IV Parte

Cristiandad

«Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor» (Sal 32,12).

Situación de la Iglesia en el mundo

En el período que acabamos de estudiar -del Edicto de Milán hasta la muerte de San Benito, (313-557)-, se produce una primera cristianización del mundo greco-romano en su conjunto, y al mismo tiempo una erradicación progresiva del antiguo paganismo -mentalidad, costumbres, instituciones-, acelerada por la caída del Imperio romano en el siglo V.

Ahora, en lenta transición, comienza un milenio cristiano, cuyo final podría verse hacia el 1500, en torno a la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América, el comienzo de los Estados nacionales modernos, el Renacimiento y la crisis protestante. Es más o menos lo que, inapropiadamente, suele llamarse Edad Media, y que aquí llamo Cristiandad. En estos siglos, la Iglesia, que ha perdido el norte de Africa, extiende y profundiza la evangelización en Europa y el Asia próxima, y una trama de miles de monasterios, que se van fundando por todas partes, constituye el alma de la Cristiandad medieval.

Es un tiempo en el que se reconoce socialmente a Jesucristo como el Señor de todo (Pantocrator), como bellamente está expresado en el pórtico de tantas catedrales. En efecto, es convicción común que Cristo Salvador debe reinar sobre todas las cosas de la Iglesia y del mundo. Ninguna doctrina, ley o costumbre puede afirmarse socialmente si va en contra de Jesucristo, el Señor de todo. La condición unitaria, característica de este período, tiene ahí su origen, en Cristo Señor: unidad entre alma y cuerpo, naturaleza y gracia, orden natural y sobrenatural, profano y sagrado, Estado e Iglesia, filosofía y teología, vida temporal y vida eterna, laicos y monjes. Las Sumas teológicas se alzan a las mayores alturas filosóficas y espirituales. Y también se alzan a alturas increíbles, llenas de fuerza y armonía, las formidables catedrales, esos edificios que, curiosamente, a pesar de haber sido construídos hace casi mil años, en tiempos «oscuros, pobres y semibárbaros», son hoy los más admirados y visitados en las ciudades modernas.

También es la primacía de Cristo sobre el mundo lo que causa la armonía del arte, a un tiempo grandioso en la arquitectura, y extremadamente refinado en las demás artes, como en la música gregoriana. Y esa misma primacía es la que explica la relativa paz entre los príncipes cristianos. La Edad Media ignora, en efecto, las guerras terribles posteriores al nacimiento del protestantismo, y no conoce tampoco, al estilo de Alejandro Magno, un Napoleón que trate de conquistar los demás pueblos, ni menos aún experimenta las aterradoras mortandades, cientos de millones de muertos, de las guerras innumerables del siglo XX.

En el milenio de la Cristiandad sigue habiendo males, por supuesto, y muchos, pero el bien se ve favorecido, mientras que el mal encuentra resistencias generales o, al menos, no es positivamente fomentado. De hecho, es un milenio en el que se reducen muy considerablemente los grandes males del paganismo antiguo, como el aborto o el suicidio, el concubinato o el divorcio, las guerras de conquista o los espectáculos brutales y degradantes. En el milenio cristiano, y éste es otro dato de gran importancia, por primera vez en la historia de los pueblos, desaparece progresivamente la esclavitud. En efecto, la esclavitud sólo reaparecerá tímidamente en el Renacimiento, y se multiplicará ya sin vergüenza en los tiempos de la Ilustración. Cuatro quintos, por ejemplo, del total de esclavos africanos llegados al Nuevo Mundo, fueron transportados en siglo y medio, entre 1700 y mediados del siglo XIX (J. M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América 416-429).

La Cristiandad medieval es una época en la que el principio tomista la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, es convicción generalizada en todos los campos, arte o ciencia, filosofía, leyes o política. No siempre, claro está, obran los hombres según la gracia divina, pero sí se da una convicción común de que cuanto mayor sea el influjo del Evangelio, es decir, de la fe, todas las realidades del mundo visible se verán acrecentadas en verdad y belleza, paz, justicia y prosperidad. Por eso, a pesar de todas sus miserias, esta época puede llamarse Cristiandad: por la universal primacía del principio cristiano.

La Cristiandad medieval produce, a medida que se conoce en su genuina realidad, una particular fascinación y sorpresa. Se halla una y otra vez en los pueblos cristianos, por una parte, un ímpetu juvenil, no siempre moderado, lleno de audaz creatividad; y por otra parte, un sentido tradicional, que asegura a los distintos desarrollos una construcción ordenada y armoniosa. Confluyen, pues, en ella, de un modo poco frecuente en la historia, tendencias de un utopismo entusiasta, que rebrota una y otra vez en formas populares, y otras fuerzas ordenadas, llenas de sereno equilibrio, las propias de las Sumas y catedrales (N. Cohn, En pos del milenio; revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media).

El ímpetu entusiasta medieval tiene, por ejemplo, una muestra en el idealismo de la caballería cristiana, cuyos modelos no afectan sólamente a los nobles, sino también al pueblo, como en seguida veremos. Todavía, por otra parte, no se han formado las nacionalidades cerradas en sí mismas, ni se han alzado aún los monarcas absolutos, ni los ministros poderosísimos, uniformizadores de la vida social. De hecho, en la Edad Media, los príncipes cristianos no pueden nada sin los nobles, ni éstos sin el consentimiento de sus vasallos. Y es que todavía tiene gran vigencia el principo de subsidiariedad: el tejido social orgánico, los grupos naturales intermedios, la familia y el gremio, el municipio y la región. Y todavía cuentan mucho las relaciones personales, la costumbre, el compromiso verbal, los impuestos pactados, lo mismo que el vínculo que une al vasallo con el señor local.

La Edad Media, por otra parte, tiende a dar forma sensible a todos las realidades espirituales. Éste es otro rasgo muy característico. Por eso el mundo medieval resulta muy colorido, variado y elocuente, pues produce siempre formas expresivas, comunitariamente entendidas, de todo un conjunto de valores espirituales de inspiración cristiana: costumbres e instituciones, gremios, precedencias y modos tradicionales, órdenes y estados, variedad de vestidos y de formas, colores significativos, estandartes, escudos y emblemas, saludos y formas de cortesía, fiestas y funerales, torre desmochada o puerta tapiada, adornos, muchos adornos en objetos y armas, herramientas y edificios, liturgias, torres del homenaje y juramentos, danzas y torneos, juegos y fueros, etc. El milenio cristiano forma, pues, un mundo elocuente, en el que las cosas y actividades, el bien y el mal, el premio y el castigo, hablan al pueblo de un modo inteligible.

En este sentido, la Edad Media es una época muy culta, acentuadamente estética, que cultiva con esmero todas las formas. Y adviértase que la inspiración del arte medieval, que conduce hacia la plenitud del Renacimiento, es creativa y diversa, heterogénea y sorprendente. Sólo más tarde, en los tiempos modernos del neoclasicismo, es cuando se endurecen los cánones estéticos, según las normas del arte clásico grecorromano. Y será entonces cuando venga a considerarse bárbaro el arte de las catedrales medievales románicas o góticas, que a veces son derruídas o sustituídas por «correctos» diseños neoclásicos, es decir, por imitaciones serviles -no geniales, como en el Renacimiento- del arte antiguo. Y es que estos modernos no entienden el arte medieval.

Por lo demás, toda la Edad Media, el milenio de Cristiandad en su totalidad, por su teocentrismo y, más aún, por su abierta confesionalidad cristiana, forma una época muy especialmente falsificada en la consideración general moderna. El impulso decisivo de la modernidad, precisamente, es la construcción de un mundo no fundamentado en Dios, y menos aún en Cristo, sino en el hombre; todo lo cual impugna directamente el régimen de Cristiandad. La opción moderna, por tanto, exige que el milenio cristiano sea ignorado, o mejor aún, caricaturizado y falseado. Y esto se comprende perfectamente. Lo que no se comprende tan bien es que los mismos cristianos se hagan cómplices de ese intento, como hoy sucede tantas veces en creyentes verdaderamente fieles. Pero, en fin, obras como la de Régine Pernaud, ¿Qué es la Edad Media?, o la clásica de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, con tantas otras, pueden ayudarnos a recuperar la verdad del milenio cristiano. Y no será ésta, ciertamente, una tarea supérflua en la exploración histórica que estamos haciendo de los caminos de perfección en el mundo...

1. Renuncia al mundo y pobreza evangélica

La «fuga mundi»

Aunque el mundo medieval, al menos en comparación con épocas precedentes, es ya un mundo en buena medida cristianizado, sin embargo, siguen los cristianos estimando que el abandono del mundo facilita en gran medida la perfección cristiana. Y así, en cientos y miles de monasterios, son muchos los cristianos que dejan el mundo para seguir más libremente a Cristo. Muchos otros también dejan el mundo, aunque sea temporalmente, por medio de peregrinaciones o cumpliendo un voto de Cruzada.

Por su parte, la literatura espiritual produce no pocas obras acerca del menosprecio del mundo (contemptus mundi), matizando esa fuga mundi con notables matices nuevos, que en seguida comprobaremos. San Pedro Damián (1007-1072) escribe el Apologeticum de contemptu mundi y la carta De fuga mundi gloria et sæculi despectione. San Anselmo (1033-1109) es autor de la Exhortatio ad contemptum temporalium et desiderium æternorum, así como del Carmen de contemptu mundi. Gran importancia tiene en la época la obra de Hugo de San Victor (+1141) De vanitate mundi et rerum transeuntium usu. San Bernardo de Claraval (1091-1153), en numerosas cartas, y concretamente en el sermón De conversione ad clericos, invita a dejar el mundo, para buscar más fácilmente la perfección... especialmente en el Císter. Inocencio III (+1216), en los años en que nacen las Ordenes mendicantes, escribe sobre el mismo tema en De miseria humanæ conditionis.

Bondad de la creación y pobreza evangélica

La espiritualidad cristiana medieval, según hemos visto, sigue vinculando separación del mundo y perfección cristiana; pero se produce ahora sin duda una cierta evolución en esa misma vivencia del contemptus mundi, es decir, del menosprecio del mundo en comparación del precio del cielo. Sujeto ya en buena parte el mundo a Cristo, la Edad Media capta con una seguridad renovada la fe cristiana sobre la bondad del mundo creado.

En la época anterior, más pagana y tormentosa, un San Agustín, por ejemplo, como todos los maestros católicos, también afirma frente a los maniqueos la bondad ontológica de las criaturas, eso es cierto; pero la tonalidad afectiva de sus obras, escritas contra pelagianos, semipelagianos y restos de paganismo, carece de la gozosa serenidad medieval de un Santo Tomás. Cuando éste, por ejemplo, afirma que «lo más natural al hombre es amar el bien» (II-II, 34,5) o defiende la capacidad que la razón tiene para conocer la verdad, lo hace con un tono sereno, medieval, que no hallamos fácilmente en el Crisóstomo o en Agustín.

Pues bien, en la Edad Media, sobre todo en los siglos XI, XII y XIII, la renuncia al mundo es la pobreza evangélica. La fuga mundi medieval sigue siendo, sin duda, apartamiento del mundo-pecador; pero es también, y a veces más aún, renuncia al mundo-criatura para más libremente amar al Creador. Por eso es en la pobreza evangélica donde se ve la puerta que abre el camino a toda perfección. Por esta dirección avanzan tanto los numerosos movimientos laicales de la época, que luego recordaremos, como las nuevas Ordenes religiosas -Camáldula (1012), Cartuja (1084), Císter (1098), Franciscanos (1209), Dominicos (1216)-.

La teología de la pobreza

Y es ahora cuando la teología de la pobreza, con ocasión de las controversias ocasionadas al nacer los frailes mendicantes, llega a su plena madurez. En efecto, la mendicancia itinerante, como forma de vida de perfección, a diferencia de la vida monástica, estable y quieta, separada del mundo, y apoyada en propiedades de tierras, suscita impugnaciones muy duras, semejantes a las surgidas en su día al nacer el monacato primitivo. Algunos clérigos protestan al ver que las ciudades se van llenando de nuevos religiosos, muy bien acogidos por el pueblo, que tienen cura animarum y más aún licencia docendi.

