VI Parte

Descristianización

«No queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14)

Descristianización y apostasía

La descristianización de las naciones de Occidente se inicia en el siglo XVIII, lentamente al principio, y en modos ya más patentes y generalizados en nuestro siglo. Podría hablarse de una «apostasía de las naciones» antes cristianas. Y antes de analizar este proceso hago una aclaración de términos. En la antigüedad cristiana la apostasía tiene un sentido bastante amplio. Son apóstatas no sólo aquellos que reniegan de la fe cristiana, sino también aquellos que quebrantan gravemente la disciplina de la vida cristiana y eclesial.

Hay épocas en que son considerados apóstatas los religiosos que abandonan la fidelidad a sus votos. Y más antiguamente, en tiempos martiriales, son llamados apóstatas los homicidas, los fornicarios, y también los lapsi. Éstos, en la persecución, aunque conservaran la fe, han cedido al mundo, separándose de Cristo y de su Esposa. El Código de Derecho Canónico, por su parte, define hoy la apostasía, en su acepción más dura, como «el rechazo total de la fe cristiana» (c.751), algo tan grave que implica la excomunión (c.1364).

Pues bien, en esta VI Parte vamos a estudiar la descristianización de los países ricos de Occidente, iniciada ya en el Renacimiento, impulsada fuertemente a partir del siglo XVIII, y acelerada notablemente en el XX.

Y si, como ya vimos al principio, la cristianización de los hombres produce en ellos una desmundanización, es decir, una liberación del mundo secular, de sus modos de pensar y de obrar, ahora, como es lógico, la descristianización se ha producido en términos de mundanización del pueblo cristiano, en la medida en que éste ha aceptado las ideas y las costumbres del mundo.

1. La destrucción de la Cristiandad

Precedentes

Ya al final de la Edad Media, el principio laico comienza a afirmarse en sí mismo de forma autónoma frente a la Iglesia. Una muestra de ese espíritu la tenemos en 1303, cuando en Anagni el rey de Francia humilla a Bonifacio VIII, apresándolo; o en el exilio de los Papas en Avignon (1305-1378). Tan graves y significativos sucesos indican una crisis muy profunda, y anticipan un cambio de época...

Este espíritu mundano es, sin duda, como ya vimos, el mismo que cobra nueva fuerza en el Renacimiento paganizante, cuando los príncipes de las naciones cristianas van secularizando de hecho sus planteamientos políticos (Maquiavelo +1527). La Reforma luterana, por su parte, admitiendo sin resistencia el poder de los príncipes, está de acuerdo con esta tendencia secularizadora, o al menos la consiente como un mal inevitablemente incluído en el mal del mundo.

Partiendo del Renacimiento y la Reforma

El Renacimiento y la Reforma, rompiendo la unidad espiritual de la Cristiandad, dejan en el mundo europeo muchos demonios sueltos. En realidad, los primeros reformadores protestantes no hacen sino una reforma a medias; no tratan de aplicar hasta el final sus propios principios.

En efecto, si el protestantismo afirma la conciencia individual frente a la autoridad de la Iglesia, en materia de fe y costumbres; si la Tradición no vale, ni es criterio válido para la fe y la conducta; si propiamente no hay ya Iglesia, sino sólo Dios, Escritura y conciencia personal; si no hay en el mundo quien pueda distinguir con certeza, con autoridad divina, la verdad del error, el bien del mal... queda entonces el libre examen abandonado a su propia fuerza destructora, que acabará destrozando la personalidad humana, la condición cristiana de los pueblos y la cohesión pacífica de las naciones. Sólo es cuestión de que ese tumor canceroso se vaya desarrollando, hasta producir una siniestra metástasis que afecte a todo el cuerpo social...

Todavía es grande, sin embargo, la fuerza del cristianismo en Occidente, y así en el siglo XVII, en el clasicismo, parece lograrse un cierto equilibrio histórico entre el paganismo renacentista y el cristianismo, eso sí, con características muy diversas en las naciones católicas y en las protestantes. Quizá las cosas no vayan más lejos...

Los nuevos filósofos del Siglo de las Luces

Pero a fines del XVII, como no podía ser menos, esta imposible síntesis va a romperse de nuevo, y el libre examen exige para el mundo secular campos de emancipación mucho más amplios respecto de la fe y de la Iglesia. Dos libros de Paul Hazard, ya clásicos, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), y El pensamiento europeo en el siglo XVIII, pueden ayudarnos a entender bien el gran giro espiritual iniciado en el Occidente cristiano a partir de 1715.

«Primero se alza un gran clamor crítico; reprochan a sus antecesores no haberles transmitido más que una sociedad mal hecha, toda de ilusiones y sufrimiento... Pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción religiosa de la vida.

«Estos audaces también reconstruían; la luz de su razón disiparía las grandes masas de sombra de que estaba cubierta la tierra; volverían a encontrar el plan de la naturaleza y sólo tendrían que seguirlo para recobrar la felicidad perdida. Instituirían un nuevo derecho, que ya no tendría que ver nada con el derecho divino; una nueva moral, independiente de toda teología; una nueva política que transformaría a los súbditos en ciudadanos. Y para impedir a sus hijos recaer en los errores antiguos darían nuevos principios a la educación. Entonces el cielo bajaría a la tierra» (El pensamiento 10).

La Ilustración

Entre 1680 y 1715 se produce, en efecto, un gran asalto -religioso e intelectual, artístico y político- contra esa Cristiandad, que aún perdura en gran parte durante el clasicismo del siglo XVII. Partiendo de Descartes (+1650), hombres como el panteísta Spinoza, o como Malebranche, Locke, Leibniz, Bayle, radicalizan la autonomía del pensamiento y de la moral respecto de la Iglesia de Cristo. Y la mayor parte de ellos, por cierto, son «cristianos», como Malebranche (+1715), oratoriano francés, que desarrolla el cartesianismo en el engendro filosófico del ocasionalismo.

«Los asaltantes -escribe Hazard- triunfaban poco a poco. La herejía no era ya solitaria y oculta; ganaba discípulos, se volvía insolente y jactanciosa. La razón no era ya una cordura equilibrada, sino una audacia crítica. Las nociones más comunmente aceptadas, la del consentimiento universal que probaba a Dios, la de los milagros, se ponían en duda. Se relegaba lo divino a cielos desconocidos e impenetrables; el hombre, y sólo el hombre, se convertía en la medida de todas las cosas; era por sí mismo su razón de ser y su fin. Bastante tiempo habían tenido en sus manos el poder los pastores de los pueblos; habían prometido hacer reinar en la tierra la bondad, la justicia, el amor fraternal; pero no habían cumplido su promesa, y por tanto, no tenían que hacer sino marcharse... Había que edificar una política sin derecho divino, una religión sin misterio, una moral sin dogmas...

«Se ha operado una crisis en la conciencia europea; entre el Renacimiento, del que procede directamente, y la Revolución francesa, que prepara, no la hay más importante en la historia de las ideas. A una civilización fundada en la idea del deber, los deberes para con Dios, los deberes para con el príncipe, los nuevos filósofos han intentado sustituirla con una civilización fundada en la idea del derecho: los derechos de la conciencia individual, los derechos de la crítica, los derechos de la razón, los derechos del hombre y del ciudadano» (La crisis 9-11).

Bajar el cielo a la tierra... Eso es: las cosas del mundo se arreglan mirando al mundo, y no con los ojos puestos en el cielo. Más pensar en el mundo, y menos pensar en el cielo. Hay que partir de la realidad, es decir, del mundo visible. Hay que dejarse de alienaciones celestiales. Eso es lo que podrá abrir a la humanidad el camino hacia una felicidad desconocida en la historia.

La Ilustración, difundida por los enciclopedistas franceses, consigue hacerse con los resortes del poder político a través sobre todo de la masonería, y a partir de la Revolución francesa (1789), extiende victoriosa su influjo durante el siglo XIX mediante el Liberalismo. Finalmente, consuma en el siglo XX su impulso, secularizando las instituciones y en buena parte la cultura de las naciones cristianas. El mundo secular ha de construirse prescindiendo en absoluto de la hipótesis de un Dios, Señor del mundo, a cuya voluntad habría que someter toda la vida privada y pública.

En efecto, «la insensatez más caracterizada de nuestra época -dice Juan XXIII- consiste en el intento de establecer un orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable o, lo que es lo mismo, prescindiendo de Dios, y querer exaltar la grandeza del hombre, cegando la fuente de la que brota y se nutre, esto es, obstaculizando y, si fuera posible, aniquilando la tendencia innata del alma hacia Dios» (Mater et Magistra [217] 1961).

La masonería

La masonería, iniciada en Londres en 1717, era deísta en su primera época -al modo de Pope o Voltaire, Lessing o Rousseau-, y no admitía a los ateos. Eso explica que algunos clérigos y religiosos, más aficionados a clubes y salones que a parroquias y conventos, asustados por el ateísmo creciente de la época, se afilien a la masonería. Sin atacar todavía directamente a Cristo, los primeros masones, rezumando tolerancia, profesan con optimismo una religión natural, una ética universal, «en la que todos los hombres pueden estar de acuerdo», también los católicos, según dicen. La Iglesia, sin embargo, entiende muy pronto el carácter determinadamente anticristiano de la masonería, que es condenada por Clemente XII en 1738 y por Benedicto XIV en 1751, así como por los Papas de los siglos XIX y XX.

También las monarquías europeas, en general, reaccionan contra la masonería. Pero no la resisten por principios espirituales, sino por estrategias de Estado, y eso lleva a que ya en el XVIII las coronas europeas se vean infiltradas por ella, y acepten educadores y ministros masones, que irán impulsando decididamente la secularización gobal de la sociedad. Estamos, pues, en el bien llamado despotismo ilustrado, que encuentra con frecuencia grandes resistencias en el pueblo católico, y que es el precedente inmediato del liberalismo del XIX.

Protestantes y católicos

Conviene señalar, por cierto, que las logias, bajo la guía superior de la Corona británica, atentaron siempre contra las monarquías católicas -Francia, España, Italia, Austria-, pero dejaron siempre en paz las Coronas protestantes, en las que no veían obstáculo para el liberalismo masónico.

Eso explica que todavía en los parlamentos de las naciones protestantes se sienten, conspicuos y respetados, los Obispos y pastores que vienen de la Reforma. Su presencia es perfectamente tolerable, pues, además de dar a la asamblea un cierto tono de respetabilidad tradicional, apenas estorban la descristianización acelerada de la sociedad, irradiada por el poder político a todo el cuerpo social.

Así las cosas, en la época contemporánea la Iglesia católica es prácticamente la única fuerza militante en la lucha contra la secularización radical de la sociedad. Téngase en cuenta que el paso del Evangelio a la Ilustración, es decir, la construcción del mundo sin referencia alguna al cielo, ha de realizarse en unos pueblos que en su inmensa mayoría son todavía cristianos. Por tanto, no será posible ese proceso sin contar con la pasividad cómplice de los protestantes, y sin asegurar una neutralización suficiente de los católicos. De esto último se encargarán los católicos liberales, en cualquiera de sus varias modalidades.

En cuanto a los protestantes, ya desde sus orígenes luteranos, al entender que entre el Reino de Dios y los Reinos humanos hay -debe haber, incluso- una separación infranqueable, promueven o aceptan sin dificultad la secularización total del orden temporal (+F. Giardini, Cristianesimo e secolarizzazione a confronto). Más aún, puede afirmarse que el secularismo liberal tiene propiamente sus orígenes tanto en el protestantismo como en las filosofías políticas del XVIII, como ya lo señaló León XIII (Inmortale Dei 10).

Frente a esto, y en curiosa paradoja, los países protestantes guardan en sus estructuras políticas su confesionalidad cristiana, mientras que el espíritu del mundo moderno ha obligado a abandonar la suya a las naciones católicas. Pero esta paradoja, después de todo, no es tan misteriosa. Sencillamente, la de los países protestantes es una confesionalidad sui generis, que recuerda a la de Bizancio, en la que lo religioso tiende a supeditarse a lo político; y que lleva en sí misma el germen de la secularización. Por eso puede subsistir en el orden moderno, y en cambio la confesionalidad católica no.

Va a corresponder, pues, a los católicos, a la Iglesia, todo el peso histórico en esta durísima lucha para mantener a Dios como fundamento de las leyes y del orden cultural y social, y para afirmar que no hay salvación para los hombres y para los pueblos y sociedades sino en la medida en que se acepta a Cristo como Rey (+Hch 4,12), a quien, después de su victoria en la cruz, ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18).

Los mártires franceses de la Vendée (1793-1796), los mártires cristeros de México (1926-1929), o los mártires de España (1936-1939), no eran protestantes. Eran católicos del pueblo, que se resistían a que la presencia social de Cristo Rey fuera ahuyentada de sus pueblos, de gran mayoría cristiana.

El naturalismo liberal del XIX y sus derivados

El liberalismo consiste en la afirmación de la voluntad (de la libertad) del hombre por sí misma, por encima de la voluntad de Dios o incluso frente a ella. Es, pues, el rechazo de la soberanía de Dios sobre el hombre y el mundo. Históricamente, es un modo de naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios (León XIII, Libertas 1888: 1,11,24). Y, por otra parte, es muy importante comprender bien que el socialismo y el comunismo son hijos naturales del liberalismo (Pío XI, Divini Redemptoris 1937).

Son de la misma sangre. Lo humano que, como valor absoluto, el liberalismo alza frente a Dios puede tomar, y ha tomado en la historia, formas diversas -la mayoría, el partido único, la raza, el jefe carismático, etc.-. Pero en lo que todas esas modalidades han coincidido siempre, lo mismo el liberalismo que el comunismo, el socialismo o el nazismo, es en el rechazo de la soberanía de Dios sobre el mundo. En todos ellos es el hombre el que, haciéndose como dios, establece la diferencia entre lo bueno y lo malo, sin referencia alguna a Dios y al orden natural por él creado. Todos ellos caen en la primitiva tentación diabólica: «Seréis como Dios, conocedores del bien y el mal» (Gén 3,5). Unos y otros son siempre formas del milenarismo naturalista -«el cielo bajará a la tierra»-.

El mundo moderno liberal -en el pensamiento y las instituciones, las leyes y las costumbres- se constituye, pues, ya en Occidente como una contra-Iglesia, pues quiere vivir sinDios y sinCristo. Y es apóstata, pues todo él procede del cristianismo: rechazando la guía de Cristo, en realidad se va configurando contraCristo. Este mundo liberal cree que «la razón humana, sin tener para nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de sí misma; y bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos» (S. Pío X, Syllabus 1864,3).

La unidad radical existente entre liberalismo y comunismo, socialismo o nazismo, explica que todos ellos sean profundamente hostiles hacia la Iglesia, y que todos ellos, aunque peleen muchas veces entre sí, llegado el caso, pueden llegar a compromisos cómplices, pues coinciden al menos en lo fundamental. Todos están en la misma opción radical: «No queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Todos coinciden en el principio más decisivo: «los hombres, sólamente si se gobiernan sin sujeción alguna a Dios, podrán llegar a ser como dioses, conocedores del bien y del mal» (+H. Graf Huyn, Seréis como dioses).

Así pues, no es la Iglesia la culpable de sus dificultades con el mundo moderno liberal -calumnia típica, antigua y actual, no sólo de los ateos, sino especialmente de los modernistas y católicos liberales, que así pretenden justificar ante ella sus complicidades, concesiones y adulaciones hacia el mundo-. Por supuesto que dentro de la Iglesia hay pecados y torpezas, y los habrá siempre; pero es el mundo liberal el que, consumando la ruptura con el cristianismo iniciada en el Renacimiento, se va constituyendo más y más como una contra-Iglesia. Recordemos aquí aquello de Cristo: «el que no está conmigo, está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama» (Mt 12,30).

El naturalismo moderno contra la Iglesia

El naturalismo liberal, a lo largo del XIX y hasta nuestros días, se ha ido extendiendo por intereses económicos sobre todo en la alta burguesía, y también por convicción intelectual entre hombres de la universidad o de las profesiones liberales. Unos y otros esperaron del liberalismo -atención: o de cualquiera de sus derivaciones, ya señaladas- la felicidad de los pueblos, y aún más la suya propia. En efecto, así como Demas dejó a San Pablo «enamorado de este mundo presente» (2Tim 4,9), también no pocos católicos de las clases altas, en la sociedad civil y en la eclesial, dejaron por la misma razón el seguimiento verdadero de Cristo: «enamorados de este mundo», aunque muchos de ellos se siguieran teniendo por cristianos. Todo, o casi todo, antes que verse marginados del presente vigente; cualquier cosa, antes que «perder el tren de la historia».

Pues bien, no tiene nada de extraño que el mundo moderno libertad, partiendo de sus principios doctrinales, haya perseguido duramente a la Iglesia en los dos siglos últimos. Unas veces lo ha hecho con las armas, otras, las más, con acciones de guante blanco, mucho más eficaces, pero, en todo caso, tratando siempre de reducir lo más posible el influjo cristiano en la vida de los pueblos.

