CAPITULO XVIII

TEOLOGIA Y PREDICACION

 

 

En definitiva, la finalidad de los estudios teológicos es la de formar al apóstol y al sacerdote; pues bien, la primera misión del sacerdote es anunciar la palabra de salvación del Dios Salvador, por eso dice el Concilio: “Los presbíteros... tienen en primer lugar la obligación de anunciar a todos el Evangelio de Dios, para que cumpliendo el mandato del Señor: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15), constituyan y aumenten el pueblo de Dios”.

El sacerdote, lo mismo que el profeta del Antiguo Testamento, es el heraldo de Dios que proclama el acontecimiento de la salvación e invita a los hombres a la decisión de la fe. “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”, decía San Pablo, “porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio” (1 Cor 9,16.17). Dijo esto San Pablo no porque los sacramentos fueran inútiles, sino porque el mismo orden sacramental depende del anuncio de la Palabra; por eso para que Cristo sea conocido y el Padre glorificado es menester que haya quienes anuncien el Evangelio, si no, “¿cómo invocarán a aquél en quien ni han creído?, ¿cómo creerán en aquél a quien no han oído?, ¿cómo oirán sin que se les predique? (Rom 10,14).

 

 

El predicar la Palabra pertenece a la misión profética de la Iglesia, misión necesaria e insustituible en la economía actual de la salvación. Para poder ser la voz de Cristo y el instrumento del Espíritu en la proclamación de la Palabra, el apóstol tiene que estar él mismo penetrado y poseído por la Palabra; esta posesión del apóstol por la Palabra es obra de la lectura asidua, de oración y estudio, y aquí es donde hay que situar la contribución teológica al ministerio de la predicación.

 

Sin duda que Teología y predicación seguirán siendo dos niveles diferentes de presentación del mensaje, cada uno con sus leyes y sus métodos propios; pero no exageremos tampoco las diferencias, el objeto que hay que comprender y presentar es siempre la Palabra de Dios, por ello creemos que una Teología que cumpla correctamente con su misión será una preparación excelente para responder a las exigencias de la predicación.

 

1.- El misterio de Cristo y la unidad de los misterios cristianos.

 

El objeto de la predicación cristiana es el designio de salvación oculto en Dios desde toda la eternidad, y ahora revelado, por medio del cual se establece a Cristo como centro de la nueva economía, y lo constituye por su muerte y resurrección en el único principio de salvación tanto para los gentiles como para los judíos. Es el plan divino total, que en definitiva conduce a Cristo y a sus insondables riquezas, porque todo ha sido creado y todo ha sido recreado en Jesucristo.

 

Este único misterio de Cristo se diversifica en misterios particulares, vinculados todos ellos entre sí en una poderosa y armoniosa síntesis. Pues bien, ¡cuántos cristianos han dejado que se agostase en ellos la vida de la fe, por no haber sospechado jamás las inagotables riquezas de este ministerio! A muchos cristianos les da la impresión de que viven en una religión pobre, mezquina, legalista. Jamás han experimentado como San Pablo ese balbuceo del hombre deslumbrado por la magnificencia del plan de salvación, ¿y cómo podrían experimentarlo, si nunca ha desplegado un predicador ante ellos los esplendores del misterio cristiano, si nadie les ha presentado a Cristo como el hogar vivo de toda la historia de la salvación y como centro de unidad de todos los misterios? ¿Y cómo podría hacer esto el predicador, si no ha llegado a percibir él mismo, por medio de un estudio atento y prolongado, esos vínculos múltiples que relacionan a los misterios entre sí; si él mismo no ha sentido alguna vez vértigo ante la magnificencia de la poética divina? La ciencia teológica será la que le haga ver cómo el misterio se diversifica y se ordena en un todo único, gracias a unos cuantos misterios centrales (Trinidad, Encarnación, Gracia) que desempeñan el papel de articulaciones.

 

El teólogo progresa de los misterios al misterio único, esforzándose en reconstruir la síntesis armoniosa que es el reflejo humano del esplendor del designio divino. Esta visión total de los misterios podrá proteger a la predicación contra cierta forma de unilateralismo, que consistiría en conceder un privilegio a ciertos misterios del cristianismo en detrimento de otros más fundamentales, más ricos, pero que algunos tienen miedo de presentar por ser más difíciles de explicar, como por ejemplo el misterio de la Santísima Trinidad.

 

 

2.- Valor salvífico del misterio.

 

La Teología no nos ilumina solamente en lo que se refiere al objeto de la revelación, es decir al misterio, sino que también en lo que atañe al valor salvífico del mismo. En efecto, en la verdad del dogma es donde la Teología descubre su alcance, ya que si Dios se revela es para arrancarnos del pecado y compartirnos la vida eterna. Pues bien, pertenece a la Teología mostrar cómo cada uno de los misterios nos ha sido revelado para decirnos en qué consiste nuestra salvación y cómo hemos de tender a ella, porque la verdad del misterio consiste en estar ordenado a la salvación.