La posición de los clérigos seculares vendrá defendida por hombres como Guillermo del Santo Amor (+1272) y Gerardo de Abbeville (+1272). Mientras que la legitimidad de la vida pobre, incluso mendicante, estará sostenida por San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, y otros autores prestigiosos, como Tomás de York y Juan Pecham. Esta controversia dará lugar a clarificaciones muy importantes en torno a la doctrina de la perfección cristiana. Lo comprobaremos al estudiar la doctrina de Santo Tomás. Y también es muy valiosa la de San Buenaventura (De perfectione evangelica, y Apologia pauperum, escrita contra Gerardo de Abbeville: BAC 49,1949).

Por el momento, me limitaré a citar un texto admirable de Santo Tomás sobre la pobreza. En él se sintetiza de modo perfecto la doctrina de la tradición patrística:

«El estado religioso es un ejercicio y aprendizaje para alcanzar la perfección de la caridad. Para llegar a ella es necesario destruir totalmente el apego a las cosas del mundo», según enseñan, entre otros, el Crisóstomo y Agustín. En efecto, «de la posesión de las cosas mundanas nace el apego del alma a ellas; pues los bienes de la tierra se aman más cuando se poseen que cuando se desean... Por eso la pobreza voluntaria es el primer fundamento para adquirir la perfección de la caridad, de modo que se viva sin poseer nada, según dice el Señor: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme»... En cambio, la posesión de las riquezas de suyo dificulta la perfección de la caridad, principalmente porque arrastran el afecto y lo distraen. Es lo que se lee en San Mateo: «los cuidados del siglo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra de Dios». Así pues, es difícil conservar la caridad en medio de las riquezas; por eso dijo el Señor «qué difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos». Y estas palabras, ciertamente, han de entenderse de aquel que simplemente posee riquezas, pues de aquel que pone su afecto en las riquezas, dice el Señor que es imposible, cuando añade: «Más fácil es a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos»» (STh II-II, 186,3 in c y ad 4m).

Vocaciones monásticas y religiosas

Los predicadores populares, sobre todo en los siglos XI-XIII, llaman con energía a dejar el mundo o a tenerlo como si no se tuviera. Así, dejándolo todo en efecto o al menos en afecto, todos los cristianos, religiosos o laicos, podrán seguir a Cristo en todo y hasta el final.

Recordemos aquí que la Cristiandad medieval entiende la sociedad civil o eclesial como un conjunto orgánico, unitario. La sociedad se compone de órdenes, y la Iglesia, de estados de vida más o menos perfectos (+Santo Tomás, STh II-II, 183-189). Según esto, no sólo es lícito, sino altamente meritorio, animar a un laico a que ingrese en la vida religiosa, o a un religioso para que pase a otra orden de vida más perfecta (189,8-9). Esta visión permanece vigente en todo el milenio cristiano, como podemos apreciar con algunos ejemplos.

La familia de Teodoro Studita, en Constantinopla. Su padre, Fotinos, es funcionario del Tesoro imperial, y su madre, Teoctista, hermana del abad Platón. Por influjo de éste, en 781 toda la familia ingresa en el monacato: Teoctista y su hija en un monasterio de la capital; Fotino y sus hijos, Teodoro, José y Eutimio, en el monasterio de Sakudion. Teodoro será más tarde abad de Studios y famoso escritor. Casos como el de esta familia, por supuesto, son excepcionales; pero al darse bastantes veces, resultan significativos.

Cuando en el siglo X los monasterios cluniacenses crean un estado de vida más perfecto que el de otros de la época, el papa Juan XI, en Bula de 931, escribe a Odón, abad de Cluny: «Puesto que, como es sabido, casi todos los monasterios han abandonado su Propósito [es decir, su Regla], concedemos que si algún monje procedente de cualquier monasterio quiere pasar a vuestra comunidad con el único deseo de mejorar su vida... que podáis vos acogerlo, mientras no se enmiende la vida de su monasterio». El Papa, hablando y actuando con toda claridad, autoriza el paso de lo menos perfecto a lo más perfecto.

Más tarde, sin embargo, a fines del siglo XI, son los monasterios de Cluny los que van decayendo, al menos en ciertas regiones, y surgen órdenes monásticas, como la Camáldula, la Cartuja o el Císter, que dejan el mundo con mayor energía. Incluso en el arte, la sobriedad cisterciense va imponiéndose sobre el estilo cluniacense, más mundano. Pues bien, en ese tiempo San Bernardo hace propaganda arrolladora de la vocación monástica, concretamente cisterciense, y atrae consigo a docenas de laicos. Ya a los veintiún años, forma en su casa paterna de Chatillon, una comunidad de más de treinta jóvenes, entre familiares y amigos, varios de ellos casados, y no pocos pertenecientes a las primeras familias de Borgoña. En 1115, después de una predicación en Chalons, una multitud de nobles y eruditos, clérigos y laicos, le acompañan en su regreso a Clairvaux. En 1119, bajo su estímulo, el príncipe Amadeus, sobrino del emperador alemán Enrique V, con dieciséis amigos, ingresa en el monasterio cisterciense de Bonnevaux (Ailbe J. Luddy, San Bernardo 48, 59, 108). En otros casos, como en el de su carta a Roberto, anima a regresar de Cluny al Císter, es decir, a pasar a un estado de vida monástico más perfecto, más idóneo para seguir del todo a Cristo.

Las convicciones de la fe, ya señaladas, hacen que en esta época sean innumerables los que, dejando el mundo, siguen a Cristo, bien sea en la vida monástica o en las nuevas órdenes religiosas. El recién nacido Císter (1098), por ejemplo, a la muerte de San Bernardo (1153), contaba con 343 monasterios, 168 de los cuales pertenecían a la línea de Claraval, y de ellos 68 fundados por el mismo Bernardo.

Esta gran cantidad de vocaciones religiosas no es demasiado sorprendente, si recordamos los temas de predicación que predominan en los movimientos más pujantes de la época. Concretamente, cuando Francisco de Asís no tenía sino siete compañeros, comenzó a predicar «acerca [1] del reino de Dios, [2] del desprecio del mundo, [3] de la abnegación de la propia voluntad y [4] de la mortificación del cuerpo» (Leyenda mayor 3,7; +1 Celano 29). Insistiendo en estos temas con la formidable fuerza persuasiva de su palabra y de su ejemplo, poco después, a los diez o doce años, reune ¡más de cinco mil frailes! en el Capítulo general de las esteras (1219?) (Florecillas 18; Leyenda mayor 4,10; Espejo de perfección 68).

2. San Francisco de Asís y los mendicantes

Nuevos caminos de perfección religiosa

Los monasterios primero y con ellos los conventos religiosos, más tarde, son el alma del milenio medieval cristiano, forman la trama no solo religiosa, sino también cultural de la Cristiandad, y dan forma, incluso física, a Europa y al Asia cristiana. Del viejo tronco monástico, en efecto, nacen nuevas y pujantes ramas, siempre caracterizadas por su devoción a la pobreza y a la vita apostolica.

-Los Canónigos regulares, en el siglo XI, añaden a la espiritualidad monástica el acento sacerdotal, y dan nuevo impulso a la vita communis, a la antigua y venerable vita apostolica, irradiando también a los laicos su impulso de vida perfecta.

Este movimiento tenía antiguos precedentes, como la Regla de Crodegango de Metz (755) o la Regula canonicorum de Aixla-Chapelle (816), que ya fueron configurando un ordo canonicus, como estado de perfección, diverso del ordo monasticus. «El que vive como buen laico hace bien, mejor el que es canónigo, y aún mejor el que es monje» (De vita vere apostolica III,23).

-El Císter nace en 1098 del tronco benedictino, como ya vimos, y sobre todo a partir de San Bernardo (1112) difunde con gran fuerza un modelo de vida monástica más sencilla y pobre. La carta (Apologia) que San Bernardo dirige a Guillermo de Saint Thierry, abad de Cluny, expresa bien la inspiración del Císter naciente.

-El nuevo monacato eremítico. También en esa época resurge la vita eremítica, la de los monjes solitarios, de algún modo asociados, con figuras como San Bruno de Colonia, fundador de los cartujos (+1101) o San Pedro Damián (1007-1072). Ellos reafirman el ideal de la oración continua, solus cum Solo, y logran la bienaventuranza de la aurea solitudo por una renuncia total al mundo:

«Alegráos, hermanos míos -escribe San Bruno-, por vuestro feliz destino y por la liberalidad de la gracia divina para con vosotros. Alegráos, porque habéis escapado de los múltiples peligros y naufragios de este mundo tan agitado. Alegráos, porque habéis llegado a este puerto escondido, lugar de seguridad y de calma», al que muchos no llegan, «porque a ninguno de ellos le había sido concedida esta gracia de lo alto» (Carta de S.Bruno a sus hijos 1-3). San Bruno entiende la vida de los consejos, ante todo, como un don de Dios, como una gracia especial, que abre a muchas otras gracias preciosísimas.

San Francisco de Asís

San Francisco de Asís, para vivir dentro del mundo -no fuera de él, como los monjes-, establece una Regla (1209) por la que, con sus nuevos hermanos, «quiere vivir según la forma del santo Evangelio y guardar en todo la perfección evangélica» (Leyenda de los tres compañeros 48; +1 Celano 84). La Regla, pues, está compuesta por las normas del santo Evangelio o de los Apóstoles. Y una inspiración semejante, como es sabido, sigue Santo Domingo de Guzmán (+1221) con sus hermanos de la Orden de predicadores, los dominicos.

Recordaré ahora, con brevedad, los rasgos más característicos de la pobreza, o si se quiere, de la renuncia al mundo franciscana, ejemplo precioso de la espiritualidad medieval. Pueden consultarse las obras: San Francisco de Asís. Escritos, biografías, documentos, Madrid, BAC 399,1978; I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos contemporáneos, ib. 314,1970; Santo Domingo de Guzmán visto por sus contemporáneos, ib. 22,1966.

Amor a las criaturas

Nunca la renuncia al mundo en el cristianismo ha venido impulsada por un dualismo ontológico, que viera el mundo creado como de suyo malo. Por el contrario, en movimientos tan netamente cristianos, tan evidentemente católicos como el franciscanismo, el amor por «la hermana madre tierra», con todas sus criaturas (Himno al hermano Sol), tiene expresiones conmovedoras.

En efecto, Francisco «en cualquier objeto admiraba al Autor, en las criaturas reconocía al Creador, se gozaba en todas las obras de las manos del Señor. Y cuanto hay de bueno le gritaba: «El que nos ha hecho es mucho mejor»... [Cita implícita de San Agustín, Confesiones I,4; II,6,12; III,6,10]. Abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas y velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquél que a sí mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquél que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas [+1Cor 15,28], se comunicaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (2 Celano 165).

Nadie, en efecto, ama al mundo con un amor tan grande como quien ha renunciado totalmente a él por el amor a Dios. En San Juan de la Cruz volveremos a destacar esta verdad.

Dejar el mundo y seguir a Cristo

«Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sigue a Cristo»... La conversión de San Francisco es el paso de un amor desordenado al mundo a un enamoramiento de Dios, que ordena, intensifica y hace salvífico ese amor al mundo. Francisco, joven rico, alegre y con muchos amigos, no inicia el camino de la perfección hasta que el Señor le muestra la vanidad de todas esas cosas, y le hace ver que el camino de la perfección se inicia precisamente en venderlo todo, para después seguirle.

Y así sucedió que «en tanto que crecía en él muy viva la llama de los deseos celestiales, por el frecuente ejercicio de la oración, y que reputaba en nada -llevado de su amor a la patria del cielo- las cosas todas de la tierra, creía haber encontrado el tesoro escondido, y, cual prudente mercader, se decidía a vender todas las cosas para hacerse con la preciosa margarita [Mt 13,44-46]. Pero todavía ignoraba cómo hacerlo; lo único que vislumbraba era que el negocio espiritual exige desde el principio el desprecio del mundo, y que la milicia de Cristo debe iniciarse por la victoria de sí mismo» (Leyenda mayor 1,4). En efecto, todavía en el mundo, y todavía comerciante, «buscaba despreciar la gloria mundana y ascender gradualmente a la perfección evangélica» (1,6).

Pronto el Señor dispone la vida de Francisco de modo que pueda dejarlo todo y seguirle. Y «desembarazado ya el despreciador del mundo de la atracción de los deseos terrenos, abandona la ciudad», y sale al bosque, cantando al Señor (Leyenda menor 1,8). Inicia Francisco el camino de la perfección evangélica, soltando todos los dulces lazos del mundo, hasta entonces para él tan fascinante. «Despreciando lo mundano, marcha hacia bienes mejores» (1 Celano 8).