Preciso más este punto. En realidad, el mundo liberal moderno -compuesto en su inmensa mayoría por bautizados-, de suyo, no ve su causa como una lucha contra Dios, en cuya existencia no cree, o si cree, lo entiende como el Ser supremo de los deístas, que no se interesa para nada en los asuntos del los hombres. Pero sí entiende la causa de la modernidad como una lucha contra los hombres e instituciones que se obstinan en afirmar la absoluta y universal soberanía de Dios sobre este mundo. Aquí es, precisamente, donde el liberal moderno estima como vocación propia «luchar contra los obstáculos tradicionales», contra el fanatismo del clero y del pueblo, contra sus innumerables tradiciones cristianas -educación y costumbres, arte y fiestas, folclore y cultura-.

El naturalismo liberal, sin duda, va en su lucha más al fondo de la cuestión. Propugnando, por ejemplo, la legalidad del divorcio o del aborto, mucho más que el divorcio o el aborto lo que le importa en realidad es luchar contra las personas o instituciones que continúan afirmando un orden natural inviolable, fundamentado en el mismo Creador. Ahí es donde se centra su batalla. Y es muy importante entenderlo. Al exigir, por ejemplo, «la igualdad de derechos entre el matrimonio y las parejas homosexuales» -algo tan manifiestamente irracional-, el modernismo liberal no está luchando propiamente en favor de gays y lesbianas, está luchando -sabiéndolo o no- por eliminar todos los restos del influjo de Cristo sobre la sociedad, está combatiendo por afirmar de una vez por todas una sociedad en la que, sin Dios ni orden natural, no haya más autoridad que la de el hombre solo. Eso es lo que de verdad le importa.

El «celo apostólico» naturalista

Notemos, por otra parte, que el naturalismo moderno ha mostrado siempre un enorme celo proselitista. Concretamente, el Estado sinDios -sea marxista, socialista o democrático liberal- es, de una u otra forma, un Leviatán monstruoso, que tiende siempre a dar forma mental y práctica a la sociedad, aplastando tradiciones, instituciones y expresiones comunitarias naturales, reduciendo las personas a individuos anónimos masificados y manipulables, eliminando la variedad de costumbres y derechos, imponiendo una interpretación de la historia y un modelo único de educación y de sociedad, sujetando el cuerpo social con miles y miles y miles de leyes, dominando más y más la vida económica por la absorción de impuestos siempre crecientes, y fomentando decididamente en el pueblo la imbecilidad más inerme: «panes et circenses». Es la Bestia apocalíptica que, con insidiosa suavidad o con feroz violencia, conduce al pueblo a la Apostasía.

La Iglesia contra el naturalismo moderno

Consciente de todo esto, la Iglesia católica impugna sin cesar el planteamiento fundamental del mundo moderno, considerándolo inconciliable con el cristianismo, y causa de atroces males para la vida presente y la futura. La Iglesia ve en la concepción naturalista del mundo y del orden político una máquina para ateizar al pueblo y para aplastarlo con indecibles calamidades, que una y otra vez anuncia y denuncia.

Importantes documentos del Magisterio apostólico combaten con energía estos errores modernos (Mirari vos 1832, Syllabus 1864). La Iglesia rechaza las derivaciones naturalistas, socialistas o comunistas del liberalismo (Quanta cura 1864). Impugna todas las formas de concebir la vida mundana sin Dios o contra Dios (Quod Apostolici muneris 1878, socialismo; Diuturnum 1881, poder civil; Humanum genus 1884, masonería; Immortale Dei 1885, constitución del Estado; Libertas 1888, libertad verdadera; Rerum novarum 1891, cuestión social; Testem benevolentiæ 1899, americanismo; Annum sacrum 1899, potestad regia de Cristo; Pascendi 1907, modernismo; Mit brennender Sorge 1937, nazismo; Summi Pontificatus 1939). Llama la Iglesia a superar todavía los horrores del mundo moderno por el cristianismo (Oggi 1944), enseña las condiciones irrenunciables de una democracia digna y benéfica (Benignitas et humanitas 1944), y el necesario influjo salvífico de la Iglesia sobre los pueblos (Vous avez voulu 1955). Y señala así los principios de justicia y de solidaridad real que el mundo moderno está ignorando (Mater et Magistra 1961, Pacem in terris 1963, Redemptor hominis 1979).

Es un forcejeo incesante entre la Iglesia de Cristo y el mundo liberal moderno, que quiere construirse sin Dios, al margen de Dios, y a veces contra Dios; en todo caso, cerrado en sí mismo. Mientras los cristianos católicos afirman: «es preciso que reine Cristo» sobre nuestros pueblos (1Cor 15,25), los modernos, liberales y derivados, quieren lo contrario: «no queremos que éste reine sobre nosotros» (Lc 19,14).

Los cristianos cómplices del mundo

Quienes asedian una fortaleza buscan antes que nada la complicidad de los traidores que les abran sus puertas. Así ha sido siempre, y así ha sido en el asedio sufrido por la Iglesia en el mundo moderno. En efecto, se debe principalmente a los católicos mundanos -liberales, modernistas, progresistas, socialistas, etc.: círculos cuadrados- que «el yugo suave y la carga ligera» de Cristo Rey se haya finalmente retirado de los hombros de los pueblos cristianos, y que éstos se hayan visto aplastados por los horrores del naturalismo moderno, en cualquiera de sus espantosas derivaciones. En efecto, durante los siglos XIX y XX serán normalmente los sinDios o estos cómplices suyos quienes -con toda naturalidad y como si ello viniera exigido por la paz y el bien común- gobiernen los pueblos cristianos, procurando con éxito creciente la ateización práctica de la sociedad.

Y aquí es necesaria una distinción muy importante. Entre los católicos mundanos habrá quienes acepten el naturalismo liberal o sus derivados prácticamente, como un mal menor que conviene tolerar. Pero también habrá otros que lo asuman teóricamente, reconociendo en él un bien que los cristianos deben propugnar como verdadera causa evangélica.

Es lo que sucedió, concretamente, con el primer liberalismo en Francia. En un comienzo, bajo la guía del obispo Dupanloup (1802-1878), predomina el catolicismo liberal de conveniencia, que aún hoy tiene algunos seguidores. Sin embargo, es el catolicismo liberal de convicción, el que desarrolla la idea del abate Felicité de Lamennais (1782-1854), el que se afirma históricamente más y más, hasta ser hoy, al menos en las clases ilustradas, la actitud ampliamente mayoritaria de los cristianos de Occidente. Este liberalismo católico de convicción es el que vincula el Evangelio a las modalidades concretas de las modernas libertades y a los diversos mesianismos seculares. Es el catolicismo ilustrado, más sabio que la Iglesia, la cual, no entendiendo los signos de los tiempos, ya desde el magisterio de Gregorio XVI, condena pronto como «paridades blasfemas» esas identificaciones, o reducciones, de la salvación a ciertas causas temporales (Mirari vos 1832).

El católico mundano, por ejemplo, el liberal lamennaisiano, exalta con entusiasmo el orden temporal, todo aquello que el hombre en cuanto criatura es capaz de hacer por sus fuerzas, como si todo eso, sin más, fuera básicamente «la causa de Cristo». Y es el que, al mismo tiempo, reduce a un segundo plano el orden sobrenatural, lo que es don de Dios, la salvación por Cristo, el perdón de los pecados, la elevación a la filiación divina, la necesidad del mundo de la gracia. Es la típica inversión del catolicismo liberal.

-El catolicismo tradicional, el bíblico -ya lo hemos visto con cierta amplitud en las primeras partes- ve el mundo como «generación mala y perversa», de la que hay que salvarse y a la que hay que salvar por Cristo (+Hch 2,40; Rm 12,2; 2Cor 6, 14-18; Flp 2,15; 1Jn 2,15-16). Considera que el Espíritu divino es el único que da vida, mientras que la carne -y el mundo, que es su expresión social- es débil, y no sirve para nada (+Jn 6,63; Mt 26,41). Es el talante del catolicismo genuino que, como Clemente de Alejandría en el Pedagogo, ve en la Iglesia el pueblo «nuevo», el pueblo «joven» (I,14, 5; 19,4), en contraposición a la «antigua locura», que caracteriza al mundo pagano, viejo y gastado (I,20, 2).

-El catolicismo mundanizado, en el polo opuesto, estima que precisamente es en el mundo donde halla su principio renovador la Iglesia, y así enseña a eludir la Iglesia, o a desfigurarla con buena conciencia, siempre que ella entra en contraste irreconciliable con el mundo. De todos es conocida esa mentalidad y sus consecuencias, pues desde hace decenios es la actitud mayoritaria entre los cristianos descristianizados. Es, simplemente, la Apostasía de Occidente. El abate Lamennais terminó por abandonar la Iglesia, y ése es el fin de los que le siguen, al menos si son sinceros y coherentes.

Entre el catolicismo tradicional -el bíblico, el verdadero- y el catolicismo mundanizado hay una incompatibilidad absoluta, la misma que existe entre la luz y las tinieblas. Y el Vaticano II es muy consciente de ello, cuando afirma con toda claridad que «si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras» (GS 36c). Pero el catolicismo mundano -liberal, socialista, liberacionista o lo que sea- piensa justamente lo contrario. Estima, con pleno acuerdo y aplauso de su amigo el mundo, que el mundo secular -el pensamiento y el arte, las instituciones y el poder político, la enseñanza, todo- sólo puede alcanzar su mayoría de edad sacudiéndose el yugo de la Iglesia. Y simétricamente, considera también que la Iglesia tanto más se renueva cuanto más se mundaniza; y tanto más atrayente resulta al mundo, cuanto más se seculariza y más lastre suelta de tradición católica.

Sólo un ejemplo. El cristianismo mundanizado estima hoy que los Obispos deben asemejar sus modos de gobierno pastoral lo más posible a los usos democráticos vigentes -en Occidente-. El cristianismo tradicional, por el contrario, estima que los Obispos, en todo, también en los modos de ejercitar su autoridad sagrada, deben imitar fielmente y sin miedos a Jesucristo, el Buen Pastor, a los apóstoles y a los pastores santos, canonizados y puestos para ejemplo perenne. En efecto, los Obispos que en tiempos de autoritarismo civil, se asemejan a los príncipes absolutos, se alejan tanto del ideal evangélico como aquellos otros Obispos que, en tiempos de democratismo igualitario, se asemejan a los políticos permisivos y oportunistas. Unos y otros Pastores, al mundanizarse, son escasamente cristianos. Falsifican lamentablemente la originalidad formidable de la autoridad pastoral entendida al modo evangélico. En un caso y en otro, el principio mundano, configurando una realidad cristiana, la desvirtúa y falsifica.

Es evidente, pues, que una adaptación de las realidades cristianas a los modos accidentales de la vida del mundo puede ser, según los casos, benéfica y necesaria. Pero esa adaptación, en cuanto se refiere a aspectos más profundos, equivale simplemente a una descristianización del cristianismo. Y en esa clave, sin duda, ha de interpretarse la descristianización actual de las antiguas naciones cristianas.

Crecimiento del naturalismo liberal entre los católicos

La mentalidad del catolicismo naturalista -liberalismo, americanismo, modernismo, progresismo, da más o menos igual-, va creciendo en las antiguas naciones cristianas de modo casi continuo hasta nuestros días. Por él gran parte del pueblo cristiano cae en la apostasía, muchas veces sin advertirlo, pues «quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4).

Los católicos mundanos son hoy mayoría en Occidente, y aceptan ya las tesis del naturalismo laicista no como hipótesis, por conveniencia o por prudencia, sino como tesis, esto es, por convicción. En todo ello, por supuesto, hay muchos grados; pero puede decirse, en síntesis, que los cristianos mundanos -es decir, socialistas, marxistas, nazis, liberales- han interiorizado los principios liberales que la Iglesia ha condenado largamente.

Según ellos, los cristianos, dejándose de actitudes militantes o huidizas ante el mundo, deben reconciliarse con él, adaptándose en mentalidad y costumbres. Así, la Constitución política debe prescindir de Dios -aun en el caso de que la gran mayoría del pueblo sea creyente-, y el Estado no ha de tener otro fundamento que el hombre, sea el partido omnisciente, sea la voluntad mayoritaria, abandonada a sí misma o, lo que es mucho más común, manipulada por unos pocos. Esto es lo más conveniente para «la paz». Y para el bien común es bueno que las leyes, en vez de apoyarse en Dios y en la ley natural, procedan simplemente de la mayoría de los votos -legalizar lo que está en la calle, o lo que se finge que está en ella- o de la decisión del partido infalible. Esto, a primera vista, simplifica enormemente las cosas; pero en realidad las lleva a una complejidad abrumadora.

Así pues, la mayoría de los cristianos, deponiendo finalmente toda resistencia, se ha sumado a la empresa de edificar un mundo sin referencia alguna a Dios. A su juicio, es mejor así. Más aún, es algo necesario, al menos si se quiere que los cristianos, deponiendo los nefastos enfrentamientos pasados con el mundo, influyan de verdad en él. Y aún es más necesario, concretamente, si quieren evitar de una vez por todas «el odio del mundo», que les viene siguiendo desde la Cruz del Calvario (Jn 15, 18-21). Edificar el mundo sobre Dios no trae sino alienaciones del mundo visible, o divisiones, guerras y sufrimientos. En cambio, construir el orden mundano sobre el hombre, sobre la razón, sobre los valores humanitarios universales, eso es lo único que asegura la paz y el bien común de los pueblos. Es cierto que los hechos demuestran ampliamente lo contrario; pero no importa.

Fuera del Magisterio apostólico o de algunas voces integristas, en los últimos decenios apenas se alzan ya autores católicos que denuncien los errores y los horrores del naturalismo liberal, en cualquiera de sus diversas formas, pues éste, aplicándose en forma generalizada, ha invadido la mayoría de las mentes, presentándose como un fenómeno histórico irreversible -¡así se presentaba el marxismo, que en paz descanse!-.

Todavía, sin embargo, en 1965 el Cardenal Jean Daniélou afirma, en L’oraison, problème politique, que la religiosidad pertenece a la naturaleza humana, de tal modo que construir la ciudad política sin Dios es algo contra naturam, algo que necesariamente tiene que producir efectos espantosos. En esa ciudad irán creciendo no hombres, sino monstruos. Y da otro aviso grave: «A nuestro juicio, son hoy demasiados los cristianos que aceptan la yuxtaposición de una religión personal y de una sociedad laica. Tal concepción es ruinosa para la sociedad y para la religión» (7).

El oportunismo semipelagiano

La apostasía de gran parte del pueblo cristiano, que finalmente se concilia con el mundo, procede en buena medida del semipelagianismo generalizado en los últimos siglos entre los católicos (+Síntesis 215-218).

En la época primera de los mártires y también durante el milenio medieval la verdadera doctrina de la gracia -San Pablo, San Agustín, Santo Tomás- es la más común en el pueblo cristiano. A su luz se conoce que sólo Cristo puede vencer al mundo, y que para vencerlo prefiere usar de medios pobres y crucificados, «para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1Cor 1,29). La Iglesia entonces, como el Bautista, no se dice a sí misma: «no le diré al poderoso la verdad, pues si lo hago, me cortará la cabeza, y no podré seguir evangelizando». Por el contrario, sabiendo que la salvación del mundo la obra Dios, la Iglesia dice y hace la verdad, sin miedo a verse pobre y marginada. Y entonces es cuando, sufriendo persecución, evangeliza al mundo.

Pero el antropocentrismo iniciado en el Renacimiento trae un discurso muy diverso. En el misterio de la salvación «se suman» la parte de Dios y la parte del hombre. Recientemente escribe Lorenzo Cappelletti, en un artículo sobre la Concordia de Molina (1589): «esta doctrina, que tras atravesar cuatrocientos años parece predominar hoy en los católicos, era entonces considerada [cuando se propuso por vez primera] tanto por la escuela agustiniana como por la tomista (es decir, por todos), inusitada y contraria a la tradición» (30 Días, nº 80, 1994). Evidente.

El cristianismo semipelagiano entiende que la introducción del Reino en el mundo se hace, pues, en parte por la fuerza de Dios y en parte por la fuerza del hombre. Y así estima que los cristianos, lógicamente, habrán de evitar por todos los medios aquellas actitudes ante el mundo que pudieran debilitar o suprimir su parte humana activa -marginación o desprestigio social, cárcel o muerte-. Y por este camino tan razonable se va llegando poco a poco, casi insensiblemente, a silencios y complicidades con el mundo cada vez mayores, de tal modo que cesa por completo la evangelización de las personas y de los pueblos, de las instituciones y de la cultura. ¡Y así actúan quienes decían estar empeñados en impregnar de Evangelio todas las realidades temporales!...

