáver del sepulcro. Hay un núcleo personal que son los refaim y que permanece, aunque con una existencia disminuida, en el sheol, mientras que el cadáver queda en el sepulcro. Pues bien, hay textos que hacen referencia a la vuelta a la vida de los refaim como Dan. 12,1, pero la evolución tiende a incluir el cadáver también en dicha vuelta. Así por ejemplo Is. 26,19 es un texto de este tipo. Aunque se discute si es un pasaje que se refiera a una resurrección personal o, metafóricamente, a la resurrección nacional, no podemos olvidar que los textos que se refieren a una resurrección nacional la describen con los rasgos que más tarde caracterizan a la resurrección personal (cf. C. Pozo, Problemática de la teología católica en: AA.VV., Resurrexit. Actes du sympósium international sur la resurrection de Jésus -Roma 1970-, Vaticano 1974, 501). El caso es que el texto se refiere no sólo a los refaim sino a los cadáveres (nebeletan) que quedan en el sepulcro: «Todos los muertos vivirán, los cadáveres (nebeletan) se levantarán; despertáos y exultad los habitantes del polvo, porque tu rocío es rocío de luces y la tierra echará fuera los refaim» (Is 26, 19).

Ez 37,1-4 no carece de interés aunque se refiera también a una resurrección nacional. Aunque la rehabilitación de los huesos (v. 11) se refiere a lo que queda de Israel, no debe extrañar, recuerda Pozo, que lo que quede en adelante del hombre será cobrado en la resurrección personal. En concreto 2 Mac 7,11 habla ya claramente de la continuidad personal: «Del cielo tengo estos miembros; por amor de tus leyes los desdeño esperando recibirlos otra vez de Él». Lo mismo vemos en 1 Mac 14,46: «Allí [Razias], completamente exangüe, se arrancó las entrañas, las arrojó con ambas manos contra la tropa, invocando al Señor de la vida y del espíritu, para que un día se las devolviera de nuevo. Y de esta manera murió».

Israel llegó a la idea de la resurrección corporal del cadáver, como bien dice Mussner, reflexionando sobre el hecho de que Dios es el Señor de la vida y de la muerte, de tal modo que en el judaísmo tardío y en tiempos de Jesús la fe en la resurrección escatológica de los muertos se había convertido en patrimonio común de los israelitas. Incluso a la luz de la creencia en la resurrección del judaísmo tardío se releyeron los textos antiguos que sólo de un modo oscuro expresaban tal esperanza. Mussner, tras el estudio que presenta de la resurrección en el Antiguo Testamento, escribe: «En el judaísmo tardío no se concibe ciertamente el estar con Yahvé de un modo definitivo, si no es contando con la resurrección de entre los muertos, perteneciendo el cuerpo, como pertenece, a la esencia del hombre» (F. Mussner, La resurrección de Jesús, Santander 1971). También Díez Macho llega a una conclusión parecida después de su estudio: «es indudable que los judíos entendían por resurrección un hecho que afectaba a lo que nosotros entendemos por "cuerpo", pues hablan de cuerpos devueltos por la tierra, pedidos al sepulcro, a las fieras. Mt 27, 22 expresamente dice que "los sepulcros se abrieron y muchos de los santos que descansaban resucitaron y saliendo de los scpulcros (después de la resurrección de Cristo) entraron en la ciudad y se aparecieron a muchos» (Cf. op.cit., 252).

Con la mentalidad del judaísmo tardío, no se concibe una salida del sheol que no sea también una salida del sepulcro (Cf. M. González Gil, Cristo, misterio de Dios II, Madrid 1976, 31), por lo cual Ramsey reconoce que los apóstoles no habrían creído en la resurrección de Cristo, si hubieran encontrado su cuerpo corrupto (M. Ramsey, La resurrección de Cristo, Bilbao 1971, 81).

21.- Dice así Ratzinger: «con el planteamiento de estas cuestiones resulta definitivamente claro que las nuevas teorías, con las que hemos tenido que vérnoslas, por más que su punto de partida sea distinto, a lo que se oponen no es tanto a la inmortalidad del alma como a la resurrección, que sigue siendo el verdadero escándalo el pensamiento. En este sentido, la teología moderna se encuentra más próxima a los griegos de lo que ella misma quiere reconocer» (Cf. op. cit., 153).