Primeros compañeros

En seguida Francisco comienza a recomendar la renuncia a todo y el seguimiento de Cristo. Y muy pronto, como hemos visto, se le juntan compañeros, que quieren compartir este camino. Bernardo, el primero que decide «renunciar por completo al mundo», consulta a Francisco cómo hacerlo. Abren tres veces el Evangelio, y leen: 1º, Si quieres ser perfecto, vende todo... 2º, No toméis nada para el camino... 3º, El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga... «Tal es -dijo el Santo- nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por tanto, si quieres ser perfecto, vete y cumple lo que has oído» (Leyenda mayor 3,3). Y así lo hizo Bernardo.

El mismo camino toma el sacerdote Silvestre, que «abandonó el mundo», y siguió a Cristo (2 Celano 3,5). Y muy pronto «muchísimos hombres buenos e idóneos, clérigos y laicos, huyendo del mundo y rompiendo virilmente con el diablo, por gracia y voluntad del Altísimo, le siguieron devotamente en su vida e ideales» (1 Celano 56). Así se reunieron más de cinco mil hermanos en diez años.

Extraños al mundo, pobres peregrinos

Francisco es visto por sus contemporáneos como un «hombre celestial» (+1Cor 15,48): «A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que, con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo, se esforzaba por elevarlos a todos hacia arriba [+Col 1,1-3]» (Leyenda mayor 4,5). El gozo de Francisco es la oración, que por unas horas le saca de este mundo oscuro y engañoso, para introducirlo en el mundo celestial, luminoso y verdadero. Y así, «ausente del Señor en el cuerpo [+2Cor 5,6], se esforzaba por estar presente en el espíritu en el cielo; y al que se había hecho ya conciudadano de los ángeles, le separaba sólo el muro de la carne» (2 Celano 94)...

Y como Francisco, muchos otros hermanos van a ser también para los hombres verdaderos espejos evangélicos. Hombres así, en efecto, salvan el mundo, exiliándose de él. Y los mismos hombres mundanos ven a estos frailes tan metidos ya en el cielo, que no se atreven a tratar con ellos si no es de las cosas que conducen a la vida eterna.

Y siempre la clave primera es la pobreza. Aquellos frailes de Francisco, «tan animosamente despreciaban lo terreno, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones» (1 Celano 41). Eran, pues, realmente exiliados del mundo, al tiempo que eran los hermanos más próximos a todos los hombres, especialmente a los más necesitados. Quería Francisco que la pobreza evangélica pusiera su huella en todo, expresando continuamente que los hermanos «no eran de este mundo». Y por eso «detestaba profundamente que hubiese muchos y exquisitos enseres. Nada quería, en las mesas y en las vasijas, que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran de peregrinación, de destierro» (2 Celano 60).

El recogimiento en el mundo mantiene la renuncia al mundo

El mundo no se deja de una vez por todas, aunque se vaya a un monasterio. Y menos si, como los franciscanos y dominicos, su vida, al menos en buena parte, va a transcurrir en compañía de los hombres seculares. Pues bien, como si estuvieran viviendo en el más alejado monasterio, ha de ser el recogimiento el que guarde en clausura a los frailes, en medio de los hombres: un perfecto recogimiento en el hablar, en el oír, en el mirar. Así es como los frailes renuncian al mundo, consumando la renuncia bautismal, y prolongando de un modo nuevo la renuncia monástica.

-Hablar poco. No quería Francisco que los hermanos que vivían con él «buscasen, por ansia de novedades, el trato con los seglares, no fuera que, abandonando la contemplación de las cosas del cielo, vinieran, por influencia de charlatanes, a aficionarse a las cosas de aquí abajo. A nadie permitía decir palabras ociosas, ni contar las que había oído» (2 Celano 19). Y ése era, igualmente, el planteamiento de Santo Domingo, que manda a sus frailes «hablar con Dios o de Dios» (Libro de las costumbres 31).

-Ver poco. Un día iba a pasar el emperador Otón, con su espectacular y elegante comitiva, por el camino en que estaba la choza de Francisco y sus compañeros; pero éste «ni salió a verlo ni permitió que saliera sino aquél que valientemente le había de anunciar lo efímero de aquella gloria». Ni vana curiosidad ni adulación a los grandes: «Él estaba investido de la autoridad apostólica, y por eso se resistía en absoluto a adular a reyes y príncipes» (1 Celano 43)

-No mirar mujeres. Queriendo evitar toda tentación de mirar a una mujer con mal deseo (+Mt 5,28), San Francisco, con suma humildad, y prefiriendo no tener a tener como si no se tuviera, era sumamente prudente y modesto, hasta el punto que pudo decir a un compañero: «Te confieso la verdad, si las mirase, no las conocería por la cara, si no es a dos» (2 Celano 112), quizá su madre y Santa Clara. Y este mismo cuidado humilde recomendaba a los suyos que guardaran: «os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago» (205). También Santo Domingo, en ese mismo tiempo, incluye en el elenco de culpas graves la costumbre de «fijar la mirada donde hay mujeres» (Libro de las costumbres 21; +Constit. de las monjas 11).

Esta gran modestia de los ojos es enseñada en la Biblia (Eclo 9,5), por los antiguos maestros cristianos, y también por los modernos hasta nuestros días (p. ej., S. Ignacio, Regla 2ª de modestia, 1555; S. Pablo de la Cruz, +1775, en ctas. a dirigidos seglares; S. Antonio Mª Claret, +1870, Autobiografía n.394-395; A. Tanquerey +1932, Compendio 776; A. Royo-Marín, Tlga. de la perfección 238).

Y con este espíritu, se dan otras normas o consejos sobre el recogimiento. Esta gran modestia de los religiosos es, sin duda, un gran ejemplo para los laicos, que en otros modos conformes a su vocación, han de guardar también en el mundo un prudente recogimiento de sus sentidos.

Enamoramiento de Cristo

La renuncia medieval al mundo está hecha, como siempre, de santo temor a su fascinante peligrosidad, pero es mucho más todavía un enamoramiento de Jesucristo. El menosprecio del mundo no es, en efecto, sino una prolongación de aquel sentimiento de San Pablo: «por amor de Cristo... todo lo sacrifiqué, y lo tengo por estiércol, con tal de gozar de Cristo» (Flp 3,7-8).

En ésas vivía Francisco: «Si sobrevenían visitas de seglares u otros quehaceres, corría de nuevo al recogimiento, interrumpiéndolos sin esperar a que terminasen. El mundo ya no tenía goces para él, sustentado con las dulzuras del cielo; y los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar con los groseros placeres de los hombres». Por eso tendía siempre a recogerse en lugares solitarios (2 Celano 94)

Enamoramiento del Crucificado

Pero más precisamente aún ese menosprecio del mundo es enamoramiento del Crucificado. La santa cruz, en efecto, está en el centro constante de la espiritualidad medieval. Quien ha «mirado al que traspasaron», quien ha contemplado la Pasión de Jesús, ¿cómo tendrá corazón para entregarse con entusiasmo al mayor goce posible de las cosas del mundo?...

Para Francisco, «los placeres del mundo le eran cruz, porque llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo. Y por eso le brillaban las llagas al exterior -en la carne-, porque la cruz había echado muy hondas raíces dentro, en el alma» (2 Celano 211).

La renuncia al mundo, pues, para estos frailes, que aman al mundo más y mejor que todos, es pobreza, penitencia expiatoria, con-crucifixión con Cristo para redención del mundo. Y con este espíritu, vestidos de saco, descalzos, una cuerda por cinturón, «ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente crucificados para el mundo» (1 Celano 39); como lo estaba San Pablo (+Gál 6,14).

Muerte dichosa

Estos frailes que han permanecido muertos al mundo, y cuya vida ha estado escondida con Cristo en Dios (+Col 3,3), no habrán de sufrir mucho a la hora de pasar al Padre.

Así San Francisco: «pues tuvo por deshonra vivir para el mundo, amó a los suyos en extremo, y recibió a la muerte cantando... Ya nada tenía de común con el mundo... "He concluído mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra"» (2 Celano 214; +Gerardo de Frachet, Vidas de los frailes predicadores, V parte, 2: De la dichosa muerte de los frailes: BAC 22).

3. La perfección evangélica de los laicos

El ejemplo de los religiosos

Los santos fundadores establecieron sus Ordenes no sólo para la santificación de sus miembros, sino para ejemplo de todo el pueblo cristiano. Esta segunda finalidad es muy clara, por ejemplo, en San Francisco de Asís, que solía decir: «Hay un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los hermanos la provisión necesaria». Si los hermanos cumplen con su deber, el mundo cumplirá con el suyo (2 Celano 70; +Consid. sobre las llagas II). Él, por otra parte, no pretendía con sus frailes sino vivir en plenitud el Evangelio: «Ésta es la vida del Evangelio», dice en el prólogo de su Regla, «ésta es la regla y vida de los hermanos... seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo». El ejemplo que los frailes dan de pobreza y caridad, de oración y penitencia, de libertad del mundo y de alegría, es válido para todo el pueblo cristiano, que encuentra en Francisco «enseñanzas claras de doctrina salvífica, y espléndidos ejemplos de obras de santidad» (1 Celano 90).

«Mucha gente del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y laicos, tocados de divina inspiración, se llegan a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio... Así contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo... A todos da él una norma de vida y señala con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno» (1 Celano 37)

Santa Clara de Asís, igualmente, entiende que la luz de su vida y la de sus hermanas ha sido encendida por Dios para iluminar a todos los laicos que están en el mundo. Sabe, pues, que los seglares deben imitarles, de modo que, «teniendo las cosas de este mundo como si no las tuvieran», ellos también lleguen a la perfección, igual que los que ya no tienen, por haberlo «dejado todo».

Y así escribe: «¡Con cuánto esmero y empeño de cuerpo y alma debemos guardar los mandamientos del Dios y Padre nuestro, a fin de que, ayudando el Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido! Pues el mismo Señor nos ha puesto como modelo para los demás, como un ejemplo y espejo; y no sólo ante los del mundo, sino también ante nuestras hermanas, llamadas por el Señor a nuestra misma vocación, para que también ellas sean espejo y ejemplo ante quienes viven en el mundo. Habiéndonos, pues, llamado el Señor a grandes cosas,... si vivimos según esta norma de nuestra vocación, les dejaremos a ellos un noble ejemplo, y nosotras ganaremos con un trabajo cortísimo el precio de la vida eterna» (Testamento 3).

Efervescencia evangélica laical en torno al 1200

Durante la baja Edad Media va pasando el centro de la vida social del campo a la ciudad. En los siglos XII y XIII se consolidan los municipios burgueses, y comienzan a alzarse catedrales y universidades. Pues bien, partiendo del pontificado reformista de San Gregorio VII (1073-1085), concretamente entre los concilios III y IV de Letrán (1179-1215), se produce una gran efervescencia idealista de muchos movimientos laicales. Todos pretenden la perfección en el mundo -unos ortodoxos, y otros sectarios y anticlericales-, por el camino de la pobreza y de la penitencia (+DSp: béguins, devotio moderna, frères de la vie commune, oblats, pénitents au moyen âge; órdenes terceras, órdenes militares). La idea primaria, mejor o peor entendida y realizada, es siempre ésta: todo el pueblo cristiano está llamado a la perfección evangélica, y ésta exige «dejarlo todo y seguir a Cristo», según las normas del Evangelio, e imitando así la vita apostolica de las primeras comunidades cristianas. Las palabras claves son por entonces «vivir según el Evangelio», «vivir en pobreza», seguir «vida de penitencia», etc..

Los grupos laicales, por ejemplo, animados por los Canónigos regulares de los siglos XI-XII, son así descritos por F. Petit:

«El movimiento de los canónigos coincide con el movimiento apostólico que lleva a los laicos, hombres y mujeres de toda condición, a agruparse en torno a los sacerdotes como la multitud de los creyentes lo hizo en torno de los Apóstoles en Jerusalén. Bernold de Constance describe este fenómeno que marca curiosamente el siglo XII: «En esta época [hacia 1091] en el Imperio de Alemania, la vida común se desarrollaba en muchos lugares, no sólo entre los clérigos y los monjes viviendo fervorosamente, sino entre los laicos que se ofrecían con sus bienes, con gran entrega, para llevar esta vida común. Aunque no llevaban el hábito de clérigos ni de monjes, no les quedaban atrás en nada de lo que se refiere a la santidad... Renunciaban al siglo y se donaban con todas sus posesiones a los monasterios de monjes y de canónigos más religiosos, con gran devoción, para vivir en común bajo su obediencia y servirles. Pero la envidia del demonio suscitó malquerencia contra la manera de vivir de estos hermanos, manera tan digna de elogio, pues sólo buscaban vivir en común a la manera de la primitiva Iglesia. El papa Urbano II (1088-1099) escribió sobre el tema: «Hemos sabido que personas se unen a la costumbre de vuestros monasterios, y que aceptáis laicos que renuncian al siglo y se entregan a vosotros para llevar la vida común y vivir bajo vuestra obediencia. Pues bien, hallamos esta forma de vida y esta costumbre absolutamente digna de alabanza. Y tanto más merece ser continuada puesto que lleva la marca de la Iglesia primitiva. Nos la aprobamos, pues, la llamamos santa y católica y Nos la confirmamos por nuestras presentes letras apostólicas» (ML 148,1402-1403).