No será raro así que al abuelo, piadoso semipelagiano conservador, le haya salido un hijo pelagiano progresista; y es incluso probable que el nieto baje otro peldaño, llegando a la apostasía. Éste itinerario es normal, y se cumple en tres generaciones o en poco más.

La descristianización

de las naciones cristianas

Se ha consumado en nuestro tiempo la apostasía de las naciones cristianas de Occidente. El Renacimiento, aunque admira la antigüedad pagana e inicia el menosprecio del pasado cristiano, aún acepta la Iglesia de Cristo. La Reforma protestante rechaza la Iglesia, pero admite a Cristo. La Ilustración rechaza la Iglesia y Cristo, pero dice creer en el Dios del deísmo. El Liberalismo que le sigue, y sus hijos liberales y socialistas, marxistas o nazis, no cree en la Iglesia, ni en Cristo, ni en Dios; sólo en el hombre. Finalmente, la Apostasía actual no cree ya ni en la Iglesia ni en Cristo, ni en Dios ni en el hombre.

En éstas estamos.

2. Falsificación de la historia cristiana

El paso del Evangelio a la Ilustración, de la fe a la mera razón, se cumple en los incrédulos calumniando los tiempos anteriores de Cristiandad. En efecto, los que pretenden hacer sin Cristo un mundo nuevo, lógicamente necesitan desacreditar el mundo que venía realizándose con Cristo: «Ahora es cuando pasamos del oscurantismo al siglo de las luces»... Y también los católicos mundanizados, poco a poco, interiorizan ese mismo planteamiento universal. Esto ha exigido, por supuesto, una enorme y sistemática falsificación de la historia cristiana.

Pues bien, aquí nos interesa especialmente conocer la actitud de estos católicos mundanos, que se suman con fervor de neófitos a esa siniestra descalificación de la Cristiandad.

La condena del pasado (del pasado cristiano)

«Cualquier tiempo pasado fue peor». El cristiano mundanizado, que ve la paja en el ojo del cristianismo antiguo y no ve la viga del actual, deseoso de integrarse a fondo en el mundo moderno, está constreñido a la necesidad de repudiar el pasado, de cortar, en todo lo que venga exigido, con la tradición de la Iglesia. Y en el mejor de los casos, decide simplemente ignorar, o si se quiere, olvidar la miserable historia del pueblo cristiano, desentendiéndose de ella. Borrón y cuenta nueva. No tenemos por qué cargar con la vergonzosa historia de la Iglesia. Vivamos el cristianismo, pero sin lastres de tradición, partiendo de un Evangelio entendido a la luz del mundo moderno, no de los Padres antiguos, y menos aún del Magisterio apostólico.

Se da en esto una paradoja muy curiosa. Muchos que prestan apasionado interés a la historia sagrada de Israel, y ven continuamente en ella las intervenciones del «fuerte brazo de Yavé», consideran, por el contrario, con una visión secularizada la historia sagrada de la Iglesia, dirigida continuamente por el Cristo glorioso, Señor de la historia, a quien ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Es decir, no quieren en modo alguno entender la historia de la Iglesia como historia de Cristo, porque ello les enfrentaría con el mundo. Y, por lo demás, suelen mostrarse convencidos de que, si queremos proceder seriamente, debemos prescindir de toda intervención histórica de la Providencia divina, y explicarlo todo en términos culturales, ideológicos o economicistas. En pocas palabras: «debe negarse toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo» (Pío IX, 1864, Syllabus 2).

La condena del pasado -la condena, se entiende, del pasado cristiano-: éste es el pasaporte que a los cristianos hoy se les exige para circular libremente por el mundo. Sin él quedan hundidos en la masa irrecuperable de los retrógrados, es decir, de los nostálgicos del pasado. Por tanto, para adquirirlo están dispuestos a pasar por todos los trámites que se les exijan. He aquí algunos:

-Ignorar o devaluar la obra de Cristo en la historia de los pueblos de Occidente. Ésta es una exigencia sistemática de los modernos incrédulos, que con fervor asumen los cristianos mundanizados -liberales, socialistas, liberacionistas, etc.-. Y así, por ejemplo, podemos ver cómo hacen éstos la historia de España o de Europa o de Hispanoamérica, bajo la secreta censura de aquella exigencia sistemática. Siendo la verdad que en esa historia todo lo mejor viene directamente de la Iglesia, prescinden de ésta, o le dedican un capítulo aparte, bastante hostil. Resulta patético, pues la verdad es que escribir así la historia de esos pueblos viene a ser como escribir la biografía de Beethoven olvidando decir que era músico, o diciéndolo en una nota a pie de página. Es un fraude, es una falsificación total. Eso explica, por ejemplo, que haya autores sinceramente católicos que al propugnar hoy la unidad de los países de Iberoamérica se remiten no a los tres siglos confesionales hispánicos, XVI, XVII y XVIII, en que estuvo efectivamente unida en un sólo espíritu católico, ¡sino a los sueños del general Bolívar, el que con otros partió el mapa de América en más de veinte trozos!...

-No es bastante, sin embargo, ignorar o devaluar el pasado histórico cristiano, es preciso pisotearlo, calumniarlo. He aquí un ejemplo. Un periodista católico, corresponsal en Roma de un gran diario nacional, dando la noticia de una venganza odiosa sucedida en Palermo, se despacha así sobre la Edad Media: «Un gesto de bárbaros. Algo indigno de una sociedad civilizada. Un acto medieval, propio de cierta cultura retrógrada, basada en conceptos absurdos... Una cosa medieval, salvaje, cruel» (17-11-1992). El milenio europeo cristiano -el de las catedrales y las Summas, el del ideal caballeresco, el que eliminó la esclavitud y suavizó las costumbres de romanos y bárbaros, el que produjo la unidad europea en una fe, una lengua y una cultura- es un tiempo oscuro y bárbaro, indigno y cruel, salvaje y basado en fundamentos absurdos...

Complicidades oscuras, muchas veces inconscientes

¡A qué mentiras y degradaciones puede llegar un cristiano semipelagiano, que para entrar en el mundo, en el mundo cultural y político sobre todo, «y así poder influir sobre él» cristianamente (!), está dispuesto a pagar el peaje que se le exija!... Pero no pensemos que estas actitudes miserables suelan ser conscientemente oportunistas, y por tanto perversas. No. La mentira de los cristianos que reniegan del pasado cristiano está fabricada de ignorancia y de virtudes falsas.

Muchos de los cristianos que se hacen cómplices del mundo en la condenación de la historia de la Iglesia lo hacen sin mala intención, más aún, en contra de sus convicciones personales. Ellos, simplemente, por superficialidad, por ligereza, por falta de advertencia, se dejan llevar en la ocasión por una forma mentis mundana, que condiciona fuertemente los juicios y más aún el lenguaje de nuestro tiempo. Y así vienen a dar en el axioma: «antes íbamos mal, ahora vamos bien». Si se les hace pensar un poquito, reconocen con facilidad que antes no íbamos tan mal, y que ahora, en todo caso, vamos peor.

Los católicos mundanos, que aceptan cualquier calumnia contra la cristiandad pasada o presente sin el menor sentido crítico o histórico, creen aceptar estas calumnias del mundo en el nombre de la veracidad y de la humildad, virtudes tan eminentemente evangélicas. Según estos pseudo-cristianos, dejándonos de prepotencias salvadoras, hemos de reconocer que «la fuerza de progreso está en el mundo». Es el mundo el que descubre y progresa; más aún, que descubre y progresa «en la medida en que se independiza del yugo oscurantista de la Iglesia», que esclavizó el pensamiento durante tantos siglos de Cristiandad. La Iglesia, en efecto, ha sido siempre «la última en enterarse de las cosas»; y ahora, «si no quiere perder una vez más el tren de la historia», debe «reconciliarse con el mundo moderno», deponiendo ante él toda confrontación, toda actitud belicista o de fuga mundi. Sólo así podrá «recuperar el tiempo perdido», tan neciamente perdido durante tantos siglos... Desde el Calvario, para ser exactos, donde Cristo entabló combate abierto contra el pecado del mundo y contra su Príncipe satánico, y «venció al mundo» (Jn 16,33).

La aprobación del presente (del presente pagano)

El actual cristiano mundanizado, no sólo ha de repudiar el pasado cristiano, sino que ha de mostrarse de acuerdo con el mundo moderno en sus planteamientos generales. Podrá mostrarse crítico en puntos concretos -ciertas injusticias sociales, esta guerra, aquella marginación de un grupo-; pero en modo alguno le será permitido poner en duda las tesis fundamentales de un mundo que quiere autoconstruirse sin Dios. Y por consiguiente, él mismo no se lo permitirá, ni siquiera en el pensamiento. Juzga que debe proteger ante todo su misión como cristiano en el mundo, evitando el martirio como sea (!).

A ver si en tema tan grave consigo expresarme con claridad. El cristiano mundano, descristianizado, de hecho, considera los errores y maldades que abundan en el mundo sinCristo con una benignidad que sólo puede compararse con la dureza de su juicio hacia el pasado cristiano. No es que no vea los males del mundo moderno, es más bien que ignora que el rechazo de Cristo y de su Iglesia es la causa principal de todos esos errores y males. Intentaré explicarme con un ejemplo.

Imaginemos que un grupo de cristianos llega a vivir en una región en la que todos los ciudadanos acostumbran vivir cabeza abajo, es decir, sobre las manos y con los pies en alto. Los inconvenientes de tal postura, tan absolutamente contraria a la naturaleza, son patentes: dolores de cabeza insoportables, malformaciones de la columna, enfermedades de la vista, ineficiencia en el trabajo, hambre, privaciones, enfermedades, etc. Y supongamos que esos cristianos, participando en una asamblea de tal región que trata de remediar alguno de estos males, entran como los demás en los debates, apoyan o rechazan las soluciones concretas ofrecidas, etc., pero no dicen nunca: «Hermanos, no sigan engañados: pónganse de pie, con la cabeza a lo alto, y verán cómo se les pasan todos los males». ¿Qué habría que pensar de esos cristianos?...

Los horrores del mundo sinCristo

He dicho que los cristianos mundanos ven con una benignidad cómplice los males concretos del mundo sinCristo, aunque ignoran las premisas perversas de las que proceden. Pero quizá fuera más exacto decir que no ven esos males. Y es que los males del mundo moderno son tan abrumadores que, finalmente, por el estupor y la costumbre, resultan casi invisibles.

El siglo XX se ha mostrado el más homicida de cuantos conoce la historia: cientos y cientos de millones de hombres muertos por violencia humana en guerra -I y II Guerra Mundial, matanzas nazis de judíos, Biafra y Uganda, Vietnam y Camboya, Bosnia y Ruanda, etc.-.

Según informa en 1995 una comisión universitaria hispano-rusa, cincuenta y seis millones de personas murieron a causa del comunismo de Stalin. Cuarenta y dos millones de rusos, según un informe de la KGB (1994), fueron asesinados entre 1928 y 1952. Un estudio estadístico realizado en 1992 afirma que desde 1945 se han combatido más de 149 guerras llamadas locales, con un total de más de veintitrés millones de muertos, que viene a ser la mitad, o quizá menos, de las víctimas de la II Guerra Mundial. En 1995, según un informe de las Naciones Unidas, había en el mundo cincuenta conflictos armados, y veintisiete millones de personas desplazadas de sus hogares...

A todas estas muertes y violencias innumerables hay que añadir la matanza continua de millones de niños abortados, muchos de ellos legalmente y a cargo de los contribuyentes. Un estudio de la Universidad Católica de Roma afirma en 1997 que el aborto legal acaba con la vida de cuarenta millones de niños al año en todo el mundo -110.000 al día-, y que en algunos países el número de abortos llega a triplicar al de nacimientos.

Junto a eso, cientos de millones de personas mueren de hambre, de miseria, de enfermedades evitables, sin que el Occidente opulento pueda remediarlo. No puede, es decir, no quiere, o quiere con una voluntad absolutamente ineficaz, porque no parte de Dios.

Pero fijémonos sobre todo en los mismos pueblos ricos descristianizados. En la medida en que el naturalismo va pisoteando en Occidente las tradiciones cristianas, se rompen cada vez con más frecuencia los matrimonios, crecen las enfermedades psíquicas y el suicidio, y aunque se multiplica más y más el número de policías, aumenta la delincuencia juvenil y la criminalidad general, desbordando completamente las posibilidades procesales de los juzgados. Crece el uso de las drogas, la prostitución infantil, las sectas destructivas, el sida, la pornografía, el divorcio y el número de hijos ilegítimos. Disminuye en cambio la nupcialidad y la natalidad, y pueblos antes vigorosos son hoy naciones de ancianos. Baja la calidad de la enseñanza, los delitos ecológicos son enormes, a veces irreversibles, van desapareciendo las variedades regionales y nacionales, y se impone a escala general una uniformidad a la baja. La televisión, por su parte, que es vista cada día durante dos o tres horas como media, termina de embrutecer al pueblo.

El espíritu del mundo moderno, consumando una deliberada ruptura con la tradición, hace que muchas veces los padres vean con dolor que no pueden educar a sus hijos, que no logran comunicarles su espíritu y transmitirles su fe y sus valores. Por otra parte, la libertad real se reduce, se angosta, viéndose la persona sometida a presiones mentales y conductuales cada vez más eficaces. El culto al cuerpo, al sexo y a la riqueza, así como la adoración de cantantes o de atletas nos retrotrae a tiempos de Roma o de Grecia. Los Estados muestran una y otra vez su impotencia ante el narcotráfico criminal y la tragedia de la drogadicción.

Y hay abismos criminales de distancia creciente entre la miseria de los pueblos más pobres y la opulencia de los más ricos (Vat.II, GS 9b). La Conferencia sobre Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas informa en 1996 que la diferencia entre países ricos y pobres, que a comienzos de los 60 era del 13,3 % ha aumentado al 18 %. Mientras muchos seres humanos mueren de hambre, se destruyen grandes cantidades de alimentos, para mantener altos los precios. Y hay países ricos que gastan más en adelgazar que otros pobres en comer.

La filosofía desfallece hasta perderse, prácticamente, en meras consideraciones psicológicas y políticas, sociales, ecológicas y literarias. Dieron la espalda a la Verdad divina, y «alardeando de inteligentes, se hicieron necios» (Rm 1,12). En contra del principio de subsidiariedad, crece como un tumor canceroso el Estado moderno -marxista, socialista o liberal-, y acumulando un enorme poder cultural y económico, fácilmente genera corrupción en los políticos, al mismo tiempo que en las ocasiones más urgentes se muestra impotente para ayudar a países agonizantes, que son remitidos más bien a la ayuda de organizaciones no gubernamentales, de escasos medios... El siglo de los derechos humanos y del respeto a la dignidad de la persona termina, por ahora, con los horrores de Bosnia, o con la imagen espantosa de las palas mecánicas que en Ruanda acarrean miles de cadáveres hasta las fosas comunes.

¿Hasta qué punto tienen que estar ciegos aquellos cristianos ilustrados y liberales, modernos «amatores mundi», que se niegan a ver, y más aún a reconocer los terribles males que han ido creciendo en un mundo sinDios? Los cristianos normales ven esa abundancia de males y hablan de ellos con toda naturalidad, pues no están inhibidos ni para ver ni para hablar. ¿Pero será posible que en los juicios, indeciblemente pedantes, de esos teóricos cristianos pueda más su ideología de gabinete que la realidad del mundo, patente a cualquier cristiano sencillo? ¿Será posible que, para «estar al día» y para «ser del mundo» moderno, estos cristianos estén dispuestos a renunciar a la filosofía, arte, derecho, pedagogía, doctrina social y política, etc., de la cultura cristiana -más aún, a condenar todo ello, cumpliendo así con las exigencias del mundo secular-, y a aceptar a cambio lo que el moderno mundo ateo o agnóstico va imponiendo en filosofía, arte, derecho, pedagogía, doctrina social y política, etc.?... Es posible, es un hecho.

La estética de la fealdad

El rechazo de Dios, y más concretamente de Cristo y de su Iglesia -el mismo espíritu que en Occidente ha maleado la vida social y política, ha roto las familias, ha imbecilizado la filosofía, y en general ha deshumanizado a los pueblos-, lógicamente, ha degradado la estética moderna, hundiéndola en la fealdad. Es un mismo impulso descendente.

Ya sé que Beethoven y otros músicos fueron en sus principios enérgicamente reprobados, o que Van Gogh apenas consiguió vender en su vida un solo cuadro; y que como ellos, muchos otros artistas, que no fueron apreciados en su tiempo, son hoy patrimonio glorioso de la humanidad. Y el saberlo, me obliga a expresarme en este punto con especial cautela; pero no me hace callar. No nos hace callar. Cada vez, en efecto, son más las voces, incluso fuera del cristianismo, que venciendo eficacísimas constricciones del mundo, se atreven a denunciar la fealdad del arte actual, enfrentándose a la excomunión fulminante de los círculos estéticos vigentes.