 

En este sentido la Teología está esencialmente al servicio de la vida; por tanto, están equivocados algunos de los representantes de la kerigmática al creer que existe una ruptura entre la explicación científica del objeto de fe y su valor salvífico. No podemos alcanzar el valor objetivo del dogma cristiano mas que por la realidad objetiva de la revelación; cuanto más se comprende y mejor se formula el sentido auténtico del contenido de la fe, más iluminado queda su verdadero valor de salvación.

 

La comprensión más profunda y más precisa del dogma es la que nos hace percibir mejor su dimensión salvífica. Indudablemente este conocimiento, de orden científico, no conmueve tanto el corazón y la voluntad como un conocimiento concreto en imágenes, pero enriquece el espíritu, y le proporciona al predicador la posibilidad de una auténtica presentación del objeto de fe y de su valor de salvación, protegiéndole además contra una afectividad falsa y unilateral. El que llegue a captar científicamente el contenido de su fe, penetrará en la comprensión del misterio hasta el punto de estar dispuesto a dominar las más diversas situaciones, con tal de que posea las debidas dotes humanas de comunicación y una experiencia viva de la realidad concreta de los hombres. Su penetración del objeto de fe, le asegurará una gran libertad para presentar el dogma a grupos de distintos niveles, con el respeto más riguroso a la ortodoxia; pero por el contrario, una conocimiento privado de esta precisión científica es incapaz de asegurar una predicación sólida y variada.

 

 

3.- Liturgia de la Palabra y homilía dominical.

 

La constitución sobre la Liturgia y el decreto sobre el ministerio sacerdotal, han devuelto a la predicación toda su importancia y toda su amplitud en la vida litúrgica de la Iglesia. La homilía, en concreto, ha vuelto a ser el lugar privilegiado de la proclamación de la palabra de salvación. Pues bien, como indica esta constitución, “las fuentes principales de la predicación serán la Sagrada Escritura y la Liturgia, ya que es una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación, o misterio de Cristo”.

 

La homilía tiene que explicar, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana. La constitución sobre la revelación declara a su vez que: “Con la misma palabra de la Escritura se nutre saludablemente y se vigoriza santamente el ministerio de la palabra, es decir la predicación pastoral, la catequesis y toda instrucción cristiana, en la cual es preciso que ocupe un lugar destacado la homilía litúrgica”.

 

Para realizar semejante programa, el predicador tiene que haber realizado una obra teológica y de exégesis, porque la predicación tiene que adaptar, pero no deformar; tiene que buscar la sencillez, pero no la indigencia; pues bien, para presentar correctamente el mensaje que se desprende de la Escritura, sin deformarlo ni empobrecerlo, ante todo es menester elevarse al nivel de la ciencia. Un comentario de la Escritura no se improvisa: el predicador tiene que estudiar y comprender el texto sagrado, determinar con precisión su sentido literal, captar el contexto histórico y social en que está inserto y apreciar el género literario que lo ha traído hasta nosotros. Además, cada texto supone un segundo grado de profundidad, que es su sentido pleno; ese sentido es el que se desprende del texto, pero situado en el conjunto de la revelación y orgánicamente vinculado con las demás partes de la Escritura. Finalmente, para apreciar la importancia relativa de un texto, para distinguir lo que en la Escritura es central, hay que conocer y poseer la síntesis cristiana, cuya clave de inteligibilidad es Cristo.

 

Todo este trabajo supone que el predicador no ha de cesar nunca de ser exégeta y teólogo; por tanto, no le bastará con recurrir a los textos y a las imágenes de la Escritura para creerse en regla con su misión de siervo de la Palabra, como si el texto de la Escritura tuviese que obrar resultados por sí mismo. Por ejemplo, para hablar del misterio de la Iglesia a partir de las figuras que utiliza la Escritura (el pueblo de Dios, la esposa, la viña, etc.) tendrá que pasar de su lenguaje simbólico al más técnico de la exégesis y de la explicación teológica, para captar a continuación, y sin perder ese poder sugestivo del lenguaje de la Escritura, un mensaje lleno de significado auténtico e inagotable.

 

4.- La actualización de la Palabra.

 

La predicación no sólo debe proponer la palabra de salvación, sino además actualizarla para que el hombre del siglo XX, con su cultura, su mentalidad y sus problemas, se sienta alcanzado por ella tan vivamente como el hombre del siglo I. ¿Pero cómo llenar esa separación que hay entre la Escritura y el hombre de hoy? ¿Cómo podrá la palabra, dirigida directamente a los judíos del Antiguo Testamento o a los cristianos de la primitiva Iglesia, encontrar igual resonancia en el espíritu y en el corazón de nuestros contemporáneos?

 

Es evidente que una familiaridad cada vez mayor del pueblo cristiano con los temas y los símbolos de la Escritura irá reduciendo, poco a poco, esa distancia que desgraciadamente han aumentado varios siglos de abandono casi total de la Escritura; pero para expresar al hombre de hoy con claridad el mensaje, se necesita que el predicador se sienta obligado a comprender él mismo su fe, de tal manera que pueda sentirse delante del texto sagrado como ante un paisaje familiar. Esta familiaridad debería ser uno de los frutos de la enseñanza teológica.