«Y no eran sólamente hombres, sino una multitud de mujeres que, en esta época, abrazaron este género de vida para permanecer bajo la obediencia de clérigos y monjes, y servirles en sus necesidades cotidianas. En los pueblos, innumerables muchachas hijas de aldeanos renunciaban al matrimonio y al siglo para vivir bajo la obediencia de un sacerdote. Incluso personas casadas querían vivir en religión y obedecer a los religiosos» (La réforme 93-94).

Ese idealismo, no siempre conducido por la prudencia, ocasiona a veces en las familias y los pueblos problemas bastante graves. El mismo Gregorio VII parece haber desaconsejado a laicos principales asociarse a la vida monástica, señalando ciertos inconvenientes obvios (DSp 9,90-91). En cambio Urbano II, en una Bula de 1091, toma la defensa de los laicos que adoptan la vita communis, siguiendo la «dignissimam... primitivæ Ecclesiæ formam» (ML 151,336). Y Gerhoch de Reichersberg, en 1131, afirmaba abiertamente que los laicos, ya por su bautismo, han profesado vivir según «la regla apostólica», con todas las exigencias de fidelidad y renunciamiento. Por tanto, todo cristiano «encuentra en la fe católica y la doctrina de los apóstoles una regla adaptada a su condición, bajo la cual, combatiendo como conviene, podrá llegar a la corona» (Liber de ædificio Dei 43).

A comienzos del siglo XIII, con el auge de los municipios, el surgimiento de los burgueses laicos, y la escasa calidad del clero parroquial, esta efervescencia evangélica laical, en la que tanto de bueno y de malo se mezclan, exige una poda enérgica, en buena parte realizada durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216). Y la misma autoridad civil se ve obligada a intervenir.

El emperador Federico II, en 1238, dicta un decreto contra los grupos laicos heréticos, que proliferan en tal número que no siempre han llegado a ser claramente indentificados por los historiadores. El decreto nombra a patarenos, speronistas, lenistas (pobres de Lyon), arnaldistas, circumcisos, passaginos, joseppinos, garratenses, albanenses, franciscos, bagnarolos, comistos, waldenses, runcarolos, communellos, warinos y ortolenos «cum illis de Aqua Nigra» (Alphandéry 154, nota).

Es precisamente a comienzos del siglo XIII cuando nacen los franciscanos y dominicos, que encauzan por el camino de la Iglesia muchos entusiasmos evangelistas, a veces salvajes y negativos. Pierre Mandonet hace observar que en esa época «sólo los Predicadores [los dominicos] se constituyeron con elementos clericales, es decir, letrados, aptos para los diversos ministerios... Todas las otras órdenes del siglo XIII, sin excepción, proceden de simples fraternidades laicales, que han debido evolucionar, parcial y lentamente, hacia formas de vida eclesiástica, antes de poder tomar un parte significativa al servicio de la sociedad cristiana» (Saint Dominique 15).

De estos interesantes impulsos hacia la perfección laical en el mundo vamos a fijarnos sólamente en dos ejemplos: uno comunitario, los umiliati; otro personal, San Luis de Francia.

Los umiliati

En el ambiente ya descrito nacen hacia 1175 los umiliati, al parecer relacionados con patarinos milaneses, arnaldistas, penitentes y cátaros, aunque estas relaciones son aún discutidas. Condenados por Lucio III en 1184, son recuperados para la comunión católica por Inocencio III, que en 1201 aprueba el Propositum o regla por el que han de vivir. Son grupos laicales de gran entusiasmo evangélico, extendidos sobre todo en la Lombardía, y especialmente en Milán, que muestran un celo verdadero frente a otros grupos heréticos.

El Chronicon Laudunense, de 1178, nos describe la fisonomía nativa de estas comunidades, y comienza diciendo cómo «había en las ciudades de Lombardía ciudadanos que, continuando en sus hogares y con su familia, habían elegido una cierta manera religiosa de vida» (MGH 26,449; +J. Tiraboschi, Vetera humiliatorum monumenta; L. Zanoni, Gli umiliati nei loro rapporti con l’eresia, l’industria della lana ed i comuni nei secolo XII e XIII).

También en Jacques de Vitry, a principios del XIII, encontramos una información completa acerca de los humillados. «Viven en común, generalmente del trabajo de sus manos», y aunque algunos tienen rentas o posesiones, no las tienen como propias. «De día y de noche, rezan todas las Horas canónicas, tanto los laicos como los clérigos», y los que no pueden hacerlo, lo suplen con un cierto número de Padrenuestros [En 1483 se imprime en Milán un Humilliatorum Breviarium: Tiraboschi I,92].. Procuran dedicarse con asiduidad a la lectura, la oración y los trabajos manuales, para no caer en las tentaciones del ocio. «Los hermanos, tanto los clérigos como los laicos con letras, tienen licencia recibida del sumo Pontífice, que confirmó su Regla de vida, para predicar no sólo en su congregación, sino en plazas y ciudades, y también en las iglesias seculares, siempre que tengan permiso de quienes las presiden. Y de ello se ha seguido que muchos nobles e importantes ciudadanos, señoras y vírgenes, se han convertido al Señor por su predicación». Algunos de ellos, renunciando completamente al siglo, han ingresado en su modo religioso de vida; y otros, siguen en el mundo, pero dedicados a las buenas obras, y «usando de las cosas seculares como si no usaran de ellas». Muchos herejes, como los patarinos, de tal modo temen su predicación, siempre basada en la Escritura, que «nunca osan comparecer ante ellos», y no pocos se han convertido (Historia occidentalis, Duai 1597, 335).

El Propositum de los humillados (Tiraboschi II, 128-134), es decir, su regla de vida comunitaria, viene a ser también, como otras Reglas religiosas de la época, una simple colección de normas del Nuevo Testamento. Por ella vemos que la crónica de Jacques de Vitry es bastante exacta. Manda también el Propositum que los hermanos obedezcan siempre a los pastores de la Iglesia; no quieran acumular tesoros en la tierra; no codicien el mundo y lo que hay en el mundo; acudan en auxilio de los hermanos que se vieran en enfermedad o en necesidades materiales, y no les nieguen su ayuda; etc.

La Primera orden de los humillados congrega en conventos dobles a canónigos y hermanas. La Segunda orden tiene también casas dobles, en las que viven continentes laicos (Regla de las dos primeras órdenes: Zanoni 352-370). La Tercera orden -que cronológicamente es la primera-, es la que hemos visto descrita: reune familias piadosas, muchas de ellas del gremio textil, de vida austera y laboriosa, que tratan de reproducir la comunidad primera de Jerusalén.

A diferencia de otros movimientos parecidos -como beguardos o beguinas-, los laicos umiliati apenas dejaron una literatura espiritual considerable, antes de extinguirse a mediados del siglo XIV. Pero el árbol de los humillados produjo una hermosa floración de santos y beatos, unos quince o veinte, de cuyos nombres y biografías da Tiraboschi breve reseña (I,193-257).

San Luis de Francia

Nos asomamos ahora a la vida admirable de un gran santo laico medieval, Luis IX de Francia. Nacido en 1214, fue Luis IX rey de Francia desde 1226, año en que muere su padre. Blanca de Castilla, su madre, llevó la regencia un tiempo. En 1234 casó Luis con Margarita de Provenza, a la que amó siempre mucho, y con la que tuvo once hijos. Murió junto a las murallas de Túnez en 1270, a los cincuenta y seis años de edad.

Tenemos sobre la vida de San Luis información abundante y exacta, pues procede de varios íntimos suyos. En efecto, los Bolandistas recogen en las Acta Sanctorum (Venecia 1754, Augusti V, 275-758) la Vida escrita por Gofredo de Beaulieu, dominico, confesor del rey durante veinte años; la compuesta por Guillermo de Chartres, también dominico y familiar del rey, que quiso complementar el primer texto; la escrita con gran número de informaciones por el franciscano Guillermo de Saint-Pathus, confesor de la reina Margarita, viuda del santo rey; así como la preciosa historia compuesta por Juan de Joinville, un noble de Champagne, íntimo amigo y compañero del soberano. A ellas se añaden una relación de Milagros, y algunos restos del Proceso de canonización. (+M. Sepet, San Luis, rey de Francia).

San Juan Crisóstomo o San Francisco de Asís habrían aprobado en todo su género de vida, tan semejante a la de los monjes o frailes, es decir, tan evangélica. De él nos dicen sus biógrafos que fue un hombre muy prudente, un verdadero prud’homme. Cortés y afable, elegante y «gratiosissimus in loquendo», cuando venían a él personas agitadas o turbadas por una gran conmoción, tenía la gracia especial de volverlos en seguida a la quietud y serenidad (Acta 559).

-Un gran Rey. Siempre tuvo San Luis gran cuidado para no dañar a nadie con su gobierno, y así dispuso una gran encuesta en su Reino, enviando personas de su confianza que descubrieran abusos, impuestos excesivos, indebidas confiscaciones, etc. Impuso la justicia real sobre las jurisdicciones señoriales, y de su tiempo viene la organización del Parlamento, cuyas actas (llamadas Olim), en doce mil volúmenes, llegaron hasta la Revolución francesa.

Bajo su gobierno, la autoridad real se hizo efectiva en toda Francia, y todos los reyes posteriores de Francia fueron descendientes suyos en línea masculina directa. San Luis consiguió guardar largos años su reino en la paz. Y Gofredo de Beaulieu da de ello esta genuina razón: «Como eran gratos a Dios sus caminos, convertía a la paz a sus mismos enemigos, si es que pudiera tenerlos» (549). Por eso mismo fue llamado en su tiempo como árbitro para mediar entre reyes o señores en conflicto.

-Un Rey sacerdotal. Durante su reinado cuidó en su pueblo no sólo la salud de los cuerpos, sino también la de las almas, conociendo la dimensión sacerdotal de la realeza, y siguiendo así el ideal de sus antecesores carolingios.

Fundó varios monasterios y conventos, como el cister de Royaumont, y otros para franciscanos y dominicos -el de la rue Saint-Jacques era frecuentado por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino-. Hizo constuir la Sainte-Chapelle, una casa en París para cuarenta beguinas, etc. Y también sus familiares participaron de su generosidad y piedad. Su hermana, la beata Isabel, fundó en Longchamp la primera casa de las clarisas. Blanca de Castilla, su madre, fundó las abadías femeninas cistercienses de Maubuisson y de Lysd.

-Un laico de profundísima piedad. La oración ocupaba una buena parte de los ocupadísimos días de San Luis. Rezaba con los clérigos y frailes de su Capilla real las Horas litúrgicas, el oficio de la Virgen y, en privado, el de Difuntos. A estas plegarias litúrgicas añadía largas oraciones privadas, sobre todo por la noche. En la iglesia, arrodillado directamente sobre las losas del suelo, y con la cabeza profundamente inclinada, después de Maitines, «el santo Rey (beatus Rex) rezaba a solas ante el altar». También solía rezar diariamente un rosario incipiente, costumbre sobre todo de irlandeses, en el que hacía cincuenta genuflexiones, diciendo cada vez un Ave María -la primera parte del actual Ave María- (586).

Se confesaba cada viernes, y recibía con esa ocasión una buena disciplina de mano de su confesor. Normalmente participaba cada día en dos Misas, y comulgaba seis veces al año. Entonces, cuando iba a acercarse a la comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, guardaba continencia varios días con su esposa, se lavaba manos y boca, y vestido humildemente, se acercaba al altar avanzando de rodillas, las manos juntas, y en los días siguientes guardaba continencia conyugal por respeto al Sacramento (581). Esta misma continencia la guardaba los viernes de todo el año, en Adviento y en Cuaresma.