En efecto, el arte moderno extiende la fealdad en innumerables campos de la producción estética. Hoy, sin duda, hay artistas modernos -pues viven actualmente- que siguen produciendo bellísimas obras de arte. Pero lo que suele llamarse arte moderno suele ser congénitamente feo. Al pueblo, ajeno a la pedantería estética, no le gusta aquel arte moderno que, queriendo partir de cero y liberarse de toda referencia a la naturaleza o a los lenguajes estéticos de la tradición, pretende autoafirmarse en un solipsismo arbitrario y subjetivo. Pero, como digo, incluso los intelectuales críticos, cada vez con mayor frecuencia, se van atreviendo a denunciar la invasión de la fealdad en la pintura o la arquitectura, en la poesía, el teatro o la música, y en tantos otros campos.

En el año 1995, Francisco Nieva denuncia «una estética trufada de feísmo voluntario». En efecto, «ha habido en todas las artes, a través del siglo XX, una rara atracción por el mal, por el gusto de una vida a la inversa, en que lo bello tiene que ser feo para ofrecernos más picante y más "profundidad". Ésa es la demoníaca tentación de los que se creen tan exquisitos que se sienten por encima de la belleza y el placer, y quieren imponer esa suerte de salvación a la inversa, para ver el mundo acoplarse a ellos, en ese área de insatisfacción y de carencia resignada».

En 1994, Miguel Fisac, medalla de oro de la Arquitectura Española, afirmaba sin rodeos: «La arquitectura española es tan desastrosa como la del resto del mundo. La arquitectura que se hace en estos momentos es la peor de toda la Historia. Pero es, a la vez, la que mejor expresa la sociedad en la que vivimos. Tenemos la arquitectura que nos merecemos».

Por su parte, en 1990, el profesor de estética Pedro Azara, con el mismo atrevimiento de los antes citados, y entrando en el fondo de la cuestión, declara: «Nunca como en el siglo XX había proliferado tanto la fealdad en el arte. Se manifiesta en todos los campos. Adopta las formas más variadas y sorprendentes», hasta el punto que puede afirmarse que «la fealdad es consustancial a la modernidad» (De la fealdad del arte moderno 13, 33). Y esta fealdad ha de explicarse ante todo en clave de i-rreligiosidad. Los artistas modernos, dice el profesor Azara, emancipándose de los dioses, más aún, «como venganza» más o menos consciente contra ellos, pisotean las formas naturales, y pretendiendo ser como Dios, afirman sobre el mundo un poder divino, sin límite alguno (14-16). Más aún, exigen, aunque rara vez lo consiguen, que el pueblo les acompañe en su extraviada aventura; en efecto, «el arte del siglo XX es un arte de fanáticos que buscan imponerlo, desprestigiando el arte de los que no son fieles a la nueva religión del arte moderno» (190).

Otros autores, con unos y otros matices, han afirmado en los últimos decenios apreciaciones semejantes (R. Polin, Du laid, du mal, du faux; K. Rosenkranz, Estetica del brutto; F. Colomer, La mujer vestida de sol; reflexiones sobre el cristianismo y el arte; especialmente H. Graf Huyn, Seréis como dioses, cps. iv-v).

Verdad, bondad y belleza se exigen y posibilitan mutuamente («verum, bonum et pulchrum convertuntur»). El milagro de una belleza perfecta no puede darse si no va unida a la verdad y la bondad. Un poema que exhorta al racismo nacionalista extremo, aunque tenga aciertos parciales de gran hermosura, no puede tener profundidad ni grandeza. Una danza como la de Salomé, impregnada de seducción maligna y de finalidad homicida, no puede ser perfectamente bella. Ese poema y esa danza no pueden tener una gran belleza, pues implican una perversión de la verdadera condición humana, una falsificación de la verdad y una ofensa al bien.

Los escritos de un ateo -que escribe «como si Dios no existiese» o «como si no hubiera otra vida tras la muerte»- no pueden menos de expresar un pensamiento vano, falso, alucinatorio, en el que no puede darse una plenitud de belleza. Una novela de un autor que cree que «el hombre no es libre», sino que está interna o externamente determinado, de tal modo desfigura la verdadera condición humana, que se hace vacía de interés, por grandes que sean sus sutilezas psicológicas o sus aciertos expresivos. Por eso, un adulterio de un personaje de François Sagan no puede transmitir al lector ninguna vibración profunda, pues no hay en ese relato persona, ni hay realmente libertad, ni menos aún responsabilidad o posibilidad de premio o de castigo eternos: todo es trivial, la persona, sus actos, la vida entera, todo carece absolutamente de profundidad y grandeza. El conjunto entero es un inmenso malentendido de la realidad humana verdadera. Por eso nos da igual que ese personaje adultere o decida no hacerlo, mate al amado o él mismo se pegue un tiro. ¿Qué más da? De esta suprema trivialidad vacía padece irremediablemente la literatura actual, en su mayor parte agnóstica... El que quiera contemplar un «hermoso» adulterio literario tengrá que buscarlo en un mundo espiritual, donde haya personas y libertad transcendente, en Anna Karenina, por ejemplo.

En este sentido, el escritor franco-ruso Andrei Markine, que hace poco recibió los premios Goncourt y Médicis, declara: «No hay grandes novelas en Occidente porque hoy el hombre se olvida de los grandes interrogantes, porque disponemos de veinte tipos de yogur para no tener que hablar ni de Dios ni de la muerte. Si no se habla de eso, si no hay angustia ante lo desconocido, no hay filosofía ni gran creación artística posible» (1997).

El ateísmo produce un hombre de interioridad anímica fea y vacía, oscura, contradictoria y trivial, intranscendente, que no puede producir obras profundamente bellas. Un artista egoísta y amargado, que prefiere el mal al bien, la mentira a la verdad, el caos al orden armonioso, que estima absurda la vida, que está desesperado y que acabará probablemente suicidándose, es incapaz de producir una obra de arte llena de luminosidad y armonía, pletórica de fuerza y alegría, profundidad y transcendencia. Del mismo modo, una cultura muy alejada de la verdad y del bien, es decir, de Dios, se hace incapaz de producir obras verdaderamente bellas. Por eso, el arte del mundo descristianizado, en cuanto que pretende realizarse sin Dios, y concretamente, rechazando a Cristo, está a priori condenado a la fealdad, como se puede comprobar a posteriori.

El materialismo soviético dará lugar en el arte a un realismo estólido, a veces grotesco en su grave solemnidad. ¿Y cómo podría ser de otro modo? El materialismo capitalista engendrará monstruos arquitectónicos, en homenaje principal al poder del dinero y de la fuerza técnica. ¿Y qué se esperaba de él? El nihilismo occidental filosófico y religioso no podrá menos de glorificar el absurdo en poemas y teatros, y derivará por su propia negatividad hacia feísmos, a veces perversamente bellos, pero nunca, por eso mismo, perfectamente bellos, en pintura y literatura, escultura y música. El subjetivismo lleno de soberbia, primando estúpidamente la originalidad, menospreciará la historia precedente de la belleza, e irá a dar en un arte escuálido, feo y pedante. Y es que la fealdad interior irradia necesariamente una fealdad exterior. Aquí sí que estamos ante una necesidad histórica.

Y el arte moderno religioso de los pueblos ricos descristianizados, para ser fiel al mundo secular y «estar al día», asumirá no pocas veces fealdades del arte moderno, aunque con ello renuncie a desarrollar la inmensa belleza de las tradiciones estéticas cristianas.

El gran fracaso del mundo moderno

¿Cómo es posible no ver este mundo con horror? ¿Por qué no atreverse a pensar y a decir serenamente, sin agresividad y con toda compasión, que el mundo moderno sinDios es una monstruosidad, es un espantoso fracaso? ¿Hasta cuándo los cristianos descristianizados, para ganarse el derecho de ciudadanía en un mundo sinDios, le prestarán el homenaje sacrílego de una admiración beata o al menos de un silencio cómplice?

El mal del mundo actual es, a un tiempo, patente e invisible. Pero es sobre todo invisible. En efecto, el sistema vigente exige una «auto-censura» mental implacable. El naturalismo moderno, empeñado en organizar y dar forma al mundo sin Dios, prohibe en absoluto pensar y más aún decir que «vamos mal». Y esto pase lo que pase. Aunque se multiplicaran por diez o por cien los males actuales descritos. Es lo mismo.

Se podrá decir, sin mayores perjuicios, que «hay problemas», que hay incluso «grandes males» concretos. Esto lo autoriza el sistema, e incluso lo fomenta, como desahogo y como justificación de conciencias -no hay más que ver la tendencia de la prensa y televisión del mundo a culpabilizar a los países más desarrollados de todas y de cada una de las calamidades que afligen a los países más pobres-. Pero, atención, esas denuncias pueden ser hechas sin problemas, con tal de que jamás se ponga en tela de juicio, ni de lejos, el naturalismo del mundo moderno, cerrado a Dios, que es la causa de todos esos males espantosos, abrumadores, innumerables.

Por otra parte, el mundo sinDios se dice capaz de remediar esos inmensos males, simplemente, «mejorando la educación», «concienciando más a la población», «aumentando en las calles la presencia de la policía», «enviando tropas que separen a los contendientes», «tomando las medidas oportunas», «dictando estrictas leyes y reglamentos» sobre el asunto, aplicando «una mayor severidad en los controles», «aumentando las inversiones presupuestarias» sobre el tema, ««formando una comisión» -acompañada de otra de seguimiento-... Y los cristianos mundanizados, un día y otro día, dan crédito a estas falsas esperanzas. Unos y otros están ciegos, están locos.

«Los que guían al pueblo lo extravían,

y los guiados perecen...

Hace mucho tiempo que

somos los que Tú no gobiernas,

los que no llevan tu Nombre...

¡Ojalá rasgases el cielo y bajases,

derritiendo los montes con tu presencia!»

(Is 9,15; 63,19; 64,1).

Lo peor del mundo: construirse sin Dios y contra Dios

Ante el mal del mundo pecador, por otra parte, no basta cualquier género de denuncia, no: es necesario denunciarlo señalando su causa. Si no, no se hace nada. Ya he dicho que el mundo tolera que se denuncien sus males; lo que no permite es que se señale la causa principal de ellos.

Es preciso, pues, que los cristianos no sólamente afirmen la monstruosidad del mundo secularizado, sino también que atribuyan la causa de esa monstruosidad a que deliberadamente está construido sin Dios. Volviendo a un ejemplo anterior: no basta en la tierra de los hombres cabeza abajo denunciar sus evidentes males. Eso ellos mismos lo saben. Es preciso allí decirles que sus males vienen precisamente de andar con la cabeza abajo y los pies arriba. No basta, pues, con hacer notar que los frutos del mundo moderno están dañados; hay que atreverse a afirmar que el árbol está gravemente enfermo y por qué. El Maestro nos ha enseñado a juzgar un árbol por los frutos que da (Mt 7,16-20).

Los males y pecados que enumera largamente San Pablo en la carta a los Romanos ya eran conocidos, mejor o peor, por todos los que conservaban un mínimo de conciencia (Rm 1,18-32). Pero la fuerza salvífica de la denuncia del Apóstol está precisamente en que les muestra la causa de donde proceden: lo peor de todo, aquello de lo que proceden todos los otros males, es que «sirvieron a la criatura en lugar de al Creador» (Rm 1,25; +18-32). San Pablo, y lo mismo que él todos los Padres antiguos, no insiste demasiado en los males del mundo pagano, no se regodea en señalarlos una y otra vez -y bien que hubiera podido hacerlo-, no se cansa en un empeño tan triste, y en definitiva tan estéril. En lo que insiste es en que una vida personal o comunitaria edificada sin Dios o contra él necesariamente da lugar a verdaderas monstruosidades. Y en que sólo en Cristo tienen salvación males tan terribles.

Es lo que el Magisterio apostólico ha repetido una y otra vez en el siglo XIX, y hasta nuestros días. Así, Pío XI, al comienzo de su encíclica Quas primas (1925), recuerda que en su primera encíclica (Ubi arcano, 1922), «analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano». El diagnóstico no puede ser sino éste: «allí afirmamos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra porque la mayoría de los hombres se había alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y la gobernación del Estado, sino también [aseguramos] que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador» (+Juan Pablo II, 6-IV-1980).

El arzobispo Agustín García-Gasco mantiene una actitud apostólica semejante cuando denuncia los males presentes del mundo, por ejemplo, las violencias, señalando sus causas más profundas. La trayectoria de la humanidad al paso de los siglos, dice, está sembrada de guerras y matanzas, «pero los hechos más horribles de la historia pasada son muy poca cosa frente a lo ocurrido en el siglo XX» ... «Nunca como en este siglo se ha matado y torturado tanto, ni ha existido tal desprecio a la vida humana». Pensemos sobre todo en el aborto. Y en seguida señala la causa de ése y de tantos otros males: «No podía ser de otra manera»... «Cuando en el corazón de una sociedad muere Dios, el hombre está condenado y herido de muerte», pues «lo que constituye el espíritu del hombre es su relación con Dios», y si Dios le falta, viene a reducirse a «un animal más perfeccionado en la escala de la evolución biológica, y nada más» (Iglesia en Valencia 23-VIII-1995)

Cristianos que no entienden nada del presente

Los católicos mundanos asimilan la universal auto-censura que viene exigida por el mundo moderno, para ser así aceptados por el mundo. Si se atrevieran a pensar, y más aún a decir, que el moderno mundo sinDios es un fracaso espantoso, estarían dando la razón a los Papas antili-berales que, desde mediados del XIX, denuncian y anuncian terribles males sobre la humanidad que se rebela contra Dios y contra su Cristo. Con esa actitud reconocerían la verdad del Syllabus nefando, vergüenza de católicos ilustrados y progresistas. Cometerían, en fin, algo impensable en un católico cultivado, que aspire a ser y a hacer algo en el mundo actual. Ya se ve que el celo evangelizador les prohibe aceptar la verdad (!).

Pues bien, se hace cómplice objetivo de los mundanos sinDios aquel cristiano que no reconoce los males del mundo actual en su raíz claramente antirreligiosa, y piensa así que esos graves daños se producen a pesar de los justos y razonables planteamientos de nuestra época moderna, caracterizada por su afán de justicia y de libertad, así como por su respeto a los derechos humanos. Los ejemplos en esto son innumerables...

-Un Obispo, lamentando recientemente ciertos daños muy graves de la actual convivencia cívica, confesaba públicamente: «A pesar de que habíamos puesto tantas y tan elevadas esperanzas en el nuevo orden democrático»... Por lo visto él había puesto elevadas esperanzas de paz y convivencia en un orden democrático concreto que prescinde de Dios por tesis (!). Al parecer este Obispo ignora que el pueblo que deja a un lado a Dios -sea bajo el régimen político que sea-, ciertamente, con toda certeza, ha de sufrir muy pronto inmensos daños espirituales y materiales. Esperar otra cosa es algo que ronda con la apostasía: es creer que el hombre, prescindiendo deliberadamente de la guía de Dios, puede por sí mismo caminar derechamente, sin caerse, sin hacerse graves daños y sin dañar a nadie.

-Las noticias que una y otra vez dan los diarios de nuestro tiempo son verdaderamente un museo de los horrores. Omitiendo lugares y nombres, recordaremos algunas referentes a la infancia. En un continente hay «45 millones de niños de la calle»; de los cuales, en tal país, «más de 4.000 han sido asesinados en cinco años». En tal otro, «más de medio millón de niñas y adolescentes se someten al comercio del sexo para escapar de la miseria». Se producen en el mundo «35.000 muertes diarias de niños que son evitables». «Unos 25 millones de niños son obligados a trabajar en el mundo», normalmente en pésimas condiciones laborales (informe de las Naciones Unidas, 1997). «Cientos de niños cada año, por encargo de los comerciantes a los que roban por hambre, son asesinados mientras duermen», etc. Así un día y otro día... Y todavía hay cristianos que al conocer noticias como éstas, llenos de estupor y compasión, comentan: «Que esto suceda en pleno siglo XX», o bien: «que a estas alturas de la civilización»...

Casi habríamos de decir que las perplejidades de estas conciencias cristianas ante los males del mundo moderno, vienen a ser tan horribles como los mismos hechos que las provocan. ¿A qué «alturas de civilización» estamos, pues, tras arrojar a Dios de las leyes y de la vida social? ¿Cómo se extrañan de que pasen estas cosas «en pleno siglo XX», si lo raro es que no pasen aún peores? «Oí una vez a un hombre espiritual -escribe Santa Teresa- que no se extrañaba de las cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1 Morada 2,5).

-Un Obispo declara que las relaciones de la Iglesia con el Leviatán monstruoso de su país son «correctas, afables; incluso cordiales»... Se ve que, con un poco de maña, se puede tratar a la Bestia.