 

Este trabajo de actualización de la palabra de Dios forma una tradición que comenzó en los orígenes de la Iglesia, y que no se ha interrumpido jamás. Jamás ha dejado la Iglesia de meditar en la palabra de Dios, y de proponerla a los hombres de cada generación con un frescor siempre nuevo; así por ejemplo, el texto de las parábolas en nuestros evangelios sinópticos constituye ya una actualización de las palabras del Señor, que fue realizada en el contexto ligeramente diferente de la Iglesia primitiva. Pues bien, ¿cómo podrá ignorar la predicación actual esa larga tradición de la Iglesia? ¿y cómo podrá insertarse en esa tradición, y prolongarla, sin conocer su desarrollo homogéneo?

 

Sin el conocimiento de la palabra de Dios en su fuente, y sin el conocimiento de la interpretación dada a esa palabra en el curso de los siglos, la predicación actual corre el riesgo de empobrecerse y desviarse. Los predicadores lo saben bien, el verdadero problema de la predicación no es tanto de adaptación como de aprovisionamiento; lo que más pronto se agota para el predicador son las fuentes doctrinales, por eso es que una buena formación teológica, además de proporcionar al sacerdote algo que decir, le dará la seguridad que necesita, en una actitud que estará tan lejos de la suficiencia como del complejo de inferioridad.

 

Pero no por eso la Teología acabará con los problemas que plantea la presentación el mensaje de salvación en términos accesibles al hombre de hoy, como tampoco el conocimiento teórico de la psicología haría necesariamente al buen psicólogo; además, la adaptación propuesta no mira sólo al lenguaje, sino también y especialmente a las personas. La predicación de un mismo punto doctrinal exige múltiples adaptaciones: según la edad, la cultura, los grupos sociales, etc., y el único elemento de cuyo dominio se puede estar seguro es el conocimiento del mensaje, todo lo demás dependerá menos de los cursos que de la intensidad de la vida religiosa personal y de las dotes humanas de comunicación y de expresión del predicador.

 

5.- Teología de la predicación.

 

Finalmente, y no es esta su misión menos importante, le toca a la Teología estudiar, a la luz de la revelación, el sentido de la predicación en la economía de la salvación. Esta reflexión dogmática sobre la predicación, comenzada hacia 1936 bajo el impulso de J. A. Jungmann, está en vías de pleno desarrollo. Estimulada en la terminología protestante, particularmente activa en este terreno, se ha beneficiado además con las aportaciones de la renovación litúrgica que han subrayado el valor cultual de la predicación, como también del progreso rápido de las ciencias bíblicas y litúrgicas. La constitución sobre la Liturgia ha reconocido y consagrado todo este esfuerzo. En la celebración litúrgica, la mesa de la palabra es inseparable de la mesa eucarística; siendo esto es así, la Teología tiene que edificar una predicación que esté en relación íntima con la acción sacramental. La Teología de la predicación reconocerá que la actual expresión de la Palabra, tomando ejemplo de la predicación apostólica, debe que reunir los siguientes rasgos:

 

a).- Tiene que ser histórico-bíblica. Tiene que estar centrada en la historia de la salvación y en la Escritura que contiene esa historia, ya que el kerigma primitivo no se presenta como una metafísica superior que pudiera corresponder a las cuestiones de la inteligencia humana, sino como una historia sagrada. Por ser la predicación el anuncio de la salvación históricamente realizada el Cristo, tiene que respetar la estructura orgánica de esa historia.

 

b).- Tiene que ser cristocéntrica, lo mismo que lo es el plan de la salvación. La predicación tiene que seguir un orden concéntrico más lineal, ya que cada misterio se reduce a Cristo, o tiene por objeto su preparación.

 

c).- Tiene que ser pascual, ya que en el conjunto de los misterios de Cristo, el más importante es el de la resurrección, que hace del Evangelio una buena nueva.

 

d).- Tiene que ser eclesial, no solamente porque el ministerio de la predicación ha sido confiado a la Iglesia, sino también porque la historia de la salvación se continúa en la Iglesia que trabaja en la edificación del cuerpo de Cristo.

 

e).- Tiene que ser litúrgica, ya que la salvación que el kerigma anuncia y que la catequesis detalla, se realiza en la Liturgia, en los sacramentos, especialmente en el bautismo y la eucaristía, pero sobre todo en la misa, donde la predicación cumple plenamente su definición de palabra sagrada, viva y actual: Toda la primera parte de la misa es liturgia de la Palabra, es la proclamación en la Iglesia del mensaje de salvación.

 

f).- Tiene que ser teocéntrica, esto es: tiene que presentar la Palabra como la palabra del Dios vivo que invita a una opción decisiva, que compromete la suerte final del hombre.

 

g).- Finalmente tiene que ser un testimonio; o sea, tiene que hacer ver, en la vida del predicador, la aptitud del Evangelio para transformar la existencia humana.