Le gustaba leer cosas santas, y reunió una buena biblioteca personal, pero no sobre sutilezas de teólogos, «sino de santos libros auténticos y probados» (551). Era muy devoto de oir predicaciones, y a veces en los viajes visitaba una abadía y solicitaba que se reuniera el capítulo y se expusiera un tema religioso (581). También era muy dado a los ayunos: ayunaba todos los viernes del año, Adviento, Cuaresma, los díez días entre Ascensión y Pentecostés, vigilias de fiestas y Cuatro Témporas, y en sus comidas normales era de gran sobriedad. Era austero también en el vestir, y no quería llevar adornos de oro (544), cosa muy rara entre los nobles de la época.

-Un hogar cristiano al estilo de monasterios y conventos. El ambiente de la Corte de San Luis tuvo siempre la espiritual elegancia de un monasterio benedictino o de un convento franciscano. Había, pues, en su Casa espacio y tiempo para todo lo bueno, pero no para lo malo o para las vanidades perjudiciales. No permitía en su casa ni histriones, ni cuentos o cantos groseros, ni la turba acostumbrada de músicos, «en lo que suelen deleitarse muchos nobles» (559). Esta firmeza para vivir el Evangelio no podía menos de resultar chocante a los cortesanos y amigos, pero ello no le preocupaba en absoluto.

Cuenta su confesor, el dominico Gofredo de Beaulieu, que habiendo oído el Rey que «algunos nobles murmuraban contra él porque escuchaba tantas misas y sermones, respondió que si él empleara el doble de tiempo en jugar o en correr los bosques, cazando animales y pájaros, nadie encontraría en ello motivos para hablar» (550). También se nos refiere que a veces, en las comidas demasiado gustosas, echaba agua, y que cuando algún servidor se lo reprochaba, él decía: «Esto a ti no te importa, y a mí me conviene» (605).

Se ve que él tenía une certaine idée de lo que debía ser la secularidad, o si se quiere la laicidad de un fiel discípulo de Cristo. Y para vivirla fielmente, según lo que Dios hacía en él, no le importaba parecer raro a sus familiares o a sus compañeros de corte o de armas. Y así en sus costumbres, actos o gestos, nada había que supiera a mundana vanidad» (559).

-Un ejemplar perfecto de la caballería cristiana medieval. San Luis encarnaba el ideal de la caballería, del que en seguida nos vamos a ocupar. No era San Luis un místico pietista, sino un laico evangélico, cuya vida realizaba los ideales caballerescos en forma purificada y perfecta. Este ideal incluía la acción valerosa para frenar el escándalo, al ejemplo de Cristo, que expulsa a los mercaderes del Templo.

Una anécdota contada por su compañero el caballero de Joinville muestra este aspecto. En cierta ocasión hay en una abadía cluniacense una gran discusión con un judío que niega la virginidad de María, y al que casi descalabran por ello. Al saberlo San Luis comentó: «Verdaderamente, un hombre laico (homo laicus), cuando ve insultar la fe cristiana, debe impedirlo no sólo con las palabras, sino con una espada bien afilada» (678). Recuerda esto a San Ignacio de Loyola, en aquella ocasión, camino de Montserrat, cuando «le venían deseos de ir a buscar el moro y darle de puñaladas por lo que había dicho» poco antes contra la Virgen (Autobiografía 15).

La profundidad religiosa de su vida de laico se expresa conmovedoramente en las enseñanzas que deja escritas a sus hijos como testamento espiritual (546, 756-757). Son las mismas enseñanzas y exhortaciones que solía darles por la noche, cuando les iba a ver después del rezo de Completas (545).

-Un hombre caritativo con pobres y enfermos. Siempre manifestó San Luis una gran caridad hacia los enfermos y pobres, fundando para ellos muchas obras de asistencia. Cada día su Casa alimentaba 120 pobres, y cada sábado lavaba los pies de tres de ellos, arrodillado, besándoles la mano al final. Tres pobres -trece en Cuaresma- se sentaban cada día a su mesa. Juan de Jeanville da también testimonio de su caridad con los difuntos, concretamente en tiempos de guerra o peste, cuando él ayudaba a enterrarlos con sus propias manos (742-744). Hizo muchas fundaciones de asistencia para ciegos, para pobres, y también para aquellas mujeres que corrían especiales peligros morales.

-Una vida sagrada. La vida de San Luis, como la de otros santos hogares de la época de Cristiandad, está enmarcada en un continuo cuadro de sacralidades. El bautismo, el agua bendita, el rezo de las Horas, la Misa diaria, el sacramento del matrimonio, la penitencia y la comunión sacramental, las lecturas de la Biblia y de los autores santos, y en su día las impresionantes ceremonias «ad benedicendum regem vel reginam, imperatorem vel imperatricem coronandos» (M. Andrieu, Le Pontifical Romain au Moyen-Age, 427-435), rodean siempre la vida de San Luis con la belleza santificante de los sacramentos o de los sacramentales de la Iglesia.

Tanto apreciaba, por ejemplo, el hecho de haber sido bautizado que le gustaba firmar Ludovicum de Poissiaco, Luis de Poyssy, pues aquél era el lugar donde había nacido por el bautismo a la vida en Cristo (554). Y si, como enseña el Vaticano II, los sacramentales «disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y santifican las diversas circunstancias de la vida» (SC 60), puede decirse que toda la vida de San Luis fue sagrada, es decir, lo contrario de profana.

-Una santa muerte. Al final de su vida, piensa San Luis, como otros nobles piadosos de la época, en ingresar en una de las dos Ordenes mendicantes (ipse ad culmen omnimodæ perfectionis adspirans). Su buena esposa Margarita hubiera consentido en ello. Pero la Providencia dispuso las cosas de otro modo, «y con acrecentada humildad y cautela permaneció en el mundo» (545).

Llega la hora de su muerte. Frente a Túnez, y en francés repite una vez más el lema de los cruzados, «Nous irons en Jerusalem!»; pero en esta ocasión pensando ya en la Jerusalén celestial. Al final, ya casi sin habla, «mira a los familiares que le acompañaban, con una sonrisa muy dulce, y suspirando» (565). Y aún añadió: «Introibo in domum tuam, adorabo ad templum sanctum tuum, et confitebor Nomini tuo» (566).

Santos príncipes y reyes

La santidad laical ofrece muchos exponentes entre los reyes y nobles medievales. Éste es un dato de la mayor importancia, si pensamos en el influjo que en aquel tiempo tienen los príncipes sobre su pueblo.

Recordemos sólamente algunos nombres. En Bohemia, Santa Ludmila (+920) y su nieto San Wenceslao (+935). En Inglaterra, San Edgar (+975), San Eduardo (+978), San Eduardo el Confesor (+1066). En Rusia, San Wlodimiro (+1015). En Noruega, San Olaf II (+1030). En Hungría, San Emerico (+1031), su padre San Esteban (+1038), San Ladislao (+1095), Santa Isabel (+1031), Santa Margarita (+1270), Beata Inés (+1283). En Germania, San Enrique (+1024) y su esposa Santa Cunegunda (+1033). En Dinamarca, San Canuto II (+1086). En España, San Fernando III (+1252). En Francia, su primo San Luis (+1270) y la hermana de éste, Beata Isabel (+1270). En Portugal, Santa Isabel (+1336). En Polonia, las beatas Cunegunda (+1292) y Yolanda (+1298), Santa Eduwigis (+1399), San Casimiro (+1484). También son muchos los santos o beatos medievales de familias nobles: conde Gerardo de Aurillac (+999), Teobaldo de Champagne (+1066), San Jacinto de Polonia (+1257), Santa Matilde de Hackeborn (+1299), Santa Brígida de Suecia (+1373) y su hija Santa Catalina (+1381), etc.

Puede decirse, pues, que en cada siglo de la Edad Media -a diferencia de la época actual- hubo varios gobernantes cristianos realmente santos, que pudieron ser puestos por la Iglesia como ejemplos para el pueblo y para los demás príncipes.

El ideal de la caballería medieval

En estos siglos el hogar verdaderamente cristiano guarda una relativa homogeneidad con el monasterio, y a veces parece un convento por la piedad y la austeridad de las costumbres. Nada tiene esto de extraño si sabemos que con frecuencia los hijos, especialmente los de los nobles, son encomendados a monjes, frailes o religiosas para que reciban una educación integral. Como tampoco es raro que no pocos laicos, al tener ya criados los hijos o al quedar viudos, se hagan religiosos o terciarios, o se retiren a un monasterio al final de sus vidas -como todavía lo hace Carlos I de España a mediados del XVI-.

Pero no sólo es religioso el cuadro de vida del hogar. La Cristiandad medieval produce muchas formas vitales de intensa significación religiosa -fiestas y funerales, celebraciones gremiales y populares, iniciación de caballeros, unción de reyes y reinas, esponsales y bodas, diezmos y bendiciones, campanas y procesiones-, y configura así un mundo sumamente variado y colorido, envuelto en una atmósfera sagrada.

Este impulso colectivo, que, como ya he señalado, tiende a dar formas visibles a las realidades espirituales, va forjando en la baja Edad Media (XI-XV) el ideal de la caballería cristiana. El perfecto caballero es devoto de la Virgen y de la mujer, defensor de pobres y oprimidos, leal a su rey o señor, tan valiente como piadoso, austero y frugal en su vida personal, despreciador de las riquezas y cultivador de la virtud, cortés y celoso de las formas, estrictamente sujeto a un código de honor consuetudinario, deseoso de realizar hazañas memorables, para su propia gloria y la de Dios. Éste era el ideal de la caballería cristiana, que no afectaba sólo a nobles y caballeros, sino que extendía su influjo también sobre los burgueses y el pueblo llano.

El ritual para ser armado caballero da una buena idea de la profunda religiosidad del ideal caballeresco. Se compone de una serie de oraciones y bendiciones, que evocan la consagración personal y la entrega de una profesión religiosa o de una toma de hábito (De benedictione novi militis, en M. Andrieu, Le Pontifical Romain au moyenâge 447-450). La bendición de las armas, de la bandera, la entrega de ellas al nuevo caballero, con antífonas, lecturas y oraciones, expresan bellamente lo que el sacerdote exhorta, cuando da al caballero el beso de la paz: «Sé un soldado pacífico y valiente, fiel y devoto a Dios»... Todavía en 1522, cuando Ignacio de Loyola pasa del mundo al Reino, decide «velar sus armas toda una noche, sin sentarse ni acostarse, mas a ratos en pie y a ratos de rodillas, delante el altar de Nuestra Señora de Montserrat, adonde tenía determinado dejar sus vestidos y vestirse las armas de Cristo» (Autobiografía 17).

En opinión de Huizinga, «esta primitiva animación ascética es la base sobre la cual se construyó con el ideal caballeresco una noble fantasía de perfección viril, una esforzada aspiración a una vida bella, enérgico motor de una serie de siglos... y también máscara tras de la cual podía ocultarse un mundo de codicia y de violencia» (106). Sin duda en la caballería medieval hubo violencias y groseras rapiñas, mucha soberbia y no poca vanidad. Pero no sería lícito ignorar la fuerza de los ideales en la configuración concreta de la vida de un pueblo. Desde luego habrá mucha más violencia, codicia y soberbia cuando «los ideales» que se proponen son el dinero y el sexo, el poder y el placer desenfrenado, ajeno a toda norma. Esto es evidente.

Muchos caballeros, por ejemplo, de la baja Edad Media forjaron sus ideales y fantasías heroicas leyendo las formidables hazañas del Maréchal Boicicaut, es decir, de Jean le Meingre (+1421), espejo de caballeros, cuyas gestas se escribieron en 1409, viviendo él todavía. Pues bien, se describe a Boicicaut como a un hombre sumamente piadoso: «Se levanta muy temprano y pasa tres horas en oración. Por prisa y ocupaciones que tenga, oye de rodillas dos misas todos los días. Los viernes va de negro; los domingos y los días de fiesta hace a pie una peregrinación, o se hace leer vidas de santos o historias de héroes antiguos, romanos o no, y sostiene piadosos coloquios con otras personas. Es moderado y sencillo; habla poco y las más de las veces sobre Dios, los santos, la virtud o la caballería. También ha inculcado a todos sus servidores la devoción y la decencia y les ha quitado la costumbre de maldecir. Es un celoso defensor del noble y casto culto a la mujer... Con tales colores de piedad y continencia, sencillez y fidelidad se pintaba entonces la bella imagen del caballero ideal» (Huizinga 103).