-Un profesor de teología mundano, adicto por tanto al «vamos bien», comenta, ante los datos abrumadores de los países cristianos que se van paganizando, que la Iglesia, en los últimos decenios, «se ha hecho más minoritaria, pero sus comunidades son más vitales y comprometidas». Casos como éste son incurables.

-Un profesor de filosofía, católico notorio, augura en un importante Congreso el inicio de una nueva época «en la que es posible una conjunción entre técnicas y humanismo, entre el logro de objetivos económicos y la realización de lo más humano del hombre». Al menos la base, de arena, está ya sin duda puesta para que se alce esa grandiosa torre.

Pues bien, estos cristianos mundanizados han asimilado los esquemas históricos liberales, socialistas o marxistas, que en lo fundamental coinciden. Y habiendo dado crédito a esa inmensa falsificación de la historia, están consciente o inconscientemente marcados por el naturalismo moderno, y alejados de los juicios históricos del Magisterio, apenas entienden nada del presente en que viven. Su engaño es total: es tan perfecto, que les cierra herméticamente a la verdad histórica. Creen así que son ellos -ellos- quienes comprenden los signos de los tiempos -ellos, que se vienen equivocando sistemáticamente en todos los discernimientos históricos que han realizado en los últimos cien o doscientos años, apostando siempre por las fuerzas falsas y decadentes, contrarias a la Iglesia de Cristo-. Y consiguientemente piensan que los católicos tradicionales, es decir, los que tratamos de ver el mundo a la luz de la Biblia y del Magisterio apostólico, estamos incapacitados para entender el siglo presente. Y para actuar sobre él.

Los cristianos mundanizados -círculos cuadrados-, a pesar del cúmulo de males que cada día han de ver y oír, no cejan en su convencimiento de que vivimos en tiempos de relativa plenitud, al menos en relación con el pasado. Esta convicción muchas veces es en ellos más un sentimiento, una forma mentis, que un juicio personal; pero para las consecuencias, viene a ser como si se tratase de un convencimiento firme y consciente. Hay errores y hay miserias, es inútil negarlo, piensan; pero el mejor modo de vencerlos es seguir más adelante por el mismo camino que llevamos. Esto es algo que ni debe ponerse en duda: «vamos bien».

Necesidad de estas reiteraciones

Sea perdonada mi insistencia en estas cuestiones, por lo demás, tan desagradables de tratar. Pero las más altas consideraciones ascético-místicas sobre el consejo de renunciar afectiva o efectivamente al mundo para alcanzar la perfección evangélica, objeto del presente estudio, serían perfectamente inútiles sin estas verificaciones del mundo pasado y presente. No intento, pues, aquí ante todo restablecer una verdad histórica tan gravemente desfigurada, sino reafirmar, en forma inteligible, la verdadera doctrina espiritual. A eso se dedican estas páginas. Ya sé que son muy poca cosa frente a una selva de páginas contrarias. Pero confío en Dios y en sus elegidos. «El que pueda entender, que entienda» (Mt 19,12).

3. La Cristiandad destruída

«Dáos cuenta del momento en que vivís» (Rm 13,11).

La Bestia apocalíptica

El Apocalipsis del apóstol San Juan es una teología de la historia, un libro de consolación dirigido a las Iglesias perseguidas por el mundo, y -no es ocioso decirlo- forma parte de la Escritura sagrada. Más adelante hemos de estudiarlo con algún detenimiento, pues en este libro hallamos, sin duda, la más elaborada teología espiritual del mundo. Es decir, la más profunda reflexión neotestamentaria sobre cómo se forma en la cruz del mundo secular la perfección de los cristianos fieles.

Pues bien, a finales del siglo XX, no es un juicio temerario ver esa larga serie de Estados monstruosos, totalitarios o liberales, que usurpando el poder de Dios y de su Cristo, mandan sobre la mente y la conducta de los individuos, y crean un orden perverso, como una encarnación histórica más de la Bestia del Apocalipsis.

¿Podrá haber, pues, educación familiar cristiana o ascesis de perfección que no enseñe a resistir a la Bestia mundana, negándose a recibir su marca en la frente o en la mano, aunque esa resistencia impida a veces «comprar y vender» en el mundo (Ap 13,16)? ¿Podrán los cristianos de hoy ser fieles a su vocación y llegar a la bienaventuranza celeste si, viviendo en la Gran Babilonia, ignoran, desoyen o incluso desprecian la voz de Cristo, que les manda: «Salid de ella, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas» (Ap 18,4)?

De rodillas ante el mundo

La muchedumbre de cristianos mundanizados no sólamente no mira con horror la Bestia moderna ateizante, cuyas cabezas visibles están siempre adornadas de «títulos blasfemos» (Ap 13,1), sino que «sigue maravillada a la Bestia» (3). Y aquí prefiero ceder la palabra a Jacques Maritain, en su obra, escrita en 1966, Le paysan de la Garonne. Un vieux laïc s’interroge à propos du temps présent. Extracto algunas páginas (85-90), y los subrayados normalmente son míos.

«La crisis presente tiene muchos aspectos diversos. Uno de los más curiosos fenómenos que apreciamos en ella es una especie de arrodillamiento ante el mundo, que se manifiesta de mil maneras». Que eso sucede, es cosa cierta. En cambio, «de qué mundo se trate exactamente, o en otras palabras, qué es lo que los cristianos tienen en la cabeza, qué es lo que ellos piensan al comportarse así, eso es mucho más oscuro, pues la mayoría de ellos piensan poco, y confusamente».

El caso es que «en amplios sectores del clero y del laicado, aunque es el clero el que da el ejemplo, apenas la palabra «mundo» es pronunciada, brilla un fulgor de éxtasis en los ojos de los oyentes». Palabras como presencia en el mundo, o mejor aún, apertura al mundo, suscitan estremecimientos de fervor. Por el contrario, «todo lo que amenaza recordar la idea de ascesis, de mortificación o de penitencia es naturalmente apartado. Y el ayuno está tan mal visto que más vale no decir nada de él, aunque por el ayuno se preparó Jesús a su misión pública»...

El sexo, en cambio: he ahí un tema grandioso. «Es curioso ver qué interés, llevado hasta la veneración, muestran por él una muchedumbre de levitas dedicados a la continencia. La virginidad y la castidad tienen mala prensa. El matrimonio, en cambio, es fervientemente idealizado». Y con el sexo, otra gran realidad que afrontamos en el mundo, lo social-terrestre... «En la práctica al menos, y en su manera de actuar, e incluso -para los más resueltos y decididos a llegar hasta el fin- en doctrina y en su manera de pensar (de pensar el mundo y su propia religión), el gran asunto y la sola cosa que importa, es la vocación temporal del género humano... En lugar de comprender que es preciso entregarse a la tarea temporal con una voluntad tanto más firme y ardiente cuanto que se sabe que el género humano jamás llegará a librarse completamente del mal sobre la tierra -por las heridas de Adán y porque su fin último es sobrenatural-, se hace de estos fines terrestres el verdadero fin supremo de la humanidad. En otras palabras, no existe más que la tierra. Completa temporalización del cristianismo».

Reflejos en el lenguaje espiritual

De la actitud referida se siguen muchas consecuencias de lenguaje, que implican posiciones mentales de gran consecuencia en la espiritualidad. Me fijaré en algunos ejemplos.

-La expresión «hay que partir de la realidad», que estuvo de moda en ambientes pastorales, entiende, más o menos, que la realidad es el mundo visible, con sus cosas, vicisitudes y problemas. Las prioridades reales serían, pues, aquéllas que reflejan lo que los hombres del mundo piensan y hacen, sienten y quieren. Partir de Cristo, de su Evangelio, en el pensamiento y la acción, llevaría a planteamientos completamente irreales.

Todo en eso está falseado. La realidad es Dios, es su Palabra, es Jesucristo, es la acción del Espíritu Santo. El único mundo real es el que se va construyendo según Cristo, sobre el fundamento divino. Todo lo hecho al margen de Cristo o contra él es vano, es falso, es pura locura, algo irreal y alucinatorio, que sometido a la prueba escatológica del fuego, será reducido a polvo: es la nada, el absurdo, el pecado (+1Cor 3,10-15; 2Pe 3,7). El mundo visible, indeciblemente efímero, contingente y falseado, es pasando, y dominado en tantos aspectos teóricos y prácticos por la mentira, de tal modo resulta irreal, que roza la aniquilación, la nada. Para Santa Catalina de Siena el mundo pecador es pura vanidad, es nada, es menos que nada. De este tema he tratado en otra ocasión (Sacralidad y secularización 72-74).

-Los que tanto dicen amar al mundo, no quieren que se siga diciendo que «hay que amar a las criaturas en Dios, es decir, por el amor de Dios», sino que exigen que las criaturas sean amadas por sí mismas. Así es como serán amadas de verdad, y no en un amor sublimado e ilusorio. Ellos estiman, y no pierden ocasión de manifestarlo, que arraigar el amor a la criatura en la suprema Amabilidad de Dios, viene a desprestigiar y a perjudicar a la criatura.

Es todo lo contrario. Amar a la criatura partiendo del amor que Dios le tiene, y amando en ella a Dios, o como dice Maritain, «no detenerse en la criatura es la garantía para ella de ser amada sin desfallecimiento, fija en la raíz de su amabilidad por la flecha que la atraviesa» (73). La esposa, por ejemplo, amada en Dios por su marido, será amada y guardada para siempre. Aquélla, en cambio, que sea amada en sí misma, y sin referencia alguna a Dios, de quien procede toda la amabilidad que hay en ella y todo el amor que impulsa al esposo hacia ella, acabará más fácilmente vejada y abandonada. ¿Hay que partir de la realidad? Pues miremos las estadísticas del divorcio allí donde apenas hay fe.

-Los amadores del mundo, por otra parte, exigen una ruptura violenta, agresiva, con el lenguaje tradicional evangélico y cristiano del «menosprecio del mundo» o de la «fuga del mundo». Estos cristianos, arrodillados ante el mundo, lógicamente, sufren y se indignan cuando ven decir que todo el mundo «está sujeto al Maligno», que «está lleno de las tres concupiscencias», que es como «una farsa vana, pésimamente concertada», y que para creer en «la vieja locura del mundo», hace falta estar tan loco como él... Temen, por lo visto, que quienes así piensan y hablan -Cristo, Pablo, Juan, Clemente, Teresa, Monfort- maltraten al mundo, se desinteresen por él, y le pierdan el respeto y amor que le son debidos.

Puros prejuicios sin fundamento alguno, ni en la teoría ni en la experiencia histórica real. En la verdad de las cosas, son los santos, aquéllos precisamente que más han menospreciado el mundo y han huído y rehuído sus redes -un San Francisco de Asís, un San Juan de Dios, un San Ignacio de Loyola-, los que mejor han sabido amarlo y consolarlo, beneficiarlo y embellecerlo. Son los falsos amadores del mundo presente, aquellos «cuyo dios es el vientre, que no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,19), los que lo adulan y sirven, o lo explotan y lo oprimen, hasta hacerlo odioso e inhabitable.

Éstas son las paradojas del Evangelio, con las que cualquier creyente debe estar familiarizado y connaturalizado por su propia experiencia de la vida. Cuando habla Cristo de que el hombre debe negarse a sí mismo, y matar el hombre carnal que habita en él, resulta ridículo eliminar esa terminología, por temor a que dé lugar a un gran número de suicidios. Todos entendemos perfectamente qué es eso de mortificar la carne, y matar al hombre viejo. Y también sabemos que los suicidios se producen, y por cierto en número creciente, precisamente entre aquéllos que con más empeño califican el Evangelio como negativo y pesimista. ¿Es o no es ésa la experiencia real?... Así son las cosas, pues «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,24). Igualmente, mirando otra cuestión, nadie ha envilecido tanto el sexo, ni ha hecho de él ocasión de tantas degradaciones y sufrimientos, como quienes le prestan adoración. Por el contrario, la dignificación feliz de la vida sexual se produce, ya en este mundo, precisamente entre los cristianos, que guardan hacia ella, en el lenguaje y la conducta, la medida conveniente.

Acomodaciones prudentes del lenguaje

Otra cosa son las acomodaciones prudenciales del lenguaje cristiano, más o menos acertadas, que no proceden del error, sino de la caridad. Estas variaciones terminológicas procuran siempre en la Iglesia guardar la verdadera doctrina, que es la bíblica y tradicional.

La Iglesia hoy, por ejemplo, en atención caritativa hacia los incrédulos y los cristianos de poca fe -unos y otros ajenos al sentido tradicional del lenguaje evangélico y cristiano-, ha retirado en un buen número de las oraciones de su liturgia las expresiones usuales del menosprecio del mundo.

Puede comprobarse esto revisando, por ejemplo, en un Misal antiguo las oraciones propias de los santos Pedro Damián (23-II, terrestrium rerum contemptum, hoy 21-II), Casimiro (4-III, terrena despiciant), Hermenegildo (13-IV), Pedro Celestino (19-V), Paulino de Nola (22-VI, terrena despicere et sola cælestia desiderare), Enrique (15-VII; hoy 13), Felipe Benicio (23-VIII), Luis de Francia (25-VIII), Hermes (28-VIII), Dionisio (9-X), Francisco de Borja (10-X), Eduvigis (16-X), Margarita María (17-X) o Isabel de Hungría (19-XI). Las oraciones nuevas son con frecuencia muy bellas y profundas. Antes pedíamos, por ejemplo, imitar a San Luis de Francia, quien, «despreciados los halagos del mundo (spretis mundi oblectamentis), procuró agradar sólamente a Cristo Rey». Hoy pedimos por su intercesión «buscar ante todo tu reino en medio de nuestras ocupaciones temporales».

Permanecen, sin embargo, en la liturgia actual oraciones que se expresan con fuerza sobre el mundo, sea en su aspecto efímero, o en su condicion pecadora y peligrosa, y que mantienen expresiones que otras veces han sido suprimidas. Sólo un ejemplo: «Señor, que la comunión del Cuerpo y de la Sangre de tu Hijo nos aparte de las cosas caducas, para que a ejemplo de Santa N., crezcamos a lo largo de la vida en caridad sincera, y podamos gozar en el cielo de la visión eterna» (postcom. común Vírgenes). Pero en fin, no olvidemos en todo esto, que si bien el lenguaje es importante, nuestro estudio es de re, non de verbis.

Mundanización y apostasía

Está claro. El arrodillamiento ante el mundo presente significa aceptar, en una u otra medida, la marca de la Bestia en la frente o en la mano; y equivale, también en uno u otro grado, a la apostasía. Los cristianos mundanos ya no ven el mundo como una rampa inclinada hacia el precipicio, por la que se debe ascender con gran cuidado y esfuerzo, y en el que es imposible avanzar rectamente sin la gracia de Cristo; lo ven más bien como un plano horizontal, es decir, neutro, por el cual se puede o bien ascender a lo alto de una torre, o bien descender a lo profundo de un pozo, según elija, con toda libertad, la fuerza de la sola voluntad.

Los cristianos mundanizados son, pues, hombres que no conocen, no ven la Bestia del mundo, la que recibió toda su seducción y poder del «enorme Dragón rojo» (Ap 13,2), sino que la consideran un animalito inofensivo, si se le sabe tratar, con el que puede jugarse sin ningún peligro especial. En este gremio de cristianos vemos, por supuesto, que uno está tuerto y el otro manco, que al otro le fueron arrancadas las dos piernas, y que todos están llenos de terribles mutilaciones y cicatrices. Pero ellos siguen pensando del mundo lo mismo que antes de ser destrozados por él.

Estos pobres cristianos mundanizados no están en el mundo «como ovejas entre lobos» (Mt 10,16), pues ya se han hecho lobos ellos mismos. No le temen al mundo, pues ellos mismos son mundo. Son, en efecto, mundanos, cristianos apóstatas, que poco a poco, muy insensiblemente quizá, aceptaron en la mente y la conducta el sello de la Bestia. ¿Qué otra cosa podrían hacer, si no están dispuestos a sufrir por Cristo «en la paciencia y la fe de los santos»? (Ap 13,10; 14,12).

Adoraron a la Bestia, y no dieron culto al Señor, y así dejaron de ser cristianos sin darse apenas cuenta. Ya dejaron la misa o van sólo si algún día les apetece. Ya aceptaron en varios graves asuntos ciertas conductas inmorales que la Iglesia prohibe -no les faltó quien les ayudó a realizar este giro «con buena conciencia»-. Son cristianos que se han mundanizado sin advertirlo: ellos, y sobre todos sus hijos, dejarán de ser cristianos sin enterarse. Mundanización y apostasía. Van a morirse sin saber que están enfermos, sin que nadie les advierta de su gravísima enfermedad. Se enterarán de todo en la otra vida... En ellos se cumplen las palabras del Apóstol: no supieron «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura» (1Tim 3,9). Tendrían que haber vivido «con fe y buena conciencia. Pero aquéllos que perdieron ésta, naufragaron en la fe» (1,19).