En ocasiones, este ideal de la caballería medieval cristiana se realiza comunitariamente, y así nacen Ordenes de caballería, como la de Santiago, en la que los caballeros-monjes, con sus mujeres e hijos, unen la vida laical y religiosa, profesan una Regla de vida, y se vinculan por votos a guardar obediencia, pobreza y castidad conyugal -rasgo éste peculiar de la Orden de Santiago, pues las otras Ordenes no admitían casados- (Derek W. Lomax, La Orden de Santiago [1170-1275], 90-100). Los grandes teólogos medievales aprueban con entusiasmo este género de vida. Santo Tomás, por ejemplo, enseña que «muy bien puede fundarse una Orden religiosa para la vida militar, no con un fin temporal, sino para la defensa del culto divino, de la salud pública o de los pobres y oprimidos» (STh II-II, 188,3; +S. Bernardo, sobre los templarios, Excelencia de la nueva milicia).

La crisis, sin embargo, que afecta el final de la Edad Media oscurece un tanto el ideal caballeresco, que va perdiendo la nobleza del ascetismo cristiano, adquiriendo a veces ciertos rasgos un tanto paganos, que anticipan en cierto modo el estilo del caballero renacentista. Los libros de caballería que, por ejemplo, llegaron a Santa Teresa, eran ya obras que mezclaban heroísmo y picaresca con atrevidos lances amorosos, y que, según afirma ella misma, le hicieron no poco daño (Vida 2,1).

Numerosos santos laicos medievales

En el milenio de Cristiandad está vivo el ideal de la perfección evangélica. Quiero decir con esto que el ideal de la santidad está generalmente propuesto en forma inteligible al pueblo cristiano, aunque sólo unos pocos lleguen a vivirlo plenamente. Por lo demás, entre los medios de perfección de los religiosos y los de los laicos se guarda, como debe ser, una relativa homogeneidad. Unos y otros se saben llamados a un mismo estilo de vida piadoso y sobrio, aunque hayan de vivirlo, sin duda, en modalidades diferentes.

Esto tiene como consecuencia que en la Edad Media son muchos los santos laicos. Son muchos los que en la misma vida laical, imitando a monjes y religiosos, es decir, imitando a Cristo, dejan cuanto pueden, tienen lo que les queda como si no lo tuvieran, y siguen a Cristo con fidelidad. Algunos de estos laicos alcanzan incluso las más altas cumbres de la santidad y de la sabiduría espiritual, como la terciaria dominica Santa Catalina de Siena (1347-1380), Doctora de la Iglesia, que vive con sus veinticuatro hermanos en la casa de su padre, el tintorero Benincasa.

«La encuesta de A. Vauchez (La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, París 1981) permite contar un 25 % de laicos entre los santos reconocidos por la Iglesia entre 1198 y 1304, porcentaje que se eleva al 27 % entre 1303 y 1431» (K. S. Franck, perfection, DSp 12,1125).

Este dato, realmente impresionante, demuestra la alta calidad evangélica de la espiritualidad de los laicos en la Edad Media. Que todavía no estuviera tematizada teológicamente la espiritualidad laical en forma alguna significa que ésta no existiera en la realidad del pueblo cristiano. Sólamente desde el prejuicio, pues, puede afirmarse hoy que la espiritualidad laical no existía en la Edad Media, o que era de muy poca calidad, a causa de su excesiva dependencia de la espiritualidad monástica y religiosa. «Por sus frutos los conoceréis». Y sólo, igualmente, desde el prejuicio puede objetarse que la espiritualidad laical de la Edad Media, indebidamente marcada por la fuga mundi de los religiosos, alejó a los laicos de las realidades mundanas, volviéndolos así incapaces de evangelizar el mundo secular. La realidad es muy diversa: el pueblo cristiano medieval, religiosos y laicos, se mostró capaz de crear una filosofía cristiana, un arte cristiano, unas costumbres, leyes e instituciones, en suma, una cultura, de patente inspiración cristiana. ¿Habrá que poner en duda esta verdad histórica evidente?... De nuevo: «Por sus frutos los conoceréis».

Existió la Cristiandad

No quiero terminar este capítulo sobre La perfección evangélica de los laicos medievales, sin atestiguar antes que la Cristiandad, el Milenio cristiano, existió históricamente, realizándose en una cultura y una sociedad netamente cristianas. El Evangelio de Cristo, como hemos visto, impregnó profundamente el mundo secular de Europa, y de las huellas formidables de aquel mundo procede la mayor parte de la bondad y belleza que aún existen en Occidente, entre los muchos horrores culturales, sociales y estéticos traídos por la apostasía moderna.

He de volver sobre el tema en la VI Parte, al hablar de La falsificación de la historia. Pero ahora, antes de alejarnos del tema de la santidad de los religiosos y laicos medievales, quiero recordar el juicio histórico de dos Papas.

León XIII: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde, y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios, y quedará vigente en innumerables monumentos históricos, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer» (enc. Inmortale Dei, 1-XI-1885 [9]: BAC maior 39, 453).

San Pío X: «No, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana de la revolución y de la impiedad» (Cta. apt. Notre Charge Apostolique, 25-VIII-1910 [11]: BAC 174,408).

Y Pablo VI, concretamente, sobre la Italia medieval: «No olvidamos los siglos durante los cuales el Papado vivió su historia [de Italia], defendió sus fronteras, guardó su patrimonio cultural y espiritual, educó a sus generaciones en la civilización, en las buenas costumbres, en la virtud moral y social, y asoció su conciencia romana y sus mejores hijos a la propia misión universal [del Pontificado]» (Disc. al Presid. Rep. Italia, 11-I-1964: Insegnamenti II,69).

4. Doctrina de la perfección en Santo Tomás

Santo Tomás de Aquino

La teología de la perfección considera aspectos importantes de la relación entre el cristianismo y el mundo secular. Y nos interesa ahora conocer cuál es en estos temas la doctrina de Santo Tomás de Aquino (1225-1274), especialmente elaborada y explícita.

Por lo demás, como es sabido, no sólo han de hacerse hoy los estudios de teología «teniendo principalmente como maestro a Santo Tomás» (Vat. II, OT 16c; Código 252,3), sino que concretamente los estudios de «teología ascético-mística», como el presente escrito, deben hacerse «bajo la orientación y guía del Aquinate, quien, como en las demás disciplinas sagradas, también en ésta se manifiesta como el gran Doctor y el gran Santo» (Benedicto XV, a la Univ. Gregoriana, 10-XII-1919).

El nacimiento de las Ordenes mendicantes trajo consigo, como hemos visto, graves disputas en torno a la pobreza y a los estados de perfección. Y esto dió ocasión a que Santo Tomás tratara de estos temas con especial interés. Para lo que a nosotros nos importa más aquí, conviene destacar entre sus obras: Contra impugnantes Dei cultum et religionem (contra Guillermo de Saint-Amour) (1256); Summa Theologiæ II-II, 179-189 (1261-1264); De perfectione vitæ spiritualis (contra Gerardo de Abbeville) (1269), y Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu (1270).

Tratado sobre la perfección

Las cuestiones finales de la Summa Theologiæ, pueden ayudarnos a ordenar muchas de las ideas que hasta aquí hemos visto dispersas o en formas imprecisas (II-II, 179-189). Las resumiré aquí, destacando aquellas cuestiones que más se refieren a nuestro tema. Y a continuación haré algunas ampliaciones de esta doctrina tomista, especialmente sobre la virtualidad de los preceptos y consejos en orden a la perfección cristiana.

-La vida humana se divide en activa y contemplativa, según que la dedicación principal en la persona sea la entrega a obras exteriores o bien el conocimiento de la verdad (179-181).

-La vida contemplativa es superior a la activa por razón de su principio, las facultades intelectuales, elevadas por las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo; por su objeto principal, Dios; y por su fin, que es el bien honesto, más que el bien útil.

Es «la mejor parte» de María, siendo buena también la parte de Marta. La vida contemplativa es de suyo más meritoria que la vida activa, pues se dedica inmediatamente al amor de Dios, aunque a veces la activa, por distintas causas, puede ser de hecho más meritoria. En un sentido, la acción es obstáculo para la contemplación; pero en otro, la vida activa, dando ocasión al ejercicio de las virtudes, ordena las pasiones del hombre, y de este modo favorece la contemplación. La vida activa es anterior a la contemplativa, en cuanto que dispone a ésta; pero la vida contemplativa es anterior a la activa, como la razón es anterior a la voluntad (182).

-Dios ha querido la diversidad entre los hombres de distintos oficios y estados (183).

El término estado viene a tener aquí una significación semejante a la que hoy damos a la palabra vocación específica, y se caracteriza por la estabilidad de situación y dedicación en la vida, y por el vínculo que obliga a la persona.

-La perfección cristiana en sí misma consiste especialmente en la caridad, e integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad. Puede crecer indefinidamente, pues es un amor que crece hacia la totalidad, y consiste esencialmente en los preceptos, aunque instrumentalmente en los consejos, como hemos de ver luego más detenidamente.

Por tanto, estado de perfección y perfección cristiana personal no se identifican. El estado de perfección favorece la perfección personal; pero ésta puede darse sin aquél, así como, siendo imperfecto, puede vivirse en estado de perfección. Obispos y religiosos viven en estado de perfección, no así presbíteros y diáconos. La perfección episcopal es de suyo más excelente que la de los religiosos. El estado religioso es más perfecto que el del sacerdocio secular, aunque éste es más perfecto en razón del sacramento del orden (184-185).

-La profesión religiosa introduce en un verdadero estado de perfección, que facilita tender a la perfección por los consejos evangélicos: pobreza, celibato y obediencia, obligándose a ellos con voto. En principio, es pecado más grave el de un religioso que el de un seglar (186).

Enseñar, predicar y otras cosas semejantes son propias de los religiosos, y los negocios seculares sólo con licencia y ciertas condiciones altruístas. En todo caso, a todos los religiosos les conviene una u otra forma de pobreza (187).

-Conviene, para esplendor y utilidad de la Iglesia, que haya Ordenes diversas, unas más dedicadas a la acción, otras a la contemplación. Puede incluso haber algunas dedicadas a una milicia defensiva, y debe haberlas para la predicación y los sacramentos o para el estudio de la verdad. La mayor o menor excelencia de las Ordenes religiosas, comparadas entre sí, procede ante todo del fin al que primariamente se dedican, y secundariamente de las prácticas y observancias a que se obligan. El criterio que de aquí se deriva nos interesa especialmente, y volveremos sobre él más adelante:

Según esto, -el grado primero de perfección corresponde a la vida mixta, pues es más lucir e iluminar que solo lucir, como «contemplar y comunicar a los otros lo contemplado es más que sólo contemplar»; -el segundo a la vida contemplativa, y -el tercero a la vida activa (188).

-En cuanto al ingreso en el estado religioso, hay que tener en cuenta que si la ordenación sagrada exige un cierto grado de perfección en el sujeto, la vida religiosa no, pues se entra en ella para adquirir la perfección. Por otra parte, no conviene, en principio, cambiar de una orden religiosa a otra; pero podría convenir si se busca mayor perfección de vida, o si la orden propia se encuentra relajada, o si se ve que su observancia supera las propias fuerzas.

Por lo demás, siempre que se respete la libertad de las personas, es lícito y muy meritorio inducir a otros a entrar por el camino de perfección de los religiosos. Y no son necesarias prolongadas deliberaciones para ingresar en la vida religiosa, ya que es de suyo tan excelente y favorable para la perfección cristiana. A veces, sin embargo, sí convendrá tomar consejo sobre la propia vocación o sobre la Orden más conveniente (189).

De este armonioso cuadro, ampliaremos ahora sólamente lo que se refiere a preceptos y consejos, pues es aquí donde está en juego el tema central de nuestro estudio: en qué medida y en qué sentido dejar el mundo es medio necesario para la perfección cristiana.

Errores sobre los consejos

Comienzo por recordar los errores que ocasionaron las afirmaciones teológicas de Santo Tomás. Los profesores seculares de París, conducidos por Gerardo de Abbeville, en la segunda mitad del siglo XIII, arremetieron contra las Ordenes mendicantes recién nacidas, tratando de combatirlas por dos vías principales:

-Impugnación de los consejos evangélicos. Solían aducir, por ejemplo, la figura de Abraham, para demostrar que la perfección no estaba vinculada a los consejos en modo alguno, ya que el patriarca tuvo esposa y grandes riquezas (+Gerardo de Abbeville, Quodlibeto 14, a.1).