Cristianos mundanizados en un mundo apóstata

El mundo actual de Occidente es para los cristianos mucho más hostil que en los siglos del Imperio romano. Resabiado contra el cristianismo que ha rechazado, es mucho más agresivo contra el Evangelio, mucho más cerrado a su llamada. Y mucho más seductor y peligroso. La misma grandeza que adquirió Europa en sus siglos cristianos le ha llenado de soberbia, y ahora desde sus riquezas económicas y culturales, desprecia a Cristo Salvador. Es la infidelidad terrible de Israel, descrita en Ezequiel 16: «Fuiste mía, te lavé con agua, te quité de encima la sangre, te ungí con óleo, te vestí con telas preciosas... Pero te envaneciste de tu hermosura, y te diste al vicio».

Ya se comprende que, en principio, un mundo que abandona a Cristo, que habiéndole conocido, le vuelve la espalda, es mucho peor que otro que aún no le ha conocido ni recibido. «Corruptio optimi pessima»: la corrupción de lo mejor es lo peor. No estamos hoy ante una generación incrédula, sino apóstata. Y aquí se hace preciso recordar aquello de San Pedro: «Si después de haber escapado de los miasmas del mundo, gracias al conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, otra vez se dejan enredar y vencer por ellos, el final les resulta peor que el principio. Más les habría valido no conocer el camino de la rectitud, que, después de conocerlo, volverse atrás del mandamiento santo que les transmitieron» (2Pe 2,20-21).

Por otra parte, el mundo pagano antiguo era religioso, rendía culto a los dioses, e incluso perseguía a los cristianos por ateos. No se complacía, como hoy, en destrozar el orden natural -estimulando la rebeldía, la lucha de clases, los sentimientos apátridas, el enfrentamiento de los hijos contra los padres, y haciendo propaganda de la fornicación, de la droga o del nihilismo más desesperado-, sino que lo conocía mal y lo realizaba muy torpemente, «porque todavía no era creyente y no sabía lo que hacía» (1Tim 1,13). Y aunque este mundo del Imperio cayera a veces en el culto al César, divinizando una persona humana, no divinizaba, como ahora, al hombre, reconociéndolo como Señor único de la creación, ni llegaba a decirse: «el mundo es nuestro, sólo nuestro, y podemos hacer con él lo que queramos, sin sujeción alguna a los dioses».

El Poder político entonces, por lo demás, era incomparablemente menor que el del Estado moderno, totalitario o liberal. Hoy la Bestia, aunando poder y dominio, por la educación y los medios de comunicación, por la fabricación inteligente de modas y opiniones, por la directa administración política de una mitad de la riqueza nacional, es infinitamente más fuerte y seductora que la del Imperio antiguo. Los súbditos del Imperio, cada uno en su rincón, eran mucho más libres de pensar y de hacer según las tradiciones de su familia o región. El Leviatán moderno tiene un control incomparablemente mayor sobre la mentalidad y conducta de sus súbditos. En ese sentido, la persecución romana, vista con ojos actuales, se nos muestra sumamente torpe e ineficaz. En la mayoría de los casos no hacía apóstatas, sino mártires -o lapsi que se daban cuenta de que lo eran, y que muchas veces se reintegraban a la Iglesia-. Hoy en cambio, el Dragón infernal, dando poder a la Bestia, combate mucho más eficazmente a «los que guardan los mandatos de Dios y tienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17), y le ha sido concedido, en medida mucho mayor que en otros siglos, «hacer la guerra a los santos y vencerlos» (13,7).

Pues bien, éste es «el mundo» en su versión presente, apóstata y seductor, ante el que tantos cristianos permanecen arrodillados, recibiendo su marca, con orgullo y gratitud, en la frente y en la mano. «Por fin el mundo nos admite a los cristianos. Para ello, sin duda, hay que silenciar o falsear buena parte del evangelio de Cristo. Pero merece la pena».

El concilio Vaticano II desarrolla la doctrina tradicional sobre el mundo

La doctrina espiritual católica sobre el mundo, como hemos visto, tuvo antes del Vaticano II muy numerosos y amplios desarrollos. Partiendo de la doctrina de Cristo y de los Apóstoles, a través de los Padres y los santos, hemos podido comprobar una tradición continua en la Iglesia católica, que enseña la necesidad de vigilancia y lucha ante el mundo secular, tal como está configurado en ideas, costumbres e instituciones, para poder mejorarlo y transformarlo. Y esa misma tradición continúa expresándose en los manuales de espiritualidad más usados en la primera mitad del siglo XX, sea cual fuera el autor o la escuela espiritual.

Podemos recordar a autores como Tanquerey, Compendio de teología ascética y mística (1923); Royo Marín, Teología de la perfección cristiana (19685); Albino del Bambino Gesù (Roberto Moretti), Compendio di Teologia Spirituale (1966); Gustavo Thils, Santidad cristiana (19685); C. V. Truhlar, Structura theologica vitæ spiritualis (19663); Ch. A. Bernard, Compendio di Teologia Spirituale (19732), y también Teología Espiritual (1994); J. Rivera - J. M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad cristiana (19944). Todos ellos, en la parte en que tratan de los enemigos de la vida cristiana que han de ser superados, incluyen siempre, junto a la concupiscencia o «la carne», un capítulo sobre «el mundo» y otro sobre «el demonio». Puede decirse que, hasta el Vaticano II y aún años después, es ésta una distribución común en las obras de espiritualidad más conocidas.

Pues bien, como es sabido, el Concilio Vaticano II trata largamente del mundo, particularmente en la constitución sobre Iglesia y mundo (Gaudium et spes). El Cardenal Danièlou, en su estudio Mépris du monde et valeurs terrestres d'aprés le Concile Vatican II, resumía así la doctrina conciliar:

1º.-El Concilio afirma el valor del mundo, es decir, de las realizades terrestres seculares, y «reconoce los valores de la civilización contemporánea». Concretamente, el Vaticano II valora altamente la cultura científica y técnica, el progreso social y económico, el matrimonio y la sexualidad, las diversidades culturales de la humanidad, etc. (421-424). Y es en este aspecto en el que el Concilio desarrolla la tradición cristiana anterior, marcando ciertos énfasis nuevos. En efecto, ante ciertas actitudes espiritualmente defectuosas de desconfianza o suspicacia excesivas ante el mundo visible, el Vaticano II hace notar cómo el aprecio supremo de las realidades eternas en forma alguna debe conducir al desprecio o a la indiferencia hacia las realidades temporales. Éstas, por el contrario, muestran precisamente toda su dignidad cuando son consideradas en relación a la vida eterna.

2º.-El Concilio, junto a eso, rechaza toda forma de idolatría del mundo y de los valores temporales. Esta idolatría, según Danièlou, toma actualmente dos formas principales: «un primer rasgo del mundo moderno consiste en hacer de la producción de bienes materiales el fin último de la existencia. Viene a ser el "materialismo práctico". L abundancia de satisfacciones terrrestres insensibilizan a las realidades divinas». Éste es «el pecado del mundo», cuyo culmen histórico es el ateísmo de masas. Y como segundo rasgo, «la otra perversión del mundo moderno es la pretensión del hombre de bastarse por sí mismo, limitándose a sus propias posibilidades». También es ésta una forma de ateísmo (426).

Pues bien, entre lo que el Concilio afirma y lo que niega en referencia al mundo secular, y concretamente al mundo actual, sigue diciendo Danièlou, no hay contradicción alguna:

«Si los valores terrestres son la creación de Dios, el pecado del hombre ha hecho de ellos ídolos. Si el mundo moderno es el desarrollo de la creación, es también al mismo tiempo su perversión. Por eso el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno es doble: total comunión con todo lo que en este mundo es desarrollo de la creación de Dios; y total denuncia de todo lo que en este mundo moderno está falsificado por el pecado del hombre» (424; subrayados míos).

Interpretaciones falsasde la doctrina del Vaticano II sobre el mundo moderno

Las enseñanzas del Concilio sobre el mundo secular son amplias, profundas y armoniosas, plenamente fieles a una tradición católica que desarrollan. Sin embargo, fueron muy pronto mal interpretadas. Para no pocos, como dice A. Sigmond, «la primera impresión después del Concilio fue que la Iglesia quería redefinir su postura frente al mundo, al que ya no consideraba como adversario. No mostraba ya desconfianza hacia las realidades de este mundo. No se sentía amenazada por este mundo; al contrario, se sentía capaz de ayudarle con su contribución, y en consecuencia, podía reconquistar [en el mundo] un puesto digno de ella. Se habló, pues, de una nueva relación Iglesia-Mundo» (Dialogue dans un monde sécularisé 329).

Esta primera impresión fue bastante duradera y extendida, y para muchos supuso un gran alivio. Por fin se había entendido que las pesimistas prevenciones de Cristo al enviar sus discípulos al mundo -«el mundo os odiará y os perseguirá» (+Jn 15,19-20); «yo os envío como corderos en medio de lobos» (Lc 10,3)- eran completamente injustificadas, y sólo podían explicarse por una concepción triunfalista de la Iglesia y sumamente pesimista del mundo secular. Pero aunque sea muy tarde, tras veinte siglos de historia, por fin la Iglesia había logrado superar ese planteamiento erróneo, causa de tantos malentendidos y sufrimientos inútiles para los cristianos.

Esta nueva actitud, concretamente, hizo que de una gran parte de los manuales recientes de espiritualidad desapareciera el tema del mundo -al mismo tiempo, por cierto, que desaparecía también el demonio-. Algunos, es cierto, siguen hablando del mundo, pero ahora ya sólamente en términos de colaboración y de diálogo con él, silenciando por completo o minimizando la parte más central de la doctrina bíblica y tradicional sobre el mundo; o incluso rechazándola, como felizmente superada.

Pues bien, que esa interpretación del Vaticano II es falsa se puede demostrar a priori: un Concilio católico no puede cambiar o suprimir una doctrina importante de la Escritura revelada, unánimemente enseñada por la tradición de veinte siglos. Y también, sin duda, ha de ser rechazada a posteriori: el Vaticano II no es en modo alguno infiel a la enseñanza bíblica y tradicional respecto al mundo, como realidad marcada por el pecado y necesitada de una salvación procedente del «Salvador del mundo». Los «amatores mundi», sin embargo, tratan de justificar su mundanización mental y conductual -ya realizada de hecho en buena medida para los años conciliares-, alegando falsas interpretaciones de la doctrina del Vaticano II.

El Concilio, como ya hemos visto, considera al mundo secular con toda verdad y libertad. La Gaudium et spes, por ejemplo, la gran constitución conciliar sobre el tema, es sumamente consciente de los graves males del mundo actual. Ella señala los efectos devastadores causados «con frecuencia» por el pecado en el mundo de hoy, que abruma al hombre con «muchos males» (13a). Hace ver que los hombres «con frecuencia fomenta [la libertad] en forma depravada» (17). Atestigua la difusión del ateísmo en proporciones nunca antes conocidas (19-20), así como la distancia «cada día más agudizada» entre los pueblos ricos y los pobres (63). Etc. Enseña, en fin, consiguientemente que, desde los orígenes de la humanidad, se combate continuamente «una dura batalla» entre las fuerzas del bien y del mal (13b; 37b). El documento, pues, lejos de toda falsa positividad pelagiana, profesa con firmeza la esperanza cristiana, la necesidad de Cristo Salvador, el verdadero Hombre nuevo (22), el único que por su cruz y resurrección puede salvar a la humanidad de sus males (38), el Alfa y la Omega de la historia del mundo (45).

El Catecismo recoge y cita esta doctrina del Vaticano II: «Esta situación dramática del mundo, que "todo entero yace en poder del Maligno" (1Jn 5,19; +1Pe 5,8), hace de la vida del hombre un combate: "a través de toda la historia humana se extiende una dura batalla contra los poderes de las tiniables que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo" (Vat. II, GS 37b)» (Catecismo 409).

Por otra parte, incluso aquellos textos del Vaticano II más frecuentemente aducidos por los partidarios de cambiar la doctrina bíblica y tradicional sobre el mundo, no dan en modo alguno base real para ese intento.

Pienso, por ejemplo, en este texto: «La Iglesia tiene ante sí al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación» (GS 2).

Se trata, en efecto, de un texto en el que, como puede advertirse fácilmente, se yuxtaponen varias acepciones distintas del término mundo (mundo-cosmos, conjunto de criaturas; mundo-pecador, esclavizado bajo el pecado y el demonio; mundo-liberado por Cristo), y se usan participios verbales (sub peccati servitute positum, sed a Christo liberatum) temporalmente indefinidos. En parte el mundo, según ese texto, está todavía sujeto al pecado y al demonio, y necesita salvación; y en parte se va viendo ya liberado por la gracia de Cristo Salvador. Y entre esas partes enfrentadas hay una «dura batalla» (37b), una «lucha dramática» (13b) entre «los que son del mundo... y los que somos de Dios» (1Jn 4,5-6), o si se quiere, entre «los hijos de Dios y los hijos del Diablo» (1Jn 3,10; +Jn 8,44). Es ésta, en efecto, la doctrina bíblica y tradicional.

Quienes pretenden cambiar la doctrina de la Iglesia sobre el mundo enseñada por la Iglesia durante veinte siglos no pueden hallar fundamentos doctrinales en los textos del Vaticano II. Eso sí, al rededor del Concilio, entre algunos teólogos, en campañas de la prensa religiosa y profana, e incluso en no pocos Padres conciliares, pueden hallar una efectiva «apertura al mundo» -a sus modos de pensar y de obrar-, que ya desde el XVIII, y aún antes, y más aceleradamente después de la II Guerra Mundial, venían realizando los países ricos de Occidente, y que ya he descrito. Pero todo eso, también «el talante anímico» de un buen número de Padres -dato, por lo demás, difícilmente verificable-, es sólamente anécdota histórica pasajera, que está muy lejos de constituir Magisterio apostólico. Éste lo hallamos en los documentos conciliares.

Rectificaciones posteriores

Por otra parte, ya el mismo Pablo VI, al final de su pontificado, hubo de denunciar esa falsa doctrina sobre el mundo, que procedente de una presunta escuela del Concilio, no era fiel a la doctrina de los propios textos conciliares.Y así confiesa que, en la escuela del Concilio «hemos sido educados para contemplar el mundo en que vivimos con optimismo, con respeto, con simpatía» (17-7-1974), es decir, con una «nueva actitud espiritual» (3-7-1974) -nueva, se entiende, respecto de la antigua enseñanza ascética bíblica y tradicional-...

Pues bien, «hemos sido quizá demasiado débiles e imprudentes en esa actitud a la que nos invita la escuela del cristianismo moderno: el reconocimiento del mundo profano en sus derechos y en sus valores; la simpatía incluso y la admiración que le son debidas. Hemos andado frecuentemente en la práctica fuera del signo. El contenido llamado permisivo de nuestro juicio moral y de nuestra conducta práctica; la transigencia hacia la experiencia del mal, con el sofisticado pretexto de querer conocerlo para sabernos defender luego de él...; el laicismo que, queriendo señalar los límites de determinadas competencias específicas, se impone como autosuficiente, y pasa a la negación de otros valores y de otras realidades; la renuncia ambigua y quizá hipócrita a los signos exteriores de la propia identidad religiosa, etc., han insinuado en muchos la cómoda persuasión de que hoy aun el que es cristiano debe asimilarse a la masa humana como es [algunos dirán que esto viene exigido por la ley de la encarnación], sin tomarse el cuidado de marcar por su propia cuenta alguna distinción, y sin pretender, nosotros cristianos, tener algo propio y original que pueda frente a los otros aportar alguna saludable ventaja».

«Hemos andado fuera del signo en el conformismo con la mentalidad y con las costumbres del mundo profano. Volvamos a escuchar la apelación del apóstol Pablo a los primeros cristianos: "No queráis conformaros al siglo presente, sino transformaos con la renovación de vuestro espíritu" (Rm 12,2); y el apóstol Pedro: "Como hijos de obediencia, no os conforméis a los deseos de cuando errábais en la ignorancia" (1Pe 1,14). Se nos exige, pues, una diferencia entre la vida cristiana y la profana y pagana que nos asedia; una originalidad, un estilo propio. Digámoslo claramente: una libertad propia para vivir según las exigencias del Evangelio». Actualmente es necesaria una ascesis fuerte, «tanto más oportuna hoy cuanto mayor es el asedio, el asalto del siglo amorfo o corrompido que nos circunda. Defenderse, preservarse, como quien vive en un ambiente de epidemia» (Aud. gral. 21-11-1973).