Santo Tomás, por el contrario, como en seguida podremos comprobar, ve en la figura de Abraham la prueba de que la perfección consiste ante todo en el afecto de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo. Pero niega absolutamente que los consejos evangélicos sean indiferentes en orden a conseguir la perfección (STh II-II, 186, 4 ad2m).

-Impugnación del estado de los religiosos. Afirmaban aquellos profesores de teología que la vida religiosa, establecida sobre los consejos, no tiene un origen divino, sino que procede sólamente de sus fundadores concretos.

Santo Tomás les respondía que quienes profesan celibato, pobreza y obediencia «siguen lo instituído por Jesucristo. Los que siguen a los santos fundadores de órdenes no ponen la atención en ellos, sino en Jesucristo, cuyas enseñanzas proclaman» (Contra retrahentium 16).

Preceptos y consejos

El texto que sigue es capital. En él Santo Tomás sintetiza con exactitud el pensamiento tradicional de la Iglesia sobre este tema, hasta entonces un tanto vacilante en las formulaciones, superándolo al mismo tiempo con una precisión incomparable. Esta doctrina tomista sigue siendo hoy la más exacta expresión de la tradición católica sobre el tema (+Catecismo, n.1973):

-«De suyo y esencialmente, la perfección cristiana consiste en la caridad, considerada en primer término como amor a Dios y en segundo lugar como amor al prójimo; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto según alguna limitación, como si lo que es más que eso cayera bajo consejo. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice «amarás a tu Dios con todo tu corazón», y todo y perfecto se identifican; y «amarás a tu prójimo como a ti mismo», y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas. Y esto es así porque «el fin del precepto es la caridad» (1Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios : así el médico, por ejemplo, no mide la salud, sino la medicina o la dieta que ha de usarse para sanar. Por tanto, es evidente que la perfección consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos».

-«Secundaria e instrumentalmente, la perfección consiste en el cumplimiento de los consejos, todos los cuales, como los preceptos, se ordenan a la caridad, pero de manera distinta. En efecto, los preceptos se ordenan a quitar lo que es contrario a la caridad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo, «no matarás»]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificultan los actos de la caridad (ad removendum impedimenta actus caritatis), pero que, sin embargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupación en negocios seculares, etc.» (STh II-II, 184,3).

Según esto, lo que determina la perfección cristiana no es el dejarlo todo (renuncia-consejos), sino en el seguir a Cristo (amor-preceptos), aunque los consejos, instrumentalmente, facilitan mucho ese seguimiento en caridad. En este sentido, los apóstoles no son perfectos tanto porque lo dejaron todo, sino porque siguieron a Cristo. Esto ha de aplicarse, por ejemplo, a la pobreza, que por ser un medio, no será tanto más perfecta cuanto más extrema. O a la virginidad, cuyo mérito procede no tanto de la abstención del matrimonio, sino de la especial consagración a Dios.

No conviene pues, a la luz de esta doctrina, considerar que los preceptos pueden cumplirse con llegar a un límite, y que en cambio el seguimiento de los consejos implica ir más allá -«una cosa te falta» (Mc 10,21)- de lo exigido por los preceptos. Esta concepción, sugerida por las imprecisas expresiones de algunos Padres, y que todavía hoy mantiene sus ecos, no es exacta. Los preceptos, especialmente el de la caridad, impulsan a una entrega total, y por tanto llevan hasta el final, es decir, conducen a la perfección.

Primacía de la caridad

Tres precisaciones muy importantes del mismo Santo Tomás aclaran bien cómo ha de entenderse la primacía de la caridad en relación a preceptos y consejos. Las tres vienen a decir lo mismo, pero cada una ilumina el sentido de las otras dos.

-1. Primacía del afecto

Al hablar aquí del afecto no nos referimos al plano sentimental y afectivo, sino a la actitud personal y volitiva más profunda. Santo Tomás ve en ese afecto personal la verdad más profunda de la persona: su amor, «el hábito perfecto de la caridad» (De perfec. 23). Pues bien, «cuando el espíritu de alguien, quienquiera que sea, está afectado interiormente de tal manera que por Dios se desprecia a sí mismo y todas sus cosas [es decir, de tal modo que vive la perfección de la caridad]... ese hombre es perfecto, ya sea religioso o secular, clérigo o laico, incluido el que está unido en matrimonio» (Quodlib. 3,17).

Es, pues, siempre la caridad la que da valor y mérito a todas y cada una de las vocaciones específicas, superándolas a todas y cada una, cualquiera que ésta sea. Y así dice Santo Tomás, comentando lo del joven rico, «es evidente que la perfección de la vida cristiana consiste, sobre todo, en el afecto de la caridad para con Dios» (Contra retrah. 6). Y en este sentido, por ejemplo, Abraham, aún teniendo esposa, hijos y riquezas, tiene todo su afecto puesto en Dios, y por él está dispuesto a sacrificarlo todo (De perfec. 8).

Para entender bien esta primacía del afecto en orden a la perfección, conviene recordar también la distinción tomista entre la virtud poseída en hábito, y la posibilidad práctica de ser ejercitada en los actos concretos propios de ese hábito (+Síntesis 153-155).

-2. Primacía de la disposición del ánimo

«La perfección de la caridad consiste sobre todo en la disposición de ánimo» (De perfec. 27). Ya vimos esta verdad claramente enseñada por San Agustín. En esa disposición del corazón está lo fundamental. Ahí radica la primacía absoluta que Cristo, y con él toda la tradición católica, da a la interioridad en orden a la perfección cristiana. Y a la inversa: la perfección del amor al Señor es lo que da a la persona una disposición de ánimo totalmente libre y dispuesta a todo, a tener o a no-tener. Y en este sentido, «la perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que sea necesario» (ib. 21).

¿Pero esto, en concreto, en cuanto a vivir realmente los consejos, compromete de verdad a algo?... Compromete a todo. Veámoslo si no, aplicando este principio a tres sectores fundamentales de la vida cristiana:

-Las riquezas. «La renuncia a los propios bienes puede ser entendida de dos modos. Primero, en cuanto practicada de hecho, y así no constituye esencialmente la perfección, sino que es un cierto instrumento de perfección... En segundo lugar, puede ser considerada en cuanto a la disposición del ánimo, o sea, en cuanto a que el hombre esté dispuesto a abandonar o a distribuir todos sus bienes, si fuere necesario. Y esto pertenece directamente a la perfección» (STh II-II 184, 7 ad1m). Y pertenece incluso a la misma salvación eterna (Contra impugnantes Dei cultum et religionem 6).

-El matrimonio. Los casados tienen que estar dispuestos para la continencia, absoluta o temporal, si ésta viene requerida en determinadas circunstancias (ausencia del cónyuge, enfermedad, conveniencia de demorar las posibles concepciones, etc.). Esto, que ya aparece claramente expuesto en San Agustín (De coniugiis adulterinis 2,19), verifica si de verdad «tienen mujer como si no la tuvieran» (1Cor 7,29). Cuando es así, el matrimonio se hace camino de perfección. Cuando no es así, camino de perdición. Una de dos.

-El martirio. Todo cristiano, en afecto, en espíritu, en disposición de ánimo, ha de estar preparado incondicionalmente para el martirio, si la Providencia divina permite que llegue el caso (STh II-II, 124,3; +II-II, 152,5; De perfec. 11; 27), pues el Evangelio deja bien claro que todo cristiano -sacerdote, religioso o laico- debe estar dispuesto a perder la vida antes que separarse de Cristo (Lc 9,23-24; 14,26-27.33; Jn 12,24-25). Y al hablar del posible martirio de los laicos, por ejemplo, no es preciso que pensemos en fusilamientos o deportaciones. Cuidar durante años un pariente parapléjico; permanecer fiel al cónyuge que abandonó el hogar; vivir en un nivel económico precario, renunciando quizá a otro mucho más confortable, por fidelidad a la propia conciencia, etc., son situaciones que, de uno u otro modo, se dan con relativa frecuencia a lo largo de toda vida laical que tienda a la perfección. Y en este sentido martirial, todos los cristianos viven en estado de perfección.

-3. Primacía de lo interior y personal

«Hay dos tipos de perfección. Una exterior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria; y a esta perfección no todos está obligados. Otra es interior, y consiste en el amor a Dios y al prójimo. La posesión efectiva de esta perfección no es obligatoria para todos, pero todos están obligados a tender a ella» (In ep. ad Hebr. 6, lect.1).

Esta distinción tomista equivale a la que distingue la perfección en sí misma, es decir, la caridad, y el estado de perfección, que consiste en el seguimiento de los consejos evangélicos.

Esto explica, pues, que «en el estado de perfección hay quienes tienen una caridad sólamente imperfecta o en absoluto nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pecado mortal... Mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad, de tal modo que están dispuestos [dispositio animi] a dar su vida por la salvación de los prójimos» (De perfec. 27). Nótese que Santo Tomás afirma que esto se da en muchos. Ya se entiende, pues, que la perfección cristiana está siempre vinculada a la perfecta caridad, pero no lo está necesariamente a un cierto estado de vida.

Vemos esto, por ejemplo, en la pobreza: «el abandono de las propias riquezas no es la perfección, sino un instrumento [medio] de perfección, porque es posible que alguien alcance la perfección sin abandonar de hecho las riquezas propias» (De perfec. 21). Incluso ha de afirmarse, contra las tesis del paupertismo herético, que cierta cantidad de bienes es generalmente precisa para el ejercicio de la virtud (C. Gentiles III, 133), y que una cierta abundancia de bienes es precisa para ejercitar la liberalidad y la magnificencia (STh II-II 134).

Y lo vemos igualmente en la virginidad: aunque en principio la virginidad es superior al matrimonio, en orden a la perfección, «nada impide que para alguno en concreto este último sea mejor» (C. Gentiles III, 136, n.3113: +STh II-II 152, 4 ad2m).

Importancia, sin embargo, de los consejos

Santo Tomás, que con tanta firmeza reconoce una primacía de perfección interna a la caridad -valor supremo a la orientación del afecto, a la disposición del ánimo y a la interioridad-, deja, sin embargo, bien clara su convicción de que, si se quiere ser perfecto, conviene dejarlo todo, esposa y casa, propiedades y ocupaciones seculares, para de este modo seguir a Cristo más fácilmente, «quitando así los obstáculos que dificultan los actos de la caridad».

Es la doctrina de Cristo, de San Pablo (1Cor 7), la fe tradicional, que Santo Tomás asume de corazón. Por eso él enseña claramente que «de la posesión de las cosas mundanas nace el apego del alma a ellas». Y que las posesiones suelen «arrastrar el afecto y distraerlo». Y que, por tanto, «es difícil conservar la caridad en medio de las posesiones» (STh II-II, 186,3). Por eso enseña que, en principio, no tener es preferible a tener como si no se tuviera.

En una palabra, Santo Tomás sigue diciendo con la tradición católica: si quieres ser perfecto, déjalo todo, y sigue a Cristo. Pero si Dios no te concede dejarlo todo, ama y sigue al Señor de todo corazón, teniéndolo todo como si no lo tuvieras,y también serás perfecto.

Universalidad de la vocación cristiana a la perfección

Pocos autores han enseñado, pues, con tanta firmeza como Santo Tomás que todos los cristianos están llamados a la santidad, sean religiosos, sacerdotes o laicos. Ordenando la doctrina tomista hasta aquí recordada, resulta este esquema:

-La perfección está en la caridad, que es de precepto.

-Los consejos facilitan la perfección de la caridad, pues, por el camino de la renuncia y la pobreza, quitan ciertos bienes de este mundo (familia, trabajos seculares), que siendo de suyo medios de perfección, de hecho suelen serlo en parte, mientras que en otra parte son dificultades para el perfecto desarrollo de la caridad.

-En todo caso, una es la perfección de estado y otra la perfección personal. Y en no pocos casos son imperfectas personas que viven estado de perfección, y son perfectas personas que viven en camino imperfecto.

-Todos los cristianos están llamados a la perfección; no todos a la exterior, pero sí están todos llamados a la perfección interior, que consiste en la perfecta caridad.

-No hay, pues, contradicción alguna entre la doctrina de los consejos y la condición universal de la llamada a la santidad.

Las posibilidades reales de los laicos en su tendencia hacia la perfección son, pues, consideradas muy positivamente por Santo Tomás. Y en este sentido, caracterizar la vocación religiosa por «el radicalismo evangélico», según hacen hoy algunos autores, como el padre J.M.R. Tillard, no parece conveniente, pues fácilmente implica una devaluación de la vocación laical, como si los laicos no estuvieran llamados a la radicalidad de una entrega total a Dios y al prójimo. También los laicos están llamados a la abnegación total de sí mismos, a la renuncia absoluta que hace posible ser discípulos de Cristo, al crecimiento total de la caridad; eso sí, avanzando por caminos seculares que tienen no pocas dificultades, y por los que con frecuencia no podrán ir adelante sin actitudes heroicas, suscitadas por la gracia de Dios. Al final de este estudio, en la Nota 3, vuelvo sobre el argumento.

El don de ciencia

Sabida es la importancia que da Santo Tomás a los dones del Espíritu Santo para la consecución de la perfección cristiana. Estos dones son hábitos infusos por los que recibe el creyente una maravillosa idoneidad para «ser iluminado y movido» por el Espíritu Santo, ahora ya al «modo divino», por tanto, con gran facilidad y seguridad, rapidez y perfección, más allá del «modo humano» psicológico natural.

Pues bien, el don de ciencia da a los cristianos, sea cual fuere su vocación, un conocimiento profundo y como experimental de la verdad de las cosas humanas, de las realidades creadas, es decir, del mundo secular, y les hace valorar todas esas cosas en todo su verdadero precio, y a entender al mismo tiempo su vanidad, su condición caduca y deficiente. Por el don de ciencia escapan los cristianos de modo perfecto a las fascinaciones y engaños del mundo, y viendo a éste por los ojos de Cristo, a la luz del Espíritu Santo, quedan completamente libres de él, libres para usarlo o dejarlo, para obrar o abstenerse, y lúcidos para considerarlo siempre en orden a las realidades celestiales de la vida eterna.

Siendo por su naturaleza un don intelectual, de conocimiento, es también un don práctico, que ayuda mucho, por ejemplo, en la dirección espiritual, o en el discernimiento de la vocación, propia o ajena. Es «la ciencia de los santos» (+Prov 30,3; Sab 10,10; Is 11,2).

Ésta es, pues, la doctrina de la antigua tradición católica, en la síntesis perfecta de Santo Tomás de Aquino. Pero antes de cerrar el capítulo, nos asomaremos brevemente a otros dos autores espirituales de gran influjo en la baja Edad Media: Tomás de Kempis y Dionisio el Cartujo.

Tomás de Kempis

La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis (+1471), es al final de la Edad Media la obra cumbre de la Devotio moderna. Su título completo, De imitatione Christi et contemptu omnium vanitatum mundi, ya nos sitúa en el planteamiento evangélico originario: dejarlo todo, dejar el mundo, y seguir a Cristo, para ser perfecto.

Algunos autores de hoy pasan gran pena al ver en este libro «el caso quizás más claro de una obra escrita para monjes, pero utilizada masivamente por los seglares» (Estrada 112). Ya estamos en la trampa mental acostumbrada. Es cierto que algunas expresiones de Kempis, muy pocas -como aquélla, «cuantas veces estuve entre los hombres, volví menos hombre» (I,20,2; +I,10,1; 15,2; 20,1; II,4,4; etc.)- son sin duda ambiguas; pero quedan ampliamente verificadas por la doctrina general de la obra. Y, después de todo, son las mismas expresiones hiperbólicas, que usan el Señor y sus apóstoles. Quienes prohiben hoy leer la Imitación, tendrán que prohibir también leer los Evangelios -«renunciar a todo», «sacarse un ojo», etc.-, o a San Pablo -«mirar las cosas de arriba, no las de la tierra»-, o a San Juan -«todo lo que hay en el mundo» es sensualidad, orgullo, codicia-, alegando que son lecturas peligrosas, que pueden fácilmente ser mal entendidas, sobre todo si son «masivamente leídas por los seglares». Pero el malentendimiento es mucho más probable cuando nos vamos a textos espirituales de signo contrario, en los que se invita a amar al mundo y a gozar de él alegremente. Y si de la lectura del Kempis han salido tantos santos, religiosos y laicos, no es de esperar que salgan santos de estos otros escritos tan enamorados del mundo.

La Imitación, efectivamente, ha sido el libro de cabecera, o casi único, de muchos santos canonizados, como Tomás Moro, Ignacio de Loyola, Felipe Neri, Gonzaga, Sales, Borromeo, Belarmino o Teresa de Jesús, y de muchos notables cristianos laicos. Gabriel García Moreno, presidente del Ecuador, lo llevaba consigo cuando fue asesinado (+1875). Alcide De Gasperi (+1954) lo tenía en su mesilla de noche, y en él meditaba cada mañana.

Santa Teresa del Niño Jesús, que tanta parte de su corta vida estuvo inapetente para toda lectura espiritual, confiesa: «Fue éste el único libro que me aprovechó... Sabía de memoria casi todos los capítulos de mi querida Imitación, nunca me separaba del pequeño libro» (Manuscritos autobiográficos A,47r). «En medio de tanta impotencia, la Sagrada Escritura y la Imitación vienen en mi ayuda; en ellas encuentro un alimento sólido y totalmente puro» (A,83r-v).

La imitación de Cristo es una obra clásica, en el sentido más propio del término, y por eso tiene un valor tan perenne que, como dice Huizinga, «no pertenece a una edad cultural determinada, lo que explica sus dos mil ediciones» (324). Von Balthasar reconoce que es el libro «más leído de la cristiandad, después de la Biblia» (Gloria V, Madrid, Encuentro 1988, 102).

Dionisio el Cartujo

Un contemporáneo de Kempis, nacido en los Países Bajos, Dionisio el Cartujo (1402-1471), produce unas obras más sistemáticas, pero igualmente tensas hacia la perfección. Sus escritos, muy leídos en su tiempo, citan también continuamente la Escritura, y nos interesan especialmente aquí, porque suelen dirigirse a un destinatario universal -religiosos, clérigos o laicos-, para encaminar a todos por el camino estrecho y el menosprecio del mundo. Es éste, justamente, el título de uno de sus libros, De arcta via salutis ac mundi contemptu. Obras como De doctrina et regulis vitæ christianorum, escrita en dos libros hacia 1455, nos hacen ver que Dionisio está convencido de que todos los cristianos están llamados a la perfecta santidad.

Inicia el libro en el Proemium con aquellas palabras de San Juan: «Quien dice que permanece en Cristo, debe andar como Él anduvo» (1Jn 2,6). Tras esto, en el libro I, ajustándose siempre a la Escritura y a los Padres, expone las más altas reglas de vida espiritual, aclarando siempre que, felizmente, están vigentes para todo cristiano: «omnis christianus tenetur»... La ley de Moisés era un camino imperfecto, que daba lugar a una vida imperfecta; pero Cristo propone a todos un camino perfecto, que lleva a una vida perfecta. En efecto, «para esto vino al mundo el Hijo de Dios, y se hizo hombre y vivió en este siglo, para hacer a los hombres dioses, esto es, divinos, celestes, espirituales, angélicos, por el menosprecio de las cosas terrenas -a no ser en cuanto estas cosas corporales y terrenas son necesarias o útiles para los bienes espirituales-, y por el ardiente deseo de los bienes eternos y celestiales» (I,2).

Y en seguida, en el libro II, declara en 25 artículos todos aquellos otros deberes y modos peculiares que convienen a cada cristiano en cuanto sea obispo, párroco, feligrés o religioso, esposo, padre o hijo, señor o siervo, juez o gobernante, noble, rico o poderoso, joven o viejo, soldado o comerciante.

El menos-precio cristiano de las cosas mundanas es, pues, en la tradición católica un justi-precio, y sólamente recibe en su nombre el término menos en consideración relativa al sobre-precio idolátrico del mundo secular propio de los hombres mundanos, ajenos y contrarios al espíritu de Cristo. Y es a un tiempo premisa y consecuencia necesaria del enamoramiento fascinado del Creador y de su enviado Jesucristo. Esta co-relación, que se nos ha hecho patente, por ejemplo, en Francisco de Asís, hemos de verla en seguida, mucho más detenidamente analizada y descrita, en Teresa y Juan de la Cruz.

Resumen

-El mundo es pecador, e inclina a pecar, y es preciso salir de él, al menos espiritualmente. Sin salir de Egipto (fuga mundi), y sin atravesar el desierto, es imposible llegar a la Tierra prometida. La Iglesia es el ámbito precioso de verdad y salvación, que se contrapone a un mundo oscuro, perdido en el error y orientado a la muerte temporal y eterna.

-El idealismo del Evangelio, al menos como orientación, está vivo en el largo tiempo, un milenio, de la Cristiandad medieval. O dicho de otro modo: en la Iglesia, para toda clase de fieles, están trazados y son conocidos los caminos que llevan realmente a la perfección evangélica.

-La pobreza evangélica, es decir, dejarlo todo, es la puerta que da acceso al camino de la perfección. Por ahí se comienza, se entra en el camino. Es un medio privilegiado, no el fin.

Todos los cristianos son llamados a perfección, la cual requiere dejarlo todo. Ahora bien, este desasimiento del mundo puede ser realizado por los laicos in affectu, in dispositione animi, spiritualiter, tan verdaderamente como los religiosos lo hacen; si bien con mayor dificultad, con más tentaciones y obstáculos.

-Persiste una homogeneidad espiritual entre religiosos y seglares, entre el hogar cristiano y el convento. Para unos y otros, vivir «según el Evangelio» es la norma universal, que corresponde a todos los cristianos, sean monjes y frailes, clérigos o laicos. Todos ellos han de caminar por la «vía estrecha» que conduce alegremente a la vida santa y al gozo eterno, pues así lo dice Cristo. Perdura aquí y allá la imagen ideal de la comunidad primera de Jerusalén.

-Los laicos, pues, deben imitar a los pastores, monjes y religiosos, cumpliendo la norma apostólica, según la cual lo imperfecto se perfecciona imitando lo más perfecto. Esto da origen a terciarios, órdenes de caballería, cofradías, y a fórmulas diversas de perfección laical comunitaria, asociadas a veces a monasterios o conventos. No es raro que los laicos confíen la educación de sus hijos a los monasterios y conventos, o que se retiren a vivir en éstos al final de la vida. Éstas prácticas, incluso, no son raras entre las familias nobles.

-Por comparación entre las órdenes religiosas, el orden de excelencia es primero, contemplativo-activas; segundo, contemplativas; y tercero, activas (STh II-II, 188,6).

El clero pastoral, muy numeroso y con frecuencia ignorante, incluye hombres buenos de piedad sencilla, y también gente mediocre y grosera. Miles de monasterios y conventos son el alma de la Cristiandad.

-La Iglesia tiene fuerza para transformar el mundo secular. El pueblo cristiano medieval, pastores, religiosos y laicos, ese pueblo que vive la espiritualidad del contemptus mundi, y a causa de ella precisamente, tiene capacidad de evangelizar el mundo: el mundo del pensamiento, del arte, de las instituciones, de las costumbres. Con todos los límites y deficiencias que se quiera, es un dato histórico evidente que la Iglesia en el milenio medieval crea una cultura cristiana, la de la Cristiandad, un ámbito espiritual capaz de albergar a todos, grandes y pequeños, sabios e incultos.

-La disciplina de la Iglesia es severa en el sacramento de la penitencia y en las penas canónicas, que llegan al entredicho o la excomunión en casos graves.

-La Edad Media rinde una adoración muy profunda y conmovida al Crucificado: venera la santa Cruz, y ve en ella la única clave para llegar a la vida y para salvar el mundo.

-Todavía está generalizada entre los cristianos la verdadera doctrina sobre la gracia. Así consta en las oraciones litúrgicas de la época y en toda la literatura espiritual. San Pablo y San Agustín se reconocen con satisfacción en la Summa Theologica de Santo Tomás y en los grandes autores medievales.

A nadie se le ocurre pensar por entonces que la buena obra, meritoria de vida eterna, procede parte de Dios y parte del hombre. Hay conciencia general de que Dios y el hombre producen la obra buena como causas subordinadas, y no como causas coordinadas, al modo semipelagiano. El hombre, él solo, puede causar la obra mala; pero es Dios quien, por su gracia, ilumina y mueve al hombre a que piense, quiera, decida y realice la obra buena, y éste colabora con su Dios, dejándose iluminar y mover libremente.