Este lenguaje de Pablo VI, autorizado intérprete del Caoncilio, es el lenguaje bíblico y tradicional, el de Cristo y sus apóstoles, el de todos los santos. Y también, por ejemplo, sigue Pablo VI ese mismo espíritu cuando previene a la XXXII Congregación General de la Compañía de Jesús ante ciertas actitudes peligrosas, que «pueden degenerar en relativismo, en conversión al mundo y a su mentalidad inmanentista, en asimilación al mundo que se quería salvar, en secularismo, en fusión con lo profano» (3-XII-1974).

No. Los documentos del Magisterio apostólico, y concretamente del Vaticano II, jamás han estado en el origen de la mundanización de los cristianos actuales de Occidente. La mundanización, es decir, la apostasía de los países ricos, viene de mucho más atrás, y tiene unas raíces intelectuales y morales que ya hemos descrito suficientemente.

«Nunca ha estado el mundo tan corrompido como hoy»

El Occidente descristianizado ha consumado en la práctica -y a veces incluso en la teoría- una conciliación pacífica entre los cristianos y el mundo moderno vigente, tal como es. Por eso justamente es por lo que se ha descristianizado. Y en muchas Iglesias locales, esa mundanización generalizada del pueblo cristiano ha ido adelante en formas graduales apenas perceptibles, siendo incluso estimulada con frecuencia por la intelligentsia eclesial, que la interpreta como una superación del cristianismo anterior.

Ya los cristianos no quieren seguir siendo ni un día más de la historia «corderos entre lobos»: prefieren ser lobos entre lobos, y no sufrir más persecución alguna de éstos. Y esta conversión al mundo, como ya he señalado, ha sido realizada por los cristianos precisamente cuando el mundo de Occidente se halla más corrompido que nunca, en su pensamiento y en sus costumbres. Y en ello no ha de verse ninguna paradoja inexplicable, pues la pésima corrupción actual del mundo en Occidente «consiste» precisamente en la apostasía de los pueblos que antes eran cristianos.

Ésta es la verdad, sin duda. Pero ¿conviene decirla abiertamente?... Más arriba hemos visto, por ejemplo, en los textos de La Colombière (+1682) o de Monfort (+1716) que ellos decían a los cristianos de su tiempo, como algo obvio, que «nunca ha estado el mundo tan corrompido como hoy». Actualmente, tres siglos más tarde, no parece dudoso que hemos de pensar eso mismo, y que incluso tenemos más fundamentos reales para pensarlo. Pero -vuelvo a plantear la cuestión- ¿conviene decir esa verdad públicamente?

Es evidente que la proposición de cualquier verdad debe ir siempre regida por la prudencia de la caridad pastoral: «yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no os di comida porque aún no la admitíais» (1Cor 3,1-2). Ahora bien, con todas las prudencias que sean necesarias en la afirmación de la verdad, es indudable que los cristianos de Occidente «deben hoy saber» que viven en un mundo secular muy especialmente alejado de la verdad y depravado en sus costumbres. Sería criminal mantenerles en la ignorancia de esta realidad, más aún, inducir en ellos un juicio de la situación histórica presente gravemente erróneo. Las consecuencias serían -son- extremadamente negativas.

Es el conocimiento de la verdad, también el de la verdad histórica, el que nos hace libres (Jn 8,32). Sólo conociendo la verdad del mundo en que viven podrán los cristianos mantenerse en una actitud vigilante, y no caer en sus trampas mentales o conductuales. Sólo así podrán con Cristo, Salvador del mundo, evangelizar y salvar al mundo: ésa es la forma cristiana auténtica de compadecerse de él y de vencerlo, al mismo tiempo. Sólo así podrán los laicos transformar el mundo de verdad, en sus ideas y costumbres, en sus leyes, en su cultura y su arte, en su vida social y política. Sólo así podrán evitar esa nefasta conformidad con el mundo, que haría de los hijos de Dios hijos del siglo. Y digámoslo de paso, sólo así podrán las Iglesias locales recuperar su normal fecundidad en vocaciones sacerdotales y religiosas.

Por lo demás, no hace falta decir muchas veces, con una reiteración morbosa, que vivimos en un mundo especialmente corrompido, no. Sigamos también en esto el ejemplo de Cristo y de los Apóstoles.

El Nuevo Testamento afirma, en textos breves y relativamente frecuentes, que en el mundo «abunda el pecado»; pero insiste mucho más en que a quienes «son retirados de las corrupciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2Pe 2,20) se les ofrece ahora «una sobreabundancia de gracia» (Rm 5,20).

Sí, hoy hace falta afirmar suficientemente, aunque sin reiteraciones enojosas, que el mundo está corrompido, y que sin Cristo no puede dejar de estarlo. Pero con decirlo muy poco, basta. E incluso a veces ni es preciso decirlo: basta saberlo, basta pensarlo, mejor aún, basta creerlo de verdad, pues las palabras y acciones que brotan de esa fe expresan ya esa convicción de modo implícito, el más eficaz a veces en estos temas.

4. Estado de la nación cristiana

El sello de la Bestia, es decir, el espíritu del mundo, puede ser aceptado en la frente o en la mano más o menos. Ya se comprende que en la mayor o menor mundanización de la mente y la conducta pueden darse muchos grados, y que las diferencias son innumerables según personas, grupos o regiones. Sin embargo, conviene que, aun arriesgándonos a generalizaciones escasas de matices, observemos el marco de las naciones ricas descristianizadas, en donde los cristianos han de desarrollar hoy su vocación a la santidad.

Para entender bien la realidad actual de las Iglesias en el mundo puede ayudarnos no poco la encíclica Redemptoris missio (1990), en la que Juan Pablo II distingue hoy tres situaciones.

1.- Pueblos cristianos, unas veces antiguos en la fe, y otras más jóvenes. 2.- Pueblos no cristianos: «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado» (3b). 3.- Pueblos descristianizados: entre la primera y segunda, se da hoy «una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio» (33d); son las «áreas de antigua cristiandad, que es necesario reevangelizar» (32b). Junto a estas apreciaciones, tan duras y sinceras, afirma Juan Pablo II una gran esperanza: «Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo» (86).

Pues bien, consideremos aquí esa situación tercera, la de los pueblos descristianizados. Y en primer lugar, miremos en ellos el estado de la fe.

Informe sobre la fe

El mundo admite a los cristianos sólamente en la medida en que éstos dejan de serlo, es decir, cuando pierden su fe en Cristo. Entonces es cuando les acoge, y les da lugar, voz y posibilidad de acción. Como decía San Juan, «ellos son del mundo, y por eso hablan el lenguaje del mundo, y el mundo los oye. Nosotros somos de Dios» (1Jn 4,5-6).

Según esto, la apostasía significa normalmente una asimilación del mundo presente. Pero, atención a esto, en los pueblos descristianizados la apostasía se produce frecuentemente también por asimilación de un cristianismo falsificado. El mundo, como digo, acoge sin problema alguno a los falsos cristianos, reconociéndolos como suyos, y hasta llega a promocionarlos.

Pues bien, en este segundo sentido, sobre todo, el Cardenal Ratzinger, en su Informe sobre la fe (1984), nos da una visión autorizada de la situación del Occidente descristianizado.

-Malas teologías. «Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace teología no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su conjunto, la Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como servicio eclesial se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que tiene poco que ver con las bases de la tradición común... con grave daño para el desconcertado pueblo de Dios... En esta visión subjetiva de la teología, el dogma es considerado con frecuencia como una jaula intolerable, un atentado a la libertad del investigador» (79-80). Esta abundancia de errores y de falsificaciones de la fe repercute inevitablemente en la catequesis. Se hace necesario reconocer que «algunos catecismos y muchos catequistas ya no enseñan la fe católica en la armonía de su conjunto, sino algunos aspectos del cristianismo que se consideran «más cercanos a la sensibilidad contemporánea» (80).

-Ruptura con la tradición eclesial, y mundanización del cristianismo. «Después del Concilio se produjo una situación teológica nueva:

«a) se formó la opinión de que la tradición teológica existente hasta entonces no resultaba ya aceptable y que, por tanto, era necesario buscar, a partir de la Escritura y de los signos de los tiempos, orientaciones teológicas y espirituales totalmente nuevas;

«b) la idea de apertura al mundo y de comprometerse con el mundo se transformó frecuentemente en una fe ingenua en las ciencias; una fe que acogió las ciencias humanas como un nuevo evangelio, sin querer reconocer sus limitaciones y sus propios problemas. La psicología, la sociología y la interpretación marxista de la historia fueron consideradas como científicamente garantizadas, y, por tanto, como instancias indiscutibles del pensamiento cristiano;

«c) la crítica de la tradición por parte de la exégesis evangélica moderna, especialmente de Rudolf Bultmann y de su escuela, se convirtió en una instancia teológica inconmovible, que obstruyó el camino a las formas hasta entonces válidas de la teología, alentando de este modo otras nuevas construcciones» (196).

-Proliferación de herejías. De lo anterior se sigue necesariamente un «confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a la puertas de la auténtica fe católica» (114). Se pueden señalar, por ejemplo, la negación práctica del pecado original y de sus consecuencias (87-89, 160-161), el humanismo arriano sobre Cristo (85), el eclipse de la teología de la Virgen (113), la deformación del misterio de la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158), la devaluación de la redención (89), etc.

Y sin embargo, las herejías «no las encontramos hoy día casi nunca de una forma clara. Y no porque no existan, sino porque no quieren aparecer como tales... A diario admiro la habilidad de los teólogos que logran sostener exactamente lo contrario de lo que con toda claridad está escrito en claros documentos del Magisterio» (31). El libre-pensamiento, tan entrañado en el protestantismo como en el liberalismo, lleva a los cristianos al relativismo o si se quiere a un cierto modo de agnosticismo. Y así, «en medio de un mundo donde, en el fondo, el escepticismo ha contagiado también a muchos creyentes, es un verdadero escándalo la convicción de la Iglesia de que hay una Verdad con mayúscula y que esta Verdad es reconocible, expresable y, dentro de ciertos límites, definible también con precisión» (28).

-Nuevas morales. A juicio del cardenal Ratzinger, «el liberalismo económico encuentra, en el plano moral, su exacta correspondencia en el permisivismo. En consecuencia, se hace difícil, cuando no imposible, presentar la moral de la Iglesia como razonable; se halla ésta demasiado distante de lo que consideran obvio y normal la mayoría de las personas, condicionadas por una cultura hegemónica, a la cual han acabado por amoldarse, como autorizados valedores, incluso no pocos moralistas «católicos»» (91-92).

En efecto, «la mentalidad hoy dominante ataca los fundamentos mismos de la moral de la Iglesia que, si se mantiene fiel a sí misma, corre el peligro de aparecer como un anacronismo, como un embarazoso cuerpo extraño. Así, muchos moralistas occidentales, con la intención de ser todavía creíbles, se creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la sociedad y la disconformidad con la Iglesia... Pero este divorcio creciente entre Magisterio y nuevas teologías morales provoca lastimosas consecuencias» (94-95), por ejemplo, en la moral de la sexualidad (95-96).

Por lo que a la moral social se refiere, enseñan en contra de la doctrina social de la Iglesia «aquellos teólogos [de la liberación] que de alguna manera han hecho propia la opción fundamental marxista» (193). «Decepciona dolorosamente que prenda en sacerdotes y en teólogos esta ilusión tan poco cristiana de poder crear un hombre y un mundo nuevos, no ya mediante una llamada a la conversión personal, sino actuando sólamente sobre las estructuras sociales y económicas» (211).

-La debilitación de las misiones. Habiendo «disminuído el carácter esencial del bautismo, se ha llegado a poner un énfasis excesivo en los valores de las religiones no cristianas, que algún teólogo llega a presentar no como vías extraordinarias de salvación, sino incluso como caminos ordinarios... Tales hipótesis obviamente han frenado en muchos la tensión misionera» (220; +152-154). La exaltación, en efecto, de ciertas religiosidades no cristianas, hace imposible dirigirles la Palabra apostólica en toda su fuerza: «Vosotros estábais muertos en vuestros pecados, viviendo según el mundo, sujetos al demonio y a las inclinaciones del hombre carnal. Pero el amor misericordioso de Dios os dio vida por Cristo -por gracia habéis sido salvados-» (resumen de Ef 2,1-5). Esta visión del Apóstol, para los amatores mundi, que incluyen en su enamoramiento del mundo una valoración exaltada de las religiones no cristianas, o de algunas de ellas, resulta escandalosa e inadmisible.

Así las cosas, «los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad» (35). O lo que es lo mismo: el ateísmo o el agnosticismo, el esoterismo, las sectas y las religiones no cristianas, están creciendo en el mundo durante estos decenios mucho más que el cristianismo.

La descristianización de los países ricos, escándalo de los países pobres

La apostasía por mundanización se ha producido ante todo en países ricos de muy antigua filiación cristiana. En efecto, la mayor parte de las herejías o desviaciones de la fe católica han nacido en el Occidente. Y así, de las mismas regiones desde donde antiguamente, y hasta hace poco, se irradiaba al mundo fe y costumbres cristianas, hace ya decenios que más bien se van difundiendo hacia toda la humanidad la duda, el nihilismo y la degradación moral.

Antes de recibir el Evangelio, los hombres adámicos tienden a admirar y a imitar a los ricos -aunque los odien-, pues la riqueza, la fuerza y el poder que en éstos ven, expresa justamente la posición ideal que ellos desean. Y eso explica que todos los vicios de Occidente -la soberbia, la avaricia materialista, la lujuria, la irreligiosidad y todos los demás- causen estragos de fascinación e imitación en los pueblos subdesarrollados.

Los laicos

En los últimos decenios, como ya he señalado, la inmensa mayoría de los cristianos que han abandonado la fe, la han perdido casi sin darse cuenta. De una manera casi imperceptible, la mundanización les ha llevado a la apostasía. Les ha ocurrido como a aquellos que, sin advertirlo, suavemente, mueren intoxicados por las emanaciones de un brasero o de una pequeña fuga de gas.

Simplemente, la descristianización por mundanización creciente se produce poco a poco en aquellos cristianos que no están dispuestos a ser mártires, ni corderos de Dios ofrecidos con Cristo para la salvación del mundo, ni forasteros y peregrinos en la Ciudad pecadora de los Hombres. No es que los cristianos mundanizados quieran positivamente abandonar su fe, no. Lo que ellos quieren ante todo, y con perseverante entusiasmo, es gozar del mundo presente como cualquiera, como los mundanos, incluso, si es posible, formando parte de la buena sociedad de la época. Lo que ellos pretenden es poner fin así a los enfrentamientos seculares, tan inútiles como lamentables, entre Iglesia y mundo. No se sienten perseguidos por el mundo -ni realmente lo están-, pues al mundanizarse, ha cesado la persecución. Pero no se avergüenzan de esto, sino que más bien se avergüenzan de los tiempos en que la Iglesia perseguía (sic) al mundo. Ellos defienden con firmeza su derecho, más aún, su deber de «ser hombres de su tiempo», y de hecho coinciden con el siglo en criterios y conductas casi del todo -fuera del aborto o algún otro caso extremo, y aún en eso mantienen a veces posturas «comprensivas» y «abiertas»-. Y así es como, sin apenas traumas notables, han dejado de ser cristianos, han perdido primero la práctica religiosa y después también la fe.

-Cómplices del mundo pecador. Aquellos cristianos que han sido educados para ver al monstruoso mundo moderno, edificado sin Dios o contra Dios, con respeto, con optimismo, con simpatía incluso, poco a poco, le han ido tomando confianza y perdiendo temor. Se han ido haciendo cada vez más amigos del mundo y más enemigos de Dios (+Sant 4,4). Han entrado gozosos en el verde campo del mundo secular, corriendo confiados y alegres, saltando y bailando, sin advertir que ese hermoso campo está sembrado de minas. Y son innumerables, lógicamente, los que han saltado en pedazos.

Como dice el Cardenal Ratzinger, «muchos católicos, en estos años, se han abierto sin filtros ni frenos al mundo y a su cultura, al tiempo que se interrogaban sobre las bases mismas del depositum fidei, que para muchos habían dejado de ser claras» (Informe 42). Habrá que recordar de nuevo la sentencia del Apóstol: «no supieron guardar la fe en una conciencia pura» (1Tim 3,9).

-Cebados en el mundo presente. La apostasía se ha ido produciendo entre los cristianos de los países ricos no sólo por complicidad con el mundo malo, sino quizá aún más por la avidez insaciable del mundo visible, es decir, por el apetito desordenado de los bienes terrestres. Perdido el gusto por el maná del desierto, es decir, por la austeridad tradicional de la vida cristiana fiel, han querido volver a Egipto, para cebarse sin límites de sus deliciosos «pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos» (Núm 11,5). Se reconocen, pues, en el himno pagano a les nourritures terrestres, que hace un siglo entonaba André Gide.

Hablando claro: el cristiano moderno, que admite ser marcado con el sello de la Bestia, y que no quiere saber nada del signo de la Cruz, defiende su derecho «disfrutar del mundo» (1Cor 7,31) todo lo posible, en cuanto su salud y dinero se lo permitan. Esta avidez de bienes creados se aprecia incluso en cristianos practicantes y, a su manera, piadosos. Con buena conciencia (?), se atracan de mundo -los motivos de cultura, salud, conocimientos, intereses económicos o lo que sea, no faltan nunca-, sin darse cuenta de que por ese camino se van vaciando de Dios.

Es verdad, sin duda, que quienes viven el Evangelio disfrutan del mundo y son mucho más felices que los mundanos que lo ignoran o desprecian. Así lo asegura el mismo Cristo, cuando dice: «si esto aprendéis, seréis felices si lo practicáis» (Jn 13,17; +Sal 118,1). Pero la alegría cristiana es muy diferente de la de los «hijos del siglo»; es indeciblemente más alta, serena y permanente (+Flp 4,4).

Si Cristo pasó su vida en el mundo haciendo el bien (Hch 10,38), se ve que estos pseudocristianos están en el mundo para pasarlo bien. Y con tan alto objetivo, se atracan de mundo, cada uno a su manera. Unos se emplean a fondo en trabajos y negocios, otro se aplica cuanto puede a deportes, espectáculos y viajes, y aquél a idiomas y lecturas -todo sano y bueno-. Y esos otros, si aún les queda tiempo, practican el bricolage o el judo, o simplemente se ejercitan en el noble deporte de ir de compras. Este abuelo, por ejemplo, hombre piadoso de misa diaria, cada día, después de calarse bien las gafas, dedica una hora de la mañana a leer el periódico local, y otra hora y media vespertinas para un diario nacional. Así malvive, tan bien informado (?) de las cosas de este mundo, y tan olvidado del mundo futuro, del que está a un paso...

Estos cristianos mundanizados no viven ya como peregrinos, con la mirada puesta en lo alto (Col 3,1-2), sino como gente «que no piensa más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,19). Y los más piadosos se quejarán a su director espiritual de que tienen «dificultades en la oración». ¿Extraño, no?

-Primero de todo las riquezas, superando los pesimismos de Cristo respecto de ellas: «¡qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!» (Lc 18,24). La mundanización así, por complicidad con las cosas malas o por hartazgo de las cosas terrestres, buenas en sí, lleva a la apostasía a muchos cristianos de los países más ricos. Éstos de tal modo se han entregado al mundo amigo, que al final Dios no les sabe a nada, y llega a parecerles irreal.

Se cumple, pues, en ellos aquello que decía San Juan de la Cruz: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios» (3 Subida 16,2). Es así como la mundanización, en sus formas extremas, lleva a la apostasía.

¿Laicos llamados a la santidad?

Las llamadas a la santidad de los laicos son vanas y falsas cuando no se les habla al mismo tiempo del «camino estrecho» que lleva a la vida, de la oración y la penitencia, de la cruz y de la fidelidad martirial, de la perfecta libertad del mundo, de la abnegación de sí mismos, que hace posible el darse totalmente a Dios y al prójimo...

Cuando se anima a los laicos para que procuren el fin de la santidad, hay que señalarles al mismo tiempo los medios ordinarios que a ella conducen. De otro modo se les engaña. En efecto, cuando se les asegura a los laicos la posibilidad de santificarse en medio de las cosas seculares -cosa tan felizmente verdadera-, se les engaña si se omiten y silencian en forma sistemática las dificultades peculiares que van a encontrar en el mundo secular, para que estando en guardia, hagan de ellas estímulos continuos de crecimiento espiritual (+mi escrito Caminos laicales de perfección).

Por otra parte, decir que hasta mediados del siglo XX la Iglesia ha ignorado la llamada de los laicos a la perfección es una enorme falsedad, quizá nacida de la ignorancia o de un vano entusiasmo hodiernista. Creo que con los datos que hemos recordado de las épocas pasadas basta para entender claramente que la santificación plena de los laicos ha sido una conciencia siempre viva en la Iglesia, y antes, sin duda, más viva que ahora, al menos en los países ricos de Occidente. Ya vimos, por ejemplo, que en varios siglos de la Edad Media una cuarta parte de los santos canonizados son laicos.

El concilio Vaticano II, al enseñar la vocación universal a la santidad en la Iglesia (LG 11c; +39, 40b, 42e), afirma con un énfasis nuevo una doctrina católica permanente, cuya vigencia anterior hemos comprobado ya en nuestro recorrido histórico, y que en nuestra época ha sido afirmada por movimientos como Acción Católica, Terciarios, devoción al Corazón de Jesús, Congregaciones Marianas, Ejercicios espirituales ignacianos, o más recientemente Opus Dei, Neocatecumenales, Carismáticos, Foccolari, etc. Y enseñada por autores como Tissot (+1894), Foucauld (+1916), Marmion (+1923), Sauvé (+1925), Arintero (+1928), Naval (+1930), Gardeil (+1931), Tanquerey (+1932), Guibert (+1942), Stolz (+1942), Crisógono (+1945), Schrijvers (+1945), Saudreau (+1946), Gabriel de Sta. María Magdalena (+1953), Garrigou-Lagrange (+1964), Royo-Marín. Todos estos autores afirman la vocación universal de los cristianos a la santidad, al mismo tiempo que señalan los medios verdaderos que a ella conducen.

Sin embargo, como digo, sin una conciencia suficientemente viva de la vanidad del mundo y de su condición pecadora y tentadora, todas esas llamadas a la perfección de la vida seglar permanecerán tan inútiles como engañosas. Podemos hallar una comprobación de esto, si miramos, a modo de ejemplo, el tema de la política.

La renuncia a la acción política cristiana

Es un hecho la inexistencia de la acción política cristiana en los laicos mundanos. Y esto no deja de resultar extremadamente paradójico y significativo. Nunca como hoy ha habido en la Iglesia doctrina tan preciosa sobre la acción de los laicos en política, y sin embargo, nunca éstos han tenido en ella menos influjo. La mundanización extrema hace posible que coincidan la máxima teoría con la mínima práctica. La acción política cristiana no es posible sin algún grado de enfrentamiento con el mundo, y consiguientemente de persecución por parte de éste. Pero esta posibilidad -la de la cruz- ha quedado excluida totalmente no sólo en la mente de algunos cristianos políticos, sino en el conjunto mismo de su Iglesia local.

Así pues, llevamos medio siglo elaborando «la teología de las realidades temporales», hablando del ineludible «compromiso político» de los laicos, llamando a éstos a «impregnar de Evangelio todas las realidades del mundo secular». Y sin embargo, nunca en la historia de la Iglesia el Evangelio ha tenido menos influjo que hoy en la vida del arte y de la cultura, de las leyes y de las instituciones, de la educación, la familia y los medios de comunicación social. ¿Cómo puede explicarse este dato real si no es en clave de la mundanización de los cristianos? ¿Qué tienen que dar los cristianos al mundo cuando ya no viven según el Evangelio, sino según el mundo?

La mayoría de los cristianos políticos, acobardados ante la Bestia mundana, maravillados por ella, llevando su marca más o menos en la frente y en la mano -y ciertamente sin vocación de mártires-, sin mayores resistencias, ha dejado ir adelante políticas perversas con sus silencios o complicidades positivas, también incluso cuando ha tenido mayoría parlamentaria -para no perderla-. Estos políticos «cristianos» se han mostrado incapaces no sólo de guardar en lo posible un orden cristiano -formado a veces por tradiciones seculares vivas, en pueblos de gran mayoría católica-, sino que ni siquiera han sabido proteger mínimamente un orden natural, pisoteado por un poder político malvado, que sofoca la enseñanza privada, que permite y financia el aborto, que favorece la homosexualidad, que permite o fomenta en los medios de comunicación o en la Universidad unos agravios contra el cristianismo que, felizmente, no se toleran contra grupos minoritarios, como el de los gitanos o los islámicos.

Baste con un ejemplo bien ilustrativo. En 1994, siendo Oscar Luigi Scalfaro presidente de Italia, dirige al Congreso un notable discurso en el que aboga por el derecho de los padres a enviar a sus hijos a colegios privados, sin que ello les suponga un gasto adicional. Encuestas recientes aseguran que un 50 % de italianos estima que el Estado debe financiar juntamente las escuelas públicas y las privadas, en tanto que un 39 % sostiene este deber sólo para las públicas. Al valiente y oportuno alegato de este eminente político democristiano le fue respondido por una congresista católica, con no menor oportunidad y valor, que, habiendo sido él mismo ministro de Enseñanza, «tendría que explicar a los italianos qué es lo que ha impedido a los ministros del ramo, todos ellos democristianos, haber puesto en marcha esta idea», siendo así que la Democracia Cristiana, sola o con otros, ha gobernado Italia entre 1945 y 1993. En casi cincuenta años, por lo visto, no ha hallado el momento político oportuno para sacar adelante -para procurarlo al menos- este derecho natural.

La prepotencia universal del liberalismo o de sus derivaciones, como el marxismo o el socialismo, ha podido así gobernar durante generaciones en países de amplísima mayoría católica, como Polonia o México, sin escándalo alguno de los intelectuales católicos progresistas, que lo han considerado siempre una situación normal. No nos engañemos: estos laicos ilustrados no quieren ser mártires, prefieren seguir vivos para «poder impregnar el mundo de Evangelio» (!). Es decir, en mayor o menor grado, aceptan en su frente y en su mano la marca de la Bestia mundana, y quedan completamente inútiles para el combate del Reino. Y aún se las arreglan para hacerlo con buena conciencia.

Cristianos no-practicantes

Los cristianos mundanizados son muchas veces cristianos «no-practicantes». Con este patético eufemismo se alude a esos 70 ó 90 % de bautizados que habitualmente viven separados de la eucaristía y de la vida de la Iglesia. Son tantos que, con toda naturalidad, un libro litúrgico, el Libro de la Sede, ruega en las preces por esa «multitud incontable de los bautizados que viven al margen de la Iglesia» (Secretariado Nal. Liturgia, 1983, común de pastores).

Cuando San Agustín glosa el texto bíblico «mis ovejas se dispersaron por toda la tierra» (Ez 34,6), interpreta: «son las ovejas que apetecen las cosas terrenas y, porque aman y están prendadas de las cosas que el mundo estima, se niegan a morir, para que su vida quede escondida en Cristo [Col 3,3]» (Sermón 46,18).

Estos cristianos no-practicantes entienden, al parecer, que es posible un cristianismo que no sea eclesial y eucarístico. Calificar, sin embargo, de «cristianos» a personas que habitualmente no tienen contacto con Cristo-Palabra, con Cristo-Pan, con Cristo-Cuerpo místico, no parece que tenga mucho sentido. Por lo demás, los párrocos son cada vez más conscientes de que la práctica de los sacramentos en esta masa innumerable de pseudocristianos -sobre todo confirmaciones, comuniones, matrimonios-, no podrá continuarse indefinidamente, si no es con innumerables sacrilegios.

La escasez de vocaciones

Ricos y mundanizados. El joven del Evangelio, que fue llamado por Cristo, no quiso dejarlo todo para seguirle, «porque era muy rico» (Mt 19,22). Sencillamente: porque era muy rico. Hoy ocurre lo mismo en muchos países ricos descristianizados. Entre ellos, «porque son muy ricos», casi ningún cristiano quiere dejarlo todo para seguir a Cristo. Están apegados al mundo -al mundo efímero y pecador-, y no están libres de su fascinación.

O de Cristo o del mundo. Por lo que a nuestro tema se refiere, hay que decir que cuando en una Iglesia se mantiene viva la visión bíblica y tradicional sobre el mundo, ambiguo o pecador, y siempre efímero y fascinante, 1º.-los laicos se santifican, pues viven con las cautelas convenientes, y se empeñan en mejorar el mundo; y 2º.-los sacerdotes y religiosos, sus hermanos, oyen la voz de Cristo, y queriendo ser perfectos, lo dejan todo, para seguirle con más facilidad y fidelidad.

Pero si, por el contrario, prevalece en tal Iglesia una visión del mundo contraria al Evangelio y la tradición, y si se generaliza la convicción de que da lo mismo tener o no tener, los laicos se pierden en su condición secular, y la escasez de sacerdotes y religiosos se hace máxima y crónica. De hecho, en los últimos decenios el número de sacerdotes y religiosos ha disminuído en un 50 ó un 70 %. Pero no quiero alargarme sobre este tema, pues lo he tratado hace poco en una breve obra (Causas de la escasez de vocaciones).

Los pastores

En estos últimos decenios, en no pocas de las Iglesias de Occidente, se ha alejado del rebaño de Cristo un tercio o una mitad de las ovejas compradas al precio de su sangre. En esas Iglesias ya la gran mayoría de los bautizados no «persevera en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión comunitaria, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2,42).

Muchos de quienes vivían de Cristo en la Iglesia han vuelto en estos años a ser como ovejas perdidas, que «siguen cada una su camino» (Is 53,6), siendo así que el Salvador entregó su vida en la cruz, precisamente, «para congregar en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos» (Jn 11,52)...

Pues bien, esta enorme dispersión de bautizados ha de atribuirse principalmente -así parece lo más prudente- no tanto al acoso hostil o a la seducción del mundo secular ateizante, sino más aún al hecho de que en esas Iglesias han proliferado espectacularmente los errores doctrinales y morales, así como los abusos disciplinares y litúrgicos. El espíritu del liberalismo, vigente en el mundo secular, continuamente respirado y más o menos asimilado en clave cristiana, ha llevado con frecuencia a estimar conveniente en esas Iglesias -«para que no se rompa la unidad de la comunidad eclesial» (!)- una medida de tolerancia ante el error y el mal excesivamente alta, extraña al criterio bíblico y tradicional.

Será, pues, oportuno que recordemos hoy los graves mensajes que nuestro Señor Jesucristo dirige en el Apocalipsis a algunos de los que presiden entonces ciertas Iglesias poco fieles del Asia Menor. No les exige Cristo cambios organizativos, modificaciones de imagen, método o lenguaje, o cosas semejantes, sino simplemente fidelidad a la doctrina recibida y vuelta al amor primero: «acuérdate de cómo recibiste y oíste mi Palabra; guárdala y arrepiéntete»; «sé ferviente, y arrepiéntete» (Ap 3,6.19)

Nuestro Señor Jesucristo acusa con amor y con fuerza al ángel de la Iglesia de Pérgamo, que «tolera a quienes escandalizan a mis siervos con su doctrina, incitándolos a la fornicación y a participar en banquetes idolátricos». O a quien preside la comunidad de Tiatira, que «permite a Jezabel extraviar a mis siervos con su enseñanza» (Ap 2,14.20).

Los religiosos

En los países cristianos ricos, la mundanización secularizadora ha causado sus más espectaculares estragos entre los religiosos, pues ellos son precisamente quienes habrían de caracterizarse, entre otras cosas, por su «renuncia al mundo» (Vat.II: LG 44c; 46b; PC 5a). Por eso, de tal modo disminuyen las vocaciones y se multiplican las secularizaciones, existenciales o canónicas, que en no pocos lugares la vida religiosa está en trance de extinción completa. Y es que, necesariamente, allí donde no se quiere de verdad renunciar al mundo, la vida religiosa no se elige, o si ya se eligió, una de dos, o se abandona o se falsifica.

Los monjes, frailes y religiosos fieles a su vocación, que en su acción misionera protagonizaron durante siglos la historia de la Iglesia, libres del mundo y muy distintos de él, protagonizaron también la historia del mundo, marcándolo profundamente con el Evangelio de Cristo. Fueron los monjes quienes dieron alma a los pueblos de Europa, y configuraron su mentalidad y sus costumbres, y a veces hasta su geografía rural y urbana. Fueron los religiosos los que hicieron lo mismo en la América hispana. Y también hoy los religiosos más fieles a su vocación son vanguardias admirables en la actividad misionera y caritativa de la Iglesia.

Por el contrario, en contraste histórico clamoroso, aquellos religiosos actuales que están más secularizados en su mente y estilo de vida son los que hoy resultan al mundo más insignificantes: son «sal desvirtuada, que los hombres pisan» (+Mt 5,13). Tendrán que elegir: o recuperar su poderosa tradición vivificante o desaparecer (+Nota 3).

¿Nos salimos del tema?

Quizá, hace ya no pocas páginas, pueda haber lectores que se pregunten si no nos estamos saliendo del tema. Pueden estar tranquilos: no lo hemos abandonado. Si queremos hacer una reflexión histórica y doctrinal sobre la vida cristiana en el mundo -y si no queremos que nuestras consideraciones queden flotantes sobre la tierra como una nube-, debemos ver el mundo en su realidad verdadera; y hemos de ver concretamente hasta qué punto en los países descristianizados encontramos el mundo dentro de las Iglesias.

Hemos de vencer al mundo (1Jn 5,4); pero un enemigo disfrazado y oculto no puede ser vencido si no es abiertamente señalado y desenmascarado.

Seguimos, pues, con el tema.